El trabajo de Pablo González Casanova, casi nunca citado, sobre “el colonialismo interno” se publicó en 1969 —cuando Mignolo y Quijano estaban todavía militando en el marxismo positivista.
Silvia Rivera Cusicanqui (2010a, p. 66)
En la introducción de nuestro libro (Makaran y Gaussens, 2020), habíamos observado —entre otros señalamientos— que los planteamientos decoloniales solían ignorar, a veces a propósito, conceptos previos como posibles competidores de sus propias categorías. Es el caso emblemático de una de sus principales ideas, la colonialidad del poder, cuya formulación por Aníbal Quijano ha desestimado su antecesor: el colonialismo interno. El objetivo de este artículo es debatir la relevancia de las conceptualizaciones originales de ambas nociones, en términos analíticos, para reflexionar críticamente en torno a la huella colonial que hoy sigue marcando la realidad social de América Latina.
Ahora bien, como lo advierten Alejandro de Oto y Laura Catelli (2018, pp. 231-232) —en un ejercicio similar al nuestro—, “volver sobre una noción como la de colonialismo interno es una tarea no exenta de riesgos […] Volver a ella para revisar algunos puntos ciegos de las teorías invocadas bajo el nombre de giro decolonial no parece un riesgo menor tampoco”, dada la popularidad que han alcanzado estas teorías en el medio académico. Pese a estos riesgos, consideramos necesario sentar las bases de un debate, real, pero soterrado, debido a que “el problema del colonialismo y/o el imperialismo tiende a recuperar una vitalidad que parecía haberse diluido” (Gonnet, 2021, p. 79).
Muestra de este renovado interés son las reflexiones que se han publicado en los últimos años sobre el concepto de colonialismo interno para explorar su vigencia (Accossatto, 2017; Bringel y Leone, 2021; De Oto y Catelli, 2018; Gonnet, 2021; Martins, 2018; Torres Guillén, 2014), en un contexto intelectual marcado por el auge de la teoría decolonial, mientras que se han multiplicado, en forma paralela, las críticas en su contra (Browitt, 2014; Castro, 2016; Cortés, 2016; de la Garza, 2021; Herrera, 2022; Lehmann, 2022; Makaran y Gaussens, 2020; Petruccelli, 2020; Rivera, 2010a; Rosenow, 2023; Urrego, 2021; Zapata Silva, 2018). En estas reflexiones y críticas se apoya el artículo, que se divide en tres apartados: la primera parte presentará el concepto clásico del colonialismo interno, elaborado paralelamente por Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen; la segunda hará un contraste con la categoría de colonialidad del poder, acuñada por Aníbal Quijano; y, la tercera reflexionará sobre la vigencia del colonialismo interno en América Latina a partir de los aportes de la actual sociología boliviana, representada por las obras de Silvia Rivera Cusicanqui y Luis Tapia.
El concepto de colonialismo interno tiene sus orígenes en los debates políticos que marcaron el desarrollo histórico del marxismo en torno al imperialismo, el colonialismo y el racismo. Presenta antecedentes importantes entre las tesis discutidas en el marco de la Tercera Internacional, el partido comunista surafricano y el movimiento afroamericano. Desde sus orígenes, se trata de un concepto cuyas condiciones de elaboración son indisociables de procesos sociales de resistencia. Luchas antirracistas y de liberación nacional alimentaron un vasto movimiento de reflexión anticolonial, en el que destacó lo que pasaría a conocerse como “marxismo negro”, a partir del libro epónimo de Cedric Robinson (Urrego, 2021). Por lo tanto, es importante señalar de entrada, junto con Breno Bringel y Miguel Leone (2021, p. 1-2), que “la genealogía de este término es múltiple y estuvo muy asociada a movimientos sociales y políticos concretos, extendiéndose de formas diversas —y no siempre conocidas o conectadas— en el Sur y en el Norte Global.”
En América Latina, el concepto tiene sus orígenes en las luchas anticoloniales de los pueblos indígenas. Surge como tal a inicios de los años 1960, como producto de estas luchas y de las discusiones que agitaban las ciencias sociales en ese momento. Los debates sociológicos giraban en torno al desarrollo capitalista, la estructura de clases y la etnicidad. Estaban especialmente interesados en entender por qué este desarrollo se concentraba en ciertos polos y, en cambio, otras regiones se mantenían —en apariencia— apartadas de los procesos de modernización económica, empezando por las zonas habitadas por los pueblos originarios, que constituían el llamado “problema indígena” por el indigenismo oficial.
Elementos de respuesta fueron aportados con el concepto de colonialismo interno, que contribuyeron a elaborar dos sociólogos mexicanos: Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen. Ambos se habían conocido en la UNAM (el primero fue profesor del segundo) y luego colaboraron en el Centro Latinoamericano de Pesquisas en Ciencias Sociales (CLAPCS), creado por la UNESCO en 1957 —al mismo tiempo que FLACSO— y con sede en Río de Janeiro (Bringel y Leone, 2021). Si bien González Casanova suele ser reconocido como el autor que desarrolló la primera conceptualización, con dos de sus principales libros: La democracia en México (1965) y Sociología de la explotación (1969/2006), “la centralidad adquirida por esos dos libros a lo largo del tiempo acabó contribuyendo a nublar los debates previos y las publicaciones en artículos del propio autor y de sus interlocutores más cercanos” (Bringel y Leone, 2021, p. 3). En este sentido, es indispensable reconocer que el colonialismo interno constituye un concepto elaborado en colectivo, mediante discusiones en las que participaron varios autores.
La primera aparición del concepto se encuentra en un artículo de González Casanova (1963), publicado en la revista América Latina del CLAPCS (cuyo secretario general era Stavenhagen). El texto expresaba la preocupación de su autor por la reproducción al interior de las antiguas colonias latinoamericanas de estructuras plurales similares a las de la época colonial, a pesar de la independencia lograda respecto de sus antiguas metrópolis, como situación interna que explicaría la exclusión de las regiones indígenas del desarrollo capitalista contemporáneo. De esta manera, a la explotación de una clase social sobre otra, se añadía la dominación de una cultura sobre otra, originalmente producida por la conquista de unos pueblos por otros, a través de un colonialismo interno que González Casanova (1963, pp. 25-26) definió como:
Una estructura de relaciones sociales de dominio y explotación entre grupos culturales heterogéneos, distintos. Si alguna diferencia específica tiene respecto de otras relaciones de dominio y explotación (ciudad/campo, clases sociales) es la heterogeneidad cultural que históricamente produce la conquista de unos pueblos por otros, y que permite hablar no sólo de diferencias culturales […] sino de diferencias de civilización […] La estructura colonial y el colonialismo interno se distinguen de la estructura de clases, porque no es sólo una relación de dominio y explotación de los trabajadores por los propietarios de los bienes de producción y sus colaboradores, sino una relación de dominio y explotación de una población (con sus distintas clases, propietarios y trabajadores) por otra población que también tiene distintas clases.
Stavenhagen aprovechó esta primera definición para entablar una discusión con González Casanova —y otros, como Roberto Cardoso de Oliveira o André Gunder Frank— mediante la publicación de un segundo artículo, en el siguiente número de la misma revista. Allí, Stavenhagen (1963) busca vincular el problema del colonialismo interno —que él también había identificado— con la cuestión de las relaciones interétnicas entre pueblos indígenas y no indígenas (ladinos), marcada por una conflictividad histórica, al afirmar que “el carácter clasista y el carácter colonial de las relaciones interétnicas son dos aspectos íntimamente ligados de un mismo fenómeno” (Stavenhagen, 1963, p. 100). No obstante, fue hasta su famoso escrito: “Siete tesis equivocadas sobre América Latina” (Stavenhagen, 1965), dos años después, que profundizó su propia conceptualización de una manera crítica respecto de la definición original de González Casanova.
Para Stavenhagen (1965), la aparente dualidad de las estructuras sociales de las antiguas colonias, que seguía distinguiendo a las regiones indígenas del resto de cada país, era en realidad el producto de un mismo proceso histórico, heredero del colonialismo (externo), en el que los territorios indígenas debían entenderse como colonias internas de los Estados-naciones latinoamericanos, al cumplir una función estructural fundamental para el desarrollo de los polos dominantes:
Zonas como Lima, Sao Paulo, Santiago y la ciudad de México pueden crecer económicamente por tiempo indefinido, sin que ello implique necesariamente cambios profundos de estructura de las zonas rurales atrasadas, de las “colonias internas”. Por el contrario, el crecimiento de las zonas modernas es posible justamente debido a la actual estructura social y económica en las zonas atrasadas. (Stavenhagen, 1965, p. 5)
Así, la constitución de polos regionales de desarrollo —tales como los mencionados— pasa a tener como condición histórica la reproducción de la pobreza, la exclusión y la marginalidad en sus colonias internas, por medio de la explotación de la fuerza de trabajo de las poblaciones que las habitan y la extracción de las riquezas que contienen. En este sentido, el colonialismo interno es el producto histórico de un colonialismo externo (europeo) que sobrevivió para reproducirse en el seno de las sociedades postcoloniales. Su conceptualización supera así la exterioridad del colonialismo histórico —definido por el dominio de una potencia colonial externa—, para entender de manera complementaria los procesos de internalización de la dominación colonial al interior mismo de las estructuras sociales postcoloniales (Gonnet, 2021).
Es más, los procesos de colonialismo interno y externo son isomorfos, es decir, las formas con las que los territorios indígenas son explotados, como colonias internas de su respectivo Estado, tienden a reproducir en cierta medida las relaciones históricas de dependencia y monopolio a la antigua metrópoli. De allí la continuidad de una dualidad aparente, desde la época colonial hasta nuestros días, que se inscribe en realidad dentro de “una sola sociedad global” para Stavenhagen (1965), al responder a un único proceso: el desarrollo del capitalismo en América Latina desde la Conquista en adelante.
Cabe subrayar que el concepto del colonialismo interno, sin embargo, no se reduce a un hecho meramente económico y político, sino que presenta también una dimensión cultural que trastoca los sistemas simbólicos de los pueblos colonizados y moldea las subjetividades de sus miembros. En este punto, González Casanova se apoya en la psicología de la mentalidad colonialista que había desarrollado Frantz Fanon, que le permite ver en el colonialismo interno —además de la explotación y la opresión— una dominación cultural con importantes implicaciones psicológicas: “El racismo y la segregación racial son esenciales a la explotación colonial, de unos pueblos por otros, e influyen en toda la configuración del desarrollo y la cultura colonial […] El racismo y la discriminación corresponden a la psicología y la política típicamente coloniales” (González Casanova, 1969/2006, p. 195).
De esta forma, el colonialismo interno, tal como lo plantearon ambos sociólogos, ayuda a complejizar la comprensión de la desigualdad y la explotación en el continente, que son al mismo tiempo de orden económico y cultural, clasista y colonial. Su principal contribución analítica, por lo tanto, radica en la integración de la dimensión colonial, cultural y racial que reviste la lucha de clases en América Latina. En otras palabras:
El reconocimiento del valor de esta tesis implica comprender que, en los contextos de las sociedades herederas de la colonización, las prácticas identitarias de los oprimidos no se refieren solo a la situación de clases, sino igualmente a los temas de la etnicidad y de la nacionalidad. (Martins, 2018, p. 312)
Asimismo, el colonialismo interno fue pensado para complementar la unidad de análisis con la que el marxismo había estudiado tradicionalmente el colonialismo, en una escala mundial y con base en la relación de explotación de las colonias por sus metrópolis, a través de los procesos de acumulación originaria analizados por Marx, Lenin y Luxemburgo. En efecto, dado que el colonialismo representa “un fenómeno que no sólo es internacional sino intra-nacional” (González Casanova, 1969/2006, p. 186), que se puede observar simultáneamente en ambos planos, el global y el local, era necesario estudiar sus efectos en escalas geográficas menores (pero no menos importantes), como son los niveles nacionales, regionales y locales, e incluso en pueblos y grupos colonizados particulares. De esta manera,
La contribución de González Casanova y de Stavenhagen mostró la insuficiencia de enfocar la dependencia desde el punto de vista de la relación centro-periferia y la necesidad de referirse también a lo que ocurría en la periferia propiamente tal […] Así, el aporte de los sociólogos mexicanos confiere al problema de la caracterización de nuestras sociedades un mayor grado de complejidad que vale la pena considerar en la perspectiva global. (Zapata Schaffeld, 1990, p. 260)
Es importante notar, por último, que el colonialismo interno ha sido ideado desde un principio por González Casanova (1963) para reflexionar acerca de los problemas de desarrollo a los que se enfrentaban, no solo las antiguas colonias latinoamericanas, sino también las africanas y las asiáticas. Es así como este ha sido aplicado para analizar una gran variedad de sociedades colonizadas más allá de América Latina, como la India, Suráfrica, Canadá, Vietnam o Palestina, pero también potencias colonialistas que pasaron por procesos de colonialismo interno, como Francia, Reino Unido, la Unión Soviética, Japón o China (Hicks, 2004). El concepto ha tenido importantes desarrollos sociológicos en los Estados Unidos, además, donde los guetos negros (Pinderhughes, 2011) y los barrios chicanos (Gutiérrez, 2004) han sido estudiados como colonias internas.
Al igual que el colonialismo interno, la categoría de colonialidad del poder responde a una empresa intelectual colectiva. Si bien fue acuñada por Aníbal Quijano en los años 1990, su formulación se inscribió en los trabajos posteriores del colectivo llamado “grupo Modernidad/Colonialidad”. Otros autores decoloniales, también miembros de este último —como Walter Mignolo, Catherine Walsh, Edgardo Lander o Nelson Maldonado-Torres—, han sumado desarrollos, aportes y críticas (Restrepo y Rojas, 2010), así como el grupo de trabajo de CLACSO en epistemologías del sur (Bidaseca, 2016). A la colonialidad del poder se sumaron la colonialidad del saber (Lander, 2000) y la del ser (Maldonado-Torres, 2007). Asimismo, el desarrollo del feminismo decolonial permitió otra crítica desde la colonialidad del género (Lugones, 2008).
Ahora bien, de igual manera que para el colonialismo interno, limitaremos nuestro análisis a la conceptualización original de la categoría, centrado en la definición propuesta por Quijano a partir de su texto del año 2000: “Colonialidad del poder y clasificación social”. Inspirado en la teoría de Immanuel Wallerstein —con quien colaboró—, el sociólogo peruano entiende la colonialidad del poder como principio constitutivo del moderno sistema-mundo, heredero del colonialismo histórico. Plantea que la matriz cultural de dominación que construyeron los procesos históricos de colonización ha permanecido en las sociedades postcoloniales:
El colonialismo es, obviamente, más antiguo, en tanto que la colonialidad ha probado ser, en los últimos quinientos años, más profunda y duradera que el colonialismo. Pero sin duda fue engendrada dentro de éste y, más aún, sin él no habría podido ser impuesta en la intersubjetividad del mundo, de modo tan enraizado y prolongado. (Quijano, 2020, p. 325)
Podemos observar que la colonialidad del poder no dista mucho, en principio, de la idea base del colonialismo interno —que hoy es consenso en la historiografía—, según la cual el dominio colonial logró reproducirse en las sociedades postcoloniales. Es por esta razón que, en una nota al pie, Quijano reconoce haber utilizado en un primer momento el concepto de colonialismo interno:
En los 60 y 70 muchos científicos sociales dentro y fuera de América Latina, entre los que me incluyo, usamos el concepto de “colonialismo interno” para caracterizar la aparente relación paradójica de los Estados independientes respecto de sus poblaciones colonizadas […] Ahora sabemos que esos son problemas acerca de la colonialidad que van mucho más allá de la trama institucional del Estado-nación. (Quijano, 2020, p. 904)
En otra nota al pie de página, Quijano vuelve a formular esta crítica al carácter supuestamente estadocéntrico del primer concepto, ahora en los siguientes términos: “Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen propusieron llamar ‘colonialismo interno’ al poder racista/etnicista que opera dentro de un Estado-nación. Pero eso tendría sentido sólo desde una perspectiva eurocéntrica sobre el Estado-nación” (Quijano, 2020, p. 325).
El sociólogo peruano no volverá a tratar el asunto después. El colonialismo interno queda así relegado, condenado de antemano por su presunto eurocentrismo. Quijano emplea aquí una estrategia de ruptura sumamente rudimentaria con sus homólogos mexicanos, que cae en un reduccionismo no exento de mala fe.1 También lo lamenta Jaime Torres Guillén (2014, p. 86): “lo que no es justificable es que se ignore que los términos de ‘colonialidad del saber’ o ‘pensamiento descolonial’, por ejemplo, son posteriores al del colonialismo interno y hunden su raíz en él.”
Si Quijano descarta el colonialismo interno, es porque su carácter dialéctico entra en contradicción con la lógica unitaria de exterioridad sobre la cual construyó su propia categoría (Gonnet, 2021). Para él, colonialidad y colonialismo tampoco son equiparables debido al papel fundamental que desempeña la raza en la primera, a diferencia del segundo. Así, ya no es la clase social, sino la raza, el factor clave de la colonialidad que ahora divide el mundo entre dominantes y dominados, mediante “la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder” (Quijano, 2020, p. 325). Por ende, “se refiere, ante todo, a relaciones de poder en las cuales las categorías de ‘raza’, ‘color’, ‘etnicidad’, son inherentes y fundamentales” (Quijano, 2020, p. 233). Dicho de otro modo, el elemento central que distingue la colonialidad del poder radica en el racismo con el que se expresan las relaciones de dominación. En efecto, para Quijano (2020, p. 325), “el colonialismo no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder”, mientras que la colonialidad sí. Como resultado, “todas las otras determinaciones y criterios de clasificación social de la población del mundo y su ubicación en las relaciones de poder, desde entonces actúan en interrelación con el racismo” (Quijano, 2020, p. 840).
Aquí se encuentra el principal argumento con el que Quijano avanza para justificar el “necesario neologismo” de su invento. “La idea de raza es, con toda seguridad, el más eficaz instrumento de dominación social inventado en los últimos 500 años. Producida en el mero comienzo de la formación de América y del capitalismo, en el tránsito del siglo XV al XVI” (Quijano, 1998/2014, p. 100). La dominación de Europa sobre América habría pasado entonces, no solamente por procesos de explotación, sino —y, sobre todo— por la invención de la discriminación racial entre europeos y no europeos. La raza representaría la “categoría básica” sobre la que se construyeron las formas sociales y se articularon las identidades nacidas de la Conquista, estableciendo una clasificación fenotípica de la población —en un orden decreciente de poder— entre los europeos y sus descendientes (criollos), de un lado, y los mestizos, mulatos, indios y negros del otro, con el fin de legitimar el nuevo orden social producto de la colonización.
Reconocer el papel activo de la idea de raza en los procesos de colonización, sin embargo, no permite establecer a la época colonial como la matriz del racismo europeo desde 1492 en adelante (Schaub, 2020), como sí lo hace Quijano. En efecto, la jerarquización de las sociedades coloniales respondía menos a una clasificación racial qué a una adaptación del sistema de castas que regía la Europa medieval del siglo XVI (Barriga, 2021). Por esta razón, “lo usual en la historiografía latinoamericana ha sido emplear la noción de casta para el periodo colonial” (Urrego, 2021, p. 129), como concepto que explica la naturaleza de su estratificación social, y es diferente al de raza (González Undurraga, 2011).
Este tipo de errores es indisociable, a su vez, de la debilidad de la historiografía decolonial sobre la Conquista de América (Castro, 2016) y del maniqueísmo con el que esta reduce la complejidad dialéctica de los procesos de colonización (Inclán, 2020). Lo vemos, por ejemplo, cuando Quijano afirma que “al comienzo mismo de América, se establece la idea de que hay diferencias de naturaleza biológica dentro de la población del planeta, asociadas necesariamente a la capacidad de desarrollo cultural, mental en general. Esa es la cuestión central del célebre debate de Valladolid” (Quijano, 2000, p. 42, citado en Restrepo y Rojas, 2010, p. 121), cuando este último, en realidad, versaba ante todo sobre los medios de evangelización, y no sobre si los indios tenían alma (que había que convertir) o una supuesta inferioridad biológica.
Incluso autores decoloniales, como Eduardo Restrepo y Axel Rojas (2010, p. 121), reconocen que “la idea de diferencias de naturaleza biológica sólo es posible hasta mucho después. De estas confusiones parecen derivarse no pocas dificultades en el planteamiento de la idea de raza.” Lo mismo señala el historiador Miguel Ángel Urrego (2021, p. 128): “a pesar de lo sostenido por Quijano, el concepto de raza no se había ‘inventado’ para este periodo […] Por supuesto, la palabra puede hallarse antes, pero el concepto no y, lo que es más importante, su carácter ideológico tampoco.”
En este sentido, otro problema en la conceptualización de la colonialidad del poder se halla en la función histórica que Quijano asigna al racismo, no sin cierto anacronismo. Aquí, su planteamiento es totalmente opuesto al “marxismo negro” que entiende el racismo, no como un generador activo de la dominación, sino como el producto derivado de la explotación. Frantz Fanon (1956/2001, p. 39) lo explica cuando dice que “la aparición del racismo no es fundamentalmente determinante. Porque el racismo no es una totalidad en sí, sino sólo el elemento más visible, más cotidiano […] y en ciertos momentos, el más grosero de toda una estructura dada.” También Aimé Césaire, en su célebre Discurso sobre el colonialismo (1955), cuando afirma que, al final del capitalismo, está Hitler.
Quijano invierte el orden de las cosas sin reparar que entender el racismo como una discriminación meramente cultural tiende a negar las condiciones materiales de su producción, originadas en los procesos de proletarización, división del trabajo y su valoración social. Lo había explicado el mismo Wallerstein (1988, p. 68) —con quien Quijano trabajó—: “el racismo fue la justificación ideológica de la jerarquización de la fuerza de trabajo y de la distribución sumamente desigual de sus recompensas.” Por eso, es uno de los pilares culturales del capitalismo histórico, producto de su desarrollo. Si bien la labor de división política que ejerce la etnicidad entre los dominados representa un “plus” político para los dominantes, no constituye, como afirma Quijano, el primer motor de la producción de racismo. Al respecto, el filósofo Carlos Herrera (2022, p. 55) señala:
Si el racismo es un mito o una ideología propia de la colonización que, sin embargo, tuvo efectos reales en la construcción del capitalismo como sistema-mundo, entonces sería necesario pensar cuál es el sentido original de ese fenómeno. Y esto traería como conclusión, siguiendo a Immanuel Wallerstein, que la clasificación por razas o etnias fue un resultado inevitable del establecimiento de la división internacional del trabajo para el desarrollo del capitalismo mundial, y no al revés […] La ideología racial acompañó y potenció el domino económico-político que se instauró en las colonias, pero no lo fundamentó, de ninguna manera.
No son pocos los escollos teóricos en los que cae la colonialidad del poder. Su afán totalizador condena esta categoría catch-all a la vaguedad y la imprecisión. Si bien Quijano reconoce formalmente la existencia de otros factores de dominación, como la clase o el género, según Doerthe Rosenow (2023), la colonialidad del poder tiende a reducir el mundo de forma maniquea alrededor de un eje primordial, la raza, dividiéndolo entre dos grandes bloques: un Sur colonizado y un Norte colonialista. Esta debilidad intrínseca puede atribuirse al lugar tardío que ocupa su teorización dentro de la bibliografía del autor. En efecto, “hasta finales de los ochenta, la conceptualización de modernidad en Quijano no refería explícitamente ni a colonialidad ni a raza” (Restrepo y Rojas, 2010, p. 115). Fue a principios de los años 1990, con la caída del muro de Berlín y el quinto centenario de la Conquista, que Quijano aprovechara la coyuntura para convertirse al espíritu del tiempo, abandonando la perspectiva de clase por la raza.
Este viraje culturalista es lo que separa el colonialismo interno de la colonialidad del poder. Esta última es sobre todo cultural para su inventor, su forma global se llama modernidad y su dominio se expresa en el eurocentrismo.
Consiste, en primer término, en una colonización del imaginario de los dominados […] La represión recayó, ante todo, sobre los modos de conocer, de producir conocimiento […] Fue seguida por la imposición del uso de los propios patrones de expresión de los dominantes. (Quijano, 1992/2014, p. 61)
Las características de esta dominación epistémica de raíz colonial, no obstante, no habrían sido suficientemente estudiadas para ser develadas, según Quijano, lo que justificaría (nuevamente) la invención del neologismo de la colonialidad:
Si se revisa el debate respectivo, incluso en los países donde ha sido más intenso el problema, en Estados Unidos o en África del Sur, sólo de modo excepcional y muy reciente se puede encontrar investigadores que hayan puesto en cuestión, además del racismo, la idea misma de “raza” (Quijano, 1998/2014, p. 102).
El problema aquí está en la revisión hecha por Quijano, no en el debate. Pese a su carácter rudimentario, su estrategia de ruptura va entonces más allá de la competencia conceptual del colonialismo interno, para ignorar deliberadamente la mayoría de los análisis previos en la materia. Sergio Pignuoli (2020, p. 162) coincide: “Ninguna discusión latinoamericana, excepto —y de manera excesivamente simplificada— la tradición dependentista, es problematizada.” Resultado de este proceder,
Un siglo y medio de luchas políticas y reflexiones críticas latinoamericanas caen en la desgracia de reificar el discurso eurocéntrico: nos quedamos sin tradiciones y apenas podemos aspirar a enlazarnos, vía pensamientos fronterizos y giros decoloniales, con el origen esquivo de la región. (Cortés, 2016, p. 7)
Queda así justificado el carácter innovador del invento que Quijano busca patentar.
Toda la crítica anterior latinoamericana —bien al colonialismo clásico, bien a las continuidades coloniales—, tanto en el ámbito intelectual como en el de la militancia política, se habrían aventurado poco hacia la descolonización de los saberes, que es la dimensión que importa. (Zapata Silva, 2018, p. 54)
Sin embargo, el mismo Stavenhagen (1971), por ejemplo, ya se había preguntado cómo descolonizar las ciencias sociales. Tal como lo hace notar Andrea Barriga, estudiosa de la obra de Quijano, “después de un poco de búsqueda para nada exhaustiva, lo novedoso parecía no serlo tanto” (Barriga, 2021, p. 111). Obviamente, “no es cierto que antes de él nadie haya hablado del tema de la raza ni del racismo” (Urrego, 2021, p. 119). Son numerosas las tradiciones de pensamiento que han tratado estos problemas, empezando por muchos autores afroamericanos en Estados Unidos (Allen, 2005), cuyas tesis son ignoradas por Quijano a pesar de haber trabajado allí durante varios años.
En síntesis, suscribimos lo señalado por Ariel Petruccelli respecto de la teoría decolonial en general, que se aplica a la colonialidad del poder a fortiori, y que nos permite decir que esta categoría no es más que un sucedáneo del concepto de colonialismo interno:
Hallar claras precisiones y delimitaciones de los conceptos decoloniales es en general una búsqueda infructuosa. Más bien lo que los caracteriza es una interminable proliferación de nuevos términos, la búsqueda frenética de un lenguaje propio […] Sin embargo, tras estas palabras rara vez hay un concepto claro y distinto […] En general no son más que una nueva palabra para un viejo concepto, o un matiz conceptual reivindicado como total ruptura. (Petruccelli, 2020, p. 59)
Contrariamente a su presumida obsolescencia, creemos, al igual que Paulo Henrique Martins (2018, p. 313), que:
La teoría del colonialismo interno continúa vigente, sea para explicar la complejidad de las prácticas y resistencias identitarias de los movimientos sociales y culturales, o para aclarar el hecho de que las luchas políticas en sociedades postcoloniales tienen que considerar necesariamente la relación entre clases, etnias y nacionalidades.
El mismo González Casanova emprendió un trabajo de actualización del concepto que había acuñado, mediante un ejercicio de redefinición que relaciona el colonialismo interno “con las alternativas emergentes, sistémicas y antisistémicas, en particular las que conciernen a ‘la resistencia’ y ‘la construcción de autonomías’” (González Casanova, 2006, p. 409).
En este sentido, la sociología boliviana actual representa un buen ejemplo de esta labor de actualización, en un esfuerzo por enraizarse en los debates de antaño en vez de negarlos, al retomar el concepto de colonialismo interno y contribuir a su desarrollo crítico desde sus propias circunstancias sociohistóricas. Es por esta razón que presentaremos a continuación los aportes en la materia de dos de sus principales exponentes: Silvia Rivera Cusicanqui y Luis Tapia Mealla, cada uno desde sus tradiciones teóricas y de acción política —el anarquismo y el marxismo, respectivamente—, que se vinculan a su vez con las luchas anticoloniales de los pueblos indígenas andino-amazónicos.
La socióloga de raíz aymara, Silvia Rivera Cusicanqui, desarrolla una obra que dialoga con autores de la tradición anticolonial —como Franz Fanon— y de la corriente poscolonial —como Edward Said, Gayatri Spivak u Homi Bhabha—. Al mismo tiempo, es una de las más importantes voces críticas del giro decolonial, al cual se ha referido como “Mignolo y compañía” (Rivera Cusicanqui, 2010a) o, más recientemente, como “satrapías académicas” (Rivera Cusicanqui, 2018). De un lado, ella denuncia la pretensión de monopolio sobre la verdad que tienen los estudios decoloniales, paradójicamente, y el efecto de colonización intelectual que estos ejercen sobre la academia latinoamericana. Del otro, critica la ventriloquía con la que los autores decoloniales hablan en nombre de los subalternos, así como el contenido culturalista y esencialista de sus planteamientos, que despolitizan el potencial anticolonial de las luchas sociales. No sorprende entonces que Rivera Cusicanqui rechace el término de “colonialidad del poder”, al indicar que Quijano llegó demasiado tarde al debate latinoamericano sobre el colonialismo para pretender algún “giro” en esta materia.
En cambio, la socióloga retoma el concepto del colonialismo interno sin complejos, dando crédito a González Casanova, pero subrayando su origen plural, incluidos los aportes de los mismos sujetos anticoloniales. De esta manera, visibiliza los antecedentes locales de la conceptualización del colonialismo interno desde Bolivia: desde las luchas indígenas quechua-aymaras en contra del régimen republicano, hasta el indianismo del pensador Fausto Reinaga y del proyecto katarista a partir de los años 1970 (Rivera Cusicanqui, 1984/2010), pasando por la apuesta por la descolonización anarquista, en torno al personaje de Luis Cusicanqui en los años 1920 (Lehm y Rivera, 1988/2013).
Ella misma reconoce que toda su obra se encuentra permeada por el concepto del colonialismo interno: “Desde hace tiempo he venido trabajando sobre la idea de que en el presente de nuestros países continúa en vigencia una situación de colonialismo interno” (Rivera Cusicanqui, 2010a, p. 19). No obstante, es en Violencias (re) encubiertas (2010b) donde la autora se inscribe explícitamente en la teoría del colonialismo interno al proponer su propia definición, entendiéndolo como “conjunto de contradicciones diacrónicas de diversa profundidad que emergen a la superficie de la contemporaneidad y cruzan, por tanto, las esferas coetáneas de los modos de producción, los sistemas políticos estatales, las ideologías ancladas en la homogeneidad cultural” (Rivera Cusicanqui, 2010b, p. 36).
De esta forma, la definición de Rivera Cusicanqui se inscribe en una pluralidad de tiempos históricos, donde lo coetáneo se encuentra con la larga duración. Este “emerger a la superficie de la contemporaneidad” de lo que se creía como pasado, ella lo desarrolla en el libro referido, en su apartado “Pachakuti: los horizontes históricos del colonialismo interno”, a través de tres horizontes o ciclos históricos que “interactúan en la superficie del tiempo presente” en una reactualización del colonialismo: el ciclo colonial, el republicano y el populista. Aquí, lo que interesa a Rivera Cusicanqui es la forma en la que se articula “la dominación colonial con la apariencia de modernidad y equidad”, bajo “las estructuras de larga duración del colonialismo interno (e internalizado)” que impiden un real ejercicio de las promesas de igualdad, ciudadanía y libertad (Rivera Cusicanqui, 2010b, p. 24).
Otro autor boliviano que ha actualizado la teoría del colonialismo interno es Luis Tapia Mealla, con base en los planteamientos de René Zavaleta Mercado (1986) sobre el carácter del Estado boliviano y su formación social abigarrada. Tapia (2022) retoma el debate pionero que reconoce de González Casanova, Stavenhagen y Rivera Cusicanqui, para desarrollar una “dialéctica del colonialismo interno” en el libro epónimo. De igual manera que su homóloga boliviana, subraya el origen múltiple de la idea del colonialismo interno, en particular desde los mismos sujetos que experimentan la dominación colonial y cuestionan su continuidad. En concordancia con los horizontes históricos de Rivera Cusicanqui, Tapia (2022, p. 208) señala que “el colonialismo interno es una forma compleja de dominación, ya que implica una acumulación de varios momentos históricos que recrean los anteriores.” Por lo tanto, el filósofo lo entiende como una articulación del “momento constitutivo de la Conquista y la instauración de la dominación y transformación de las sociedades locales”, que se reproduce en los Estados independizados como “la continuidad de la jerarquía cultural, social y política instaurada por el orden colonial” (Tapia, 2022, p. 208).
Desde esta perspectiva, el colonialismo interno constituye un modo de dominación en constante despliegue, en el que el Estado nacional no solo es profundamente colonial, sino que representa un ente de colonización activa en el tiempo presente. Así, el interés de Rivera Cusicanqui por la tradición anticolonial de los pueblos “indios” y el potencial emancipador de su constante insurrección, en una clave comunal que se opone a la síntesis estatal, la lleva a identificar como colonial al proyecto de la construcción nacional boliviana del “ciclo populista” en el siglo XX. En efecto, este último es marcado por la ideología unificadora del mestizaje y el ethos del desarrollo capitalista, sea con el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en torno a la Revolución de 1952, o con el actual Movimiento al Socialismo (MAS), aun bajo la forma aparente de la plurinacionalidad. En esta línea, Rivera Cusicanqui (2015) propone pensar el presente boliviano como un nuevo “giro colonial”, al igual que Tapia (2022), quien señala la “recomposición del colonialismo interno hoy”, caracterizado por una nueva ofensiva capitalista contra los pueblos indígenas, que se expresa en un desarrollismo de corte extractivista. De este modo, el horizonte colonial que plantea Rivera Cusicanqui proporciona una matriz de estructuras de dominación con capacidad de reelaborarse continuamente, en una coexistencia perdurable con otros horizontes.
Del lado de los dominados, es importante notar que ambos autores coinciden con la redefinición avanzada por González Casanova (2006), al relacionar el colonialismo interno con la construcción de alternativas y autonomías que este produce, en la medida en que las memorias colectivas de las resistencias anticoloniales también se reactivan, reelaboran y resignifican. En su libro Oprimidos, pero no vencidos —publicado en 1984—, Rivera Cusicanqui (1984/2010) hablaba ya de una “memoria larga” de las luchas en contra del régimen colonial y republicano, que es la que retoman los movimientos contemporáneos de resistencia anticolonial, mantiene vigente la conciencia colectiva de una opresión colonial y permite desarticular esta condición histórica de subalternidad.
Es en este punto donde la vigencia del colonialismo interno se vincula con la simultaneidad de diferentes tiempos históricos. Rivera Cusicanqui —al igual que Tapia— entabla un diálogo crítico con la idea de abigarramiento social de Zavaleta Mercado, para entender la sociedad contemporánea como una “yuxtaposición aparentemente caótica de huellas o restos de diversos pasados, que se plasman en habitus y gestos cotidianos, sin que tengamos plena conciencia de los aspectos negados y críticos de estas constelaciones multitemporales” (Rivera Cusicanqui, 2018, p. 76-77). Enraizado en la cosmovisión andina, este planteamiento contradice la idea positivista de un progreso lineal en la modernidad capitalista, para proponer una temporalidad múltiple donde el pasado, presente y futuro se entrecruzan, siguiendo “el aforismo aymara qhipnayr uñtasis sarnaqapxañani / hay que caminar por el presente mirando con los ojos del futuro (atrás) y el pasado (adelante)” (Rivera Cusicanqui, 2018, p. 128). Es así como el pasado colonial, hecho de opresión, pero también de resistencias, resurge en el presente: “volvemos a escuchar el eco de las ‘dos repúblicas’ coloniales, y sus heridas todavía sangran, en la memoria y en el cuerpo de las clases-etnias oprimidas” (Rivera Cusicanqui, 1984/2010, p. 19).
La actualización del concepto de colonialismo interno pasa entonces por el reconocimiento, no solo de su vigencia, sino también de su carácter dialéctico. Como lo señala Tapia (2022, p. 304), “una de las utilidades de la dialéctica para pensar la relación colonial es que no la piensa como oposición externa, sino como proceso de interpenetración, en la que la dinámica es de varios conjuntos de subjetividades e intersubjetividades.” A diferencia de Quijano, que basa la colonialidad en un principio unitario de exterioridad, Tapia (2022) entiende el colonialismo interno como una “dialéctica con una lógica pluralista” que opone, no culturas homogéneas, sino diferentes sociedades entre sí, que se sobreponen mediante “procesos de penetración y de transformación parcial de las sociedades conquistadas, así como de acoplamiento selectivo de algunas estructuras o partes de diferentes tipos de sociedad” (Tapia, 2022, pp. 225-226). De esta manera, el colonialismo interno se configura en una heterogeneidad “multisocietal” (Tapia, 2002) en la cual la sobreposición de las sociedades colonizadoras sobre las colonizadas no es total, sino parcial, debido a las resistencias anticoloniales, lo que conlleva importantes contradicciones internas, tanto para las segundas como las primeras.
En este mismo sentido, Rivera Cusicanqui asegura que “en la dialéctica de oposición entre invasores e invadidos, se sitúa uno de los principales mecanismos de formación y transformación de las identidades” en países como Bolivia, en un “complejo juego de oposiciones y adaptaciones entre nativos y colonizadores” (Rivera Cusicanqui, 2010b, p. 41). Es por esta razón que la autora propone una dialéctica sin síntesis —al estilo de Proudhon (Makimartti y Makaran, 2024)— a través de su concepto metáfora de lo ch’ixi, retomado del idioma aimara, que denomina un gris jaspeado compuesto de múltiples manchas blancas y negras que en apariencia se unifican, pero en realidad permanecen separadas (Rivera Cusicanqui, 2018).
Sin profundizar en esta noción, podemos destacar que la metáfora de lo ch’ixi busca nombrar algo indeterminado, ambiguo, no binario y contradictorio, acerca de la coexistencia de elementos heterogéneos como lo son las sociedades, las identidades o las temporalidades en el colonialismo interno: “elementos heterogéneos que no aspiran a la fusión y que tampoco producen un término nuevo, superador y englobante” (Rivera Cusicanqui, 2010a, p. 7). Esta heterogeneidad no significa necesariamente una paradoja indeseable, o un aspecto negativo por superar en nombre de la síntesis, sino que es vista positivamente como fuente de posibilidades creativas. Rivera Cusicanqui emplea entonces la dialéctica ch’ixi para mostrar la riqueza de la contradicción colonial, como “zona de fricción donde se enfrentan los contrarios, sin paz, sin calma, en permanente estado de roce y electrificación, es la que crea el magma que posibilita las transformaciones históricas, para bien o para mal” (Rivera Cusicanqui, 2018, p. 84). La vigencia del colonialismo interno se evidencia cuando estos contrarios “puedan entretejerse con más fuerza y nitidez y eclosionar con su fricción en el tiempo vivido del presente” (Rivera Cusicanqui, 2018, p. 91).
Por ende, si ambos autores bolivianos retoman la idea de heterogeneidad presente en lo abigarrado de Zavaleta Mercado (1986), su herencia es crítica, ya que la recuperan rechazando su diagnóstico de la heterogeneidad estructural (concepto que también utilizó Quijano) como producto negativo del colonialismo, responsable del subdesarrollo y obstáculo para la formación de Estados-naciones modernos en América Latina. Rivera Cusicanqui y Tapia se oponen a esta visión desarrollista y progresista, que defiende la necesidad de superar el carácter plural de las sociedades latinoamericanas, disolviéndolo en una soñada síntesis nacional-popular. En cambio, desde una dialéctica sin síntesis, conciben la heterogeneidad social del continente como una potencialidad, fuente de diversas formas de resistencia anticolonial: “el colonialismo en tanto es una composición heterogénea es, por lo general, cuestionado por las formas de rebelión que vienen de las culturas dominadas” (Tapia, 2022, p. 303).
Así, encontramos en la obra de ambos un sugerente aporte para entender la actualidad del colonialismo interno desde el corazón geográfico de América Latina. Su vigencia debe leerse a partir de los cuestionamientos formulados por los sujetos colonizados, en articulación con las tradiciones del pensamiento crítico provenientes de la misma cultura dominante. Esta crítica conjunta, en doble movimiento, es la que permitiría emprender los procesos de una posible descolonización, entendida como “la superación de la relación colonial” por Tapia:
Implica la rearticulación de esa dimensión política con rasgos y formas de autonomía. La dimensión política implica la constitución de las subjetividades en relación unas con otras, una dimensión intersubjetiva, y en condiciones coloniales, una dinámica entre la constitución y reconstitución de la subjetividad de los dominados y la de los dominadores (Tapia, 2022, p. 229).
Por su parte, Rivera Cusicanqui (2010a) enfatiza la necesidad de una praxis descolonizadora, además de la crítica anticolonial: “no puede haber un discurso de la descolonización, una teoría de la descolonización, sin una práctica descolonizadora (Rivera Cusicanqui, 2010a, p. 62). Es la praxis y no la retórica la que “vislumbra la descolonización y la realiza al mismo tiempo” (Rivera Cusicanqui, 2010a, p. 55). De allí su oposición a los estudios decoloniales, que se enfrascan en discusiones alejadas de los procesos de lucha concretos. Para ella, la descolonización efectiva pasa entonces por prácticas prefigurativas de desprivatización y de comunalización de las relaciones sociales: “un ejercicio permanente y solapado de abrir brechas, de agrietar las esferas molares del capital y del Estado” (Rivera Cusicanqui, 2018, p. 142).
A lo largo del texto, hemos debatido la relevancia de las conceptualizaciones originales de colonialismo interno y colonialidad del poder, con el objetivo de contribuir al debate actual sobre la permanencia de las relaciones coloniales de dominación entre las sociedades latinoamericanas. Para ello, ante el amplio y diverso estado del arte en la materia, optamos por acotar nuestra reflexión volviendo a la fuente de sus primeros autores (Pablo González Casanova, Rodolfo Stavenhagen y Aníbal Quijano) para poner la lupa sobre su origen histórico, la génesis de su formulación teórica y su potencial analítico, conscientes de las orientaciones que implica el uso de uno u otro término.
Hemos analizado cómo el surgimiento temprano del concepto de colonialismo interno se vincula con un vasto movimiento de reflexiones y prácticas anticoloniales, sobre todo anclado en la tradición marxista, cuya contribución analítica radica en la integración de la dimensión colonial, cultural y racial que reviste la lucha de clases en América Latina. Por su parte, hemos relacionado la conceptualización de la colonialidad del poder con la crisis del marxismo, en los años 1990, y el consecuente viraje ideológico hacia marcos explicativos culturalistas que, en este caso, asignan a la categoría raza y al racismo funciones históricas primordiales en el surgimiento, desarrollo y permanencia de la dominación colonial.
Es en este punto, en particular, donde hemos detectado serias debilidades en el concepto acuñado por Quijano, de las cuales varias han sido reproducidas y otras solventadas por la corriente decolonial posterior (Restrepo y Rojas, 2010). También hemos criticado el carácter sucedáneo de la colonialidad del poder en comparación con debates anticoloniales previos —de los que es parte el colonialismo interno—, como antecedentes ignorados a pesar de su relevancia. Asimismo, hemos señalado el esencialismo al que conduce la predominancia de la categoría de raza, su anacronismo como motor de las relaciones coloniales tempranas y la inversión de la causalidad histórica del racismo, en oposición a los planteamientos clásicos del “marxismo negro” (Urrego, 2021).
Estas conclusiones críticas sobre el concepto original de colonialidad del poder nos llevaron a buscar la vigencia del colonialismo interno como categoría de análisis aún pertinente para el siglo XXI. Es por esta razón que emprendimos, en un esfuerzo por retomar los debates de antaño (en vez de negarlos), un ejercicio de actualización del concepto con el fin de mostrar su potencial analítico. Lo hicimos a través de los desarrollos críticos que realizaron autores como Silvia Rivera Cusicanqui y Luis Tapia en Bolivia, desde sus propias circunstancias sociohistóricas, en el sentido de que ambos logran romper con las premisas funcionalistas, desarrollistas y estatalistas de la época en la que fue forjado el concepto de colonialismo interno, atendiendo así la crítica enunciada por Quijano. Al mismo tiempo, explican la fuerza dialéctica con la que se despliega el colonialismo interno, tanto ayer como hoy, a contrapelo del principio unitario de exterioridad que encontramos en la colonialidad del poder.
Sobre todo, la actualización del colonialismo interno ofrece una perspectiva sociológica desde abajo, anclada empíricamente en la subjetividad de los mismos sujetos subalternos, en sus resistencias y proyectos históricos, lo que subvierte la mirada “clásica” para hallar en la heterogeneidad estructural de las sociedades latinoamericanas un potencial creativo y emancipador. Su apuesta por lo comunitario entiende la descolonización como una marcha colectiva, plural en sus raíces y fuentes, que recupera sin ventriloquía las memorias y prácticas anticoloniales de diversos pasados y presentes.
No obstante, esta necesaria actualización dependerá de la producción de nuevos aportes desde el pensamiento crítico latinoamericano, siguiendo el camino de Silvia Rivera Cusicanqui. Pasa por la realización de investigaciones basadas en trabajos de archivo y de campo acerca de las memorias y prácticas anticoloniales, lo que permitirá mostrar tanto el potencial analítico de un viejo concepto como los límites del giro decolonial en la actualidad. Solo así, el colonialismo interno seguirá siendo una categoría de análisis útil y potente, cuya vigencia descansa en la dialéctica de la dominación colonial y de las resistencias a las que se enfrenta.
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