“Yo no creo estar faltando a ningún principio ético al decir que Cristóbal tiene una gravísima enfermedad bipolar asociada a un déficit atencional con descontrol de impulso y desregulación emocional” afirmó el año 2013 el controvertido médico Rodrigo Paz, por entonces, tratante de Cristóbal (“Psiquiatra: No falto a principios…”, 2013). En el momento de estas declaraciones, el joven (también conocido como “Cisarro”) tenía catorce años edad y desde hacía cuatro años que se encontraba internado en la unidad psiquiátrica del Hospital Pediátrico Dr. Luis Calvo Mackenna, institución a la cual ingresó por expresa orden judicial debido a sus constantes detenciones. En la misma entrevista, Paz agregó: “En este caso tenemos a un niño que ha sido estigmatizado durante años como un delincuente, como la ‘semilla de maldad’. […] Por supuesto que tengo el deber ético de decirle a todo Chile que este niño está enfermo” (“Psiquiatra: No falto a principios…”, 2013).
Ese mismo año, el experto tomó nuevamente la palabra en los medios de comunicación a fin de comentar las reiteradas detenciones de Byron, chico de catorce años sindicado como uno de los responsables de un atropello durante una persecución policial. En este caso, el médico manifestó su conformidad con la decisión del tribunal de internar al joven en un centro psiquiátrico. Sin embargo, criticó al Servicio Nacional de Menores (SENAME) por implementar programas “mal llamados terapéuticos para este tipo de jóvenes sin consultar […] a las autoridades del Ministerio de Salud (MINSAL) o la Sociedad de Psiquiatría Infantil” (citado en Tsukame, 2017, p. 211). A juicio del clínico, la presencia de descontrol de impulsos e inestabilidades emocionales hacían del caso de Byron otro ejemplo de que el tratamiento psiquiátrico y psicológico era la única respuesta posible frente a una delincuencia cada vez más precoz y persistente.
El debate público suscitado por los casos de Cristóbal y Byron, así como su itinerancia por los tribunales de justicia y los centros de internación psiquiátrica, parecen dar cuenta de un cambio en la consideración sobre la delincuencia juvenil y las/os jóvenes infractoras/es de ley. En efecto, las/os jóvenes involucradas/os en delitos y, por sobre todo, aquellas/os que reinciden en tales actividades, no serían meras/os delincuentes, sino que “enfermas/os mentales”, jóvenes que padecen uno o más trastornos psiquiátricos. Entonces, si la delincuencia ya no es sólo una transgresión a la ley, sino es la expresión de un desequilibrio mental o, incluso neuroquímico ¿cómo no conceder a la psiquiatría y a la psicología —tal y como pregona el médico— el título de autoridades expertas en el tratamiento de las/os jóvenes en conflicto con la ley?
Este artículo tiene por objetivo explorar las interacciones entre las/os jóvenes en conflicto con la ley1 y los lenguajes y tecnologías psi2 que, desde mediados de los 2000, vienen implementándose en Chile como saberes expertos para su tratamiento. Sin embargo, intento tomar distancia de aquellas perspectivas que han pensado los procesos de medicalización, psicologización y farmacologización o —para usar un término más general— de psiquiatrización (Beeker et al., 2021), como vectores unilaterales de determinación, sujeción y subjetivación (Savransky, 2014). En tal sentido, si bien pretendo mostrar cómo el problema de la delincuencia juvenil ha sido definido, categorizado y, por consiguiente, intervenido a partir de los lenguajes, discursos y tecnologías psi, al mismo tiempo, me interesa explorar los usos y apropiaciones que las/os jóvenes hacen de estos en el marco de las condiciones y exigencias de su vida cotidiana. Es decir, busco entender la psiquiatrización y otras formas de gobierno como procesos complejos y porosos en donde se mezclan reproducciones, negociaciones y transacciones.
El artículo está dispuesto en cuatro secciones. Primero, describo los aspectos metodológicos de esta investigación. Posteriormente, ofrezco un panorama general del proceso de psiquiatrización de la juventud en conflicto con la ley en Chile, destacando las transformaciones políticas e institucionales que lo han facilitado, así como el lugar de los conocimientos y prácticas psi en el entendimiento y la intervención de las/os jóvenes infractoras/es. Luego, en los resultados, describo los usos y apropiaciones que las/os jóvenes hacen de los saberes, los lenguajes y las tecnologías psi en el marco de su vida cotidiana. En primer lugar, exploro el uso de algunas categorías psicológicas y psicopatológicas con las cuales las/os jóvenes intentaban dar sentido a sus malestares emocionales. Y, en segundo lugar, el consumo de psicofármacos, específicamente benzodiacepinas, por medio del cual las/os jóvenes intentaban gestionar sus emociones y aflicciones. A modo de conclusión, destaco la necesidad de investigaciones que pongan atención a la vida cotidiana y las experiencias morales de las/os jóvenes en conflicto con la ley, así como a las complejidades y porosidades tanto de los procesos de psiquiatrización como de otras formas de gobierno sobre este grupo.
A partir de un enfoque cualitativo, se realizó una aproximación etnográfica en un dispositivo psicosocial para jóvenes que se encuentran en espacios de calle en la ciudad de Santiago de Chile. La administración y gestión de este programa correspondía a una corporación privada sin fines de lucro, colaboradora del Servicio Nacional de Menores (SENAME). De los aproximadamente 40 jóvenes que participaban en la institución, fue posible tomar contacto con cinco de ellos. Sus edades fluctuaban entre los 15 y 17 años y fueron seleccionados con base en: (1) haber participado o participar en actividades delictivas, y (2) su adherencia al programa psicosocial.
La recolección de información consistió en la realización de visitas semanales al dispositivo y al territorio durante cuatro meses (entre noviembre del 2015 y febrero del 2016). Durante el trabajo de campo, se realizó observación participante, acompañando a las/os profesionales en sus actividades y a las/os jóvenes en sus entornos familiares y comunitarios. Además, se llevaron a cabo conversaciones informales y ocho entrevistas semiestructuradas con los jóvenes y sus familiares. Los materiales fueron registrados sistemáticamente en notas en el cuaderno de campo después de cada visita. Las entrevistas, por su parte, fueron registradas en audio y transcritas literalmente. El análisis de los datos fue organizado en códigos significativos con el apoyo de CAQDAS (Nvivo 11©).
Los datos fueron elaborados en el marco institucional de una tesis de maestría (Carreño Hernández, 2016). Por último, cabe señalar que las/os jóvenes aceptaron participar informada y voluntariamente en la investigación tras haber contado previamente con las autorizaciones de sus padres/madres o cuidadoras/es. Mediante la firma de consentimiento informado se garantizó el anonimato y la confidencialidad en el uso de los datos.
Con el retorno a la democracia y la posterior consolidación del modelo neoliberal impuesto por la dictadura cívico-militar, la sociedad chilena ha experimentado un proceso progresivo de medicalización, psicologización y farmacologización de diferentes esferas de la vida (Abarca-Brown, 2022; Crespo y Machin, 2021; Han, 2012), procesos posibles de ser agrupados bajo el concepto de psiquiatrización (Beeker et al., 2021) de la vida cotidiana3. La acelerada modernización de la sociedad chilena, la liberalización del mercado económico y la introducción de una serie de reformas en salud mental han sido algunos de los factores de este proceso (Abarca-Brown, 2022).
La entrada en vigor el 2007 de la Ley 20.084 de Responsabilidad Penal Adolescente (LRPA) implicó una nueva gobernanza de la juventud en conflicto con la ley a partir de la cual los lenguajes y tecnologías psi han adquirido progresivamente un rol protagónico. El nuevo sistema penal juvenil vino a dar cumplimiento a los compromisos internacionales suscritos por el Estado Chileno respecto de los derechos de niñas/os y jóvenes4. Dejando atrás nociones como “infancia anormal” e “infancia en situación irregular” las cuales constituyeron —hasta los años noventa— un entramado institucional centrado en el control social de las/os infractoras/es (Tsukame, 2017), esta serie de transformaciones promovieron una perspectiva de derechos, así como una consideración biopsicosocial de las/os niñas/os y jóvenes como sujetos en desarrollo (Radiszcz et al., 2019; Schöngut-Grollmus, 2017).
Las directrices y los marcos de intervención elaborados por SENAME para las diferentes sanciones penales (véase por ejemplo, SENAME, 2012) han reproducido este discurso, definiendo la salud mental como un ámbito central de las intervenciones. Atendiendo a la supuesta mayor susceptibilidad de las/os infractoras/es a presentar problemáticas de salud mental, los programas e iniciativas desplegados al alero de la LRPA han reunido a diversos dispositivos, tecnologías y agentes institucionales, los cuales han adoptado lenguajes y prácticas psiquiátricas y psicológicas con el objeto de definir, explicar e intervenir sobre el fenómeno de la juventud en conflicto con la ley entendido como un problema biopsicosocial y de salud pública.
De acuerdo con diversos estudios epidemiológicos realizados en Chile, las/os jóvenes infractores de ley presentarían una altísima prevalencia de trastornos mentales (principalmente trastornos conductuales y trastornos por abuso y dependencia de sustancias), elevadas tasas de comorbilidad psiquiátrica y un perfil psicopatológico diferente al de la población juvenil general. En el año 2004, la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile desarrolló un estudio con 108 niñas/os y jóvenes pertenecientes a las áreas de protección de derechos y justicia penal de SENAME5. Las/os investigadoras/es informaron que el 100 % de las/os jóvenes evaluadas/os presentaba algún tipo de trastorno mental (Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile, 2004 citado en Maldonado, 2013). Por su parte, el estudio de Pedro Rioseco y sus colaboradoras/es (2009) destacó que la prevalencia de trastornos psiquiátricos en la población infractora era de un 64 %, mientras que para el grupo control la prevalencia era de 18,2 % (Rioseco et al., 2009). El 2012, la Fundación Tierra de Esperanza (2012) realizó un estudio de prevalencia con jóvenes condenadas/os a sanciones en régimen cerrado, destacando que un 62 % de éstas/os cumpliría los criterios para el diagnóstico de al menos un trastorno psiquiátrico. Por último, tras evaluar a casi 500 jóvenes condenadas/os, Jorge Gaete et al. (2014) concluyeron que la morbilidad psiquiátrica en esta población era de un 86,3 %, con una tasa de comorbilidad para dos o más trastornos de un 67,7 %. Es más, de acuerdo con las/os investigadoras/es, la alta prevalencia de patologías tales como trastornos disruptivos, abuso y dependencia de sustancias y déficit atencional darían cuenta que las/os infractoras/es presentarían un perfil psicopatológico diferente al resto de la población infanto-juvenil.
El SENAME enfrenta desde el 2016 una profunda crisis política e institucional6, instalándose en el debate y la opinión pública los abusos y las violencias que han padecido miles de niñas/os y jóvenes en el interior de las instituciones de protección y justicia juvenil. Una de las problemáticas identificadas ha sido la alta prescripción de medicamentos psiquiátricos a las/os niñas/os y jóvenes usuarias/os del Servicio. Según CIPER Chile, SENAME suministró a niños y jóvenes ingresadas/os a sus centros de administración directa (tanto de protección como de justicia juvenil) de la Región Metropolitana más de 10 000 dosis mensuales de antidepresivos, antipsicóticos y tranquilizantes, lo que equivale a 126 000 dosis anuales (Albert y Sepúlveda, 2016). Por ejemplo, en el Centro de Internación Provisoria (CIP) San Joaquín —institución en la cual jóvenes varones cumplen medidas cautelares privados de libertad— 139 de los 240 de los adolescentes internos recibieron medicación psiquiátrica diariamente. Esta situación resulta aún más grave si se considera que el amplio uso de psicofármacos no se corresponde con una adecuada atención médica. Tal y como han informado algunas/os observadoras/es nacionales (INDH, 2018), las/os niñas/os y jóvenes internas/os reciben una escasa atención por parte de especialistas en psiquiatría infanto-juvenil, siendo incluso medicadas/os sin estar bajo un tratamiento apropiadamente diagnosticado y monitoreado.
En los últimos veinte años se ha ampliado la oferta gubernamental en salud y salud mental dirigida a las/os jóvenes infractoras/es de ley con el objeto de dar respuesta a sus necesidades en salud mental y enfrentar sus complejidades biopsicosociales (MINSAL, 2007a). Así, desde el año 2000, se han implementado numerosos planes y programas que reúnen diversos organismos públicos: el Ministerio de Justicia, SENAME, MINSAL, Gendarmería de Chile y el Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (SENDA) (SENAME, 2016, 2018, 2019; MINSAL, 2007a, 2007b, 2018). Entre los principales objetivos de estas iniciativas se cuentan: (1) reducir las inequidades en el acceso y en el tratamiento; (2) mejorar la adherencia a las intervenciones; (3) dar continuidad de cuidados entre diferentes instituciones; (4) fortalecer las competencias técnicas de los equipos de intervención; y (5) fomentar intervenciones integrales de carácter biopsicosocial, complementando el tratamiento farmacológico con intervenciones individuales, familiares y socio-comunitarias. Las intervenciones en salud mental se han transformado así en un componente central de las sanciones penales, lo cual se ha traducido en que las/os jóvenes condenadas/os por la LRPA se encuentren sujetas/os a una constante evaluación diagnóstica en salud mental y consumo de alcohol o drogas. En muchos casos, las/os jóvenes son derivados a programas y unidades psiquiátricas especializadas, siendo el tratamiento psicofarmacológico un elemento central de las intervenciones (Carrasco et al., 2022).
Por último, cabe destacar cómo tras la entrada en vigor de la LRPA han surgido una serie de agendas de investigación científica en psicología clínica, ciencias cognitivas, psiquiatría y, más recientemente, en neurociencias interesadas en el problema de delincuencia juvenil. Estas iniciativas han tenido por objetivo proveer a las instituciones encargadas de ejecutar las sanciones penales de insumos técnicos (por ejemplo, modelos y orientaciones técnicas para la intervención) basados en evidencias científicas. Esta sinergia entre programas gubernamentales para el control de la delincuencia y programas de investigación científica, en donde los segundos instalan promesas y esperanzas terapéuticas, suscitando la atención y el financiamiento de los primeros, ha dado como resultado un creciente interés científico por las dimensiones psicológicas, psicopatológicas y neurobiológicas de delincuencia juvenil (Carreño Hernández et al., 2021). En este contexto, numerosas investigaciones nacionales han puesto su atención en la evaluación clínica, psicométrica y actuarial de los factores que incidirían en el inicio, el mantenimiento y la persistencia de la conducta delictiva7. Pese a su declarado enfoque biopsicosocial y su apelación a la multicausalidad del fenómeno, estos estudios han adoptado la hipótesis de que los factores individuales serían los aspectos claves en la comisión y persistencia de la conducta delictual. Entre los aspectos psicológicos y psicopatológicos estudiados por estas investigaciones se cuentan: (1) la prevalencia de patologías psiquiátricas (Fundación Tierra de Esperanza, 2012; Gaete et al., 2014; Rioseco et al., 2009); (2) los estilos de personalidad asociados al crimen (Alarcón et al., 2005, 2018; Pérez-Luco, et al., 2017); (3) la presencia de patrones psicopáticos de la personalidad (Vinet, 2010; Zúñiga et al., 2011); y (4) los factores de riesgo criminal (Chesta y Alarcón, 2019; Chesta et al., 2022).
Sin desconocer la importancia de la accesibilidad, la cobertura y atención integral en salud mental de las/os jóvenes infractoras/es, lo cierto es que los procesos de psiquiatrización antes descritos parecen traer consigo una serie de implicancias, paradojas y consecuencias potencialmente negativas. La alta prevalencia de trastornos psiquiátricos evidenciada por las investigaciones nacionales ha implicado una expansión de las categorías diagnósticas en esta población, así como la presunción de una mayor gravedad y susceptibilidad al crimen de acuerdo con la identificación de un trastorno psiquiátrico. Ahora bien, si se revisan los diversos estudios de prevalencia realizados a nivel nacional, se constata que cada uno ha implicado estrategias metodológicas heterogéneas. Sin embargo, ello no ha persuadido a las/os investigadoras/es ni a quienes elaboran políticas públicas a concluir y reforzar la asociación entre delincuencia y psicopatología, contribuyendo a aumentar la magnitud del problema. Aún más, el uso excesivo de métodos psicométricos y actuariales puede desvincular las prácticas juveniles de sus contextos y significados locales. De hecho, el argumento asumido devotamente por las investigaciones nacionales respecto a la importancia de las variables personales en la comisión de delito corre el riesgo de ser una explicación acultural, pues parte de la premisa de que la estabilidad de estos factores sería independiente de los contextos sociales y culturales de las/os jóvenes. Por último, la preponderancia de la salud mental y del consumo de alcohol y drogas como problemáticas centrales a ser intervenidas no solo ha traído consigo la sujeción de las/os jóvenes a tratamientos farmacológicos tutelados (Carrasco et al., 2022). Aún más, la masiva utilización de medicamentos psiquiátricos en los recintos del SENAME daría cuenta de cómo este tipo de tecnologías no tendría una función únicamente terapéutica, sino de control social de la juventud infractora (Albert y Sepúlveda, 2016; INDH, 2018).
Las experiencias de las/os jóvenes permite, empero, poner de manifiesto que éstas/os no son meras/os receptoras/es pasivas/os de los lenguajes y tecnologías psi dispuestas para su tratamiento y reinserción social. Lejos de únicamente reproducir los lenguajes y las prácticas de la psiquiatría y la psicología, las/os jóvenes parecen llevar a cabo otros usos y maneras de hacer en el marco de su vida cotidiana. En particular, me centraré en las experiencias de Pablo, uno de los cinco jóvenes con los que tomé contacto durante el trabajo de campo. En aquel entonces, Pablo tenía quince años y vivía junto a sus hermanas y sobrinos. Al momento de la investigación, se encontraba desescolarizado y cumplía una sanción como reincidente en un programa penal en medio libre8.
Durante uno de nuestros encuentros, Pablo señaló que hacía ya un mes que no salía a robar. Con seguridad y convencimiento concluyó que sus tiempos en el robo ya habían terminado.
Yo ya me aburrí de robar. Llevo un mes sin salir a robar y creo que no lo volveré a hacer. Si ya pasé un mes, ya no voy a volver a hacerlo. Ya salí de esa hueá [situación]. Es como mi mami: [ella] lleva dos meses sin consumir pasta [base]9, yo llevo un mes sin salir a robar. (Entrada de diario de campo, enero de 2016)
La comparación que realizó entre su situación y la de su madre, entre el haber interrumpido su participación en delitos y el que ella haya dejado de consumir pasta base, parecía poner de manifiesto que para el joven la adicción de su madre y su compromiso delictual eran situaciones más o menos similares. Es más, que para Pablo desistir del delito fuese equivalente a la abstinencia, daba cuenta de cómo la representación que el joven tenía de ambas problemáticas se encontraba apuntalada en un elemento común: tanto la adicción como la criminalidad eran enfermedades. O, dicho de otro modo, robar en una enfermedad equivalente a la adicción.
Al hablar acerca de sus experiencias delictivas, Pablo describió cuán frecuente era su participación en estas actividades. Señaló que, en caso de no involucrarse en algún delito, le sobrevenían una serie de malestares intensamente arraigados al cuerpo, los cuales le arrebataban toda tranquilidad, sumergiéndolo en una especie de desasosiego corporal. La “angustia”, la “intranquilidad” y eso que definió como la “enfermedad” le impedían incluso dormir, obligándolo a levantarse a mitad de la noche a fin de buscar en qué distraerse. En sus palabras: “Yo antes no podía estar un día sin robar. Como que me ponía nervioso, me picaban las manos10, andaba así angustiado. Es como una enfermedad. Si me pasaba esa hueá [la angustia], tenía que saber salir [a robar] […] Es como una enfermedad” (Entrada de diario de campo, enero de 2016).
Por su parte, a la hora de dar su opinión respecto de la pasta base y los efectos que ésta producía en quienes la consumían, Pablo comentó lo siguiente: “¡Esa hueá’ es una mierda, una asquerosidad! Vuelve locos a la gente […] A mi mamá, por ejemplo […] Mi mamá consume desde los siete años. Igual ahora está mejor, lleva dos semanas sin consumir” (Entrada de diario de campo, enero 2016). De acuerdo con el joven, la pasta base enloquecía a quienes la consumían, las/os “psicoseaba”11 —según dijo— hasta el punto de que, después de un tiempo, comenzaban a autolesionarse realizándose cortes y heridas en sus brazos. “Es como una enfermedad esa cuestión”, reafirmó una y otra vez con rabia y frustración (Entrada de diario de campo, enero de 2016).
Los dichos del joven muestran la interrelación entre categorías biomédicas y psiquiátricas y los vocablos populares a fin de recortar y describir las experiencias de aflicción que lo conducían al robo, así como, las consecuencias emocionales que su madre padecía debido a su adicción. Junto con conceptos tales como “intranquilidad”, “angustia” y “enfermedad” en su discurso aparecen dos categorías provenientes del mundo callejero y delictual: el “picar las manos” y el “psicoseo”. Ambas condensan un particular encadenamiento entre el cuerpo, los afectos y yo. Efectivamente, ambos vocablos dan cuenta de cómo el cuerpo resulta tomado y asediado por los afectos, en este caso, la angustia y la intranquilidad, desencadenando la pérdida del control de sí y la voluntad bajo la forma de autolesiones o bien de la transgresión de ley.
La imbricación entre categorías expertas y populares permitía a Pablo objetivar sus experiencias de aflicción y angustia, al tiempo que configurar un espacio de significados en donde inscribía sus malestares y también los de su madre. A través de este proceso, el joven parecía ensayar formas de construir un espacio de reconocimiento y de relacionalidad (movilización hacia el otro) con su madre. Este esfuerzo por la significación implicaba, además, la configuración y el uso de una suerte de modelo explicativo (explanatory model, Kleinman, 1980) de su experiencia y la de su madre, el cual parecía vincularse a la consideración biomédica de la adicción como enfermedad crónica. De acuerdo con este modelo, las experiencias de ambos se situaban dentro de un campo gobernado por valores y normas tales como la voluntad, el empoderamiento y la responsabilidad personal, de modo que tanto la adicción como el robo serían el resultado de una especie de compulsión que conduciría la pérdida del control de sí (García, 2010). Aún más, Pablo parecía definir su experiencia y la de su madre a través de una lógica regida por los tropos de la abstinencia y la recaída. En este territorio común, su participación en delitos, entendida como un encadenamiento de desistimientos y reincidencias, resultaría equivalente al sufrimiento y a la adicción de su madre, cuya trayectoria estaría marcada por periodos de abstinencia, sobriedad y recaída.
En el barrio, tanto Pablo como otras/os jóvenes solían consumir medicamentos psiquiátricos a fin de gestionar sus malestares emocionales. La circulación de psicofármacos junto con el intercambio de información sobre su uso y los medios más expeditos para conseguirlos eran prácticas habituales entre las/os jóvenes. En el caso de Pablo, era frente al avance de la “enfermedad”, de la “angustia” y del “picar las manos” que acudía a estos medicamentos: “Por eso tomo pastillas, de esas… las clonazepan” —indicó— “Cuando me tomo las pastillas duermo bien, ando tranquilo, alegre, relajadito”. El fármaco le permitía no solo morigerar la angustia y poder dormir, sino, también, mejorar su estado de ánimo, sintiéndose alegre y despreocupado. “me cago de la risa y ando por la casa riéndome solo”, agregó (Entrada de diario de campo, enero de 2016). Ahora bien, Pablo tenía muy claro las circunstancias en las cuales los efectos de los psicofármacos viraban de la alegría y el relajo a lo que él denominaba como “volverse loco”. Era consciente, y así se lo comunicaba a sus amigas/os y a sus hermanas, que los fármacos lo volvían agresivo si alguien lo molestaba al momento de estar bajo sus efectos. Que otros lo increparan por “estar volado” era para el joven una especie de juicio moral y, por tanto, una amenaza, frente a la cual reaccionaba con violencia. “Los cabros [jóvenes] ya me conocen” —señaló con vehemencia— “saben que no me pueden decir nada cuando ando volado en pastillas. Si me dice: ‘¡oye hueón [persona o amigo], ya andai volado en pastillas!’ o comienzan a molestarme, [y] yo me vuelvo loco, no pienso” (Entrada de diario de campo, enero de 2016).
Para el joven, el consumo de psicofármacos era una práctica habitual entre las/os muchachas/os de su barrio. “Aquí hay varios cabros que toman esas pastillas, las venden por aquí cerca”, agregó (Entrada de diario de campo, enero de 2016). En aquel entonces, Pablo no era usuario de un programa de salud mental, así como tampoco, de algún dispositivo de rehabilitación en drogas, instancias en las cuales podría haber recibido algún tipo de tratamiento farmacológico. Según comentó, conseguía las pastillas a través de su madre, o bien en el mercado informal del barrio. Junto con participar en una comunidad terapéutica12 a fin de tratar su adicción a la pasta base, su madre era desde hace años usuaria de un servicio de psiquiatría, razón por la cual recibía, entre otros medicamentos, dosis mensuales de benzodiacepinas las cuales entregaba al joven para que este las comercializara dentro del barrio, obteniendo dinero para solventar los gastos de él y de sus hermanos menores. Sin embargo, el joven no las vendía, sino que las conservaba para su uso personal. Cuando no podía conseguirlas a través de su madre, Pablo compraba las pastillas a algún/a vendedor/a en redes sociales o en las ferias libres de su barrio. Efectivamente, en los mercados informales que se desarrollaban semanalmente en el sector no era difícil conseguir todo tipo de medicamentos psiquiátricos: ansiolíticos, antidepresivos e hipnóticos, así como medicamentos alopáticos para las más diversas dolencias.
En su análisis de las dinámicas al interior de un programa penal para adolescentes en Chile, Jimena Carrasco y sus colaboradoras/es (2022) han explorado el uso y la circulación de medicamentos psiquiátricos, específicamente benzodiacepinas, entre las/os jóvenes. Su estudio constata cómo las/os jóvenes incorporaban conocimientos expertos respecto de estos medicamentos, es decir, informaciones sobre sus formas de administración, dosificación y sus efectos adversos. Sin embargo, las/os investigadoras/es indican que las/os jóvenes no se relacionaban con los psicofármacos según una lógica de tratamiento en salud mental. Por el contrario, los usaban con el objeto de lograr estados deseados, performando así prácticas de resistencia al régimen tutelar y biomédico que los programas penales y de salud mental intentaban imponerles.
Las experiencias de Pablo en torno al uso de psicofármacos no permiten establecer una clara distinción entre la reproducción y la resistencia a las lógicas psiquiátricas y psicológicas, en este caso, la prescripción y el uso de psicofármacos. Por el contrario, parecen tornar difusa y porosa la frontera entre ambos dominios. En su análisis en torno a las relaciones entre los grupos dominantes y los dominados en los procesos de salud, enfermedad y atención, Eduardo Menéndez (2018a) ha propuesto el concepto de transacciones. Mediante este concepto, el antropólogo ha buscado relevar las apropiaciones, resignificaciones y modificaciones que las personas y los grupos subalternos realizan de los saberes y las prácticas biomédicas, utilizándolas según sus posibilidades, circunstancias y exigencias cotidianas. El concepto de transacciones busca así dar cuenta de las complejas relaciones entre los grupos e instituciones dominantes y dominados, al tiempo que analiza la capacidad de agencia de los grupos más allá del binomio reproducción/dominación versus resistencia. De acuerdo con lo anterior, las experiencias de Pablo y otras/os jóvenes darían cuenta de cómo estas/os gestionan sus malestares y exploran formas de alivio a través de las transacciones y usos pragmáticos que realizan de los conocimientos, los lenguajes y las tecnologías psi. En efecto, las/os jóvenes parecen generar formas de interacción con la biomedicina y, en particular, con los psicofármacos, configurando prácticas situadas de autoatención (Menéndez, 2018b). A través de estas apropiaciones y usos pragmáticos, las/os jóvenes no solo complejizarían la oposición entre reproducción y resistencia, sino también desafiarían las distinciones y separaciones entre la terapéutica y el consumo; la medicación y la adicción y, por qué no, entre el deseo y la coacción.
El artículo analiza las complejidades de los recientes procesos de psiquiatrización de la juventud en conflicto con la ley en Chile. En los últimos treinta años se han desarrollado en Chile un conjunto de agendas e iniciativas públicas, las cuales han concedido un progresivo protagonismo a los discursos y tecnologías psiquiátricas y psicológicas en la gobernanza de la delincuencia juvenil. A partir de una consideración biopsicosocial de la juventud en conflicto con la ley, estos emergentes procesos institucionales han expresado, construido y reproducido los lenguajes, discursos y tecnologías psiquiátricas y psicológicas en sus interacciones con las/os jóvenes. Sin embargo, éstas/os últimas/os parecen no adoptar una posición pasiva frente a estas lógicas de gobierno. Contrariamente, sus experiencias ponen de manifiesto cómo se apropian de ellas a través de nuevos usos, transacciones y negociaciones según las condiciones y exigencias de su vida cotidiana.
Como he mostrado, la psicopatologización y psicofarmacologización representan los pilares centrales de los procesos de psiquiatrización de la juventud en conflicto con la ley en Chile. Prueba de ello es la casi incuestionable creencia sobre la relación entre delincuencia y psicopatología, la consustancial expansión de categorías diagnósticas y la amplia utilización de psicofármacos en esta población. Tal y como han destacado investigaciones y observadores institucionales (Albert y Sepúlveda, 2016; INDH, 2018), el uso de medicamentos psiquiátricos en el interior de los programas de SENAME parece borrar la ya difusa frontera entre terapéutica y control social. En este contexto, las experiencias juveniles muestran cómo las/os jóvenes hacen uso de los lenguajes psiquiátricos y psicológicos a fin de delimitar y otorgar significado a sus malestares. En el caso particular de Pablo, la imbricación entre lenguajes y modelos expertos con categorías populares no solo le permitió dotar de sentido sus experiencias de aflicción y las de su madre, sino que, en ese mismo acto, configurar un espacio de reconocimiento y relacionalidad.
Desde un punto de vista experto, la prescripción de psicofármacos en esta población ha tenido por objeto suprimir o, al menos, morigerar los comportamientos antisociales, entendidos —por ejemplo— como dificultades en el control de los impulsos. Sin embargo, las experiencias juveniles muestran cómo algunos psicofármacos tales como las benzodiacepinas son consumidos con la finalidad de gestionar sus malestares emocionales. Cabe pensar entonces estas prácticas como expresiones de recursos profanos (Martínez-Hernáez y Muñoz García, 2010). Es decir, como alternativas terapéuticas pragmáticas al saber experto mediante las cuales las/os jóvenes intentan gestionar autónoma y cotidianamente los procesos de salud, enfermedad y atención. Es más, estas prácticas no se ajustarían a un modelo de acción y uso farmacológico centrado en la enfermedad (Moncrieff, 2018). Lejos de consumir un medicamento para “resolver” un estado patológico, Pablo y otras/os jóvenes parecen centrar su atención en las alteraciones físicas, cognitivas, emocionales y conductuales que les producen. De acuerdo con lo anterior, las experiencias juveniles aquí expuestas podrían contribuir a la discusión acerca de la formulación y el establecimiento de enfoques alternativos de (y al) tratamiento farmacológico en salud mental en esta población. Por otro lado, las formas de gestión y alivio del malestar llevadas a cabo por las/os jóvenes muestran cómo las fronteras entre lo popular y lo científico se tornan difusas. Las experiencias juveniles muestran que, en contraposición a la pretendida jerarquía e impermeabilidad de los saberes expertos (Martínez-Hernáez y Correa-Urquiza, 2017), es posible observar interrelaciones y porosidades a nivel cotidiano entre los saberes “científicos” y aquellos que históricamente han sido catalogadas como “populares”. En tal sentido, la biomedicina —pero también las ciencias sociales de la salud— tienen el desafío de atender a estas modalidades de autoatención y de gestión del malestar y el sufrimiento psíquico sin caer en su criminalización o patologización (Menéndez, 2018b).
Junto con la gestión de sus malestares emocionales, existen otros usos de psicofármacos entre las/os jóvenes en conflicto con la ley, los cuales han sido escasamente documentados. Se trata del uso de medicamentos psiquiátricos, específicamente benzodiacepinas, a fin de inducir ciertos estados afectivos y, con ello, potenciar su performance delictual. En su libro Jóvenes desacreditados, Alejandro Tsukame (2017) precisamente tuvo oportunidad de registrar las experiencias y opiniones de un joven acerca de este fenómeno. Según el joven entrevistado:
Hay cabros [jóvenes] que se drogan y que se les agranda el corazón. Cabros que se toman una pastilla: “Pah, compadre [amigo], yo me lo paro [enfrentar una situación o a una persona.]. Ya, pásamelo. Yo se lo quito [Yo le robo]” (p. 54-255)13.
Dentro del lenguaje callejero y delictual, “tener corazón” hace referencia a la valentía, a la determinación y al coraje como cualidades de un ladrón (Cooper, 2005). Ahora bien, esta no es únicamente una cuestión necesaria (en un sentido instrumental) a la hora de enfrentar los desafíos y los riesgos que involucra el delito, sino que es una disposición afectiva y una experiencia corporizada esperada e incluso exigida (en un sentido moral) dentro de los circuitos delictuales. Sin embargo, ante el peso de la expectativa social, habría algunas/os que utilizarían medicamentos y, con ello, “se les agrandaría el corazón”, es decir, “se harían valientes”, al inducir farmacológicamente dicha disposición afectiva14.
Ya sea como una tecnología para el alivio de sus malestares emocionales, o bien como una estrategia para mejorar su performance delictual, parece ser que los usos que los jóvenes dan a los psicofármacos se encuentran entrelazados a las exigencias que enfrentan en su vida, así como a las normas y los valores que articulan el ethos delictual y la vida callejera. Resulta entonces pertinente preguntarse por las implicancias de estos particulares entrelazamientos entre psicofarmacología, subjetividad y vida cotidiana en el contexto de las modalidades contemporáneas de la biopolítica y del biopoder. Es decir, explorar los procesos de subjetivación y las formas de experiencia configuradas por —e, incluso, a través de— la psicofarmacología y otras tecnologías psi y neuro, tales como el denominado neuromejoramiento (neuro enhancement, Singh y Kelleher, 2010) o la configuración de sí mismos neuroquímicos (neurochemical selves, Rose, 2006), pero que no se ajustarían o, al menos, entrarían en fricción con los marcos morales hegemónicos, las definiciones y los modos de ejercicio de la ciudadanía y las consideraciones sobre el bienestar propias de las sociedades liberales contemporáneas. ¿Qué sujetos del biopoder devienen entonces las/os jóvenes en conflicto con la ley en sus interacciones con los lenguajes y tecnologías psi?
Por último, los resultados de esta investigación sugieren la importancia de desarrollar investigaciones cualitativas y etnográficas que exploren los mundos locales de las/os jóvenes en conflicto con la ley. Es siguiendo los recorridos y las asociaciones de las/os jóvenes, y de otras/os actores involucradas/os en el problema de la delincuencia juvenil, que resultaría posible explorar los aspectos situados no solo del delito, sino también aquellos implicados en los discursos y las tecnologías propuestas para su tratamiento. Igualmente, ello permitiría indagar en los saberes y los recursos que las/os jóvenes elaboran a la hora de hacer frente a sus aflicciones, relevando —tal y como lo han destacado otras investigaciones (Béhague, 2016; Ortega, 2020)— las complejidades y ambigüedades de las distinciones entre clínicas psi y neuro, ciencia, moral y vida cotidiana.
Este trabajo forma parte de mi investigación doctoral financiada por el programa Becas Chile Doctorado en el extranjero de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID), Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, Gobierno de Chile.
Agradezco especialmente a Sandra Caponi, Francisco Ortega, Gabriel Abarca-Brown, Angel Martínez-Hernáez y Cristóbal Abarca Brown por sus valiosas observaciones y comentarios a este escrito.
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