Reseña de Perrineau (2021). Le populisme

Review of Perrineau (2021). Le populisme

  • Eguzki Urteaga
Portada libro

Pascal Perrineau (2021)
Le populisme. PUF.
ISBN: 978-2130816539



Pascal Perrineau ha publicado su último libro titulado Le populisme (El populismo) en la editorial PUF. Conviene recordar que este doctor de Estado en Ciencias políticas es catedrático en el Instituto de Estudios Políticos (IEP) de París. Ha dirigido el centro de investigación CEVIPOF entre 1984 y 2013 y es docente en el Colegio universitario y el Master de Sciences Po. Es igualmente responsable del programa Vida Política del IEP, además de ser miembro del consejo científico de la Fundación Treilles, la Fundación para la Innovación política y la Fundación Jean Jaurès. Asimismo, ha asumido varias misiones de experteza en el Consejo de Europa, el Fondo nacional suizo para la investigación, el Fondo para la investigación científica belga, y colabora regularmente con varios medios de comunicación audiovisuales. Sus investigaciones se centran principalmente en la sociología electoral y el análisis de la extrema derecha en Francia y en Europa. Entre sus obras más relevantes, conviene mencionar La France au Front: essai sur l’avenir du Front National (2014), Le choix de Marianne: pourquoi, pour qui votons-nous? (2012), La solitude de l’isoloir: les vrais enjeux de 2012 (2011) o Politics in France and in Europe (2009).

En la introducción de la presente obra, Perrineau recuerda que:

Desde hace cuatro décadas, toda una serie de movimientos políticos presentados como populistas, y provenientes, no solamente de la extrema derecha, sino también de otros horizontes políticos, ha [conocido] un éxito electoral en numerosos países europeos y, más allá, en el mundo. (p. 3)

No en vano, la noción de populismo es objeto de discordia, dado que genera innumerables debates. Los actores políticos:

Lo utilizan, lo más a menudo, de manera polémica para descalificar a un adversario acusado de demagogia. [Varios] observadores recurren a él para estigmatizar un estilo político impregnado de simplismo, de argumentos groseros, de denuncias lapidarias y de referencias [recurentes] al sentido común popular. (p. 3)

En el mundo académico, los especialistas:

Se oponen sobre el carácter científico [de ese] concepto. [Mientras que] algunos ven en él una categoría confusa y saturada de significados (…), otros constatan que el populismo, como instrumento de análisis, ya tiene una larga historia en las ciencias sociales. (p. 3)

En general, la visión populista privilegia:

Una lectura específica de la sociedad organizada en torno a un enfrentamiento entre el pueblo y las élites, así como un modo de acción política donde el registro emocional está movilizado para acreditar la idea de que el pueblo se expresa directamente e intensamente a través de una figura política. (pp. 3-4)

En el primer capítulo, titulado La naturaleza del fenómeno, el autor indica que, si “la literatura sobre el populismo es prolífica”, la mayoría de las obras insiste en la oposición entre el pueblo y las élites (p. 5). Cas Mudde (2004) define el populismo como “una ideología que considera que la sociedad está [dividida] en dos grupos homogéneos y antagónicos, el pueblo puro y la élite corrupta, y, [según la cual], la política debería ser una expresión de la voluntad [popular]” (p. 5).

Entre las perspectivas no ideales, el politólogo francés distingue cinco enfoques principales.

  • El primero concibe el populismo como un modo de movilización de las masas. Así,

Numerosos historiadores norteamericanos, que se han [interesado por] los primeros populismos de la historia, (…) ven en el populismo uno de los procesos democráticos que marcan la implicación de los ciudadanos de a pie en la vida política. En esta [óptica], el populismo es, ante todo, una fuerza positiva [que se halla] al servicio de la movilización de los ciudadanos y del desarrollo de un modelo comunitario de democracia. (pp. 6-7)

En esta perspectiva,

El populismo es, sobre todo, un medio de movilización del pueblo (…) contra el sistema político e intelectual que avanza varios temas: la conspiración de las élites contra la gente corriente; el llamamiento al pueblo y a su sentido común, más allá de los intermediarios y de los representantes; el resentimiento social contra los pudientes y los [ilustrados]; y, la alergia hacia aquellos que no pertenecen a la comunidad” (pp. 7-8).

  • El segundo percibe el populismo como un “medio de emancipación radical” (p. 8). Esta óptica lo contempla como “la mejor vía para comprender la política, en la medida en que se sustituiría poco a poco a la lucha de clases como registro de lectura del conflicto social, creando una oposición fundamental entre ‘ellos’ y ‘nosotros’” (p. 8). Ernesto Laclau (1977, 2005/2008) ha desarrollado ese enfoque de manera sistematizada. A su entender, “el populismo consiste en la presentación de las interpelaciones populares-democráticas como un complejo sintético-antagónico con respecto a la ideología dominante” (p. 8). En ese sentido, “el populismo es la manera de realizar una democracia radical, reintroduciendo el conflicto en una vida política [consumida] por el consenso y activando la movilización de los sectores excluidos de la sociedad, a la búsqueda de un cambio del statu quo” (pp. 8-98-9, cursivas del original).

  • El tercero contempla el populismo como un “instrumento de desequilibrio económico” (p. 9). Desarrollado en América Latina durante los años ochenta y noventa, concibe el populismo como un “vector de políticas económicas ampliamente irresponsables, donde el gasto público masivo financiado por la deuda extranjera provoca una hiperinflación y la [implementación] de ajustes económicos y financieros drásticos” (p. 9). Ese populismo económico, “muy sensible al crecimiento y a la redistribución, ignora, en cambio, los riesgos de inflación, de déficit de las finanzas públicas, de presiones externas, así como las vivas reacciones de los actores económicos frente a las políticas estatales” (p. 9).

  • El cuarto considera el populismo como un modo de ejercicio del liderazgo político. El populismo se convierte, entonces, en “un estilo político, donde el líder que gobierna o aspira a gobernar privilegia una relación directa y no mediatizada con los ciudadanos, haciendo caso omiso de todos los cuerpos intermedios” (p. 10). En ese sentido, “el liderazgo populista está a menudo asociado a una figura política fuerte y carismática que concentra todos [los poderes], además de mantener una relación estrecha y constante con las masas” (p. 10).

  • El quinto y último enfoque une el populismo al tele-populismo. “Asocia estrechamente el populismo a la mutación que los medios de masas [han provocado] en la vida política. Es en el contexto italiano de los años noventa donde ha aparecido la noción de tele-populismo” (p. 11). De hecho, en una democracia parlamentaria en crisis, la comunicación televisiva se sustituye al funcionamiento democrático habitual. Se convierte en una nueva práctica de la democracia, una forma de realización de la aspiración a una democracia directa. Ese tele-populismo, “al que se ha añadido un web-populismo, es la forma política adecuada para las exigencias de la mediatización contemporánea que [concierne] todas las formas de populismo” (p. 12). En un contexto marcado por el exceso de acontecimientos e imágenes, “el espacio de las redes de comunicación ocupa un lugar cada vez más importante. La democracia mediática y electrónica [se adueña del] terreno” (p. 12).

De manera general,

Innovando con unas actitudes más o menos transgresivas, no respetando siempre los códigos tradicionales en la indumentaria o en el lenguaje, numerosos líderes populistas se presentan como diferentes y nuevos (…), y afirman así su capacidad para estar al lado del pueblo y en oposición a las élites clásicas. (p. 12)

Entre las perspectivas ideales, se encuentra la de Anthony Giddens (1994) que insiste en el declive de las ideologías tradicionales como factor explicativo del auge del populismo. Para el sociólogo británico, el “declive de las ideologías políticas extremistas encuentra su origen en tres elementos de nuestra modernidad” (p. 13). En primer lugar, “la intensificación de la globalización (…) ha contribuido al declive de ideologías geográficamente y culturalmente muy inscritas en la matriz europea, además de permitir una reactivación de los nacionalismos y de las identidades locales” (p. 13). En segundo lugar, la tradición ha sido cada vez más cuestionada, de modo que “la defensa de la tradición amenazada y vilipendiada ha [favorecido] el retorno de los fundamentalismos” (pp. 13-14). En tercer lugar,

La modernidad se ha acompañado de un desarrollo de la reflexividad social. (…) Esta actitud engendra una mayor autonomía de acción, un mayor escepticismo con respecto a los sistemas globales de explicación del mundo y un conjunto de prescripciones. La autonomía creciente del individuo se ha acompañado de un debilitamiento de las heteronomías ideológicas y religiosas. (p. 14)

Ese agotamiento se ha unido a la creación de un espacio de desarrollo para “fórmulas ideológicas de nuevo cuño y el retorno a sistemas de creencias [antiguas]” (p. 15). En Europa y más allá, “diversas formas de populismo y de neopopulismo se han desarrollado que, actualmente, perturban y trastocan numerosos sistemas políticos democráticos. (…) Tanto la izquierda como la derecha están afectadas por esta sensibilidad populista” (p. 18).

Perrineau recuerda que los populismos clásicos “han sido relativamente bien inventariados por la ciencia política” (p. 16). A lo largo de los últimos años, la academia ha renovado su interés por el populismo, “pero las miradas divergen en cuanto a la definición del fenómeno, sus elementos constitutivos y sus fronteras” (p. 18). Si para algunos, el populismo se define ante todo como “una retórica política caracterizada por una instrumentalización de sensaciones públicas difusas de ansiedad y de desapego”, Mudde lo considera como una ideología blanda, según la cual “la sociedad está dividida en dos grupos homogéneos y antagónicos (el pueblo sano frente a la élite corrupta) y que la política debe ser la expresión directa de la voluntad general del pueblo” (p. 18). Este enfoque, “que se ha convertido en dominante, se organiza en torno a tres conceptos clave: el pueblo, las élites y la voluntad general” (p. 18).

Esto supone precisar lo que se entiende por pueblo. “El pueblo es una categoría a la cual los discursos políticos recurren a menudo, [sabiendo que] cada uno produce su pueblo, mito fundador de su espacio político: el pueblo-nación, el proletariado, la gente de abajo, los [autóctonos], el pueblo de izquierdas” (p. 19). Dado que las construcciones políticas nacen, se desarrollan y desaparecen, “lo que hacía pueblo ayer (…) ya no hace pueblo hoy en día” (p. 20). En su dimensión globalizante, fragmentaria o negativa,

La categoría pueblo es objeto de fuertes instrumentalizaciones políticas. El pueblo gozaría de todas las virtudes o sería víctima de su ímpetu. Estaría unido y reunido o fracturado y dividido. Sería el fruto de una voluntad construida cada día o la herencia de una identidad definida una vez para siempre. (pp. 20-21)

Que esté idealizado o denunciado, está instrumentalizado. “El populismo, de izquierdas o de derechas, hace siempre un llamamiento a un pueblo en ruptura con el establishment (…). Ese populismo se nutre de la crisis de la democracia representativa y de la denuncia de [las personas] que la hacen funcionar” (p. 21).

En todas estas formas de populismo, se halla una idea central: la de la conspiración contra el pueblo urdida por elementos interiores y fuerzas exteriores, a menudo extranjeras. En ese contexto, el populismo desea movilizar el pueblo contra Europa en particular y la globalización en general. Esta última está considerada como destructora del bienestar de las naciones, en nombre de la defensa de “una cultura amenazada por las élites cosmopolitas [favorables al] universalismo, a la inmigración y convertidas en indiferentes hacia los símbolos de [las identidades nacionales]” (pp. 21-22). Las situaciones de crisis “reactivan esa crisis y ofrecen un espacio a aquellos que [insisten] en las causalidades demoniacas” (p. 22). De hecho, estas situaciones “despiertan el espíritu de sospecha y de resentimiento activando una búsqueda de causas y de fuerzas ocultas a las que se pueden imputar fácilmente la responsabilidad de los acontecimientos desafortunados que nos afectan” (pp. 22-23). Ciertas ideologías acogen mejor que otras estas lógicas conspirativas: “el nacionalismo, pero también el comunismo ofrecen múltiples ejemplos de ello” (p. 23).

A partir de inicios de los años ochenta, Margaret Canovan (1981) distingue dos grandes tipos de populismo. El primero, que califica de populismo agrario, “alude al radicalismo de los agricultores norteamericanos de finales del siglo XIX (…), los movimientos campesinos de Europa central y oriental, (…) y el socialismo agrario de los intelectuales rusos basado en una idealización del comunitarismo rural” (pp. 23-24). El segundo tipo es el populismo político “que busca movilizar las masas, en referencia a la idea democrática de soberanía del pueblo” (p. 24). Puede tomar cuatro formas: la dictadura populista, la democracia populista, el populismo reaccionario y el populismo de los políticos.

Pierre-André Taguieff (2002) afina esta tipología distinguiendo el populismo de protesta-societal y el populismo identitario-nacional, según el hecho de que el pueblo esté considerado como demos o como ethnos. “Esta distinción es ideal-típica y, en la realidad empírica, los movimientos populistas mezclan, a partes desiguales, ambos tipos” (p. 25).

  • El populismo de protesta presenta varias características esenciales:

Un llamamiento al pueblo que se articula en torno a una denuncia de las élites (…) que se compagina con una denuncia de la democracia representativa, una hiper-personalización organizada alrededor de la figura carismática del líder, la defensa de los valores propios a un capitalismo popular que se aproxima, más o menos, al proteccionismo económico y se acompaña de declaraciones anti-mundialistas hostiles al libre-comercio. Estos componentes definen un populismo de protesta donde un demos, que goza de todas las virtudes, se opone a unas élites, corruptas, desgastadas, ineficaces y alejadas de las preocupaciones del pueblo. (pp. 25-26)

  • El populismo identitario o nacional-populismo, al tiempo que dispone de numerosas características del populismo de protesta,

Insiste en el llamamiento a todo el pueblo que se confunde con la nación reunida, dotada de una unidad sustancial y de una identidad permanente. En esta referencia al ethnos, (…) no rechaza tanto las élites sino los extranjeros. Las élites son rechazadas en la medida en que aparecen como el brazo armado del partido del extranjero. Las denuncias del mundialismo, del cosmopolitismo, del americanismo, de la invasión extranjera, desembocan en una actitud de exclusión, con apariencias de xenofobia y de racismo. (p. 26, cursivas del original)

Taguieff distingue cinco características de ese nacional-populismo: 1) el llamamiento político al pueblo; 2) la apelación a todo el pueblo, sin distinción de clases, tendencias ideológicas o categorías culturales; 3) el llamamiento directo al pueblo auténtico, un pueblo definido como sano, simple y honesto; 4) la reivindicación de una ruptura salvadora encarnada por el jefe del movimiento; y, 5) la apelación a la discriminación de los individuos según sus orígenes étnicos o sus pertenencias culturales (pp. 27-28).

Los populistas distinguen las élites “según un criterio moral. Frente a un pueblo puro y honesto, las élites se distinguirían por su carácter corrupto y depravado” (p. 29). Se trata de una concepción monista de las élites, donde “aquellos que están situados arriba de las jerarquías políticas, administrativas, económicas, sociales o culturales, [pertenecerían] a un mismo entorno que [trabajaría] constantemente contra la voluntad general de pueblo y [defendería] estrechamente sus propios intereses” (p. 29). No en vano,

Esta definición de la posición de poder plantea (…) un problema cuando los populistas [acceden] al poder. Entonces, forman parte de la élite, pero recurren de nuevo al criterio moral para redefinir esa élite. Consideran que el poder real escapa a los líderes elegidos democráticamente por el pueblo y reside en unas fuerzas ocultas que, en la sombra, desposeen el nuevo poder político populista y socavan la voz del pueblo [recién] expresada. (p. 29)

La tendencia paranoide es “una característica de los populismos, especialmente norteamericanos, muy cargados de anti-intelectualismo, xenofobia y [teorías de la conspiración]” (pp. 29-30).

Asimismo, si los populistas se alejan de las definiciones basadas en la clase social, “no dudan (…) en recurrir a categorías económicas y (…) consideran que la clase política está entre las manos de unas élites económicas y del big business” (p. 30, cursivas del original). Frecuentemente, “estas élites no están consideradas como [miembros] de la comunidad nacional. Están presentadas como manipuladas por intereses extranjeros o animadas por valores cosmopolitas y apátridas” (p. 30). Este ostracismo de las élites puede trasladarse al ámbito etno-racial, ya que “estas no serían del todo nacionales; pero también [al ámbito] cívico, [dado que] no estarían constituidas de buenos nacionales” (p. 30). Así, el populismo aparece como la “reivindicación político-moral de un monopolio de la representación del que están excluidas las élites, las cuales no pueden pertenecer al pueblo” (p. 30).

Por último, el populismo, al utilizar la noción de voluntad general, se inspira en Jean-Jacques Rousseau que considera que “la voluntad general tiende hacia el bien común acordando los intereses particulares” (p. 31). Por lo cual, “la soberanía expresa directamente la voluntad general y excluye como tal la representación” (p. 31). En esta perspectiva,

Los dirigentes políticos deben ser (…) lo suficientemente ilustrados como para darse cuenta de lo que es la voluntad general y lo suficientemente carismáticos como para moldear los ciudadanos individuales en una comunidad cohesionada sobre la cual puede [apoyarse] para [activarla]. (p. 32)

Para el populismo, “cualquier gobierno representativo es una forma de aristocracia que traiciona la voluntad general” (p. 32).

En cambio, las formas de democracia directa o semi-directa del tipo referendario o plebiscitario no implican esta traición y permiten la expresión directa de la voluntad general” (pp. 32-33). Todo lo que contribuye a “cortocircuitar la tradicional democracia representativa al provecho de un vínculo directo entre el pueblo y el poder se halla privilegiado: consultas populares, iniciativas populares, procedimientos de revocación y de abrogación a iniciativa del pueblo, referendos, plebiscitos”, etc. (p. 33).

Más allá de estos procedimientos institucionales, el populismo hace un llamamiento al sentido común popular. “El sentido común no es, para los populistas, la cualidad principal de las élites. En cambio, está en la base de la constitución del pueblo y de una identidad fuerte. (…) Es cuestión de devolver el poder al pueblo, porque éste [tendría] siempre razón” (p. 33). Esta concepción de “una voluntad general, popular, homogénea e incuestionable tiene su [contrapartida]: el autoritarismo” (p. 33). De hecho, la percepción de una voluntad general “transparente y absoluta legitima el autoritarismo y la hostilidad al liberalismo, abriendo la vía a la estigmatización de aquellos que amenazan la homogeneidad del pueblo” (p. 34).

A su vez, “el populismo tiene una dimensión anti-política, puesto que no admite que unos disensos atraviesen la sustancia homogénea del pueblo” (p. 34). Privilegia la visión de un pueblo soñado que alude a un pasado idealizado donde se borra “cualquier rasgo de división y fractura interna” (p. 34). “La comunidad idealizada de un pueblo homogéneo, unido, auténtico e incorruptible es una verdadera utopía anti-política compartida por numerosos populismos” (p. 34).

Para Mudde y Rovira (2012), “la frontera esencial pasa entre el populismo de inclusión y el populismo de exclusión. Sobre los tres registros socioeconómico, político y simbólico, estas dos variantes del populismo se distinguen” (p. 35). El primer tipo de populismo se encuentra, en mayor medida, en América Latina y en la izquierda europea, mientras que el segundo es sobre todo característico de las organizaciones de derechas y, a menudo, de extrema derecha. Esta última corriente, especialmente presente en Europa, es dominante hoy en día en los populismos contemporáneos. De hecho, el nacional-populismo ha tomado la iniciativa política en numerosos países europeos y se convierte en la fuerza de transformación principal de los sistemas políticos y de las ideologías. “Prospera sobre los descombros de las grandes ideologías que han alimentado la vida política de la democracia europea” (p. 36). Ese declive “se ha mezclado con los profundos cambios sociales que han afectado las sociedades posindustriales” (p. 36).

Lo cierto es que la inmensa mayoría de los nacional-populismos vigentes en Europa carece de los componentes revolucionario y antidemocrático del fascismo, nos dice Perrineau. “No son partidos revolucionarios que recusan el sistema democrático, como lo fueron los movimientos y los partidos fascistas entre 1922 y 1945” (p. 37). Lejos de preconizar una salida del régimen de la democracia pluralista, se nutren de una “aspiración difusa que [desea] democratizar la democracia instituida” (p. 38). Además, ninguna de estas formaciones recomienda “ni una intervención masiva del Estado en la economía, (…) ni una organización corporativista de la sociedad” (p. 38).

Si “las viejas extremas derechas de tipo fascista que subsisten todavía en Europa están mayoritariamente exhaustas, [dado que] han naufragado todas en la marginalidad electoral”, cuando los herederos “de estas antiguas formaciones se apoderan de problemas actuales, su éxito puede ser espectacular”, a la imagen del FPÖ en Austria, del RN en Francia o del DF en Dinamarca. Superan ampliamente el 10 %, e incluso, a veces, el 20 % de los sufragios (p. 39).

Estos nacional-populismos se adhieren a “un nativismo radical enraizado en una perspectiva etno-pluralista del proteccionismo cultural, donde las culturas y las etnicidades están consideradas como ampliamente incompatibles” (p. 40). En ese sentido, “el nativismo radical es el elemento central del populismo de exclusión. Esta se caracteriza por una comprensión restrictiva de la ciudadanía, donde la (…) democracia se enraíza en una comunidad homogénea, de la que solo son miembros los [autóctonos]” (p. 40). Ese populismo “hace un llamamiento al pueblo contra los poderes establecidos y las ideas dominantes. Hace [una apelación] a una participación popular auténtica y a una reforma profunda de las instituciones. [Como] populismo de exclusión, moviliza mucho los resentimientos populares” (p. 40). El resentimiento, que se enraíza en una experiencia de inferioridad o de debilidad individual, “resulta de una sensación de desposesión, de ausencia de poder, de no-resignación a esta situación, y, por lo tanto, de una profunda impresión de injusticia” (pp. 40-41).

El nacional-populismo utiliza estos resentimientos y los dirige hacia ciertos colectivos o regiones. Ese populismo:

Extrae su fuerza de la combinación de tres elementos: el llamamiento constante a los resentimientos populares hacia el establishment; la reivindicación de la vuelta al poder de los ciudadanos de a pie; y, la promoción del derecho de los ciudadanos a poder beneficiarse de un trato de favor en su propio país. (p. 41, cursivas del original)

Esta voluntad de excluir ciertos grupos o entidades se ha desarrollado, “en un primer tiempo, en el terreno político y cultural, antes de invertir, poco a poco, el ámbito económico y social” (p. 41). Resulta de ello su predilección por:

Un Estado exclusivo, donde se entremezclan la reivindicación de justicia social, la denuncia del capitalismo global y financiarizado, la voluntad de luchar contra el desempleo de masas, la reivindicación de un Estado fuerte y protector, y la defensa de una comunidad nacional regenerada y regulada por una delimitación etnicizada de la ciudadanía. (p. 41)

Ese llamamiento a la preferencia nacional forma parte de un proyecto más amplio que consiste en el nativismo, pero el nativismo que promueve el nacional-populismo es cultural y “se interesa por la suerte de la identidad europea y el sistema de valores occidental” (p. 42). Ese nativismo:

Concentra su combate en la cuestión del desafío que el Islam, por mediación de la instalación de un número creciente de musulmanes en Europa, representa para la cultura occidental. Numerosos líderes populistas europeos hacen del rechazo del Islam el eje esencial de su [lucha] política. (p. 43)

De hecho, “la movilización contra la amenaza del Islam fundamentalista frente a la cultura europea se ha convertido, poco a poco, en un tema central de la lucha contra el multiculturalismo, percibido como el instrumento de disolución de [las] sociedades [europeas]” (p. 43).

Lo cierto es que “el populismo es una vieja realidad que encuentra, cuatro décadas después, un lugar en el contexto de la globalización y de la construcción europea” (p. 44). En efecto, “se habla de populismo desde hace más de un siglo y medio, y esta sensibilidad política ya ha invertido en el pasado ideologías tan diversas como el socialismo, el nacionalismo, el agrarismo o el conservadurismo” (p. 44).

El primer populismo se desarrolla:

En Rusia en los años 1850-1870, donde los populistas intentan exaltar la autenticidad del alma agreste del pueblo ruso y oponerlo a la artificialidad de la cultura de la Ilustración que había irrigado una parte del poder zarista y de los intelectuales liberales. Ese movimiento está animado por unos intelectuales que promueven la vuelta a la tierra y el socialismo agrario, y condenan la occidentalización de su país. (p. 44)

Ese movimiento “desembocará en la acción [violenta] a inicios de los años 1880 [y], más tarde, estará en el origen de la creación, en 1901, del Partido socialista revolucionario” (pp. 44-45).

El segundo avatar histórico está constituido por el populismo norteamericano de los años 1890, que se enraíza en el campo. “Estas categorías sociales se rebelan contra el monopolio de las compañías de ferrocarriles, de los bancos y de las grandes empresas” (p. 45). En 1891 fundan el People’s Party que se “involucra en una protesta contra la alta finanza. Durará hasta 1808 y simbolizará [el] radicalismo igualitario norteamericano que intenta perpetuar el espíritu pionero” (p. 45).

La tercera forma histórica del populismo es la que se ha desarrollado en América Latina en la primera mitad del siglo XX. Las principales encarnaciones son Vargas en Brasil de 1930 a 1945, Perón en Argentina de 1946 a 1955 o Gaitán en Colombia durante los años cuarenta (p. 45).

Ese populismo latinoamericano se apoya en la relación directa que un jefe carismático mantiene con el pueblo. Ese jefe providencial [no reniega la legitimidad democrática] y la inserta en una lógica plebiscitaria, y se presenta en refundador de una colectividad nacional regenerada y [capacitada] para crear una nueva democracia liberada de las peleas de la oligarquía. (p. 46)

En el segundo capítulo, titulado La medida del fenómeno, Perrineau indica que, “a partir de los años 1980, (…) reaparecen unas fuerzas populistas significativas”, especialmente en Europa, con el FN en Francia y el FPÖ en Austria (p. 49). La mayoría de los observadores piensa entonces que se trata de un fenómeno pasajero, tal como Europa las ha conocido desde la posguerra. De hecho, “una Europa en pleno crecimiento económico era reacia a [una instalación] duradera de una protesta populista” (p. 49).

En realidad, a partir de los años ochenta, estas fuerzas se enraízan y se desarrollan. En los años noventa, varias formaciones de derecha populista en Bélgica con el Vlaams Belang, en Italia con la Liga del Norte o en Dinamarca con el partido del Pueblo Danés, obtienen una representación en el Parlamento europeo. La izquierda populista está igualmente presente en Alemania con Die Linke, en Francia con la Francia Insumisa, en Grecia con Syriza, en España con Podemos o en Portugal con el Bloco de Esquerda (p. 50).

Por primera vez, el populismo se convierte en “una fuerza electoral importante, capaz, en numerosos países europeos, de propulsarlo a las puertas del poder. El nuevo actor populista aparece como un elemento profundamente perturbador de los equilibrios políticos establecidos tras la Segunda Guerra Mundial” (pp. 50-51). Las crisis financiera y económica iniciadas en 2008, la oleada de atentados yihadistas en los años 2010 y la crisis migratoria de 2015 son factores que avivan la fibra populista.

Gilles Ivaldi (2020), partiendo de las elecciones europeas de 2019, distingue tres familias populistas en el Viejo Continente.

  • En primer lugar,

La más importante, la familia de la derecha radical nacionalista reunida alrededor del nacionalismo autoritario y movilizado por las cuestiones de inmigración, inseguridad e identidad nacional, y fuertemente hostil, desde inicios de los años noventa, a la Europa de Maastricht. (p. 51)

  • En segundo lugar,

La familia del populismo de izquierda, que comparte con la primera la visión binaria del pueblo y de la élite, la sacralización de la voluntad popular y la hostilidad a la integración europea, pero que se distingue de ella por una apertura al cosmopolitismo y unas secuelas de cultura internacionalista. (pp. 51-52)

  • En tercer lugar, una “familia más reciente, la de los partidos centristas anti-establishment, que se focaliza en las temáticas anti-élites, la denuncia de la corrupción y el recurso a la democracia directa” (p. 52, cursivas del original).

Todas estas familias populistas están presentes en la campaña de las elecciones europeas de 2019, aunque estén representadas de manera diferente en los distintos países del continente. Si bien es cierto que, “de un país a otro, las configuraciones y los tipos de populismos varían, prácticamente ningún sistema político de ningún [país] europeo ignora (…) el fenómeno” (p. 52). De hecho, en 21 de los 28 países de la Unión Europea, donde se ha votado en junio de 2019, una o varias fuerzas populistas de derechas estaban en competición. Las fuerzas populistas de izquierdas estaban representadas en 15 países y el populismo centrista lo estaba en 9 naciones.

En general, estas fuerzas han crecido, ya que ocupan 230 de los 751 escaños del Parlamento Europeo, es decir, cerca del tercio del hemiciclo, mientras que solo constituían una gran cuarta parte en las elecciones europeas de 2014. La parte esencial de esta progresión se debe a la derecha radical populista, dado que pasa de 118 diputados en 2014 a 161 escaños en 2019. “Esta preeminencia del populismo de derechas es ampliamente fruto de una evolución de largo plazo” (p. 53). Al populismo de los antiguos, se ha sustituido el populismo de los modernos, que transforma “el panorama de la protesta social movilizando a unas categorías sociales no necesariamente indigentes [contra las medidas aprobadas por] los gobiernos [para ayudar] a los más desfavorecidos, los inmigrantes en particular” (p. 53). Estos populistas, aunque provengan de la derecha radical, forman parte de diferentes grupos parlamentarios, cuatro concretamente.

Tampoco existe un arco populista que una a las fuerzas de derechas, de izquierdas y del centro.

Las oposiciones [internas] son demasiado fuertes sobre cuestiones [relativas a] la gestión de los flujos migratorios, las políticas económicas y el lugar [atribuido] a la potencia pública, el presupuesto europeo, la salida de la Unión Europea, el antisemitismo, las reivindicaciones territoriales, el reconocimiento del hecho regional, los valores societales, las alianzas internacionales [etc.]. (p. 55)

“La división en el seno de la (…) familia populista limita su capacidad para actuar como minoría de bloqueo o constituir una [alternativa] creíble” (p. 66).

No en vano, “opera como una fuerza de contagio sobre los gobiernos de turno, su agenda política y la naturaleza del debate público, hecho especialmente sensible [en materia] de inmigración, seguridad [y] terrorismo [islamista]” (p. 66). Ciertas democracias de Europa central y oriental conocen incluso una evolución iliberal, como es el caso de Hungría, Polonia, Rumania o Eslovaquia. En estos países, los gobiernos intentan:

Poner en marcha unos mecanismos de redistribución nacional para reintegrar los grupos sociales más fragilizados por la globalización y la apertura internacional e implementar unas políticas de reconocimiento de los individuos en estado de inseguridad cultural, [abandonados] por las élites y la cultura dominante. (p. 67)

En ese sentido, “el populismo intenta aportar una respuesta política, económica y cultural a las grandes transformaciones que conocen Europa y el [resto del] mundo en la era de la globalización” (p. 67).

Tras décadas de progresión, el populismo, de ser una fuerza de oposición y de protesta, se ha convertido, en numerosos países, en una fuerza de gobierno, “en solitario o en coalición, con partidos de izquierda o movimientos de derecha tradicional” (p. 67). Hoy en día, “tres grandes países en el mundo han sido recientemente dirigidos por líderes populistas: Donald Trump en Estados Unidos de 2016 a 2021, Rodrigo Duterte [en Filipinas] desde 2016 y Jair Bolsonaro [en] Brasil desde 2019. Otras grandes naciones [están dirigidas] por [líderes] cuya estrategia populista es evidente”: Rusia con Vladimir Putin desde 2000, Turquía con Recep Erdogan desde 2003 o India con Narendra Modi desde 2014 (pp. 67-68). Asimismo, hoy en día, “7 de los 27 Estados de la Unión Europea están dirigidos por gobiernos [compuestos] por populistas o que constan en su coalición de fuerzas populistas” (p. 68). Es el caso de Hungría, Polonia, Bulgaria, Lituania y Chequia.

Cuando se procede a la valoración de su práctica del poder, se constata que “estos líderes [tienen] a menudo una visión posesiva de las instituciones y de los procedimientos de gobierno” (p. 69). Por ejemplo, “el gobierno de Victor Orban ha modificado las leyes electorales a favor de su partido y [ciertas] medidas han sido tomadas para debilitar la Corte Constitucional” (pp. 69-70). En Hungría, Polonia o Eslovaquia, “los intentos de control directo o indirecto de los medios de comunicación, las amenazas contra los periodistas [o] la ofensiva contra las ONG son denunciadas regularmente” (p. 70). En ese sentido, “el pluralismo es un principio democrático con el cual ese populismo gobernante no se siente cómodo” (p. 70).

A su vez, “el populismo lleva a cabo un combate institucional pero también de opinión, que participa a una erosión general de la deliberación política” (p. 70). De hecho, el populismo que se desarrolla en Europa es un elemento que compone la democracia de opinión, en la cual se impone “una democracia sin cuerpos intermedios, que funciona [gracias] a la identificación del pueblo y del líder, y sin otra forma de mediación que los medios de comunicación actuales” (p. 71).

En el tercer capítulo, titulado Los resortes del fenómeno populista, el autor constata que la reaparición del populismo es “sintomática de una gran transformación económica, social y cultural que [afecta a] nuestras sociedades. (…) El populismo es, hoy en día, el contra-movimiento de una sociedad cada vez más individualista y globalizada” (p. 73). Al malestar cultural se añade el malestar de nuestra modernidad, que es multidimensional y provoca “una búsqueda de chivos expiatorios, [tales como] la inmigración, Europa y la globalización” (pp. 73-74).

A nivel económico,

Partes enteras del capitalismo industrial han desaparecido para dejar paso a un capitalismo de tipo posindustrial. (…) El decaimiento de la sociedad industrial da lugar a una economía de servicios en pleno auge, a una fractura del mercado laboral, a la aparición de una sociedad dual, donde los empleos poco cualificados, precarios [y] marginales están destinados a la gente de abajo. Para estos [colectivos], la sensación de desclasificación es [notable]. (p. 74)

La sociedad dual se traduce por “la desaparición de lo que tenía sentido en la sociedad industrial. (p. 74). Los universos de izquierdas y de derechas han desaparecido paulatinamente “generando una inmensa sensación de abandono. Sobre estos descombros del viejo mundo han florecido todo tipo de angustias y de nostalgias” (p. 75).

Ese eco es especialmente fuerte en el mundo obrero. De hecho, “desde el inicio de los años 1990, el auge electoral de los nacional-populismos en el mundo obrero, hasta entonces feudo de la izquierda socialdemócrata y comunista, ha sido general en Europa” (p. 75). En efecto, los populismos de derechas:

Han conocido una proletarización pronunciada de su electorado. En la última elección presidencial francesa de 2017, el 60 % de los obreros franceses que [han votado] en la segunda vuelta han elegido a Marine Le Pen, y el 47 % de los empleados y el 51 % de los desempleados [han hecho lo mismo]. (p. 75)

A ese electorado se añaden las tropas tradicionales provenientes de la pequeña burguesía comerciante. “Esta alianza está en el corazón de las fórmulas electorales ganadoras del nacional-populismo” (p. 76).

  • A una clase obrera,

Nostálgica de un capitalismo nacional, industrial, de asistencia (…), los partidos populistas ofrecen, lo más a menudo, un Estado protector, que participa a la redistribución de la riqueza, a la reducción de las desigualdades, y que reserva los mecanismos del Estado de bienestar a los nacionales. (p. 76)

  • A una pequeña burguesía independiente, “el nacional-populismo ofrece, de manera más clásica, un Estado recentrado en sus funciones regalianas, [defensor] de la ley y del orden, y un programa con acentos anti-fiscalistas” (p. 76).

Asimismo, la modernidad se encarna en la sociedad abierta. La apertura es:

Económica, (…) vinculada a la globalización de los intercambios, especialmente financieros, pero también política, con la construcción europea y el desarrollo de una gobernanza mundial, y, por último, cultural y social, con la acentuación de los flujos migratorios, la movilidad creciente de las poblaciones y el carácter más o menos pluricultural de [las] sociedades [modernas]. (p. 77)

En efecto, “muchos individuos que tienen un escaso nivel de estudios, situados abajo de la escala social, no disponen de parrillas de lectura para comprender lo que cambia, ven con ansiedad deshacerse de sus universos de referencia” (p. 77). Por lo cual, se sienten atraídos por los líderes nacional-populistas que defienden una sociedad cerrada.

La división opone “los que se adaptan a la globalización, a la construcción europea, a la sociedad multicultural, a aquellos que esperan [protegerse] de estos cambios cerrando las fronteras y promoviendo unos modelos de sociedad más cerrados” (p. 79).

El populismo se nutre igualmente del malestar democrático. Efectivamente, el desencantamiento del mundo afecta a los sistemas de representación y a las ideologías políticas. “Esta ruina de los sistemas de representación, que [aspira] al conocimiento y al control del porvenir, ha conllevado una pérdida de los puntos de referencia políticos y una profunda crisis de la representación política” (p. 80). Si este fenómeno concierne a toda Europa, “ciertos países conocen un malestar más profundo debido al hecho de que la representación política ya no consigue figurar la diversidad, la novedad y la complejidad de las divisiones que atraviesan las sociedades” (p. 80).

En los sistemas políticos en los cuales el conflicto central se ha debilitado, donde “la izquierda y la derecha dan a veces la sensación de ponerse de acuerdo sobre lo esencial [y] donde las principales formaciones políticas se reparten [el] poder, al término de un casi consenso institucional”, los partidos populistas gozan de un espacio para “recuperar el descontento y la oposición al statu quo” (pp. 80-81, cursivas del original).

A finales de los años 2020,

El nacionalismo y el populismo han hecho su gran retorno en Europa. Ese neo-nacionalismo se nutre de la sensación que las élites en el poder estarían desnacionalizadas. Europa, la inmigración y la globalización reactivan sin cesar ese temor a la pérdida de sustancia nacional. (p. 82)

Dominique Reynié (2011, 2013) “insiste en la dimensión patrimonial del populismo, que juega sobre los miedos de perder el patrimonio material e inmaterial” (p. 82).

A estos factores de fondo se añade, hoy en día, “el desafío de la cuestión migratoria, al que la crisis migratoria de 2015 ha dado un eco particularmente fuerte” (p. 83). Esta progresión de los flujos migratorios “se inscribe en un movimiento de aumento, a lo largo de las cuatro décadas precedentes, que afecta, no solamente a los demandantes de asilo, sino también a las migraciones vinculadas a los [pasos fronterizos ilegales]” (p. 83). A su vez, “la guerra en Siria ha sido uno de los principales desencadenantes de ese flujo migratorio acelerado, pero la pobreza en Kosovo o [el conflicto afgano] han proporcionado sus lotes de inmigrantes” (p. 84). Las tensiones “han alcanzado su punto álgido durante el verano de 2015, en la medida en que ciertos países (…) han asumido una parte desproporcionada del peso de una inmigración que [llegaba] por vías terrestres y marítimas” (p. 84).

Esto ha provocado el auge de la preocupación migratoria en las opiniones públicas europeas, más aún porque “las autoridades europeas y nacionales [han dado] la impresión de estar ampliamente superadas por la gestión [de la crisis migratoria]” (p. 84). De 2011 a 2015, “la cuestión de la inmigración, tal y como ha sido planteada regularmente en el Eurobarómetro, ha conocido una [progresión] de más de 18 puntos” (pp. 84-85). En algunos países, la progresión es aún superior, convirtiéndose en la preocupación principal de la mayoría de la población. Hoy en día, “en 26 de los 27 países de la Unión Europea, la inmigración es percibida como el problema más importante” (p. 85).

Esta proyección de “la cuestión migratoria en el primer plano de las preocupaciones de los europeos favorece la dinámica de los partidos nacionalistas y populistas, en la medida en que estos [aparecen] en los diferentes escenarios posibles como unos partidos anti-inmigrantes” (p. 86). Recientemente:

El fuerte auge de la preocupación migratoria, el enraizamiento en el panorama político de movimientos anti-inmigrantes estructurados y perennes así como la derechización ideológica sensible en numerosos países europeos son otros tantos elementos favorables a una dinámica de estos partidos, [perceptible] a escala de las elecciones legislativas, presidenciales y europeas más recientes. (p. 88)

La temática de la inmigración ocupa un lugar central en sus programas electorales, aunque hayan ampliado su oferta política e ideológica a cuestiones económicas, sociales y culturales. “La inmigración es presentada, lo más a menudo, como una amenaza, y numerosos partidos deniegan a su país una vocación de acogida de extranjeros” (p. 88). Estos partidos preconizan “unas medidas para restringir drásticamente la inmigración ilegal y para suprimir la inmigración clandestina” (p. 89). La inmigración “contra la cual estos partidos llaman a movilizarse, está igualmente denunciada a causa del coste que [supondría para] los presupuestos públicos” (p. 90). Independientemente de la cuestión del coste, “todas estas formaciones insisten en el peligro que la inmigración [representaría para] las identidades nacionales” (p. 90). Por último, “el flujo migratorio reciente es aún más denunciado que es percibido como el vector de la penetración terrorista [islamista]” (p. 91).

De hecho, el islamismo radical, “en pleno auge desde hace una década, ha golpeado de manera directa diversas sociedades europeas” (p. 91). Esto ha propiciado la reactivación de los partidos anti-inmigrantes cuya oferta política e ideológica se articula en torno a verdaderas expectativas de segmentos importantes del electorado” (p. 91). La figura del inmigrante, “símbolo de la movilidad y de la erosión de las fronteras, se convierte en ese contexto en el objeto de la cristalización de las inquietudes y de las reticencias de partes enteras de nuestras sociedades con respecto a la globalización, más aún [sabiendo que] a la alteridad del inmigrante se añade la alteridad cultural de una religión considerada (…) como alejada y llevadera de una denuncia de la cultura de acogida” (p. 92).

De manera análoga, con la crisis financiera iniciada en 2008, “la imagen de la Unión Europea se ha degradado y ha abierto un espacio a las fuerzas políticas que han hecho de la negatividad de Europa un instrumento de combate” (p. 93). Las fuerzas nacionalistas y populistas han puesto de manifiesto su eurofóbia y su euroescepticismo. “Atestiguan de una profunda aversión por la construcción europea y defienden una concepción muy particular de Europa” (p. 94). La Unión Europea es erigida en el chivo expiatorio de problemas políticos, económicos, societales y culturales que la superan ampliamente.

Proceden a una demonización de la Unión Europea. Rechazan, asimismo, la ampliación de la Unión a nuevos países en nombre de una identidad europea definida en términos religiosos y étnicos. A su vez, consideran la construcción europea como un obstáculo a la causa nacional. Y, sobre todo, a partir del tratado de Maastricht, la Unión Europea es percibida como “la cubierta del euro-mundialismo [que destruiría] las naciones en beneficio de un nuevo orden mundial a las órdenes de una oligarquía internacional y cosmopolita” (p. 97).

Para el nacional-populismo, la construcción europea se ha convertido en “una criatura monstruosa que destruye las naciones en una estructura federal sin alma” (p. 97). Asimismo, la Unión Europea se habría convertido en:

Un sistema totalitario y su balance [sería] un verdadero desastre económico y social: recesión, deslocalización, desprecio de los pueblos, [incremento exponencial] de los precios desde la instauración del euro, desaparición de [la] agricultura y de [los] servicios públicos, inmigración masiva, destrucción de [las identidades nacionales]. (pp. 97-98)

De la misma forma, el nacional-populismo se posiciona como oponente a la integración europea. Frente a los partidarios del federalismo, se considera como el guardián de las identidades nacionales y de los intereses de los pueblos. La Unión Europea “se ha convertido en un recurso político importante del combate político” (p. 98). Si estos temas no son totalmente nuevos, “ocupan un lugar cada vez más central” (pp. 98-99).

Esa vuelta a la soberanía nacional en todos los ámbitos de la vida social resultaría “del fracaso económico y social de la Unión Europea. La desaparición de la siderurgia, la marginación de la agricultura, la destrucción de millones de empleos, el endeudamiento, la anemia del crecimiento, el malestar identitario (…) están directamente asociados a la construcción europea” (p. 99). A ese hundimiento socioeconómico, el nacional-populismo añade el revés cultural y político. “El fracaso cultural [sería] el de una Unión Europea cosmopolita. El fracaso político [sería] el de una Europa totalitaria que [sufriría un déficit democrático]” (p. 100).

No en vano, esta demonización de la Unión Europea en todos los ámbitos se acompaña de “la voluntad de elaborar un contra-proyecto: el de otra Europa” (p. 100). De hecho, el nacional-populismo defiende una Europa de las naciones. Se trata, para él, de promover una Europa respetuosa de las soberanías populares y de las identidades nacionales. Propone, entre otros aspectos, la renegociación de los tratados, la interrupción de la ampliación, la salida del espacio Schengen o la supresión de la Comisión Europea (p. 101).

Los partidos populistas de derechas se adhieren, a su vez, a un nativismo diferencialista, cada vez más frecuentemente asociado a un proteccionismo económico. Estiman que la globalización crea, a nivel económico, una categoría de perdedores que son, en la mayoría de los casos, “individuos poco cualificados que tienen dificultades para seguir siendo competitivos en el mercado laboral y que asisten a un declive de sus rentas. Frente a ese fenómeno, los movimientos populistas proponen una política nacional-proteccionista” (p. 104). Ese proteccionismo económico se compagina con un proteccionismo cultural.

Se ha establecido sólidamente un nuevo eje de conflicto,

Oponiendo los valores permisivos, a menudo calificados de libertarios, (…) a unos valores autoritarios. (…) Mientras que los valores libertarios han invertido los ámbitos del estilo de vida, del género y de la sexualidad, los valores autoritarios han marcado los campos de la religión, del orden público y del nacionalismo. (pp. 104-105)

Ese enfrentamiento entre ambos sistemas de valores “se ha debilitado a partir de finales del siglo XX, para adquirir una visibilidad superior en las dos primeras décadas del siglo XXI” (p. 105). Así, “el populismo de derechas [construye] un fuerte vínculo entre el neoliberalismo, el mundialismo, la inmigración y las amenazas [que pesarían] sobre los valores tradicionales de las naciones europeas” (p. 106). En general, las fuerzas nacional-populistas se sitúan claramente en el polo autoritario. Se adhieren fuertemente a “los valores de orden y de verticalidad” (p. 106).

En el cuarto capítulo, titulado El porvenir: el populismo y la cuestión democrática, Perrineau recuerda que, a partir de los años ochenta, como consecuencia de la crisis socioeconómica, aparecen los primeros signos de fatiga democrática: “auge de la abstención en las elecciones, primeros éxitos de partidos de protesta, deterioro de la imagen de la política. Todas estas [tendencias] se acentúan en las décadas siguientes para llegar a la situación actual” (p. 108).

Así, la democracia representativa, nos dice el autor, atraviesa una fase de debilidad “que pone de manifiesto la gran fragilidad de la hipótesis democrática” (p. 109).

Reforzado por el hecho de que la globalización ha restringido el margen de maniobra de los electos políticos nacionales, los ciudadanos y ciertas fuerzas políticas populistas han propagado el rechazo del principio de la representación y de la intermediación. Todo ello ha abierto un espacio muy significativo al populismo y el apoyo que aporta a los procesos de democracia directa. (pp. 109-110)

Pierre Rosanvallon (1998, 2020) insiste en que el populismo “se funda, cada vez más, en la distancia entre la evidencia de un principio, el de la soberanía [popular], y el carácter problemático del pueblo como sujeto social y político” (p. 110). Frente al pueblo abstracto de la democracia representativa, el populismo promueve un pueblo real “que debe expresarse directamente ignorando cualquier intermediario” (p. 110).

A su vez, el populismo se instala con fuerza en el punto de encuentro entre el malestar político y el malestar social. “La respuesta populista al malestar democrático tiene múltiples límites, que estriban en las simplificaciones a las que procede”, empezando por la definición simplista del pueblo, prosiguiendo por la creencia en la corrupción inevitable de la democracia representativa, y acabando con la idea de que la cohesión de una sociedad se fundamenta en su identidad homogénea e inamovible (p. 111).

El politólogo galo recuerda que, “en las antiguas democracias, la democracia está en crisis, una crisis de legitimación de un sistema que ya no parece tener [incidencia] en la economía y la sociedad. La democracia parece haber perdido su sustancia” (p. 112). La democracia, “en su vertiente cívica y política o en su vertiente social, ha entrado en una profunda crisis desde hace tres décadas” (p. 113). Percibida durante un largo periodo como “la clave de una felicidad general (…) asequible, ha dejado de aparecer como su sésamo. La democracia política está cansada [y] la democracia social está agotada” (pp. 113-114). A pesar de ello, se impone un discurso sobre “el triunfo de la democracia como horizonte insuperable de nuestro tiempo”, hasta convertirse en un “absolutismo democrático”, verdadero orden moral (pp. 114-115).

Frente a ese estado crítico de la democracia, “se proponen unos remedios del tipo democracia participativa, intervención ciudadana de la sociedad civil [o democracia digital]” (p. 117). Ese desarrollo de una contra-democracia se produce en un trasfondo marcado por la erosión de la democracia electoral y el paso a una democracia de expresión, una democracia de implicación y una democracia de intervención. Pero, “la eflorescencia de estas diversas contra-democracias no impide el desbordamiento de los populismos y el auge de la gobernanza, dos elementos constitutivos del nuevo régimen posdemocrático” (pp. 117-118).

De hecho, el populismo se compagina con la gobernanza. El populismo se dirige a la masa de los electores, mientras que la gobernanza se dirige al pequeño número de “aquellos que deciden [las] orientaciones económicas, sociales y políticas” (pp. 118-119). Ese nuevo régimen,

Organizado en torno a la gobernanza y al populismo, goza de un espacio (…) creciente en numerosas democracias. Es un régimen donde los intereses particulares se imponen al interés general, donde las identidades particulares se imponen a la identidad pública ciudadana, donde la identidad del consumidor se impone a la identidad cívica [… Emerge] un nuevo modelo de representación pluralista-identitario-minoritario, respondiendo a una demanda de escenificación pública de la diversidad social, donde lo importante para los gobernados es manifestarse y lo [fundamental] para los gobernantes es expresar su solicitud hacia las particularidades. (p. 119)

En suma, el populismo goza de una larga historia y no es un accidente coyuntural. Su vuelta desde hace tres décadas,

Bajo formas contemporáneas y plurales, da cuenta de la capacidad de esta ideología, [obligada] a responder a situaciones cambiantes, a acompañar la gran transformación económica, social y cultural de nuestras sociedades, y a [insertarse] en el corazón de tradiciones ideológicas diversificadas y, a veces, opuestas. (p. 125)

En un mundo cambiante, “donde los puntos de referencia sociales y políticos se debilitan, esta ideología plástica, que es el populismo, está especialmente adecuada” (p. 125).

Al término de la lectura de la obra Le populisme, se agradece la presentación estructurada, argumentada, documentada y actualizada de todo lo relativo al populismo, desde la naturaleza del fenómeno hasta sus resortes, pasando por su medida. En ese sentido, ofrece un panorama completo, aunque esencialmente centrado en Europa, que se caracteriza por su rigor científico y densidad. La comprensión es facilitada por la utilización de cuadros y gráficos y su lectura resulta agradable por la fluidez del estilo acompañado de una exposición clara y de una terminología asequible. Las únicas reservas son puramente formales, tales como la desproporción entre los capítulos así como alguna que otra redundancia.

A pesar de ello, la lectura de esta obra resulta imprescindible para mejorar nuestro conocimiento del fenómeno populista.

Referencias

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