No siempre es posible advertir de forma explícita y clara la relevancia de atender a distintos aspectos de las subjetividades de quienes aspiran a construir conocimiento con otras personas; tampoco resulta sencillo incorporar consideraciones y estrategias al respecto en los distintos momentos y escenarios de una investigación. Con estas limitaciones nos hemos encontrado, en mayor o en menor medida, durante nuestro ejercicio como investigadoras(es) en los campos de la psicología, la ciencia política y la filosofía. En nuestro caso, lo que más ha contribuido a consolidar la pregunta por la subjetividad de quien investiga y por la intersubjetividad que se configura con quienes coparticipan en una investigación, es una preocupación por el riesgo de incurrir en prácticas extractivistas y colonialistas que reducen al otro(a) a una fuente pasiva de datos. Prestar atención a este riesgo para no incurrir en él trae consigo desafíos concretos frente al lugar que ocupa la mirada de quien investiga.
Encontramos en la noción de reflexividad un campo fecundo para abordar esta cuestión que nos interpela. De ahí que nuestro objetivo con este artículo sea enriquecer la discusión en torno a la reflexividad, ampliando su horizonte semántico. Más allá de concebirla como una técnica metodológica restringida al trabajo de campo, proponemos comprenderla como una práctica investigativa transversal en la generación de conocimiento situado.
Así considerada, en consonancia con otras(os) autoras(es) (Albertín Carbó, 2008; Albertín Carbó e Íñiguez Rueda, 2010; Bourdieu, 1980/2007), la reflexividad tiene implicaciones concretas en el lugar de enunciación y posicionamiento de la persona que investiga y en el rol de quienes coparticipan de la investigación. Conlleva dinámicas relacionales orientadas por el reconocimiento, el cuidado mutuo y los afectos: diálogos y encuentros de saberes que posibiliten formas de colaboración epistemológica; un proceso colectivo y creativo anclado a conexiones parciales en el sentido en el que lo propone Donna Haraway (1988/1991), que estimula afinidades, complicidades, complementariedades, pero también tensiones productivas (Flórez Flórez y Olarte-Olarte, 2020).
Para este propósito comenzaremos planteando las coordenadas ontológicas y epistemológicas que sitúan la reflexividad como una práctica investigativa. Posteriormente, haremos referencia a los giros relacionales de estas apuestas. Concluiremos presentando algunas técnicas y preguntas orientadoras que contribuyen a materializar la reflexividad dentro de dinámicas relacionales caracterizadas por el mutuo reconocimiento y el cuidado de sí y del otro(a), (en el sentido amplio de la palabra que abarca lo “humano”, lo “no humano” y lo “posthumano”).
Esta propuesta hace parte integral de nuestras investigaciones doctorales en psicología realizadas en la Pontificia Universidad Javeriana, en torno a dos temas de interés: 1) la constitución subjetiva en las prácticas discursivas sobre el amor en las relaciones sexoafectivas de mujeres y hombres en Colombia; y 2) la configuración de facticidades en los mundos de la vida cotidiana de la reintegración de excombatientes de grupos paramilitares en Colombia.
La reflexividad aparece en la investigación cualitativa a comienzos de la década de 1970, en medio de la crítica que denunciaba el contubernio entre el proyecto colonial moderno y la etnografía clásica como mecanismo para representar a los pueblos originarios ante el mundo occidental blanco como un “otro exótico, nativo y bárbaro” (Denzin y Lincoln, 2012; Smith, 1999/2012); un ejercicio de violencia epistémica1 (Spivak, 1988/2003) y genocidio intelectual que detalla el sociólogo Aníbal Quijano (1992) en su trabajo:
No obstante que el colonialismo político fue eliminado, la relación entre la cultura europea, llamada también “occidental”, y las otras, sigue siendo una relación de dominación colonial […] La represión recayó, ante todo, sobre los modos de conocer, de producir conocimiento, de producir perspectivas, imágenes y sistemas de imágenes, símbolos, modos de significación; sobre los recursos, patrones e instrumentos de expresión formalizada y objetivada, intelectual o visual. Fue seguida por la imposición del uso de los propios patrones de expresión de los dominantes, así, como de sus creencias e imágenes […] las cuales sirvieron no solamente para impedir la producción cultural de los dominados, sino también como medios muy eficaces de control social y cultural (p. 12).
La reflexividad emerge, en este contexto, como antídoto de las actitudes extractivistas y victimizantes que podrían caracterizar las interacciones con los sujetos de investigación (Clifford y Marcus, 1986). Posteriormente, con los debates sobre la calidad de la investigación cualitativa, se perfila como herramienta metodológica imprescindible para refinar el lugar de la subjetividad de quien investiga y garantizar criterios de rigor (Guba y Lincoln, 2012). Con los aportes de los estudios feministas, especialmente provenientes de la epistemología del punto de vista feminista (Harding, 1987; Jaggar, 1989) y de la epistemología feminista situada (Haraway, 1988/1991), la reflexividad toma un matiz propio. Se posiciona como imperativo ético para observar y desmontar progresivamente las formas como tradicionalmente circula el poder, cuestionar la autoridad del conocimiento e introducir narrativas contrahegemónicas desde las cuales hacernos responsables de las interacciones que sostenemos y del conocimiento que se deriva de ellas (Albertín Carbó, 2008; Gandarias, 2014; Hesse-Biber, 2013/2014; Olesen, 2012).
En su devenir histórico la reflexividad ha sido vista como antídoto, herramienta metodológica, imperativo ético y práctica transversal, como proponemos en este artículo en consonancia con otras(os) autoras(es) (Albertín Carbó, 2008; Albertín Carbó e Íñiguez Rueda, 2010; Bourdieu, 1980/2007). Pero ¿qué entendemos por práctica cuando hablamos de reflexividad?
Siguiendo la propuesta de Carlos Arturo López (2018) —quien retoma la práctica de sí de Michel Foucault—, vemos la práctica como un modo reflexivo y reiterado de proceder que, incluso en situaciones de tensión crítica, hace posible el uso de procedimientos, técnicas y la generación de productos. En investigaciones con orientación feminista situada y descolonizante estos tres elementos operan siempre en una articulación entre epistemología y metodología. La principal ventaja de asumir la reflexividad como práctica es que impide que caigamos en su sedimentación o rutinización. Al posicionarse como ejercicio en permanente ejecución no tiene nada asegurado y, por lo mismo, puede ser una y otra vez ensayada, rehecha e incluso transformada, de ahí su potencia (Flórez Flórez y Olarte-Olarte, 2020).
Un segundo elemento de la reflexividad entendida como práctica nos sintoniza con la afirmación de Michael Buraway (2018): “como cientistas sociales nos enfrentamos a un peculiar dilema: somos parte del mundo que estudiamos [y] sólo podemos hacer que las ciencias sociales avancen reconociendo nuestro dilema, estando en el mundo que estudiamos” (p. 12). Alfred Schütz y Thomas Luckmann (1973/2009) por su parte, reconocen este dilema al advertir que las ciencias que buscan interpretar y explicar la acción y el pensamiento humanos no pueden ser ajenas al mundo de la vida cotidiana, en tanto que este opera como “la realidad fundamental e inminente” (p. 25) del ser humano.
En ese sentido, la reflexividad como práctica se inscribe en tres dimensiones del quehacer investigativo que recogen Rosana Guber (2011) y Pierre Bourdieu (1980/2007): 1) en las condiciones histórico-culturales de quien investiga como integrante de una sociedad particular; sus valores, creencias e intereses políticos; 2) en el rol del (la) investigador(a) propiamente dicho que incluye sus perspectivas y elecciones epistemológicas, ontológicas, teóricas, metodológicas; así como sus conclusiones; y 3) en la posición que adopta frente a los demás actores del estudio: las relaciones de poder que teje con ellos en la cotidianidad de la investigación.
A su vez, la adopción de esta iniciativa trae consigo desafíos concretos frente a la mirada de quien investiga como nos lo recuerda Donna Haraway (1988/1991). Implica, por una parte, trascender el lugar protegido del testigo modesto del positivismo que pone de lado sus emociones reclamando una objetividad neutral; y por otra, renunciar a la aspiración de ubicuidad del relativismo, que tras la fantasía de fusión con los sujetos de estudio nos hace creer que es posible estar en todas partes, verlo todo y entenderlo todo (Flórez Flórez y Olarte-Olarte, 2020). Por el contrario, se trata de aceptar sin mayor conflicto y más bien como una decisión política que en la generación de conocimiento no somos neutrales; entramos al campo de estudio con intereses de indagación, valores y emociones que condicionan nuestra mirada y tenemos apuestas teóricas, éticas y políticas que inciden activamente en la producción de las realidades que conocemos.
El reconocimiento del papel de la subjetividad de quien investiga nos lleva a situar la reflexividad en un distanciamiento crítico de la perspectiva representacional del conocimiento que aspira a explicar el funcionamiento de la realidad —concebida como “externa e independiente” del sujeto cognoscente—, haciendo uso de procedimientos estandarizados para aprehenderla con la mayor objetividad posible para su predicción y control.
La reflexividad bebe de la fractura de este metarrelato representacional-objetivista y de la expectativa que trae consigo. Esta fractura nos sitúa ante cuatro desplazamientos que vinculan la reflexividad con: 1) la búsqueda de una justicia epistémica; 2) una comprensión pragmática y generativa del lenguaje; 3) la generación de un conocimiento situado; y 4) el reconocimiento de las situaciones hermenéuticas. Abordamos estos cuatro desplazamientos a continuación.
En principio, entendemos las relaciones sociales que tienen lugar en escenarios, dispositivos y procesos de investigación como inevitablemente atravesadas y configuradas por dinámicas de poder. La hybris (desmesura) del poder puede producir situaciones de desigualdad, sufrimiento, violencia, injusticia, culpa en quienes se ven desfavorecidos por estas dinámicas. En este contexto es posible reconocer la presencia de lo que Miranda Fricker (2007/2017) ha denominado como injusticia epistémica, esto es, la disminución o incluso la anulación de la capacidad y los recursos de los sujetos para construir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales. Fricker (2007/2017) identifica dos formas de injusticia epistémica. La primera de ellas es la injusticia testimonial, en la cual se atribuye al otro falta de fiabilidad cognitiva e inestabilidad emocional, degradando así la credibilidad y la relevancia de sus testimonios. La segunda forma se denomina injusticia hermenéutica que se refiere a la existencia de una brecha en los recursos de interpretación colectivos que genera situaciones de desventaja para la comprensión de las experiencias sociales de unos y ventajas para la comprensión de las experiencias de otros; es decir, se privilegian determinados referentes de interpretación y narración de los fenómenos. Es importante no desligar la injusticia epistémica de otras formas de injusticias sociales.
Con lo anterior insistimos en la importancia de pensar la reflexividad reconociendo que estamos inmersos en relaciones de poder y que las condiciones de desigualdad e injusticia epistémica podrían articularse a estas interacciones. De ahí que la reflexividad demande una práctica crítica de observación, comprensión y reconfiguración permanente de nuestras interacciones que apunta al primer desplazamiento de carácter ontológico que aspira a movilizar. Desplazamiento que puede contribuir a evitar y a interpelar situaciones de injusticia epistémica.
Lo que refleja el fenómeno de la injusticia epistémica es una condición de desigualdad ontológica que se busca imponer y mantener en el contexto de la producción de conocimiento. En una situación de injusticia epistémica se ha configurado y está operando una representación del otro basada en un criterio de inferioridad ontológica frente a quien se encuentra en posición de privilegio (generalmente quien conoce), por cuanto ha sido investido como autoridad de un saber legitimado culturalmente. Por lo tanto, el desplazamiento radica en movilizar las condiciones hacia una justicia epistémica (Fricker, 2007/2017).
Inspirados(as) en la propuesta de Irene Vasilachis de Gialdino (2006), consideramos que este desplazamiento podría darse al configurar las dinámicas relacionales como escenarios de igualdad ontológica; esto es, como espacios que celebran la condición de los sujetos que participan en ellas como seres hermenéuticos, activos, constructores de representaciones y de realidades, productores de interpretaciones, con experiencias, vocaciones y trayectorias diversas. Espacios que dan cabida a afinidades, complicidades, complementariedades, pero que a la vez no temen al disenso ni a la pugna; es decir, que reconocen en la tensión una fuerza creativa y productiva fundamental para la generación de conocimiento.
El segundo desplazamiento hacia el que se mueve la reflexividad es de carácter lingüístico. Distanciarse de la perspectiva representacional del conocimiento como lo mencionábamos anteriormente implica, además, tomar distancia de la idea de un lenguaje neutro, objetivo y capaz de establecer una correlación clara y directa con la realidad. La práctica de la reflexividad encuentra cabida en una perspectiva en la que el lenguaje no opera como vehículo descriptor de la realidad, sino como constitutivo de esta: el lenguaje tiene efectos generativos, produce las realidades que nombra y aquellas son constructos discursivos (Austin, 1962/2010; Berger, 1972/2003; Ibáñez Gracia, 2004; Searle, 1997/2012). Desde allí se asume que las declaraciones de verdades objetivas son proposiciones de comunidades con valores particulares, que tienen lugar y validez en un momento histórico determinado.
Como consecuencia de este desplazamiento, la realidad no podrá continuar siendo concebida en independencia del(a) investigador(a), pues no se trata de un hecho dado sino de un proceso en permanente configuración en el que participa “el observador” dándole forma, en virtud de las interacciones que establece.
Un tercer desplazamiento, anudado al anterior, ubica la reflexividad en el contexto de la perspectiva epistemológica de los conocimientos situados inaugurada con la obra de Donna Haraway (1988/1991), una importante tradición no solo al interior de los estudios feministas, sino también de los estudios culturales y de la psicología social. Desde esta apuesta, la objetividad neutral transita hacia una objetividad encarnada, en defensa de una naturaleza situada, parcial y siempre localizable del conocimiento, y en distanciamiento de la posición que la autora enuncia como el truco divino: la pretensión de “ver todo desde ninguna parte […] la mirada conquistadora […] que reclama el poder de ver y no ser visto, de representar mientras se escapa de la representación” (p. 324).
Haraway señala que quien investiga lo hace siempre desde algún lugar, desde la posición de enunciación que ocupa y, por ende, desde la parcialidad de su mirada entretejida de discursos que le anteceden, experiencias vitales, intereses en pugna, elecciones teóricas, metodológicas, compromisos morales y políticos. La parcialidad de la mirada da cuenta de “las conexiones y aperturas inesperadas que los conocimientos situados hacen posibles. La única manera de encontrar una visión más amplia es estar en un sitio en particular” (Haraway, 1988/1991, p. 339). Por lo tanto, el conocimiento, lejos de ser inocente, imparcial, neutral, está circunscrito a una política de localización, limitado por aquello que somos y podemos conocer o, como lo enuncia Juliana Flórez-Flórez (2010), por lo que anhelamos y tememos.
Visto así, el conocimiento ocurre en virtud de conexiones parciales (Haraway, 1988/1991), temporales y encarnadas entre quienes participan de los encuentros, que propician afinidades y complicidades pero también disensos y tensiones. En este marco, la reflexividad se convierte en un horizonte de sentido que implica un movimiento doble: por un lado, el ejercicio de hacerse responsable del lugar de enunciación declarado (Balasch y Montenegro, 2003) y de las posiciones que ocupa el(a) investigador(a) que condicionan su mirada; y, por otro, la acción de generar nuevas y más amplias comprensiones sobre las concepciones, significados y sentidos que los demás actores construyen.
Es posible articular este tercer desplazamiento a un cuarto movimiento con el que invitamos a reconocer la situación hermenéutica de los actores involucrados en la investigación. Dicha situacionalidad se define por las características del lugar desde donde se mira, las direcciones hacia las que se mira y los horizontes hasta dónde llega la mirada que producen desplazamientos sobre lo que se aspira a “ver” (Rodríguez, 2015; Sierra, 2007). De acuerdo con Martin Heidegger (1927/2018), nos encontramos siempre en un estado interpretativo cotidiano en el que hemos crecido y del cual no nos liberamos. En él, desde él y contra él se lleva a cabo toda genuina comprensión, interpretación y comunicación, todo redescubrimiento y toda reapropiación.
Ahora bien, la situación hermenéutica, que es dinámica, no se agota en la metáfora visual, puesto que aquella se configura co-originariamente a partir de determinadas disposicionalidades afectivas (Heidegger, 1927/2018). Nuestro “mirar” siempre ocurre dinámicamente a partir de afectividades. Abrimos mundos y nos posicionamos en ellos desde disposiciones afectivas concretas, interpretándolos, comprendiéndolos, narrándoles y performándolos, siempre con otros y desde una determinada situación hermenéutica.
La labor permanente de la reflexividad implica, por consiguiente, una exigencia continua de procurar problematizar “nuestros” posicionamientos ontológicos, epistemológicos, metodológicos y axiológicos; las afectividades involucradas; las identidades que se anudan; las dinámicas y formas que adquiere el poder en el escenario investigativo, y la forma en que todo lo anterior influye en el diseño y desarrollo de la investigación (Delord y Gómez Medina, 2014; Subramani, 2019). De esta forma, la reflexividad marca el devenir permanente del(a) investigador(a) en investigado(a).
Desde las perspectivas que abren los desplazamientos que acabamos de proponer, entendemos que el trabajo de la reflexividad se inscribe en el marco de proyectos que favorecen políticas y epistemologías de localización y situacionalidad. Constituye una práctica encarnada, un posicionamiento ético, político, analítico y metodológico particular. Posicionamiento que implica un ejercicio permanente de apropiación crítica de las situaciones hermenéuticas de quienes participan en los estudios y, una actitud de enunciación y transformación de las relaciones de poder que caracterizan las dinámicas relacionales en una investigación, haciendo posibles formas de relación incluyentes, horizontales y no violentas (Albertín Carbó, 2008; Gandarias, 2014).
Como investigadoras(es) el compromiso con la práctica reflexiva implica aceptar que ninguna labor investigativa es políticamente inocente o neutra (Restrepo, 2016), ni deja “intactos” a quienes participamos en ella; las conexiones parciales con esas otredades nos hacen devenir distintos. La reflexividad visibiliza el rol protagónico de las subjetividades que, en la generación de conocimiento —lejos de ser un ejercicio solitario— conlleva una apuesta dialógica y relacional. Podemos afirmar, por lo tanto que, la reflexividad representa un ejercicio de subjetivación ético-política por parte de quien investiga, que repercute en el tipo de relaciones que propiciamos en estos escenarios.
Materializar las apuestas ontológicas y epistemológicas hasta aquí planteadas, que posicionan la reflexividad como una práctica investigativa, nos lleva a comprometernos al menos con dos propósitos interdependientes en el marco de las dinámicas relacionales en una investigación.
En principio, habría que transformar la lectura que tradicionalmente hacemos del sujeto de investigación como simple proveedor de información, para reconocer que su mirada sobre el tema de estudio y sobre quien investiga juega un papel activo en la construcción de conocimiento y en el resultado de esa interacción, como lo planteamos en el apartado anterior.
En segundo lugar, y como efecto de este giro, el llamado es a establecer espacios de interacción basados en el reconocimiento de saberes múltiples, diversos, otros en los que sea posible repensar la fenomenología de los encuentros: “nuestros modos de escribir y de citar, de escuchar, de debatir, de presenciar, de enseñar; pero sobre todo de estar con el otro” (Castillejo, 2016, p. 11). Al respecto Joanne Rappaport (2007) afirma:
Lo que los etnógrafos que trabajan en colaboración deben hacer es resignificar el trabajo de campo como una arena en la cual co-teorizamos […] Entendiendo la co-teorización como la producción colectiva de vehículos conceptuales que retoman tanto un cuerpo de teorías antropológicas como los conceptos desarrollados por nuestros interlocutores. En esencia, esta empresa tiene el potencial de crear nuevas formas de teoría. (p. 204)
Esta co-teorización de la que habla la autora trae consigo implicaciones éticas en la coautoría y propiedad intelectual de quienes participan en los estudios, puesto que no podremos defender una construcción epistemológica conjunta si continuamos pensándonos como creadores en solitario de teorías que resultan de una práctica “extractivista”. Juliana Flórez-Flórez y Carolina Olarte-Olarte (2020) sugieren al respecto mover los límites tradicionales de la autoría, permitiendo que conceptos, análisis y valoraciones de las(os) participantes sean tratados como contribuciones en sí mismas y no solamente como aportes que enriquecen las interpretaciones de las(os) científicos sociales.
Las autoras proponen cuatro alternativas posibles para ello: 1) la inclusión de los nombres de las personas y organizaciones sociales en la citas y referencias de la publicación; 2) la identificación y enunciación de las conversaciones que permitieron anudar una idea sustancial; 3) el reconocimiento “con gratitud explícita de las ocasiones en las que estas personas nos permitieron afinar una idea” (p. 31); y 4) la coautoría en sí misma, en la que la escritura académica se da de manera conjunta en medio de la tensión creativa que este proceso trae consigo, como ocurre en las producciones narrativas (García Fernández y Montenegro Martínez, 2014), donde los relatos son el resultado de una elaboración compartida y no el trabajo interpretativo o en soledad de quien investiga.
Por otra parte, este giro en la interacción implica dislocar el distanciamiento emocional en la práctica investigativa, ya que todo encuentro con una otredad es una forma de involucramiento, en el sentido amplio en el que lo propone Antar Martínez-Guzmán (2014). El autor propone transitar de la perspectiva de la intervención hacia la del involucramiento, aceptando que no somos agentes externos que observan en distancia una situación para ofrecer como resultado un dictamen o alternativa de solución, sino que hacemos parte activa de la situación-problema sobre la cual recae nuestra mirada.
Este “hacer parte” no está desprovisto de poder. Influimos no sólo con las preguntas que hacemos, sino también con nuestra presencia y lo que ella despierta: ser mujer u hombre, adulto o joven, investigador(a) de una universidad pública o privada, ser outsider within2 (Hill Collins, 1986); vestir de uno u otro modo, mantener distancia o cercanía afectiva, son aspectos que no pasan desapercibidos. Cada una de estas posiciones abre o cierra posibilidades en la indagación y juegan un papel central en la manera como logramos ir a lo profundo o nos quedamos en la superficie ante una barrera invisible que se levanta enfrente nuestro.
Ahora bien, el involucramiento es bidireccional. No solamente influimos, también nos vemos influenciadas(os) por las personas y circunstancias en las que ocurre el encuentro, ya sea porque sus narrativas nos resultan dolorosas y acuciantes, porque nos divierten o inspiran, o porque su sola presencia nos despierta miedo, incomodidad o incluso rechazo. Integrar las emociones a la investigación en vez de negarlas por vergüenza o inconveniencia metodológica, lejos de interferir o contaminarla, contribuyen a mejorar su calidad en la medida en que sirven de herramientas y fuentes de información (Dauder García y Ruiz Trejo, 2021). Como afirma Allison Jaggar (1989), en lugar de excluir la emoción de la epistemología se hace necesario repensar la relación entre conocimiento y emoción, reconociendo su papel protagónico y decisivo dentro de este.
Pero, ¿cómo propiciar este involucramiento? Esta pregunta pueda ser provechosa especialmente cuando nos encontramos ante una demanda concreta de ayuda o ante una situación difícil como la entrada y aprobación por parte de una comunidad del rol y de la investigación que proponemos. La profesora Maria Lucia Rapacci3 (entrevista personal, julio de 2021), ofrece una clave orientadora para analizar nuestro lugar en la relación que establecemos con quienes participan en la investigación. Sugiere preguntarnos qué tanto nuestra enunciación —lo que quiero decir o lo que voy a callar— fortalece la confianza y, en esa medida, enriquece la relación y la investigación misma o, por el contrario, la obtura. Insiste en la pertinencia de hablar desde el propio lugar, involucrar la experiencia personal para compartirla, no con la pretensión de referirla como modelo sino como oportunidad para ampliar y descentrar la mirada, motivar la palabra y profundizar en el tema, contribuyendo a horizontalizar el ejercicio de poder en la relación.
En la investigación doctoral en curso sobre configuraciones subjetivas en torno a los discursos del amor, conducida por una de las coautoras de este artículo, la técnica de los diálogos pluriversos —denominada conversatorios de experiencias, saberes y afectos en torno al amor—, permitió que el relato de la experiencia sexoafectiva, que no siempre es grato o satisfactorio, surgiera con relativa fluidez en la medida en que el dispositivo de indagación se dispone al calor de un intercambio afectivo mutuo en el que la investigadora comparte abiertamente fragmentos de sus experiencias personales y pone en consideración algunas de sus interpretaciones frente a la manera como devenimos sujetos en medio de la confluencia discursiva. Este gesto moviliza la disposición narrativa de las(os) interlocutores y facilita la identificación conjunta de puntos de conexión y diferenciación de las experiencias.
Compartir situaciones de violencia, ocurridas en las relaciones de pareja o vividas durante su infancia, fue difícil para algunas mujeres y hombres que participaron en el estudio. Hablaban con prisa o en forma evasiva cuando el tema de la violencia surgía. Una barrera invisible cercaba la conversación hasta que la investigadora comenzó a compartir su experiencia. Este gesto despertó sorpresa, en especial, en las personas con una situación socioeconómica y cultural distinta, favoreciendo una reflexión sobre las creencias que circulan en torno a la violencia, sus víctimas y contextos de ocurrencia; también abrió una puerta para que las heridas silenciadas fueran nombradas emergiendo emociones de tristeza, vergüenza, enojo y miedo que enriquecieron la complejidad de sus narrativas y la comprensión de sus propias experiencias sexoafectivas.
Por su parte, en la investigación doctoral en curso sobre la configuración de facticidades en los mundos de la vida cotidiana de la reintegración de excombatientes de grupos paramilitares en Colombia, conducida por el otro coautor de este artículo, la técnica de las conversaciones hermenéuticas permitió estimular la actividad relacional de narrar, re-experienciar, performar e interpretar conjuntamente las experiencias vividas, sus sentidos y las características de los mundos de la vida cotidiana en los que acontecen, en el marco de un reconocimiento explícito y transversal de la singularidad y humanidad de quienes participan de los encuentros.
Desde las primeras conversaciones con los(as) excombatientes se hizo patente su disposición a narrar(se) de acuerdo con los parámetros establecidos en los escenarios judiciales y en otros escenarios institucionales. Esto hizo que, inicialmente, buscaran orientar sus narrativas hacia el esclarecimiento de crímenes cometidos en el marco del conflicto armado. De igual forma, se hizo patente que estaban identificando al investigador como una figura similar a la del fiscal interrogador, investido con la autoridad para orientar el curso y las posibilidades de sus narrativas. Advertir esta dinámica llevó al investigador a procurar subvertir aquella lógica relacional de poder explicitando su condición de aprendiz frente a sus experiencias y conocimientos del fenómeno en cuestión, así como la determinación de que esta fuese una investigación construida conjuntamente. Esto incluía poder influir sobre el curso y las posibilidades de la conversación. Resultó especialmente movilizador para horizontalizar las relaciones, así como expresarles la genuina consideración de que sus vidas y sus propias narrativas importan por sí mismas.
De esta forma, si asumimos que no somos invisibles ante la mirada del otro(a) y que tampoco salimos intactas(os) de cada encuentro, si interrogamos nuestra mirada como investigadoras(es), la posición que ocupamos, la lectura que hacemos del problema y de los demás participantes es posible que emerja de manera intencionada una subjetividad reflexiva.
Hasta aquí hemos planteado los principios epistemológicos y los giros relacionales que conlleva adoptar la reflexividad como práctica. Ahora nos ocupamos de sugerir algunas técnicas, instrumentos y preguntas para llevar a cabo este ejercicio de forma transversal en las investigaciones.
La práctica reflexiva podría facilitarse si vinculamos la herramienta del diario de campo a los encuentros con las(os) participantes, haciendo un registro riguroso de éstos (Restrepo, 2016) y afinando la sensibilidad sobre las propias reacciones: lo que sentimos, pensamos, analizamos y concluimos. En el diario no se documenta una realidad externa; como afirma Pilar Albertín (2007), es una construcción en la que participa quien investiga “porque la propia escritura es una interpretación” (p. 14). Como herramienta de reflexividad, el diario demanda un escrutinio cuidadoso, detallado y crítico del lugar que ocupamos, las posiciones de sujeto y los privilegios que se derivan de ellas —como disponer de financiación para realizar la investigación doctoral—; de las formas de relacionarnos con las(os) participantes —con cercanía, distancia o prevención—, y, de los procederes analíticos, pero también emotivos que guían las conclusiones —como nuestras conexiones vitales con los temas de indagación—.
¿Qué tan pertinente es compartir el diario de campo con los demás interlocutores del estudio?; de hacerlo ¿cómo este gesto adquiere una cualidad reflexiva para interrogar, ampliar y complejizar nuestras comprensiones? son algunas preguntas que podríamos hacernos para sacudir nuestras intuiciones cuando comenzamos a hacerlas certeza.
Un recurso adicional es la bitácora de investigación (Hernández Sampieri et al., 1991/2014). Una hoja de ruta que registra las vicisitudes de la trayectoria investigativa, los tránsitos entre una pregunta y otra; los campos de profundización que se abren con la indagación; los aciertos, tropiezos, eureka, pero también los asuntos que tendremos que postergar para el futuro o simplemente abandonar. La bitácora es de gran utilidad en la medida en que contribuye a hacer explícita la apuesta política de las(os) investigadoras(es), la parcialidad de su mirada, las conexiones entre preguntas, objetivos y decisiones metodológicas; así como los giros realizados a lo largo del estudio.
Proponemos a continuación, tres dimensiones de análisis e indagación que pueden activarse durante la investigación y de manera particular en los intercambios con las y los participantes del estudio, mediante conversatorios individuales o encuentros grupales. Aunque obedecen a momentos distintos, no necesariamente son secuenciales ni están reducidos a un único espacio.
A menudo solemos pensar que el interés académico por un campo de indagación es un asunto racional, que ocurre como consecuencia lógica de un trabajo de inmersión en la literatura. Si bien construir el estado del arte nos permite ampliar la mirada y reconocer la producción acumulada de conocimiento; lo cierto es que las investigaciones que no están guiadas por intereses de financiadores pueden tener conexiones con la subjetividad y las trayectorias personales, así como con preguntas nucleares que transitamos desde la academia, en el ejercicio profesional o desde otros lugares de existencia.
Rastrear estas conexiones y visibilizarlas, hacerlas explícitas como parte del proceso de entrada al campo de estudio, lejos de ser una falta de rigor metodológico, constituye un camino ético e incluso un criterio de calidad de la investigación, que ha sido argumentado desde diferentes tradiciones como la etnografía crítica, los estudios feministas, culturales, decoloniales y poscoloniales, entre otros (Guba y Lincoln, 2012; Olesen, 2012; Saukko, 2012).
Es por ello que, como parte de la práctica reflexiva, resulta de gran valor explorar y explicitar los vínculos personales, emocionales, simbólicos y políticos que nos conectan con el campo de investigación tal y como lo sugiere Andrea García-Santesmases (2014). Preguntarse de manera abierta y franca: ¿dónde surge mi interés por este campo de investigación?, ¿qué posicionamiento personal tengo frente a éste?, ¿qué conexiones teje con mis trayectorias vitales?, ¿qué me motiva a considerar ciertas preguntas y a dejar otras de lado?, ¿de qué manera mis posiciones de sujeto (sexo/genero, clase, etnia, sexualidad, etc.) marcan afinidades temáticas e influyen en las elecciones metodológicas?, ¿qué me permiten estas apuestas, pero también a qué renuncio?
Podemos formular estas preguntas a lo largo de la investigación y en diferentes momentos para apreciar los cambios, movimientos y continuidades en las respuestas que damos a medida que transcurre el proceso creativo.
En esta segunda dimensión invitamos a pensar de qué manera la mirada que hacemos del otro(a) y que los otros(as) hacen de nosotras(os) constituye una oportunidad para ampliar la comprensión sobre el tema investigado y la manera como representamos la otredad a partir de las complicidades, afinidades, multiplicidades y tensiones que ocurren en las dinámicas relacionales de una investigación.
Reconocer los giros del poder y sus tránsitos nos permite observar aquellas interacciones que nos acercan o distancian de nuestro propósito. Aceptar que quien investiga detenta una posición de poder, nos obliga a prestar atención a los gestos y expresiones que a menudo reproducen o legitiman casi de forma imperceptible señales de colonización del saber, de la experiencia, de las emociones de quienes históricamente han sido sometidas(os) a prácticas de subalternidad y silenciamiento, haciéndonos responsables de la manera como representamos y significamos la otredad y sus realidades (Spivak, 1988/2003).
Para dinamizar esta dimensión, sugerimos un repertorio de preguntas4 que pueden ser formuladas en un conversatorio grupal o en un ejercicio reflexivo individual: ¿cómo percibo a los interlocutoras(es) y cómo soy percibida(o) por ellas(os)?, ¿qué relaciones de poder se han tejido en este vínculo?, ¿qué han posibilitado y obturando dichas relaciones?, ¿qué ha cambiado en la forma de verles desde que comenzó la investigación y qué persiste?, ¿cómo hablar abiertamente de lo no dicho?, ¿cómo complejizar, en lugar de simplificar, su experiencia de vida?
Esta dimensión apunta directamente a la situación hermenéutica de las dinámicas relacionales de las investigaciones y favorece el devenir de perspectivas y horizontes de interpretación-afectiva. Contribuye a descentrar la mirada de quien investiga ampliando la comprensión del asunto y de la otredad, y permite problematizar y dinamizar la manera como nos comprendemos a nosotras(os) mismas(os).
Con esta tercera dimensión sugerimos considerar las reflexiones, inquietudes, emociones, preguntas e incluso propuestas que van emergiendo durante los encuentros con las y los participantes y después de estos, dado que contribuirán a trazar objetivos compartidos e incluso a replantear los originales, como es propio en la investigación cualitativa.
Hacer este giro permite situar nuestro interés como investigadoras(es) en el contexto de una relación que anuda valor para todas las personas involucradas. Así, se espera que estas conversaciones se desarrollen sin restricciones o censura, que podamos mirar de cerca las experiencias personales, desanudar formas de sujeción cultural y normativas, dar cabida a otras iniciativas, incluso a aquellas que proponen horizontes metodológicos alternos; tejer afectos y complicidades, movilizar cambios personales y colectivos, en últimas, apalancar resistencias.
Algunas preguntas que podrían enriquecer este nivel, tras la conversación, son: ¿en qué nos quedamos pensando después del último encuentro?, ¿cómo nos hemos sentido y qué emociones hemos experimentado a partir de lo conversado?, ¿qué nuevas comprensiones hemos hecho sobre lo conversado?, ¿qué recuerdos se activaron que quisiéramos compartir?, ¿qué desearíamos hacer de un modo distinto en los siguientes encuentros?, ¿qué valor tienen estos encuentros para las personas involucradas?, ¿qué movimientos/cambios han posibilitado en nuestras vidas?
Las consideraciones y apuestas que hemos presentado en este artículo no agotan la riqueza de la reflexividad, que bien podría nutrirse con elementos conceptuales y recursos metodológicos adicionales. En todo caso, apropiar la reflexividad como una práctica conlleva acciones concretas que interpelan y desafían los presupuestos ontológicos, epistemológicos y metodológicos de quien investiga, así como la forma tradicional de investigar; pues invitan a salir del lugar de privilegio epistémico, de protección, hermetismo y superioridad que históricamente ha tenido quien investiga, para reconocer que la subjetividad tiene todo que ver en la generación de conocimiento y que, por lo tanto, es responsabilidad ética y política someter a escrutinio crítico la propia mirada. Como dijimos anteriormente, la reflexividad marca el devenir permanente del “investigador(a)” en “investigado(a)”.
Ahora bien, quien pone en práctica la reflexividad no resulta transparente a sí mismo. Esta práctica encuentra límites en las autocomplacencias, las resistencias, los complejos, las autoflagelaciones y los “puntos ciegos” de quien investiga. Desde la Investigación Acción Participativa (IAP) y el pensamiento sistémico en psicología, entre otros campos, se reconocen dichas limitaciones y se han desarrollado técnicas para sortear esos límites y, en consecuencia, potenciar el ejercicio de la reflexividad. Técnicas como los equipos reflexivos (Andersen, 1994), los coterapeutas (Ruíz y Palacios, 2019), los ejercicios autoreferenciales (Estupiñán, 2005), los diálogos con colegas, la participación en escenarios de discusión pública y las propias conversaciones con las y los participantes del estudio, permiten exponer los hallazgos preliminares de la investigación, recoger las perspectivas de nuestra labor y de la investigación en general e incluir elementos que maticen y complejicen nuestras lecturas.
Asimismo, adoptar la perspectiva de la reflexividad como práctica implica asumir que lo que tradicionalmente ha sido nombrado como “sujetos de investigación” no corresponde a la imagen de proveedores de información, sino a la de actores copartícipes en la generación de conocimiento, con saberes, experiencias y recursos de gran valor. Esta forma de reconsiderar la otredad nos permite emprender ejercicios de escritura conjunta como las producciones narrativas feministas (Troncoso Perez et al., 2017) basadas(os) en una política de afinidad (Haraway, 1988/1991), desde la cual asumimos que, aunque no hemos vivido las mismas experiencias, podemos responsabilizamos de cultivar políticamente experiencias de encuentro moviéndonos en medio de lo turbio, las complejidades, las contradicciones, las confusiones y las complicidades (Flórez Flórez y Olarte-Olarte, 2020, p. 27).
Entendemos entonces la reflexividad como una práctica que va más allá de una técnica o de una herramienta útil durante el trabajo de campo. Su implementación transversal y permanente representa un ejercicio de subjetivación ético-política como investigadoras(es) que contribuye a explicitar y comprender las situaciones hermenéuticas propias y de los demás participantes, así como a establecer relaciones éticas consigo mismos y con los otros(as). Relaciones que ayuden a desvelar, interpelar y transformar prácticas investigativas (de extractivismo intelectual) susceptibles de generar daños en quienes participan de las dinámicas relacionales de una investigación. En otras palabras: transformar la investigación a partir de y en pro del cuidado y el respeto por quienes participan en ella implica una transformación en nuestras formas de relacionarnos.
Al doctorado en Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana y en especial al cuerpo académico de profesoras(es) de la línea de investigación: “Conflictos sociales y armados. Abordajes psicosociales hacia la construcción de culturas de paz” dirigido por las(os) profesores María Margarita Echeverri y Luis Manuel Silva Martín quienes motivaron la escritura y publicación de este artículo.
A Johanna Burbano Valente, decana de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana y a Claudia Tovar Guerra, profesora del Doctorado en Psicología por la revisión del manuscrito original y sus valiosas recomendaciones.
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