Conflicto territorial y cambios en la cultura política: Cataluña-España

Territorial conflict and changes in political culture: Catalonia-Spain

  • Jordi Bonet-Martí
  • Gemma Ubasart-Gonzàlez
Este artículo tiene por finalidad explorar la relación entre los cambios acontecidos en la cultura política con la crisis económica, política y territorial que se desarrolla en España a partir de 2011. Para ello, nos centraremos en el análisis de la evolución de las series históricas de los indicadores clásicos de cultura política, a fin de evidenciar cómo se alteraron las tendencias seculares, coincidiendo con el estallido de la crisis económica, y cómo estos cambios han podido influir en el doble proceso de ruptura. Finalmente, se discutirá cómo esta ruptura se canalizó a escala nacional a través de la aparición de una dinámica de transformación del sistema de partidos, mientras que en Cataluña adoptó la forma de conflicto territorial.
    Palabras clave:
  • Movimientos sociales
  • Nacionalismo
  • Secesión
  • Soberanía
  • España
The aim of this article is to explore the relationship between the changes that have occurred in political culture and the social and territorial crisis that has developed in Spain since 2011. For this, we will focus on the analysis of the evolution of the historical series of traditional indicators of political culture, in order to show how, coinciding with the outbreak of the economic crisis, secular trends were altered and how these changes could have influenced the double process of rupture. Finally, it will be discussed how this rupture was channeled in Spain through the transformation of the party system, while in Catalonia it took the form of territorial conflict.
    Keywords:
  • Social movements
  • Nationalism
  • Secession
  • Sovereignty
  • Spain

1 Introducción

El acceso de España y Portugal a la democracia marca el inicio de la denominada tercera ola de democratización (Huntington, 1994) continuada, posteriormente, por los países de América Latina y del antiguo bloque socialista. A diferencia de su vecino atlántico, España accede a la democracia a través de una reforma pactada entre la clase política franquista y las fuerzas de oposición, constituyendo un modelo de transición pacífica y negociada que ha servido de inspiración a otros países, particularmente de América Latina (Alonso y Muro, 2011).

Durante las tres décadas que siguen al inicio de la transición, el modelo español goza no sólo de un alto reconocimiento internacional, sino también de una elevada legitimidad interna, como consecuencia de la mejora de las condiciones de vida y del desarrollo del estado del bienestar. Por primera vez en la historia de España, se consolida un sistema democrático estable y duradero, tan sólo empañado por la pervivencia de la violencia política protagonizada por ETA. Sin embargo, con el inicio del nuevo milenio, el conflicto vasco parecía tocar a su fin, lo que quedó certificado con el anuncio del cese definitivo de la actividad armada de ETA el 20 de octubre de 2011 (Ubasart-González, 2019).

España encara el nuevo milenio con optimismo, una economía en expansión con crecimientos anuales del PIB superiores al 4 %, la creación de siete millones de empleos netos y la llegada de más de 5 millones de inmigrantes atraídos por la oferta laboral. Las claves del éxito de este modelo son el proceso de modernización institucional, en la que juega un rol nada desdeñable la descentralización territorial, el desarrollo económico y el despliegue de la agenda social, así como la integración europea. Sin embargo, con la llegada de la crisis económica de 2006, la confianza en la solidez del modelo disminuye sustancialmente. Durante los años siguientes, se destruyen tres millones y medio de puestos de trabajo; se paraliza el sector de la construcción, que había jugado un rol esencial como dinamizador del crecimiento económico, y la economía española entra en recesión (Tamames y Rueda, 2018).

En este contexto de cambio, emergen dos procesos socio-políticos de impugnación al modelo post-transcional: por una parte, el movimiento de los indignados (2011), que al grito de “Democracia Real, Ya” ponen en cuestión los consensos transicionales referidos al sistema de partidos y a la constitución social (Bonet-Martí, 2015a); por otra parte, el proceso independentista catalán (2012) que con la reclamación de un estado propio impugna la constitución territorial.

Los resultados de ambos desafíos han sido diferentes. Mientras la dinámica del 15-M culmina en la transformación del sistema de partidos, a través de la aparición de nuevas fuerzas políticas como Podemos o las candidaturas municipalistas, y la creación del primer gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos en 2020; la dinámica promovida por el proceso independentista escala rápidamente de un movimiento de reivindicación autodeterminista hacia un conflicto institucional de hondo calado que culmina en octubre de 2017 con la celebración de un referéndum unilateral de autodeterminación; la declaración simbólica de independencia por parte del Parlamento Catalán; la suspensión de la autonomía catalana, prolongada hasta la celebración de las elecciones de 21 de diciembre, y la posterior sentencia de prisión a los políticos y dirigentes independentistas que participaron en la organización del referéndum.

Ante esta situación, cabe preguntarse ¿cuáles son los procesos causales que se encuentran detrás del proceso independentista catalán?, ¿qué relación mantiene este con el conflicto social representado por el movimiento de los indignados? y ¿en qué medida ambos conflictos se encuentran asociados a los procesos de erosión y crisis que afectan a las democracias occidentales? Si bien estas son cuestiones que tendrían que haber despertado el interés politológico, no deja de sorprender su bajo impacto en la literatura en ciencias sociales española, a diferencia del interés mostrado antaño por el conflicto vasco.

En este artículo, hemos querido analizar el conflicto territorial español adoptando una mirada politológica y situándolo en un contexto más amplio que el circunscrito por los análisis coyunturales, a fin de interpretarlo a la luz de los procesos globales de insatisfacción y crisis de confianza en las instituciones democráticas y de erosión de las normas políticas tradicionales (Levitsky y Ziblatt, 2018). Si bien consideramos que todos los procesos sociales tienen una naturaleza multicausal (García Ferrando, 1994), y que sería reduccionista pretender ofrecer una respuesta unidimensional a un fenómeno complejo como el abordado, acreditamos que un análisis pormenorizado de la evolución de una de sus dimensiones salientes, la transformación de la cultura política post-transicional, es relevante para generar nuevas claves interpretativas. Para ello, hemos centrado nuestro análisis en las mutaciones acontecidas en el seno de la cultura política española y catalana durante las últimas décadas, a través del estudio de las series históricas de indicadores, a fin de comprender cómo estos cambios han podido influir en la triple crisis -social, política y territorial, que afecta España, con el objeto de apuntar posibles explicaciones que den cuenta del desarrollo de esta doble ruptura, así como señalar sus distintos cauces de resolución.

A fin de desarrollar esta investigación, proponemos recuperar el concepto de cultura política como analizador de los procesos de cambio en las democracias contemporáneas. Si bien los estudios de cultura política habían tenido cierta prédica durante la España de la transición, a fin de conocer el proceso de legitimación de las nuevas instituciones democráticas, el carácter estable que la disciplina atribuye a la cultura política, junto a la adopción de nuevos paradigmas que consideran superada esta línea de investigación, ha sumido estos estudios en un progresivo olvido (Morán, 1999). No obstante, con el inicio del nuevo milenio, y de forma particular tras el estallido de la crisis económica, la cultura política española y catalana ha sufrido una profunda transformación que se evidencia en la caída de los indicadores de satisfacción con la democracia y de confianza en las instituciones, a la vez que se muestra un aumento del interés por la política y de la eficacia política interna de los individuos, mientras se mantienen relativamente estables los indicadores de europeísmo y de legitimidad democrática. Es por ello que consideramos que el estudio de la evolución longitudinal de estos indicadores, en discusión con las teorías precedentes, puede constituir una herramienta de análisis explicativa de las líneas de fractura que han surgido en la política española, así como de sus posibles interacciones.

2 Marco teórico-conceptual

Toda comunidad política tiende a desarrollar un conjunto de valores, creencias y actitudes en torno a su forma de organización política y de las instituciones que la componen. A lo largo de la historia del pensamiento político, autores como Montesquieu, Rousseau o Tocqueville se han ocupado de reflexionar acerca de cómo estas orientaciones contribuyen a garantizar la estabilidad o propiciar el cambio de los sistemas políticos. Sin embargo, estas primeras aproximaciones se sitúan en un terreno eminentemente especulativo, y carecen de la sistematización conceptual y del rigor metodológico propios de un abordaje científico. No fue hasta la década de los 60 del siglo pasado que la cultura política ingresa como un concepto de pleno derecho dentro de la disciplina a través de la publicación de The Civic Culture de Gabriel Almond y Sidney Verba (1970). Allí, por primera vez, se operacionaliza el concepto y se opta por el método de encuesta a fin de establecer una comparativa entre cinco países democráticos (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Italia y México) a fin de identificar aquellos elementos que constituyen la cultura cívica, como fundamento de la democracia. Desde entonces, la cultura política ha sido definida como “el conjunto de orientaciones específicamente políticas de los ciudadanos hacia el sistema político, hacia las partes que lo componen y hacia uno mismo como parte del sistema” (Almond y Verba, 1970, p. 31), constituyéndose como una teoría de rango intermedio que permite conectar el nivel micro, la interpretación psicológica de las actitudes individuales, con el nivel macro donde operan los objetos políticos. La principal innovación de la propuesta de Almond y Verba es la de presentar la cultura política como una “variable independiente que permitía explicar las características de las diferentes democracias y las pautas de comportamiento de los ciudadanos en cada una de estas” (Botella, 1992, p. 20), lo que permite comprender cómo las orientaciones políticas conforman las pautas de permanencia, de cambio y de adaptación de los sistemas políticos.

Rápidamente, la publicación de la obra despertó un fuerte interés en la ciencia política estadounidense, en tanto se alineaba con los principios metodológicos y conceptuales de los paradigmas conductista y estructural-funcionalista hegemónicos, en tanto permitía focalizarse en “la orientación psicológica hacia los objetos políticos” (Almond y Verba, 1970, p. 30), superando así el institucionalismo clásico y trasladando el foco de interés de las estructuras formales de la política hacia las orientaciones políticas adquiridas en el marco de los procesos de socialización política.

De acuerdo con Almond y Verba, estas orientaciones políticas incluyen las actitudes, los valores, las opiniones y las evaluaciones que comparten los ciudadanos en relación con al sistema político, con sus objetos y con la participación dentro de este sistema. Asimismo, estas orientaciones pueden ser clasificadas en tres categorías: cognitivas (si son referidas al conocimiento), afectivas (si son referidas a los sentimientos) y evaluativas (si son referidas a los juicios y opiniones); a la vez que pueden hacer referencia tanto al sistema político en su conjunto, a sus inputs (gobierno, partidos, parlamento), a sus outputs (los resultados de la acción) o, incluso, en la propia posición del individuo dentro del sistema político. Desde esta perspectiva, la cultura política es concebida como un factor estable en el tiempo, compartido por un conjunto de ciudadanos que pertenecen a una misma comunidad política.

A pesar de que la propuesta inicial de Almond y Verba partía de una fuerte preocupación normativa, rápidamente el debate gira hacia el ámbito metodológico a través de la operacionalización de la cultura política, así como la aplicación del método de encuesta para el estudio de los valores y actitudes políticas. Sin embargo, esta propuesta fue objeto de diferentes críticas que cuestionaban su normativismo implícito, su eurocentrismo, así como su carácter estático. Este hecho llevó a algunos autores, como Carol Pateman (1989), a cuestionar la unidireccionalidad causal que se atribuía a la cultura política, al poner de manifiesto que los objetos y el sistema político también pueden ejercer una influencia en las orientaciones políticas. Finalmente, otra fuente de críticas surge a raíz del cambio de paradigma que en ese momento se está gestando en la ciencia política norteamericana a raíz de la publicación del libro de Anthony Downs (1957) que suscitó un creciente interés por la teoría de la elección racional, conllevando un progresivo abandono de las teorías conductistas previas. De hecho, el propio concepto de cultura política parece no casar bien con los principios de la elección racional, según la cual, los individuos se mueven guiados por intereses y no por valores, lo que impugna la base valorativa que sostiene el concepto. Al mismo tiempo, el hecho de que la cultura política siempre hace referencia a una colectividad y nunca a individuos concretos, entra en contradicción con las premisas del individualismo metodológico. De hecho, no es hasta las contribuciones de Aaron Wildavsky (1985), quien genera un modelo que permite conjugar la cultura política con la teoría de la elección racional, que los estudios de cultura política pueden ser incluidos dentro de este nuevo paradigma (Almond y Verba, 1989).

A pesar de que estas críticas metodológicas son inicialmente contestadas por Lucian Pye y Sidney Verba (1965), han sido sobre todo las contribuciones de Ronald Inglehart (1990/1991) y de Robert Putnam (1993/2000) las que han permitido rescatar el concepto de su marginación académica y emprender nuevas líneas de investigación alejadas de su normativismo inicial (Morán, 2010). Dado que una de las críticas que se han realizado al concepto de cultura política versan sobre su estaticismo, lo que le impide explicar los procesos de cambio sociopolítico, Inglehart (1990/1991) incorpora una interpretación dinámica del concepto centrándose en el estudio de la interrelación entre el cambio económico, el cambio cultural y el cambio político. Para Inglehart, las explicaciones económicas no son suficientes para explicar los procesos de estabilidad y de cambio político, sino que es preciso incorporar otras variables de tipo cultural, en tanto “la cultura no es únicamente consecuencia de la economía, sino que puede moldear la naturaleza básica de la vida política y económica” (Inglehart, 1990/1991: 58). Finalmente, un último impulso a la recuperación de la cultura política viene de la mano de los estudios sobre el capital social de Putnam (1993/2000), donde se analiza cómo la confianza interpersonal, la densidad de sus redes asociativas y la tradición cívica tienen un impacto en el rendimiento democrático de los países. Así, por ejemplo, en su investigación sobre los gobiernos regionales italianos, Putnam (1993/2000) se propone demostrar que existe una relación entre el rendimiento de las instituciones democráticas regionales y la vitalidad de las respectivas sociedades civiles representada por su capital social.

2.1 Los estudios de cultura política en España

En España, los estudios de cultura política se inician en los años 70 en el marco de la transición del franquismo a la democracia, a partir de los trabajos de Juan José Linz (1984) y José María Maravall (1982). A diferencia de los estudios norteamericanos, que habían centrado su interés en los procesos de socialización política, el debate español gira sobre todo en torno a la consolidación de los valores democráticos dentro de una situación transicional (Benedicto, 2006). De esta manera, se genera un ingente número de publicaciones durante los años 80 y principios de los 901 donde se analizan los cambios de valores y actitudes de la población española, y que posteriormente son utilizados para el estudio de la cultura política en las transiciones políticas latinoamericanas. En este sentido, los estudios de cultura política han servido para analizar el proceso de incorporación de los valores democráticos y de legitimación de las instituciones políticas surgidas del proceso de transición: la monarquía, el gobierno central, los gobiernos autonómicos, los partidos políticos y los agentes sociales. Sin embargo, este vínculo entre cultura política y marco transicional, que propició su inicial difusión dentro de la disciplina, se ha convertido posteriormente en una de las causas de su posterior decaimiento (Morán, 1999). A medida que se consolidan las instituciones democráticas, se evidencia un progresivo desinterés por parte de la ciencia política española hacia el estudio del fenómeno, lo que contrasta con su recuperación por parte de los sociólogos y los historiadores.

Si tomamos en consideración el estudio de la cultura política catalana, la situación aparece todavía más precaria. Durante años, no se considera que esta merezca un estudio diferenciado en relación a la cultura política española, en tanto se piensa que esta no presenta diferencias sustanciales, en contraste con el País Vasco, donde la situación de conflicto propicia la aparición de una línea de investigación propia (Bonet-Martí, 2018). De modo que hoy en día, apenas disponemos de estudios que analicen de forma específica la cultura política catalana a excepción de los de Jesús Maestro García (1998), Gabriel Colomé (2000), Javier Elzo y Ángel Castiñeira (2011), Mariona Ferrer (2008), Mariano Torcal et al. (2010) y Lucía Medina (2013), lo que supone una importante limitación para comprender los cambios sociales y políticos recientes.

3 La triple crisis española y los vectores de cambio

Durante los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo de la Unión de Centro Democrático (UCD) (1976-82) y sobretodo en las dos primeras legislaturas de Felipe González del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) (1982-1989) se afirman las bases para materializar los grandes principios que establece la constitución política, social y territorial del país, y que se encuentran enunciados en los dos primeros artículos de la carta constitucional: la definición de España como un “estado social y democrático de derecho” que toma la forma política de “monarquía parlamentaria” y la “indisoluble unidad de la Nación española” que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”. Paralelamente, durante este periodo se consolida un sistema de partidos, que deriva hacia un bipartidismo imperfecto, y se concreta un modelo de concertación social entre empresariado y sindicatos.

A pesar de la existencia de algunas disfunciones, el sistema político español surgido de los consensos post-transicionales mantiene una cierta estabilidad y apoyo social a lo largo de tres décadas, tal y como se evidencia en los indicadores de cultura política que se analizan en el próximo apartado. No obstante, estos consensos empiezan a erosionarse con el cambio del milenio y de forma más acelerada a partir del estallido de la crisis económica. Tales disfunciones se vinculan en primer lugar a un estado de bienestar aún en construcción, a un mercado de trabajo dualizado con tasas de paro superiores a la media europea y la persistencia de situaciones de pobreza y exclusión que afectan a una quinta parte de la población (Subirats et al., 2005); en segundo lugar, el modelo territorial adoptado de naturaleza cuasi federal (Aja, 2014) no termina por reconocer suficientemente la realidad plurinacional del Estado ni dispone de mecanismos transparentes de redistribución fiscal; y, en tercer lugar, el frágil proceso de transición institucional no acaba de superar ciertas reminiscencias del tardo-franquismo: una carrera judicial con anclajes del pasado, la reproducción de prácticas clientelares y patrimonialistas en la gestión pública (Moreno y Marí-Klose, 2013, p. 131) y un sistema mediático en gran medida dominado por el poder político y financiero. A su vez, el crecimiento económico a partir del cambio de milenio se desarrolla paralelamente al despliegue de la globalización económica, lo que se refleja en la creciente financiarización de la economía, la centralidad que adquiere el capitalismo inmobiliario como motor del desarrollo y la progresiva desregulación de las relaciones laborales, abocando la ciudadanía a una situación de incertidumbre que genera importantes dosis de malestar, desconfianza y falta de expectativas de futuro (Innerarity, 2018). En este contexto de fragilidad, la llegada a España de la Gran Recesión actúa como catalizador de una triple crisis: económica, política y territorial.

La crisis económica y de modelo de bienestar. Esta no puede desligarse de la crisis financiera global y su correlato en la crisis de la deuda soberana, que tuvo especial prevalencia en España, y en otros países del sur de Europa, debido a un modelo de crecimiento extremadamente frágil, conduciendo la economía española a una situación de recesión a principios de 2009. Lo que en un primer momento fue percibido como una crisis financiera se trasladó rápidamente a la economía productiva, impactando en los niveles de crecimiento económico y en las tasas de paro, así como también en el crecimiento de la deuda pública y privada. Los impactos sociales de la crisis económica se magnificaron a partir de las recetas de austeridad aplicadas por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) que impuso medidas draconianas para la reducción de déficit público y estableció la primacía de los principios de contención presupuestaria, lo que provocó una devaluación de derechos sociales y laborales. Así mismo, la crisis tuvo un fuerte impacto en la estructura multinivel española al tensionar las dinámicas de transferencias económicas del Estado a las comunidades autónomas, que se encontraron con crecientes dificultades presupuestarias para poder hacer frente a los gastos asociados a las competencias transferidas. Esta tensión afectó especialmente a la autonomía catalana que, a diferencia del País Vasco y Navarra, no disponía de capacidad para recaudar los impuestos y negociar bilateralmente las transferencias estatales, lo que en un contexto recesivo mermaba su capacidad de prestación de servicios.

La crisis política. Los principales actores intermediarios entre el Estado y la sociedad —partidos políticos, sindicatos y organizaciones sociales— sufrieron una importante disminución de confianza. Por un lado, la ciudadanía percibió la incapacidad de estos para hacer frente a los grandes retos globales que escapan de las fronteras del Estado nación: globalización económica, cambio climático o violencia global (Sánchez-Cuenca, 2014). Por el otro, y más contextualizado en el entorno español, esta desconfianza se vio aumentada por el fuerte proceso de cartelización de los partidos políticos (Katz y Mair, 1995), llegando a la confusión entre partido, gobierno y Estado. El bipartidismo imperfecto —Partido Popular (PP) y PSOE— que caracterizaba el sistema de partidos post-transicional, derivó en una considerable falta de control y proliferación de malversación y corrupción, creando fuertes dosis de apatía y descrédito hacia la política institucional (Hernández y Kriesi, 2016). Frente a esta realidad, el sistema de partidos tal y como se había conocido a lo largo de más de tres décadas se rompió en 2014 con la irrupción de Podemos en las elecciones europeas, seguido del salto de Ciudadanos (Cs) al ámbito estatal (2015) y la consolidación de la formación ultraderechista VOX en las elecciones generales de 2019.

La crisis territorial. La Constitución Española había surgido de un ejercicio de negociación y pacto entre distintas opciones políticas, dejando abierto el desarrollo del modelo territorial (Archilés y Saz, 2014). Fue a través de los pactos entre el PSOE y la UCD a principios de los 80 que se estableció la creación del sistema autonómico, un modelo de descentralización territorial que combinaba asimetrías singulares, como el régimen foral vasco y navarro, con tendencias simetrizadoras orientadas a disolver el peso de las reivindicaciones de las nacionalidades históricas (País Vasco, Cataluña y Galicia). Sin embargo, la debilidad electoral del nacionalismo gallego y el compromiso del nacionalismo catalán en sostener la gobernabilidad española a cambio de la obtención de competencias y mejoras en su régimen de financiación, posibilitó una estabilización del modelo autonómico. Esta situación de equilibrio se rompió durante la segunda legislatura del gobierno Aznar (2000-2004), cuando se puso en marcha un proceso de recentralización del Estado y empezó a cuestionarse la eficiencia del régimen autonómico por parte de la derecha conservadora. Paralelamente, en Cataluña se gesta la constitución de un gobierno de coalición de izquierdas, que incluía por primera vez la participación de una organización independentista, aunque en posición de minoría. El nuevo gobierno catalán impulsó la aprobación de un nuevo estatuto de autonomía para Cataluña en que por primera vez se planteaba el reconocimiento de Cataluña como nación y una relación de bilateralidad con el Estado. La aprobación del Estatuto vía refrendaria según el procedimiento previsto por la Constitución generó una campaña en contra por parte de la derecha conservadora española y motivó un recurso de inconstitucionalidad impulsado por el Partido Popular, que fue parcialmente reconocido por el Tribunal Constitucional (2010) generando un hondo malestar en gran parte de la ciudadanía catalana. Diferentes autores (Ridao, 2014; Martí-Puig y Vilaregut, 2020) han apuntado esta sentencia como uno de los factores desencadenantes de la aceleración del proceso independentista, cuyo inicio podemos situar en las movilizaciones de la Plataforma pel Dret a Decidir en 2006 y las consultas ciudadanas sobre la independencia de Cataluña de los años 2009, 2010 y 2011.

La consolidación de esta triple crisis —económica, social y territorial— se evidencia claramente en los cambios acontecidos en los indicadores de cultura política. Si bien ya existía un desgaste significativo de algunos de estos indicadores antes del estallido de la crisis, esta tendencia se acentúa al final de la primera década del nuevo milenio. En este sentido, puede afirmarse que la crisis económica actúa como movilizador de malestares e indignaciones que ya venían de antes. Dos vectores de cambio irrumpen en este contexto. Por una parte, el movimiento de los indignados con sus materializaciones políticas posteriores, Podemos y la aparición de candidaturas municipalistas que obtendrán las alcaldías de las principales ciudades españolas (Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, A Coruña, Santiago de Compostela...); y, por otra, la emergencia del proceso independentista que cristaliza en la arena política con la masiva manifestación del 11 de septiembre de 2012. Ambas son expresiones de política contenciosa (McAdam et al., 2001/2005) que desafían algunas de las cuestiones “dadas por descontadas” en los pactos de la transición y sus concreciones a lo largo de los años ochenta.

Emmanuel Rodríguez (2015) ha caracterizado esta crisis de los consensos post-transcionales como una crisis del “régimen del 78”. Según Alfons Aragoneses (2019) “la locución (régimen del 78) se utiliza para señalar los grandes problemas de nuestra democracia: negación de la plurinacionalidad, connivencia entre poderes económicos y políticos, debilidad de los derechos sociales y gestos autoritarios de algunos agentes políticos y jurídicos”. De todas maneras, Aragoneses alerta sobre la ilegítima apropiación y resignificación de la Constitución apuntando que luchar contra estos desafíos estructurales, debería hacerse defendiendo el espíritu del 78: “para acabar con el “régimen” será necesario reivindicar el 78”.

Movimiento del 15M y surgimiento de Podemos. En 2011, el malestar ciudadano va en aumento tanto por los efectos de la crisis económica (aumento del paro, deterioro de las condiciones laborales, aumento de la población en riesgo de pobreza y exclusión) como por los recortes en los servicios públicos (educación, sanidad, protección social) y transferencias monetarias, sobre todo aquellas no vinculadas a la seguridad social. También se percibe un hartazgo sobre la forma de gobernar, la partidización de las instituciones, el clientelismo y la corrupción, lo que provoca un crecimiento de la indignación social frente a las élites políticas, económicas y mediáticas (Subirats, 2011). Antes de las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2011, emerge el movimiento de los indignados ocupando el espacio público de ciudades y pueblos. Este movimiento supone un desafío contencioso frente a los efectos de la recesión económica y las políticas de austeridad, pero también adquiere cada vez más relevancia el cuestionamiento de las élites políticas y del propio sistema de representación (Bonet-Martí, 2015b). Así mismo, el movimiento consigue un importante apoyo ciudadano2.

Sin embargo, en un primer momento, los reclamos del movimiento no encuentran eco en la arena electoral, al no existir ninguna formación política capaz de representar el malestar ciudadano, y Mariano Rajoy (PP) gana las elecciones generales en diciembre de 2011, profundizando en las políticas de austeridad iniciadas por el gobierno Zapatero y ahondando en el recorte de derechos y libertades orientado a ejercer un mayor control sobre el espacio público. En este contexto, la movilización social se traslada de las plazas a las movilizaciones masivas en defensa de los servicios sociales: marea verde en defensa de la educación, marea blanca en defensa de la sanidad pública y la creación de la PAH (Plataforma de Afectados por las Hipotecas) que consigue situar en la agenda pública el problema de los desahucios.

En las elecciones europeas de mayo de 2014 irrumpe Podemos, una nueva plataforma electoral que da cauce de representación a las reivindicaciones del movimiento de los indignados y las mareas. La nueva formación obtuvo 5 escaños en el Parlamento Europeo e inició un ciclo ascendente que culmina en las elecciones municipales de 2015, cuando las candidaturas municipalistas apoyadas por Podemos consiguen ganar las principales alcaldías, consolidando su posición en las elecciones de diciembre de 2015 con 69 escaños (de 350) en el Congreso de Diputados convirtiéndose en tercera fuerza política (Rodríguez-Teruel et al., 2016).

El proceso independentista. Paralelamente, en Cataluña cristaliza un doble proceso de desafección. Por una parte, la sentencia del Estatut de Autonomía de 2010 es percibida como un freno al desarrollo del autogobierno catalán motivando el crecimiento de iniciativas ciudadanas marcadamente independentistas; por otra, el movimiento de los indignados en Cataluña dirige sus críticas tanto ante el gobierno español como ante el gobierno nacionalista conservador catalán, que en alianza con el Partido Popular emprende la senda de la austeridad a partir de políticas de recortes en el sector público, con especial incidencia en el sistema de salud. Son dos procesos sociales que se desarrollan de forma paralela y diferenciada, aunque comparten ciertos espacios de intersección militante que darán lugar a la creación de Procés Constituent en 2013. En este contexto, se celebra la gran manifestación del 11 de setiembre 2012 con una orientación claramente independentista. Se trata de una manifestación organizada por la Assemblea Nacional Catalana, y en la que según Ricard Vilaregut (2018) los partidos políticos mantienen un peso secundario. Sin embargo, el nacionalismo conservador gobernante percibe en esta manifestación la posibilidad de encauzar el malestar ciudadano priorizando la dimensión territorial por encima de la social (Lo Cascio, 2016). En este sentido, Artur Mas, el presidente del ejecutivo catalán decide asumir y liderar el discurso independentista, rompiendo con el marco tradicional del catalanismo gradualista y pactista3 (Lo Cascio, 2008). Para ello, convoca elecciones anticipadas con un marco discursivo centrado únicamente en el eje nacional rompiendo la alianza previa con el Partido Popular. Empieza así un intenso ciclo de movilización política y social, junto a un proceso de realineamento electoral y de transformación del sistema de partidos catalán.

Diversas han sido las razones que se han esgrimido para explicar el desarrollo de la demanda independentista y del ciclo de reivindicación (Ubasart-González, 2020a): la deriva recentralizadora del segundo gobierno del conservador José María Aznar (2000-2004), el fracaso de la reforma del Estatut d’Autonomia con la sentencia del Tribunal Constitucional (2010) y la lucha por la hegemonía en el mundo nacionalista catalán (ethnic outbidding) entre el nacionalismo conservador y el independentismo de izquierdas (Barrio y Teruel, 2017). Ahora bien, estas cuestiones quizá no hubieran adquirido la magnitud actual sin la coincidencia con otros condicionantes más estructurales: una Europa impactada por la última crisis económica (que también lo es política y cultural), en un marco de desconfianza y malestar social generalizado (Fernández Albertos, 2018), las conflictividades y fracturas surgen en cada territorio allí dónde las costuras están menos trabadas, lo que en España coincidiría con la cuestión territorial.

4 Exposición y discusión de resultados

En este contexto, la cultura política española ha sufrido profundas transformaciones que posibilitan y a la vez aceleran los fenómenos sociales antes descritos. En este apartado analizamos la evolución de un conjunto de indicadores clásicos para analizar la cultura política: la legitimidad y satisfacción con el funcionamiento de la democracia, el interés por la política y la eficacia interna y externa, así como la valoración de las instituciones y actores políticos. Su observación posibilita la comprensión de las mutaciones que se producen en la sociedad española y catalana a partir del cambio de milenio y, sobre todo, con la irrupción de la crisis económica.

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Figura 1

Legitimidad en la democracia y satisfacción en el funcionamiento del sistema en Cataluña

Fuente:Institut de Ciències Polítiques i Socials (2020).


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Figura 2

Legitimidad en la democracia y satisfacción en el funcionamiento del sistema en España

Fuente: Centro de Investigaciones Sociológicas (s. f.). Legitimidad: series A.07.3.03.001 y A.07.3.03.002. Satisfacción: A.2.07.04.002 y A.2.07.04.009.


Mantenimiento de la legitimidad del sistema democrático, pero aumento de la insatisfacción en su funcionamiento. Tal y como se evidencia en las figuras 1 y 2, tanto en Cataluña como en España el sistema político democrático goza de una incuestionable legitimidad concebida ésta como una “actitud positiva de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas, consideradas como la forma de gobierno más apropiada” (Montero et al., 1999, p. 111). Ya durante el tardofranquismo (1969-75) se identifica un crecimiento de las opiniones acordes a un sistema político pluralista, tendencia que se aumenta con la muerte del dictador (Botella, 1992). En los primeros años de democracia, la legitimidad del sistema continúa aumentando, hasta situarse en niveles parecidos al resto de Europa. Las series históricas presentadas muestran una estabilidad del indicador desde los años ochenta hasta la actualidad. Cabe destacar que, durante el período de crisis económica, política y territorial, este indicador se mantiene estable. Siguiendo a Jaume Magre (2012), la legitimidad en torno al sistema se constituye como una “reserva de confianza que le permite superar los períodos en los que el sistema no recibe apoyos específicos a sus instituciones” (Magre, 2012, p. 295). Ahora bien, resulta coherente preguntarse cómo de resistente sea esta reserva.

Mientras que la legitimidad en el sistema democrático se consolida durante la última década, se evidencia cómo la satisfacción con el funcionamiento de la democracia se ve profundamente erosionada. España y Cataluña se caracterizaban por tener un nivel de descontento ciudadano remarcable frente al rendimiento del sistema y sus instituciones, en comparación con los países del entorno (Bonet-Martí, 2018). Pero además la satisfacción con el funcionamiento del sistema sufre una importante caída a partir de la irrupción de la crisis económica y la implementación de las políticas de austeridad. Así, en 2012, las personas que se manifiestan muy o bastante satisfechas con el funcionamiento del sistema se sitúan alrededor del 30 % en España y del 20 % en Cataluña. Dicho esto, cabe señalar que la caída pronunciada del indicador en el caso catalán se produce con anterioridad al caso español. Esto puede deberse a factores vinculados a la dinámica política del territorio: el agotamiento de la fórmula de los ejecutivos de izquierdas que gobernaron Cataluña durante el periodo 2003-2010, el fracaso de la reforma del Estatut de Autonomía y la premura en realizar recortes del nuevo gobierno de Convergència i Unió (CiU). Otro dato remarcable que también presenta diferencias en el comportamiento del indicador tras 2012. Mientras que en el conjunto de España esta se produce coincidiendo con la recuperación económica y, claramente, con la moción de censura que permite el acceso al gobierno de Pedro Sánchez. En el caso catalán, no se recupera este indicador, manteniéndose estacionario desde 2012.

Mayor interés por la política y mayor propensión a participar. La desafección de la ciudadanía frente a la política es una de las características que presenta una mayor distancia de España con el resto del contexto europeo (Montero et al., 1999, p. 126). La causa de esta desafección se ha atribuido a la larga duración de la dictadura franquista (1939-75) que habría tenido dos efectos: 1) La represión y el miedo ejercido por parte del franquismo frente al disenso político; 2) El ejercicio activo por “despolitizar” la sociedad que, a diferencia de los fascismos clásicos, representado por la idea que la política era ajena a las preocupaciones de la ciudadanía.

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Figura 3

Interés en la política en Cataluña.

Fuente: Institut de Ciències Polítiques i Socials (2020), Centro de Investigaciones Sociológicas (s.f). Interés España: series A.3.03.01.001 y A.3.03.01.008.


Sin embargo, tal y como evidencia la figura 3, este indicador empieza a remontar en España y de forma más pronunciada en Cataluña, coincidiendo con las movilizaciones antiglobalización y en contra de la guerra de Irak que tienen lugar durante el segundo ejecutivo Aznar. La tendencia al alza vuelve a acelerarse con la irrupción de la crisis económica y el desarrollo del movimiento del 15M. Cabe tener en cuenta la existencia de un componente generacional en el análisis de este fenómeno: los procesos de socialización política de una parte cada vez más importante de ciudadanía ya se han desarrollado en democracia. Pero también resulta relevante observar los fenómenos colectivos vividos como sociedad: eventos movilizadores y momentos especialmente politizadores que se producen a lo largo de esta última década. En el caso catalán, el nivel de interés político parte de unos niveles ligeramente más altos que en el conjunto de España. La existencia de un denso tejido asociativo proveedor de un mayor capital social (Putnam, 1993/2000) puede ser una de las razones que expliquen esta diferencia.

El ciclo 2002-2006 puede caracterizarse de altamente politizador en el conjunto del Estado, aunque más corto en el caso catalán. La derrota electoral de Aznar se produce en un clima de movilización ciudadana contra la gestión comunicativa del gobierno de los atentados yihadistas de 2004, que dará lugar al primer ejecutivo Zapatero que impulsa un abanico de políticas que innovan en el campo de los derechos y las libertades (matrimonio igualitario, ley de igualdad, ley integral contra la violencia de género, etc.), a la vez que se extienden derechos sociales (Ley de dependencia) y se produce un primer intento de desarrollo de la idea de la “España plural” con la segunda oleada de reformas estatutarias.

El segundo momento politizador se produce a partir de la irrupción de la crisis económica y, sobre todo, con la implementación de políticas de austeridad. Se detecta claramente a partir de mayo de 2011, coincidiendo con el movimiento de los indignados. Ahora bien, mientras que en España el interés por la política se estabiliza a partir de mitad de la década, coincidiendo con la ruptura del bipartidismo y una cierta recuperación económica, en Cataluña esta no deja de crecer hasta 2017 coincidiendo con la escalada del conflicto independentista.

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Figura 4

Eficacia interna y externa en Cataluña y España.

Fuente: Institut de Ciències Polítiques i Socials (2020), Centro de Investigaciones Sociológicas (s. f.) Eficacia Interna España: Serie A.3.03.03.022, Eficacia Externa España: Serie A.3.03.03.010.


Los indicadores de eficacia política subjetiva son útiles para observar la autopercepción del papel de la ciudadanía respeto a la política (véase figura 4). La eficacia interna se refiere a la imagen que tiene el individuo de sí mismo para actuar en la vida política. En este caso, tanto en España como en Cataluña la evolución ha sido hacia un aumento de la percepción de utilidad y capacidad de comprensión de la cosa pública, así como también la constatación de la relación de la política con las condiciones de vida de la ciudadanía. El indicador utilizado recoge el nivel de apoyo a la afirmación: “Generalmente, la política le parece tan complicada que la gente como usted no puede entender lo que pasa”. La eficacia externa se refiere a la imagen que tienen los individuos sobre el sistema político, eso es, si el sistema político puede ser sensible a las demandas y a los inputs de la sociedad. En este campo aumenta la desconfianza hacia la clase política. El indicador escogido es el grado de acuerdo con la frase: “Los políticos no se preocupan mucho de lo que piensa la gente como yo”.

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Figura 5

Confianza en las instituciones públicas y actores políticos en Cataluña.

Fuente: Institut de Ciències Polítiques i Socials (2020).


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Figura 6

Confianza en las instituciones públicas y actores políticos en España.

Fuente: Centro de Investigaciones Sociológicas (s. f.). UE: C.2.01.03.001. Gobierno central: A.1.02.06.003. Poder judicial: A.1.02.06.005. Monarquía: A.1.02.04.015. Gobierno autonómico: A.1.02.06.043. Partidos: A.1.02.06.045.


Desconfianza hacia las instituciones públicas y los actores políticos. De manera parecida al desgaste que sufre el indicador de satisfacción en el funcionamiento del sistema democrático, se experimenta en toda España una crisis de confianza hacia instituciones públicas y actores políticos: gobierno central, gobierno autonómico, monarquía, sistema judicial y partidos políticos (figuras 5 y 6). En cambio, la opinión hacia la Unión Europea aparece como aquella que menos se debilita. Así pues, se evidencia una caída generalizada en los niveles de confianza desde el inicio de la crisis económica hasta 2014-15, momento en el que se produce un cambio de tendencia. Las series están inacabadas en el tiempo y no se puede observar si se llegan a recuperar los niveles. La confianza en el poder judicial es la que menos se recupera manteniéndose por debajo del 30 % en 2017.

En el caso catalán se parte de unos niveles de desconfianza mayores que en el conjunto del Estado. Ahora bien, puede observarse que las tendencias tienen un comportamiento similar. Los niveles pre-crisis tienden a recuperarse al final de la etapa con un crecimiento continuado de la confianza hacia el gobierno catalán hasta 2017, qué, tras los hechos de octubre, experimenta un descenso. En cambio, la confianza en el gobierno central es aquella que más ha oscilado en la última década, evidenciándose una recuperación tras la moción de censura al gobierno de Mariano Rajoy.

4.1 La doble ruptura

Tal y como se ha evidenciado en los apartados precedentes, durante el periodo 2010-2011 se produce una caída de los indicadores de satisfacción con la democracia (figuras 1 y 2) y de confianza en las instituciones (figuras 5 y 6), mientras se observa un aumento progresivo del interés por la política y de eficacia política interna (figuras 3 y 4), mientras se mantienen relativamente estables los indicadores de legitimidad del sistema democrático y de adhesión a la Unión Europea. Nos encontramos así ante una situación de insatisfacción creciente de la ciudadanía respecto al funcionamiento del sistema político y sus outputs, frente a la cual se plantea una doble alternativa: la opción de protesta (voice) o la opción de salida (exit) (Hirschmann, 1970).

Mientras, en el caso español, la opción elegida corresponde a la de voice (protesta), en tanto la opción de salida (exit) supondría la demanda de una salida de la Unión Europea análoga a la desarrollada en el Reino Unido, pero improbable, dada la escasa incidencia del euroescepticismo en España; en el caso catalán, la opción exit es concretada con la promesa de la independencia que aparece como una “utopía disponible” (Subirats, 2014) a fin de colmar la situación de incertidumbre y ausencia de perspectivas, una proyección de futuro frente a la cual canalizar el malestar de las poblaciones.

La divergencia entre ambos procesos se hará evidente a través del proceso de institucionalización de ambas opciones. Mientras, la primera conducirá a la transformación del sistema de partidos español con la aparición de Podemos y las candidaturas municipalistas, la opción catalana, en la medida en que será cooptada por las elites políticas, que asumirá como propias las reivindicaciones del movimiento social, deriva en un conflicto institucional.

Un indicador de eficacia subjetiva que elabora el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) para Cataluña puede dar pistas de cómo se diferencia la experiencia en ambos contextos (Ubasart-González, 2020b). Los encuestados que se muestran favorables a la afirmación ‘la gente de la calle puede influir en lo que hacen los políticos’ disminuyen en un primer periodo de los años de crisis y aumentan en un segundo: una sensación de impotencia frente a la acción política (2008-12); y un aumento de confianza de la ciudadanía de ser un actor protagonista (2012-17). Este segundo periodo coincide con los años del proceso independentista. La utopía disponible de la independencia proyecta futuro en positivo (figura 7).

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Figura 7

Percepción influencia ciudadanía en la clase política.

Fuente: Centre d’Estudis d’Opinió (s. f.).


Así pues, desde la irrupción de la crisis económica se produce un contexto de malestar y de ausencia de perspectivas de futuro, coincidiendo con los últimos años del gobierno tripartito de izquierdas. Durante las movilizaciones anti-recortes que acompañan el primer gobierno Mas no se perciben efectos inmediatos. Es más, estas acciones contenciosas son reprimidas con importantes dosis de violencia en Catalunya: el desalojo policial de los concentrados durante las movilizaciones el 15M o la judicialización de la acción “Aturem el Parlament” (Lo Cascio, 2020). Por el contrario, a partir de aquí, el indicador inicia su fase ascendente. Coincidiendo con el inicio del proceso independentista, aumenta la percepción de la capacidad ciudadana para influenciar a los políticos. Los grandes hitos independentistas presentan los dos picos en la alta adhesión a la idea apuntada coincidiendo con el proceso participativo del 9N de 2014 y las votaciones del 1O de 2017 (56,7 % en el barómetro de octubre de 2014 y 60,1 % en de octubre de 2017).

5 Conclusiones

A lo largo de este artículo, hemos evidenciado cómo la aparición de procesos políticos que cuestionan los marcos de consenso post-transicional en el caso español ha sido precedida por la alteración de las tendencias seculares de los indicadores de cultura política. Más allá de las interpretaciones coyunturalistas, el análisis de la evolución de estos indicadores ha revelado la asociación entre la emergencia de estos movimientos y la erosión de la confianza en las instituciones y actores, en tanto se extiende la percepción que estas han dejado de responder a los intereses de la ciudadanía para situarse al servicio de las élites económicas (Crouch, 2004). Así mismo, se ha evidenciado cómo el movimiento de los indignados y el movimiento independentista responden respectivamente a dos estrategias diferenciadas (exit y voice) de canalización del malestar ciudadano que están asociadas a las distintas formas en que se ha institucionalizado este malestar: a través de la creación de nuevas fuerzas políticas que modifican el anterior sistema de partidos en el caso español, y mediante un proceso de cooptación de la insatisfacción ciudadana por parte de las élites políticas catalanas y de competencia inter-partidista por parte de las formaciones políticas nacionalistas en el marco de un chicken game (juego del gallina) que ha derivado en un conflicto institucional de hondo calado. No obstante, consideramos que la interrelación entre cultura política y sistema político no responde a un proceso unidireccional y monocausal, sino que tiene que analizarse desde una perspectiva interaccional y multicausal. Así, los cambios acontecidos en el sistema político español tras la moción de censura de 2018 pueden haber promovido una recuperación de los indicadores, lo que solo se observa en el caso catalán de manera más moderada, donde la persistencia del conflicto inter-institucional, agravado por las sentencias de prisión a los líderes independentistas, se encuentra lejos de resolverse.

Dicho esto, a final de la segunda década de los 2000 se identifica el cierre del ciclo de protesta (Tarrow, 1994/1997) en los dos vectores de cambio que devienen protagonistas de la vida política española a partir de la gran recesión. La cierta recuperación en indicadores sobre satisfacción en el funcionamiento del sistema o confianza en actores e instituciones pueden dibujar esta nueva realidad. En primer lugar, la llegada de Podemos al ejecutivo español en enero de 2020, a través de un gobierno de coalición con el PSOE, supone la institucionalización de una fuerza política que surgió como fuerza de impugnación y ahora ha mudado en partido de gobierno. En segundo lugar, y vinculado con la anterior, el inicio de un proceso de diálogo entre el gobierno catalán y el español puede debilitar la apuesta unilateral independentista cada vez más escorada hacia posiciones nacional-populistas (Forti, 2020b). Eso si, en el primer caso, por el momento, se ha profundizado más en la discontinuidad de la agenda política que en el segundo.

Ahora bien, esto no significa que los desafíos estructurales de la España post-transicional se hayan solucionado. La consolidación de VOX, impulsada como reacción al proceso independentista, abre un nuevo vector de impugnación inédito en la política española post-transicional que puede acabar derivando hacia el euroescepticismo, si bien la posición en esta issue ha sido hasta ahora ambivalente (Forti, 2020a). España —que parecía ser la excepción europea, junto a Portugal, frente al auge de los populismos de extrema-derecha— se encuentra ahora frente a una alternativa: o profundizar su democracia revisando los claroscuros institucionales y de organización territorial legados por la transición a través de un diálogo entre aquellas fuerzas políticas que comparten valores democráticos, u optar por un repliegue autoritario que intente solucionar la cuestión territorial a través de la imposición de una solución uniformizadora, con las implicaciones que dicha solución tendría para el futuro de la democracia en España.

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