La desaparición forzada como práctica biopolítica. Nazismo y tanatopolítica

Enforced disappearance as biopolitical practice. Nazism and tanatopolitics

  • Pilar Calveiro
En este artículo sostengo que el modelo concentracionario nazi no fue el lugar por excelencia de la biopolítica moderna, sino que expresó principalmente la cara tanatopolítica del biopoder. Para ello, retomo el análisis de Hannah Arendt, cuya densa trama articula antisemitismo e imperialismo para explicar lo concentracionario como núcleo del totalitarismo nazi. De su trabajo, así como de los escritos testimoniales de sobrevivientes —Primo Levi y otros— se desprende que el dispositivo concentracionario nazi intentó reducir la vida humana de bios a zoé, en un claro ejercicio biopolítico, pero, a su vez, por dirigirse al exterminio directo y selectivo de determinados grupos poblacionales, respondía más al “hacer morir y dejar vivir”, propios de la soberanía, que al “hacer vivir y dejar morir”, que caracteriza a la biopolítica. Tuvo, pues, una dimensión principalmente tanatopolítica. Recupero también las posibles replicaciones y mutaciones de lo total concentracionario en los peligros biopolíticos del presente.
    Palabras clave:
  • Biopolítica
  • Campo de concentración
  • Derecho a la vida
  • Desaparición forzada
  • Nazismo
In this article, I maintain that Nazi concentrationary model was not the par excellence place of modern biopolitics but rather mainly expressed the tanatopolitical face of biopower. For this purpose, I take up Hannah Arendt’s analysis, that articulate antisemitism and imperialism to explain the concentrationary phenomenon as the nucleus of Nazi totalitarianism. From her work, as well as from testimonial texts by survivors, I deduce that Nazi concentrationary mechanism attempted to reduce human life from bios to zoé, in a clear biopolitical exercise although, at the same time, by heading towards the direct and selective extermination of certain population groups, responded more to “making die and letting live”, typical of sovereignty power, rather than to “making live and letting die”, which characterizes biopolitics. Therefore, it had a primarily tanatopolitical dimension. Finally, I recover the possible replications and mutations of the total concentrationary phenomenon, in the presence of current biopolitical dangers.
    Keywords:
  • Biopolitics
  • Concentration Camp
  • Enforced Disappearance
  • Nazism
  • Right to Life

1 Introducción

A lo largo del corto siglo XX, entre 1914 y 1991, se libró una auténtica batalla por el control del mundo, de manera abierta durante la I y II Guerra Mundial y, en forma más sorda, a partir de la llamada Guerra Fría. Los genocidios que han tachonado la Modernidad adoptaron entonces una forma particular: la instalación de campos de concentración1 y exterminio, hoyos negros en los que desaparecieron millones de personas en distintos lugares del mundo. Sobresalen los casos de los creados por los turcos para el exterminio de los armenios, en la I Guerra, y por los alemanes, para la eliminación de los judíos, gitanos, homosexuales y disidentes, durante la Segunda. En cuanto instituciones gestionadas por el Estado cuyas políticas poblacionales comprendían la eliminación de grupos completos de la sociedad, considerados prescindibles o peligrosos, fueron formas específicas de prácticas bipolíticas o, más específicamente, tanatopolíticas.

Una vez que atravesaban los muros de las instituciones concentracionarias, las personas quedaban atrapadas en ellos y “desaparecían” literalmente del mundo de los vivos y del de los muertos, ya que incluso sus restos fueron objeto de desintegración y ocultamiento. Las instituciones concentracionarias constituyeron así el primer dispositivo destinado a la desaparición sistemática de personas.

De estas experiencias, ocurridas en distintos países y regímenes políticos, me voy a detener en las prácticas utilizadas en el universo concentracionario nazi, por ser probablemente el más extenso y letal. Lo haré a partir de los trabajos de Hannah Arendt (1951/1987, 1973/2020) en torno al totalitarismo y los de algunos sobrevivientes de los campos de exterminio nazis, como Primo Levi (1989/2000), Bruno Bettelheim (1952/1981, 1960/1973) o Robert Antelme (1957/2001), quienes describieron las condiciones de internamiento y exterminio de las personas allí encerradas.

El objeto de esta revisión es abordar las características de ese universo concentracionario y desaparecedor a la luz de sus prácticas tanatopolíticas (políticas de administración de la muerte), que bien se pueden considerar “anunciadoras” de las formas posteriores y actuales de la biopolítica (políticas de administración y selección de la vida), como mutación, pero también como continuación de las mismas.

2 La trama

El análisis de Hannah Arendt (1951/1987, 1973/2020) resulta particularmente interesante para comprender lo concentracionario, ya que lo inscribe como parte de un fenómeno más amplio, el “totalitarismo”, al que articula a su vez con el desarrollo del imperialismo y el antisemitismo en los países europeos. Así, construye una trama densa que enlaza aspectos económicos, políticos, sociales, ideológicos.

2.1 Antisemitismo/Racismo

Arendt inicia su análisis con el antisemitismo, que distingue de la antigua persecución religiosa contra los judíos. El antisemitismo sería, en cambio, una forma de racismo, que no parte de la distinción de credos o formas de vida, sino de una supuesta constitución natural que diferenciaría a los judíos de los no judíos, como si se tratara de una “especie” diferente (Antelme, 1957/2001, p. 225). Esta mirada, de tipo racial, se incorporó a partir del s. XVII, incluso entre ciertos grupos judíos, para hacerse frecuente después de la Ilustración y configurarse como ideología apenas en el s. XIX (Arendt, 1973/2020, pp. 30 y ss.).

A partir de una revisión histórica que distingue distintas etapas, Arendt va mostrando el ascenso y descenso de incidencia de los judíos europeos en el continente, hasta llegar al s. XIX cuando, gracias a los vínculos interestatales con que contaban, fueron decisivos en el financiamiento de los Estados modernos. De manera que “la activa entrada de los judíos en la historia europea quedó determinada precisamente por ser ellos un elemento intereuropeo, no nacional, en un mundo de naciones que surgían o ya existían” (Arendt, 1973/2020, p. 88). Se podría decir entonces que su relevancia estuvo íntimamente relacionada con la utilidad que prestaron para los Estados Nación, por el hecho de acceder a recursos que sobrepasaban lo nacional y por guardar, en consecuencia, cierta autonomía de la política interna como tal.

Sin embargo, a fines del s. XIX, con el proceso de expansión imperialista, se requirió de una enorme inversión monetaria, superior a las posibilidades de los banqueros judíos, que fueron sustituidos por las burguesías nacionales, hasta entonces reacias al financiamiento de los emprendimientos estatales, pero alentadas ahora por las extraordinarias ganancias de una expansión semejante. En consecuencia, el grupo judío perdió la exclusividad en el financiamiento público y algunos de sus miembros, que, aun así, mantuvieron una influencia considerable, lo hicieron de manera individual y aislada. En virtud de este proceso, los judíos de elevada posición volvieron a constituir una excepción, como en los s. XVII y XVIII, en los que tendieron a desvincularse de sus colectividades y dejaron de ser representativos del mundo judío del que provenían.

Después de la I Guerra, cuando la riqueza judía ya se había vuelto insignificante en relación con los grandes volúmenes de capital circulantes, “el elemento judío anacional e intereuropeo” (antes decisivo en su posicionamiento) se convirtió en objeto de odio generalizado, en el contexto de un mundo de naciones en guerra. Arendt resalta el hecho de que el odio no se desató en el momento de mayor influencia del grupo, sino justo cuando su riqueza resultaba inútil o superflua (para el modelo imperialista) y experimentaba una pérdida de poder (Arendt, 1973/2020, p. 80).

Es decir, que la persecución contra los judíos a la llegada del nazismo no se habría desatado a causa de su poder político o económico —o de posibles abusos derivados del mismo— sino, por el contrario, a raíz de su pérdida de incidencia. El resentimiento de la nobleza, del clero y de cierta burguesía contra este grupo, antes poderoso, se racializó. A su vez, ese racismo se utilizó por parte del Estado como catalizador político de diferentes descontentos para sustentar el exterminio de judíos, gitanos —y otros grupos—, es decir, una tanatopolítica de aniquilación. Como se puede ver, esta caracterización del proceso anuda el antisemitismo, es decir, el racismo, al proceso imperialista, que provocó a un mismo tiempo la decadencia de los judíos europeos y del Estado-Nación —por su subordinación creciente a los intereses de expansión económica—.

Ambos elevaron su mira hacia lo supranacional (Arendt, 1973/2020, p. 109). La doble articulación que propone Arendt del antisemitismo con el debilitamiento del Estado y una alternativa supranacional advierten sobre los posibles usos del racismo, en general, con los procesos de expansión y mundialización actualmente vigentes.

2.2 Imperialismo

Arendt caracteriza al imperialismo como un proceso surgido del colonialismo (Arendt, 1973/2020, p. 36), cuyo principio motor sería la búsqueda de una expansión económica incesante e ilimitada que, para realizarse, necesita sobrepasar las fronteras nacionales. Hoy podríamos decir que este proceso alcanza su máxima expresión en la globalización neoliberal.

Según Arendt, en un primer momento las potencias imperialistas trataron de salvaguardar sus instituciones, pero la subordinación creciente a los intereses y grupos económicos terminó por debilitar el cuerpo político nacional y erosionar a sus respectivos Estados. En efecto, la búsqueda de un crecimiento económico ilimitado se acompañó de la intención de un control igualmente ilimitado de la política por parte de los factores económicos, propiciando la usurpación de la política por lo económico y el debilitamiento del Estado.

Arendt enfatiza el hecho de que esta ampliación del crecimiento económico fue posible por la producción de bienes superfluos y de una riqueza igualmente superflua que, con una lógica resonante, habría dado lugar a considerar a una parte de la humanidad también como superflua y, en consecuencia, prescindible. Nada fue más fácil que identificar y seleccionar a los “prescindibles” a través de una supuesta “naturaleza”, construida y artificial, pero presuntamente visible e inmodificable: la raza.

También las masas de desplazados y los criterios de ordenamiento poblacional, creados después de la I Guerra para contener las migraciones, dieron lugar a nuevas categorías de población “excedente”. Grandes grupos de personas quedaron excluidos de toda ciudadanía y al margen de prácticamente cualquier derecho, ya sea como naturalizados, apátridas o refugiados. La gestión de esta población excedente o superflua, de la que formaron parte muchos judíos, llevó a distintas medidas de exclusión y finalmente a la creación de campos de internamiento y de concentración, controlados por las policías locales. Es decir, que operó una división, selección y jerarquización poblacional, propias de la biopolítica.

El advenimiento de un “imperialismo continental” fue decisivo. Países que carecían de colonias de ultramar, como Alemania, buscaron expandirse dentro del territorio europeo, justificando su expansión con presupuestos de superioridad racial. Surgieron así los movimientos pangermanista y paneslavista, de gran influencia en las prácticas racistas posteriores.

A partir de ellos se formaron movimientos que ahondaron en el descrédito y desprecio del conjunto de las instituciones, especialmente las políticas. “La decadencia del sistema continental de partidos” se correspondió con el declive del prestigio del Estado Nación (Arendt, 1973/2020, p. 378) y el ascenso del racismo. Todo ello abrió el camino para la dominación totalitaria del nazismo. Esta articulación entre crisis de las instituciones políticas, declive de la legitimidad de los Estados y prácticas racistas para la eliminación de las poblaciones “excedentes” también enciende luces rojas y posibles resonancias con el presente.

2.3 Totalitarismo

Arendt restringe la aplicación de la categoría “totalitarismo” al nazismo y al estalinismo, en tanto “una forma enteramente nueva de gobierno” (Arendt, 1951/1987, p. 706), distinta de la dominación dictatorial o tiránica. De esta forma de gubernamentalidad resalta, entre otras, las siguientes características: 1) “doble reivindicación del dominio total y de la hegemonía global” (Arendt, 1951/1987, pp. 590, 592, 593), con la clara pretensión de constituir un sistema de alcance mundial; 2) dominación guerrera, de expansión agresiva, que genera una condición de inestabilidad constante en el mundo (Arendt, 1951/1987, p. 592); 3) “estado de permanente ilegalidad” (Arendt, 1951/1987, p. 596); 3) desplazamiento del poder del ejército a la policía, formando un Estado policiaco (Arendt, 1951/1987, p. 682), que sueña con un control total de la sociedad, de los individuos e incluso del pensamiento; 4) uso del terror como mecanismo de control (Arendt, 1951/1987, p. 688); 5) aislamiento social y político “de individuos atomizados” (Arendt, 1951/1987, p. 612) y masificados; 6) uso de la propaganda como instrumento central y como contraparte del terror (Arendt, 1951/1987, pp. 527, 529); y 7) creación de campos de concentración, “lugar sin límites”, e “institución central” de esta forma de ejercicio del poder (Arendt, 1951/1987, p. 653).

La articulación de factores económicos, políticos, de construcción de ideologías, prejuicios y subjetividades que Arendt va desarrollando, nos permite pensar el nazismo como una gubernamentalidad específica, caracterizada por ella como totalitarismo. A su vez, la ennumeración de sus rasgos pone en evidencia la sorprendente y estrecha vinculación entre el fenómeno totalitario, tal como fue conceptualizado, y algunas de las características más notorias de la actual globalización neoliberal. No se trata de identificar ambos procesos como un mismo fenómeno, pero parece relevante, al menos por ahora, identificar parentescos, ramificaciones y reverberaciones del análisis de Arendt en el mundo actual.

2.4 Lo concentracionario como dispositivo desaparecedor

El dispositivo desaparecedor nazi se compuso de decenas de campos de trabajos forzados, de concentración y de exterminio —estos últimos a partir de 1941—. La red se fue construyendo de manera gradual y se ubicó en diferentes países de Europa. “Hasta 1938, la mayoría de los prisioneros de los campos de concentración la constituían oponentes políticos de los nazis” (Bettelheim, 1952/1981, p. 659), a los que se sumaron personas acusadas de holgazanería, objetores de conciencia, “contaminadores de la raza”2 —entre los que ya había una cantidad considerable de judíos— y algunos delincuentes. A partir de 1939 aumentó el número de prisioneros en general y de judíos en particular, y ya para septiembre de ese año se desató la política de exterminio abierto contra los judíos.

En los campos de concentración se moría por las simples condiciones de vida —hambre, frío, trabajo forzado, enfermedades y maltrato—; el asesinato, aunque frecuente era, en parte, selectivo y poco sistemático, incluso en los primeros años de la guerra. Por su parte, los campos de exterminio, destinados a la eliminación lisa y llana de los prisioneros, que iniciaron en 1941, “se hallaban en plena marcha en julio de 1942” y se mantuvieron hasta el fin de la guerra (Bettelheim, 1952/1981, p. 66).

Aunque unos campos y otros tuvieron características diferentes, que se modificaron según las etapas del nazismo, todo el aparato concentracionario fue un espacio de muerte, destrucción y desaparición. Las personas allí internadas quedaron al margen de los sistemas jurídicos y penales, es decir, por fuera de toda protección del derecho.

Me centraré en los campos de exterminio, como la expresión más acabada de lo concentracionario. Caracterizados por Arendt como institución central del totalitarismo (Arendt, 1951/1987, p. 653), se utilizaron para el encierro, el asesinato y la desaparición de todo rastro de millones de personas.

2.5 Excepción, selección y aislamiento

A través de la vigilancia policial de la sociedad, el nazismo identificó y seleccionó qué personas debían ser borradas de la sociedad en “defensa” de lo que consideraban la “salud” de la nación. Así, bajo criterios eugenésicos y eutanásicos de control y selección de la vida se eliminó primero a todas las personas con alguna discapacidad física o mental, se encerró y exterminó a los grupos considerados racialmente inferiores —en especial judíos y gitanos—, así como a los disidentes políticos, responsables de otro tipo de “enfermedad” social.

Los campos de concentración-exterminio fueron el dispositivo para hacerlo. La eliminación de las personas allí internadas —ya sea por agotamiento o por asesinato directo, y la cuidadosa destrucción de sus restos por el fuego, e incluso el ocultamiento de las cenizas de los crematorios— buscaba la completa desaparición de las víctimas, de sus cuerpos y de todo rastro de ellos. “La muerte existía aquí codo con codo con la vida, pero a cada segundo. La chimenea del crematorio humeaba al lado de la de la cocina” (Antelme, 1957/2001, p. 20).

Verdaderos “pozos del olvido”, los campos de concentración intentaron borrar esas existencias, como si nunca hubieran pertenecido al mundo de los vivos e impidiendo, a la vez, su recuerdo en el mundo de los muertos, de manera que “en un cierto sentido, arrebataron al individuo su propia muerte” (Arendt, 1951/1987, p. 671). Intentaban controlar la vida y la muerte de determinados grupos de la población.

Por otra parte, estas prácticas, como señala Primo Levi, sirvieron para el ocultamiento y la sustracción de pruebas de lo actuado. “Todos los archivos de los Lager fueron quemados durante los últimos días de la guerra” (Levi, 1989/2000, p. 12), como signo de una burocracia cuidadosa, que había registrado minuciosamente sus atrocidades, confiada en la impunidad de la que gozaba y en la soberbia de quienes se consideran por fuera de toda rendición de cuentas, pero finalmente consciente de sus crímenes.

Sin embargo, la vida siempre es más fuerte; en toda masacre, en todo genocidio, hay sobrevivientes, que callan y que hablan, de manera alternativa, por tiempos, siempre selectivamente, según lo que se quiere y lo que socialmente se puede decir y escuchar. Y fueron ellos quienes permitieron reconstruir algunas de las condiciones de vida y muerte dentro de ese universo del más crudo biopoder.

Aunque con mucha cautela y con la conciencia de una memoria siempre limitada, testigos como Primo Levi, Bruno Bettelheim, Robert Antelme y otros, intentaron comprender y hacer comprender lo ocurrido eludiendo las simplificaciones. Fueron personas con formaciones previas muy distintas, con experiencias diversas dentro del universo concentracionario, y que las registraron de manera también diferente. Aunque sobrevivieron por circunstancias fortuitas, que no estaban en su mano, se propusieron narrar lo vivido para transmitir de alguna manera sus posibles sentidos, para tratar de explicar y explicarse. Sus relatos suelen eludir las visiones más esquemáticas, los análisis más cómodos; se preguntan por lo actuado, por las responsabilidades y, en ese sentido incluso pueden llegar a ser “un estorbo” (Wiesel, en Bettelheim, 1952/1981. p. 126) para los demás. Si, como dice Bettelheim: “desde el principio de los tiempos han sido un estorbo los que dan testimonio” (Bettelheim, 1952/1981, p. 253), ¿qué estorban? Es difícil precisarlo, pero tal vez tienden a contradecir las explicaciones más fáciles o las que las sociedades construyen como “hegemónicas”, ya sea desde lo institucional o desde las disidencias. En efecto, también se pueden construir discursos relativamente hegemónicos desde las disidencias, que en ocasiones simplifican e incluso distorsionan procesos de extraordinaria complejidad, como la experiencia concentracionaria.

Una de las preguntas incómodas, tanto de Bettelheim como de Hannah Arendt —sobreviviente en un sentido más laxo—, es la que se interroga acerca de la responsabilidad de las propias víctimas: qué han hecho o dejado de hacer, en términos personales y grupales, para llegar a serlo, así como para enfrentar las circunstancias e impedir o responder de manera más eficaz al peligro. “El examen de si no habría sido posible responder más eficazmente, protegerse mejor del peligro de ser destruido sería hacer algo con y acerca de los acontecimientos”, adquirir conciencia de aquello que “ha cooperado en cierta medida con el destructor… es una forma de impedir que vuelva a ocurrir. Así pues, forma parte de hacer algo con la experiencia” (Bettelheim, 1952/1981, p. 168). Tanto Arendt como Bettelheim hacen esta revisión y reclaman la responsabilidad de la jerarquía judía (Bettelheim, 1952/1981, pp. 197-200). Salen, pues, del análisis simplificado de la víctima para entrar a una discusión analítica y crítica que presenta numerosas y difíciles aristas.

Siguiendo esa misma línea de lo colectivo, también insisten en que nadie sobrevivió solo. Las resistencias y la sobrevivencia fueron posibles gracias a la ayuda de otros, a algún tipo de solidaridad que se rebelaba a las reglas del campo y que permitía sostener la mirada más allá de ese universo cerrado, de sus normas, y aferrarse a lo humano que el campo intenta cercenar, sin lograrlo necesariamente.

Para sobrevivir, los prisioneros tenían que ayudarse mutuamente […] compartiendo los alimentos, haciendo algún trabajo extra que los demás no podían hacer, arriesgando la propia vida para proteger a los demás. (Bettelheim, 1952/1981, p. 220)

Una idea que sustentaba a muchos, incluso en los peores momentos, era la de dar testimonio […] Algunos seguían vivos por amor a sus seres queridos […] Solamente el pensamiento activo podía impedir que el preso se convirtiera en uno de los muertos vivientes. (Bettelheim, 1952/1981, p. 228)

En otras palabras, romper el aislamiento que impone lo concentracionario fue uno de los núcleos de las resistencias casi invisibles pero actuantes y decisivas para vivir, comprender, y luego testimoniar y buscar justicia.

Dentro de una sociedad que, siendo de masas, produce el aislamiento individual de sus miembros, el campo de concentración se construye como una realidad aislada del “mundo de los vivos” (Arendt, 1951/1987, pp. 652-654) en todas sus dimensiones —familiar, laboral, creativa, institucional—. Este aislamiento físico, legal, social, simbólico produce un espacio de excepción que facilita la dominación total sobre sus víctimas y dificulta o impide cualquier posibilidad de escape o apoyo desde el exterior. A su vez, produce una cadena de aislamientos: del campo con respecto a la sociedad que lo engendra y alimenta; del mundo de los verdugos frente al de los internos; de los prisioneros entre sí a través de distintos mecanismos del dispositivo y del ser humano consigo mismo.

El aislamiento radical del dispositivo, orientado a la eliminación de todo Otro —sexual, “racial”, político— construido como una vida que amenaza la propia subsistencia o su “pureza”, es decir, el Otro como figura de peligro o degradación revela la existencia de mecanismos claramente inmunitarios. A su vez, el dispositivo biológico de selección racial se replica en lo jurídico y en lo social, para “desactivar” al otro “peligroso”, mediante su eliminación en todos los órdenes: biológico, humano, cultural.

2.6 Hacer del ser humano un espécimen del animal humano

Una vez que las personas ingresaban, el dispositivo penalizaba toda asociación o acuerdo entre los prisioneros, haciendo desaparecer el nosotros que constituye toda sociabilidad humana. En el Lager “el enemigo estaba alrededor, pero adentro también, el ‘nosotros’ perdía sus límites… no se distinguía una frontera, sino muchas y confusas… una entre cada uno y el otro” (Levi, 1989/2000, p. 33).

La prohibición de hablar durante el trabajo y en general, salvo en contados momentos, (Bettelheim, 1952/1981, p. 75) así como las dificultades para entender el lenguaje de los guardianes e incluso de los prisioneros entre sí, por provenir de países con lenguas diferentes, fue un elemento fundamental para bloquear la comunicación e incluso la comprensión de lo que estaba ocurriendo. “Quien no entendía ni hablaba alemán era, por definición, un bárbaro (para los SS)… había que hacerle callar a patadas y ponerlo en su sitio, a tirar algo, llevar algo o empujar algo” (Levi, 1989/2000, p. 80), como una bestia. En este sentido, la pérdida de la palabra representó, de alguna manera, la pérdida de la humanidad: “El uso de la palabra para comunicar pensamiento, ese mecanismo necesario y suficiente para que el hombre sea hombre, había caído en desuso. Era una señal: para aquéllos no éramos ya hombres” (Levi, 1989/2000, p. 79). Y peor: “la lengua se te seca en pocos días, y con la lengua, el pensamiento” (Levi, 1989/2000, p. 81). Todo ello formó parte de la subhumanización intencional de enormes grupos de seres humanos.

Las condiciones de vida en los campos de exterminio se orientaron a destruir todo rasgo de humanidad de los prisioneros, tratando de reducirlos a una condición biológica-animal, a una suerte de subhumanidad, sin reconocerlos “como personas, sino únicamente como cuerpos sin nombre que había que destruir indiscriminadamente” (Bettelheim, 1952/1981, p. 128). Hombres, mujeres y niños trasladados en vagones para ganado y “marcados” como tales, o utilizados para experimentos médicos, como cobayos, expuestos al frío y al hambre hasta su extinción, representan una forma continuada de tortura y degradación de la vida.

No disponer de cucharas para comer y deber hacerlo con las manos; obligar a las personas a tener una misma escudilla para comer, lavarse e incluso evacuar (Levi, 1989/2000, p. 97); exponerlas a la desnudez pública, colectiva y frecuente o al uso de letrinas comunes en horarios pautados y escasos (Levi, 1989/2000, p. 96) fueron prácticas orientadas a esa misma degradación.

Este proceso de subhumanización intenta succionar todo del prisionero hasta su total agotamiento y destrucción. La alimentación miserable y el hambre van consumiendo a la persona, arrastrándola a centrar toda su atención en obtener algún plus de alimento y en ahorrar algo de su energía para tratar de sobrevivir, ya que el campo nazi no da tregua con el hambre ni con el trabajo. Las cabezas rapadas, los brazos tatuados, las ropas inadecuadas para soportar el frío extremo de la intemperie, la falta de atención médica, todo ello contribuía al agotamiento de la persona, a este adueñarse de su cuerpo y de su carne (Levi, 1989/2000, pp. 103, 106), del que habla Levi.

Podríamos decir que el campo de concentración nazi intenta “chupar” todo lo viviente e incluso lo inerte, los restos finales como cabellos, dientes, ¡y hasta las cenizas, como relleno! (Levi, 1989/2000, p. 107). Esta apropiación y “destrucción absolutamente fría y sistemática de los cuerpos, calculada para destruir la dignidad humana” (Arendt, 1951/1987, p. 673) en última instancia intenta transformar al ser humano en simple “espécimen del animal humano” (Arendt, 1951/1987, p. 675). En otras palabras, pretende la transmutación de grupos enteros de la población de bios a zoé, para su posterior exterminio liso y llano; procede a la apropiación, degradación y destrucción de la vida como parte de un proceso de selección de unas vidas sobre otras.

Sin embargo, la amenaza radical de la vida de los otros termina por poner en peligro la totalidad de la vida. Pero este peligro no resulta inmediatamente visible. La atrocidad de las acciones del Estado nazi, su desborde de todos los límites, su violencia inconcebible, rodearon estos crímenes de una atmósfera de irrealidad. Incluso quienes estaban internados dentro del dispositivo tuvieron dificultad para aceptar lo que de hecho les estaba ocurriendo. Hubo que “vencer la obligada incredulidad” (Antelme, 1957/2001, p. 296), ya que el “sentido común” se resistía a aceptar la idea de un exterminio tan atroz e inédito (Arendt, 1951/1987, p. 9). Ello dificultó la reacción y produjo un efecto de anonadamiento, que se articuló perfectamente con los distintos niveles de complicidad social, programada por el propio sistema. Se intentó así —y se logró hasta cierto punto— colocar a todos en un tipo de complicidad que los involucraba, por lo menos a través del silencio exigido, enturbiando de distintas maneras la línea divisoria entre perseguidor y perseguido, asesino y víctima. Esta complicidad fabricada intentó diluir las responsabilidades y lograr una aceptación social, indispensable para consumar la desaparición completa que se pretende.

En este sentido, Arendt hace una doble reflexión. Por una parte, afirma que: “Los hombres normales no saben que todo es posible, se niegan a creer en lo monstruoso frente a sus ojos y oídos” (Arendt, 1951/1987, p. 651). Por otra, se pregunta —y nos invita a reflexionar— en qué medida el “secreto” sostenido de los campos de concentración corresponde “a las complicidades secretas de las masas de nuestro tiempo” (Arendt, 1951/1987, p. 652). De manera más directa, aunque en el mismo sentido, Primo Levi y Bruno Bettelheim aluden al provecho que muchos alemanes obtuvieron con la persecución de los judíos como un elemento que contribuyó a su “ceguera” (Levi, 1989/2000, p. 154; Bettelheim, 1952/1981, p. 114) y “mutismo” (Levi, 1989/2000, p. 156). Se abre así una enorme gama de distintas complicidades programadas por la propia gubernamentalidad, entre el saber/no saber/no poder y no querer saber, ni ver, ni hablar. Estas reflexiones siguen siendo pertinentes para comprender distintos procesos de crímenes de Estado en el mundo actual.

El aislamiento social, lo ilimitado del poder, lo inverosímil de sus prácticas, el hecho de no poder y no querer comprender el sentido de estas violencias extraordinarias, que amenazan a cualquiera con hacer presa de ellas hasta su exterminio, son elementos que facilitan la penetración del terror en la sociedad. Dentro de los campos, las condiciones de vida aterrorizan y paralizan a sus víctimas, pero, de lo que se trata en verdad, es de extender ese terror al conjunto de la sociedad e inhabilitarla para cualquier oposición. Por eso, el terror es la esencia de esta forma de dominación (Arendt, 1951/1987, p. 11).

Se trata de borrar del mapa poblaciones enteras —consideradas contaminantes— como si nunca hubieran existido, para producir su completa desaparición; se propicia un olvido organizado, que prohíbe el dolor y el recuerdo (Arendt, 1951/1987, pp. 8, 10). Así, se intenta consumar la desaparición forzada de enormes grupos de población.

Frente a ello y aun en las condiciones abrumadoras del campo de concentración, la vida resiste. Bettelheim recuerda:

Todos mis pensamientos, todas mis energías iban dirigidas a luchar desesperadamente por la supervivencia cotidiana, a combatir la depresión, a mantener la voluntad de resistir, a obtener pequeñas ventajas gracias a las cuales los esfuerzos por sobrevivir parecieran menos imposibles, y frustrar, en la medida de lo posible, los intentos implacables que hacían los SS para quebrantar el ánimo de los prisioneros. (Bettelheim, 1952/1981, p. 28, cursivas propias)

Para lograrlo, se recurría a adaptarse a las condiciones del campo, a tratar de entender las otras lenguas, a realizar trabajos un poco más protegidos de la dureza del clima o más “necesarios”, para alargar la sobrevida y esperar circunstancias menos adversas. La resistencia al dispositivo de exterminio concentracionario implicó, en simultáneo, la integración de la posibilidad de la propia muerte, tratando, al mismo tiempo, de encontrar una salida (Bettelheim, 1952/1981, pp. 25, 28). “Militar aquí es luchar razonablemente contra la muerte” (Antelme, 1957/2001, p. 44).

A pesar de los múltiples renunciamientos, pequeños o grandes, a los que el nazismo y el campo de concentración obligaron a los prisioneros, Bettelheim señala la importancia que tuvo —tanto para los sujetos como para la sociedad— el hecho de respetar y sostener un límite, un “momento de la verdad”, imposible de traspasar, a riesgo de perder, entonces sí, toda humanidad (Bettelheim, 1952/1981, p. 201).

Si observar (un atropello) era peligroso, reaccionar emocionalmente ante lo que se veía era suicida… (Por ello) se debía ante todo saber darse cuenta de cuál era el punto personal sin retorno, más allá del cual, en ninguna circunstancia se cedería ante el opresor, aunque significara arriesgar y perder la vida. (Bettelheim, 1960/1973, p. 143)

Es decir, la resistencia implicó un delicado y difícil equilibrio entre la adaptación a esa nueva vida y el mantenimiento de cierta distancia que sostuviera un núcleo último de resistencia y diferenciación de la realidad del campo. En este sentido, el doloroso recuerdo del afuera, sus reglas, sus normas, sus afectos, sus vínculos resultaba a la vez algo peligroso y necesario, para no sucumbir a lo concentracionario como lugar sin límites.

2.7 Posibles reverberaciones

La pregunta por las posibles replicaciones de lo total concentracionario es reiterativa. Hannah Arendt afirmó que “las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a los regímenes totalitarios” (Arendt, 1951/1987, p. 681), como lo hemos visto, en el caso de las experiencias concentracionarias durante el siglo XXI. Para Arendt “surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una forma valiosa para el hombre” (Arendt, 1951/1987, p. 681). Por su parte, Primo Levi coincide en que “ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder: esto es la esencia de lo que tenemos que decir” (Levi, 1989/2000, p. 173). En consecuencia, llama la atención sobre posibles signos precursores como la violencia, la ilegalidad del Estado, la intolerancia y los fanatismos religiosos o políticos (Levi, 1989/2000, p. 173) que, ciertamente, abundan en nuestro presente.

Con posterioridad, Giorgio Agamben, en su famoso texto Homo Sacer ha ido incluso más allá de estas primeras prevenciones, al proponer al campo de concentración como “paradigma oculto de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las metamorfosis y los disfraces” (Agamben, 1995/2003, p. 156). Más alarmante, incluso, resulta la advertencia de Roberto Espósito quien, aunque rechaza el concepto de totalitarismo, considera que el nazismo en particular toca nada menos que “una dimensión que forma parte de nuestra experiencia de posmodernos… el monstruo que nos persigue no solo a nuestras espaldas sino desde nuestro propio futuro” (Espósito, 2008/2009, p. 142), haciendo eje en la vida, la raza y la biología. Sostiene que, en el mundo actual, “la centralidad del bios como objeto y sujeto de la política resulta confirmada, aunque transformada en clave liberal… dentro del mismo léxico biopolítico” (Espósito, 2008/2009, p. 184, cursivas del original), que aleja el liberalismo de la democracia.

Todas estas reflexiones refieren a un aspecto central: la necesidad de identificar los elementos que sustentan lo concentracionario, como “alma” de los poderes totalizantes, para reconocer sus posibles sobrevivencias o metamorfosis en nuestro presente e incluso en el futuro que se avecina.

A partir de ello y con ese objeto, cabe recuperar algunas de las características centrales del dispositivo concentracionario y desaparecedor del nazismo, en tanto elemento “testigo” de esa gubernamentalidad, con rasgos potencialmente mutantes y replicables:

  • Se trata de un dispositivo creado, administrado y controlado por el Estado.

  • Se organiza con base en la clasificación y jerarquización de las personas, según criterios raciales e instrumentales, considerando desechable e incluso amenazante a una enorme masa de población declarada “superflua” dentro de una sociedad de masas, que produce esa “excedencia”.

  • Procede al encierro y hacinamiento de grandes grupos humanos, arrebatándoles la condición de sujeto jurídico, la dignidad e incluso la condición de persona.

  • Utiliza el aislamiento comunicacional y social como práctica de control y de castigo, que permite hacer cualquier cosa sobre seres indefensos y disemina el terror.

  • Lo ilimitado es uno de sus rasgos distintivos; penetra en lo inconcebible, revistiéndose de cierta “irrealidad”. Todos “saben” pero no pueden o no quieren creer lo que está frente a sus ojos.

  • Es un dispositivo de producción de muerte destinado a la eliminación directa de los “peligrosos y “desechables”.

  • Su existencia no se dirige solo —ni principalmente— a sus víctimas directas sino que sustenta un proyecto de dominación, selección y aniquilación de la humanidad misma, en tanto cancelación de su diversidad, potencialidad y creatividad.

  • Su principio regulador es la clasificación y la reducción de la humanidad a su mera condición biológica; todo lo demás se considera innecesario y sobrante. “Los hombres, en tanto que son algo más que reacción animal y realización de funciones, resultan enteramente superfluos para los regímenes totalitarios (que buscan) no la dominación despótica sobre los hombres sino un sistema en el que los hombres sean superfluos” (Arendt, 1951/1987, p. 677).

  • Los campos han sido “los laboratorios donde se ensayan los cambios en la naturaleza humana”, para convertir al ser humano “en un espécimen de la especie animal hombre” (Arendt, 1951/1987, p. 677).

  • Dadas sus pretensiones sobre el conjunto de la humanidad, la consumación del proyecto “requiere de un control global para mostrar resultados concluyentes” (Arendt, 1951/1987, p. 680).

3 Nazismo y tanatopolítica

Toda sociedad tiene ciertos dispositivos de defensa, que pueden considerarse inmunitarios, para responder a lo que considera amenazante. La exclusión de grupos sociales inferiorizados y considerados simultáneamente peligrosos no ha sido exclusiva del nazismo. De hecho, ha estado en la base de todos los autoritarismos y, muy claramente, de las prácticas coloniales, con frecuencia genocidas. Cuando estos dispositivos entran en la eliminación del diferente, concebido como infeccioso, como peligro, justamente por su diferencia, este inmunitarismo empobrece a la sociedad y puede llevar “a aniquilar la vida que debía proteger” (Moreno, 2020, p. 111) privándola de la diversidad que la nutre.

Roberto Espósito utilizó el concepto de “inmunidad” para analizar los procesos de la modernidad e identificó en las sociedades de los años 20 y 30 del siglo pasado, en las que se gestó el nazismo, la existencia de lo que llamó un “síndrome inmunitario” por el cual la “inmunidad, necesaria para proteger nuestra vida, llevada más allá de cierto umbral, termina por negar esa misma vida” (Espósito, 2008/2009, p. 114). Espósito sostiene que, toda inmunización, a altas dosis, es el sacrificio del viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, en aras de la simple supervivencia. La reducción de la vida a su desnuda base biológica, la reducción del bios a la zoé” (Espósito, 2008/2009, p. 115). Este peligro se consumó en el universo concentracionario y desaparecedor nazi y, justamente por eso, constituyó una amenaza para la humanidad misma, como lo señalara Arendt. Pero el síndrome inmunitario no es solo un asunto del pasado, sino que, según el propio Espósito, enfrentamos la posibilidad actual “de un nuevo, y potencialmente devastador, síndrome inmunitario” (Espósito, 2008/2009, p. 154).

Al respecto, Giorgio Agamben sostiene que toda la política occidental se ha estructurado en torno al binomio entre nuda vida y existencia política, o zoé y bios, por el que se excluye de la política y la protección del derecho a quienes forman parte de la primera categoría. En este sentido, los grandes Estados totalitarios del siglo XX y el campo de concentración nazi serían para él los “lugares por excelencia de la biopolítica moderna” (Agamben, 1995/2003, p. 13), es decir, de la reducción de los seres humanos a simple nuda vida.

Si bien esto es cierto, cabe precisar que lo hacen como una selección de las vidas “desechables”, que serán reducidas a zoé, pero para ejecutar desde el Estado su eliminación, en un claro ejercicio de derecho de vida y muerte, es decir, de atribución soberana, diferente a los procedimientos propiamente biopolíticos. En este sentido, se podría decir que el campo de concentración nazi representaría una suerte de estadio intermedio entre la pura soberanía, como derecho a dar muerte, y el biopoder que, antes que matar, deja morir o, en otros términos, abandona a la muerte.

Según la formulación propuesta por Michel Foucault, lo propio de la biopolítica es hacer vivir y dejar morir, sosteniendo la relación siempre inseparable entre vida y muerte. Sin embargo, invierte el principio soberano de hacer morir y dejar vivir que, sin desaparecer, no resulta predominante. El biopoder pretende el control de la vida del ser humano en cuanto especie y “en tanto espíritu” (Lazzarato, 2006/2010, p. 91). Si bien discrimina qué vidas preservar y cuáles eliminar o, mejor aún, abandonar, se centra en la preservación de la vida y de ciertas formas de vida, por lo que “‘estimular’ e ‘incitar’ serán más importantes (para él) que reglamentar, prescribir y dominar” (Lemke, 2007/2017, p. 64).

Por todo lo anterior, se puede concluir que el aparato concentracionario nazi, como dispositivo desaparecedor, representa solo una de sus dimensiones: la reducción de bios a zoé, para luego proceder a la eliminación lisa y llana de determinados grupos humanos, propia de la soberanía —aunque bajo un principio principalmente eugenésico que responde a la lógica biopolítica—. En el nazismo se construye un estado de excepción que coloca fuera de la protección de la ley, a bando, a grandes masas de población a las que excluye incluyéndolas (Agamben, 1995/2003 p. 44), pero lo hace no solo para dejarlas “abandonadas” al margen del derecho, sino para exterminarlas de manera directa y centralizada. No las “deja morir”, las mata. No se detiene en “dejar a bando”, “expuesto y en peligro” (Agamben, 1995/2003, p. 44) al sujeto, sino que avanza hacia su eliminación; constituye la cara negativa de la biopolítica, que se ha conceptualizado como tanatopolítica. Se trata de un poder sobre la vida, aunque a través de la administración de la muerte directa a una parte de la población, ejecutada de manera directa por parte del Estado. En este sentido, se puede entender como una ampliación del derecho de soberanía, pero ejercido ahora para la supuesta protección de determinadas formas de vida biológica a costa de otras; la eliminación de los peligrosos (ya sea para la sociedad o para algún tipo de “pureza” moral o racial) para “hacer vivir lo que merece vivir… porque la vida necesita de la muerte para seguir viviendo” (Moreno, 2020, p. 69). Es el reverso de hacer vivir; la muerte para la vida, pero centrada en el “hacer morir” antes que en el “hacer vivir”, una “biopolítica negativa”, en términos de Roberto Espósito.

Este ha sido el caso de los campos de concentración nazis, así como de posteriores experiencias concentracionarias y de desaparición de personas, ocurridas en la segunda mitad del siglo XX. En el caso alemán, al considerar la noción de “raza” como principio de una supuesta diferenciación natural o biológica entre grupos humanos, el racismo se convirtió en un instrumento privilegiado para el exterminio, sin desconocer que su construcción tuvo también objetivos y funcionalidades políticas. Otras experiencias concentracionarias, ocurridas décadas después en diversas partes del mundo, como en el caso de Argentina entre 1976 y 1983 (Calveiro, 1998), recurrieron asimismo a estas formas de tanatopolítica, es decir de exclusión, denegación de la condición política y jurídica de los sujetos, reducción de la vida a zoé y asesinato de grupos enteros de la población, pero en estos casos seleccionadas no por razones de “contaminación racial” sino de “peligrosidad política”.

Ambas formas son, sin embargo, políticas. Como lo señalara Enzo Traverso, los nazis no desplegaron simplemente una política racista, sino que fusionaron el estereotipo racial y el político, bajo la figura del “judeo-bolchevismo” (Traverso, 2002, p. 137). Según este mismo autor, la singularidad nazi “no reside en su oposición al Occidente sino en su capacidad para lograr una síntesis entre sus diferentes formas de violencia” (Traverso, 2002, p. 168), que comprendían el racismo, el imperialismo —analizados por Arendt—, así como el antibolchevismo, el antihumanismo y otras (Traverso, 2002, p. 166). De manera semejante, los militares argentinos fusionaron el estereotipo del “subversivo” con elementos racistas, no solo, pero también de corte antisemita. En muchos relatos, el subversivo por excelencia fue el subversivo judío, sin desconocer el profundo menosprecio social y también racista sobre el “negrito villero”3. En ambos casos, la reducción de unos y otros —“raciales” o disidentes— a nuda vida fue el medio para su posterior exterminio a manos del Estado.

Estas conexiones no tendrían que sorprendernos. Para Giorgio Agamben, el campo de concentración, definido como “el más absoluto espacio biopolítico que se haya realizado nunca” (Agamben, 1995/2003, p. 217) no es un simple hecho histórico o una aberración del pasado, sino “la matriz”, “el nomos del espacio político en que vivimos todavía (Agamben, 1995/2003, p. 212). Llama así la atención sobre su persistencia más allá de los acontecimientos del nazismo. Ahora bien, según el propio Agamben, la experiencia nazi marca la existencia de un vínculo constitutivo entre el campo de concentración y el momento en que el estado de excepción comienza a convertirse en regla (Agamben, 1995/2003, p. 215). En el estado de excepción, el hecho se funde con el derecho, y se constituye en la regla y, cuando este es efectivo, la ley “pierde su delimitación frente a la vida” (Agamben, 1995/2003, p. 75). Hecho y derecho se transmutan uno en otro, generando “una absoluta indiferencia” entre ambos (Agamben, 1995/2003, p. 218) que se va instalando hasta que lo excepcional se convierte en lo normal (Agamben, 1995/2003, p. 214). Pero todas estas prácticas se organizan y ejecutan desde el Estado, que “decide asumir directamente entre sus funciones propias el cuidado de la vida biológica de la nación” (Agamben, 1995/2003, p. 222), lo cual constituye una particularidad de esta modalidad de lo concentracionario y la desaparición de personas dentro de ese dispositivo. De manera que, a diferencia de lo propuesto por él, se puede pensar que, en las experiencias a las que se ha hecho referencia hasta aquí, no se rebasa la soberanía. Por el contrario, su violencia se ejerce a través de un estado de excepción, que es justamente el acto máximo de soberanía y que, en estos casos, se formula con visos de permanente. Más adelante, y ya bien entrado el s. XXI, desaparecerá el Estado como foco único de la soberanía y el biopoder se ejercerá mediante prácticas que, siendo mortíferas, no se orientan al exterminio directo.

La colocación de grupos de seres humanos por fuera del derecho y su reducción a la condición de nuda vida, que cualquiera puede tomar sin que el derecho responda por ella, apunta —como ya se dijo— a su reducción a lo biológico, a la indistinción entre lo humano y lo animal, o a una suerte de “vida natural”, también propia de la biopolítica. Como si esto fuera poco, la reducción de algunos seres humanos a la condición de zoé lleva directamente a la posibilidad de transformar a la humanidad entera en zoé, o especie animal, que Arendt identificaba como el objeto por excelencia de la dominación totalitaria.

Sin embargo, y a pesar de todos los intentos de control y administración de la vida, esta nunca ha podido ser reducida a un fenómeno exclusivamente biológico, sino que aun en las condiciones más precarias enlaza con todas las otras dimensiones de lo humano, más allá de las intenciones de quienes intentan manipularla. Raúl Cabrera recupera a Jason Moore para señalar que “la vida humana se encuentra enlazada siempre a tramas de vida cotidiana en el ámbito familiar, en el comunitario, en la escuela, en la vida laboral” (Cabrera, 2021, p. 175) —y aun en el campo de concentración—, configurando tramas que articulan vidas y distintas formas de vida entre sí. De manera que incluso la “distinción entre sociedad y naturaleza resulta ser una frontera que difícilmente se puede trazar” (Cabrera, 2021, p. 175). Se forman en realidad tramas extensas de lucha por la vida y por las formas de vida, como parte de los procesos de dominación, pero también de las resistencias.

Este es un aspecto central, ya que los estudios sobre biopolítica se centran en los dispositivos de control, pero no abordan suficientemente las resistencias de formas y tramas de vida dentro y fuera de ellos. En este sentido, Maurizio Lazzarato recordó el interés de Foucault en observar más allá del poder, para ver: “lo que en la vida resiste (al poder) y, al resistírsele, crea formas de subjetivación y formas de vida que escapan a los biopoderes” (Lazzarato, 2000, p. 1). Por lo mismo, propone analizar el “vuelco del biopoder en una biopolítica” (Lazzarato, 2000, p. 7) de defensa de las formas de vida en su diversidad y en su capacidad creativa. Y es precisamente allí donde reside su potencia: la vida generando, profundizando, diversificando a la vida misma. Lo vemos en las humildes, pequeñas o grandes resistencias a lo concentracionario desde dentro mismo de los campos, el lugar más radical de la tanatopolítica, pero también desde la sociedad, desde lo comunitario y desde la memoria viva, que recuerda, que nos advierte del peligro, y que no cesa.

4 Referencias

Agamben, Giorgio (1995/2003). Homo sacer. Pre-Textos.

Antelme, Robert (1957/2001). La especie humana. Arena Libros.

Arendt, Hannah (1951/1987). Los orígenes del totalitarismo. Totalitarismo. Alianza Universidad.

Arendt, Hannah (1973/2020). Los orígenes del totalitarismo. Alianza Editorial.

Bettelheim, Bruno (1952/1981). Sobrevivir. Grijalbo.

Bettelheim, Bruno (1960/1973). El corazón bien informado. Fondo de Cultura Económica.

Calveiro, Pilar (1998). Poder y desaparición. Colihue

Cabrera, Raúl (2021). En los bordes de la biopolítica. Nomadías, (30), 165-189. https://nomadias.uchile.cl/index.php/NO/article/view/66097

Espósito, Roberto (2008/2009). Comunidad, inmunidad y biopolítica. Herder.

Lazzarato, Maurizio (2000). Del biopoder a la biopolítica.

Lazzarato, Maurizio (2006/2010). Políticas del acontecimiento. Tinta Limón.

Lemke, Thomas (2007/2017). Introducción a la biopolítica. FCE.

Levi, Primo (1989/2000), Los hundidos y los salvados. Muchnik Editores.

Moreno, Hugo César (2020). Entre tanatopolítica y necropolítica. En Antonio Fuentes Díaz & Francisco Cortázar Rodríguez (Coords.), Vidas en vilo, (pp. 63-94). Editorial Universidad de Guadalajara

Traverso, Enzo (2002). La violencia nazi. FCE.