Del hype de la economía colaborativa a la economía decrecentista

From the hype of the sharing economy to the degrowth economy

  • Javier De Rivera Outomuro
  • Angel Gordo
La economía colaborativa surgió hace más de una década como una forma sostenible y social de consumir. Sin embargo, sus promesas se disolvieron rápidamente, revelando el hype colaborativo como otra vuelta de tuerca de las lógicas capitalistas al amparo de los procesos de digitalización en tiempos de crisis. En este artículo describimos el auge y caída de este paradigma para aclarar la confusión conceptual que permitió agrupar en la misma categoría plataformas sin fines de lucro y startups financiadas por capital de riesgo. Seguidamente, establecemos las condiciones bajo las cuales las prácticas de compartir pueden promover la satisfacción de necesidades sociales de manera más sostenible, conectando con los principios del decrecimiento, un paradigma que aboga por la necesidad de disminuir la actividad económica para frenar la crisis climática. Basándonos en investigaciones previas, analizamos el potencial transformador de algunas iniciativas que se consideraron parte del paradigma colaborativo para evaluar su potencial transformador.
    Palabras clave:
  • Compartir recursos
  • Crisis ecológica
  • Economía colectiva
  • Sin ánimo de lucro
  • Plataformas digitales
The collaborative economy emerged over a decade ago as a sustainable and socially-conscious way of consumption. However, its promises quickly faded, exposing the collaborative hype as another iteration of capitalist dynamics under the guise of digitization processes and amidst the fallout of the Financial Crisis. In this article, we delineate the ascent and decline of this paradigm to dispel the conceptual confusion that lumped non-profit platforms with venture capital-backed startups under the same umbrella. Subsequently, we delineate the conditions under which sharing practices can foster the sustainable satisfaction of social needs, aligning with the principles of degrowth—a paradigm advocating for reducing economic activity to address the climate crisis. Drawing on prior research and employing a case study methodology from an institutional perspective, we scrutinize the transformative potential of select initiatives considered part of the collaborative paradigm, with particular emphasis on their enabling conditions and transformative capacity.
    Keywords:
  • Sharing resources
  • Environmental crisis
  • Social economy
  • Not-for-profit
  • Digital platforms

1 Introducción

Más de 15 años después de su nacimiento, el hype de la economía colaborativa parece agua pasada. La actividad de plataformas como Aibrnb, Blablacar o Uber se ha normalizado y las promesas del “movimiento colaborativo” han dejado de ser necesarias como reclamo promocional. Las ilusiones que despertó el fenómeno sharing se disiparon, quedando patente que el auge de estas plataformas formaba parte de transformaciones de mayor alcance, en línea con la desregulación económica (Murillo et al., 2017) y la normalización de nuevas formas de trabajo informal (Weller, 2021). Este modelo, posteriormente descrito como gig economy (Schor, 2020), concentra el beneficio empresarial a costa de externalizar riesgos y costes en los trabajadores, con el consecuente retroceso en derechos laborales (Alonso et al., 2020; Gordo y De Rivera, 2021). Recordemos, sin ir más lejos, que en sus inicios Uber pretendía movilizar flotas de taxis irregulares, con conductores no profesionales sin seguro de transporte de pasajeros/as, y que su actividad solo se regularizó gracias a la presión ejercida por el colectivo del taxi (Parra, 2020). Otras actividades recibieron menor resistencia, como Airbnb, que logró imponer con éxito su sistema de alquiler vacacional en un contexto de baja regulación, a pesar de los graves impactos de gentrificación y turistificación que causa en las grandes ciudades (Gil, 2018; Gil y Sequera, 2018).

En su origen, los discursos de la economía colaborativa se gestaron en torno a la demanda de cambio social que surgió como consecuencia de la crisis de 2008, ante la que las nuevas plataformas se presentaron como herramientas de empoderamiento económico de consumidores y ciudadanos (Schor, 2020). Prometían soluciones transformadoras en lo social y lo ambiental, sin comprometer “nuestro estilo de vida” (Ouishare TV, 2014), esto es, sin trastocar las lógicas de consumo propias de la economía de mercado. Sin embargo, todo este paradigma se construyó sobre la confusión conceptual básica entre “compartir” y “comerciar” (vender o alquilar), de manera que actividades tan comerciales como alquilar viviendas vacacionales o transportar pasajeros pudieran ser descritas como “colaboraciones” entre usuarios, y así quedar libres de la regulación impuesta a estas actividades en los mercados tradicionales (Yglesias, 2013; Schröder et al., 2019). Esta confusión intencional fue también la que permitió equiparar la actividad de las grandes empresas del sector con diversas asociaciones sin ánimo de lucro, atribuyendo a todas ellas las mismas características positivas, en términos de solidaridad y sostenibilidad ambiental.

En nuestros primeros análisis del fenómeno ya identificamos estas inconsistencias discursivas, para terminar concluyendo que el paradigma colaborativo se había gestado como a una compleja operación de relaciones públicas para favorecer la aceptación social y política de nuevas iniciativas empresariales (De Rivera y Gordo, 2020). Sin embargo, al desacreditar en bloque la economía colaborativa, perdemos también la posibilidad de valorar el potencial transformador de plataformas que fueron englobadas en ella y que realmente proponen sistemas basados en compartir y colaborar. De hecho, la estrategia de promoción del paradigma colaborativo requería asociar las plataformas comerciales de nuevo cuño con otras de carácter no-comercial, menos conocidas (Botsman y Rogers, 2010). Contra este afán “paradigmático”, con sus abstracciones capaces de neutralizar las diferencias, y los informes sectoriales que impulsaron el hype colaborativo, a lo largo de los últimos años hemos intentado aportar un análisis independiente, evaluaciones del impacto de estos modelos y tipologías alternativas del conglomerado difuso de plataformas que fueron agrupadas bajo el concepto paraguas de economía colaborativa (Gordo et al., 2016; Gordo et al., 2020; OCU, 2016; De Rivera, 2021).

Ahora, en este artículo, concentramos nuestra atención en el potencial transformador de las plataformas de carácter no comercial y su vínculo con la economía social y el decrecimiento (D’Alisa et al., 2015; Kallis, 2018), aunque fueran parcialmente asimiladas dentro del hype colaborativo (también identificado en su momento de mayor apogeo como la cuarta revolución industrial, Walsh, 2011). Al estudiarlas, descubrimos que algunas de estas prácticas responden a dinámicas colaborativas o comunitarias muy anteriores. Destacan algunas con una larga tradición, como los “bancos de tiempo” ideados en el siglo XIX (Warren, 1852), reinventados a mediados los 90 como Sistemas de Intercambio Local (LETS, por sus siglas en inglés) (Linton, 1994), y trasladados a plataformas digitales activas en varios países europeos (Cirosel, s/f). Otro ejemplo son los sistemas de intercambio de casas, como HomeLink, plataforma gestionada por una asociación sin ánimo de lucro que comenzó esta práctica en 1959 (HomeLink, s.f.. También encontramos redes de hospitalidad que ofrecen alojamiento gratuito a viajeros, una actividad que se remonta a la fundación de SERVAS Internacional en 1949, con el objetivo de promover los valores de la paz y el internacionalismo (SERVAS, s/f). Los sistemas de carpooling (compartir transporte privado) también son prácticas con bastante antigüedad, como descubrimos al estudiar la asociación belga M-Pact (antes TaxiStop) que organiza y promueve esta práctica desde 1975, y hoy en día gestiona varios servicios colaborativos (no comerciales) ligados a la movilidad (MPact, s/f). Pensamos que estos modelos de colaboración social, y su posible evolución a través de las tecnologías digitales, cobran un renovado interés en el contexto actual de máxima urgencia social y medioambiental.

2 El impacto ambiental de la economía colaborativa

En el concepto de “compartir recursos” está implícita a la capacidad de aprovechar más estos recursos para la satisfacción de necesidades sociales. En The Sharing Solution, Janet Orsi y Emile Doskow (2009) proponen numerosos mecanismos para compartir recursos cotidianos —como la casa, el coche, la bici o la conexión a internet— con vecinos/as, compañeros/as de trabajo o con toda una comunidad. Incluyen la experiencia de iniciativas como el free bike program, promovida por el International Bike Fund (ibike.org), que consiste en recoger bicicletas estropeadas, arreglarlas, pintarlas de un color distintivo y repartirlas por la ciudad, junto con unas instrucciones de uso colectivo para que las use gratuitamente cualquiera que las necesite. Esta lógica es diametralmente opuesta a los sistemas de alquiler in situ de bicis, patinetes y otros vehículos —generalmente eléctricos— que invaden las aceras de las grandes ciudades, y que se presentan como soluciones sostenibles basadas en compartir. Estos sistemas están lejos de mejorar la sostenibilidad del transporte, ya sea porque son recargados y repartidos por furgonetas que incrementan el gasto energético general (Álvarez, 2018); o porque tienden a ser usadas en sustitución de medios de locomoción más sostenibles como andar o el transporte público (Laa y Leth, 2020).

Así, aunque en principio todo “uso compartido” incrementa la capacidad de aprovechamiento, cuando se articula de acuerdo con una lógica comercial tiende a crear efectos contrarios. El más conocido es el “efecto rebote” (Cohen, 2016; Demailly y Novel, 2014) —también descrito como la paradoja de Jevons (Alcott, 2005)— por el que las mejoras en eficiencia revierten en un incremento del consumo, pues al resultar más cómodo y barato se consumen (y producen) más unidades, con el consecuente aumento del impacto ambiental. Este efecto ha sido observado incluso en sistemas de alquiler de bicicletas, que cuando son parte de estrategias comerciales agresivas pueden provocar situaciones de sobreproducción (Taylor, 2018). Otro posible inconveniente es el “efecto onda”, por el que una práctica sustituye a otra que a la larga es más sostenible, como puede suceder si las soluciones colaborativas en materia de movilidad reducen el uso del transporte público o colectivo (Schor, 2014). En el caso de los patinetes eléctricos, este efecto está especialmente asociado a los servicios de alquiler in situ, que favorecen la comodidad y estimulan el consumo, mientras que quienes tienen un patinete propio lo usan con más frecuencia en sustitución del coche privado (Laa y Leth, 2020).

En cualquier caso, hay pocas evidencias empíricas de que la economía colaborativa comercial, antesala del capitalismo de plataforma, mejore la sostenibilidad del consumo (Frenken y Schor, 2017; Verboven y Vanherck, 2016). Por el contrario, existen suficientes indicios para considerar que su impacto ambiental está directamente relacionado con su orientación comercial o no comercial. En el ámbito de la literatura postcrecimiento, el ánimo de lucro ha sido identificado como el incentivo clave que estimula el incremento del consumo por encima de lo necesario (Hinton, 2020; 2021), ya sea promoviendo hábitos consumistas a través de la publicidad (Jackson, 2017), a través de mecanismos más complejos como la obsolescencia programada (Guiltinan 2009) o por su capacidad de presionar a las instituciones políticas en su favor (Fuentes-Nieva y Galasso 2014). Es este incentivo el que provoca el efecto rebote, revirtiendo la eficiencia en un incremento de la producción y el consumo. En la economía colaborativa, además, hay análisis que describen el modo en que las plataformas enrolan a sus usuarios/as en lógicas gerenciales que les estimulan a pensar en términos de maximización del beneficio individual, tanto como proveedores como consumidores (Gil, 2019).

En contraste, los sistemas económicos “basados en compartir” —o en colaborar, que viene a ser algo así como “compartir esfuerzos”— no responden al principio de maximización del beneficio privado. La lógica operativa de estos sistemas dificulta o impide la acumulación de beneficios, de manera que la motivación se agota en la satisfacción de necesidades concretas. Tampoco estimulan el consumo más allá de lo necesario, como sí sucede cuando el comportamiento responde a la motivación sistémica de acumular un valor abstracto (de cambio). Estas consideraciones resultan absurdas, vistas desde el marco de pensamiento económico hegemónico, sin embargo, ese es precisamente el consenso que pretendemos romper al estudiar otros modelos económicos. En esta línea, coincidimos con Jennifer Hinton (2020, 2021) y su propuesta de una economía basada en empresas sin ánimo de lucro, capaces de sustituir la persecución de beneficios sin límite por la producción de un bien social, a través del que establecen un vínculo proactivo con su comunidad. Solo desde esta orientación concibe la autora —y nosotros— la posibilidad de revertir la deriva autodestructiva de un sistema económico basado en sobreexplotar los recursos más allá de todo límite razonable (Álvarez Cantalapiedra, 2020).

3 Crisis ambiental, desigualdad y decrecimiento

Desde la publicación del informe Los límites del crecimiento (Meadows et al., 1972), el impacto ambiental del desarrollo económico se ha introducido en el debate público. Este informe, basado en proyecciones de futuro a partir de una simulación informática, venía a confirmar la conclusión del físico y biólogo Nicholas Georgescu-Roegen (1971) cuando señaló que el consumo constante de recursos finitos abocaba necesariamente a su eliminación. Desde entonces, la economía ecológica estudia la relación entre los sistemas económicos y los ecosistemas naturales, dando cuenta de la insostenibilidad del modelo productivo actual (Spash, 2017, 2020). Desde esta perspectiva también son criticadas propuestas muy publicitadas como el “desarrollo sostenible” (D’Alisa et al., 2015), puesto que, a la vista del ritmo de crecimiento y la degradación ambiental actuales, acompasar la producción a un nivel sostenible requeriría, de hecho, decrecer. Los primeros teóricos del decrecimiento (Gorz, 1980; Latouche, 2008) señalan la necesidad de un cambio de paradigma económico, al tiempo que cuestionan los discursos que identifican desarrollo económico con bienestar social, especialmente en relación con un sistema internacional estructuralmente marcado por la desigualdad (Escobar, 2015).

Durante décadas, estas perspectivas han crecido en sus respectivos nichos académicos. Sin embargo, a medida que los efectos del calentamiento global son más alarmantes —junto con otros signos de degradación ambiental, como la pérdida de biodiversidad (Chuǎng, 2020) o la contaminación de la cadena trófica (ANEC, 2017)— sus perspectivas empiezan a formar parte del sentido común de nuestro tiempo. En 2014, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático reconoció de forma explícita que el crecimiento económico es la principal causa de las emisiones de CO2 (IPCC, 2014), y en 2022 anuncia que para evitar el colapso es necesario un cambio radical de modelo económico (IPCC, 2022). El paradigma del crecimiento económico, asociado históricamente a los ideales de progreso y bienestar, termina por ser identificado como el principal agente de degradación ambiental y uno de los mayores obstáculos para la supervivencia de la humanidad (Jackson, 2017; Kallis, 2018; Varey, 2010).

En contraste, frente al ideal de la “creación de riqueza”, entendida como el desarrollo ad infinitum del consumo y la producción, se propone un principio de ecoeficiencia enfocado en la obtención de “lo suficiente” para satisfacer las necesidades humanas, teniendo en cuenta los límites ecológicos del planeta (Cohen, 2016; Robra et al., 2020). Este giro apunta a reorientar la economía en torno al valor de uso, sustituyendo progresivamente la mediación de la “forma mercancía” y el principio abstracto del valor de cambio (Nelson, 2022), por sistemas de negociación social que partan del reconocimiento mutuo de necesidades complementarias. Las economías sociales (Calle y Casadevente, 2015), sobre todo las basadas en compartir recursos, aportan este tipo de soluciones limitando la competitividad del juego económico. Así, mientras las plataformas comerciales están diseñadas para producir nuevas formas de cuantificar el valor de las cosas y las relaciones (likes, followers, reputación digital, etc.), como mecanismo previo a su rentabilización económica (Arroyo et al., 2017; Martínez Polo, 2018); las plataformas comunitarias —o realmente colaborativas— ofrecen herramientas que tienen como objetivo la satisfacción de necesidades sociales. Algunos autores describen las ventajas que ofrecen estas formas de economía social como “capital no mercantil” (non-market capital), algo así como un tipo de riqueza no monetaria que se traduce en formas más económicas de acceder a los recursos materiales (Johanisova et al., 2013). Es por ello por lo que nos interesa profundizar en las posibilidades y el funcionamiento de estos modelos transformadores de la economía colaborativa (Kostakis y Bauwens, 2014; Qureshi et al., 2021).

4 Metodología de análisis

En nuestra primera aproximación a los modelos y lógicas de la economía colaborativa realizamos un análisis netnográfico de 55 plataformas colaborativas, comerciales y no comerciales, internacionales y de ámbito nacional, con actividad en España, Italia, Bélgica o Portugal. En este análisis evaluamos las características estructurales y de diseño de las plataformas para identificar los diferentes modos de socialización digital que promovían. Por ejemplo, los mercados digitales de segunda mano, como Vibbo, promueven transacciones rápidas y sencillas; mientras que el diseño de Airbnb o Blablacar busca maximizar las oportunidades y beneficios que ofrecen a sus usuarios, y, por último, plataformas de voluntariado como WWOOF o de mercados alternativos (bancos de tiempo) están orientadas a construir relaciones comunitarias (Gordo et al., 2016; De Rivera et al., 2017).

Posteriormente, utilizamos la misma muestra para realizar un análisis más profundo considerando a las plataformas como instituciones digitales que podían ser estudiadas con base en cinco dimensiones: 1) espacial, en referencia al diseño del entorno digital que acoge la interacción; 2) social, definido por el tipo de relación transaccional entre usuarios (venta/alquiler, donación, compartir gastos…); 3) económica, sobre el modelo de financiación y vías de ingreso; 4) política, formas de toma de decisiones y gobierno de la plataforma; y 5) cultural, definida por los valores predominantes. Con base en estas dimensiones, establecimos una clasificación de las plataformas, tomando como principales discriminantes la dimensión social y económica. En un polo, distinguimos las “plataformas de mercado”, gestionadas por empresas que facilitan transacciones comerciales de venta y alquiler, y en el otro, las “plataformas comunitarias/colaborativas” que exploran diferentes modelos de transacciones no comerciales (De Rivera, 2021).

En el análisis que presentamos a continuación nos centramos en estos últimos modelos para explorar su potencial transformador de la economía, con base en sus características como instituciones digitales. Partimos de la presunción de que estas iniciativas no participan del impulso propio de la economía de mercado, en tanto que responden explícitamente a motivaciones diferentes del lucro. Por ello, nos planteamos también como cuestión de fondo si estas lógicas alternativas pueden desarrollarse más allá de las pequeñas comunidades locales o nichos específicos de actividad donde normalmente las encontramos, para constituir modelos de mayor alcance. Para acercarnos a responderla, vamos a centrarnos en los casos analizados que resultaron más prometedores, prestando esta vez especial atención a dos cuestiones clave: su potencial transformador y sus condiciones de posibilidad.

5 Los modelos transformadores de economía colaborativa

5.1 Plataformas de donación

Las plataformas que contradicen de una forma más sencilla y directa los principios de la lógica mercantil son las de donación de objetos. Una de las más conocidas es Freecycle fundada en 2003 en Estados Unidos y que, según su web, cuenta con 9 millones de usuarios en todo el mundo, distribuidos en 5.000 grupos locales en los que anuncian cosas para regalar. En España, destaca Nolotiro.org, creada en 2010 y que mantiene una base activa con cerca de 1.000 anuncios mensuales de objetos para donar en las principales ciudades españolas.

En estas plataformas los donantes hacen el esfuerzo de participar en una transacción de la que aparentemente no reciben nada. En ocasiones, cuando se trata de muebles u objetos grandes, puede existir la motivación pragmática de retirarlos sin coste, pero en la mayoría de los casos se trata de objetos pequeños que podrían tirarse fácilmente, o ponerse a la venta en segunda mano con un poco más de esfuerzo. Predomina, por lo tanto, la motivación cultural o social de “decidir no tirar aquello que le puede servir a alguien”, tal como reza la página de Nolotiro (s/f). De este modo, el bien donado es tratado como portador de un valor de uso que debe ser aprovechado, sin necesidad de valorizarlo en términos económicos. Estas donaciones suponen un acto de rechazo a los principios mercantiles, que puede explicarse como expresión de un sentimiento de solidaridad abierto y difuso, que se satisface en el beneficio que podemos ocasionarle a otro ser humano; o, simplemente, porque “las cosas se usen”. En comparación con los sistemas de donación tradicionales, el hecho significativo que introducen las plataformas es que requieren la implicación directa del/a donante en la transacción, eliminando la intervención de los intermediarios que podrían trastornar el sentido altruista de la transacción.

En definitiva, el potencial transformador de estas plataformas está en el modo en que promocionan una subjetividad resistente a la lógica productiva del capitalismo, animando a las personas a participar en sistemas de intercambio altruistas. Además, bajo ciertas condiciones, estas interacciones pueden dar lugar a redes de solidaridad y apoyo mutuo, posibilidad que ya se atisba en los mensajes públicos que intercambian los/as usuarios/as informándose sobre sus necesidades, estableciendo vínculos de “amistad” virtual, o participando en nombre de asociaciones con fines sociales. Está aún por ver hasta dónde pueden explorarse estas posibilidades, pues, aunque la persistencia en el tiempo de las dos plataformas analizadas demuestra la viabilidad y valor social de estos proyectos, aún hay margen de mejora en el diseño técnico de estas aplicaciones y su capacidad para promover la colaboración.

5.2 Mercados circulares alternativos

Llamamos mercados circulares a los que usan un sistema de cambio propio, que limita el intercambio a una comunidad definida, de modo que los ingresos obtenidos tienen que volver a gastarse dentro de ella. Los más tradicionales usan el tiempo como moneda (Schröder et al., 2019). Por ejemplo, en los Sistemas de Intercambio Local (LETS por sus siglas en inglés) cada miembro empieza con un balance de 0 horas, pasando a negativo (deuda) para obtener recursos y entrando en superávit cuando aporta de más. El sistema funciona adecuadamente cuando las cuentas oscilan en un constante juego de desequilibrio y vuelta al equilibrio, con intercambios que tienden a la equidad social (Linton, 1994). En estos mercados, popularmente conocidos como “bancos de tiempo”, el valor de la “moneda” depende de la disposición de las personas integrantes a compartir su tiempo, recursos, y/o habilidades. Por ello, su actividad queda muy limitada a comunidades locales, lo que también ayuda a protegerla de la disrupción que pueden introducir los free riders, es decir, personas que abandonan el sistema dejando deudas de tiempo.

Otros mercados circulares operan emitiendo una moneda alternativa o social propia. Para ello precisan de un sistema que regule la emisión de moneda en relación con el valor estimado de la economía que se mueve en ese mercado, de modo que su valor se mantenga estable (evitando la inflación) (CoseInutili, 2015). El modelo reproduce, en un entorno reducido y controlado, las políticas monetarias de la economía general, pudiendo añadir modificaciones estratégicas en su funcionamiento. Entre estas destaca el modo en que el dinero es creado e introducido en el mercado, factor que determina la lógica distributiva de cualquier sistema monetario. De hecho, muchas críticas señalan al sistema de creación de dinero corriente, basado en la emisión de deuda (pública o privada) por parte de los bancos, como la principal fuente de injusticias estructurales del capitalismo (Free Your Mind, 2006). Frente a ello, los mercados de moneda social pueden ensayar otras formas de crear dinero (valor de cambio) con vistas a desarrollar lógicas distributivas más justas y equitativas. En este sentido, es muy común entre las plataformas analizadas distribuir una cantidad fija de moneda social solo por registrarse, o por colaborar con la plataforma, ya sea invitando a usuarios/as o de otro modo. Algunas, como la italiana Reoose, ofrecen también la posibilidad de comprar moneda social con dinero corriente, recaudando de este modo ingresos que dan viabilidad al proyecto. Esta práctica facilita mantener el equilibrio entre la emisión de moneda y el volumen de actividad económica, pero también puede ser fuente de abusos, pues la administración es depositaria de unos ingresos que corresponden al conjunto de la comunidad. Este riesgo queda minimizado cuando las gestoras son entidades sin ánimo de lucro que cuentan con mecanismos de transparencia interna y sistemas de democracia interna.

De los casos analizados, el mercado circular con moneda social más desarrollado es la plataforma CoseInutili, fundada en 2010, que hoy cuenta con más de 10.000 usuarios registrados de toda Italia, y entre 1.000 y 2.000 anuncios publicados mensualmente. El sistema está administrado por una asociación sin ánimo de lucro cuyo objetivo es crear un modelo económico más justo y social. Entramos en contacto con ellos/as con motivo de las investigaciones que realizamos en 2015 y en 2021, para conocer mejor su funcionamiento. Así, descubrimos que los mecanismos de emisión de moneda son el aspecto más sensible de los mercados circulares, del que depende su dinamismo y estabilidad. En 2015 tuvieron que hacer frente a una crisis de inflación, provocada por el registro masivo de nuevas cuentas para aprovechar y acumular los “créditos” de bienvenida. Esto sucedió a pesar de medidas de control como requerir el número de identificación fiscal para crear una cuenta, un requisito poco común en las plataformas colaborativas, pero muy útil para prevenir prácticas fraudulentas. Ante este problema dejaron de emitir los “créditos” de bienvenida, mientras exploraban otras soluciones. Rechazaron la posibilidad de vender moneda social a cambio de dinero corriente porque “ese no es el espíritu de CoseInutili” (2015), expresando así su intención de referozar la autonomía de su mercado circular.

El potencial transformador de estas plataformas está en la posibilidad de adaptar el funcionamiento de un sistema de mercado a los intereses de una comunidad. La entidad administradora opera como la autoridad política que representa esos intereses comunitarios, de ahí la necesidad de transparencia y control democrático. Los administradores asumen una gran responsabilidad, pues de su gestión depende la estabilidad del sistema por el que los/as usuarios/as dan valor a los recursos que intercambian, así como el modo en que todo ese mercado se funciona dentro del sistema económico general.

5.3 5.3. Sistemas basados en bienes comunes

El concepto tradicional de bienes comunes hace referencia a los recursos naturales —como tierras de cultivo o pasto, caladeros de pesca o canales de regadío— a disposición de una comunidad que organiza su aprovechamiento con base en acuerdos colectivos (Ostrom, 1999). Aunque en el entorno rural sobreviven muchas formas de bienes comunes tradicionales (Fernández Gestido e Iglesias, 2021; García Quiroga, 2013), recuperar todo su potencial requiere de nuevos enfoques (Estalella et al., 2013). Históricamente, el modelo respondía tanto a la dificultad técnica de parcelar y dividir esos recursos, como a la falta de derechos de propiedad sobre ellos. En el contexto actual, en el que partimos de una división exhaustiva de todos los recursos en diferentes regímenes de propiedad, los sistemas colaborativos basados en bienes comunes suelen partir de recursos privados que son puestos en común, a disposición de una comunidad. Por ello, quizás deberíamos hablar más de bienes colectivos que comunes, en tanto que frecuentemente su propiedad está formalmente adscrita a una asociación legal.

Un ejemplo clásico de bienes comunes/colectivos modernos son los bancos de herramientas, una práctica que se remonta a la fundación del Gross Pointe Rotary Club en Michigan en 1943, con el objetivo de facilitar el acceso a herramientas de trabajo en un contexto de escasez marcado por la II Guerra Mundial (Gross Pointe Public Library, s/f). Con frecuencia, estos sistemas cuentan con donaciones filantrópicas o subvenciones públicas, tanto para adquirir los bienes colectivos como para organizar su gestión. No obstante, algunos de ellos dependen casi exclusivamente de las cuotas de sus socios/as, como Instrumentheek (s/f), una asociación belga que gestiona colaborativamente un banco de herramientas con ayuda de una aplicación digital. Otro sistema interesante de recursos colectivos es OpWielekes (s/f), una asociación de Bruselas que gestiona un conjunto de 50 bicicletas a disposición de los/as socios/as. La iniciativa está orientada a resolver las necesidades de familias con hijos/as que tienen que cambiar de bicicleta según crecen. Las cuotas de socio/a proveen los ingresos necesarios para costear el local y el sueldo de la persona que mantiene las bicicletas y gestiona el servicio, si bien, también reciben subvenciones públicas de forma ocasional. El modelo cuenta con un plan de expansión para implantarse en otras ciudades belgas.

El potencial transformador de los sistemas de bienes comunes/colectivos está en el modo en que sustituyen la lógica individual del cálculo de coste-beneficio, por una lógica colectiva orientada a una satisfacción más eficiente de necesidades comunes. Así, aunque estos sistemas están limitados a entornos locales, como un barrio o una ciudad pequeña, una vez institucionalizados pueden replicarse con cierta facilidad, conformando “estructuras anidadas” (Ostrom, 1999), esto es, vínculos entre proyectos similares que se apoyan unos a otros. Por otro lado, los casos analizados colectivizan recursos muy específicos y con un coste relativamente bajo. Un desarrollo maduro de estos sistemas requeriría un incremento significativo de su complejidad institucional y mayor experimentación para garantizar su viabilidad y estabilidad. A este respecto, creemos que el potencial de las tecnologías digitales para la mejora de estos sistemas aún no ha sido suficientemente explorado. Podríamos imaginar, por ejemplo, una plataforma que facilitara el uso común de objetos cotidianos entre vecinos, sin necesidad de depositarlos en un espacio específico, reduciendo los costes asociados a compartir; o bien, sistemas digitales que facilitaran el uso colectivo de recursos más costosos, como vehículos o viviendas, de forma transparente y equitativa entre los miembros de una comunidad.

5.4 Condiciones de posibilidad

Todos los sistemas analizados tienen una característica importante en común: su bajo coste económico. No necesitan una gran inversión y esto facilita su desarrollo como iniciativas sin ánimo de lucro. La mayoría obtienen los escasos fondos que necesitan a través de pequeñas donaciones, ingresos por publicidad o cuotas de socio/a. Esta última opción es la más estable y coherente, en tanto que representan un modelo de financiación colectiva. No obstante, el aspecto clave es que las fuentes de ingreso no comprometan la orientación de sus proyectos.

Por otro lado, aunque el coste económico no sea muy elevado, el desarrollo de estas plataformas requiere del trabajo de personas con un elevado conocimiento técnico y organizativo, así como capaces de establecer una red suficiente de contactos para difundir y promocionar los proyectos. En este sentido, las iniciativas para construir plataformas digitales comunitarias frecuentemente nacen en espacios de relativo privilegio social y económico, que dan acceso a excedentes materiales que son orientados hacia proyectos con finalidad social. En el contexto digital, es significativa la disponibilidad de conocimientos técnicos para el diseño y producción de las plataformas. Como ejemplo, podemos tomar el caso de la plataforma Nolotiro.org, desarrollada por la asociación de profesionales informáticos Alabs. Según Daniel Vazquez, uno de sus fundadores, desarrollaron el servicio como una iniciativa social para ayudar a la gente, y aunque es deficitario en términos económicos, lo mantienen porque cumple una “función pública”. La plataforma obtiene ingresos por publicidad, con lo que cubren los costes del servidor, pero no el trabajo de mantenimiento realizado de forma voluntaria por los informáticos de la asociación; quienes, por otro lado, suelen contar con trabajos relativamente bien remunerados. En cualquier caso, llama la atención que la motivación de los/as creadores/as de la plataforma coincida con las lógicas y valores que promueve, en el sentido de donar parte de nuestros excedentes para beneficiar a perfectos desconocidos. La plataforma CoseInuli sigue un esquema parecido, sosteniendo la actividad de la plataforma sobre el trabajo voluntario de las personas cualificadas que forman parte de la asociación. Sus administradores/as llevan años barajando posibilidades para hacer económicamente sostenible el proyecto, como ofrecer servicios especiales de pago, pero por el momento lo mantienen a partir de los fondos propios, cuya procedencia no especifican. Por último, los Sistemas de Intercambio Local y los modelos basados en bienes comunes se sostienen económicamente de forma más consistente por medio de cuotas de socios/as, aunque también obtengan con frecuencia donaciones de otras fuentes.

6 Conclusiones

Afrontar la inminente crisis ambiental con éxito requeriría de una acción política decidida y coordinada a escala planetaria. Sin embargo, a la vista de la deriva económica global y de una política internacional atravesada por cruentos enfrentamientos geopolíticos, esta posibilidad no parece factible. Ante este panorama, el colapso de la sociedad tal como la conocemos representa un futuro probable. Frente a ello, lejos de caer en el nihilismo autodestructivo o en un “sálvese quien pueda”, que pierde sentido en un mundo en descomposición, lo razonable es invertir nuestro esfuerzo en pensar nuevas formas institucionales que, construidas desde abajo, puedan ofrecer asideros de seguridad basados en la colaboración y el apoyo mutuo. En este contexto hemos ofrecido una revisión, a la vez crítica y propositiva, de la economía colaborativa. Más allá de la enésima crítica a la manipulación conceptual (interesada) que dio lugar a este paradigma, hemos ahondado en sus expresiones transformadoras, con la esperanza de encontrar claves para el diseño de alternativas económicas más sostenibles y resilientes.

Una de estas claves está en la relevancia de las motivaciones de orden político, social y cultural, por encima de la lógica individualista del cálculo de coste-beneficio que está en la base de un orden económico abocado a su autodestrucción. Por modestas que sean, todas estas iniciativas manifiestan una voluntad política de poner en valor y en práctica sistemas de intercambio basados en principios culturales de colaboración y solidaridad. Además, su éxito requiere de condiciones de posibilidad culturales, como la existencia de capas de población que, además de encontrar utilidad en estos sistemas, sintonicen con los valores que representan. Por otro lado, el mayor obstáculo que encontramos para el crecimiento de este tipo de iniciativas está en la dificultad de mantener la inversión de tiempo y esfuerzo por parte de sus impulsores, para lo cual parece necesario mejorar las vías de sostenibilidad económica de los proyectos. En la medida en que se logra esta sostenibilidad, las plataformas —en tanto instituciones digitales (De Rivera, 2021)— hacen operativos los valores culturales a los que responden, resocializando a los/as usuarios/as en lógicas cooperativas y comunitarias. Recuperan así el potencial de la imaginación cultural, como recurso para la descolonización neoliberal de la subjetividad, o como antídoto contra la mercantilización de la vida, y su funesto efecto de “interrumpir los vínculos intersubjetivos que permiten ordenar el mundo en común” (Castro Picón, 2022, p. 57). A través de su estudio, pretendemos poner en valor estas iniciativas comunitarias, al tiempo que buscamos ideas-semilla para reconstruir nuevos vínculos productivos y creativos.

7 Agradecimientos

Al pueblo palestino por su ejemplo de dignidad y resiliencia frente al colonialismo

8 Referencias

Alcott, Blake (2005). Jevons’ Paradox. Ecological Economics, 54(1), 9-21. https://doi.org/10.1016/j.ecolecon.2005.03.020

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