Épica mesiánica en «El Señor de los anillos» y «Juego de tronos»

Messianic Epic in «The Lord of the Rings» and «Game of Thrones»

  • Carlos De Domingo Soler
«El Señor de los Anillos» es seguramente la obra épica más importante e influyente del siglo XX. Además de su valor intrínseco, el trabajo de Tolkien sentó los parámetros genéricos de la novela fantástica, inspirando el posterior nacimiento de diversos universos literarios. En la épica tolkieniana, como es sabido, se reconoce el influjo basilar del cristianismo. El reciente fenómeno audiovisual «Juego de Tronos», profundamente asentado en los usos culturales postmodernos, plantea una lectura radicalmente opuesta del género fantástico, de la axiología de los personajes y la moral política. No obstante, ambos cuerpos convergen en el empleo multidimensional de las pautas narrativas mesiánicas. En el presente texto pretendo identificar sucintamente dichas pautas y analizarlas desde una perspectiva interdisciplinar. Como conclusión sostengo la importancia nuclear de la narrativa mesiánica en la configuración argumental e histórica-contextual de las obras de Tolkien y George R. R. Martin.
    Palabras clave:
  • Cristianismo
  • El Señor de los anillos
  • Filosofía Política
  • Juego de tronos
  • Mito
«The Lord of the Rings» is surely the most important and influential epic work of the 20th Century. In addition to its intrinsic value, Tolkien’s work set the generic parameters of the fantasy novel, inspiring the subsequent birth of various literary universes. In the Tolkien epic, as it is known, the basilar influence of Christianity is recognized. The recent audiovisual phenomenon «Game of Thrones», deeply rooted in postmodern cultural uses, proposes a radically opposite reading of the fantasy genre, of the axiology of the characters and political morality. However, both bodies converge in the multidimensional use of messianic narrative patterns. In this text, I intend to succinctly identify these guidelines and analyze them from and interdisciplinary perspective. In conclusion, I maintain the nuclear importance of the messianic narrative in the plot and historical-contextual configuration of the works of Tolkien and George R. R. Martin.
    Keywords:
  • Christianity
  • The Lord of the Rings
  • Political Philosophy
  • Game of Thrones
  • Myth

1 Introducción

Desde la segunda mitad del siglo pasado, el legendarium de John R. R. Tolkien ha permanecido como una influencia constante en la cultura popular y en la ideación de nuevos universos fantásticos. En la actualidad, y durante la última década, hemos sido testigos de la irrupción de las series de televisión como fenómeno de masas, convirtiéndose en los productos culturales de mayor consumo. En este sentido, «Juego de Tronos» (JdT), adaptación de la saga iniciada por George R. R. Martin en 1996, es el acontecimiento televisivo más seguido y asentado en el mainstream de los últimos años. Si bien es cierto que el imaginario de Tolkien no fue el único que surgió en el siglo XX, definitivamente sí fue, según el escritor estadounidense, el más influyente en su trabajo.1

No obstante, mientras la obra de Tolkien bebe tanto de postulados teológicos como del mito germano y el folklore sajón, la escritura de Martin está imbuida de una visión particular de la política, según la entendieron los pensamientos hobbesiano y schmittiano, donde la violencia constituye y encauza el momento político propiamente dicho y la única virtud viable para el gobernante es la «virtù» maquiaveliana. En Martin, el componente fantástico parece, más bien, una suerte de marco contextual accidental, un punto de fuga que facilita el destierro de la moral judeocristiana y, a su vez, legitima la descarnada búsqueda, disputa y conservación del poder. Para Tolkien (1981/1993), en cambio, el componente teológico, más que fantástico, es intrínsecamente constitutivo de la acción, dando prevalencia a «lo humano» sobre «lo político» (p. 313)2. Si el escaso protagonismo de lo fantástico en Martin denota una perspectiva antropocéntrica en la que la divinidad queda reducida a la referencia litúrgica, lingüística e inmemorial, su trascendencia en Tolkien muestra su férrea convicción religiosa, plenamente abierta a una figura divina participante e interventora.

Como sostiene José Miguel Odero (1987), para Tolkien «el cuento de hadas se relaciona espontáneamente con Dios» (p. 40), siendo la divinidad «y su derecho exclusivo a ser adorado» el conflicto descrito en «El Señor de los Anillos» (ESDLA) (p. 76). En contraposición, la aproximación axiológica de la obra de Martin queda incardinada por el nihilismo y la ausencia de una perspectiva teológica-monoteísta que admita una pedagogía de la salvación (Neubauer, 2019, p. 334), tal y como realiza Tolkien. De ahí que ambos escritores partan de dispares concepciones morales y propuestas antropológicas y axiológicas radicalmente opuestas, ya que estas proceden, en última instancia, de la concurrencia o ausencia de un pensamiento religioso que las dirija (Neubauer, 2019, p. 333), y de la propia presencia de los dioses (Neubauer, 2019, p. 338; Wittingslow, 2015, p. 114) o de Dios como Providencia (Odero, 1987, p. 78). Tolkien (1981/1993) afirmó que «la Tierra Media no es un mundo imaginario, [sino] el mundo objetivamente real» (p. 311). Podríamos decir lo mismo de Westeros. Siendo mundos tan reales como el nuestro, el grado diferencial entre ambos es la lectura teológica y moral de sus autores.

Esta es, a grandes rasgos, la divergencia entre Tolkien y Martin. Sin embargo, comparten patrones, especialmente la épica de lo salvífico de la narrativa mesiánica3. «ESDLA» y «JdT» poseen notables similitudes en su singular reinterpretación del relato cristiano como relato épico. Concretamente, son los parámetros narrativos mesiánicos que comparten los que pretendo identificar y analizar en este ensayo.

Para sostener mi hipótesis, a continuación, aportaré algunos argumentos sobre la importancia estructural de la Biblia en la incorporación cristiana del mito y la trascendencia que, en el ámbito fantástico-medieval, tiene el cristianismo y la axiología clásica. En el tercer apartado repasaré los contextos históricos en que se insertan las tramas, destacando las relaciones antagónicas que (de)niegan sistemáticamente el «ser-existir» de la creación. Después, cotejo el trinomio aparición-desaparición-reaparición del héroe y las virtudes heroicas «improbables» con la personalidad cristológica, enfocándome en la promesa mesiánica, la misión salvífica y la posibilidad-imposibilidad del apocalipsis.

2 Las escrituras como relato

En la carta que escribió a su hijo Christopher el 30 de enero de 1945, Tolkien aplaudió el «Myth became Fact» de Clive S. Lewis (1970/2014, p. 54). En él, Lewis defendía la historicidad de las Escrituras y sus cualidades narrativas, coincidiendo con Tolkien (1981/1993) en la apreciación del «gran valor nutricio que tiene para la mente el valor en cuanto a cuento de la entera historia cristiana» y en su «belleza aún como historia» (p. 158). Lewis (1970/2014), no obstante, deja entrever la hibridación entre los hechos y el mito: «El corazón del cristianismo es un mito que también es un hecho»4 (p. 58). La esencia del cristianismo es que, deviniendo fáctico, su constitución de acontecimiento histórico no implica el cese de lo mítico (Lewis, 1970/2014, p. 59). La ubicación histórica del relato cristiano es el obstáculo que los mitos de la antigüedad no pueden rebasar. Aunque fue crítico con su lectura meramente literaria, Lewis (1975) reconoció la existencia de elementos fabulosos en la Biblia (pp. 47, 107). Lejos de materializar la dicotomía entre lo fáctico y lo mítico, el relato cristiano acoge la particularidad del mito-devenido-historia, ser «Perfecto Mito y Perfecto Hecho»5 y «el matrimonio entre el cielo y la tierra»6 (Lewis, 1970/2014, p. 60).

Sin perjuicio de su estatuto de «Palabra de Dios», Baruch Spinoza (1670/2014) sostuvo la jerarquía de la Biblia como paradigma narrativo (p. 94). En efecto, a más de su riqueza literaria, las Escrituras direccionaron la producción cultural de Occidente, aportando a la configuración narrativa occidental múltiples recursos dramáticos, escatológicos y soteriológicos. No se trata únicamente de las cualidades intrínsecas del texto bíblico, sino de la influencia sustantiva y medular que, como constante secular del espíritu europeo, ha ejercido sobre la literatura. Difícilmente podemos pensar en el escenario medieval sin apreciar el influjo transversal del cristianismo. El fondo multidimensional cristiano —jurídico, moral, ontológico— incardinó los relatos medievales y la reescritura del relato pagano (epopeyas, sagas, bestiarios, etc.), revisitado acorde a los límites morales y metanormativos del cristianismo (2 Corintios 5: 17).

En lo medieval surge un punto de inserción entre las tradiciones mitológicas precristianas y su adecuación al imaginario cristiano. El ciclo artúrico de Chrétien de Troyes (1180/2018), por citar un ejemplo, es heredero del relato cristiano tanto como de las mitologías celta y sajona —véase el origen del Grial, la «belleza de Dios» (1180/2018, v. 108), o la lanza de Longinos (1180/2018, v. 3196). Tzvetan Todorov (1970/2005) argumentaba la incorrección conceptual de asimilar la literatura fantástica con el entorno medieval. «Lo fantástico», mantenía el pensador, dimana, más que de un contexto epocal, de la fricción entre lo natural y lo sobrenatural (1970/2005, p. 19). La fantasía responde a la dislocación prodigiosa que acontece en un marco aparentemente carente de eventos arcanos. Mientras tanto, el medievo estuvo intensamente atravesado por la apertura a lo sobrenatural —y, por ende, a su comprensión simbólica, como sugiere, a modo de ejemplo, la relación representativa entre el dragón y Satanás (Apocalipsis 12: 9, y 20: 2)—. Cristianismo, medievo y fantasía propician un vínculo indeleble bajo las figuras de «lo miraculosus» y «lo magicus», nociones fabulosas plenamente armonizadas con la coyuntura medieval y la cosmovisión cristiana, fuera como expresión divina o demoníaca.

Defienden Leo Strauss y Joseph Cropsey (1963/1993) que el advenimiento de Jesucristo alteró «para siempre el escenario en que podían moverse los héroes paganos. El heroísmo auténtico es el heroísmo cristiano» (p. 190). Introducido el personaje cristológico, el pensamiento cristiano reclama para Jesucristo la categoría de «superhéroe de la historiografía» (Ricœur, 2003/2004, p. 330). En retrospectiva, el estudio general del héroe de Joseph Campbell (1949/1972) evidencia la distinción fundante entre los atributos heroicos monomíticos y la nueva dimensión cristiana de «lo heroico». Mientras los héroes paganos comparten entre sí las cualidades hegemónicas de lo masculino –valor, coraje, fuerza, ingenio, favor de los dioses–, debatiéndose entre las naturalezas humana y divina, Jesucristo disputa el significado de lo salvífico con arreglo a su exclusiva naturaleza «perfectamente humana» y «perfectamente divina». A partir del aristotelismo, el pensamiento clásico cobra singular entidad en la definición de «lo heroico». Nace así la concepción de «lo caballeresco» como ideal medieval, axioma de la mixtura entre el cristianismo y la filosofía clásica. La axiología narrativa del caballero cristiano emana de esta fuente binaria. Tal es el origen, como sabemos, de la literatura especular y los «speculum principis», tratados de las virtudes y nobles conductas procedentes de la lectura tomista de la ética aristotélica.

Lo caballeresco, sin embargo, parte de una naturaleza dual. Si bien comulga con el heroísmo ascético, derivado del martirologio y la hagiografía, también posee un componente de violencia y ejecución, de acción más que de contemplación. La violencia desplegada por el caballero cristiano es justa, legítima y santa. Representa la «violencia divina ejecutada a través de los hombres» (De León, 2003, p. 47). Es el profundo compromiso con la salvaguarda y la apologética de la fe lo que, en retorno, legitima la posibilidad de la violencia contra aquellas manifestaciones atentatorias contra la divinidad. Ello se desprende de la iconografía de los «santos caballeros». Como género, la literatura caballeresca aúna las virtudes teologales y cardinales con la licitud moral de la violencia. Afirma Richard Kaeuper (1999/2001) que, en el medievo, «tuvo lugar un cambio significativo en el [sujeto] beneficiario de la valoración religiosa de la violencia»7 (p. 307). Si la violencia ejercida por el «outlaw» era severamente castigada por desafiar la hegemonía jurídica, política y moral instituida por Dios en favor de los estamentos superiores, la violencia caballeresca se erigía como la medida ejecutiva de la ley divina. El caballero era «santo caballero cristiano» en virtud del monopolio, no tanto de la violencia en sí, sino de la propia «justificación de la violencia». Por cuanto aseguraba el orden moral, el ejercicio de la violencia caballeresca no contrariaba los mandamientos cristianos. La violencia, justamente, permite «la conservación del derecho», y con ella, la supervivencia de la creación. En consecuencia, Tomás de Aquino (2014) no tuvo reparos en propugnar que «si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común» (II-II, q. 64, a. 2).

La cuestión de la violencia es una de las más prominentes diferencias entre Tolkien y Martin. Sin duda, el pensamiento tolkieniano reniega, en este vértice, de la doctrina tomista. Para el autor británico la violencia es, sobre todo, la privación de la política. La violencia solo puede ser válida y legítima como estricta necesidad histórica, sin ocultar su carácter de «larga derrota, aunque contenga algunas muestras o atisbos de victoria final» (Tolkien, 1981/1993, p. 331). Para Martin, muy al contrario, lo político legitima y fundamenta toda manifestación de violencia. Las relaciones políticas —tanto verticales como horizontales— se fundamentan en la posibilidad de la violencia (Hackney, 2015, p. 133). La característica natural de la subversión axiológica que Martin hace de lo caballeresco es, por lo tanto, la capacidad jurídica de la violencia como actuar constante contra las masas populares.

3 Contexto adverso y antagonismo

«El natural comienzo» es, para Aristóteles (2013), «lo primario» en la confección dramática (1447a). No obstante, antes de que se suscite el «incidente incitador», que supone «el primer gran acontecimiento del relato, causa de todo lo que ocurre después» (McKee, 2006/2011, p. 223), toda historia responde a las normas prescritas por su contexto específico. Y ello es así incluso en universos reglados por órdenes naturales distintos a los nuestros, posibilitando «otros conceptos de la realidad» (Jamme, 1998, p. 20). Es el caso de la épica, que, de acuerdo con James Redfield (1992/2012), «describe el mundo heroico a una audiencia que vive en otro mundo, en el mundo ordinario» (p. 36). El tiempo es el primer sostén de la ambientación del relato. El momento de la acción no es ajeno a la delimitación temporal de los acontecimientos. Afirmaba Paul Ricœur (2003/2004) que «el mundo desplegado por toda obra narrativa es siempre un mundo temporal» (p. 39). El relato que conocemos, siquiera circular y cíclico (Aristóteles, 2013, 1455b), solamente abarca cierta medida temporal adscrita a un marco narrativo más amplio y rico. En su plano más radical, el cimiento de todo relato, anterior a su «comienzo», es el surgimiento o creación del contexto en el que acaece, acorde a la idea agustiniana: el tiempo es una línea que se inicia en el Génesis y termina en/con el Apocalipsis.

Los contextos en los que se circunscriben las Escrituras y la obra de Tolkien son equivalentes.8 El libro sagrado del cristianismo comienza precisando que «en el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba sin orden y vacía» (Génesis 1: 1-2). Tolkien (1977/2012), por su parte, aclara que «en el principio estaba Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar» (p. 11). El monoteísmo es palmario: «hay solo un “dios”, Dios, Eru Ilúvatar» (Tolkien, 1981/1993, p. 603). Ambos universos, entendidos como sistemas macronarrativos, nacen a partir de la intervención de Dios, artífice exclusivo de la creación y «bueno» en todo sentido (Génesis 1: 31). Lo creado es intrínsecamente «bueno», como todo lo que de Dios procede. Por cuanto es instaurado por Él, toda manifestación de bien surge de Dios. En clave agustiniana, «bien» y «Dios» no pueden disociarse. Si Dios es el bien trascendental originario, «lo bueno» lo es en función de su ordenación hacia sus objetos de amor. Por ende, el mal no es tanto la concusión del bien, sino la rebeldía contra Dios a través del pretender privar al «ser» de la posibilidad de compartir Su plenitud. El periodo edénico, tiempo ajeno al propio tiempo, comprendía la potencialidad de una infinitud pacífica y armónica, perfecta como la obra de Dios (Deuteronomio 32: 4). Tanto el Edén como la música de los Ainur debían perdurar para contener el bien originario, consolidándose como espacios-estados consagrados a la gloria y complacencia de Dios (Colosenses 1: 16).

El anhelo de Ilúvatar consistía en que los Ainur, en libertad y esencialmente ordenados a la Creación, continuaran subcreando la canción e hilaran «juntos y en armonía, una Gran Música» (Tolkien, 1977/2012, p. 11). Ahora, así como Lucifer fue desposeído de su naturaleza angélica (Isaías 14: 12; Ezequiel 28: 15; Lucas 10: 18; 1 Timoteo 3: 6; 2 Pedro 2: 4), Melkor, a quien de «entre los Ainur, le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento», desafió los designios de Dios y comenzó a «entretejer asuntos de su propia imaginación que no se acordaban con la canción de Ilúvatar» (Tolkien, 1977/2012, p. 12). Cuando Ilúvatar trató de lidiar con la disonancia de Melkor, este «se elevó rugiendo y luchó con él, y una vez más hubo una guerra de sonidos más violenta que antes, hasta que muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó» (Tolkien, 1977/2012, p. 13). Embebido como estaba del deseo de «ser llamado Señor y gobernar otras voluntades» (Tolkien, 1977/2012, p. 15), los alzamientos de Melkor se sucedieron durante toda la Ainulindalë. Tolkien (1981/1993) confesó que su trilogía versa sobre «Dios y Su derecho exclusivo al divino honor» (p. 315). Melkor es, pues, «el Diábolos de estos cuentos» (Tolkien, 1981/1993, p. 362), que «reclamaba el reino de la divinidad» (Tolkien, 1981/1993, p. 267), y «el Rebelde inevitable y el autovenerador de las mitologías que empiezan con un único Creador trascendente» (Tolkien, 1981/1993, p. 337). La aspiración de la Sombra no es otra que la usurpación de lo divino, con el objeto de detentar el «poder temporal absoluto sobre el mundo entero» (Tolkien, 1981/1993, p. 315).

Los pasajes bíblicos concernientes a la caída de Lucifer muestran notables similitudes con el relato de la traición de Melkor, señalada por Tolkien (1981/1993) como «absoluta rebelión satánica» (p. 265). Ambos, Lucifer y Melkor, incitaron sendas rebeliones contra la divinidad, provocaron su expulsión de la presencia de Dios y, tras renegar de su condición angélica, sucumbieron ante su naturaleza caída. Enseñan las Escrituras que el demonio viene para robar, matar y destruir (Juan 10: 10). Ya en la tierra de Arda, Melkor «deshacía o corrompía» toda obra lograda por los Valar (Tolkien, 1977/2012, p. 20). A la par que la «serpiente» tentó a Adán y Eva y desencadenó la «caída del hombre» (Génesis 3), «Melkor subyugó y corrompió a algunos de los primeros Elfos» (Tolkien, 1981/1993, p. 254). Y, acto seguido, símil de la rebelión luciferina, «muchos se sintieron atraídos por el esplendor de Melkor en los días de su grandeza, y permanecieron junto a él hasta el descenso a la oscuridad; y corrompió a otros y los atrajo con mentiras y regalos traicioneros» (Tolkien, 1977/2012, p. 31; 1981/1993, pp. 308, 359, 365, 603; Cfr. Efesios 6: 11; Juan 8: 44; 2 Corintios 2, 11 y 14; 2 Tesalonicenses 2: 9; Apocalipsis 20: 8). Cuentan las Escrituras que los ángeles que, afectos a Satanás, se habían rebelado contra Dios, fueron arrojados desde el Cielo (Apocalipsis 12: 7- 9; Mateo 24: 41). En sentido análogo, Melkor suscitó la sublevación de «los corruptos, que veían en los Hijos de Ilúvatar el material ideal para convertirlos en súbditos y esclavos, volviéndose ellos amos y dioses, en la medida en que se rebelaban contra el Único» (Tolkien, 1981/1993, p. 365).

En Tolkien y en Martin, la insurgencia de los ángeles y la caída del hombre, a tenor del mito adánico, inspira la justificación del origen del antagonista último y sus siervos. Morgoth, y su equivalente en el universo de Martin, «The Night King», «solo puede(n) remedar, no crear: no seres verdaderos, con vida propia» (Tolkien, 1981/1993, p. 624). Son incapaces de «crear» en la esfera que le es propia a Dios. Tampoco pueden otorgar «vida». Únicamente pueden malograr, pervertir y oprimir a las creaturas de Dios (Hechos 10: 38), y reducirlas a través de «las artes inmundas» a una existencia-que-no-es-vida (Tolkien, 1954/2001b, p. 177), abyecta, lastimera y esclava. El Poder Oscuro «ni podía ni quería crear seres vivos» (Tolkien, 1981/1993, p. 238). Su transgresión del estatuto divino de la «vida», por fuerza, produce corrupciones. Tal es la procedencia de los orcos, «criaturas horriblemente corrompidas, hechas imitando a ciertas criaturas ya existentes» (Tolkien, 1981/1993, p. 254). Asoma una brecha insoslayable entre Dios y el personaje satánico: tan solo Dios goza de la potestad creadora. La acepción que Tolkien dispensó al término «creación» planteaba, en sí misma, la deficiencia del demonio para dotar de vida a sus ideaciones. Si Dios es el creador exclusivo de lo existente, Morgoth únicamente es capaz de generar «mofas», a las que, si bien les «otorga el ser», no son creadas por él de la nada (Tolkien, 1993/2000, §127). En el pensamiento tolkieniano, cualquier manifestación creadora responde a «la Creación, el acto de voluntad de Eru que concede realidad a las concepciones, diferenciada de la Hechura, que está permitida» (1981/1993, p. 601). Cobra relación que, siendo filólogo, Tolkien (1981/1993) enfatizara el desajuste entre «crear» y «hacer», aludiendo oblicuamente a la hegemonía creadora de Dios basándose en Colosenses 1: 16 (p. 607). Lo divino monopoliza la creación fundante, constitutiva y originaria, y, enraizado en su exclusividad, se torna en el objeto de deseo de lo demoníaco.

«The Night King», al igual que Melkor y Sauron, carece de la aptitud divina de crear —verbigracia de la «creatio ex nihilo»—. Sí participa, en su lugar, de la «hechura» subcreativa. Esta no se desarrolla a través de un arte subcreador coherente con los dones de Ilúvatar, como sugiere Odero (1987), sino «sembrando la rebeldía, discordancia y soledad» (p. 69) configurándose como «dominador [y] reformador tiránico de la Creación» (p. 73). La «hechura» se limita a «levantar» las facultades motrices más esenciales de los muertos —materia preexistente—, y transformar a los recién nacidos en «Others» (Benioff et al., 2017; Cogman y MacLaren, 2014; Martin, 1996, p. 16; 1998, §23). Ello se hace expresamente apreciable en los últimos minutos de «Hardhome» (Benioff, Weiss y Sapochnik, 2015), síntesis del contraste imperante entre «crear vida» y, siguiendo a Tolkien, «remedar corrupciones». En él, conforme «The Night King» eleva sus brazos, los individuos masacrados instantes antes por su ejército se alzan como «wights» —corrupciones de lo humano—. Esta es, pareciera admitir Martin, la «vida» que ofrece lo demoníaco, carente de espíritu, libertad, plenitud y dignidad, servil y supeditada a la voluntad del corruptor. Nada «vivo-bueno» puede proceder del demonio, ya que «el mal [propiamente demoníaco] es una privación del ser, mientras tanto la acción de Dios tiende a lo positivo»9 (Leibniz, 1710/2007, p. 143). Por el contrario, solo Dios detenta el poder de insuflar vida y espíritu a los muertos:

Y los huesos se juntaron cada hueso con su hueso. Y miré, y he aquí tendones sobre ellos, y la carne subió, y la piel cubrió por encima de ellos; pero no había en ellos espíritu. […] y entró espíritu en ellos, y vivieron, y estuvieron sobre sus pies. (Ezequiel, 37: 7-10)

La figura adversa de Sauron nace de la corrupción y el engaño, no de su voluntad, a la que, defiende el tomismo, solo «lo bueno» puede apetecer. Su identidad decadente cuenta con una intrahistoria, una causa específica, de la cual Sauron no es menos que la víctima (Tolkien, 1981/1993, p. 315). Así lo describe Tolkien (1981/1993): «un ser de Valinor pervertido y transformado en sirviente del Enemigo» (p. 210). Atestiguada su esencia caída, Sauron trasciende como «la reencarnación del Mal, una criatura que anhela el Completo Poder y, por tanto, se consume por siempre jamás en un odio feroz» (Tolkien, 1981/1993, p. 210), suscitando «una aproximación tan cabal como es posible a una voluntad por entero mala» (Tolkien, 1981/1993, p. 315). Sauron es, también él, la desviación moral del esquema inicial de Ilúvatar. Sostiene Tolkien (1981/1993) que «no es posible que las criaturas encarnadas, por buenas que sean, resistan definitivamente el poder del Mal en el mundo» (p. 327). Seducido por Melkor, la entidad que en tiempos remotos fue angélica, representa el mal primario, nuclear, absoluto y totalizador, la «pura manifestación de una voluntad maligna» (Tolkien, 1981/1993, p. 314). Asimismo, cuenta la ficción televisiva que la maldad de «The Night King», aun categórica, proviene de acontecimientos externos a su voluntad, de los cuales se revela víctima (Benioff et al., 2016). La problemática que, para los héroes, supone la maldad de Sauron y «The Night King» no trata tanto de su origen —con independencia de sus justificaciones o explicaciones psicoanalíticas—, sino de su realidad: el mal «es», y «es» en una intensidad potencialmente privativa del «ser-existir» libre, digno y bello de la creación.

Subsistiendo las amenazas demoníacas, la Tierra Media y Westeros se hallan en peligro mortal, en la incesante negación de su libre y potencial desarrollo. Su éxito no solo implica la imposibilidad de «ser-existir» en plenitud, sino de escapar del «no-ser» extintivo:

[Sauron ⇒ (¬Tierra Media)] ⇔ [«The Night King» ⇒ (¬Westeros)]

Esta equivalencia lógica es visualizada en «Hardhome». Los sucesos que allí acontecen permiten vaticinar, más pronto que tarde, el momento apocalíptico. Dicho augurio se hace explícito cuando vislumbramos en lo alto de un precipicio a cuatro «Others» a caballo (Benioff, Weiss y Sapochnik, 2015, min. 48), inequívoca referencia a los jinetes de Apocalipsis 6. Por consiguiente, la mera existencia de «The Night King» compromete gravemente el destino de Westeros —así como la hegemonía de Sauron conmina a la Tierra Media—, realidad hostil cuya constatación desmoraliza sobremanera al héroe y provoca un punto de quiebre en su percepción de la misión (Benioff, Weiss y Sapochnik, 2015, min. 56; Tobias, 1993/2012, p. 67). La proximidad del apocalipsis suprime todo enfoque agonista de «lo político». A las relaciones humanas les corresponde la óntica política. A lo demoníaco, más bien, le es connatural la violencia y la destrucción. Incluso acreedor del auxilio de Dios, lo humano es incapaz de desafiar el orden físico de lo demoníaco sin la concreción mística de una violencia divina, legítima y conservadora. En Carl Schmitt (1932/2016), sabemos, el fenómeno político versa sobre la dicotomía amigo/enemigo, misma que señala «el grado máximo de intensidad de una unión o superación» (p. 59). La némesis es, partiendo de la lectura schmittiana, «la diferencia ética, que constituye lo ajeno que ha de ser negado en su totalidad» (Schmitt, 1932/2016, p. 93), que, como tal, debe ser forzosamente erradicada para permitir la pervivencia del estatuto ontológico y existencial de «lo bueno» conferido por la divinidad.

4 Promesa mesiánica, misión y apocalipsis

En «ESDLA» y «JdT» la aparición de los héroes se inserta en el contexto adverso y precario que acabamos de describir, aparentemente abocado a su final. La misión de Frodo comienza en «tiempos de la sombra creciente» (Tolkien, 1981/1993, p. 409). Por su parte, la presentación de Jon Snow y Arya Stark es inmediatamente posterior a la primera noticia que, después de miles de años desde «The Long Night», se tiene en Westeros de «The Others» (Martin, 1996, § Prologue, § Bran, I). Recuperando a Campbell (1949/1972), «en la visión apocalíptica, la vida física y espiritual de toda la Tierra se representa como caída o a punto de caer en la ruina» (p. 29)10. Indistintamente, los personajes de Tolkien y Martin, diría Alain Badiou (1982/2009), se ubican «en el cruce de una carencia de ser y de una destrucción» (p. 159).

El contexto, de suyo, «viene dado». No obstante, es la contingencia moral que preexiste en el referido contexto la que, a su vez, justifica el reclamo narrativo, histórico y existencial de la aparición del héroe. Es el albur del «estancamiento de la historia» la fuerza que reclama la necesidad del «acontecimiento». El personaje heroico no sería tal si, desde el preciso momento de su advenimiento, no fuera confrontado por fuerzas contestatarias y lidiara con resistencias —intrínsecas y extrínsecas— que despliegan la potencialidad de su fracaso. La cualidad de lo heroico es, pues, estrictamente proporcional a la aparente imposibilidad o extrema dificultad de la misión. La grandeza del héroe equivale al volumen de su misión y al esfuerzo (de)negatorio que entraña su némesis:

[Héroe ⇔ misión + (¬ antagonista)]

El conflicto que propicia el juego de posibilidades del tríptico «aparición-desaparición-reaparición» del héroe es análogo a la fricción que el antagonista extiende entre la pervivencia y la volatilización del mundo. La desaparición definitiva del héroe es causa de la expiración de la creación: [héroe ⇒ existencia].

En «ESDLA» y «JdT» lo heroico se asienta sobre la reacción del bloque, digamos, del bien —imperfecto, pragmático, atravesado por desavenencias (Tolkien, 1981/1993, p. 260)—, contra las ofensivas del bloque del mal. La intervención del héroe en detrimento de la entidad antagónica «constituye un acto fundamental de lealtad a Dios […] y resistencia a lo falso» (Tolkien, 1981/1993, p. 269). A propósito del bloque del bien, el héroe desliza la hegemonía de lo metafórico, de la comunión que impide disociar al símbolo de los valores simbolizados en/por él:

[(Ser/existir = bien) ⇒ (¬ héroe) = (¬ ser/existir) ⇒ héroe = bien]

El héroe es, compara Campbell (1949/1972), el elixir cuyo «bien restaura al mundo» (p. 140). Este disloca la distinción entre lo humano y lo divino, que «ha estado siempre dentro de su corazón» (Campbell, 1949/1972, p. 29; Cfr. 2 Corintios 8: 7-9). El éxito del héroe es el «triunfo macroscópico» que garantiza la conservación de la creación. Su victoria es la propia victoria de Dios:

[(Dios = ser/existir) ⇔ (¬ misión = ¬ ser/existir) ⇒

(¬ ser/existir = ¬ Dios) ⇒ (¬ misión = ¬ Dios) ⇒ (misión = Dios)]

Al revés, la derrota del héroe, «campeón y paladín de Dios», acarrea la condenación y la perdición de «todas las cosas buenas»:

[(¬ Misión = ¬ ser/existir) ⇔ ¬ Dios ∧ (Dios ⇔ ser/existir)]

La vida del héroe, tan singular y única como mortal e imperfecta, encarna la vida, la libertad, la belleza y los demás trascendentales del ser:

[Creación = vida] ∧ [demonio = destrucción] ⇔ (héroe¬demonio) ⊢ vida

Y, siendo la vida del héroe la misma posibilidad de la «vida», el riesgo de su desaparición (sin-reaparición) es el riesgo del «ocaso de la existencia». Del mismo modo Tolkien (1981/1993) asimiló «la salvación del mundo y la propia salvación de Frodo» (p. 306), resultando:

[Frodo ⇔ mundo ∧ salvaciónFrodo ⇔ salvaciónmundo]

La aparición del héroe es el «acontecimiento». Pero este no se restringe a su bautismo iniciático al interior de la narración. Toda vez que la línea del relato abarca un espacio-tiempo específico de su universo contextual, la aparición del héroe —evento histórico, incluso sideral (Martin, 1998, § Prologue; Mateo 2: 9)— es, en muchas ocasiones y como es natural, precursora de su presentación narrativa física. Anterior a su origen biológico, «lo profético» preconiza el nacimiento del héroe y, con él, su misión, la cual, imbricada a su identidad, está predestinada a emprender. La predestinación del héroe es, precisamente, el elemento que hace indispensable prestar mayor atención al comienzo del marco contextual que al inicio del relato para comprender «el despertar del yo» (Campbell, 1949/1972, p. 36). El héroe, en líneas generales, lo es a raíz de una decisión divina precedente. Siquiera en la mente de Dios, la figura y la trayectoria del personaje heroico se adelanta a su dimensión biológica. Y es tanto más intenso cuanto mayor protagonismo posee lo profético.

El Nuevo Testamento deja entrever en diversas ocasiones que determinados grupos judaicos de la época aguardaban la llegada de un mesías político y militar. Sin embargo, Jesucristo fue inequívoco: «mi reino no es de este mundo» (Juan 18: 36). Es en esta suerte de expectativa desencantada donde surge la chanza «Rex Iudaeōrum» (Juan 19: 19): en la incredulidad ante un «héroe improbable», capaz, al fin y al cabo, de disputar la concepción hegemónica de lo heroico. ¿Fue Jesucristo el mesías bélico, político y libertador del yugo romano que muchos esperaban? Definitivamente no. Jon Snow, por otro lado, debió solventar los obstáculos sociales que, en un contexto medieval, bloqueaban su inserción a las estructuras de poder. Jon creció atormentado por su presunta bastardía (Martin, 1996, § Jon, I), misma que constantemente le conduce a desmerecerse: «No soy un Stark, Padre»11 (Martin, 1996, p. 28). Lejos del destino que, en teoría, debía aguardar a los hijos legítimos de Eddard Stark, Jon se resigna al celibato y a la modestia de una «The Night’s Watch» venida a menos y desprovista de los honores pretéritos (Martin, 1996, p. 53). «Taking the Black», desafecto hacia sí, acepta la posición «que le corresponde», excluida de la ambición y la concupiscencia característica de la nobleza westerosi. A pesar de su camino ascético, en Jon Snow se observa la tensión entre legitimidad moral y legitimidad legal: aun bastardo, Tyrion Lannister y Tormund Giantsbane subrayan su legitimidad moral sobre el Norte —«Tienes más del Norte en ti que tus hermanos»12 (Martin, 1996, p. 64); «Tienes el Norte en ti, el verdadero Norte»13 (Benioff, Weiss y Nutter, 2019)—. Jon, en un primer momento, es el «héroe improbable». Distanciado de las intrigas palaciegas y las luchas políticas que incardinan los primeros volúmenes del relato —los «grandes acontecimientos»—, queda lo bastante desviado de los espacios de poder que propician los tiempos cambiantes de Westeros.

Arya Stark, en cambio, repudia el estatus y el lugar «que le corresponden». Su historia es el relato paradigmático del desafío femenino hacia las convenciones sociales y políticas que moldean los entornos heteropatriarcales (Martin, 1996, § Sansa, I; Specter, 2012, p. 173). Con su adiestramiento en las «artes reservadas a los caballeros» disputa la posibilidad de la violencia —legítima, legal, noble— al ideal sempiterno de lo masculino. Pocos personajes reproducen como Arya las pautas esenciales de la tríada «partida-iniciación-regreso» del héroe del monomito de Campbell (1949/1972, § La aventura del héroe). Su travesía está inconscientemente dominada por la urgencia y la proximidad del apocalipsis. El aprendizaje que Arya emprende en Braavos la encamina hacia la resolución de una misión mesiánica que «aún no conoce». Tras ser testigo de la decapitación de Eddard Stark, inicio de su «partida», hasta su regreso a Winterfell, pasando por Essos y su «camino de las pruebas» (Campbell, 1949/1972, p. 61), la aventura de Arya se orienta hacia la forja del carácter y las destrezas susceptibles de erradicar a «The Night King» (Benioff, Weiss y Sapochnik, 2019). Versus personajes como Robb Stark —el primogénito, justo y virtuoso— o Sansa Stark —arquetipo de doncella—, Jon y Arya son concebidos por Martin como los «héroes improbables» que objetan el patrón hegemónico del héroe fantástico-medieval —noble, masculino, temeroso de Dios—. Apriorísticamente privados de las cualidades de lo heroico, Jon y Arya participan de la ajenidad de «un mundo insospechado», permaneciendo expuestos «a una relación con poderes que no entienden correctamente» (Campbell, 1949/1972, p. 36). Lo mismo ocurre con Frodo Bolsón. El Portador del Anillo es un «hobbit», una raza «vulgar y simple» (Tolkien, 1981/1993, p. 304), reflejo de «pereza y estupidez» (p. 341), estrictamente susceptible del «ennoblecimiento (o santificación) de los humildes» (Tolkien, 1981/1993, p. 309).

«Lo profético» orienta cierta medida del advenimiento mesiánico, su proyección y llamamiento. La promesa del mesías, de por sí, se materializa en la inminencia del instante último. Estando el héroe predestinado a serlo, ya ideado por Dios, la sujeción del héroe al designio divino direcciona la «llamada de la aventura» (Campbell, 1949/1972, p. 40). En vez del «incidente motivador» que señalaban McKee y Tobias, la acción descubre su origen en la promesa de Dios. La acción emerge por cuanto Dios ha contemplado la urgencia de lo heroico desde el comienzo de los tiempos. El héroe mesiánico no es un recurso narrativo de Dios. Es un fragmento constitutivo de su identidad. El «incidente motivador» no sienta el punto de partida de la aventura. Mejor dicho, es el momento exacto en que la promesa mesiánica se abre paso a través de la temporalidad humana y transmuta el relato del hombre en el relato de Dios. De forma diferida en el tiempo, eso sí, la promesa de Dios es el elemento (intra)narrativo que provoca o permite el «incidente motivador» que desencadena el sendero del héroe hacia el «umbral de la aventura» (Campbell, 1949/1972, p. 140).

La particularidad que atraviesa al héroe mesiánico es la tensión que, entre lo humano y lo divino, experimenta en sí mismo. De la misma manera que Dios ofreció a Jesucristo, el héroe es otorgado en sacrificio. «Debiendo morir», por cuanto su condición es la de ofrenda ante el holocausto, su supervivencia se supedita al arbitrio de Dios y su predisposición a honrarle con la «gracia última» (Campbell, 1949/1972, p. 101). Las destrezas del héroe son conocidas por Dios: el héroe no es el azaroso titular de un poder singular, sino el recipiente del favor divino que le atribuye dicho poder. No obstante, Dios también conoce las muchas limitaciones que, como humano, padece el sujeto heroico. Más que la expectativa que en él ha depositado Dios, el héroe soporta sobre sus hombros el crucial estatuto de primacía de Dios respecto a lo demoníaco. La carga que sofoca al héroe desborda la resistencia estrictamente humana. Como Jesucristo, el héroe «es sufriente». Merece la pena apreciar, ¿qué sentimientos produce la misión en la psicología del héroe mesiánico? Agonía. Ante la colosal misión, su corazón se constriñe. Jesucristo, declara Lucas 22: 39-44, adoleció de «angustia/agonía/gran sufrimiento» en ese último manantial que, en términos narrativos, conforma el episodio de Getsemaní. De un modo equiparable define Tolkien (1981/1993) a Frodo como «un hobbit quebrantado por el peso del miedo y el horror» (p. 249). También el espíritu de Jon Snow se compunge al comprender la verdadera extensión del poder de «The Night King» (Benioff, Weiss y Sapochnik, 2015, min. 56).

La responsabilidad de la salvación consume al héroe. Incluso el personaje heroico siente el impulso de abandonar la misión, de «negar la llamada de la aventura». La primera reacción de Frodo al conocer la naturaleza oscura del Anillo Único es entregárselo a Gandalf y eludir toda responsabilidad (Tolkien, 1954/2001a, p. 87). La misión es una «copa de amargura» (Lucas 22: 42), que no invita al regocijo, sino a la tragedia. El héroe mesiánico es, por ende, un héroe trágico, sin-vida-propia. Su vida está consagrada a la misión y a la voluntad de Dios. La misión de Frodo «exige sacrificio y una resistencia muy por encima de lo normal». En cierto modo, el Portador del Anillo «está condenado al fracaso, a caer en la tentación o a quebrantarse bajo la presión» (Tolkien, 1981/1993, p. 306). Está destinado a la «catástrofe» y al padecimiento. Y, si bien no es Frodo quien termina arrojando el Anillo al fuego del Orodruin (Tolkien, 1955/2001c), sí es su heroísmo sacrificial y misericordioso —el sacrificio de embarcarse en la aventura; la piedad que muestra a Gollum— el dispositivo fundamental de la perdición de Sauron (Tolkien, 1981/1993, pp. 255, 328).

En Tolkien, el conflicto es, parece, más espiritual que material: frente a la violencia extrema de Sauron (su aptitud para la destrucción y su poderío militar), detectamos a un pequeño personaje, desconocedor de las artes de la guerra, de una raza inapropiada, ignorante y no-violenta, pero poseedor de los valores de la piedad, la nobleza y la amistad. La victoria de Frodo sobre la Sombra, lejos de concretarse en el terreno de la violencia que le es connatural a Sauron, dimana de la preservación de la identidad espiritual y axiológica del hobbit. El triunfo es, pues, dual, puesto que, en detrimento del axioma narrativo de «vencer al antagonista perfeccionando y subvirtiendo su propia técnica», el héroe mesiánico le derrota declinando el ejercicio de la violencia —siquiera legítima— y contrarrestándola con el poder de las virtudes clásicas-cristianas. Con todo, el actuar virtuoso no es constante, sino que admite puntos narrativos de fricción. Concretamente la vacilación ante la tentación es una característica intrínsecamente mesiánica. Todo margen de error en la culminación de la misión se sitúa en el propio personaje mesiánico. Es cierto que la tentación es externa (Mateo 4; Marcos 1: 12-13; Lucas 4; Tolkien, 1995/2001c, p. 285), ahora, es el titubeo que emerge en su seno lo que, en última instancia, amenaza con trastocar la realización de la misión. El fracaso de «lo mesiánico» está inserto en sí mismo. Es el propio mesías el potencial —y exclusivo— negador de «lo mesiánico», ya que situar al adversario en disposición de dicha negación equivaldría a elevarlo a la dignidad de Dios por cuanto capaz de abortar su promesa. La misión mesiánica, por definición, se cumple por vía del sufrimiento. Sin padecimientos ni sacrificios, no hay personaje redentor —¿puede ser mesías un mesías que no sufre?—. Solo así puede acontecer la «eucatástrofe» como significación de lo mesiánico. Es el gozo de la salvación, obtenido mediante el sufrimiento de Jesucristo —gozamos, pero lloramos, nos alegra y nos destroza (2 Corintios 6: 10)—. El dolor que caracteriza a la «discatástrofe» únicamente perdura a la conclusión del relato cuando no consigue sublimarse, deviniendo «eucatástrofe». Es decir, el acontecimiento verdaderamente doloroso es aquel que impide la «discatástrofe» por cuanto restringe el origen de la alegría que trae consigo la «eucatástrofe». Esta «metábasis violenta del sufrimiento a la dicha» (Odero, 1987, p. 116) configura la narrativa mesiánica en sí misma. Es, en resumidas cuentas, la promesa de Dios para quienes «tomen su cruz» (Mateo 16: 24; Lucas 14: 27). El sujeto que se somete a la «discatástrofe» es un mártir que, confiando en la promesa divina (1 Pedro 5: 7), ofrece su sufrimiento por el logro último de la «eucatástrofe».

En su sentido más específico, «lo mesiánico» es el catalizador de «lo que está por venir». En la épica de Martin (2000), la promesa mesiánica es encarnada por «The Prince That Was Promised», héroe salvífico cuya tarea es enfrentarse a «The Night King» (§ Davos, VI). Empero, la definición del personaje mesiánico, aparente en Tolkien, es enigmática en «JdT». La esencia de la travesía del héroe es, ante todo, el (re)descubrimiento y la constatación de su identidad mesiánica. En consecuencia, litigando contra la proclamación del auténtico mesías, reina el tiempo de los «falsos profetas» (Ezequiel 13, Mateo 7: 15). Stannis Baratheon, insinuado por Melisandre, sacerdotisa del dios R’hllor, se conjeturaba el héroe mesiánico de Westeros (Martin, 2000, p. 349, § Samwell, V; 2013, p. 713). Es en «Mother’s Mercy» (Benioff, Weiss y Nutter, 2015) cuando Stannis y Jon son asesinados. El primero es ejecutado por sus pecados, enmascarados detrás de la presunta voluntad de R’hllor. El segundo es traicionado por Olly, «uno de sus discípulos» —quien se corresponde con Judas Iscariote, compartiendo, incluso, el destino de la soga—, y apuñalado por sus hermanos juramentados como represalia por salvar y acoger al «Free Folk» —«muerto por la salvación», como Jesucristo—. Surge aquí la analogía crucial con el personaje cristológico: la resurrección. El evento de la reaparición es uno de los atributos del héroe del monomito (Campbell, 1949/1972, p. 124). Podría decirse, incluso, que es la cualidad propiamente mesiánica. La resurrección es el clímax del acontecimiento, la victoria irrefutable sobre la finita naturaleza humana. Retornar a la vida conlleva atravesar el «último umbral», el de la muerte, y vencerla como realidad tautológica (1 Corintios 15: 55). Es la prueba definitiva, aquella que evalúa y verifica la preparación del héroe para afrontar el tramo final de su misión. La muerte, el final del que «no-podemos-escapar», transmite al héroe su índole sobrenatural. Conocedor de su cercanía a la «gloria de lo divino», la desaparición-reaparición del héroe causa el point break que impide su regreso a la «normalidad» (Campbell, 1949/1972, p. 124; Tolkien, 1981/1993, p. 150; Benioff y Weiss, 2019, min. 75). Ulterior a su muerte, el héroe retorna revestido de la gloria de Dios. Jesucristo, resucitado, es un Cristo glorificado (1 Pedro 1: 21; Apocalipsis 5: 12). Del mismo modo, tras sucumbir ante el Balrog en Moria, Gandalf «el Gris» regresa convertido en «el Blanco», asumiendo la forma del «jinete del caballo blanco» de Apocalipsis 19. En efecto, «Gandalf murió realmente y se transformó. Se sacrificó, fue aceptado, fue fortalecido y retornó. […] tanto su sabiduría como su poder son mucho mayores» (Tolkien, 1981/1993, pp. 264-5). Y como destaca Aragorn, el instante de la reaparición de Gandalf no es baladí: «¡Más allá de toda esperanza regresas ahora a asistirnos!» (Tolkien, 1954/2001b, p. 118). También Jon Snow fue resucitado por R’hllor (Hill y Podeswa, 2016), permitiéndole reconquistar el Norte y comandar el ejército de los hombres contra «The Night King», manteniendo vigente la profecía de «The Prince That Was Promised».14

Los relatos de Tolkien y Martin están impregnados por la posibilidad —cierta, real, irremisible— del apocalipsis. Gandalf previno a Frodo: «nuestro tiempo ha comenzado a oscurecerse» (Tolkien, 1954/2001a, p. 73). Contra la contingencia de la extinción, las relaciones políticas de la «normalidad» ceden al estatuto de la «excepción». De cara al apocalipsis, las tensiones políticas —históricamente arraigadas— se reconfiguran. Tal y como Jon advierte a sus otrora enemigos: «estos no son tiempos normales»15 (Benioff, Weiss y Sapochnik, 2015, min. 34). Los «tiempos excepcionales» traen consigo la ontología de «lo excepcional». De esta manera, la proximidad del escenario apocalíptico acarrea la dislocación del tiempo, incluso su propia ruptura. Precisamente es la apreciación de la finitud del tiempo lo que inaugura la inminente «llegada del mesías». El advenimiento mesiánico urge cuando las nuevas normas de la «excepción» y los estados de «lo excepcional» —y, con ellos, la suspensión del derecho y todo lo instituido— amenazan con quebrantar el «Weltgeist». El apocalipsis es un acontecimiento histórico impostergable, tanto para el pensamiento cristiano como para Tolkien (1981/1993), cuyo universo «acaba con una visión del fin del mundo» (p. 208). No obstante, la peligrosidad de la victoria de Sauron es, justamente, la negación de la idea teológica del apocalipsis —catastrófico, pero esperanzador, antesala de la gloria—. El apocalipsis incoado por lo demoníaco comporta la erradicación de los ideales de belleza y bien, esto es, el destino que Frodo vislumbra en el Espejo de Galadriel (Tolkien, 1954/2001a, p. 488). El evento apocalíptico no es, en sí mismo, el resultado del fracaso de la misión, sino la «subversión del apocalipsis», o, mejor dicho, la usurpación del dominio de Dios sobre lo apocalíptico. La posibilidad del apocalipsis (demoníaco) es la imposibilidad de los hechos que describe el Apocalipsis. Es decir, lo verdaderamente apocalíptico, a efectos narrativos, es la negación del apocalipsis como acto divino. Para Tolkien (1981/1993), el apocalipsis de Sauron es la (de)negación del fin del mundo ideado por Ilúvatar, marcado por la «reconstrucción» (p. 208).

Siendo Ilúvatar una divinidad de bondad infinita —«agapeic god»—, Sauron pretende el exterminio de sus fieles, sus sujetos de amor. Sostienen Slavoj Žižek y Boris Gunjević (2013) que, a un Jesucristo sufriente, corresponde un Dios que se duele de nuestro dolor (§ V). ¿Qué persigue, entonces, «The Night King»? Según Bran Stark, «[Él aspira a] una noche sin fin. Quiere erradicar este mundo»16 (Cogman y Nutter, 2019, min. 26). No solo aspira a la erradicación de la creación, sino al dolor de Dios, al exterminio de sus «sujetos de amor». Para hacer sufrir a Dios, masacra a sus creaturas. Y para vencer a Dios, suprime la historia del hombre y, con ella, la substancia de la misma complacencia de Dios. La muerte, averigua Samwell Tarly, es el olvido: «Eso es la muerte, ¿no? Olvidar, ser olvidado»17 (Cogman y Nutter, 2019, min. 28). Así como el olvido es la muerte del hombre, la muerte del hombre es el olvido de Dios. Incluso, al estilo del «American Gods» de Neil Gaiman (2001), el olvido del hombre es la decadencia de la deidad.

La victoria concluyente del héroe mesiánico es, a su vez, la subsistencia de la existencia, la pervivencia de la creación y la constatación del poder de la figura divina. El triunfo final del héroe es el límite narrativo que aborta cualquier tentativa antagónica, con independencia de su intensidad o sus repercusiones. Ni Tolkien ni Martin han podido y/o querido sortear este límite. Sus relatos no podían acabar sino con la destrucción de Sauron y «The Night King». Lo demoníaco no podía prevalecer, ya que lo demoníaco no puede domeñar lo divino. La victoria de lo demoníaco habría representado cierto grado de incapacidad de Dios —de protección, de prevención, de intervención—, y en este caso, atestiguada la falibilidad del Ser Supremo, solo cabría esperar el resquebrajamiento conceptual de las cualidades exclusivas e inherentes de Dios. La explicación es, pues, cíclica: «nada ocurre» fuera del pensamiento de Dios. En otras palabras, todo lo que ocurre, ocurre por Él y en Él. Y nada puede ocurrir contra Él. La victoria de Sauron y «The Night King» habría supuesto la ruptura de la teodicea basada en el ágape, y con ella, la propia idea de un Dios protector (Salmos 23). En cambio, fundido el Anillo en el Orodruin, anulada «The Long Night», y arrojado Lucifer al abismo (Apocalipsis 20), solo queda la hegemonía perpetua de lo divino sobre lo demoníaco. En Martin, empero, no hay espacio para la «eucatástrofe» —ausencia sintomática del concurso de un dios relegado frente a la naturaleza humana—, sino una «discatástrofe» perdurable, que no cede al gozo por cuanto, acorde a su perspectiva nihilista, lo connatural a la humanidad es el sufrimiento, la ambición y la violencia. Véase, según la ficción televisiva, el caso de Jon Snow, condenado a la «discatástrofe» (Benioff y Weiss, 2019) aun habiendo sorteado la pulsión apocalíptica.

5 Conclusión

El corpus temático y narrativo contenidos en las Escrituras ha venido incardinando durante siglos la producción cultural de Occidente. En la esfera literaria, el cristianismo estableció los límites —axiológicos, metafísicos, morales— de los héroes, mientras que ningún «otro-universo» podía desentenderse de Dios. Lo cristiano, intrínsecamente abierto al acontecimiento sobrenatural, constituye, junto a lo fantástico y lo medieval, una asociación indeleble en el imaginario colectivo. Difícilmente puede plantearse un canon fantástico sin asentar su acción en el contexto medieval. Tanto como la retrotracción de dicha acción a un escenario medieval carente de fenómenos sobrenaturales e influjos religiosos. Insertos en universos fantásticos y medievales, los relatos de Tolkien y Martin no solo no reniegan de lo sobrenatural, sino que justifican la teleología de los cauces de acción en el advenimiento mesiánico.

La épica mesiánica procede de la reinterpretación literaria del relato, la trascendencia histórica y las cualidades cristológicas, en un contexto dominado por lo fantástico. Con el surgimiento de Jesucristo, «lo heroico» y «lo épico» adquirió un nuevo sentido, conducente a la santidad. En «ESDLA» y «JdT» el héroe y el antagonista representan lo divino y lo demoníaco: si el héroe comparte los atributos de la cristología, el antagonista hace lo propio con los rasgos luciferinos. A su vez, el relato de Tolkien se enmarca en un comienzo similar al Génesis bíblico, provisto por una deidad de bondad. Los universos de Tolkien y Martin enfrentan la posibilidad de su destrucción, así como describe el Apocalipsis. Precisamente es la cercanía del ocaso la causa de las resistencias adversas y antagónicas que el héroe enfrenta desde su irrupción hasta la consecución de la misión. Y así como el héroe debe surgir, debe «perecer y resurgir», adecuándose a la cualidad propiamente mesiánica de la resurrección. Es, pues, que, tras «vencer a la muerte», el héroe atraviesa el último umbral y, revestido con el poder y la gloria de Dios, pone fin a la rebelión demoníaca y al tormento que despliega sobre la creación.

6 Agradecimientos

Quiero mostrar mi agradecimiento a los revisores de Athenea Digital encargados de evaluar este trabajo. Sus consejos y sugerencias me iluminaron y me permitieron mejorar el texto.

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