El sida presenta una elevada prevalencia y constituye un problema de salud pública de gran relevancia. En el mundo, cerca de 39,9 millones de personas viven con el virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH), de las cuales 20,5 millones son mujeres. aproximadamente el 65 % de las personas que viven con VIH residen en África. Además, se estima que el 50 % de los casos en el Caribe, el 35 % en Asia, el 33 % en Europa del Este y el 31 % en América Latina corresponden a mujeres, reflejando una feminización creciente de la epidemia en estas regiones ([WHO], 2012; (2024).
En Brasil, hay más casos de sida entre hombres, aunque la diferencia entre los sexos es pequeña y actualmente la razón es de una mujer por cada 2,5 hombres contagiados (Ministério da Saúde - Brasil, 2015). La tasa de contagio presentó reducción del 22 % entre las personas blancas en los últimos 10 años, pero hubo un aumento del 36 % entre personas negras, principalmente mujeres, que representan el 60 % del total de infectados entre la población negra; y la tasa de mortalidad es dos veces mayor que entre las mujeres blancas, lo que caracteriza una mayor vulnerabilidad del grupo a la racialización femenina de la epidemia en el país (Ministério da Saúde - Brasil, 2022).
Las mujeres negras son más propensas a adquirir la infección por el VIH debido a vulnerabilidades individuales, programáticas y sociales, así como a las desigualdades de género y raza presentes en la sociedad. El apartheid racial y las jerarquías de género fragilizan a las mujeres y limitan la autonomía femenina en lo que se refiere a las prácticas sexuales (Carneiro, 2015).
En Brasil, después de la abolición de la esclavitud, no hubo incorporación igualitaria de la población negra en la sociedad. Esta población continuó excluida de derechos, del uso de servicios y de la protección social, lo que significó que la población negra no tuvo acceso a la escuela, a los servicios de salud ni a los equipamientos sociales, además de vivir en situación de pobreza, en viviendas precarias y tener empleos no calificados (Ministério da Saúde - Brasil, 2014). El racismo, considerado como la atribución de un significado social negativo al color de la piel que no es blanca, es el mecanismo utilizado para mantener la discriminación y el trato desigual a la población negra, imponiendo barreras que impiden la garantía de derechos. De manera que la población negra en Brasil presenta los peores indicadores de salud y calidad de vida, además de estar expuesta a la violencia estructural, lo que constituye un verdadero genocidio en determinadas regiones del país (Bueno et al., 2021).
Respecto al sida, en los últimos años, se han implementado en Brasil políticas públicas de salud para la prevención de la enfermedad y mejorar la calidad de vida de las personas que viven con ella. Se amplió la oferta de medicamentos antirretrovirales y se implantó la Profilaxis Posexposición y PreExposición (Ministério da Saúde - Brasil, 2017). En 2005 fue creado el Programa Estratégico de Acciones Afirmativas: Población Negra y SIDA, con los objetivos de promover la equidad y los derechos humanos, garantizar el acceso al Sistema Único de Salud, ampliar la información sobre la salud de la población negra, organizar campañas de divulgación de la enfermedad y crear proyectos para la población quilombola (Ministério da Saúde - Brasil, 2013).
Aunque se han implementado importantes políticas públicas en Brasil en las últimas décadas, el golpe civil-mediático ocurrido en el país en el año 2016 —y la ola conservadora caracterizada por la política de la extrema derecha— produjo hasta 2022 el desmantelamiento o supresión de políticas de protección social, retrocesos en la prevención y tratamiento del HIV/sida, además del recrudecimiento de discursos racistas, misóginos y sexistas, contribuyendo a la mayor vulnerabilidad a la enfermedad (Paiva et al., 2024).
Este artículo identifica y analiza las vulnerabilidades presentes en las trayectorias de vida de mujeres negras que viven con VIH/sida en la región sur de Brasil.
Este es un estudio cualitativo que busca conocer cómo las personas experimentan y narran el mundo en que viven, empleando un enfoque sociohistórico para analizar la realidad. Se fundamenta en el marco teórico-metodológico del Construccionismo Social, que entiende el conocimiento como centro de los procesos de interacción social. Por lo tanto, enfatiza el poder de las múltiples narrativas producidas por mujeres, destacando lo que sucede entre las personas en sus interacciones y cómo se construyen los significados. Por lo tanto, considera que es a través de la interacción social que ocurren los procesos de construcción del conocimiento (Cordeiro et al., 2023). Es parte de una investigación mayor, una tesis de doctorado presentada al Programa de Postgrado en Enfermería de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul (Ceccon, 2016).
Se incluyeron todas las mujeres negras que utilizaban un Servicio de Asistencia Especializada en VIH/sida (SAE) de un municipio de tamaño medio de la región sur de Brasil. Ellas fueron escuchadas y sus relatos permitieron comprender sus trayectorias de vida y el modo en que construyen explicaciones para su convivencia con la enfermedad. Las entrevistas fueron producidas en el año 2013 en un municipio que tiene el 15 % de población que se declara negra y ocupaba, en el momento de la producción de los datos, el 5º lugar en casos de VIH/sida en el país (Ministério da Saúde - Brasil, 2015).
Dado que la raza es un factor de vulnerabilidad para el sida (Ceccon et al., 2014), fueron seleccionadas para la investigación 52 mujeres negras, mayores de 18 años, que se declararon negras o pardas y relataron episodios de violencia física o emocional perpetrada por algún hombre en una relación afectiva o laboral (compañero, marido, cliente, proxeneta), actual o pasada. Fueron seleccionadas de un total de 284 mujeres viviendo con VIH/sida atendidas en el servicio. Ellas hablaron espontáneamente sobre sus trayectorias de vida, principalmente acerca del racismo, de la pobreza y de la violencia, vividos antes y después del diagnóstico del VIH.
Las entrevistas, realizadas por el investigador en una sala privada del SAE, tuvieran una duración media de 60 minutos. Ellas iniciaron con una cuestión desencadenante: “Cuente su vida y hable sobre las violencias que sufrió”. Las mujeres conducirán la conversación, estableciendo ellas mismas el hilo narrativo y la cronología. Durante las narraciones, hubo apenas pequeñas interrupciones cuando el entrevistador no comprendía el contenido informado y hacía preguntas relacionadas con la historia contada, cuando había ambigüedades o pasajes inverosímiles (¿Qué pasó entonces cuando…?; ¿Qué ¿Quieres decir con…?; Mencionaste…; No entendí cuando dijiste…).
Luego, si las mujeres no hablaban, el entrevistador realizaba preguntas relacionadas con otras personas y red social (familia, amigos, agresor), el contexto vivido, las dificultades enfrentadas, violencia sufrida (tipos, cantidad, duración, perpetrador), y desigualdades de género y vulnerabilidades. Las mujeres relataron sus vidas y trayectorias, generalmente utilizando el tiempo cronológico en forma de organización narrativa durante la unidad narrativa.
El análisis de las entrevistas se realizó mediante la construcción de una narrativa única que integraba las experiencias compartidas. Todas las conversaciones sobre racismo y violencias fueron compiladas como si fuera una única historia, una narrativa única hecha de muchos relatos, casi una denuncia colectiva. De esta manera lo hemos hecho en otras investigaciones (Meneghel y Moura, 2018). Entonces pensamos que no era necesario poner nombres ficticios a estas mujeres que se sentían tan maltratadas y violadas en sus vidas, diciendo que no tenían nombre, que eran solamente negras. Eso no significa que deseáramos invisibilizarlas, al contrario, lo que queremos es mostrar el sentimiento de desolación que les hacía sentirse nadie.
Las narrativas fueron analizadas de acuerdo con dos marcadores sociales: el racismo y las violencias, entendidos como determinantes o contribuyentes en la adquisición de la infección por VIH. También se consideró la diversidad de clase y de género en el análisis de la producción narrativa de las mujeres.
El estudio cumplió con las directrices éticas de la Declaración de Helsinki y fue conducido según la resolución específica del Consejo Nacional de Salud (196/96). Además, fue aprobado por el Comité de Ética y Investigación de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul bajo el número 22209.
Las 52 mujeres que participaron en este estudio tienen características socioeconómicas, sexuales y reproductivas similares. Todas eran racializadas como negras y vivían con el VIH. La mayoría era joven (40,4 %), soltera (34,6 %), con baja escolaridad (57,7 %), pobre (84,6 %), desempleada u ocupando puestos precarios de trabajo. Tuvieron iniciación sexual precoz (80,8 %), algunas como resultados de abusos. Eran madres y tenían uno o más hijos y numerosas parejas sexuales. Sus vidas fueron marcadas por discriminación, exclusión y múltiples violencias, en contextos que contribuyeron a la adquisición del VIH.
Las trayectorias de vida, marcadas por prácticas discriminatorias y racistas, así como por la exclusión y la falta de acceso a la educación y trabajo, hicieron que muchas tuvieran que salir de casa muy jóvenes, otras tantas encontraron en la prostitución la única alternativa de supervivencia, y todas ellas dijeron que tenían que mostrarse subordinadas a hombres tanto en las relaciones afectivas, como en las laborales.
Las situaciones de discriminación y exclusión vividas por las mujeres negras constituyen vulnerabilidades resultantes del racismo y de las desigualdades de género presentes en la sociedad, cimentadas por mecanismos ideológicos vehiculados por el patriarcado que jerarquizan las relaciones entre hombres y mujeres (Carneiro, 2015). Esta subordinación contribuyó a la adquisición del VIH, a la exposición a la violencia y las jerarquías operan a través de referencias a características corporales, dando como resultado problemas sociales con dimensión individual, social, política, económica y cultural, en la medida en que implican una distribución desigual de oportunidades y derechos.
La línea de tiempo de la epidemia de sida ha mostrado que las mujeres negras son más vulnerables a discriminaciones en el ámbito personal y colectivo. De esta manera, el racismo contribuye a la racialización de la epidemia, dificultando el acceso al diagnóstico, al cuidado y al tratamiento. Como se observa en las narraciones —que a veces son denuncias— producidas por las entrevistadas, la discriminación genera exclusión racial e impide el acceso a bienes y servicios a lo largo de la vida, precede la infección por el VIH, pero también se mantiene después del diagnóstico:
Nunca me llamaron por mi nombre. Siempre me decían “negrinha” o “negra”. Me llamaban de “macaca” también. Entonces vino el sida (…). Cuando pensaba que no podía haber más sufrimiento, me diagnosticaron el sida. Lo descubrí en el embarazo; pensé que iba a morir. Mi vida se acabó. La gente me culpa como si hubiera hecho algo mal. La gente me discrimina porque soy negra, pobre, mujer y enferma de sida. (Participante H, entrevista personal, 35 años)
El relato de estas mujeres a las que no se les reconocía un nombre —una mujer sin nombre porque la llamaban de negra y de macaca— evidencia una profunda discriminación dirigida contra ellas, afirmando una supuesta inferioridad racial agravada por el hecho de ser portadora de una enfermedad considerada maldita en la sociedad. El sentimiento de inferioridad producido por el racismo aparece en los sentimientos de dolor y de muerte (pensé que iba a morir) presentes en este y en otros relatos. El racismo se manifiesta a través de la discriminación, por la naturalización de la violencia y por la pérdida de derechos fundamentales (Gonzalez, 2020) que afectan a las personas definidas como “negra”.
Las mujeres que participaron de la investigación eran muy pobres, viviendo en condiciones precarias y sin garantía de derechos de ciudadanía (Taquete, 2010). Las narrativas mostraron que la mayoría no tuvo acceso a la escuela, de modo similar a la mayor parte de la población negra, que es excluida del derecho a la educación:
Desde niña, fui sacrificada por la familia, nunca estudié y tuve que trabajar desde temprano. Era una casa con 10 hermanos, y yo, la mayor, tenía que limpiar, agradar, lavar, cocinar, frotar y cuidar. Era la única mujer. La esclava. No pude estudiar. Nunca fui a la escuela. No sé leer. (Participante I, entrevista personal, 29 años)
La mujer que no fue a la escuela, que se autodenomina de “esclava”, denunció un sistema educativo selectivo y una socialización de género, en la que las niñas necesitan “limpiar, agradar, lavar, cocinar, restregar y cuidar”, verbos que combinan solo deberes y obligaciones, que empiezan desde la infancia y que refuerzan la división sexual del trabajo. En estos escenarios, las niñas están obligadas a ejercer los papeles sociales femeninos impuestos por sociedades patriarcales, como el cuidado de la casa y de otros miembros de la familia, además del trabajo infantil en el campo o en el empleo doméstico, sin que quede tiempo y espacio para la escuela.
En Brasil, existe un acceso desigual a la enseñanza para niños negros y pobres, como resultado de la segregación generada por siglos de esclavitud, acentuando la inferioridad económica y social de esta población. Hay una barrera de género en este acceso, de modo que las niñas tienen menos posibilidades que los niños de asistir a la escuela. A principios del siglo XXI, más de la mitad de la población negra adulta brasileña tenía menos de cuatro años de estudio; el 82 % no había completado la educación primaria; el 90 % no había concluido la secundaria; y solo el 2 % de los adultos llegan a la universidad (Silva, 2020).
La escolaridad es un condicionante de la situación de vida y salud (Silva, 2020), y la ausencia o baja escolaridad de las mujeres relatadas en este estudio, se vió reflejada en desempleo, inserción precaria o informal en el mundo del trabajo y en bajos salarios:
Necesito dinero y estoy siempre haciendo trabajillos. En realidad, soy desempleada y ama de casa y trabajo a veces como empleada doméstica. Pero, ¿quién va a dar trabajo a una mujer pobre, que no sabe leer y no tiene dientes? Hoy estoy peor, porque todavía tengo sida. Es un ciclo. Mi madre vivió eso, yo lo estoy viviendo y mis hijas van a pasar por todo. Es el destino de la gente pobre. Mi madre quería que yo trabajara en un empleo decente, con contrato. Ella incluso intentó matricularse en la escuela, pero nunca consiguió una vacante. Era hija de indigentes. (Participante G, entrevista personal, 52 años)
La mujer que se describe como “la que no sabe leer y no tiene dientes”, a pesar de que desde 1998 en Brasil existe un Sistema de Salud que presta servicios odontológicos, nos habla de la dificultad de acceso a los servicios de salud para las mujeres negras, que no pueden ni al menos sonreír.
La presencia de la mujer negra en la economía brasileña ocurre en las posiciones menos valorizadas, realizando los trabajos menos remunerados. El desempleo y la sobreexplotación del trabajo femenino racializado están presentes en las fábricas, en los servicios domésticos, en el mercado informal y en la prostitución. Ellas reciben, en promedio, la mitad del ingreso que los hombres y que las mujeres blancas, lo que ayuda a mantener la jerarquía entre los sexos y entre negros y blancos, jerarquía que resulta indispensable para el mantenimiento del sistema capitalista (Tavares et al., 2023).
Además, la ausencia de dientes afecta directamente tanto a la sociabilidad como a la autoestima de estas mujeres, dañando aspectos fundamentales de sus vidas. En este contexto, el concepto de oralidad, propuesto por Carlos Botazzo (2006), cobra relevancia al abordar la “boca social”: la que habla, gime, ríe y canta. Las bocas están en constante diálogo con el mundo, funcionando como punto de conexión entre el interior del cuerpo y el exterior. Esta mirada resalta la complejidad de la boca, cargada de significados sociológicos y psicológicos, además de ser productora de subjetividades.
Si no hubiera discriminación racial y de género, las mujeres negras ganarían, en promedio, un 60 % más. La precariedad económica de la población negra se mantiene a través de generaciones, y las mujeres negras reciben los menores salarios y constituyen el segmento más pobre. Los menores índices de escolaridad dificultan la entrada en el mercado de trabajo, obstaculizan la percepción de derechos y el ejercicio de la autonomía, incluida la sexual y reproductiva (Barros et al., 2006; Tavares et al., 2023).
Otro aspecto que apareció en los relatos es que las mujeres es que, a lo largo de la vida, han vivido en situación de movilidad y transitoriedad. Muchas fueron expulsadas de la familia después de un embarazo, mientras que otras huyeron de situaciones en las que sufrían violencia física y sexual. Tuvieron que vivir en locales provisionales o cedidos, con compañeros o amigos; otras se refugiaron en los territorios de prostitución como únicas alternativas de abrigo y trabajo. Territorios de transitoriedad y carencias, algunos nombrados con emoción o con dolor, como se observa en el habla de la mujer que, todavía niña y embarazada, fue expulsada de su casa:
Con 14 años un hombre me dejó embarazada y me abandonó. Fui expulsada de casa y tuve que ir a vivir con la abuela, que también me trataba mal. Yo era la vagabunda de la historia. Cuando iba a dar a luz, mi madre me fue a buscar. Una amiga me llevó a trabajar como puta, con chulo y todo. Más de siete años en aquel burdel, en una habitación con 12 chicas. Todas negras y pobres. (Participante E, entrevista personal, 22 años)
La expulsión de casa de una adolescente embarazada, hecho típico de sociedades de honor y patriarcales, sigue siendo una práctica adoptada en familias brasileñas y latinoamericanas, principalmente de regiones rurales, basada en una cultura tradicional y conservadora. La salida de casa representa, en la mayoría de los casos, el abandono de la escuela, la dificultad para encontrar trabajo y la aceptación de los puestos más humildes, precarios y mal pagados, siendo la prostitución a menudo la única posibilidad de supervivencia.
Entre los factores que llevan a las jóvenes a la prostitución están la pobreza, los abusos familiares, embarazos sin recursos en sociedades tradicionales y la falta de redes de apoyo social y financiero (Ribeiro y Oliveira, 2011). La prostitución estuvo presente en la vida de muchas de ellas como el único recurso de supervivencia económica y social, incluso para las mujeres contagiadas o enfermas: “También salía a la calle, y mi chulo era el que decidía con quién iba. Cobraba muy poco, solo unas pocas monedas” (Participante C, entrevista personal, 26 años).
La prostitución, que en épocas pasadas era gestionada por las propias mujeres, actualmente lo es por los hombres, lo que las obliga a pagar la protección de los chulos, aumentando, así, la explotación. El mercado del sexo y la explotación sexual es uno de los sectores más lucrativos a nivel mundial. En este mercado, las prostitutas son tratadas como objetos sexuales, y son fácilmente descartadas cuando se enferman, se rebelan o envejecen. Este mercado se mantiene gracias a la entrada de jóvenes pobres, de etnias minoritarias, migrantes, oriundas de países en guerra o con conflictos bélicos, convirtiéndose en presas fáciles de la trata de personas, del tráfico de las drogas y de la explotación sexual comercial (Carcedo, 2010).
El ejercicio de la prostitución se realiza, la mayoría de las veces, en territorios donde rige la ley del más fuerte, con pandillas e incluso policías que someten a las mujeres a violencias, abusos y explotaciones. La sociedad patriarcal divide a las mujeres en “putas” y “madres de familia”, estigmatizando y marginando a las que ejercen la prostitución. Cuando los usuarios pagan por el sexo, se sienten en el derecho de usar el cuerpo pagado conforme a sus deseos, convirtiéndolo en objetos de violencia e incluso de muerte, además de aumentar el riesgo elevado de contraer VIH/sida, ya que muchos hombres rechazan el uso del preservativo o lo retiran durante el acto sexual (Lipszyc, 2003).
La mayor vulnerabilidad de las mujeres negras al VIH/sida evoca la metáfora de que la carne más barata del mercado es la carne negra, presente en la poesía y en las manifestaciones culturales del movimiento negro brasileño. La mujer negra del siglo XXI sigue siendo tratada como objeto sexual por la sociedad, que le atribuye una sexualidad excesiva y estereotipada. Esta construcción justifica y naturaliza la violencia sexual. La moral sexual conservadora asocia el sida con las mujeres negras, pobres y prostitutas, mientras que el ideal de mujer blanca, esposa y madre de familia queda extento de esta culpa. Así, se acumulan las vulnerabilidades que afectan a las mujeres negras frente al VIH en un escenario de discriminación y sumisión a los hombres, que limita su autonomía sexual (Santos, 2016).
La superposición entre racismo y sexismo vulnerabiliza aún más a las mujeres negras en decisiones como el uso del preservativo, dejándolas sin poder de negociación con el hombre, pues la ideología racial y de género potencia la subordinación, impidiéndoles decir “no”. La expansión del sida, que afecta cada vez más a las mujeres negras, responde al supuesto racista de que los blancos tienen más protección que otros grupos, debido a desigualdades vinculadas a mecanismos sociales, como la educación, la selectividad del mercado de trabajo, la pobreza y la protección social (Werneck, 2016).
Este estudio, al visibilizar historias de mujeres negras con VIH/sida que han sufrido violencias de género, reveló cómo se intersectan las vulnerabilidades con los marcadores “raza, sida, pobreza y violencia”.
En Brasil y en otras sociedades postcoloniales, las jerarquías sociales se justifican de diferentes modos, atribuyéndose al orden natural como si fueran componentes constitutivos de las relaciones sociales. Las sociedades brasileña y latinoamericanas se rigen en las jerarquías de raza, género, clase social y estatus (origen familiar, educación y vivienda). Dicha jerarquía, sostenida por las oposiciones “ricos versus pobres”, “femenino versus masculino” y “blanco versus negro”, fundaron el orden esclavista durante cuatro siglos y persisten hoy, pese a las luchas del movimiento negro (Gonzalez, 2020).
El ejercicio de la sexualidad, en el que las mujeres en condiciones de subordinación femenina contribuyen tanto a la emergencia de las violencias sexuales como a la transmisión del VIH/sida. Las violaciones y abusos contra mujeres negras siguen siendo situaciones cotidianas en la llamada democracia racial brasileña. Tras el concepto de mestizaje se oculta la apropiación violenta de cuerpos racializados, práctica que desde la época colonial ha tratado a estas mujeres como objetos de satisfacción sexual y propiedad masculina (Santos, 2025).
Las mujeres entrevistadas relataron haber sufrido violencias a lo largo de sus vidas, manifestadas en agresiones verbales, físicas, sexuales, patrimoniales, institucionales y autoprovocadas:
Me golpeaban mi padre y mis hermanos. Con palos y trozos de leña. Mi madre también me pegaba. Mi tío ya había abusado de mí desde los seis años. Me tocaba la vagina. Nunca llegó a penetrarme. Cuando lloraba, me ordenaba quedarme quieta y no contar a nadie. Esto duró años, y aún sufro las consecuencias. El sexo para mí siempre fue algo malo. En la prostitución, lo peor eran las palizas: golpes, bofetadas o lo que tuvieran a mano. El hombre de la casa, de cualquier persona. Cuando me casé, pensé que mi vida finalmente iba a mejorar. Después del matrimonio, se convirtió en un demonio. Me golpeaba, me tiraba al suelo, me lanzaba a la pared. (Participante D, entrevista personal, 41 años)
La narrativa revela la naturalización de la violencia doméstica y sexual desde la infancia, destacando cómo el hogar —un espacio socialmente construido como protector— puede convertirse en escenario de trauma y violación. Esta experiencia contínua de abuso, que abarcó etapas vitales (infancia, prostitución y matrimonio), demuestra cómo el cuerpo femenino es sistemáticamente objeto de castigo y dominación patriarcal. Las violencias contra las mujeres son parte del modus operandi del patriarcado racista, que utiliza la fuerza y el poder para controlar y castigar. Las jerarquías de poder naturalizan estas violencias, que ocurren más frecuentemente en el espacio ocupado por las mujeres: el privado, la familia y el domicilio, pero que también trascienden al espacio público, históricamente negado a las mujeres (Silveira y Nardi, 2014).
La violencia tiene un carácter normativo y afecta principalmente a quienes ocupan las posiciones consideradas subalternas en la sociedad, aunque pueda afectar a cualquier mujer. Es un mecanismo constituyente e indispensable del orden de género y raza, fundamental para mantener los roles socialmente establecidos y la conservación del estatus masculino. En las relaciones marcadas por el estatus, la jerarquía se constituye por la subordinación de las mujeres negras a los hombres, principalmente blancos. Estas narrativas producidas señalan que la violencia está vinculada tanto a procesos de subordinación como a desigualdades de poder, ambos productos del mismo proceso (Segato, 2025):
Después de que nos casamos, empezó a golpearme. Me dejaba el ojo morado y la cabeza hinchada. No podía peinarme. Pensaba que toda mujer debía pasar por eso, sobre todo porque ya lo sufrí desde niña. Él siempre fue violento, pero empeoró tras el matrimonio. Yo siempre tenía que usar ropa larga para ocultar los moretones, incluso con mi piel negra. Lo peor era vivir con miedo sin poder reaccionar. (Participante B, entrevista personal, 47 años)
Los comportamientos violentos están vinculados a la producción de la masculinidad, a través de la socialización de género que valora positivamente la violencia (Arribas, 2024). La constitución de la masculinidad requiere inevitablemente rituales de violencia y dominación, mediante los cuales los hombres aprenden a ser hombres en ritos grupales donde ocurre el aprendizaje de los papeles de género y la dominación de otros hombres y mujeres. La violencia es el instrumento del patriarcado que se ejerce sobre cuerpos feminizados, provocando sufrimientos, muertes, injurias, lesiones, traumas y enfermedades, como el sida (Barros et al., 2011; Ceccon y Meneghel, 2015; Ceccon et al., 2014).
El sexismo y el racismo son ideologías que generan y mantienen violencia, presentes en el cotidiano y en todas las esferas de la vida de todas las mujeres: en las relaciones familiares, sociales, profesionales e institucionales. Estas dimensiones estimulan desigualdades, ya sean simbólicas o explícitas. La idea del sistema ideológico opresor es que las diferencias son estructurales e inmutables. “Nací negra y pobre, ¿qué podría esperar?”. En este estudio, la conciencia sobre la desventaja y desigualdad racial y de género emergió en los relatos de las narradoras como una de las causas de las violencias sufridas:
Nací negra y pobre, ¿qué podía esperar? Nací negra y pobre como todas aquellas que hacen tratamiento para el sida aquí, como toda mi familia, mis amigos. Me golpearon toda la vida, como a todas ellas. A veces pienso: ¿acaso los blancos ricos no tienen sida? ¿No los golpean? Pero si es hombre, sufre menos. Dudo que los hombres pasen por la mitad de lo que he pasado. Y no solo yo, sino todas estas mujeres de aquí. (Participante F, entrevista personal, 55 años)
El testimonio expone con fuerza la intersección entre raza, clase, género y experiencias de sufrimiento en las estructuras de salud, mostrando que la epidemia del sida, para las poblaciones negras y empobrecidas, está ligada a capas históricas de exclusión y violencia. Al decir “nací negra y pobre, ¿qué podía esperar?”, la narradora resalta como el estigma y marginación estaban inscritos en su cuerpo antes del diagnóstico, revelando un sistema racialmente jerárquico. Su declaración —“no soy solo yo”— denuncia el abandono social e institucional, colectivo y político, señalando la reproducción de esta violencia en cuerpos que portan los mismos marcadores sociales de desigualdad. Los relatos de las narradoras revelaron un cotidiano de discriminación, exclusión y violencias en los cuales las mujeres que viven con VIH/sida sufren por las condiciones de negras, pobres, enfermas y mujeres. Los efectos de estas violencias, agudizadas por el VIH, se traducen en baja autoestima y tristeza que puede ser diagnosticada como depresión, llegando hasta la ideación y el suicidio consumado:
Sufrí toda mi vida por ser pobre y negra. Cuando descubrí esa enfermedad maldita, me volví loca. La gente me culpa donde voy. Me culpan con miradas y palabras, como si yo hubiera hecho algo mal. Me culpan por ser negra. ¡Racistas! Si bien también me culpo porque no usaba condón. Pero yo ni siquiera sabía lo que era. No se lo digo a nadie. La gente tiene prejuicios porque soy negra. Asumen que soy vagabunda. Intenté ahorcarme, cortarme las muñecas, prendí fuego en la casa. Lo quemé todo. (Participante A, entrevista personal, 31 años)
Las mujeres narraron dificultades para mantener relaciones interpersonales y amorosas debido al estigma y la discriminación, por ser mujeres negras y portar un virus considerado como de una “enfermedad maldita”, asociada a la “promiscuidad”. El hecho de que deban mantener en secreto su estatus de VIH genera sufrimiento, miedo, culpa, exclusión, lo que puede llevar al suicidio. Esta postura de silenciamiento se debe a la discriminación, al rechazo y a las humillaciones que aún se dirigen a quienes viven con el VIH/sida, y se mantiene incluso con la complicidad del equipo de los servicios de salud, como forma de resguardar la privacidad de las usuarias y “protegerlas” de los estigmas de los estigmas ((Campillay y Monárdez, 2019).
Sueli Carneiro (2015) sostiene que la población negra ha vivido bajo el signo constante de la muerte. La vulnerabilidad de la población negra al contagio del VIH/sida no deja de ser a la vez determinada por y determinante de la violencia estructural que incide agudamente sobre esta población. La pobreza, la discriminación y la falta de acceso a los servicios dificultan las acciones de prevención tanto de la violencia y como del VIH. Aunque Brasil tiene uno de los mejores programas mundiales de asistencia y tratamiento, ese nivel de excelencia no ha sido suficiente para impedir la racialización y la feminización de la epidemia. La dificultad que enfrenta la política nacional brasileña de VHI/sida para estos fenómenos está relacionada con el racismo, con el machismo y con la violencia institucional perpetrada por el Estado y la sociedad, así como con el desmantelamiento de las políticas públicas que ocurrió entre los años 2016 y 2022.
El prejuicio y el racismo afectan a la población negra, independientemente de su clase social, género, escolaridad, edad o lugar donde viven. A las mujeres negras se suman las discriminaciones de género y el machismo, factores que aumentan su vulnerabilidad frente al VIH/sida. Pese a que las estadísticas de los servicios de salud evidencian la necesidad de acciones específicas para mujeres negras, el Estado no ha implementado estrategias eficientes para abordar esta situación (Ceccon y Meneghel, 2015; Werneck, 2016).
Una perspectiva feminista antirracista, que busca desmantelar la violencia sistémica del patriarcado y del colonialismo, puede ayudar a construir masculinidades no violentas, desafiar las prácticas punitivas y combatir las violencias perpetradas contra las personas negras (Silva et al., 2024).
Este estudio visibilizó, en las trayectorias de mujeres negras que viven con VIH, vulnerabilidades derivadas de las desigualdades de género, clase y raza presentes en la sociedad. El racismo, el machismo, la pobreza y la discriminación estuvieron presentes en la vida de estas mujeres, contribuyendo a vulnerabilizarlas y debilitarlas, produciendo una situación de tal vulnerabilidad que, para muchas, la adquisición del virus fue solo otro “accidente de recorrido”.
Las desigualdades se superponen y coexisten en la vida de las mujeres y no se puede pensar en la determinación social del sida sin relacionar género, raza y clase social, sin que haya predominio de un eje sobre otro, sino interrelación, potenciación y sinergismo. El patriarcado utiliza el sexismo, el racismo y la desigualdad entre clases sociales en una unión de sistemas de dominación y explotación que son inseparables, pues se transformaron en un único sistema de dominación-explotación, que sostiene el capitalismo racista y patriarcal ((Campillay y Monárdez, 2019).
Este estudio ayudó a comprender que para impactar en el fenómeno de la racialización de la epidemia de VIH/sida en las mujeres y reducir sus vulnerabilidades hay que actuar sobre los determinantes estructurales de raza, género y clase social.
Si bien existen políticas públicas dirigidas a la población negra y a las personas que viven con VIH/SIDA en Brasil, es crucial identificar y abordar los vacíos de estas iniciativas, proponiendo ajustes específicos para que respondan eficazmente a las demandas, especialmente en el combate a la violencia estructural revelada por esta investigación.
En este sentido, se pueden sugerir algunas acciones concretas para mejorar las políticas públicas existentes, con foco en reducir las desigualdades y garantizar una protección efectiva a las poblaciones vulnerables a la violencia, tales como: fortalecer la capacitación de los profesionales de la salud, ampliar el acceso a incrementar las pruebas y tratamientos, monitorear y evaluar las políticas públicas existentes, integrar los servicios de protección y acogida para víctimas de violencia con enfoque en reducir los impactos psicosociales en las personas que viven con VIH/sida, y en las comunidades negras afectadas por la violencia racial y promover la representación en los espacios de toma de decisiones.
Roger Flores Ceccon: conceptualización; redacción del borrador original; análisis formal; redacción.
Stela Nazareth Meneghel: borrador original; redacción y revisión.
Carlos Alberto Severo Garcia Jr.: revisión, redacción y edición.
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