Diálogos feministas sobre el giro punitivo de las políticas públicas: buena madre vs. buena víctima

Feminist dialogues about the punitive turn of public policies: good mother vs. good victim

  • Ana Alcázar Campos
  • Lorena Valenzuela-Vela
En este artículo reflexionamos sobre el giro punitivo adoptado por las políticas de igualdad en nuestro contexto. Con el objetivo de hacer una contribución desde los feminismos y el trabajo social, en este trabajo llevamos a cabo un análisis comparativo, por un lado, de las políticas dirigidas a mujeres presas y, por el otro, de aquellas destinadas a mujeres víctimas de violencia de género. Basándonos en nuestro trabajo de campo desde hace más de diez años en Andalucía, así como en el análisis de texto de documentos programáticos y leyes, cuestionamos la supuesta separación entre el control y la protección social, resaltando la existencia de lógicas punitivas de género en ambos ámbitos. En concreto, analizamos el control social al que están sujetas las mujeres al tener que responder, por un lado, a la imagen social de la “buena víctima” y, por otro, al de la “buena madre”.
    Palabras clave:
  • Violencia de género
  • Prisión
  • Feminismo
  • Trabajo Social
  • Punitivismo
In this article, we reflect upon the carceral drifts adopted by gender equality policies in Spain. With the aim of making a contribution from feminisms and social work perspectives, this work carries out a comparative analysis on carceral policies addressed to women, on the one hand, and, on the other hand, on protection policies for women victims of gender-based violence. Based on our fieldwork in Andalusia (Spain) for more than 10 years, as well as on legal and programmatical text analysis, we question the alleged control/protection separation, highlighting the existence of gendered carceral logics in both contexts. We highlight the social control to which women are subject and for which subjects women to the image of a “good victim” on the one hand and a “good mother” on the other.
    Keywords:
  • Gender Violence
  • Feminism
  • Punitivism
  • Prison
  • Social Work

1 Introducción

Este trabajo surge del diálogo compartido en torno a nuestras investigaciones, combinadas con intervenciones sociales, por un lado, las investigaciones de Ana Alcázar-Campos con mujeres1 víctimas de violencia de género y, por otro, las investigaciones de Lorena Valenzuela Vela con mujeres presas insertas en procesos de reinserción, ambas en el contexto andaluz. En estos diálogos nos llamaban la atención algunos puntos en común entre nuestros trabajos, a pesar de no compartir las poblaciones con las que trabajábamos, ni tampoco el periodo en el que lo hacíamos. Partiendo de estos nexos, en este artículo nuestra intención es problematizar un fenómeno que viene siendo denunciado desde distintos ámbitos, a saber, el giro punitivo de las políticas sociales (Wacquant, 2010), pero al que le incluimos la perspectiva de género. Para ello, nos centramos en dos dimensiones que, a nuestro juicio, no han sido suficientemente estudiadas. Por un lado, mostramos cómo el giro punitivo se incardina con el discurso estatal de defensa de los derechos de las mujeres, contribuyendo a la consolidación de la justicia penal como un aparato de control (Bumiller, 2008; Coker, 2001; Gottschalk, 2006; Halley, 2008) donde, además, se vinculan las políticas asistenciales con las políticas penales. Por otro lado, examinamos la forma específica en que se ejerce ese control sobre las mujeres, espacio donde la adecuación de estas a la imagen de “buena madre” y de “buena víctima”, se transforma en un requisito, tácito, para tener acceso a determinados beneficios del Estado de Bienestar.

2 Marco Teórico

Distintos trabajos, tanto internacionales (Garland, 2001; Wacquant, 2010) como nacionales (Ávila Cantos y Malo de Molina Bodelón, 2010; García García, 2013) denuncian el “giro punitivo” de las políticas sociales, prestando atención a las lógicas disciplinarias y de castigo para las poblaciones empobrecidas e identificando una lógica neoliberal en las políticas sociales.

Destaca la investigación, en nuestro contexto, de Débora Ávila Cantos y Sergio García García (2013) quienes reflexionan sobre las transformaciones de la política social en el contexto neoliberal, a saber, “el cambio hacia un enfoque policial cada vez mayor en la gestión de la población” (p. 60)2. Al igual que estos/as autores/as, invitamos a los/as lectores/as a considerar, metafóricamente, que, del mismo modo que en la medicina el enfoque de las epidemias no es tanto curar a todas las personas, sino limitar la enfermedad para que no se propague; la intervención social neoliberal no trata de eliminar la inestabilidad y la precariedad de las poblaciones o resolver sus problemas, sino de localizarlos, evitar su extensión y mantenerlos dentro de los límites de lo tolerable. En línea con esto, nuestro objetivo es contribuir a este debate, evidenciando la tensión control social vs. protección social, comparando dos espacios: uno definido como de control social (el sistema penitenciario) y el otro como de protección social (centros de acogida para mujeres que sufren violencia de género), si bien ambos comparten finalidades tanto dirigidas hacia la protección social (de la violencia de género y orientada a la reinserción social para las mujeres presas) como al control (limitando la movilidad de las mujeres víctimas de violencia de género en aras de su seguridad y privando de libertad a las mujeres presas para pagar por el delito cometido). Así mismo, somos conscientes de que ambos espacios tienen objetivos diferentes, pero, lo que nos interesa traer aquí es el hecho de que parecen compartir una característica común: la deriva punitiva y disciplinizadora hacia las mujeres.

Son cuestiones que no pueden comprenderse si no nos referimos previamente a dos aspectos, en primer lugar, al imaginario social existente tanto en torno a las mujeres víctimas de violencia de género como a las mujeres presas, y, en segundo lugar, a cómo los “asuntos de mujeres” han pasado a formar parte de las políticas públicas.

Si nos centramos en la primera cuestión, vemos que las mujeres víctimas de violencia de género han tenido que ajustarse a una imagen de la buena víctima basada en ser cis-mujeres, inocentes y de clase media, que desean el rescate paternal del estado y que éste castigue a los criminales, que son retratados como monstruos (Gruber, 2020). Además, desde este discurso se sostiene una narrativa que proclama que la violencia les ocurre a todas las mujeres por igual y, por lo tanto, ignora la evidencia que indica que el privilegio influye no solo en las formas que la violencia adopta, sino en los recursos con los que se cuenta para afrontarla. Kimberle Crenshaw (1991) advirtió hace tres décadas que las representaciones esencializadas de la identidad solo visibilizan a los más poderosos dentro de cada grupo. En el caso de la violencia de género, la narrativa que se refiere a todas las mujeres se basa en una experiencia de mujer cis de clase media blanca. Este retrato racializado y de género de la victimización hace que las personas de color y las personas trans no sean legibles como sobrevivientes de la violencia de género (Bonet i Martí, 2007).

Así mismo, si miramos a las mujeres presas vemos cómo estas soportan una gran estigmatización, siendo víctimas de lo que distintas autoras llaman “la triple condena”: social, personal y penitenciaria (Juliano, 2009; Aguilera, 2011; citado en Valenzuela-Vela, 2019). El aspecto social está relacionado con la ruptura del rol social encomendado a las mujeres. La tradicional idea de que las mujeres debemos ser naturalmente virtuosas hace que nuestras transgresiones se evalúen desde una perspectiva moralista en mayor medida que las de los hombres. Los delitos femeninos tienden a verse implícitamente como «pecado» y se transforman fácilmente en culpa (Juliano, 2009). En relación con el elemento personal, las mujeres privadas de libertad se enfrentan a un mayor desarraigo familiar, ya que, en la mayoría de las ocasiones, su situación implica la desintegración de la familia, puesto que eran ellas las que sostenían la unidad familiar. Esto último no siempre sucede si es el hombre el que entra en prisión, pues son ellas las que mantienen el rol de “cuidadoras”. En tercer lugar, la condena propiamente penitenciaria (aspecto en el que profundizaremos más adelante), en la que van a tener unas condiciones de cumplimiento más duras por el simple hecho de serlo, ya que, mayoritariamente cumplen condena en macro cárceles de hombres.

En segundo lugar, si miramos cómo los asuntos “de mujeres” han pasado a la agenda pública, vemos que varias autoras han reflexionado sobre el papel del movimiento feminista durante la transición entre dictadura y democracia (Agustín-Puerta, 2003; Folguera Crespo, 1988, 2012; Nash, 2012; Uría-Ríos, 2009) y sobre la “institucionalización del feminismo”, es decir, la inclusión de las ideas feministas, y de las propias mujeres que participaban en el movimiento, dentro de las instituciones. Un feminismo que “basa toda su actividad en las reformas legislativas y, sorprendentemente, en la protección penal” (Uría-Ríos, 2009, p. 199). Donde, en palabras de la jurista Elena Larrauri (2011), “existe poca inversión en todo lo que pueda cambiar la pobreza, dependencia y precariedad de las mujeres, pero existen numerosas leyes penales para proteger a la mujer (Coker, 2001)” (p. 5). Esta inclusión partidista de los intereses de las mujeres en la agenda pública está determinada por el hecho de que son las propias instituciones quienes deciden qué temas incluir y cuáles no (Gil, 2011). Con un movimiento feminista cada vez más integrado en las instituciones y en el que, como consecuencia de lo anterior, se pueden identificar prácticas clientelares, a través de la concesión de subvenciones a las asociaciones de mujeres (Uría-Ríos, 2009).

Este es el contexto que propicia la tensión protección/control a la que nos referíamos antes y que la autora Kristin Bumiller (2008), en su trabajo sobre violencia sexual en los Estados Unidos, formula como la complementariedad que se produce con frecuencia entre las estructuras de “bienestar” (lo que ella llama “Estado terapéutico”) y el sistema penal. Complementariedad que se basa en la forma en que las dos áreas crean un espacio donde se priva de sus derechos, se controla y se victimiza a las mujeres pobres y otros grupos desfavorecidos, con un “exceso de confianza en el sistema de justicia penal” (Dasgupta, 2003) y una individualización y despolitización de las respuestas a los problemas sociales (Brown y Halley, 2002; Bumiller, 2008). Este exceso de confianza lleva a la socióloga Elizabeth Bernstein (2007), a acuñar el término carceral feminism, entendiendo este como “a vision of social justice as criminal justice, and of punitive systems of control as the best motivational deterrents for men’s bad behavior” (Bernstein, 2005, p. 58)3, ocurriendo, tal y como plantean Janet Halley (2018), lo que Kerry Rittich (2004) llama selective engagement de las ideas feministas por parte del Estado.

Esta selección, hecha por los poderes públicos, está sujeta a los debates de las agendas políticas de los partidos, y hace que, en ocasiones, a pesar de que las demandas de derechos tienen su origen en reivindicaciones feministas, su resultado no pueda describirse como feminista. Resultado que se concreta en medidas en las que la victimización y la identidad son prerrequisitos para la inteligibilidad legal, dejando fuera del debate preguntas sobre los costos de estas estrategias, como el refuerzo del sistema penal, donde apenas se han explorado otras alternativas (Daich y Varela, 2020) y con una serie de exclusiones y disciplinamientos que tienen también una lectura de género, tal y como veremos.

En resumen, uno de nuestros argumentos principales en este artículo, en línea con el enfoque de las autoras anteriores, es que, también en España existe un “compromiso selectivo” con las ideas feministas por parte de las políticas públicas. Hay algunas demandas, aquellas más punitivas y dirigidas a proteger a las mujeres mediante leyes penales, que se han transformado en políticas públicas, mientras que hay otras, más liberadoras y transformadoras, que se han quedado fuera del espacio político. Generándose, así mismo, unos preocupantes “vasos comunicantes” entre la protección y el castigo, aspecto que procederemos a ejemplificar a partir de los dos análisis de casos a los que nos referíamos al inicio del texto.

3 Metodología

En este apartado, vamos a presentar brevemente las dos investigaciones, así como a desarrollar cómo hemos abordado metodológicamente este texto.

Para mí, Lorena Valenzuela-Vela, mi vinculación con el ámbito penitenciario comienza en 2013, con las prácticas de Grado en Trabajo Social en un Centro Penitenciario de Andalucía. Lugar al que sigo vinculada, acudiendo semanalmente para realizar talleres con las mujeres presas. Así, el trabajo que se presenta en este artículo forma parte de un proyecto de tesis doctoral más amplio, que comienza en 2016 y acaba de finalizar. Los objetivos de mi investigación han sido, primero, abordar las formas en que el Sistema Penitenciario Español interviene en el proceso de reinserción de las mujeres reclusas, y cómo el Estado combina la función “re-socializadora” y de control en un contexto de estigmatización y exclusión. Segundo, explorar las experiencias, formas de resistencia y agencia que las mujeres desarrollan durante este proceso.

Para acercarme a esta realidad he realizado el trabajo de campo en los distintos establecimientos penitenciarios de una provincia andaluza (Centro Penitenciario Ordinario y Centro de Inserción Social), durante tres periodos de tiempo, desde julio de 2016 hasta julio de 2020. Se trata de dos centros mixtos, donde cumplen condena tanto hombres como mujeres. De esta forma, he realizado observación participante, así como un total de 45 entrevistas semi estructuradas, en los distintos espacios, tanto con mujeres privadas de libertad clasificadas en segundo o tercer grado y/o condicional (34 entrevistas); como con profesionales del Trabajo Social, de la Psicología, de la Educación, y puestos directivos (11 entrevistas) tanto del centro como de ONG que intervienen directa o indirectamente con ellas. En todas las ocasiones he contado con los permisos de investigación concedidos por la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias.

Mi acercamiento —Ana Alcázar-Campos— a la atención social que se presta a mujeres víctimas de violencia de género en Andalucía, lo realizo partiendo de dos elementos. En primer lugar, como ya hice en un artículo anterior (ver Alcázar-Campos, 2013), aprovecharé mi experiencia durante más de quince años dentro del staff directivo del Servicio Integral de Atención y Acogida a Mujeres víctimas de violencia de género y sus hijos e hijas en Andalucía. Un trabajo que implicaba la interlocución directa y diaria con las profesionales de los centros de acogida, haciendo también labores de intermediación con las entidades financiadoras, ante las que rendíamos cuentas. Esta experiencia me ha dado acceso no solo a las vivencias cotidianas de estas mujeres y sus hijos e hijas sino a las reflexiones de los y las profesionales, así como me ha permitido incidir en algunas de las propuestas de medidas de políticas públicas que se hicieron durante esos años (de 1995 a 2010), entre otras, la Ley 13/2007 de Violencia de Género del Gobierno Andaluz o el Reglamento de Régimen Interno de los Centros. En segundo lugar, tomando como referencia ese conocimiento situado, examino el sistema de protección establecido en Andalucía y recupero anotaciones y vivencias para analizar críticamente leyes y reglamentos, que serán tratados como textos culturales y dialogarán con las reflexiones surgidas en la práctica profesional. En resumen, mi conocimiento de esta realidad deriva de haber sido parte de la implantación y transformación del sistema.

Los intereses académicos y teóricos de ambas, así como el proceso de dirección de la tesis doctoral de Lorena Valenzuela-Vela, nos llevaron a compartir y reflexionar sobre cuestiones que nos preocupaban y que aparecían en nuestras investigaciones e intervenciones. De esta forma, partiendo de una pregunta base: ¿qué hace que unas mujeres sean tan visibles en las políticas públicas, las mujeres víctimas de violencia de género, y otras tan invisibles, las mujeres en las cárceles? las discusiones teóricas y los análisis de los documentos jurídicos donde se plasman estas medidas nos llevaron a reflexionar acerca de lo que nosotras identificamos como “vasos comunicantes” entre el castigo y la protección, problematizando la separación radical que se da entre ambos sistemas. Así, nos preguntamos: ¿Son diferentes los programas y las leyes dirigidas a ambos colectivos? ¿Podemos rastrear algunas conexiones entre las políticas públicas dirigidas a proteger a las mujeres y las dirigidas a castigarlas? ¿De qué manera ambas comparten una visión particular de lo que es ser mujer?

Para responder a estas preguntas, seleccionamos los principales textos legales y programáticos relacionados con ambas poblaciones en nuestros contextos respectivos y los analizamos partiendo de dos categorías: la idea de la buena víctima y de la buena madre, entendidas ambas como dos formas específicas de controlar a las mujeres, basadas en las desigualdades de género. Un aspecto que, de acuerdo con nuestra revisión de la literatura sobre el giro punitivo, apenas ha sido analizado en el contexto del Estado español.

4 Resultados y discusión de los casos de estudio

Comenzamos esta sección presentando el contexto de nuestro trabajo, contexto formado por políticas públicas dirigidas a mujeres que son víctimas de violencia de género, en un caso, y mujeres que están en prisión, en el otro. Entendemos que el análisis de estas políticas públicas se vuelve esencial para comprender en profundidad los procesos de exclusión-control-domesticación en los que las mujeres se ven envueltas; en otras palabras, los procesos de control social ejercidos a través de políticas públicas. En este contexto también es crucial un análisis de las formas en que el feminismo institucional, donde se da una definición de los problemas sociales mediante las leyes y un predominio de las políticas punitivas, juega un papel en esto.

4.1 Refiriéndonos a la violencia de género: las buenas víctimas

Si nos centramos en la violencia de género, podemos ver cómo el propio término ha estado presente en los espacios feministas (Uría-Ríos, 2009), presencia que ha contribuido a darle a su significado cierta estabilidad y consenso, algo que se plasmará finalmente en la Ley 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género (Boletín Oficial del Estado n 313, 29 de diciembre de 2004; en adelante, Ley 1/2004). Así, si bien podemos trazar un camino que conecta al movimiento feminista con el debate acerca de los diferentes cambios en la legislación sobre violencia de género (tal y como abordan Bustelo Ruesta, 2004; Carballido González, 2007; De Miguel Álvarez, 2003; Ferrer y Bosch, 2007; Gil-Ruiz, 1996), no podemos dejar de señalar que esta alianza, que se vivió como un triunfo del movimiento, ha derivado, en los últimos tiempos, en una serie de críticas por parte de algunas académicas juristas feministas, quienes consideran que existe una disparidad entre la definición legal y la realidad social de la violencia de género (Maqueda Abreu, 2009), cuestionando el énfasis hecho en la denuncia penal y la limitación que supone la definición de violencia de género como aquella ejecutada por el compañero sentimental (hombre). En esta línea, se denuncia que esta ley parte de un concepto de violencia de género forjado en una sociedad heteropatriarcal que, si bien supone un avance en el reconocimiento de derechos de determinadas mujeres, deja fuera de la protección de la ley otras identidades sexo-genéricas minorizadas (Bonet i Martí, 2007) y no aborda en profundidad la interacción de diferentes ejes de opresión, que deberían ser abordados desde una mirada interseccional (Guzmán Ordaz y Jiménez Rodrigo, 2015).

Esta definición legal está presente en dos documentos: la Ley 1/2004, como mencionamos, y la Ley 7/2018, de 30 de julio, que modifica la Ley 13/2007, de 26 de noviembre, de medidas para la prevención y protección integral de la violencia de género en Andalucía (BOJA, n148, 01 de agosto de 2018; en adelante, Ley 7/2018). Ambas definen de forma diferente lo que entienden por violencia de género. La primera, la Ley 1/2004, la circunscribe al ámbito relacional de la pareja, alejándose de la definición dada por Naciones Unidas. La segunda, la ley andaluza 7/2018, resulta más ambiciosa, por cuanto que amplía la consideración de víctima a colectivos convivientes con la mujer víctima, más allá de los y las menores. También, respecto a la identificación de los actos en los que se ejerce la violencia, no solo se circunscribe a la que se produce en el ámbito de la pareja o expareja, con independencia de que exista o no convivencia entre ellos. Esto implica que, en el contexto de Andalucía, coexisten dos acepciones diferentes de lo que significa violencia de género, una más restrictiva y otra más amplia (amplitud que también se contempla en el Pacto de Estado contra la violencia de género, aprobado en 2017).

Estos instrumentos legales constituyen el marco institucional de los Centros de Acogida para Mujeres Víctimas de Violencia de Género, que surgen en España en la década de 1980 como resultado de la movilización y reivindicaciones del movimiento feminista, avanzando su consolidación durante la década de 1990, y del que nos interesa analizar su deriva hacia lógicas punitivas o de control. En el caso concreto del Servicio Integral, esta deriva viene reflejada, fundamentalmente, con la obligatoriedad de interponer denuncia para acceder a la Casa de Acogida. El 21 de julio de 2009 se publica en el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía la Orden de 6 de julio de 2009, por la que se aprueba el reglamento de régimen interno de los centros que componen el servicio integral de atención y acogida a mujeres víctimas de violencia de género y menores a su cargo que las acompañen en la Comunidad Autónoma de Andalucía. En el art. 8 del Título IV, relativo al Régimen de Ingresos y Bajas de las personas usuarias, se establece que, para acceder a los recursos, a excepción de la admisión a los centros de emergencia, las mujeres deben mostrar una copia de la denuncia penal.

Esta obligatoriedad tiene consecuencias en el funcionamiento del Servicio Integral, alterando, por ejemplo, las dinámicas de trabajo de los Centros de Emergencias. Concebidos como el primer nivel de atención residencial, un aspecto fundamental que se modificó fue el tiempo de estancia, previsto para fuese de entre una semana y quince días, y que se alargó en aquellos casos en los que las mujeres no querían interponer una denuncia, pero no contaban en ese momento con alternativas convivenciales a la Casa de Acogida que fueran seguras. Esto era especialmente difícil para aquellas mujeres donde la imbricación de diferentes ejes de desigualdad contribuía a crear situaciones de mayor vulnerabilidad. Un ejemplo sería la situación de Salma (no es su nombre real), una mujer marroquí quien, a pesar de llevar residiendo en España cinco años, aún no tiene permiso de trabajo y su residencia depende de continuar casada con su marido (español). Salma ingresa con sus tres hijos, de 3, 6 y 8 años, en emergencias y, en un primer momento, decide no interponer denuncia por miedo a que puedan expulsarla del territorio nacional al no contar con residencia por sus propios medios sino en tanto que “dependiente” del supuesto agresor. Salma salió de Emergencias al domicilio de una amiga después de permanecer más de dos meses en él (Diario personal, noviembre de 2000). Esta última situación fue cambiada por la Reforma de 2009 de la Ley Orgánica 2/2009 sobre los derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social (BOE, n 299, 12 de diciembre, 2009), que legalizó la solicitud de residencia por razones humanitarias como víctimas de violencia de género. No obstante, debemos tener en cuenta que la residencia se otorga a discreción del juez, no automáticamente. Antes de 2009, estas mujeres corrían el riesgo de abandonar la comisaría de policía no solo con una denuncia penal por violencia de género, sino también con una orden de deportación.

Este y muchos otros casos son ejemplos de numerosas situaciones en las que las mujeres, por diferentes razones, no desean presentar una denuncia penal. Este es un requisito —no solo para la admisión en las casas de acogida, que es lo que estamos abordando aquí, sino también para el reconocimiento de sus derechos como “víctimas”— que es problemático en sí mismo, no solo en términos prácticos, sino también en términos de modelos de intervención de trabajo social, por varias razones. Primero, al considerar que la denuncia le capacita como víctima implica que estos modelos se basen en lo que se entiende por tal, en la buena víctima. Es decir, “se centran en la naturaleza victimizada de las mujeres, que requieren intervención y protección del Estado cuando sus protectores naturales, sus padres y esposos dejan de hacerlo” (Macaya, 2017, p. 94). En estos casos, la victimización implica pasividad y una reducción del problema al nivel del individuo, así como una no consideración de otros ejes de desigualdad que les alejan del ideal de víctima construido. Segundo, la denuncia marca un itinerario institucional (Dodier y Bardot, 2009, citado en Casado-Neira y Martínez, 2016, p. 881) que las mujeres “víctimas” usan para escapar de la violencia, siendo difícil salirse del mismo. Ambos aspectos tienen consecuencias nefastas para las mujeres y para el sistema en sí, que pasa, desde nuestro punto de vista —y tal y como veíamos cuando hacíamos referencia al giro punitivo de las políticas públicas— de querer transformar la sociedad a contener el problema de la violencia de género dentro de los márgenes de lo tolerable por el Estado.

4.2 Mujeres en prisión: las buenas madres

En relación con el encarcelamiento femenino en el Estado español habría que hacer algunas consideraciones. En primer lugar, reseñar que, al igual que en el contexto internacional, la atención hacia las mujeres en prisión ha sido mínima, en base a su escasez proporcional, o por el olvido casi sistemático que vienen padeciendo (Imaz, 2007). Esta situación da como resultado que la población carcelaria femenina sea invisible tanto a los ojos de la sociedad como a los ojos de la Administración. En segundo lugar, se ha caracterizado por la moralización, disciplina y control hacia las mujeres presas, al considerarlas doblemente transgresoras (de la ley y de los mandatos de género). En tercer lugar, se torna crucial denunciar la situación de desigualdad a la que se enfrentan (Añaños-Bedriñana, 2017; Ballesteros y Almeda, 2015; De Miguel Calvo, 2008, 2017; Mapelli Caffarena, et al., 2013, Navarro Villanueva, 2018; Yagüe Olmos, 2012; entre otras). Desigualdad que está relacionada con varios problemas, entre otros: los espacios físicos que ocupan, por lo general, espacios residuales dentro de las macro-prisiones masculinas; la sobre-medicalización; la creación de programas de tratamiento a partir del imaginario del recluso tipo varón; la no adaptación de las prisiones para entender las complejidades inherentes a la experiencia del embarazo o la maternidad en prisión; o la existencia de oportunidades de trabajo en prisión desiguales, escasas y sesgadas por preconcepciones de género.

En tercer lugar, existe una sobre-representación de mujeres inmigrantes y gitanas. Es por esto que estudiar la realidad penitenciaria y las mujeres presas, exige de análisis interseccionales que reconozcan e incluyan, simultáneamente con el género, otras dimensiones que reflejan las múltiples opresiones que atraviesan la vida cotidiana de estas. Siguiendo a Elisabeth Almeda Samaranch (2017) estos análisis reflejan una mayor severidad punitiva y penitenciaria sobre las presas no nacionales, no europeas, a partir de clasificaciones y/o de categorías estereotipadamente racistas que las discriminan y las criminalizan aún más.

Si bien esto es así, a nivel de políticas públicas hay que reconocer que se han puesto en marcha acciones concretas para visibilizar a las mujeres presas y denunciar su situación de desigualdad y discriminación (Ballesteros y Almeda, 2015; Navarro Villanueva, 2018). Algunas de estas acciones serían, primero, la aprobación de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres (BOE, nº 71, de 23 de marzo de 2007) que recoge los supuestos de doble discriminación y especial vulnerabilidad para las mujeres presas. En segundo lugar, la puesta en marcha del Programa de Acciones para la igualdad entre mujeres y hombres en el ámbito penitenciario, en abril de 2009, con Mercedes Gallizo como directora general de Instituciones Penitenciarias. Un programa que termina en 2011, sin que se haya publicado ninguna evaluación al respecto, con una implantación parcial y desigual de las medidas contempladas para lograr la igualdad en el ámbito penitenciario (Francés Lecumberri, 2015). Ana Ballesteros Pena y Elisabet Almeda Samaranch (2015) defienden que se trató de un programa breve, sin análisis de resultados, incoherente en algunos aspectos, insuficiente en otros. Tercero, la reciente publicación del primer estudio sobre la situación de las mujeres privadas de libertad de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias (2021). Como resultados relevantes destacan, entre otros, que muchas de ellas no participan en programas de tratamiento, presentan una formación laboral escasa, y denuncian la monotonía y la insuficiencia de las actividades en sus centros. Finalmente, destaca la publicación de dos textos, cuyo recorrido e implementación están por ver. La Instrucción 4/2021 sobre las medidas para evitar el acoso sexual y por razón de sexo en el ámbito laboral penitenciario y la Orden de Servicio 6/2021 de fundamentos para la implementación de la perspectiva de género en la ejecución penitenciaria que supone un hito, ya que reconocen que es necesario incorporar dicha perspectiva para conocer la situación de mujeres y hombres en el ámbito penitenciario, percibir posibles desigualdades y corregirlas, además de advertir que el diferente peso poblacional de ambos géneros construye una normalidad en la gestión penitenciaria que ha supuesto la consolidación de situaciones de desigualdad en todos los estamentos penitenciarios.

A pesar de todo lo anterior, los análisis de la Ley Orgánica General Penitenciaria 1/79 de 26 de septiembre (BOE, nº 239, de 05 de octubre de 1979) y el Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero, por el que se aprueba el Reglamento Penitenciario (BOE, nº 40, de 15 de febrero de 1996), ponen de manifiesto la falta de atención hacia las mujeres presas y su invisibilidad (Almeda, 2003; Yagüe Olmos, 2012). Ambos textos escasamente se refieren a las mujeres presas, previendo únicamente disposiciones con relación al trabajo, la atención sanitaria o el régimen sancionador, todas ellas con respecto al embarazo y la situación de madres con hijos (Francés Lecumberri, 2015). Es decir, las mujeres aparecen representadas en estos documentos en su condición de reproductoras, sin atender a sus particularidades más allá de este ámbito.

Basándonos en lo anterior, argumentamos que, aunque las medidas de política pública —traducidas en leyes y programas— reconocen la existencia de problemas que afectan a las mujeres (falta de atención a las reclusas y su especificidad de género), el sistema en su conjunto impone una serie de condiciones que, argumentamos, están relacionadas con el giro punitivo de las políticas públicas y que tienen una lectura de género.

Un primer ejemplo sería el hecho de que las mujeres toman trayectorias diversas tras finalizar sus estancias en los Centros Ordinarios, se dispersan y su llegada y permanencia en los CIS es menor que la de los hombres, dado que el régimen semiabierto y el uso del dispositivo de etiquetado electrónico se impone más a las mujeres que a los hombres (Otero González, 2012). Según datos de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias (abril de 2021), el 28,4 % de las mujeres privadas de libertad estaban en régimen semiabierto, en comparación con el 17,6 % de hombres, a pesar de que el porcentaje total de mujeres en centros penitenciarios es solo 7,5 %.

Dichas decisiones tienen que ver con la política penitenciaria. En concreto, el Reglamento Penitenciario (BOE nº 40, 1996) —a pesar de mencionar en pocas ocasiones a las mujeres y sus necesidades (utilizando el masculino genérico en la mayor parte del articulado)— recoge en su artículo 82.2, en relación al régimen abierto restringido, que, en el caso de mujeres clasificadas en tercer grado, si se justifica (mediante informe de los Servicios Sociales correspondientes) la imposibilidad de desempeñar un trabajo remunerado en el exterior y que va a desempeñar labores de cuidados en su domicilio familiar, se considerarán estas como trabajo en el exterior.

Esto hace que las mujeres que mantienen su rol y deber de cuidadoras tengan más posibilidades de cumplir la última parte de la condena en libertad condicional, mediante el uso de la pulsera telemática4. Este hecho, que puede ser visto como algo beneficioso para las mujeres, puede ser leído también como una recompensa por su rol como cuidadoras y madres. Ambos significados conviven, no son excluyentes, pero nosotras estamos interesadas en visibilizar el papel de estas políticas en la reproducción y reificación de los roles de género.

Y es que, como se establece en el Real Decreto 190/1996, y siguiendo el informe europeo “Mujeres, Integración y Prisión” (2005), la relación con la familia es un indicador de arraigo social que se tiene en cuenta a la hora de conceder permisos o el tercer grado. Esto plantea varios problemas, por un lado, una discriminación para aquellas personas que no cuentan con familia ni domicilio, lo que significa que sus posibilidades de disfrutar de permisos o del tercer grado se reducen; y, por otro lado, la presión que se ejerce al final de la condena de las internas para que recuperen o estrechen sus lazos familiares. Todo ello contrasta con el menor apoyo que reciben para sustentar a sus familias, tanto antes de la entrada en prisión como durante el encarcelamiento. Sin embargo, el sistema penitenciario español no solo otorga especial importancia a la familia, sino también al papel de madre y cuidadora dentro de la familia. De este modo, la responsabilidad de atención y cuidado familiares de las mujeres presas pasa a ser, en ocasiones, exigencia y elemento de juicio hacia sus trayectorias. La política penitenciaria, bajo el criterio de “beneficiar” a las mujeres, genera estrategias para seguir produciendo y controlando un perfil de mujer adecuada y a medida para estar en la sociedad, sustentando el sistema. Pero ¿qué sucede con aquellas mujeres que no son madres o no tienen el rol de cuidadoras?

Podría estar generándose, entonces, un modelo ideal de mujer reinsertada (Bello Ramírez, 2013): madre, cuidadora, esposa, que decide olvidar su pasado y se muestra arrepentida y culpable. Un modelo que le recuerda que no debe volver a perder ese rol y que tiene que recuperar el tiempo perdido para que se olvide la etiqueta de “mala madre” con la que cargó al ingresar en prisión. De esta forma, determinadas estrategias relacionadas con la maternidad, el cuidado, la pasividad y la domesticidad de las mujeres presas hace que puedan pasar de ser vistas como “sujetas de riesgo” (presas) a “buenas madres” y “buenas mujeres”. No deja de ser paradójico, como señala la antropóloga Dolores Juliano Corregido (2009), cómo, para ser una “buena madre” se puede llegar a ser “mala mujer”. Más bien, añadimos nosotras, el ser “buena madre” se utiliza para intentar desprenderse de la etiqueta de “mala mujer”.

5 Conclusiones

A lo largo de estas páginas hemos querido realizar un análisis (parcial) de las políticas públicas de igualdad en España y de las formas en que el Estado ha cooptado el discurso de la igualdad para controlar a poblaciones vulnerabilizadas. Para ello, hemos incorporado el estudio de dos casos: mujeres presas en semi-libertad y víctimas de violencia de género, acercándonos a ambos por su carácter contrastante en cuanto a la visibilidad que tienen en los medios de comunicación y las políticas públicas, centrándonos en estas últimas, al entender que los textos institucionales y de políticas públicas proporcionan las líneas de actuación e intervención con la población a la que van dirigidos, ordenan la realidad y generan prácticas de acción social (Agrela-Romero, 2004).

En el caso de la política penitenciaria, el marco legal promueve la igualdad formal, sin embargo, salvo en lo referente a la separación por sexos en el internamiento o en la consideración de situaciones especiales (la maternidad, casi exclusivamente) no contempla necesidades específicas ni diferencias relacionadas con el género. Pero, más grave aún, incluso medidas que supuestamente benefician a estas mujeres, incorporan en el imaginario colectivo determinadas (re)presentaciones de género y prisión, construyen a las mujeres privadas de libertad como reproductoras de los estereotipos de género tradicionales en tanto que madres, esposas, cuidadoras…

En el caso de las políticas dirigidas a mujeres víctimas de violencia de género nos encontramos con una preocupante, a nuestro juicio, interrelación entre los mecanismos punitivos y de protección. La Ley 1/2004 es un claro ejemplo de la consolidación de la justicia penal como aparato de control y de la sumisión del sistema social al sistema punitivo. Mediante la obligatoriedad de la denuncia, el sistema punitivo da acceso al sistema de protección social, reproduciendo un ideal de víctima que cede todo el control sobre su proceso al Estado y sus agentes y donde no se abordan otros ejes de desigualdad que no sea el género. Esta reproducción genera situaciones de exclusión y/o dificultades en los sistemas de protección cuando surgen fricciones entre los mecanismos punitivos y de protección. Así, la obligatoriedad de la denuncia, algo que debía entenderse como un derecho y no como una obligación, implica una homogeneización de la variedad de situaciones que pueden darse en mujeres que sufren violencia de género, al tiempo que se ha convertido en el elemento que valida la veracidad de los relatos de las mujeres y, por tanto, genera los derechos definidos en las distintas medidas de política pública.

En conclusión, argumentamos que ambos casos nos pueden ser de utilidad para reflexionar acerca de lo que nosotras llamamos “los vasos comunicantes” entre protección y castigo. En uno de ellos, evidenciando cómo la política penitenciaria se centra en la transformación de la mujer “criminal” en una madre y esposa domesticada, adquiriendo hábitos de pasividad y obediencia (Bhavnani y Davis, 2007). Y, en el otro, mostrando cómo solo la víctima ideal, cis-mujer, blanca, que interpone denuncia y sigue un proceso judicial, es creída en su relato y es merecedora de la ayuda por parte del sistema de bienestar. Todo esto refleja una visión de la justicia social como justicia penal (Bernstein, 2005) y una forma de ser mujeres que se aplica a las mujeres pobres y desfavorecidas, que deben ajustarse a los ideales prescritos. Todavía hay mucho trabajo por hacer y es nuestra intención continuar debatiendo sobre cómo se cruzan las políticas de atención y las políticas punitivas. En el proceso, podemos reflexionar, por ejemplo, sobre cómo las políticas sociales y punitivas construyen una víctima ideal en términos de raza y clase social, sobre cuál es la agencia de las mujeres “sobre-intervenidas” o “sobre-controladas”, y sobre cuál es el papel de las profesionales del trabajo social que aplican estas políticas.

6 Agradecimientos

Agradecemos a los y las revisoras de este artículo sus minuciosas y oportunas sugerencias al mismo.

7 Financiamiento

Este artículo ha sido posible gracias al Proyecto de Investigación: VIDEGRA. Violencias de género en un contexto de cambios: retos y desafíos para un análisis desde la perspectiva de género (B‐SEJ‐220‐UGR20). Financiado por la Junta de Andalucía, Ayudas en concurrencia competitiva a Proyectos I+D+i en el marco del Programa Operativo FEDER Andalucía 2014‐2020, cuya IP es Ana Alcázar Campos.

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