¿Puede una feminista ser (buena) investigadora? ¿Puede una (buena) investigadora ser feminista?

Can a feminist be a (good) researcher? Can a (good) researcher be a feminist?

  • Eulalia Pérez Sedeño
Tradicionalmente se ha considerado que los valores no cognitivos (políticos, de clase, religiosos, etc.) influyen negativamente en la ciencia. Desde el feminismo se han criticado especialmente los sesgos y prejuicios de género. Sin embargo, las personas dedicadas a la ciencia no están aisladas, sino que desarrollan su actividad en un contexto sociohistórico concreto. Como tales, pueden pertenecer a distintas comunidades: aquella científica en cuyo paradigma han sido educadas, pero también a otras: religiosas, políticas, etc. En este trabajo muestro, con tres ejemplos, como la pertenencia a una de estas comunidades y sus valores no cognitivos, en este caso la comunidad sociopolítica como la feminista, puede contribuir a reevaluar la evidencia disponible y mejorar nuestras hipótesis y teorías, desafiando viejos —y nuevos— prejuicios.
    Palabras clave:
  • Valores sociales
  • Igualdad de género
  • Feminismo
  • Diferencias cognitivo-conductuales
  • Neurosexismo
Traditionally, non-cognitive values (political, class, religious, etc.) have been considered to negatively influence science. From feminism, gender biases and prejudices have been particularly criticized. However, people engaged in science are not isolated, but develop their activity in a specific sociohistorical context. As such, they may belong to different communities: the scientific, one in whose paradigm they have been educated, but also to other communities, like religious, political, etc. In this paper I show, with three examples, how belonging to one of these communities and their non-cognitive values (in this case socio-political ones such as feminists), can contribute to re-evaluate the available evidence and improve our hypotheses and theories, challenging old — and new — prejudices.
    Keywords:
  • Social values
  • Gender equity
  • Feminism
  • Cognitive-behavioral differences
  • Neurosexism

1 Introducción

Tradicionalmente se ha considerado que el método científico elimina de la ciencia cualquier influjo subjetivo que pudiera entrar en ella. Es decir, impide que se incorporen valores supuestamente ajenos a la ciencia —políticos, religiosos, éticos…—, restándole objetividad. Los valores cognitivos o internos, tales como la verdad, la adecuación empírica o la simplicidad le conferirían su “neutralidad valorativa”. Esa neutralidad aseguraría que no conlleva sesgos de ninguna clase.

Pero, hace varias décadas, desde el feminismo se han efectuado análisis y críticas a diversos aspectos de distintas disciplinas científicas, sus prácticas, hipótesis o teorías (por ejemplo, Bleier 1984; Haraway, 1989; Hubbard, 1990). Este análisis que podríamos incluir dentro de la “filosofía feminista de la ciencia”, o de los “estudios de Ciencia, Tecnología y Género” (CTG) se ha centrado en dos aspectos fundamentales: por un lado, ha analizado diversas hipótesis, teorías y prácticas y ha mostrado que pueden —y de hecho lo hacen a menudo— incorporar valores no cognitivos. Y estos análisis, por otro lado, han llevado a un cuestionamiento de la noción tradicional de ciencia y más en concreto a cuestionar algunas de las características supuestamente fundamentales de la ciencia, como la noción de objetividad y la naturaleza aséptica, no corpórea ni situada del sujeto cognoscente. Un concepto clave, pues, es el de sujeto cognoscente situado y, por tanto, el de conocimiento situado, que refleja las perspectivas particulares del sujeto, pues llevan a cabo su actividad de conocer en un tiempo y en un lugar, es decir, situados en una cierta relación o relaciones con lo que se conoce y con otros sujetos cognoscentes, que no es siempre la misma, por lo que se puede conocer el objeto de muchas maneras.

Así pues, según los análisis realizados desde el feminismo (aunque no sólo), la ciencia, como cualquier otra actividad desarrollada por los seres humanos, no se puede entender fuera de su contexto sociocultural. La ciencia es un proceso y una actividad de comunidades científicas insertas en contextos sociohistóricos concretos en cuyo seno encontramos, además de la situacionalidad del sujeto cognoscente, valores personales, sociales y culturales, preferencias de grupo o individuales, de tipo cultural, social, etc. que inciden o pueden incidir en diversos modos y grados sobre la práctica científica (Haraway, 1989; Longino, 1990). De hecho, las y los investigadores pertenecen a diversas comunidades a la vez, la del paradigma científico/intelectual en el que se educan, pero también a otras: políticas, religiosas, de clase…

En este trabajo mostraré que ciertos valores no cognitivos —en los casos presentados, valores “feministas”— contribuyen, en muchas ocasiones, a reevaluar la evidencia disponible y, de ese modo, a mejorar nuestras prácticas científicas, contribuyendo a una mejor ciencia.

2 Valores no cognitivos en la ciencia: tres casos

Aunque las críticas feministas han apuntado principalmente a los aspectos negativos de los valores ideológicos androcéntricos que se traducen en sesgos de todo tipo (García Dauder y Pérez Sedeño, 2017, cap. 5), hay ocasiones en que esos valores influyen de manera positiva.

Por ello, voy a presentar 3 ejemplos en los que la pertenencia a cierta comunidad, en este caso la feminista (o sufragista en el primer caso, para ser rigurosas), ha variado la mirada sobre el objeto de conocimiento, las hipótesis de partida e, incluso, la interpretación de la evidencia disponible, modificando el conocimiento en tres momentos importantes en los que se cuestiona la igualdad y se postula la subordinación/inferioridad/diferencia de las mujeres apelando a la ciencia.

2.1 Anatomía e inteligencia

El primero de ellos se produce desde mediados del siglo XIX, con el surgimiento del sufragismo, que no sólo reclama el sufragio universal o la posibilidad de que las mujeres sean elegidas para cargos públicos, sino que cuestiona la obligatoriedad del matrimonio y defiende y lucha por la igualdad a todos los niveles, incluido el acceso a la educación superior. En esta época son muchas las teorías que sustentaban la supuesta inferioridad social, física y mental de las mujeres (Gómez, 2004; Lewontin et al., 1984). Por ejemplo, los anatomistas cerebrales suponían que en cada área concreta de la corteza cerebral se encontraban las diferentes facultades de la mente (estableciendo, así, la creencia de que el cerebro es el órgano de la mente). En concreto la frenología, muy popular durante el siglo XIX, establecía una relación entre facultades mentales y rasgos observables, instaurando una correlación entre el comportamiento y la configuración craneal. Así, el cráneo de las mujeres indicaba menor vigor intelectual y capacidad de reflexión, un predominio de los sentimientos (frente al intelecto de los varones), etc. En resumen, el círculo se cerraba: se llegaba a aquello de lo que se partía, la inferioridad de la mujer con respecto al hombre1.

Muchos anatomistas insistían en que la región frontal era relativamente mayor en los hombres, mientras que la parietal lo era en las mujeres. Se creía firmemente que en la región frontal se hallaban todos los procesos intelectuales, en especial los más abstractos. “Y si un anatomista, tras examinar una o dos docenas de cerebros, acabara concluyendo que la región frontal es relativamente mayor en las mujeres, lo más probable es que sintiera que había llegado a una conclusión absurda” (Ellis, 1894/1934, pp. 53-54). Havelock Henry (1894/1934. pp. 38-39) decía que se había podido reconocer que esa región es mayor en las mujeres sólo porque se había comprobado que la región frontal del cerebro era relativamente mayor en el Mono que en el Hombre (sic) y que no existía ninguna conexión especial con los procesos intelectuales superiores. La evidencia disponible se interpretó de manera diferente para adecuarse a la creencia estereotipada. Es decir, en cuanto se descubrió que en el mono esa parte era mayor, se afirmó que el tamaño no tenía que ver con las facultades intelectuales. En palabras del propio Havelock Ellis, “En tanto las mujeres son diferentes en los caracteres sexuales primarios y la función reproductiva, nunca pueden ser absolutamente iguales, ni aun en los procesos psíquicos más elevados” (Ellis, 1894/1934, p. 405). Tienen cierta “afectabilidad”, “irritabilidad” o “sugestibilidad” que hace que a las mujeres les desagraden los procesos esencialmente intelectuales de análisis o les desagraden también las normas y los principios rígidos y las proposiciones abstractas, entre otras (Ellis, 1894/1934, p. 406). Además, son más infantiles, más bajas y ligeras; tienen la cabeza y el tronco más largo, el cuello y las extremidades más cortos, todo ello indicio de inferioridad (Pérez Sedeño, 2012).

También la antropología puso su grano de arena desde mediados del siglo XIX, pues, se propuso clasificar las razas por su estructura física, que era lo que determinaba su inferioridad, en concreto, en el caso de las mujeres (Russett, 1989). Por ejemplo, James McGrigor Allan afirmaba que, durante la menstruación, las mujeres “sufren languidez y depresión que las incapacita para pensar o actuar y hace sumamente dudoso hasta qué punto pueden ser consideradas seres responsables mientras dura la crisis” (McGrigor Allan, 1869, p. ccxii). Y añade:

Aunque las mujeres poseyeran un cerebro igual al de los hombres —si las capacidades intelectuales de ellas fueran iguales que las de ellos— la eterna distinción en la organización física de los sexos haría que, a la larga, el hombre medio fuera superior mentalmente a la mujer media. En el trabajo intelectual el hombre ha sobrepasado, sobrepasa y siempre lo hará a la mujer, por la evidente razón de que la naturaleza no interrumpe periódicamente su pensamiento y aplicación. (McGrigor Allan, 1869, p. ccxii)

Incluso la teoría de la conservación de la ener­gía sirvió para que algunos se opusieran a la educación (sobre todo superior) de las mujeres, pues el esfuerzo que habrían de dedicar a su instrucción les quitaría una energía necesaria para el funcionamiento correcto de sus funciones menstruales y reproductivas; eso impediría su finalidad pri­mordial, ser madres, pues se pensaba que con el estudio aumenta el cerebro y, al aumentar este, disminuían los ova­rios (Maudsley, 1874).

Las mujeres que estaban descontentas con estas ideas intentaron contrarrestarlas de diversas maneras, en especial, con estudios empíricos que las descartaban. Por ejemplo, Mary Putnam Jacobi, sufragista, interpretaba las supuestas evidencias como meras anécdotas y creencias tradicionales estereotipadas y abogaba por investigar científica y empíricamente todas las cuestiones, en especial aquellas que mantenían que las mujeres debían de dejar de ser activas sexualmente durante la menstruación para no dañar sus órganos reproductivos. En su obra The Question of Rest for Women during Menstruation (1876) (por la que recibió un prestigioso premio de la Universidad de Harvard) argumentaba con datos en la mano que las tesis de los conservacionistas de la energía, como Henry Maudsley, no se sostenían, puesto que muchas mujeres instruidas tenían hijos (Iglesias-Aparicio, 2003).

Otra de las muchas mujeres que lucharon desde la ciencia contra estos prejuicios fue Helen Bradford Thompson Wooley. También sufragista, estaba convencida de que el poder de los seres civilizados depende del conocimiento que tengan y creía que la ciencia era la llave para resolver todos los problemas de la humanidad; por eso, decidió centrarse en los problemas sociales de su tiempo y ayudar a resolverlos mediante la psicología experimental. En 1900 obtuvo su doctorado con la calificación de summa cum laude, por su investigación experimental sobre las diferencias psicológicas entre mujeres y hombres. Porque Helen Thompson Wooley realizó la mayor investigación experimental de su época sobre diferencias sexuales, aplicando diversas pruebas a universitarios y universitarias para medir habilidades motoras, umbrales de sensibilidad, habilidades intelectuales y rasgos de personalidad. Sus resultados indicaban que no había diferencias en capacidades emocionales y que las diferencias intelectuales no eran significativas. Además, fue la primera persona en sugerir que esas diferencias se debían a condicionamientos sociales no a factores biológicos innatos. En 1903 publicó dos libros basados en su tesis: Mental Traits of Sex y Psychological Norms in Men and Women. En el primero, Thompson Woolley mostraba que los hombres tenían la ventaja en la mayoría de las pruebas de habilidades motoras, mientras que las mujeres en general mostraban una discriminación sensorial más fina. En las pruebas de facultades intelectuales, las mujeres se desempeñaron ligeramente mejor en las tareas de memoria y asociación y los hombres mejor en las pruebas de ingenio.

Naturalistas como Charles Darwin, o, poco después, los darwinistas sociales, proclamaban que la mujer era un hombre que, ni física ni mentalmente, había evolucio­nado completamente (García Dauder y Pérez Sedeño, 2017; Gómez, 2004). Las teorías aceptadas de la época mantenían que las diferencias hombre-mujer se basaban en las características evolutivamente más beneficiosas para el hombre que para la mujer. Por ejemplo, se afirmaba que el esperma era activo y ágil y el gran óvulo inmóvil y pasivo (Geddes y Thomson, 1890/2010), imagen que, por cierto, se mantiene en muchos libros de texto y en el imaginario colectivo (Martin, 1987/2013; Pérez Sedeño, 2011). Thompson Woolley señaló lo ilógico de esas analogías biológicas, que precisamente asignaban las características intelectuales opuestas a las mujeres —eran excitables e incapaces de atención sostenida, por tanto, no aptas para el trabajo intelectual (mientras que el óvulo era pasivo)— y a los hombres capacidad de razón, imparcialidad y concentración tranquila, cuando el esperma tenía las características contrarias.

Además, indicó que había otras explicaciones tan lógicas como las biológicas, a saber, las diferencias ambientales: “Las diferencias psicológicas del sexo parecen deberse en gran medida […] a las diferencias en los influjos sociales que afectan al individuo en desarrollo”, citando como pruebas las diferencias en los juguetes, los juegos y el énfasis en la actividad física (Thompson Woolley, 1905, p. 179). Su trabajo recibió críticas diversas. Dos autores reconocieron la importancia de tan cuidadoso trabajo experimental, pero cuestionaron que la muestra de mujeres de Thompson Woolley fuera representativa de su género, afirmando que la mujer universitaria no es comparable con el hombre universitario. pues busca asistir a la universidad por ambición, pobreza o incompatibilidad de temperamento, mientras que el hombre va a la universidad como algo natural. Otro crítico, en cambio, consideró que sus conclusiones eran trascendentales y sugirió que podrían hallarse resultados semejantes en las diferencias raciales (Pérez Sedeño, 2011).

2.2 La irrupción del feminismo en la teoría de la evolución

El segundo caso se da en la década de los sesenta-setenta del siglo pasado, un momento de resurgimiento del movimiento feminista. Tras el papel desempeñado por las mujeres durante la Segunda Guerra Mundial en fábricas, granjas, etc. su vuelta al hogar permaneció incuestionada. La publicación en 1949 de El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir pasó desapercibida en EE. UU. hasta su traducción “mutilada” al inglés en 1954 por el zoólogo Howard W. Parshley (Moi, 2002)2. Una serie de actividades y acciones, como la inclusión de la reivindicación de los derechos de las mujeres, primero en el programa electoral de John F. Kennedy y luego en su administración, la huelga de las mujeres por la paz en 1961 y la publicación de Betty Friedan de La mística de la feminidad en 1963 (en España se publicó en 1974), y la creación también por Friedan de la Organización Nacional de Mujeres (NOW) en 1966, entre otras, contribuyeron de manera determinante al surgimiento de esta nueva ola feminista. En este contexto se desarrolla nuestro ejemplo, pues en la teoría de la evolución se produce un cambio fundamental acerca de cuál ha sido el principal motor de la evolución.

Según el paradigma en vigor en el momento, el género homo se habría originado en África y se extendió por todo este continente y Eurasia, diversificándose en varias especies. Los restos fósiles o las herramientas encontrados en distintos yacimientos por lo general mal conservados o semidestruidos servían de evidencia para esa teoría. Muchos de estos restos fósiles son instrumentos de caza: proyectiles, cuchillos, hachas que datan de unos 2,8 millones de años (Sala, 2005). Durante mucho tiempo, la hipótesis del “hombre cazador”, tal y como fue desarrollada por Sherwood Washburn y G. S. Lancaster (1968/1999), fue unánimemente admitida dentro de la teoría evolucionista. Consideraba que dichos instrumentos eran fundamentales para la obtención de lo que se pensaba era la principal fuente de alimento, la carne. El hombre cazador partía en grupos a la captura de grandes animales, dejando a las mujeres al cuidado de la prole. De este modo, la caza se convertía en el principal factor de la evolución, siendo fundamental en todas las innovaciones morfológicas, tecnológicas y sociales características de la humanidad moderna:

Puesto que sólo los hombres cazan y la psicología de la especie se construyó por la caza, nos vemos obligadas a concluir que las mujeres apenas son humanas, esto es, no tendrían incorporada la psicología básica de la especie: matar y cazar y en último término matar a otros de la misma especie. El argumento implica la incorporación de la agresión en los machos humanos, así como la pasividad asumida de las hembras y su exclusión de la corriente principal del desarrollo humano. (Jane Kephart, 1970, p. 5, citado en Slocum, 1965/1971, p. 38)

Otra de las “evidencias” era el comportamiento de los primates no humanos, pues su estudio ayudaría a conocer la conducta de los primeros homínidos y también a entender nuestras conductas actuales. Hasta los años 60, los primates se estudiaban fundamentalmente en cautividad, en los zoos. Los mandriles eran los primates más estudiados en libertad, dado que es una especie terrestre, por lo que son más fáciles de estudiar, habitan la sabana africana, de donde se supone que procede nuestra especie, y es una sociedad agresiva, competitiva y dominada por el macho, igual que la nuestra. Pero en los años 60, empiezan a entrar en la disciplina de la primatología mujeres como Jane Goodall, Diane Fossey, Biruté Galdikas o Jeanne Altman, que investigan otras especies (chimpancés, gorilas de montaña, orangutanes o papiones) y diversos componentes del grupo (hembras, crías, machos periféricos, etc.) o conductas como el uso de utensilios perecederos, comunicación gestual, fijación de la senda de forrajeo, vida en grupos familiares, etc. (García Dauder y Pérez Sedeño, 2017, pp. 78-87).

En 1971, Sally Linton Slocum publicó un artículo titulado Women the Gatherer: Male bias in Anthropology, cuyo título ya indica el otro paradigma de pertenencia. En él se planteaba la naturaleza de las cuestiones antropológicas:

Somos seres humanos que estudian otros seres humanos y no nos podemos dejar fuera de la ecuación. Elegimos preguntarnos ciertas cosas y no otras. Nuestra elección surge del contexto cultural en el que existe la antropología y los antropólogos. La antropología, como disciplina académica, ha sido desarrollada primariamente por hombres occidentales blancos, durante un periodo específico de la historia. Nuestras cuestiones están conformadas por los particulares de nuestra situación histórica y por supuestos culturales inconscientes. (p. 37, cursivas del original)

Esta afirmación se puede aplicar a otras disciplinas biosociales, es decir, aquellas que se basan en ideas biológicas para mantener la división de géneros en la sociedad y la subordinación de uno de ellos, el femenino, en una forma especial de biopoder. Según Linton Slocum, pues, la elección de unas cuestiones y no otras, surge del contexto cultural en el que está el antropólogo (sic) y nuestra situación histórica y nuestros supuestos culturales (in)conscientes, es decir, nuestra situacionalidad influyen en, y conforman nuestras preguntas, hipótesis y teorías. Además, por primera vez se establecían las bases para examinar y analizar de forma detallada cuál había sido el papel de las mujeres en las sociedades del pasado, examen que continúa actualmente (por ejemplo, Patou-Mathis, 2021).

Autoras como Sally Linton Slocum, Nancy Tanner y Adrienne Zilman —pero no sólo ellas— pusieron en cuestión que la caza hubiera sido la principal forma de subsistencia de los homínidos, pues claramente la carne no pudo ser el principal alimento ni el único aporte proteínico, sino que el vegetal debió de ser muy importante, igual que la recolección de frutos secos (que tienen gran aporte de grasas y proteínas) y que habría desarrollado determinadas habilidades cognitivas: la orientación espacial y la memoria para recordar los lugares donde encontrar los frutos y las épocas correctas en las que llevar a cabo esa recolección etc., o un buen conocimiento de las plantas, de los frutos, de las raíces o de los insectos. Por supuesto, no hay datos que muestren que en estas sociedades los hombres mantenían a las mujeres y a las crías. Al contrario, tanto los datos antropológicos como los primatológicos apuntan cada vez más a que las mujeres tenían capacidad para alimentarse a sí mismas y a su prole, como sucede con los ¡kung y otras tribus semejantes o con diversas especies de primates. Hoy en día, la hipótesis más extendida y aceptada es la de que nuestras sociedades primitivas eran recolectoras y cazadoras3 y que las mujeres tomaban parte en todas las actividades, incluidas las artísticas (Patou-Mathis, 2021).

2.3 Contra el neurosexismo

Y vayamos ya al tercer y último ejemplo, que se da en el feminismo del siglo XXI, donde el activismo presencial y online tienen un gran protagonismo, pero que ha visto resurgir una serie de prejuicios sobre las mujeres, especialmente espoleada por los populismos de extrema derecha. En este caso, la disciplina de la que nos ocupamos es la neurociencia. En obras como las publicadas por Simon Baron-Cohen (2004) o Louann Brizendine (2006, 2010) ahora no se dice que las mujeres sean inferiores en habilidades cognitivas y en todos los aspectos, como sucedía a finales del s. XIX y principios del XX, lo que se traduce en que están inherentemente menos capacitadas para las ciencias de alto nivel, sino que las mujeres son diferentes a los hombres, por lo que las mujeres pueden decidir libremente qué actividades/estudios/profesiones desarrollar. Este tipo de argumentación no es nueva, pues ya se esgrimía por los defensores de la teoría de la complementariedad en el s. XVIII, para quienes mujeres y hombres eran opuestos complementarios4 (Schiebinger, 1989/2004, pp. 304-307). En el caso del neurosexismo, este sutil cambio en la argumentación es una hábil maniobra de distracción, porque se entiende que los diferentes intereses, naturales e innatos tienen su correlato cerebral, por lo que hay un cambio muy pequeño con respecto a las ideas previas.

La noción común es que hay un cerebro masculino y otro femenino y que, si se tiene un cerebro de uno u otro tipo, se pueden atribuir diferencias entre individuos en habilidades, logros, personalidad y expectativas. Esta creencia ha marcado la disciplina durante siglos (desde Aristóteles y Galeno, pasando por Juan Huarte de San Juan, hasta las teorías vigentes en la época de Thompson Wooley). Estas ideas estereotípicas se anclan a veces firmemente en el imaginario público como si fueran hechos, a pesar de los esfuerzos que hacen muchos científicos para desmentirlos. Lo peor de todo es que estos supuestos hechos se usan para tomar decisiones políticas. Por ejemplo, en un estudio realizado por Leonard Sax no se afirmaba que la investigación cerebral señalara una inferioridad femenina innata en ciencias matemáticas, sino que el problema radicaba en que el sistema educativo enseñaba a chicos y chicas las mismas cosas al mismo tiempo, cuando “las diferentes áreas del cerebro involucradas en el lenguaje y las destrezas motrices […] maduran aproximadamente seis años antes en las chicas; las áreas involucradas en las matemáticas y la geometría maduran cuatro años antes en los chicos” (en Fine, 2010/2011, pp. 205-207). Este estudio se ha esgrimido para apuntalar la enseñanza segregada por sexos, a pesar de que tiene un montón de fallos que ha explicado magistralmente Cordelia Fine (2010/2011). Por ejemplo, determinadas destrezas psicológicas, como las que tienen que ver con la lengua, las matemáticas o la geometría, no se pueden situar en una sola parte del cerebro. Al menos por ahora la neurociencia no puede mirar dentro del cerebro y determinar la capacidad para resolver determinadas operaciones. Y nadie cuestionó la afirmación de Sax de que en los niños maduran las zonas para hacer matemáticas 4 años antes que en las niñas, algo que han cuestionado, aparte de Cordelia Fine, autoras como Janet S. Hyde et al., (2008).

Estas creencias sobre diferencias cerebrales que se traducen a diferencias conductuales resurgen una y otra vez como si fuera el juego de los marcianos: cuando crees que has acabado con ellos, porque no te queda ninguno en la pantalla, aparece otro grupo que además va más rápido. Y a pesar de que se han rebatido se siguen encontrando en libros de autoayuda o de divulgación, como los anteriormente citados, que tienen gran eco popular. El mensaje ha sido constante y consistente: hay diferencias esenciales entre el cerebro de una mujer y el de un hombre que determinan sus diferentes capacidades y su lugar en la sociedad. Esas diferencias se pueden atribuir a diversos factores: que la testosterona fetal inunda los circuitos neurológicos masculinos; el cuerpo calloso de las mujeres es mayor que el de los hombres; el cerebro masculino tiene una eficiente capacidad de organización; los circuitos corticoides de las chicas son primitivos; la materia blanca del cerebro femenino tiene una escasa capacidad de procesamiento visoespacial. Ante la persistencia de estas creencias y el resurgimiento de supuestos estudios científicos al respecto, nació a partir de 2010 lo que Sonia Reverter (2017) ha denominado la “guerrilla epistemológica” de la Neurogenderings Net­work.

Dicha red está compuesta por un grupo de investigadoras que estudian cómo las complejidades de las normas sociales, las experiencias de vida variadas, los detalles de las condiciones de laboratorio y la biología interactúan para afectar los resultados de la investigación neurocientífica. Dicho con sus propias palabras “es una red transdisciplinar de académicas ‘neurofeministas’ que tienen como objetivo examinar críticamente la producción de conocimiento neurocientífico y desarrollar enfoques diferenciados para una investigación neurocientífica de género más adecuada” (The NeuroGenderings Network, parr. 1). Se creó en marzo de 2010 en un encuentro organizado por Isabelle Dussauge y Anelis Kaiser en la Universidad de Upsala, financiado por el Swedish Research Council. En dicho encuentro participaron, además de las ya mencionadas, Sigrid Schmitz, Deboleena Roy, Hannah Fitsch, Cynthia Kraus, Rebecca Jordan-Young, Catherine Vidal, Cordelia Fine, Emily Ngubia Kessé, Raffaella Rumiati, Iris Sommer, Kathrin Nikoleyczik, Marianne Regard.

En la actualidad, la integran investigadoras de diferentes universidades o centros de investigación que pertenecen a diversas disciplinas como la neurociencia, las humanidades, los estudios sociales y culturales, los estudios de género y queer, los estudios feministas de la ciencia, o de ciencia, tecnología y género y los estudios de ciencia y tecnología.

Su investigación se centra en una variedad de cuestiones relacionadas con el género y el cerebro; sus objetivos incluyen evaluar el estado actual de los métodos neurocientíficos, hallazgos, representaciones e interpretaciones de la investigación cerebral empírica (neurofeminismo), iniciar el diálogo a través de las fronteras disciplinarias y desarrollar enfoques detallados y enriquecidos para los análisis neurocientíficos (neurociencia feminista). (The NeuroGenderings Network, parr. 4)

Así pues, la red pretende abordar el “neurosexismo”, es decir, la mala utilización de investigaciones neurocientíficas para perpetuar ideas preexistentes sobre supuestas diferencias entre los sexos y justificar las desigualdades de género. La investigación puede sufrir de neurosexismo al no incluir los factores sociales y las expectativas que dan forma a las diferencias sexuales, lo que posiblemente conduce a hacer inferencias basadas en datos defectuosos (Fine, 2010/2011). En contraste, los miembros de la red abogan por el “neurofeminismo”, con el objetivo de evaluar críticamente los supuestos heteronormativos de la investigación cerebral contemporánea y examinar el impacto y la importancia cultural de la investigación neurocientífica en las opiniones de la sociedad sobre el género. Esto incluye poner mayor énfasis en la neuroplasticidad en lugar del determinismo biológico. Uno de sus objetos de investigación son los métodos e instrumentos empleados en neurociencia que son caros, complicados e importantes. En concreto, las ya no tan nuevas técnicas de imágenes cerebrales que surgen a finales del siglo XX y que parecen ofrecernos la posibilidad de comprobar si existen tales diferencias, de dónde procederían y qué podría significar para sus propietarios. Me refiero a la PET, Positron Emission Tomography o tomografías por emisión de positrones; MRI, Magnetic Resonance Images o Imágenes por resonancia magnética; o SPECT, Single Photon Emission Computed Tomography, esto es, tomografía de emisión por fotón único. Algunos de los textos “divulgativos” más famosos, como los ya mencionados de Brizendine, se basan en estas técnicas. Aunque voy a obviar los problemas que surgieron en el inicio de estas tecnologías, que son bastantes, sí me gustaría indicar algunas cuestiones relevantes.

En primer lugar, estas técnicas lo que hacen es recoger datos sobre la actividad local que se da en el cerebro cuando se realizan determinadas tareas cognitivas. El experto o la experta en neuroimagen establece un posible papel que desempeñan las zonas del cerebro donde se procesa actividad en relación con esa capacidad o función cognitiva. En realidad, lo que se está midiendo son cambios en los niveles de oxígeno en sangre, esto es, el correlato de la cantidad de flujo sanguíneo que fluye hacia un área cerebral determinada que se supone que tiene que ver con la actividad neuronal. Lo que se hace es medir la diferencia entre la cantidad de flujo durante una tarea concreta y durante el estado de reposo. Eso se hace varias veces y con cerebros diferentes y se asignan colores a las diferentes cuadrículas que se forman en esa imagen según el significado estadístico de los datos. Así, lo que se está viendo es una interpretación de los datos de flujo sanguíneo y de oxigenación y no de activación en sí de la zona observada. Pero, como además no hay dos cerebros iguales, se han desarrollado una serie de técnicas para estandarizar las imágenes y poderlas comparar (Weisberg, 2008). Por otro lado, y como ya señalara Russell A. Poldrack (2006), lo que podemos concluir de estas imágenes es que hay una zona del cerebro que participa en una actividad, pero no podemos inferir estados a partir de esa actividad cerebral. Como he señalado en múltiples ocasiones, el conocimiento científico, en especial todo aquel que tiene que ver con disciplinas biosociales, está profundamente sesgado por los mandatos de género y este conocimiento sexista es un claro ejemplo de mala ciencia (García Dauder y Pérez Sedeño, 2017).

Muchas de las investigadoras de Neurogenderings Network son conscientes de que el estudio del sexo/género mediante neuroimágenes puede estar motivado por el deseo de entender mejor los principios fundamentales, problemas de salud mental que muestran diferencias entre mujeres y hombres y diferencias de género en la sociedad. Como uno de los fines de la neurociencia debe ser “aumentar nuestro conocimiento de la interacción de la neurobiología del individuo con el entorno en el que los seres humanos se desarrollan y viven” (Rippon et al., 2014, p. 1), estas autoras recomendaron tener en cuenta en el diseño, análisis e interpretación de las neuroimágenes cuatro principios clave: superposición o solapamiento, mosaicismo, contingencia y entrelazamiento. Por razones de espacio, nos detendremos en los dos primeros.

Los estudios sobre sexo/género clasifican de manera sistemática a los participantes como mujeres u hombres y aplican procedimientos estadísticos para compararlos. Pero las diferencias son menos grandes de lo que se piensa. Hyde (2005), en su análisis de 46 estudios meta-analíticos sobre diferencias sexuales, descubrió que prácticamente la mayoría de las puntuaciones de mujeres y hombres “se solapaban en la mayoría de las variables sociales, cognitivas y de personalidad” (citado en Rippon et al., 2014, p. 2). Por otro lado, ha sido difícil replicar informes que se daban por buenos y en los que se afirmaba que había diferencias de sexo/género en la organización funcional de las zonas del cerebro donde se localizan ciertas actividades cognitivas. Por ejemplo, después de dos estudios meta-analíticos se rechazó, por considerarse espurio, el estudio que apoyaba la hipótesis de que el cerebro masculino está más lateralizado en el procesamiento del lenguaje (Rippon et al., 2014, p. 3). Por tanto, se ha rechazado la idea de que hay dos tipos de cerebros claramente diferenciados: el masculino y el femenino.

El mosaicismo en el cerebro hace décadas que ya se conoce. Es decir, las personas no tienen un cerebro uniformemente masculino o femenino. Varias investigaciones ponen esto en cuestión. Una de las más recientes es la llevada a cabo por Daphna Joel, de la Universidad de Tel Aviv, y su equipo (Joel et al., 2015) en el que muestran que:

Aunque hay diferencias de sexo/género cerebrales y conductuales, los seres humanos y sus cerebros están formados por “mosaicos” únicos de rasgos, algunos más comunes en las mujeres comparados con los hombres, otros más comunes en los varones en comparación con las mujeres y otros comunes a todos […] El mosaicismo demostrado de los cerebros y la conducta de género es importante porque entra en conflicto con la idea categórica del sexo biológico, en el que las diferencias hembra/macho en los cromosomas sexuales, las gónadas y los genitales son aproximadamente dimórficos y están muy interrelacionados, de tal modo que los individuos por lo general tienen un fenotipo unitario bien de macho bien de hembra, algo muy discutido hoy en día. (Joel et al., 2015, p. 15468)5

La conducta de género es producto de múltiples factores, incluyendo factores estructurales (por ejemplo, desigualdades y normas de género culturales), factores sociales (como el rol y estatus social) y factores de nivel individual tales como características biológicas, identidad de género, experiencias, actitudes, habilidades y rasgos de género. Un ejemplo bien conocido de los efectos sociales contextuales es la “amenaza del estereotipo” (García Dauder y Pérez Sedeño, 2017, pp. 47-49). Otro ejemplo es el caso de la rotación mental que es algo maleable, pues se puede mejorar mediante el entrenamiento (Fine, 2010/2011, pp. 206-208). Pero también se puede manipular el contexto social de tal forma que influya en la mente de las personas que realizan el ejercicio. Por ejemplo, si masculinizamos el ejercicio y decimos que la prueba está planteada para ver las habilidades para ser piloto de aviación o ingeniero aeronáutico, los hombres puntúan mejor que las mujeres. Pero si se feminiza el contexto social y se dice que la prueba está diseñada para saber quién va a prosperar en profesiones tales como diseño de ropa o de interiores, en la misma prueba los hombres puntuaron peor (Fine, 2010/2011, pp. 56-58). Como señalan Gena Rippon et al., (2014), está claro que, aunque hay casi completa consistencia en las diferencias genitales, gonadales y genéticas entre los sexos, las diferencias en conducta varían en el tiempo, en el lugar, según el grupo y la situación social, etcétera. De hecho, un principio fundamental de los estudios de género y las investigaciones feministas es el de interseccionalidad, esto es, que el género, la etnia y la clase social se constituyen, refuerzan y naturalizan mutuamente.

Como señalan Joel et al., (2015) hay que producir un cambio de paradigma que científicamente conlleva

Reemplazar la práctica actualmente dominante de buscar y listar las diferencias de sexo/género por métodos de análisis que tengan en cuenta la gran variabilidad del cerebro humano […] así como las diferencias individuales de la composición específica del mosaico cerebral. A nivel social, adoptar una concepción que reconoce la diversidad y variabilidad humanas tiene implicaciones importantes para los debates sociales sobre viejas cuestiones tales como la deseabilidad de la educación segregada por sexo y el significado del sexo/género como categoría social. (Joel et al., 2015, p. 15473)

3 Conclusiones

El estudio de la dimensión social de la ciencia muestra los efectos de la investigación científica sobre la vida humana y las relaciones sociales, pero también las consecuencias que las relaciones sociales y los valores tienen en la investigación científica, así como los aspectos sociales de la propia investigación.

He escogido estos tres momentos y críticas porque son un ejemplo claro de cómo los valores intervienen —a veces para bien, a veces para mal— en la ciencia. Como es bien sabido, la ciencia es una práctica social efectuada por mujeres y hombres que pertenecen a diversas comunidades epistémicas. El primero de los casos estudiados se produce en un momento en el que hay una tendencia científica muy fuerte que pretende justificar la inferioridad (intelectual, pero también física y social) de las mujeres. Y es un momento también en el que, tras la Convención Seneca Falls de 1848, la primera convención de derechos de las Mujeres y su Declaration of Sentiments, hay un fuerte movimiento reivindicativo, el sufragismo, heredero de la que podríamos considerar la primera ola del feminismo, la de la Ilustración, iniciada en la Revolución Francesa con La declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (1791) de Olympe de Gouges (que le costó ser guillotinada) y Vindicación de los derechos de la mujer (1792) de Mary Wollstonecraft. Ante autores como McGrigor Allan o Havelok Ellis, se elevaron las voces y los escritos de mujeres que discrepaban de esas teorías, como Mary Putnam Jacobi o Helen Thompson Wooley. Estas mujeres —y otras muchas— pertenecían a comunidades epistémicas científicas. La primera era médica y, por tanto, incorporó los valores propios de su profesión, incluso impulsó la incorporación de los estudios clínicos y de laboratorio en las facultades de medicina. Igualmente, Helen Thompson Wooley incorpora los de la comunidad psicológica de su época, abogando por métodos de investigación experimentales rigurosos. Pero ambas son sufragistas, defensoras de la igualdad entre mujeres y hombres y la pertenencia a esa comunidad les hace incorporar sus valores también en sus respectivas investigaciones, lo que produce una nueva mirada sobre sus objetos de estudio y una reevaluación de la evidencia empírica.

Lo mismo sucede con el segundo ejemplo elegido que coincide con un nuevo auge del feminismo, que comienza en la década de los sesenta del siglo XX, con la publicación de La mística de la feminidad, de Betty Friedan, que reivindica el derecho a no ser definidas por las funciones que desempeñan en el hogar y otros aspectos ya señalados; la incorporación al mercado de trabajo —sin dejar las tareas del hogar— marca este comienzo que daría paso al Movimiento de Liberación de la Mujer. De nuevo, la pertenencia de las evolucionistas a su comunidad científica, pero también a la feminista, les hace estar en desacuerdo con las hipótesis propuestas y la evidencia elegida para apoyarlas e incorporan sus valores a su investigación, lo que produce una reevaluación de la evidencia disponible, del registro fósil y una nueva hipótesis —la de la mujer recolectora— que transforman la disciplina.

El tercer ejemplo aborda las críticas a las teorías neurosexistas que aparecen cuando el feminismo es imparable y se sirve de la “guerrilla epistemológica” en revistas y redes para desarrollar un nuevo neurofeminismo. Resulta impresionante que, más de un siglo después, se tengan que seguir esgrimiendo argumentos en contra de las diferencias neurocognitivas —y, por tanto, conductuales— que, aunque se han refinado métodos, instrumentos y protocolos, no esconden sus semejanzas con las ideas que defendían McGrigor Allan, Havelok Ellis y otros muchos autores anteriores.

No sólo la incorporación del feminismo, como teoría crítica, ha tenido impacto en contenidos teóricos, prácticas y desarrollos científico-tecnológicos, sino que ha contribuido de manera significativa al desarrollo de una ciencia mejor. El examen riguroso de la ciencia, desde la filosofía feminista de la ciencia y los estudios de ciencia, tecnología y género (CTG), puede y debe contribuir al bienestar público y a mejorar la práctica y los productos de la investigación científica. Esta filosofía feminista de la ciencia y los estudios CTG tienen que llevar a cabo un análisis filosófico, sociológico y ético de los temas de investigación y las prácticas científicas directamente relevantes para el bienestar público. Esto supone, entre otras cosas, examinar con sumo detalle esas disciplinas o partes de ellas que tienen la capacidad de dañar a los grupos vulnerables o marginalizados, así como las que tienen la capacidad de beneficiar a los grupos poderosos, en especial si estos beneficios últimos se extraen de los grupos vulnerables. Es decir, esta filosofía feminista de la ciencia no puede ignorar los aspectos, prácticas o teorías que dañan a las mujeres como grupo vulnerable que son y que se utilizan en su contra.

La filosofía feminista de la ciencia y los estudios CTG tienen que ocuparse de diversos grupos de interés, tales como los grupos que toman decisiones políticas o las poblaciones vulnerables o marginalizadas, y de si los daños y beneficios de la investigación con respecto a distintos grupos de interés están o no justamente distribuidos. Es posible que determinadas afirmaciones de conocimiento afecten en mayor medida a determinados grupos. Tal es el caso, por ejemplo, de los estudios sobre diferencias cognitivas entre ambos sexos, que suelen considerarse genéticas y por tanto incorregibles, al menos en el imaginario colectivo, y sirve de pretexto para mantener el papel subordinado de las mujeres dentro de nuestra sociedad. Por eso, los valores feministas pueden contribuir a mejorar nuestra ciencia, por lo que una feminista puede ser buena investigadora y la investigación puede ser mejorada por esos valores.

4 Agradecimiento

Este trabajo ha sido financiado, en parte, por el proyecto del Plan Nacional I+D+i EPHYCUBE, PID2019-105428RB-100.

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