Los servicios sanitarios occidentalizados están sufriendo diversidad de tensiones económicas, organizativas, de gestión, de condiciones de trabajo, etc. En este artículo, nos centramos en un aspecto poco estudiado: la tensión entre el ejercicio profesional sanitario y los derechos ciudadanos, autonomía y cuidado de personas usuarias, desde la perspectiva de los y las profesionales. Si bien esta tensión se presenta en múltiples situaciones, nos centramos en dos que son especialmente sensibles y relevantes: aborto y eutanasia, que son situaciones límite donde se evidencian necesidades de autonomía en la dependencia de las personas usuarias y cómo encajan o no con los mandatos sanitarios. Pese a que frecuentemente se presentan binomialmente, nos apoyamos en los conceptos de vulnerabilidad y cuidado sanitario democrático para contribuir a la construcción de una atención clínica centrada en el reconocimiento e inclusión de la capacidad de decisión y de las necesidades de las personas usuarias. Asimismo, introducimos la dimensión del poder que, en análisis sobre los cuidados, está poco atendida.
Empleamos la perspectiva de género de una forma muy específica: tomamos el concepto de cuidado, un concepto propio de las teorías de género (aunque no exclusivo), para analizar los discursos de profesionales sanitarios. Así nuestro objetivo radica en identificar los elementos de género que existen en los discursos cuando se aborda la vulnerabilidad social y la autonomía de las personas usuarias, entendiendo la vulnerabilidad desde una perspectiva biopsicosocial y el cuidado como una forma de relación psico-social aplicada a la práctica sanitaria (Bubeck, 1995; Carrasco et al., 2011; Gilligan, 1985; Mora, 2008; Mora y Pujal, 2016, 2017, 2018).
Analizamos contextualmente los discursos de profesionales de las unidades de gineco-obstétrica, cuidados paliativos y comités de ética asistencial de diversas instituciones sanitarias chilenas, identificando los principales mandatos que rigen su acción sobre aborto y eutanasia. Así, analizamos la comprensión y elaboración de tensiones entre mandatos de la práctica profesional y la autonomía de las personas atendidas, prestando atención a las nociones de vulnerabilidad y cuidado.
Abordamos el aborto y la eutanasia de forma articulada, ya que ambas problemáticas implican decisiones sobre la vida y la muerte, y ponen en primer plano la autonomía de las personas atendidas frente al poder médico. Estas prácticas están relacionadas con distintas concepciones sobre la vida y la muerte: mientras el aborto puede interpretarse como la interrupción de una vida o como la posibilidad de construir una vida digna y vivible, la eutanasia se vincula tanto con el cese voluntario de las pulsaciones como con la búsqueda de una muerte digna como expresión de una vida digna. Aunque ambas han sido objeto de estudio, se han analizado por separado, y la eutanasia ha recibido considerablemente menos atención investigativa. En general, los estudios se han centrado en aspectos poblacionales, socioeconómicos y de salud, además de encuestas de opinión sobre las mujeres que abortan (Estudio Nacional de Opinión Pública, 2018) o sobre la eutanasia (Colegio Médico de Chile, 2019; Estudio Nacional de Opinión Pública, 2017; Parreiras, 2016)
Sin embargo, desde la última década hemos identificado un conjunto de investigaciones que introducen una nueva lectura de los fenómenos del aborto y la eutanasia, desde una perspectiva transversal. Así, hay un grupo de estudios que se apoyan, principalmente, en conceptos tales como la dignidad humana, la autonomía o los derechos humanos (Martínez, 2013; Ramos y Arenas, 2015; Serrano-Ruiz-Calderón, 2013), que son relevantes como antecedentes para nuestra investigación. En paralelo, han emergido análisis del ámbito legislativo y de las políticas públicas, especialmente dirigidos a reformas legales latinoamericanas en torno al aborto y a la eutanasia (Carrasco y Crispi, 2016; Casas et al., 2016; Dides et al., 2015). Por otra parte, existe producción científica vinculada a actores y actoras sociales relacionadas con ambas temáticas, tales como la iglesia, los movimientos feministas, el personal sanitario, estudiantes, personas usuarias, entre otros (Goel et al., 2014; Henríquez, 2015; López y Carril, 2010; Maier, 2015; Molina, 2014; Guerra y Moscoso, 2015; San Martín, 2015; Ulrichová, 2017). Por último, identificamos un conjunto de investigaciones que desarrollan conceptualizaciones y clasificaciones específicas en torno al aborto y a la eutanasia (Quintero y Rodríguez, 2015; Vivanco, 2015). Los estudios sobre aborto suelen enfocarse en sus formas terapéutica, espontánea y voluntaria, mientras que los de eutanasia abordan la muerte asistida y la adecuación o limitación del esfuerzo terapéutico, sin establecer vínculos entre ambos. Aunque estos trabajos ofrecen aportes relevantes, se ha prestado escasa atención a cómo el ámbito sanitario construye discursivamente estas problemáticas de manera articulada, particularmente desde las prácticas clínicas y considerando el concepto de cuidado y las relaciones de poder implicadas.
Las y los profesionales sanitarios son actores clave en la traducción de las controversias éticas y morales sobre el aborto y la eutanasia. Por ello, es fundamental analizar cómo abordan la vida y la muerte en la práctica clínica, considerando no solo aspectos técnicos, sino también los discursos sociales —normativos o emancipatorios— que inciden en la autonomía de las personas atendidas. La problematización del cuidado en el ámbito sanitario tiene un largo recorrido, especialmente en el campo de la enfermería, y que en la reciente compilación “Compromiso con el cuidado y la ética del cuidado. Desarrollo teórico y aplicación práctica” (Domínguez-Alcón et al., 2022), se reúnen algunos de los debates contemporáneos en torno a la práctica profesional sanitaria y sus implicaciones bioéticas. En este campo específico, como plantean Carmen Domínguez-Alcón et al. (2022), apoyándose en Kérouac y Edwards, el cuidado:
Presenta unos elementos comunes (…): 1) la persona es el sujeto del cuidado, es quien lo recibe y quien responde al mismo, ya sea una persona individual, una familia, grupo o comunidad; 2) el entorno son las condiciones internas y externas que influyen en la persona y las situaciones de cuidado; 3) la salud, que, con una perspectiva integral y holística, implica tener en cuenta los aspectos físicos, psíquicos, socioculturales y espirituales; y 4) el cuidado, en tanto que actividad concreta orientada al bienestar de las personas, a fin de favorecer, mantener y promover sus capacidades. (2022, p. 17)
En este marco, buscamos problematizar los cuidados, centrándonos en un aspecto mucho más acotado; analizar el cuidado desde el punto de vista del poder en unos dispositivos sanitarios muy específicos: la atención al aborto y a la eutanasia en las unidades ya mencionadas, adoptando una perspectiva relacional del cuidado. Para eso, nos preguntamos sobre cuáles son los discursos del personal sanitario en torno a los cuidados en el marco del aborto y de la eutanasia, cuyo análisis permitió comprender el poder como categoría relevante, asimismo, cómo es posible establecer relaciones democráticas entre el personal y las personas usuarias, a partir del reconocimiento de los deseos y necesidades específicas de las personas usuarias y su condición de vulnerabilidad social1.
De acuerdo con Judith Butler (2004, 2009, 2017), la vulnerabilidad es constitutiva de los cuerpos. La vulnerabilidad se origina por medio de condiciones externas al cuerpo, ajenas, pero que al mismo tiempo lo constituyen. De esta manera, “el cuerpo se expone, y queda justamente expuesto a la historia, a la precariedad, a la fuerza, pero también a lo que es impremeditado y venturoso, como la pasión y el amor, o a la amistad repentina y a la pérdida súbita o inesperada” (Butler, 2017, p. 150). Según Ema Ingala (2016) el cuerpo define la condición humana en función de lo que no puede. Así, el cuerpo no puede ser invulnerable, pero esto no implica enaltecer la impotenci, sino, más bien, refiere al reconocimiento de que el cuerpo y lo humano producen su poder en el marco de sus propias limitaciones. Butler (2009) apunta a que, si queremos producir mayores reivindicaciones sociales conectadas a los derechos y a las políticas, es importante basarnos en una nueva ontología de lo corporal, que se conecte con la precariedad, la interdependencia, la vulnerabilidad, la dañabilidad, el deseo, la persistencia corporal, entre otros. Si bien coincidimos con Butler en torno a la vulnerabilidad ontológica (2004, 2009, 2017), parece también necesario reflexionar sobre la vulnerabilidad social, conectada a las condiciones de vida, cruzadas tanto por carencias materiales como simbólicas, así como por los contextos sociopolíticos de la existencia de las y los sujetos.
Florencia Luna (2009) destaca la existencia de “capas de vulnerabilidad”, considerando el concepto relacional y dinámicamente, donde ciertas condiciones contextuales acentúan la vulnerabilidad, siendo modificable y estratificada. Así, la vulnerabilidad social también está vinculada a nuestros cuerpos, dejando huella a partir de contextos históricos específicos. El cuerpo tiene una dimensión social y pública, no es solo propio, sino que está constituido social e históricamente: se pone, actúa, emerge, se desarrolla en un escenario social. Al pensar en los cuerpos de las personas en situación de aborto y eutanasia, o con el deseo de adelantar la muerte, damos cuenta de cuerpos públicos, vinculados a otros cuerpos en distintos contextos, siendo el sanitario al que vamos a prestar atención. En esta dirección Butler destaca que el cuerpo supone “mortalidad, vulnerabilidad, praxis” (Butler, 2009, p. 52).
Por otra parte, para Ingala (2016) lo esencial en lo humano radica en la interdependencia. Lo que nos define como humanos/as es la vulnerabilidad (social y ontológica) y la interdependencia, la conexión con otros, otras, constituyendo un “nosotrxs”. Nos preguntamos sobre la vulnerabilidad social de las personas que desean adelantar sus muertes o en situación de aborto, considerando que el reconocimiento de sus deseos y necesidades resulta fundamental, a nivel intersubjetivo y político (desde la misma relación sanitaria hasta el nivel de las políticas públicas).
La organización social de la interdependencia, variable según el recorrido vital, se estructura actualmente en torno a la división sexual del trabajo, tanto en el ámbito capitalista como doméstico, en contextos marcados por la desigualdad. La noción de cuidado ha cobrado gran relevancia en las últimas décadas, tanto en el plano teórico como empírico. En este texto, partimos de los aportes de Pascale Molinier (2012, 2020), Joan Tronto (1987, 2015, 2020), María Jesús Izquierdo (2003), Diemut Bubeck (1995) y Carol Gilligan (1985), y más específicamente de una aproximación relacional basada en el enfoque desarrollado por Enrico Mora y Margot Pujal (2011, 2016, 2017, 2018), para utilizar el concepto de cuidado como herramienta analítica que permita identificar componentes de género en salud desde una perspectiva interseccional (Tronto, 2015).
Al afirmar que el análisis de los cuidados permite identificar prácticas de género, no significa entender que hay algo esencialmente femenino en el cuidado, ni a la inversa, sino atender a las condiciones sexistas que dotan de género una forma de relación, el cuidado, como relación histórica de desigualdad situada (Tronto, 1987). Tronto nos alerta de los riesgos de una concepción del cuidado y, en particular, de una ética del cuidado que acabe consagrando la diferencia sexual y que se convierta en una moral complementaria de la ética de la justicia (Tronto, 1987, 2015). Para ello, platea la necesidad de adoptar una perspectiva contextual del juicio moral o, como diríamos nosotras, de una perspectiva situada del cuidado.
Nuestra aproximación al cuidado se sitúa en el dispositivo sanitario y se articula en un doble movimiento: por un lado, entendemos el cuidado no como un conjunto de tareas específicas, sino como una relación situada; por otro, lo vinculamos a una lectura sociológica del poder. En el contexto sanitario, esto implica una relación social mediada por el marco institucional que regula el cuidado, en línea con el debate planteado por Molinier (2020) sobre la relación entre gestión y cuidados sanitarios y las contradicciones que esta conlleva.
Mora y Pujal (2018) se apoyan en el análisis relacional de Bubeck (1995) e Izquierdo (2003) y su distinción analítica entre cuidado y servicio, además de la propuesta de Luc Boltanski (2000). Esta perspectiva señala la dependencia de la persona beneficiaria del cuidado. Una relación de cuidado se establece cuando la persona no puede satisfacer sus necesidades por sí misma, produciéndose la satisfacción de las necesidades de una persona por parte de otra, donde la necesidad es de tal naturaleza que no hay ninguna posibilidad de que la persona en necesidad la satisfaga por sí misma (Bubeck, 1995, p. 450). Una relación que implica la subordinación de la satisfacción de las propias necesidades a las necesidades de la persona atendida. Así, los cuidados implican una responsabilidad social moral, es decir, cómo la sociedad responde frente a necesidades que una persona por sí misma no se puede sustentar. Asimismo, destacan que no se debe confundir el cuidado con la relación afectiva, la segunda no es condición necesaria del primero, aunque también es importante señalar que muchas acciones y relaciones de cuidados se basan en un fundamento afectivo que permite su permanencia (Izquierdo, 2003, 2010).
En las relaciones sanitarias se establecen vínculos de cuidado, ya que el personal de salud realiza acciones orientadas a satisfacer necesidades que las personas usuarias no pueden resolver por sí mismas, motivadas por un mandato de responsabilidad moral presente en los decálogos sanitarios. El cuidado implica que quien lo brinda subordina sus propias necesidades a las de la persona atendida, como ocurre cuando una médica prolonga su jornada laboral para aliviar el sufrimiento de una paciente. Este acto no debe confundirse con las tareas técnico-científicas propias del ejercicio profesional. Así, el cuidado se distingue del servicio: el primero responde a una responsabilidad moral, mientras que el segundo obedece a una lógica profesional regulada por el intercambio monetario, ya sea directo o indirecto.
En este contexto, incorporamos un elemento central para el análisis de las relaciones de cuidado: las relaciones de poder implicadas en la satisfacción de necesidades de quienes no pueden atenderlas por sí mismas. Esto no solo remite a una responsabilidad moral, sino también al ejercicio de un acto de poder. La investigación permitió visibilizar una cuestión clave: los principios que organizan ese poder, en particular un saber-poder (Foucault, 1978/1998) de carácter tecnocrático que entra en tensión con los principios de democracia directa. A lo largo del artículo, estas ideas se abordan a partir del diálogo entre la literatura existente y las evidencias empíricas producidas en la investigación.
El diseño metodológico de la investigación ha sido abductivo y de corte cualitativo. La muestra fue intencional, realizando 26 entrevistas semiestructuradas en profundidad a personal sanitario, y 4 entrevistas a informantes clave durante el año 2017. El criterio de homogeneidad de la muestra remite a que todas las personas eran profesionales de la salud, aunque no todas tenían formación sanitaria (abogadas y trabajadoras sociales incluidas en la muestra). Los criterios de heterogeneidad utilizados fueron los siguientes:
Tipo de institución sanitaria: considera a personas que trabajaban en un hospital público, una clínica privada religiosa (católica) y una clínica privada no religiosa. Cabe destacar que, en Chile, el Sistema de Servicios de Salud es mixto, respecto a las prestaciones y financiamiento. Así, la ley N.º 19.638 (Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, 1999) que establece normas sobre la constitución jurídica de las iglesias y organizaciones religiosas, establece que el Estado reconoce la personalidad jurídica, sea de derecho público o privado, de las entidades religiosas. La prestación de servicios sanitarios se caracteriza por un modelo que combina establecimientos de titularidad y gestión pública, aconfesionales (no religiosos) y religiosos, y por establecimientos privados, aconfesionales o vinculados a algún tipo de iglesia.
Este criterio contempló características como tipo de financiación y presencia de un ideario religioso pues, probablemente, esas características incidirían en la construcción de discurso y en el posicionamiento de los/as profesionales para el caso chileno.
Género: Fue de relevancia esta variable ya que comprendemos que pueden existir diferencias importantes de género en cuanto a las posiciones existentes en torno al aborto y a la eutanasia. Consideramos esta variable a partir de las diferencias de género en torno a los distintos discursos, que pueden ser elaborados en función de la construcción de identidades o significaciones correspondientes a una masculinidad o feminidad hegemónica u a otras visiones disidentes.
Unidad de pertenencia: Unidad de Cuidados Paliativos; Unidad de Ginecología y Obstetricia y Comités de Ética. Nos ha interesado abordar la pertenencia institucional, ya que las características de la unidad determinan el tipo de experiencia que los/as actores/as tienen en torno a su práctica clínica cotidiana, por ejemplo, quienes eran de la unidad de cuidados paliativos podían estar más cercanos/as a experiencias relacionadas con la petición adelantada de muerte, mientras que las personas pertenecientes a los Comités de Ética posiblemente se encontrasen más cercanas a experiencias en relación con resolver dilemas éticos que pueden existir en torno al aborto y a la eutanasia. Si bien habíamos establecido el criterio de heterogeneidad relacionado con la jerarquía laboral, al realizar las entrevistas y analizarlas, identificamos que este aspecto era poco relevante, ya que los cargos de jefatura en el ámbito sanitario cumplen un rol de orden y coordinación administrativa, sin tener incidencia en las decisiones que han tomado los/as profesionales entrevistados/as.
Utilizamos consentimiento informado para resguardar el anonimato de las personas entrevistadas, así como la confidencialidad del nombre de las instituciones participantes, debido a la discusión sobre el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo en tres causales que se estaba desarrollando en ese momento.
En cuanto a la ética de la investigación y al abordaje de las emociones, tomamos en consideración los vínculos emocionales que se podían establecer en el contexto de la investigación con los/as profesionales. De este modo, tomando las ideas de Vittorio Guidano y Giovanni Lioti (2006), tuvimos en el contexto de la investigación un espacio elaborativo de los aspectos tanto racionales como emocionales que fueron surgiendo.
Asimismo, las emociones en este marco investigativo, lejos de ser un obstáculo para quien investiga, se convirtieron en una herramienta fundamental para comprender en profundidad las complejidades éticas, humanas y relacionales de las practices de cuidados en estos contextos. Esta implicación emocional no fue reprimida en nombre de una supuesta objetividad, sino que se reconoció como una forma legítima de saber que permitió captar matices que serían complejos de aprehender desde un enfoque estrictamente racional. En este sentido, tal como lo destacan Diana García Dauder y María Guadalupe Trejo (2021), las emociones son formas de conocimiento situadas que enriquecen el proceso investigativo y abren una vía de reflexividad crítica. De esta manera, el vínculo emocional no solo aportó profundidad al análisis, sino que operó como catalizador de una comprensión más empática, ética y humana del fenómeno estudiado.
El estudio pasó por el proceso de revisión, evaluación y aprobación de un Comité de Ética Científica (por motivos de confidencialidad no se detalla el nombre de la institución).
Las entrevistas fueron transcritas (sumando 508 páginas) y analizadas a través de Atlas/ti (generando 92 códigos, ver Anexo), empleando como técnicas de análisis el análisis de contenido y el análisis crítico del discurso. Cabe destacar que la generación de los códigos lo establecimos por medio de la construcción abductiva del estudio, es decir, en el inicio los códigos fueron construidos con base en una acción inductiva que permitió elaborar desde el mismo discurso los códigos, para, en una fase posterior, con una mirada deductiva, contrastar dichos códigos con el cuerpo teórico del estudio, de forma reiterativa e iterativa.
Cuando hablamos de cuidados, un elemento clave es la satisfacción de las necesidades que no pueden ser satisfechas por una/o mismo, poniendo en el centro quién y cómo se decide, qué es una necesidad y si su satisfacción está socialmente legitimada. Un aspecto que no se le ha prestado mucha atención es si en el cuidado se producen relaciones de poder.
Si bien Bubeck (1995) ya nos alertaba de ello, el actual debate se ha centrado más en la organización sexista de los cuidados, siendo central en el análisis de la desigualdad sexual y de género, pero que a veces se ha deslizado en un uso ambiguo del propio concepto siendo, en ocasiones, sinónimo de trabajo doméstico, resaltando las interacciones cara a cara o las actividades profesionales de servicios de cuidado a personas dependientes en instituciones residenciales, asistenciales o de salud.
Nosotras queremos poner el acento en si el cuidado, entendido como relación de satisfacción de necesidades, se caracteriza por ser también una relación de poder. Esto es central porque, por un lado, desencializa que el cuidado es por definición “bueno”, y por la otra, para poder identificar cómo se lleva a cabo en contextos profesionales. Siendo una forma de relación fundamental para la vida humana, no existe una única forma de realización y que sea ajena al poder (Foucault, 1978/1998). Cuando cuidamos de una criatura pequeña es evidente la relación de poder, donde sus necesidades son definidas y atendidas por quien la cuida, habitualmente de forma unilateral. Esa asimetría de poder normalmente se legitima apelando a que la criatura pequeña no dispone aún de la autonomía necesaria para poder incidir en cómo se la cuida. Pero ¿qué ocurre cuando hablamos de las necesidades de una/un ciudadana/o, en plenas facultades, en la atención sanitaria? Enfrentar la propia vulnerabilidad y dependencia requiere no solo de una democratización y socialización del cuidado —en el sentido de Izquierdo (2003)—, sino también de un cuidado democrático.
En palabras de Tronto “el cuidado ha de ser democrático, y no exclusivo. Este factor es determinante y amerita ser señalado por su carácter impactante: existen numerosas formas de cuidado que no están organizadas en torno a los principios democráticos. Uma Narayan destacó que el colonialismo no intentaba justificarse a sí mismo ante sus poblaciones imperialistas, describiéndose como un sistema de robo y explotación de bienes, propiedades, trabajo y personas. Hacía algo bien distinto. La auto-explicación narrativa colonial se sostenía dentro de un discurso del cuidado: las personas autóctonas podían ser “evangelizadas”, “civilizadas”, “mejoradas” gracias a su encuentro con los ideales cristianos, británicos y occidentales (Narayan, 1995), mediante los cuales “saber” lo que una persona o una población “en realidad” necesita. El ejemplo de Narayan muestra que el cuidado puede ser desplegado discursivamente tanto a las buenas como a las malas, lo cual significa que la adecuación normativa del cuidado no proviene de su claridad conceptual, sino de la teoría política y social más amplia en la cual se inscribe. En las sociedades que desean asumir el valor igual de toda vida humana, el cuidado necesita ser democrático e inclusivo” (Narayan, 1995, pp. 31-32).
Incluso cuando no hay capacidad deliberativa, el cuidado debería estar regulado democráticamente, mediante una delegación del poder que reconozca la autonomía de las personas para identificar y decidir sobre sus propias necesidades. Sin embargo, los discursos sanitarios analizados revelan un tipo de cuidado que denominamos tecnocrático, basado en el saber-poder médico (en el sentido de Foucault), que determina qué necesidades se atienden y visibilizan, sin considerar la autonomía de las personas adultas usuarias, pese a que esta constituye formalmente un derecho ciudadano.
Un horizonte de equidad de género requiere incorporar el cuidado democrático, entendido como una relación basada en el reconocimiento de la autonomía de la persona cuidada y en la identificación de sus necesidades singulares, mediante un vínculo de acompañamiento y reconocimiento mutuo. Esta forma de cuidado reconoce a cada persona como ciudadana capaz de tomar decisiones sin tutela externa y se alinea con los principios de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Su sola formulación tensiona la lógica tecnocrática del cuidado, al cuestionar los dispositivos disciplinarios del saber-poder médico que imponen objetivos, procedimientos y técnicas sin considerar adecuadamente la autonomía de las personas atendidas.
En este contexto, las mujeres que han abortado o desean abortar, así como quienes buscan finalizar deliberadamente sus vidas, plantean desafíos relacionados con el reconocimiento de sus necesidades, condiciones, deseos y vulnerabilidad. A partir del análisis de los discursos de profesionales sanitarios/as entrevistados/as, se identifican distintas formas de significar estos desafíos en sus prácticas de cuidado. En general, los/as profesionales asocian el cuidado con los cuidados paliativos y con el mandato maternal atribuido a la figura de la mujer madre, construido hegemónicamente. Así, la práctica sanitaria se configura no solo desde lo técnico y orgánico, sino también desde lo ético e ideológico, implicando decisiones complejas con importantes desafíos emocionales y éticos. El análisis de los discursos permite observar una oscilación entre una visión hegemónica tecnocrática del cuidado y posturas disidentes que se acercan a la concepción de cuidado democrático.
Se identifican posturas contrarias al aborto libre que, aunque respaldan las tres causales legales debatidas en Chile durante el trabajo de campo, lo rechazan fuera de ese marco al considerar que “la sociedad no está preparada”. Esta visión responde a una noción tecnocrática de las necesidades que afectan a las mujeres, donde la decisión sobre qué abortos son necesarios queda en manos del personal sanitario, autorizado legalmente para definir su legitimidad. Este discurso extiende la idea de “inmadurez infantil” a todas las mujeres que abortan fuera de las causales, presentándolas como personas que no comprenden realmente por qué desean abortar ni las consecuencias de su decisión.
Mira, yo estoy a favor del aborto, sobre el típico tema, las 3 causales (…) pero lo que si yo no estoy de acuerdo es con el aborto libre, eso “ya, yo me quiero hacer un aborto y listo”, porque eso siento yo que la sociedad no está educada para tomar consciencia real de lo que es el tema del aborto, ¿me entiendes? (…) y dicen a mí nadie me explicó, porque las herramientas están, entonces para mí el tema del aborto libre, no, ahí como que tengo un poco de discrepancia por eso, porque se pueden dar el lujo, la libertad, de que digan “ah ya no me cuido, tengo la opción de abortar”. (Entrevista semiestructurada individual, profesional sanitario, Hospital, junio, 2017)
El profesional señala que las mujeres pueden “darse el lujo” de abortar si no usaron anticonceptivos, expresión que revela una mirada punitiva basada en la culpabilización individual. Esta visión ignora los contextos de vulnerabilidad que dificultan el acceso a anticoncepción y refuerza una concepción hegemónica de la feminidad, centrada en el mandato procreativo como irreversible una vez ocurrida la concepción. Asociando la feminidad al cuidado y a la preservación de la vida, esta postura impone una maternidad forzada y niega tanto las necesidades de las mujeres que desean abortar como su autonomía corporal. Así, se reafirma una tecnocracia del cuidado que, ante la “falla” anticonceptiva, descarta la posibilidad de un cuidado democrático que reconozca la autonomía femenina y su derecho a decidir sobre una gestación involuntaria, negándoles el estatus de ciudadanas plenas.
Alejandra López y Elina Carril (2010) destacan que “para muchas mujeres un embarazo no es sinónimo de deseo de hijo, sino todo lo contrario (…) Sorpresa, estupor, indignación y miedo son las reacciones más frecuentes frente a un embarazo no esperado y que no se desea continuar” (2010, p. 12). En el discurso de una profesional de un comité de ética de una clínica no religiosa, se cuestiona la idea de “la vida por la vida” y se enfatiza la importancia de considerar los contextos sociales y la posibilidad de construir vidas habitables. Esta perspectiva reconoce los deseos y la autonomía de las mujeres, elementos centrales del cuidado democrático, al proponer una visión horizontal del poder que desplaza la autoridad exclusiva del personal sanitario y afirma el aborto como un derecho de las mujeres.
—Entrevistadora: ¿Cuál es tu opinión sobre el aborto?
—Encuentro que es una situación superdifícil, eh…, pero creo que [silencio] que no puede ser penalizado el aborto, o sea, yo creo que tiene que haber, en ese sentido, algo de apertura. No puede ser la vida por la vida por sobre todas las cosas siempre, porque si fuera así ¿te fijas o no? Esa cosa como tan… dogmática, eh… yo creo que no, no estoy de acuerdo y creo que el aborto sí, de repente, sí las mujeres tienen derecho, que son las que van a ser las madres y todo, a, a de repente interrumpir el embarazo sin, sin que sea un asesinato, o sea ¿te fijai o no? O sea, yo creo que en las causales y los tiempos tienen, es importante, sí, pero… pero sí, yo estoy de acuerdo con el aborto, sí. (Entrevista semiestructurada individual, profesional Comité de Ética, Clínica no religiosa, junio, 2017)
La entrevistada expresa la tensión entre una ética de la justicia, asociada a los principios legales que regulan el aborto en Chile (Gilligan, 1985), y una ética del cuidado (Gilligan, 1985) que incorpora los contextos y necesidades singulares de cada mujer. Al identificarse emocionalmente con quienes deciden abortar, cuestiona el principio legal de “la vida por la vida” al no considerar otras dimensiones. Este giro representa una forma distinta de práctica profesional, abierta a las necesidades de las mujeres. El paso de un cuidado que no interroga el poder a uno que reconoce la agencia de la persona atendida se refleja en otra cita clave, donde una informante subraya la importancia de la dignidad en la atención sanitaria. Esta no solo implica mantener la higiene corporal, sino también cuestionar el poder de quien define lo digno, reconociendo al otro/a como sujeto de cuidado, con autonomía para decidir cómo desea ser tratado/a y qué necesidades deben ser atendidas.
Yo creo que hay varias dimensiones de la dignidad porque hay aspectos que tienen que ver por ejemplo en el contexto hospitalario con cosas, por ejemplo, una persona que esté limpia, no sé de qué prevengamos complicaciones que esté bien como digno, así como superficial, pero también hay una dimensión que va mucho más allá con las preferencias. Para mí hay respeto de preferencias de las personas está muy ligado a la dignidad, entonces en términos, por ejemplo, cuando una persona está en este o ni siquiera en el fin de la vida sino en cualquier momento y tiene preferencias particulares sobre lo que quiere para su salud, para su enfermedad… como que siento que esa dimensión es la más difícil de cumplir, sin duda, pero creo que tiene como esa bidimensionalidad. (Entrevista semiestructurada individual, informante clave, universidad chilena, junio, 2017)
Sin embargo, las/os profesionales expresan la dificultad de reconocer las necesidades singulares de las personas que reciben el diagnóstico de una enfermedad terminal, existiendo distintas maneras de asumirlo. Una profesional de una clínica religiosa menciona las reacciones de las personas que atiende, muchas veces de rabia, tristeza, vinculadas con la angustia de no saber cuándo llegará la muerte.
Hay gente que me ha dicho, “¿por qué está huea no se puede acabar rápido?”, sobre todos los más conscientes, te dicen así de la guata, “esta cuestión debería acabarse luego”, es como los presos diciendo un día más, un día más, y no sabes cuántos días más son, pero sigo siendo creyente de que cuando las personas conocen los cuidados paliativos, conocen cómo se maneja, por lo menos mi unidad de cuidados paliativos eso se acaba, eso uno lo encuentra como en las primeras sesiones y cuando vemos que los pacientes están muy lábiles o están viviendo como este proceso muy enojados o con un periodo prolongado de emociones. (Entrevista semiestructurada individual, profesional sanitaria, Clínica religiosa, junio, 2017)
La profesional subraya la importancia de los cuidados paliativos para reducir el sufrimiento evitable, pero plantea una tensión cuando estos cuidados, concebidos como atención técnico-sanitaria, entran en conflicto con el deseo de la persona de adelantar su muerte y decidir cómo y cuándo morir. Esta situación se vincula con una vulnerabilidad ontológica (Butler, 2004), en la medida en que las personas cercanas a la muerte carecen de control sobre ese proceso, especialmente en contextos de vulnerabilidad social que lo complejizan aún más. Así, aunque el cuidado pueda ser técnicamente impecable, puede desatender la agencia del sujeto, modificando sus decisiones no mediante un reconocimiento mutuo y deliberativo, sino a través de tecnologías que contienen el dolor temporalmente. Esta cita revela los matices del cuidado que, más allá de su forma (tecnocrática o democrática), pone en juego la ética del cuidado de los/as profesionales, a menudo subordinada a la ética de la justicia en contextos como la eutanasia o el aborto, donde prevalecen principios universales. Esta tensión se refleja también en discursos que oponen cuidados paliativos y eutanasia, como el de un profesional de una clínica religiosa, para quien la eutanasia limitaría la acción médica centrada en tratar el dolor y mejorar la calidad de vida.
Encuentro que se contrapone un poco, no un poco, como que es una línea muy distinta a lo que es la visión de los cuidados paliativos con esto de dar la mejor calidad de vida hasta el momento que fallezca porque incluso yo no puedo asegurarme de que el paciente haya tenido una buena calidad de vida si lo estoy matando antes, puede ser que el paciente esté pidiendo eutanasia y que lo esté haciendo porque tiene mucho dolor, por ejemplo, yo no quiero seguir viviendo, quiero morir porque tengo mucho dolor, pero no le hemos dado la oportunidad de aliviarle ese dolor, quizás efectivamente el paciente fallece y ya está tranquilo, le aliviamos su sufrimiento, pero lo pasó súpermal hasta el momento de fallecer porque no se dio la oportunidad de poder ayudar en el control de síntomas. (Entrevista semiestructurada individual, profesional sanitario, clínica religiosa, junio, 2017)
Se destaca la importancia de mantener la calidad de vida mediante el control del dolor, aunque algunos profesionales sostienen que adelantar la muerte impediría alcanzar esa calidad en la etapa final. Esto evidencia una tensión entre el reconocimiento de las necesidades de quien desea morir y principios universales como el “no matarás” o la noción de “buena calidad de vida”, propios del discurso de profesionales en clínicas privadas con ideario religioso. Sin embargo, surge la pregunta: ¿qué se entiende por “buena calidad de vida”? ¿Una definición médica centrada en lo sintomatológico o una que incluya las concepciones de vida digna y habitable de la persona enferma? Estos cuestionamientos apuntan a la necesidad de revisar las relaciones de poder en el cuidado sanitario y reflexionar sobre el lugar de la autonomía, así como sobre las condiciones que permitan su expresión y realización en la práctica médica.
El hilo de separación entre cuidar y dejar de hacerlo no depende de la actividad concreta, sino de si se mantiene o no la referencia que orienta nuestra acción: las necesidades singulares de la persona atendida y su autonomía cuando es reconocida como tal. Un profesional de una clínica no religiosa distingue entre el trabajo orgánico y el psicológico, planteando casos de mujeres con aborto producto de una inviabilidad fetal de carácter letal, destacando la importancia de realizar un acompañamiento psicológico.
Lo que pasa es que cuando tú haces el tratamiento, estás como trabajando en tu labor profesional y la parte que a uno le falta o que tiene que agregar es el apoyo y la acogida psicológica que, a veces uno por ser un poco más frío y tratar el evento, te pones casi una venda y trabaja desde el punto de vista orgánico y no desde el punto de vista psicológico. Entonces, desde ese punto de vista, yo creo que hay una brecha que tenemos: si de repente en los temas relacionados con el aborto se trabajara más en las brechas de apoyo psicológico, quizás la mirada podría ser distinta. (Entrevista semiestructurada individual, Profesional sanitario, clínica no religiosa, junio, 2017)
El discurso analizado no refleja el reconocimiento ni la escucha de las necesidades singulares de las mujeres que abortan, sino la aplicación de un protocolo obligatorio que se presenta como un servicio sanitario adicional, desvinculado de las necesidades individuales. Este enfoque excluye a quienes han abortado en otras circunstancias, como en casos de aborto ilegal. La atención psicológica, en lugar de promover la autonomía y la identificación de necesidades propias, puede transformarse en un espacio persuasivo que impone las necesidades institucionales o profesionales. En este contexto, algunos/as profesionales mencionan iniciativas institucionales orientadas a mujeres que han abortado, como un proyecto que busca resignificar la experiencia a través del bautismo. El análisis de este discurso revela un componente punitivo, basado en el arrepentimiento y en la idea de que se ha cometido un crimen.
Se dedica justamente al tratamiento del acompañamiento y hacen, muy lindo (…) En el niño que abortaron hace quince años atrás, hacen todo un acompañamiento, una reconciliación de la relación, un cierre de, de, poniéndole nombre. Ni siquiera tienen la intuición de que eran mujeres o eran hombres, se le pone un nombre. Hay un cierto bautismo de deseo, una reconciliación con ellas mismas y con el niño que le quitaron la vida y una sanación así, postaborto. (Entrevista semiestructurada individual, profesional Comité de ética, Clínica religiosa, junio, 2017)
Estas instituciones abordan el acompañamiento desde una perspectiva de culpa judeocristiana, centrada en el arrepentimiento, lo que transforma a las mujeres en figuras pasivas y culpables, despojándolas de su rol como ciudadanas activas que reclaman derechos. En este marco, el poder en la relación de cuidado no solo se ejerce determinando las necesidades de la mujer que aborta, sino también proyectando sobre ella las necesidades éticas y morales de la profesional. Además, el discurso de la profesional asocia el aborto con la muerte, refiriéndose a una “muerte de nosotros mismos”, y plantea que el arrepentimiento surge tras el procedimiento, como resultado de la supuesta ignorancia de las mujeres al momento de abortar, negándoles así la capacidad de reconocer e identificar sus propias necesidades.
Y nosotros como seres estamos creados para la vida, no para la muerte. Y cuando nosotros nos arrogamos el derecho de matar a otro, nos matamos a nosotros mismos. (Entrevista semiestructurada individual, profesional Comité de ética, Clínica religiosa, junio, 2017)
En el discurso de una profesional de una clínica privada con ideario religioso, el aborto es equiparado a un acto criminal, a “matar”, que degrada la condición humana, situando la culpa y el arrepentimiento como el precio que deben pagar las mujeres que abortan. En este marco, tanto el cuidado democrático como el tecnocrático se vuelven inviables, ya que las necesidades de estas mujeres quedan subordinadas a mandatos institucionales sanitarios regulados por principios “universales” de justicia de base religiosa, que niegan su autonomía en nombre de una maternidad naturalizada. En contraste, Orna Donath (2016) estudia el arrepentimiento de mujeres que han sido madres, identificando cómo esta experiencia se vuelve un tabú social, al cuestionar la idealización de la maternidad. Sin embargo, algunos discursos profesionales mantienen una concepción biologicista que establece un vínculo esencial entre mujer y gestación, construyendo un lazo madre-hijo/a que, al ser interrumpido por el aborto, se percibe como una ruptura en la capacidad de amar, incluso hacia otros/as hijos/as “vivos/as”.
El vínculo más primario que nosotros tenemos, el más gratuito, el más natural es el vínculo madre e hijo. Cuando se rompe ese vínculo arbitrariamente, que es la relación de amor más, más gratuita, ¿tú crees que una mujer va a estar capacitada para tener buenas y sanas relaciones de amor con otro par? Si fue capaz de, no estoy juzgando, estoy hablando así, frío, capaz de matar un hijo, las relaciones afectivas como que, como que cortó su capacidad de amar en la maternidad, las relaciones de pareja que tengan después o permanezcan van a estar dañadas, van a ser de sometimiento o de masoquismo, pero un amor sano crece el doble, porque rompe su vinculación gratuita. Entonces no solo se destruye el niño, sino se destruyen sus relaciones amorosas. De hecho, hay estudios que dicen que mujeres que han abortado y tiene hijos vivos, empiezan a maltratar a los vivos. (Entrevista semiestructurada individual, profesional Comité de ética, Clínica religiosa, junio, 2017)
Desde la visión religiosa expresada en este discurso, el arrepentimiento por abortar no basta para redimir la culpa, sino que deja una marca permanente que afecta la capacidad de amar a la pareja, a hijas/os presentes o futuros, como un castigo inevitable. La culpa se transforma en una cicatriz que contamina toda relación afectiva. Este discurso configura un mecanismo de dominación que produce subjetividades pasivas y dolientes, donde el cuidado deja de ser parte de la atención sanitaria: las necesidades de las mujeres que desean abortar se prohíben o se criminalizan. El aborto se presenta como la violación de un principio moral absoluto (el “no matarás”), negando la singularidad y autonomía de las mujeres, sustituidas por castigo físico y psíquico.
En este marco, no hay espacio para subjetividades disidentes que comprendan el aborto como parte de un proyecto de vida autónomo y cuidado democrático. Se produce una tensión entre atender una necesidad singular de una persona adulta y autónoma, y un orden moral abstracto basado en principios universales que sancionan con culpa y castigo a quien los transgrede. Cuidar, entonces, no implica estar a favor o en contra del aborto, sino reconocer y responder a una necesidad específica, situada y siempre parcial.
Una expresión similar de subordinación del cuidado a principios universales se observa también en el discurso de algunos/as profesionales sobre la eutanasia. Una profesional asocia el deseo de adelantar la muerte con la falta de amor y compañía, afirmando que quienes lo expresan están solas, sin afecto familiar ni de amistades:
Si conversas con ellos es fácil la posibilidad de revertir, una palabra de aliento a esta gente que quizás nunca recibió de sus familias o amigos, puede hacer mucho. (Entrevista semiestructurada individual, profesional Comité de ética, Hospital, junio, 2017)
Asish Goel et al. (2014) señalan que el rol de los/as profesionales sanitarios en los procesos de fin de vida es complejo y multifacético, enfrentando desafíos que van más allá de lo estrictamente médico, incluyendo a la persona y sus familias. En esta línea, una entrevistada propone revertir el deseo de morir expresado por la persona usuaria a través del afecto, aludiendo a la falta de amor y contención. Sin embargo, como plantean María Bazo e Iciar Ancizu (2004), el cuidado no debe necesariamente basarse en el amor, sino en el reconocimiento de la autonomía, lo que implica permitir que cada persona decida cómo desea ser cuidada según sus propias preferencias. Cuando la entrevistada menciona “unas palabras de aliento”, se desdibuja el cuidado, ya que intentar “revertir” el deseo de morir mediante el manejo emocional para transforma así la necesidad expresada, anulando su singularidad. Así, el mandato universal de “hay que vivir” sustituye un posible acto de cuidado democrático por una imposición moral externa. En este contexto, transformar las prácticas de cuidado en salud implica reconocer y cuestionar el ejercicio de poder profesional, situando la autonomía de las personas —en sus dimensiones racionales, emocionales y corporales— como eje central de la praxis, en línea con las propuestas emergentes sobre redes democráticas de cuidado en salud mental (Pié Balaguer et al., 2025).
Como plantea Butler (2004, 2006, 2017), la vulnerabilidad es ontológica, aunque se manifiesta con mayor intensidad en contextos de vulnerabilidad social marcados por condiciones sociohistóricas como clase social, género, sexualidad, etnicidad, situación migratoria o capacitismo. Estas condiciones configuran escenarios de dolor y sufrimiento que implican pérdidas relacionadas con la salud, los proyectos de vida, la habitabilidad y los deseos. Reconociendo la dependencia inherente a estas situaciones (Carrasco et al., 2011; Moreno, 2012), se vuelve fundamental promover relaciones de cuidado que permitan una buena calidad de vida. Sin embargo, estas relaciones están atravesadas por el poder, lo que plantea el desafío de cómo gestionarlo: ¿cómo configurar relaciones no jerárquicas y más horizontales en contextos de dependencia?, ¿cómo fomentar prácticas de libertad en sentido foucaultiano dentro del cuidado?
El reconocimiento de la autonomía en la dependencia resulta esencial para posibilitar un cuidado democrático. En los discursos analizados, esta necesidad emerge en un contexto donde predomina una tecnocracia del cuidado, sustentada en principios morales ajenos a las vivencias y deseos de las personas atendidas, muchas veces en contradicción con su autonomía. Por ello, se propone un llamado ético a los/as profesionales sanitarios para que su práctica incorpore un cuidado que reconozca la autonomía de quienes atienden, incluso en condiciones de vulnerabilidad física o emocional. Esto implica evitar que el vínculo emocional sea usado como herramienta de persuasión y, en cambio, se base en un reconocimiento mutuo. Limitar el poder profesional, en este contexto, significa reconocer a la persona atendida como un sujeto de pleno derecho, estableciendo relaciones horizontales que validen sus decisiones y deseos, incluso en situaciones de dependencia.
Lorena Etcheberry Rojas: Redacción de primer borrador, elaboración marco teórico y análisis, edición y revisión de texto y estilo, respuesta a comentarios de evaluadores/as.
Enrico Mora Malo: Incorporación de nuevas citas y referencias teóricas, aportaciones en el análisis, revisión de propuesta revisada por evaluadores/as.
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