Gramsci y el problema del derecho. Una aproximación crítica

Gramsci and the problem of right. A critical approach

  • Martina Lassalle
Las reflexiones de Antonio Gramsci en torno al problema del derecho son escasas y fragmentarias, tanto en los escritos previos a su encarcelamiento como en los denominados Cuadernos de la Cárcel. Por eso, tal vez no resulte muy llamativo que haya pocas producciones que se dediquen a analizar directamente el modo en que este autor ha pensado esta problemática. En este trabajo nos proponemos contribuir a cubrir este espacio de vacancia. Presentaremos, en primer lugar, una hipótesis de lectura sobre el problema del derecho en Gramsci, articulando la misma a partir del par conceptual coerción-consenso. Finalmente, intentaremos ir más allá de sus planteos, e introduciremos una posible hipótesis sobre la forma en que el derecho participa de la producción de hegemonía.
    Palabras clave:
  • Gramsci
  • Derecho
  • Coerción
  • Hegemonía
  • Sanción penal
Antonio Gramsci’s reflections on the problem of right are scarce and fragmentary, both in the writings preceding his incarceration and in the so-called Prison Notebooks. For that reason, it may not seem very much surprising that there are only a few productions that directly address the way in which this author has analyzed this problem. In the present article, we seek to contribute to fulfill this vacancy. In the first place, we will present a reading hypothesis about the problem of right in Gramsci, articulating it as of the conceptual pair coercion-consensus. We will finally try to go beyond his analyses, and we will introduce a possible hypothesis about the way in which right participates in the production of hegemony.
    Keywords:
  • Gramsci
  • Right
  • Coercion
  • Hegemony
  • Punishment

1 Introducción

Las reflexiones de Antonio Gramsci en torno al problema del derecho son escasas y fragmentarias, tanto en los escritos previos a su encarcelamiento como en los denominados Cuadernos de la Cárcel. Por eso, tal vez no resulte muy llamativo el hecho de que haya pocas producciones —sobre todo si consideramos la vasta literatura que existe sobre Gramsci— que se dediquen a analizar directamente el modo en que este autor ha pensado esta problemática1. Para contribuir a cubrir este espacio de vacancia, en este trabajo nos proponemos reconstruir y articular sus principales aportes con relación al problema del derecho, leyéndolos a la luz del par conceptual coerción-consenso. Indagar en torno a esta problemática en la obra de Gramsci reviste particular importancia, pues se trata de un punto de partida ineludible y fundamental para abordar la compleja y crucial relación entre derecho y hegemonía. Pero, a su vez, los esfuerzos por cubrir este espacio de vacancia permitirán poner en diálogo sus reflexiones con otras perspectivas que puedan complementarlas y profundizarlas.

Dado el carácter fragmentario de la obra de Gramsci, resultará imprescindible, en primer lugar, reponer algunos de sus planteos nodales para así explicitar los términos de lectura que subyacen a nuestro análisis. En este sentido, nuestro método consistirá en realizar una lectura transversal de los textos que componen los Cuadernos de la Cárcel, con el objetivo de describir la sintaxis teórica básica presente en ellos. Siguiendo la propuesta de Hughes Portelli (1972/1982), tomaremos el concepto de bloque histórico como categoría vertebradora para despejar la lógica conceptual fundamental de la propuesta gramsciana2. Entendemos, a su vez, que la clave de lectura que aquí adoptamos es indudablemente reductiva, pues se centra en reconstruir y articular los conceptos considerados más básicos, dejando en gran medida de lado las variadas y ricas direcciones que cada uno de los textos abre. Sin embargo, creemos que reponer el esquema conceptual que atraviesa y comunica sus textos proporcionará riqueza interpretativa a los fines de analizar la problemática que aquí nos ocupa.

Una vez reconstruida esta sintaxis más general, presentaremos, en segundo término, una lectura posible sobre el derecho en Gramsci. Con el objetivo de reconstruir y articular sus principales aportes en torno a este problema, realizamos una lectura transversal de los Cuadernos de la Cárcel, articulando la misma a partir del par conceptual coerción-consenso. Así, comenzaremos por ver que Gramsci comparte la visión del marxismo clásico: el derecho penal es pensado como un instrumento propiamente coercitivo del cual se sirve el bloque dominante para imponer su dominación. Es, en ese sentido, un ‘brazo’ fundamental del Estado capitalista. Sin embargo, podremos asimismo observar que Gramsci se propone dar un paso más allá. Como intentaremos mostrar, en sus desarrollos el derecho presenta, al mismo tiempo, una arista vinculada al consenso, fundamentalmente cuando no opera mediante sanciones y castigos. A pesar de esto, tal como el autor sostiene: “no por ello deja de ejercer presión colectiva y obtiene resultados objetivos de elaboración en las costumbres, en los modos de pensar y de actuar, en la moral” (Gramsci, 1948/2000h, p. 21). Esto muestra el rol crucial que el derecho tiene en la producción de hegemonía; es decir, en la propagación de una determinada concepción del mundo por todo el cuerpo social. Es importante subrayar, además, que todas las reflexiones de Gramsci que nos proponemos analizar no son abstractas ni generales. Antes bien, corresponden a una fase del modo de producción capitalista en la que el Estado ya no se limita primordialmente a la tutela del orden público y las leyes. Según Gramsci, la nueva etapa capitalista muestra que este último ha pasado a asumir un rol predominantemente vinculado a una función educativa, o de producción de consenso (Gramsci, 1948/2000b).

Finalmente, una vez analizado este ‘doble carácter’ que entendemos que presenta el derecho como instrumento de dominación en los desarrollos de Gramsci, introduciremos una hipótesis que nos permita ir un poco más allá de sus planteos (tal vez como él lo hizo respecto del marxismo clásico), para así profundizar en torno a los vínculos entre derecho y hegemonía. O, mejor, sobre los mecanismos específicos a través de los que el derecho participa de la producción de consenso, algo que, creemos, no termina de estar explicitado en Gramsci. Para ello, recurriremos a los aportes de Émile Durkheim (1893/1985, 1899/2019) para pensar el castigo penal, así como a las posteriores reformulaciones y profundizaciones de Jeffrey Alexander (1993, 2001) y Sergio Tonkonoff (2012, 2019a, 2019b), las cuales permiten pensar puntualmente el castigo penal como un lugar clave en la producción de hegemonía. Esto último reviste particular relevancia para las ciencias sociales, pues se trata de una articulación poco frecuente que busca pensar los vínculos entre dos cuestiones que, en general, se presentan como antitéticas: el derecho penal y el consenso (o la hegemonía). Y, asimismo, puesto que permite complementar, y quizás radicalizar, los planteos de gramscianos.

2 El bloque histórico como punto de partida

Antes de abordar directamente el problema de lo jurídico en Gramsci, tal como aquí lo leeremos, creemos imprescindible mencionar algunos de sus planteos más generales. Se trata del andamiaje conceptual que vertebra el modo de abordar este problema. Con la categoría de bloque histórico, Gramsci sustituye el concepto marxista tradicional de modo de producción, y propone así otro modo de comprender la compleja relación entre estructura y superestructura. Con esta categoría —aunque no solo con ella—, este autor rompe con el marxismo de corte economicista u objetivista que postulaba la primacía de la estructura económica por sobre el componente superestructural de una sociedad, componente que se pensaba como el simple reflejo de las relaciones de producción o de las condiciones objetivas de existencia de los hombres. El concepto de bloque histórico le permite a Gramsci pensar la unidad entre el nivel estructural y superestructural, mostrando la compleja, muchas veces conflictiva y contradictoria, relación que existe entre ambos. Este movimiento que Gramsci realiza conduce a dejar de pensar las superestructuras como meros reflejos, imágenes o resultados de una base que pertenecería al dominio de lo real, y las vuelve dignas de ser estudiadas, analizadas, en su propia especificidad. La ‘reivindicación’ del nivel superestructural no implica en modo alguno que este tenga primacía por sobre la estructura económica de un determinado bloque histórico, pues, si bien Gramsci rechaza las posturas economicistas, toma igual posición respecto de aquellas que gozan de “exceso de ideologismo” (1948/2000g, p. 33). Dar cuenta del nivel superestructural de manera aislada, sin considerar las relaciones de producción existentes, es algo ciertamente impensable en la propuesta gramsciana. La categoría de bloque histórico busca, más bien, ‘superar’ las posiciones simplistas y unilaterales que no abordan la relación dialéctica y orgánica entre ambos elementos —como dirá Portelli (1972/1982)—, y que solo pueden pensar en términos de la primacía de uno por sobre el otro (cualquiera sea el que tenga esa primacía). Este vínculo orgánico entre estructura y superestructura estará reservado a los intelectuales, “a la capa social que administra la superestructura del bloque histórico” (Gramsci, 1948/2000f, p. 249). Volveremos sobre esta cuestión cuando abordemos el problema puntual que en este artículo nos ocupa.

Este es, creemos, el punto de partida para comenzar a pensar lo jurídico en Gramsci: el derecho corresponde siempre a un bloque histórico concreto. Dos cuestiones merecen ser destacadas en este en este sentido. En primer lugar, que ya se puede ver que Gramsci no ofrece una concepción abstracta y general de los ordenamientos jurídicos y del derecho, sino del modo en que existen en un momento histórico particular dentro del modo de producción capitalista. El momento histórico en el que él realiza sus investigaciones corresponde a aquella fase del capitalismo en la cual el Estado ha abandonado la función de Estado-Gendarme como función principal, para pasar a cumplir, cada vez más, un rol educativo o de producción de consenso (Gramsci, 1948/2000b). En segundo lugar, también vemos que, si bien el derecho (como ideología dominante) no puede ser analizado prescindiendo de su vínculo con las relaciones económicas o estructurales existentes (algo que es muy frecuente, por ejemplo, en los discursos de las ideologías jurídicas de la modernidad), lo cierto es que tampoco puede pensarse como un reflejo lineal y necesario del componente estructural de una sociedad. Antes bien, si ha de ser un instrumento de la clase dominante para asegurar las relaciones económicas, se trata de ver cómo ese ‘instrumento’ funciona pues, recordemos, las superestructuras tienen formas específicas de funcionamiento y lógicas propias que no pueden ser explicadas únicamente a partir de la estructura. Se vuelve necesario, entonces, avanzar sobre los desarrollos de Gramsci en relación al problema de la superestructura ideológica y política, pues allí radican las claves para comprender su concepción sobe el derecho.

Dijimos más arriba: superestructura ideológica y política. Una de las preocupaciones centrales que atraviesa los trabajos de Gramsci, fundamentalmente desde La Cuestión Meridional (1952/2002) (aunque es cierto que también puede rastrearse en escritos previos), concierne al modo en que la dominación puede hacerse duradera en el tiempo. ¿Cómo explicar el apoyo de ciertos sectores sociales al régimen fascista de su época? ¿Basta acaso con el elemento coercitivo con el que el marxismo, así como también la teoría política en general, venían pensando el problema del Estado? Aquí reside uno de los aportes fundamentales de Gramsci: cualquier régimen que busque hacerse duradero en el tiempo, cualquier clase que pretenda durar en el poder por lo menos un tiempo, debe recurrir no solo a la coerción sino también al consenso. Y es que la dominación implica necesariamente ambos componentes; componentes que pueden aparecer (y de hecho lo hacen) en proporciones diferentes según el momento histórico particular. En realidad, de forma más precisa, deberíamos afirmar que, junto con la dominación, vinculada aquí al componente coercitivo, existe la hegemonía, el consenso. De modo que, en Gramsci, el nivel superestructural debe pensarse siempre como la combinación de dominación y hegemonía. En este sentido, el autor ha conceptualizado las superestructuras a partir de dos esferas principales, la sociedad política y la sociedad civil, las cuales se corresponden respectivamente con la distinción entre coerción y consenso que antes mencionábamos. Podrá notarse que, para la tradición teórica en la que se inscribe la propuesta gramsciana, se trata de una forma novedosa de pensar la dominación política. Y esto por cuanto implica una nueva forma de concebir el Estado: una concepción ampliada del mismo, la cual impide que quede meramente reducido al gobierno jurídico o político. En lo que sigue veremos esta cuestión con mayor profundidad para analizar las implicancias que esto tiene para pensar el derecho.

2.1 Derecho y coerción

Dijimos, entonces, dos esferas para pensar el nivel superestructural. Por un lado, aquella que denominó “sociedad política”, y que refiere al Estado en un sentido restringido, como mero aparato. Gramsci señala que es el “Estado Gendarme-vigilante nocturno” el que históricamente puede pensarse como aparato, pues se trata de un Estado que se identifica estrictamente con el gobierno, y que, como tal, se limita a la “tutela del orden público y del respecto de las leyes” (1948/2000b, p. 75). No obstante, según el autor, esta es una concepción históricamente superada, pues Estado y sociedad política, Estado y gobierno, no pueden identificarse más el uno con el otro, dado que esto implicaría no considerar el otro componente de la dominación política que mencionábamos más arriba: el componente vinculado a la hegemonía (es decir, la sociedad civil). Profundizaremos sobre esto último más adelante, pero por el momento diremos que, en esta “ampliación” de la concepción de Estado, la sociedad política sigue teniendo un rol ciertamente importante. Se trata de la esfera que funciona fundamentalmente mediante la coerción que sostiene la dominación mediante el ejercicio de la violencia. En palabras de Gramsci, la sociedad política es “el aparato de coerción estatal que asegura legalmente la disciplina de aquellos grupos que no consientan ni activa ni pasivamente, o para aquellos momentos de crisis de mando y de dirección en los que el consenso espontáneo sufre una crisis” (1948/2000a, p. 188). Y es la burocracia la encargada de cumplir la función coercitiva del aparato estatal. Si bien Gramsci hace un importante esfuerzo por demostrar que esto no basta para asegurar la dominación, lo cierto es que no concibe que el Estado pueda prescindir la función coercitiva. Ahora bien, tal como sostiene Nicos Poulantzas, el componente coercitivo de todo Estado y el componente vinculado al consenso constituyen, en Gramsci, “componentes-cantidades de suma cero” (1978/2005, p. 90). Y esto por cuanto hay un cierto esfuerzo por mostrar que, cuanto más hegemónico logra ser un bloque histórico, menos acentuado será su carácter coercitivo.

Se notará el lugar privilegiado que tienen los tribunales de justicia penal, el ejército, las prisiones y la policía en el ejercicio de la coerción. Son todas ellas instituciones estrechamente vinculadas al derecho penal, y fundamentales en el funcionamiento de la sociedad política. Gramsci sostiene que el sistema penal (que incluye el derecho penal), es el aspecto negativo o represivo de la actividad positiva o civilizadora del Estado (1948/2000d, p. 249) —actividad que, ya veremos, se vincula con la otra esfera del nivel superestructural—. Así, podríamos decir que Gramsci coincide con el marxismo clásico, pues vincula el ámbito de lo penal a una función meramente represiva o coercitiva. Y, entonces, el derecho penal es, también para él, un instrumento que permite la dominación de clase en el capitalismo. Tal como sostiene Tonkonoff (2015, p. 31), el marxismo tradicional —Friedrich Engels (1874/2014) y Karl Marx (1867/2010)— posee una visión instrumentalista de la coerción (de la violencia), donde esta última aparece como un puro medio para la consecución de ciertos fines que le son externos3. Estos fines refieren fundamentalmente a la reproducción de determinadas relaciones sociales de producción.

Cabe remarcar que esta forma de concebir el derecho penal difiere sustancialmente de la propuesta de Durkheim (1893/1985), por ejemplo. Más que un instrumento de dominación de clase, el derecho penal sería, según Durkheim, la expresión de un tipo de solidaridad social. Es decir, la expresión de los sentimientos y creencias colectivos más concentrados, más arraigados, en la conciencia colectiva de un determinado grupo. De ahí que las sanciones represivas del derecho penal no sean pensadas como meras herramientas para el ejercicio de la coerción, sino como reacciones pasionales y colectivas contra las transgresiones criminales (1893/1985, p. 113). Es así que la pena permite la reconstitución del lazo social vulnerado, pues reafirma los sentimientos y creencias colectivos que el crimen ha ultrajado. Se comprenderá, entonces, la naturaleza simbólica que el castigo penal tiene según Durkheim. Por el contrario, para Gramsci, el derecho no puede ser nunca una expresión integral de la sociedad, pues, como hemos ya mencionado, el derecho expresa “la clase dirigente, que impone a toda la sociedad aquellas normas de conducta que están más ligadas a su razón de ser y a su desarrollo” (1948/2000e, p. 83). Se trata, tal como sostiene Duncan Kennedy (1982), de un instrumento para el ejercicio de la dominación de una clase sobre todo el cuerpo social.

Ahora bien, a pesar de que Gramsci acuerda con la forma en que el marxismo tradicional ha entendido el derecho penal (incluyendo aquí tanto los códigos como las diversas instituciones de lo que comúnmente se denomina el sistema penal), lo cierto es que al mismo tiempo considera que el componente coercitivo no agota las funciones del derecho (y, de manera general, del Estado4), sino que se encuentra vinculado a una de las esferas de la superestructura (la “sociedad política”). Es que, como veremos en lo que sigue, el derecho es al mismo tiempo productor de consenso o hegemonía. Este “doble carácter” que el derecho adopta responde, según Claire Cutler (2005, p. 529), a una dialéctica específica de la concepción burguesa de ley, la cual es propia de una fase del capitalismo en la que el Estado comienza a estar cada vez más vinculado a una función educativa. Recordemos aquí que Gramsci piensa el problema del derecho no en abstracto, sino en un momento socio-histórico particular del capitalismo en el que, según él, la burguesía ha llevado a cabo una revolución en la concepción de la ley (y del Estado de manera general) que consiste en que esta ya no busca simplemente el sometimiento mediante la coerción, sino también, y sobre todo, busca conformar, convencer, y generar consenso. Avancemos entonces sobre la otra esfera de la superestructura para ver cómo la forma ampliada de concebir el Estado (propia de esta fase del capitalismo) tiene efectos en la concepción misma de derecho.

2.2 Derecho y consenso

Si antes dimos cuenta del componente represivo del Estado que garantiza la dominación, y lo vinculamos al derecho penal, debemos ahora referirnos a aquel componente vinculado al consenso que garantiza, según Gramsci (1948/2000a, p. 188), la hegemonía de una clase sobre el conjunto de la sociedad. Se trata de la sociedad civil, del conjunto de las organizaciones privadas de la sociedad a través de las cuales el grupo dominante ejerce la hegemonía sobre todo el cuerpo social. Poulantzas ha remarcado la importante contribución de Gramsci para conceptualizar el Estado de manera que puedan incluirse en su seno otras instituciones que excedan estrictamente el aparato estatal. Encontramos aquí la escuela, la Iglesia, los medios de comunicación, los clubes de barrio, y la prensa escrita, por solo mencionar algunas. Se trata de todas aquellas instituciones que, varios años después, Louis Althusser (1970/1988) llamó “aparatos ideológicos de Estado”. Todas ellas forman el campo de la sociedad civil, la cual constituye el campo propio de la ideología. Gramsci (1948/2000f, p. 249) entiende la ideología como “una concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida intelectual y colectiva”. Como sostiene Portelli (1972/1982, p. 19), mediante esta muy amplia concepción de ideología, Gramsci busca dar cuenta de todas las actividades del grupo social dominante, incluso de aquellas que parecen ser menos ideológicas como es el caso de la ciencia, por ejemplo. Como podrá notarse, el derecho está allí incluido; la ideología de la clase social dominante se expresa también en el ámbito del derecho. De modo que, en términos generales, ya podemos ampliar lo que decíamos anteriormente respecto del derecho: en Gramsci, el derecho no está vinculado solo a una función represiva, sino también a una función de producción de consenso. Antes de profundizar en esto, resulta importante volver sobre el problema de la sociedad civil, pues allí radica la clave para comprender los vínculos entre el derecho y la hegemonía que este autor propone.

La concepción de ideología gramsciana es ciertamente muy vasta, e incluye, por así decirlo, diferentes grados. A lo largo de las notas de Los Cuadernos de la Cárcel, Gramsci se esfuerza por mostrar las diferencias entre la filosofía, el sentido común, y el folklore. Aquí no nos detendremos en estas diferencias, pero simplemente destacaremos que estos distintos niveles de la superestructura ideológica de un bloque histórico particular deben estar medianamente articulados para que en él exista una cierta unidad ideológica. Es así que la filosofía, como concepción del mundo más elaborada, más coherente, más sistemática, que expresa con mayor claridad las características de la ideología de la clase dominante, debe propagarse, filtrar, el sentido común, y también el folklore; debe llegar a todas las capas sociales, a las clases auxiliares y subalternas. Según Gramsci, la sociedad civil debe estar internamente articulada, pues este es el único modo en que la clase dirigente logra difundir efectivamente su ideología, esto es, sus valores, costumbres, normas, y volverse así hegemónica. La clase fundamental, ya hegemónica al nivel de la estructura, consigue de este modo hegemonía tanto política como cultural, es decir, consigue que su concepción del mundo (en el sentido más amplio del término) se impregne, se propague, y también se reproduzca, a través de otras clases sociales. El resultado de esta operación, continua, por cierto, es la producción de consenso, ese segundo componente con el cual el autor explica la dominación. Existe una figura particular que encarna, según Gramsci (1948/2000a), esta función: el intelectual orgánico. Son ellos las “células vivas de la sociedad civil y la sociedad política”, “los funcionarios de las superestructuras”, pues detentan las funciones educativas y directivas sin las cuales la hegemonía de un grupo sobre el resto no sería posible. Los intelectuales orgánicos organizan esa hegemonía, administran la superestructura ideológica de modo que la concepción del mundo dominante se propague por todo el cuerpo social. Tal como mencionábamos más arriba, los intelectuales orgánicos son asimismo funcionarios de la sociedad política, es decir, no solo tienen a su cargo la función directiva y educadora del Estado (entendido este en un sentido ampliado), sino también la función represiva de la que hablábamos antes.

Volvamos ahora estrictamente al problema del derecho. Dijimos al comienzo que Gramsci piensa el derecho como un instrumento de dominación de clase. Afirmamos también la importancia de leer este problema a la luz del par conceptual coerción-consenso con el que Gramsci piensa el nivel superestructural. Así, destacamos que el derecho penal es la herramienta coercitiva por excelencia con la que cuenta la sociedad política para mantener el orden. Al tratarse de un instrumento meramente vinculado a la función represiva del Estado, Gramsci no pareciera hasta aquí mostrar profundas diferencias respecto de las concepciones marxistas más clásicas. Sin embargo, como vemos aquí, el problema del derecho también se encuentra estrechamente vinculado a la función de producción de hegemonía que cumple la sociedad civil. Gramsci afirma que el problema de la hegemonía es el “problema de asimilar a la fracción más avanzada de la agrupación toda la agrupación: es un problema de conformación de masas, de su conformación según las exigencias del fin a alcanzar” (1948/2000c, p. 70) —lo que antes describimos como la propagación de la ideología dominante, tarea en la cual se encuentran involucrados los intelectuales orgánicos de cada bloque histórico particular. “A través del derecho el Estado hace ‘homogéneo’ el grupo dominante y tiende a crear un conformismo social que sea útil a la línea de desarrollo del grupo dirigente” (Gramsci, 1948/2000c, p. 70). En esta misma nota del Cuaderno 6, Gramsci señala de forma explícita que la actividad del derecho excede la actividad puramente estatal (el Estado entendido como aparato, en un sentido restringido) y que incluye la actividad directiva que asume la sociedad civil. La ampliación de la función del Estado de la que hablamos conlleva necesariamente una ampliación en las funciones tradicionalmente atribuidas al derecho, y entonces a la justicia. En los desarrollos de este autor, el derecho es también el instrumento que le permite al Estado cumplir un rol educativo, civilizador, (y no solo un instrumento represivo), sobre todo cuando opera sin sanciones o castigos —esto es, cuando no se trata del ámbito penal—. Lo importante aquí es que, para Gramsci (1948/2000h, p. 21), “no por ello deja de ejercer presión colectiva y obtiene resultados objetivos de elaboración en las costumbres, en los modos de pensar y de actuar, en la moral”. Cabría pensar, por ejemplo, la injerencia del derecho en la regulación de la escuela, la iglesia y los medios de comunicación, todos aparatos centrales de la sociedad civil. Y, en este sentido, remarquemos que, en la sociedad moderna, los jueces, así como otros operadores judiciales (tanto del fuero penal como de otros fueros), formarían entonces parte del cuerpo de intelectuales orgánicos, cuerpo que también incluye los maestros, los formadores de opinión y las autoridades eclesiásticas, entre otros.

Posteriormente, aunque en esta misma línea, Poulantzas ha afirmado que el derecho debe también pensarse como dispositivo de producción y organización del consentimiento. En sus propias palabras: “las clases dominadas no tropiezan con la ley solo como barrera de exclusión, sino igualmente como asignación por su parte del lugar que deben ocupar” (Poulantzas, 1969/1977, 1978/2005, p. 97). Y esto, puesto que el sistema legal introduce una serie de deberes-obligaciones, e incluso de derechos, que, de manera general, gozan de legitimidad. Tal como afirman Sonja Buckel y Andreas Fischer-Lescano (2009, p. 445), el fenómeno del derecho muestra el “ejemplo paradigmático de una infraestructura sustancial en la organización de la hegemonía”. Organización que es siempre conflictiva y hasta contradictoria, lo cual, en la opinión Poulantzas, vuelve al derecho siempre un campo de lucha donde se condensa una determinada relación de fuerzas que en parte expresa la que existe en ese momento particular en el seno del Estado.

De igual modo, y tomando también las contribuciones de Gramsci, Douglas Litowitz (2000)5 ha señalado que el sistema legal debe pensarse como un código compartido que atraviesa todas nuestras actividades diarias. Según él, “la ley implica la imposición de un código oficial por parte del Estado sobre todos los asuntos de un individuo” (Litowitz, 2000, p. 546. Trad. del autor). Y esto vale para las diversas ramas del derecho moderno: el derecho civil, el administrativo, el comercial, el laboral, entre otros. Esta “imposición” no es, en principio, una que apele a la coerción. Antes bien, hay (en términos generales) aceptación de este gran código que es el sistema legal, el cual está a su vez compuesto de diversos códigos (si pensamos en cada una de las ramas que lo forman), que regulan el comportamiento de los individuos, que producen consenso y se arraigan en aquello que Gramsci llamó sentido común. Podemos pensar, por ejemplo, en el mundo de los contratos laborales: en el capitalismo, los trabajadores reciben su salario luego de haber trabajado durante 15 días o un mes, es decir, adelantan valor al empleador. Otro ejemplo paradigmático y ciertamente poco cuestionado es el llamado derecho de sucesiones. Hay todo un montaje legal que sostiene la herencia, que la presenta como completamente naturalizada, ahistórica, legítima… Estos ejemplos, y tantos otros, muestran cómo el derecho cumple efectivamente un rol fundamental en la producción de consenso para el sostenimiento de las relaciones sociales existentes. Y es que, como sostiene Gramsci, la función máxima del derecho consiste en “presuponer que todos los ciudadanos deben aceptar libremente el conformismo señalado por el derecho, en cuanto que todos pueden convertirse en elementos de la clase dirigente; en el derecho moderno, esto es, se halla implícita la utopía democrática del siglo XVIII” (1948/2000e, p. 83).

3 A modo de hipótesis: la pena como productora de hegemonía

Si bien a lo largo de este trabajo hemos hablado de funciones represivas y de funciones vinculadas a la hegemonía, lo cierto es que la división entre sociedad política y sociedad civil la hemos presentado sobre todo en términos de aparatos. Aparatos que forman parte de la una o de la otra y que por tanto cumplen una u otra función. Según Portelli, aunque la distinción gramsciana entre sociedad política y sociedad civil es con frecuencia presentada como una distinción entre aparatos o instituciones, la misma podría (y debería) leerse como una división funcional. Puesto de este modo, los vínculos entre ambas esferas de la superestructura comienzan a verse con un mayor dinamismo. “Entre la sociedad civil y la sociedad política, entre el consenso y la fuerza, no existe de hecho una separación orgánica. Uno y otro colaboran estrechamente” (Portelli, 1972/1982, p. 31). Portelli toma el ejemplo del parlamento, órgano de la sociedad política a la vez que de la sociedad civil, pues expresa la opinión pública. Este razonamiento es análogo al que Althusser presentara previamente en sus análisis sobre los aparatos ideológicos de Estado. Allí, este autor señala con claridad que estos aparatos funcionan predominantemente apelando a la ideología, en oposición al aparato represivo de Estado, el cual recurre, de forma predominante, al uso de la coerción (1970/1988, p. 30). De forma similar, y aun siendo crítico de los planteamientos althusserianos en algunos otros puntos, Poulantzas (quien en parte rechaza la distinción coerción-consenso) sostiene que fuerza y consenso son las caras de un mismo problema, pues el Estado capitalista —aun entendido en su sentido ampliado— nunca podría funcionar solamente produciendo consenso, y prescindiendo por completo del componente coercitivo.

En este sentido, lo anterior permite comprender que una misma institución (o aparato) puede cumplir, y efectivamente cumple, diversas funciones en diferentes momentos. Incluso, el Estado entendido en sentido restringido (es decir, como aparato estatal) cumple funciones vinculadas al consenso. Gramsci trabaja, por ejemplo, la estatización de los medios de difusión, de la educación, etc. Pero, además, y en línea con esto, se podría agregar que los tribunales de justicia, que serían estrictamente parte de la sociedad política, asumen una función represiva (relacionada al derecho penal), así como también una función vinculada al consenso (asociada al derecho civil en sus diversas ramas). Es decir, que estos funcionan como órganos de la sociedad política y como órganos de la sociedad civil —siempre que entendamos sociedad política y sociedad civil no como esferas estancas, sino en términos de sus funciones—. De ahí que Portelli insista en sostener que el tratamiento que da Gramsci al binomio coerción-consenso es de tipo funcional.

Con todo, lo cierto es que, aun aceptando —como lo hace Gramsci— que el aparato estatal —y entonces el derecho— cumplen un rol fundamental en la producción de hegemonía, en su visión, el sistema penal en particular sigue ligado a una función estrictamente coercitiva. Como vimos, en este punto Gramsci coincide con el marxismo clásico: el derecho penal (y las instituciones a él vinculadas, como la administración de justicia criminal, la policía, el servicio penitenciario) es un instrumento de dominación de clase —imprescindible para el capitalismo— de carácter represivo. Creemos, sin embargo, que la división funcional entre coerción y consenso (o hegemonía) que Portelli identifica en los desarrollos gramscianos debe también extenderse al seno mismo del ámbito penal. Desde nuestra perspectiva, esto implicaría reconocer que allí no hay solo coerción, sino también producción de hegemonía. Y, yendo todavía más lejos, la hipótesis que aquí quisiéramos plantear, siguiendo los desarrollos de Durkheim (1893/1985, 1899/2019) en torno al castigo penal, y fundamentalmente las posteriores reformulaciones de Alexander (1993, 2001) y de Tonkonoff (2019a), es que no hay hegemonía sin penalización.

Una vez afirmado lo anterior, se vuelve entonces preciso especificar de qué modo el ámbito penal (incluyendo aquí tanto el derecho penal como las instituciones a él asociadas) se encuentra, desde este enfoque, comprometido en la producción de hegemonía, y no simplemente en una actividad coercitiva o represiva. O, dicho de otro modo, y para ponerlo en términos gramscianos, de qué manera participa en la tarea de lograr que una determinada concepción del mundo se impregne, se propague, y también se reproduzca, a través de otras clases sociales. Diremos que es la pena, el castigo propiamente penal, el operador clave para ello. Retomando la propuesta de Durkheim, sostendremos que los castigos penales suponen sanciones de tipo rituales y colectivas, y que son, por tanto, mucho más que meros castigos “administrativos”, aun cuando sea el sistema penal burocrático el que las ejecute. Las penas implican una reprobación y una impugnación enérgica de determinadas conductas y formas de pensar que vulneraron ciertos valores, costumbres y normas colectivas que se encuentran fuertemente arraigadas en una determinada cultura. Radicalizando la definición durkheimiana, tal como lo hicieron Alexander y Tonkonoff, podemos decir que entonces implican un repudio de aquellas conductas que atacaron valores, costumbres y normas que son hegemónicas para una determinada sociedad. De ahí que se trate de una reprobación que siempre interpela, de forma dramática, los afectos y la imaginación colectiva antes que a la razón (Tonkonoff, 2012).

Pero ¿por qué afirmar que la pena produce a su vez hegemonía? Y es que cuando los castigos penales activan una lógica de este tipo —lógica que, como decíamos, es excesiva, pasional, y mítica— no hacen más que rechazar ciertas conductas y, como contrapartida, re-afirmar qué valores merecen ser defendidos, y qué formas de actuar (y de pensar) serán bien aceptadas en una determinada sociedad. Según Alexander (2001, p. 158), los valores positivos de una cultura solo pueden cristalizarse en relación a otros valores que son considerados repugnantes —o, lo que es lo mismo, a cada valor le corresponde un antivalor. Así, por ejemplo, donde el robo es castigado penalmente, la propiedad privada aparece como un bien altamente valorado y el respeto por la misma se impone como una norma hegemónica. Desde este enfoque, se ve que la pena tiene una función simbólica central, pues comunica, muy eficazmente, sentidos culturales que pugnan por imponerse6. Y es en esta comunicación donde se juega precisamente la definición de aquellos sentidos culturales y los valores que serán hegemónicos en un momento sociohistórico dado, en una sociedad determinada. De ahí que, como sostiene Tonkonoff (2019a), la penalización sea una operación propiamente política, pues se trata de una lucha por la hegemonía.

Agreguemos, por último, que Tonkonoff no niega que el sistema penal tenga, también, un carácter represivo (como explicitó Gramsci). Cabe mencionar, por ejemplo, las sanciones que se establecen contra los ilegalismos cometidos por las elites (la estafa o evasiones de un empresario, por ejemplo). Aquí el sistema penal castiga (cuando lo hace), pero no hay pena estrictamente en el sentido durkheimiano. Y esto por cuanto ese castigo no asume la forma que antes describimos. Se trata de una sanción administrativa, de carácter estrictamente coercitivo. Ahora bien, cuando se trata de microdelitos cometidos por las clases populares (dos jóvenes que cometen el robo de un vehículo, por ejemplo), el sistema penal sí parece responder penalmente, es decir, mediante una fuerte impugnación moral de esa conducta, lo cual se observa, por ejemplo, en el monto de los castigos impuestos tanto como en las argumentaciones que los sostienen. De esta manera, puede verse que, desde este enfoque, el ámbito de lo penal combina coerción y pena. Y es en la definición de lo que será penalmente castigado donde se libra la lucha (simbólica) por el establecimiento (y la reafirmación) de ciertos valores, códigos de conducta y formas de pensar como hegemónicos7.

4 Reflexiones finales

La hipótesis de lectura que aquí hemos propuesto nos ha permitido observar, en primer lugar, que Gramsci tiene una visión instrumentalista sobre el derecho. Este aparece, en el capitalismo, como un instrumento de dominación de clase. Sin embargo, aun siendo ese su fin principal y último, lo cierto es que Gramsci intenta complejizar esta aserción general pensando las formas en que esta finalidad se cumple efectivamente. Así, vimos que sus planteamientos desbordan los postulados del marxismo clásico, en los cuales el derecho se piensa fundamentalmente como coerción o represión en pos del mantenimiento de las relaciones de producción imperantes. Como hemos mostrado, Gramsci no desestima la función represiva del derecho, que en sus trabajos le corresponde más precisamente al derecho penal, pero no restringe todo el problema a ello. Es así que propone caracterizar el derecho también a partir de un aspecto vinculado a la producción de hegemonía. En este sentido, Gramsci sostiene que es un instrumento fundamental para que la clase dominante impregne y propague su concepción del mundo por todo el cuerpo social. El derecho es entonces un instrumento coercitivo tanto como una herramienta para producir consenso. Se notará que una de las principales consecuencias de esta “ampliación” que propone Gramsci es que el derecho se vuelve un objeto de estudio en sí mismo. Es decir, al dejar de pensarlo como mera coerción, adquiere una complejidad digna de ser abordada desde las ciencias sociales, y lo cierto es que Gramsci hizo este movimiento con todas las dimensiones llamadas “superestructurales”.

La lectura que aquí hemos propuesto ha mostrado, asimismo, que la afirmación gramsciana de que el problema del derecho excede el ámbito del derecho penal es parte de la aserción más general según la cual el Estado excede a la sociedad política (e incluye a la sociedad civil). O, dicho de otro modo, se trata de una afirmación que indefectiblemente se enmarca en el postulado de que el problema de la dominación no se agota en la función represiva, sino que incluye también el problema de la producción de consenso. Es, en definitiva, el resultado de la ampliación de la noción de Estado que postula Gramsci.

Por último, agreguemos que, si bien la labor formidable de Gramsci abre las puertas para pensar que el derecho es una herramienta fundamental en la producción de consenso, y que es en sí mismo uno de los lugares donde se manifiesta la ideología dominante, ocurre que sus trabajos no parecieran explicitar de forma precisa el modo en que esto ocurre. Gramsci sugiere que la función vinculada al consenso se observa, fundamentalmente, cuando el derecho deja de operar a través de sanciones, pero, creemos, esto no termina de dar cuenta de cómo es que se produce consenso, cómo es que el derecho logra, o contribuye a lograr, que determinados valores, formas de actuar y de pensar sean aceptados y reproducidos en todo el cuerpo social. De ahí que en la última sección de nuestro trabajo hayamos introducido una posible hipótesis para explicar cómo esto se produce.

Como hemos visto, las reformulaciones de Tonkonoff, en torno a la noción durkheimiana de castigo penal, ubican el derecho penal en el seno mismo de la operación hegemónica. O, dicho de otro modo, dejan ver que la penalidad es una parte constitutiva de la producción de hegemonía. Cabría preguntarse si esto no podría verse como un complemento, o una radicalización, de los planteos de Gramsci sobre la hegemonía, aun cuando contradiga a este autor puntualmente en su posición sobre el derecho penal, posición que, como vimos, permanece muy cercana al marxismo clásico. Más que dar respuestas acabadas, quisiéramos que estas reflexiones sean útiles para abrir un espacio para pensar la crucial y compleja relación entre derecho y hegemonía. Creemos que los aportes de Gramsci son un punto de partida ineludible y fundamental, y de ahí que sean imprescindibles más estudios sobre su trabajo. Pero, además, consideramos que las contribuciones de Gramsci deben ponerse en diálogo con otras perspectivas que puedan complementarlas y profundizarlas.

5 Agradecimientos

Quiero agradecer a Sergio Tonkonoff y a Aarón Attias Basso por la lectura atenta de este texto y por sus valiosos comentarios. También, un agradecimiento a los evaluadores del artículo por las sugerencias realizadas.

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