Nosotrxs y los otros: pertenencia, exclusión y complejidades en la definición de una comunidad LGBTIQ+

Us and the Others: Belonging, Exclusion, and Other Complexities to Defining an LGBTIQ+ Community

  • Inka Mera Adasme
  • José Mera Adasme
Aunque en la literatura académica se ha naturalizado referirse a la diversidad sexual y de género como “comunidad”, es poco lo que se profundiza en este concepto. Para las ciencias sociales, buscar una “comunidad ideal” conlleva el riesgo de invisibilizar la riqueza del fenómeno humano en aras de una unidad superficial; por otra parte, una visión atomizada que niegue lo comunitario también resulta inapropiada. En este trabajo recorremos los matices asociados al concepto de comunidad y cómo se relaciona con el devenir de la diversidad sexogenérica en Chile. Finalmente, proponemos que la forma ética de aproximarse a ellas exige reconocer su capacidad de articulación y la existencia de un territorio simbólico de resistencia, pero sin negar sus quiebres, tensiones y contradicciones. La invitación es a relacionarse con esta y otras comunidades oprimidas desde un posicionamiento reflexivo, orientado a respetar la complejidad de su historia, intersecciones, multiplicidad y potencial social.
    Palabras clave:
  • Comunidad
  • Disidencias
  • Exclusión Social
  • Diversidad Sexual
  • Movimiento Social
Although it has become natural in academic literature to refer to sexual and gender diversity as a “community”, it is rarely questioned what the usage of this term entails. The search for an “ideal community” might obscure the richness of this human phenomenon for the sake of an apparent unity; at the same time, an atomized gaze that denies its communal traits would not be useful either. My aim is to address the nuances associated with the concept of community and its relation to the evolution of sex and gender diversity. Finally, we contend that the ethical way of approaching them requires recognizing their capacity for articulation and the existence of a symbolic territory of resistance, without denying their ruptures, tensions, and contradictions. We propose that researchers approach this and other oppressed communities from a reflexive position, respecting the complexity of their history, intersections, multiplicity, and social potential.
    Keywords:
  • Community
  • Dissidence
  • Exclusion
  • Sexual Diversity
  • Social Movements

1 Un poco de contexto

Luego de dos años de obligado paréntesis, el sábado 25 de junio de 2022, volvió a las calles de las principales ciudades de Chile un evento que hasta entonces se había desarrollado anualmente desde 1999: una convocatoria que partió llamándose Marcha por la No Discriminación, luego pasó a denominarse Marcha del Orgullo Gay y ahora se conoce como la Marcha por la Diversidad, la Marcha del Orgullo o incluso simplemente el Pride. En la capital del país (Santiago), contó con más de 80 000 asistentes. Por primera vez, desde el término de los confinamientos por COVID 19, la Alameda (avenida principal de la ciudad) volvió a desbordar de gente, pancartas y consignas1. Organizaciones como MUMS (ex Movimiento Unificado por las Minorías Sexuales), AcciónGay o MOVILH (Movimiento por la Liberación Homosexual), distintos bloques de acción política, fundaciones centradas en el respeto a los derechos humanos y muchos otros actores hicieron sentir su presencia en este retorno a las calles. Este año se sumaron también representantes del poder legislativo, el gobierno2 y otras autoridades, como el presidente del Senado, el vicepresidente de la Convención Constitucional3, el ministro secretario general de la Presidencia y el ministro de Educación (que adhería al evento en su calidad de cabeza del ministerio, pero también como el primer ministro de Estado abiertamente gay en la historia de Chile).

Convergen en el evento una marcha “oficial” y lo que se denomina “bloque contrahegemónico”, compuesto por quienes rechazan el ambiente de celebración y desean subrayar el carácter de lucha de la fecha. Se congregan aquí personas de todas las edades y familias de todo tipo, junto transformistas, trabajadorxs sexuales y colectivos gremiales, cada cual con sus lienzos y reivindicaciones.

Al igual que en las anteriores versiones del evento, hubo escenarios, performances, música a todo volumen, carteles publicitarios y carros de famosas marcas que pintaron sus logos con los colores del arcoíris y desplegaron teams de promotorxs hegemónicamente atractivxs para repartir muestras y folletos. Tampoco podían faltar lxs omnipre

sentes vendedorxs ambulantes, pregonando desde chapitas hasta hamburguesas veganas, pasando por alcohol y “queques mágicos” (bizcochos cannábicos); y, desde luego, banderas: multitud de banderas diferentes, con todas las combinaciones posibles de colores y símbolos. La bandera butch, la bandera polisexual, la bandera demisexual, la bandera agénero y muchas otras que incluso a quienes se consideran parte de la comunidad, les sería difícil identificar. Toda esta diversidad se mezcla con la bandera del arcoíris y las pocas que han llegado a ser reconocibles para el público general.

La Marcha por la Diversidad Sexual de Santiago de Chile, con todos sus nombres y su mezcla caótica de estéticas, discursos y banderas, es una excelente imagen para entregarse a la difícil tarea de pensar en una definición de la comunidad LGBTIQ+. Una maraña donde confluyen elementos dispares y a veces contradictorios, compuesta por múltiples colectividades que no necesariamente se consideran aliadas y que, sin embargo, encarnan y ejercen una fuerza social que ha logrado movilizar cambios importantes en el país y el mundo. Cierta cohesión parece imprescindible, pero, como ocurre con los cuadros impresionistas, la congruencia que se aprecia desde lejos empieza a perder forma a medida que nos acercamos a examinar las dinámicas, prácticas e identidades que bullen en ese universo.

2 Qué decimos cuando decimos comunidad

Para comenzar nuestro argumento, miremos más de cerca el tan usado concepto comunidad. Existe una naturalización del uso de esta palabra, tanto en el lenguaje corriente como en la investigación académica y en el área de la Política Pública. Hablamos de una “comunidad LGBTIQ+” (letras más, letras menos) sin que realmente se haya definido qué es lo que se quiere construir al nombrarles de esta forma (Formby, 2017). Dentro de la diversidad sexual se cuenta tanta variedad como individuos (en cuanto a etnia, posición socioeconómica, tramo etario, experiencias, y un largo etcétera). Lxs miembrxs de la Fundación Iguales, una organización de perfil socioeconómico medio-alto creada en 2011, no necesariamente tienen mucho en común con lxs integrantes de grupos históricos de origen popular, como el MOVILH, y estos, a su vez, no comparten un cuerpo de creencias con las organizaciones lesbofeministas; y quizás todo ello sea completamente lejano para una adolescente trans que intenta sobrevivir el día a día en un lugar de múltiples exclusiones. Todas estas personas, ¿bajo qué lógicas podrían formar parte de una misma comunidad? Es más, ¿puede decirse que exista realmente algo así como una comunidad LGBTIQ+?

El concepto mismo de comunidad ya es elusivo. Por un lado, encontramos definiciones que apelan a la interacción natural que se produce al interior de un grupo, ya sea porque coexiste en un determinado territorio o porque comparten un espacio simbólico, como por ejemplo intereses en común (Perez-Sindin, 2020); otras, en cambio, relevan la comunidad como una expresión de agencia y voluntad colectiva (Bessant, 2018), como una construcción que se articula en contra de “fuerzas desintegradoras” (Perez-Sindin, 2020). Según autores como Maritza Montero (2004), lo que permite que esta voluntad se sobreponga a dichas fuerzas atomizantes no es solo un interés común, sino más bien una identidad, un sentido de pertenencia que habilita la consciencia de constituir una fuerza social.

Esta última conceptualización se aplica al caso de la comunidad LGBTIQ+, que globalmente se forja desde la resistencia a una vivencia común de exclusión y opresión. El referente más conocido son las protestas de Stonewall en 1969: durante esta icónica revuelta, una de tantas redadas en los barrios gay/travestis de Nueva York encendió una serie de enfrentamientos liderados principalmente por personas trans, afrodescendientes y trabajadorxs sexuales en resistencia al violento actuar policial. Este hito no constituye un hecho aislado, pues suelen ser eventos de protesta los que han agrupado y visibilizado a las personas de la disidencia sexual y de género en distintas partes del mundo.

En Chile, la primera manifestación de este tipo de la que se tiene registro ocurrió el 24 de abril de 1973, durante el gobierno de Salvador Allende y la coalición política denominada Unidad Popular. Se trató de una protesta pacífica en Plaza de Armas de Santiago, donde entre 25 y 50 homosexuales y travestis se manifestaron contra la persecución a la que cotidianamente les sometía la policía, amparándose en la detención por sospecha y la figura de “ofensas al pudor”. Curiosamente no hubo represión, probablemente por la escasa cantidad de personas congregadas y porque, lejos de constituir una respuesta espontánea y caótica como lo fue Stonewall, se trató de un despliegue acotado que contaba incluso con permiso municipal. El bajo perfil y el carácter pacífico del evento no impidió que la prensa —incluyendo prensa oficialista que se autodenominaba “del pueblo”— se refiriera a este evento condensando todos los miedos y violencia de la heteronorma:

Ostentación de sus desviaciones sexuales hicieron maracos en la Plaza de Armas: Las yeguas sueltas, locas perdidas, se reunieron para exigir que las autoridades les den cancha, tiro y lado para sus desviaciones. Al principio los sodomitas, creyendo que a cada instante les caería la teja policial, se mostraron cautos. Pero ligerito se soltaron las trenzas y sacaron sus descomunales patas del plato y se lanzaron demostrando que la libertad que exigen no es más que libertinaje. Entre otras cosas, los homosexuales quieren que se legisle para que puedan casarse. Con razón un viejo propuso rociarlos con parafina y tirarles un fósforo encendido (Extracto de diario el Clarín, citado en Robles, 2008. p. 16)

Cualquier atisbo de organización quedó sepultado al llegar la dictadura4, y los nuevos brotes de organización no reaparecieron sino hasta a principios de los noventa, como ocurrió con la mayor parte de los movimientos sociales (Garrido y Barrientos, 2018). A partir de 19915 empiezan a articularse las primeras agrupaciones en pro de los derechos de las personas homosexuales (ya que en aquel tiempo el resto de la diversidad no tenía representación), pero la democracia no trajo consigo un cambio en la situación de opresión en la que vivían. Desde el Estado seguía existiendo desidia y desprotección en todos los frentes, incluyendo el de la salud, con el estigmatizante abordaje que se implementó para enfrentar la crisis del SIDA (Cianelli et al., 2011). En los noventa (y también con posterioridad) las policías continuaban haciendo redadas en las discoteques gay, y en los medios estaba completamente naturalizado el referirse a la diversidad sexogenérica con un lenguaje denigrante y violento (Robles, 2008).

En la actualidad, aunque ha habido avances legales y existe una semblanza superficial de inclusión, no es un secreto que la violencia hacia la diversidad sexual y de género sigue presente tanto en sus brutales manifestaciones físicas como en el terreno simbólico; desde la representación en los medios masivos hasta la agresión, en distintos grados, que se vive al interior de las familias, la escuela, los lugares de trabajo y el espacio público. Tanto a nivel global como local, se trata de un grupo que nace y se sostiene en la resistencia, en una experiencia compartida de rebelarse contra una opresión que está a la base de su sentido de pertenencia: la identidad LGBTIQ+ implica, desde sus mismos orígenes, una carga política (Rivas, 2011).

Jeffrey Weeks asevera que la comunidad que se genera en torno a esta experiencia identitaria puede entenderse como una “comunidad imaginada” al estilo de Benedict Anderson (Marzetti y Humphrey, 2021), es decir, como una construcción social, un artefacto cultural que se sostiene en la percepción de las personas de formar parte de ella y cuya legitimidad se ancla en el terreno emocional (Anderson, 1983/2006). Según Weeks, se trata de una “ficción indispensable” cuyo valor radica en concentrar un potencial social que no podría gestarse de otra forma. El agregarle el adjetivo “emocional” a la “legitimidad”, no equivale a restarle importancia; por el contrario, en ella reside la raíz misma de la dimensión simbólica y el sentido de pertenencia. El componente afectivo es fundamental para que un grupo sea considerado comunidad, traiga o no aparejados referentes concretos como un territorio compartido (Agostini y Mechant, 2019).

Tanto en los lugares físicos de encuentro (por ejemplo, clubes nocturnos, manifestaciones y otras instancias) como en el espacio virtual (donde ocurre actualmente gran parte de la actividad social y militante), las personas de la disidencia sexo-genérica encuentran en “la comunidad” una fuente de interacción social, recreación y apoyo mutuo, un espacio para el intercambio de información y para la construcción de códigos y valores propios. En la red existen toda clase de intercambios, formas de encuentro y tipos de comunicación, y también se producen espacios significativos de socialización y participación colectiva. Tratándose de identidades no normativas y, por tanto, depreciadas por el discurso hegemónico, es común que las personas exploren primero los espacios virtuales, en la seguridad del anonimato, para reafirmarse y deconstruir la cis-heteronorma internalizada, como paso previo a la autoaceptación o la interacción directa con otrxs consideradxs similares (Hanckel y Morris, 2014).

Para un grupo que sufre marginalización, la pertenencia a una comunidad habilita la posibilidad de enfrentarse a los discursos dominantes con una fuerza identitaria que se sostiene precisamente porque se define y se pone en el mundo en conjunto con otrxs. En aislamiento, cada persona solo dispone de una sensación individual codificada desde la norma como anormal, en el mejor de los casos, o como degenerada, en el peor. En contraste, la experiencia comunitaria permite formar parte de un conjunto de experiencias compartidas y desarrollar una conexión con las dificultades y las esperanzas de otrxs, lo que a su vez habilita el proceso de reconocer y validar las propias. En la literatura es posible encontrar múltiples ejemplos del lugar que la sensación de pertenencia ocupa en la construcción de identidad de las personas de la diversidad sexual/de género, especialmente en lo que se refiere a superar discursos de defecto interno y de aislamiento (Gupta, 2017; MacNeela y Murphy, 2015).

El sentido de comunidad permite a las personas que quedan fuera de la heteronorma o el género binario, la oportunidad de explorar, expresar y aceptar sus deseos y singularidades a cubierto del miedo y rechazo que suele habitar en las experiencias sociales de su vida cotidiana (Hanckel y Morris, 2014). Está bien documentado que la sensación de pertenencia promueve la salud física y mental y constituye un catalizador de la participación social (Hudson, 2015).

Sin embargo, el conformar comunidad implica necesariamente complejidades y tensiones. Como señala Zigmunt Bauman (2003/2009), existe una visión nostálgica e idealizada de lo que creemos que debería ser la comunidad: un lugar cálido y confortable que acoge y cobija, donde no somos extraños y podemos bajar la guardia, a diferencia de lo que nos ocurre en el amenazante mundo exterior. Pero esa seguridad viene con un precio. Existe una contradicción inevitable entre pertenencia y autonomía, por lo que acogerse a la protección de la comunidad conlleva renunciar a una dosis de libertad y someterse a una constante y compleja negociación entre la individualidad de cada sujeto, la noción del “nosotrxs” comunitario y la exclusión de lo que se considera “lo otro”. Así, resulta imposible llegar a categorías absolutas de inclusión/exclusión (Marzetti y Humphrey, 2021).

La(s) comunidad(es) Queer habitan desde sus albores un lugar turbulento, no solo por su origen como grupo en resistencia, sino también debido a la multiplicidad de identidades que en ella(s) confluyen. El deseo de autoafirmar la propia identidad, reivindicar otras pertenencias simultáneas o mantener flexibles e inclusivos los límites de la aceptación en el espacio comunitario, choca inevitablemente con la necesidad, propia de toda comunidad, de cerrar filas y definir barreras explícitas entre “nosotrxs y los otros” para preservar la supervivencia del grupo. De ahí que se instalen fenómenos como el gatekeeping (en inglés, literalmente “vigilar la puerta”), es decir, la práctica de rechazar la identidad declarada de un otrx por considerar que no cumple con las condiciones para ser aceptado como parte de la comunidad.

Al tratarse de grupos que sufren constante opresión, es posible que detrás de algunas de estas prácticas de exclusión habite —al menos en parte—, el deseo de alcanzar el estatus ideal de comunidad homogénea y sin conflictos internos; una “buena comunidad” capaz de integrarse al imaginario social “normal”.

En el caso chileno, Caterine Galaz et al. (2021) señalan que la cauta “política del consenso”, que dominó la deriva del país desde la vuelta pactada a la democracia (1990) hasta principios de los 2000, obligó a las minorías sexuales a situarse en un lugar de “no contradicción”, posicionando en el discurso público una forma “aceptable” de diversidad sexogenérica, deseosa de asimilarse a lo normativo. Es la crítica que constantemente se dirige contra el MOVILH: desde sus inicios en los años 90, esta organización ha centrado sus esfuerzos en lograr visibilidad para sus demandas en el debate legislativo, buscando garantizar su incorporación al marco legal del país en distintas materias. Entre sus luchas históricas se encuentran la regularización legal de la convivencia entre parejas homosexuales, primero con el Acuerdo de Unión Civil (AUC) y luego con la demanda de matrimonio civil, la derogación de la homosexualidad como causa de divorcio culposo6, la adopción homoparental y la consideración de la homosexualidad en distintas normativas referidas al maltrato/discriminación en los ambientes laborales, educativos, espacio público, etc.

Sin pretender quitar peso a las importantes conquistas que se han logrado en estos terrenos gracias a la labor política de grupos como el MOVILH, quienes les critican señalan que en la práctica su accionar ha gatillado una dinámica de exclusión “higienizadora”, donde las personas racializadas, pobres, trans, “locas”7, con VIH, etcétera, son marginadas ante el riesgo de que refuercen los prejuicios homofóbicos (Robles, 2008). Se replica así la lógica de los grupos privilegiados, donde se construye la propia identidad en una relación de poder con respecto de un otrx excluidx o depreciadx (Butler, 1993), instaurando en consecuencia un mecanismo normativo que incluye vigilancia y sanción social para regular la desviación y diferenciar a quién pertenece y a quién se excluye.

Con lo anterior, se integra al imaginario social un guion rígido respecto de quiénes son lxs miembrxs aceptables de la diversidad sexual: cómo deberían verse, qué deberían hacer, cómo tienen derecho a sentir/existir sin verse expuestxs a mayor castigo. Por ejemplo, en la cultura heteronormada, un hombre gay “debería” preocuparse de su aspecto y ser normativamente guapo; no debería ser “excesivamente” afeminado, debería mostrar una expresión de género masculina, etc.

En el intento de mostrar una comunidad homogeneizada, inteligible para el discurso dominante, lo que se produce es una amplificación de las voces más privilegiadas dentro del colectivo. La imagen de la “desviación aceptable” queda encarnada en un hombre blanco, cisgénero, de estrato socioeconómico medio-alto, sin discapacidad, monógamo, etcétera. Invisibilizando o denigrando a quienes no sirvan a los intereses de estos grupos.

Las personas en las que se cruzan múltiples exclusiones quedan una vez más en los márgenes, expulsadas del terreno de lo normal y también de la versión “aceptada” de desviación (McCormick y Barthelemy, 2020). Se produce en la práctica la prescripción de una “normativa” identitaria, que reduce lo comunitario a un instrumento para la consecución de ciertos intereses grupales/individuales (Montenegro et al., 2014).

A cambio de ser incorporadxs al discurso sobre el mundo, se paga el precio de fortalecer la lógica de la cis-heteronorma: se contribuye a reforzar las normativas binarias que oprimen y suprimen las narrativas alternativas, confirmando a las identidades privilegiadas su jerarquía superior. Los oprimidos se constituyen así voluntariamente en lo otro, en lo que debe ser tolerado exclusivamente porque no puede ser cambiado (Chasin, 2013).

Los sectores críticos señalan también que el anhelo de “limpiar la imagen” de la diversidad ha llevado a proyectar una caricatura farandulizada, artificialmente festiva y superficial, obviando la profundidad de sus experiencias como seres humanos y la violencia estructural a la que las personas LGBTIQ+ están constantemente expuestas (Robles, 2008).

Esta versión “aceptable”, de una diversidad extravagante, divertida, irreverente, pero dentro de un marco que no incomoda a la cis-heteronorma, deja el flanco abierto para que la identidad gay o LGBTIQ+ sea colonizada por el discurso neoliberal, que reinterpreta las comunidades como un nicho más de consumidores, o incluso como unidades susceptibles de ser mercantilizadas (Hobsbawm, 2008, citado en Montenegro et al., 2014). Esto último ha ocurrido con varias expresiones culturales de la diversidad sexual y de género: música, vocabulario e incluso manifestaciones más radicales como el drag han sido despojadas de su carga provocadora en el proceso de constituirse en contenido de consumo masivo. Otro fenómeno similar es lo que se ha definido como pinkwashing o “capitalismo rosa”, es decir, la estrategia corporativa de desplegar un marketing superficialmente amigable hacia la población LGBTIQ+ para distraer la atención de algunas prácticas de dudosa ética respecto de los derechos laborales o el medioambiente. Así, colonizada, la comunidad pierde su capital político y se aproxima más bien a lo que Bauman (2003/2009) denomina “comunidad estética”: comunidades cuyos miembros solo comparten vínculos frágiles, donde no existe el compromiso ni el capital social sino apenas una convergencia instantánea basada en la conveniencia individual y una semblanza de estética compartida.

3 De qué disienten las disidencias

Es en contraposición a este panorama que alrededor de 2005 empieza a circular en Chile el concepto de “disidencias”. Desde los grupos autodefinidos como disidentes, se propone una forma de articulación política que se distancia de las prácticas de las organizaciones “tradicionales”. Especialmente en lo que se refiere al abanderamiento por la identidad gay masculina como movilizador principal, situándose explícitamente desde la resistencia y enfocándose en la visibilización de discursos que hasta entonces no tenían presencia alguna (Rivas, 2021).

El esfuerzo consciente que hay detrás de esta definición política apunta a abrir grietas en el discurso de la heterosexualidad obligatoria y el binarismo de género, en lugar de intentar buscar un lugar en ellos, un espacio donde ser toleradxs. Lo disidente agrupa múltiples colectivos e identidades que se resisten a la codificación y que exceden a los significados disponibles en la trama dominante. Se trata de un despliegue imposible de conceptualizar dentro de una lógica binaria sexual y de género: un movimiento fluido, crítico e irreductible al lenguaje de la norma.

En la comunidad que se crea bajo este impulso, existe un esfuerzo declarado por la interseccionalidad, visibilizando cómo las categorías sociales y las identidades interactúan en múltiples niveles, originando experiencias únicas y complejas de opresión y privilegio (Crenshaw, 1991). Existe también un posicionamiento crítico respecto de las teorías y prácticas consideradas blancas/colonialistas, incluyendo a la popular teoría queer (González, 2017).

Existe la intención de acercarse a lo que Bauman (2003/2009) contrapone a las comunidades estéticas: las comunidades éticas, que se basan en un compromiso de largo plazo con la ayuda mutua y el bienestar de todos los integrantes; que permite generar identidades activas y construir acción social, no de manera casual sino como fruto de una acción intencionada.

Lo anterior no implica que hayamos encontrado por fin el paraíso perdido de la comunidad ideal. Precisamente por su determinación de no cerrar ni homogeneizar los discursos, es inevitable que se produzcan constantes tensiones y fragmentaciones: donde hay más libertad, también se produce una cohesión más accidentada y discontinua.

La necesidad de articular pertenencias con tanta carga simbólica como raza y clase sin uniformarlas, así como la de poner en un lugar central la singularidad de las experiencias, ha llevado a la atomización de la comunidad en múltiples colectivos centrados cada uno en su vivencia y reivindicaciones. Cada cual enarbolando —literalmente— su propia bandera y demandas que no necesariamente resultan compatibles con las de lxs demás.

Buscando ejemplificar, solo con una superficial pincelada, los conflictos entre los distintos colectivos, podemos mencionar que algunos colectivos lesbo-feministas han lanzado ataques abiertos contra las personas trans y no binarias por considerar que invaden un espacio que no les corresponde, señalando también a las mujeres bisexuales como “traidoras” (Pearce et al., 2020); Las personas asexuales y arrománticas también se enfrentan continuamente a la invalidación de su experiencia por parte de otras personas que se identifican con la diversidad sexual (Parmenter et al., 2020) y que no les consideran “suficientemente oprimidxs” como para ocupar un lugar en la comunidad, o que de plano cuestionan que la asexualidad realmente exista, acusándoles de buscar llamar la atención o de homofobia internalizada. En estos y muchos otros casos, queda claro que la intención crítica de la disidencia no evita que se genere gatekeeping, exclusión, invalidación y rupturas en la interacción real entre personas y agrupaciones.

4 A modo de conclusión

Luego de la argumentación expuesta, y volviendo a la pregunta con la iniciamos el desarrollo del presente ensayo, ¿se puede hablar de una comunidad LGBTIQ+, o se trata solo de una palabra que usamos para designar de forma políticamente correcta a “lo otro”, lo que queda fuera de la cis-heteronorma?

A pesar de los reparos, y la contradicción externa e interna, existen dinámicas de ayuda mutua, lazos comunitarios que tienen un impacto real en la vida de las personas, y en los esfuerzos de largo aliento para impulsar y lograr transformaciones sociales. Esto es así, sin importar la forma de vinculación comunitaria que cada unx despliegue, ya sea que exista una participación directa y comprometida en organizaciones activistas o que alguien se limite a leer experiencias de otrxs en un foro para validar su propio sentir. Hay un potencial de fuerza política en todo ello, no solo en las manifestaciones más explícitamente organizadas, sino también las que ocurren en el ámbito cotidiano e íntimo.

¿Qué constituye realmente una comunidad? En esta pregunta se esconde el engaño sobre el que nos advierte Bauman (2003/2009), que nos lleva a añorar un supuesto modelo de comunidad ideal donde florecería la libertad sin conflictos y el apoyo sin exclusión, donde quedaría claramente delimitado quiénes somos nosotrxs y quiénes lxs otrxs.

A nuestro entender, la investigación social cae a menudo en este espejismo cuando trata de aproximarse a las dinámicas de grupos alejados del privilegio. En el afán de encontrar una “verdadera comunidad”, las personas que componemos la diversidad sexual y de género somos abordadxs y definidxs desde la academia en función de dos caras: una idealizada, que visibiliza la homogeneidad superficial de una especie de hermandad estética, y otra pesimista, donde la idea de comunidad se construye únicamente desde el sufrimiento y la opresión. En ambos casos quedan negadas las contradicciones que resultan inevitables en la convergencia caótica de pertenencias, generaciones, convicciones e historias, y que están al centro de lo que convierte a esta comunidad en algo vivo.

La diversidad sexual y de género se constituye como un ente de forma perpetuamente cambiante, de cien cabezas y mil voces que existen en constante contradicción y conflicto, pero que —quizás impulsadas por eso mismo— logra avanzar, unificándose, desarmándose y reconstruyéndose a cada paso. Es a la vez acogedora y excluyente, dura y cálida, virtual y concreta, ética y estética, neoliberal y disidente, política y farandulizada, consciente y casual, disgregada y unificada. Operacionalizar a esta criatura bajo los parámetros de una comunidad ideal la vuelve más dócil y abordable para los instrumentos de la ciencia, pero desde luego no es un acto exento de consecuencias: finalmente, se trata de dictaminar quién pertenece y quién queda excluido, cuál es la norma y qué despliegues particulares se esperan (o incluso se exigen) de quienes designamos como pertenecientes a esa comunidad en particular. Esta aproximación contribuye, aunque no sea esa su intención, a perpetuar la exclusión y a anular el potencial social de las personas reales que componen dichas comunidades (Dutta, 2018).

Al pensar la comunidad LGBTIQ+, o cualquier otro grupo, es importante situar en el centro de la reflexión las complejas relaciones entre los distintos factores que atraviesan todo fenómeno humano, buscando hacer visibles los hilos del tejido e interesándose por sus nudos y discontinuidades, sin que eso signifique llevar la discusión a un plano individualista que anule su carácter comunitario. Ya sea que utilicemos o no el concepto de “comunidad”, creemos importantes que desde las ciencias sociales se recoja el deber ético de referirnos a las personas y los fenómenos haciendo el ejercicio consciente de considerar quién queda incluidx y qué voces se ven marginadas en nuestro propio discurso académico, qué nudos se visibilizan y cuáles se camuflan, evitando buscar una homogeneidad ilusoria o perdernos intentando hacerles calzar con criterios teóricos sobre lo que se supone que deben desplegar.

Lo relevante entonces no es si existe realmente una comunidad LGBTIQ+ y quién debe o no pertenecer a ella, sino más bien interrogarse, desde el lugar de quien investiga, a qué propósitos estamos sirviendo y cuáles son las implicancias de interrogar su existencia y devenires desde ciertos parámetros predefinidos. ¿Qué discursos reproducimos con nuestra idea de lo que debe ser una “buena” comunidad? ¿Qué subjetividad contribuimos a producir cuando nuestra labor investigativa se ve teñida por el deseo de encontrar una “comunidad oprimida ideal”?

Judith Butler (2018) afirma que es imposible exigirnos renunciar a las herramientas basadas en las lógicas estructurales y las dimensiones de normatividad social que nos anteceden y nos constituyen, pero también nos recuerda que tenemos la posibilidad y el deber de hacernos cargo de cuestionar constantemente los fines políticos a los que sirven las conceptualizaciones que ponemos en el mundo. Necesitamos desafiarnos a pensar quiénes están (sobre)representados y quiénes se están viendo excluidxs, para así propiciar que nuestro ejercicio reflexivo se mantenga en torno a esferas de sentido maleables, capaces de torcerse y desplegarse en diversas direcciones en lugar de petrificarse en significantes- significados estáticos que terminen aprisionando las subjetividades. Es decir, debemos hacer un esfuerzo activo —un constante ejercicio de reflexividad— para impedir que los términos, conceptos, identidades, etc., se cierren, tanto en la labor investigativa como en la aproximación cotidiana al conocimiento. Más que intentar negar las turbulencias al interior de la comunidad, o entregarse a una visión atomizadora de esta, el ejercicio más saludable está en reconocer la imposibilidad de una comunión perfecta e impoluta (Sullivan, 2003, citado en Carter y Baliko, 2017) e integrar los conflictos y choques interseccionales a las dimensiones de investigación, aceptándolos como parte constitutiva de su fuerza social y de su capacidad de generar cambio.

5 Financiamiento

ANID Beca de doctorado nacional 2022. Folio 21220116.

6 Referencias

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