La vida como trabajo. La emergencia de la subjetividad trabajadora en el neoliberalismo

Life as Work: The Emergency of the Working Subjectivity in Neoliberalism

  • Mauricio Alexander Arango Tobón
  • Mauricio Hernando Bedoya Hernández
  • Luz Adriana Muñoz-Duque
En este artículo problematizamos la relación entre trabajo y subjetividad en el neoliberalismo, en el marco del estudio “formas de subjetivación promovidas por los modos contemporáneos de precarización asociados al trabajo informal y a procesos de formalización laboral”. Proponemos que, en el neoliberalismo, emerge la figura del sujeto-que-vive-para-trabajar como forma de subjetivación posibilitada (1) por el imperativo de la autogestión y la capitalización de la vida en una racionalidad que erige la empresa como modelo y la competencia como norma de vida; y (2) por la unificación de la heterogeneidad de lo humano mediante la forma-empresa. Planteamos la emergencia de una subjetividad trabajadora.
    Palabras clave:
  • Trabajo
  • Liberalismo
  • Neoliberalismo
  • Subjetividad
This article problematizes the relationship between work and subjectivity in neoliberalism within the framework of the study “Forms of subjectivation promoted by contemporary modes of precarization associated with informal work and labor formalization processes”. We propose that, in neoliberalism, the figure of the subject-who-lives-to-work emerges as a form of possible subjectivation (1) by the imperative of the self-management and the capitalization of life, in a rationality that institutes business as a model and competition as a norm of life and; (2) by the unification of the heterogeneity of the human through the business-form. We propose the emergence of a working subjectivity.
    Keywords:
  • Work
  • Neoliberalismo
  • Liberalism
  • Subjectivity

1 Introducción

Con la modernidad, adquirió relevancia la relación entre el discurso y la práctica sobre el trabajo y los modos de ser, vivir y relacionarse de los individuos. El trabajo, entonces, fundamenta la manera como las personas se han subjetivado, constituyendo formas de vida y de habitación del mundo. Si bien el trabajo no es un invento de la modernidad, es en este período en el cual se vincula con la configuración de un cierto tipo de sujetos, en asociación con otros procesos como la constitución de los Estados, la industrialización, el capitalismo emergente y el discurso del progreso.

La narrativa del trabajo en la modernidad puede ser entendida a partir de tres características: por un lado, produjo modos de ser para los individuos, esto es, promovió unas formas de subjetivación orientadas por el telos de la salvación del alma, que implicaba, así, una dimensión ética. Por otra parte, el sujeto tenía la convicción de que el trabajo le permitiría mejorar sus condiciones de vida presentes y futuras; es decir, el trabajo individual se articulaba al discurso del progreso como narración colectiva y, por último, el trabajo se constituía en la fuente de vinculación social (Weber, 1905/2004).

A principios del siglo XX, con la introducción del taylorismo y el fordismo, sobrevinieron transformaciones radicales en el mundo del trabajo, asociadas a la mecanización y el énfasis en la rutinización de los procesos productivos, una hiperlocalización de los mismos y la posibilidad de un mayor control del hacer del trabajador. No obstante, la flexibilización laboral y la incorporación de teconologías, características propias de la segunda mitad del siglo, señalaron otro giro en materia de trabajo. El posfordismo, fortalecido por el emergente surgimiento y desarrollo neoliberal, propugnaba por una mayor deslocalización y especialización del trabajo (Berardi, 2003). En este contexto, el sujeto-que-trabaja, propio del liberalismo, se vio empujado a trabajar sobre sí mismo, a autogestionarse en función de hacerse empleable y competitivo (Bedoya, 2018). Esta gestión de sí, relacionada con los procesos de flexibilización y precarización laboral, permite al sujeto hacerse a un lugar en el mercado de trabajo, cambiante y volátil.

Parte de la gestión que el sujeto se ve impelido a realizar sobre sí mismo, se fundamenta en una ruptura de las esferas vitales que en el liberalismo se mantenían separadas. En esta racionalidad, el trabajo, la familia, lo privado, lo público, eran espacios claramente identificados e independientes unos de otros. En el neoliberalismo, por su parte, el trabajo se desarrolla en escenarios en los que los límites entre estos ámbitos se encuentran desdibujados, mientras promueve tal borramiento de distinciones entre las esferas de la vida. Es decir, el trabajo, en el mercado neoliberal, se desarrolla en detrimento de los espacios y ambitos personales del individuo. Estos son erosionados y colonizados por el ideal de la autogestión (Laval y Dardot, 2009/2013). Este fenómeno nos permite proponer el pasaje del sujeto-que-trabaja al sujeto-que-vive-para-trabajar, como caracterizado por un trabajo sobre sí que no tiene una teleología en sí mismo, dado que, todo trabajo realizado en función de la productividad y del rendimiento en la racionalidad neoliberal, es un trabajo sin fin; no termina porque las demandas del mercado son cambiantes, efímeras, polimorfas.

Para dar cuenta de estos planteamientos, el presente ensayo parte del problema del trabajo en la modernidad y su vinculación a la doctrina liberal, en el marco de la cual el trabajo se erigió como ideal de desarrollo individual y progreso social (Smith, 1776/2011). Esta actividad requería de una ascesis del sujeto que le posibilitara ser un buen trabajador y, en consecuencia, ser un buen ciudadano. El trabajo se constituyó, entonces, en un medio para lograr el favorecimiento divino y el derecho a la ciudadanía, para ser un sujeto moderno, fundamentado en valores como la disciplina, la perseverancia, el esfuerzo, la responsabilidad o el sacrificio, valores estos que posteriormente explotaría el neoliberalismo. No obstante, este ideal del trabajo en la modernidad se constituyó, en sí mimo, en un mecanismo de segregación, de desafiliación de quienes no se incorporaron a ese discurso del progreso (Castel, 2003/2013). Además, quienes estaban empleados (afiliados) comenzaron a encontrarse en condiciones precarias y de pauperización, tanto del trabajo como de la vida, asunto analizado por Karl Marx, respecto de la explotación y la alienación del trabajador.

Posteriormente, se aborda el problema de la subjetivación en el neoliberalismo, partiendo de las transformaciones en el mercado del trabajo que implicó el desarrollo de esta racionalidad en la segunda mitad del siglo XX (Foucault, 2004/2007). En este apartado se resalta el ideal del modelo empresarial; la vida como capital, es decir, la economización de la vida, y, la premisa de “vivir como invertir”. Finalmente, desde estos planteamientos se desarrolla la idea de la subjetividad como una forma-empresa; esto es, que puede ser moldeada y gestionada en función de la productividad y el rendimiento, en un contexto de flexibilidad y movilidad permanente en materia laboral.

La propuesta final está orientada a pensar la idea de una subjetividad trabajadora, a partir de cuatro hipótesis, a saber: 1) la existencia del hombre-que trabaja, un sujeto que se define a sí mismo por su experiencia en relación con el trabajo, no en busca de un favorecimiento divino (como se planteaba en la dimensión ética del trabajo en el liberalismo), sino del éxito individual, del “bienestar completo”, la acumulación sin fin de capital humano; 2) el malentendido en la asimilación de posfordismo y neoliberalismo, el cual lleva a algunos autores a pensar que la transformación más importante con el posfordismo es en relación al tipo de trabajo (material e inmaterial), proponemos que no es tanto el tipo de trabajo como el tipo de sujeto que se configura a partir del trabajo en el neoliberalismo; 3) las dos rupturas respecto de la experiencia del trabajo en el neoliberalismo, las cuales tienen expresión, por un lado, en un pasaje del sujeto-que-trabaja al sujeto-que-vive-para-trabajar y, por otro, en la producción de precarización como forma de gobierno; y 4) la idea de una nueva figura de subjetivación contemporánea: una subjetividad trabajadora. En este sentido, concluimos que vivir para trabajar ilimitadamente sería la consigna a la que se adhiere esta nueva subjetividad.

2 La invención del sujeto-que-trabaja

En el siglo XIX, la ética protestante asoció salvación del alma con un trabajo arduo y con un disciplinado uso del tiempo (Laval y Dardot, 2009/2013; Sennett, 1998/2000; Weber, 1905/2004). Según Richard Sennett (1998/2000), esta ética convirtió el trabajo constante y disciplinado en posibilidad de conocimiento de sí alrededor del deseo de acercarse a Dios y salvar, de este modo, el alma. Por eso, en tanto está orientado hacia el futuro, el trabajo le permite al sujeto realizar una elaboración sobre sí mismo y construir un relato comprensible de su subjetividad. Es decir, dado que los individuos organizan su vida alrededor de la experiencia del trabajo, esta ética resulta fundamental en el naciente capitalismo.

Así, el trabajo le da un gran protagonismo al individuo en tanto sujeto-que-trabaja, en la medida en que, a través de esta actividad, puede influir en su propio destino y en los designios que Dios tiene para él. Para esto se requiere probar la autodisciplina, lo que se logra a través la práctica mesurada del gasto, pero también por medio de actitudes conducentes al ahorro, la previsión, el delineamiento del futuro y la inversión de las fuerzas posibles en el proceso productivo. Como resulta lógico, estos indicadores de autodisciplina son aprovechados por el capitalismo. Aquí, como lo indica Sennett, vemos que se expresa una propuesta de configuración del carácter, pues el individuo muestra su valor moral en tanto trabajador y eso lo lleva a construir su propia historia y, más aún, a ser un cierto tipo de sujeto con un conjunto de valores, actitudes y conductas. Como lo muestra Max Weber (1905/2004), el protestantismo encumbra como valores la capacidad de aplazamiento (postergación) y el sacrificio.

El capitalismo inicial usufructúa esta ética promotora del sacrificio cotidiano, la anulación que el propio sujeto hace de sí, el privilegio de la austeridad, el control de los gastos, la existencia rutinizada, la autodisciplina y la negación del placer. Todo ello localiza al trabajo sacrificado como un valor moral supremo y como posibilidad de congraciarse con Dios. Vemos, entonces, que el sujeto que trabaja en el capitalismo niega su presente en tanto lo vive como posibilidad de lograr un futuro prometido pero irrealizable. Por ello, la ética desplegada bajo esta racionalidad termina favoreciendo la negación de sí mismo.

Además de las implicaciones éticas, la experiencia del trabajo en la modernidad se asoció a unos imaginarios sociales que se definieron en términos del orden social. O sea, trabajo y orden social se han constituido en dos aspectos inseparables en las formas de gubernamentalidad elaboradas en Occidente. Weber (1905/2004) muestra la relación del capitalismo con el protestantismo y con su disposición histórica a conformar una ascesis subjetiva de la mano del mercado. El trabajo constituía por derecho propio un espacio de construcción identitaria y social, ética y moral. El autor refiere “una relación interna entre la capacidad de adaptación al capitalismo y el factor religioso” (Weber, 1905/2004, p. 71), que configuran el “espíritu” capitalista. Esta mentalidad capitalista sugerida, desde su matriz de análisis, ya traza la forma en la que el sujeto de la modernidad asumió el trabajo como un fin en sí mismo.

La figura del trabajador moderno, que se ligó al desarrollo del capitalismo y del liberalismo iniciales, prometía ser la fuente de constitución del sujeto que, aparte de hacerse cargo de la satisfacción de las necesidades propias y las de su familia, devendría creativo. Sin embargo, estas promesas de liberalismo rápidamente fueron socavadas. La economía del siglo XVIII se transformó en un espacio de explotación desregulado con sus normas propias. Produjo la emergencia de grandes monopolios de mercado que requerían abundante mano de obra, la cual debía ser de fácil acceso, barata, fuerte para el trabajo y dócil para su manejo. Es en este contexto en el que el cuerpo comenzó a ser objeto de intervención disciplinaria y muy rápidamente de conocimiento posible. Toda una anatomopolítica tomó fuerza desde el siglo XVIII (Foucault, 1975/2005).

En esta vía, Robert Castel sugiere que sobre la figura del trabajador se empezó a construir su envés, el cual se materializó “en las sociedades preindustriales (…) en la figura del vagabundo, es decir, del individuo desafiliado por excelencia, a la vez fuera de la inscripción territorial y fuera del trabajo” (2003/2013, p. 18). De esta suerte, el no trabajador empezó a ser visto como un paria social, como lo otro del progreso, habitó en la marginalidad social por su incapacidad para engranarse al discurso del desarrollo. En la modernidad, el vagabundo adquirió densidad histórica como contracara del trabajador del mercado laboral liberal. Esta distinción trabajador-vagabundo atañe a una partición normativa más amplia, documentada por Michael Foucault (1994/1999, 2004/2006), en la que el sujeto fue problematizado como cuerdo o loco, sano o enfermo, normal o anormal. La biopolítica emergió a partir de este sistema de figuras opuestas sobre las que el Estado instauró un discurso y creó unas instituciones para la protección y la seguridad social.

Este escenario, sumado al estado de pauperización derivado de las condiciones de trabajo en la doctrina liberal, comenzaron a evidenciar los estragos sociales de este discurso. La miseria a la que hace referencia Castel (1995/1997), parecía recorrer toda Europa en el siglo XIX. Desde los pequeños talleres, los cuales no podían competir con las nuevas y poderosas empresas, hasta los trabajadores de estas últimas, con unas condiciones miserables de trabajo. El progreso social y la igualdad, promesa de la modernidad, quedaron reducidos a una ilusión en un mundo encaminado al beneficio económico y a la acumulación. El Estado moderno se encontró, entonces, con uno de sus primeros retos: ofrecer garantías a los trabajadores y mejorar las condiciones sociales de quienes no podían competir en el mercado liberal como empresarios.

En este contexto, se empieza a constituir toda una crítica al trabajo. La de Marx, que no se hizo esperar, interrogó el lugar del trabajador en el liberalismo y la industrialización, reconociendo que las condiciones laborales eran generadoras de explotación y de socavamiento de la dignidad humana. Por su concepción positiva del trabajo, este autor lo asume como una oportunidad para que los sujetos se perciban a sí mismos como agentes productivos y creativos. Es decir, el trabajo constituye una actividad que permite al hombre relacionarse con el mundo y modificarlo. Para Marx “el trabajador se contempla a sí mismo en el producto de su faena, se realiza a sí mismo y disfruta en esta actividad libre (…) esta labor humana productiva está recubierta de un valor antropológico y ético trascendente” (Sossa, 2010, p. 40). Así, el trabajo constituía una forma de relacionarse con el cuerpo y con el mundo. El sujeto usaba su cuerpo como una herramienta para modificar el mundo y relacionarse con él, relación que fue trastocada por la economía liberal y la industrialización.

Aquí justamente aparece el sentido de la noción de alienación (Marx, 1932/2009) como fenómeno por medio del cual el capitalismo convirtió el trabajo en un proceso de extrañamiento del sujeto sobre sí mismo y sobre el mundo. Esta noción se convirtió en un recurso conceptual para visibilizar críticamente la ruptura del hombre con la vida misma, y la manera como el individuo, en el proceso del trabajo, terminaba siendo reificado. Es destacable cómo la alienación funciona sobre la mente del obrero, pero también sobre su cuerpo; en la medida en que el trabajo se vuelve repetitivo y monótono el obrero se distancia de su cuerpo como herramienta de exploración y de interacción con el mundo. Así vista, la alienación es, entonces, una experiencia de alejamiento del mundo y, por lo tanto, una experiencia de precarización.

De este modo, podemos afirmar que la precarización hacía parte de las condiciones de la mayor proporción poblacional de los países europeos en el capitalismo del siglo XIX. Además, con la industrialización vino un obligatorio desarrollo urbanístico que convirtió las ciudades en centros de llegada masiva de obreros y familias que esperaban encontrar una oportunidad en las nuevas industrias. En estas condiciones, la noción de alienación propuesta por Marx tomó una relevancia histórica central para el análisis del capitalismo. Su reflexión nutrió directa e indirectamente la emergencia de una crítica a la economía capitalista y al trabajo como una forma de explotación social.

Hacia finales del siglo XIX, la crítica al liberalismo también constituyó un cuestionamiento al Estado y a su incapacidad, no solo para regular el funcionamiento de la economía, sino para incluir a todos los sujetos en el marco de una sociedad de derechos. Es decir, ante las dificultades que tiene el Estado para asegurar tal regulación, su tarea va a focalizarse, poco a poco, en proteger. El Estado hace su aparición como promotor de ciertas condiciones de protección social mínimas, en el marco de una sociedad de derechos (Castel, 1995/1997, 2003/2013). Esto acontece de manera casi simultánea con el hecho de que, a principios del siglo XX, se dieron una serie de triunfos en términos de protección del obrero1 que produjeron una relocalización del individuo frente el trabajo. El trabajador tenía unas funciones asignadas, un horario que cumplir, un salario. Bien es cierto que la experiencia del trabajo parece ya desligada definitivamente de un proceso creativo y de autoafirmación individual; asume la forma de un contrato. Al trabajador se le paga por una serie de funciones asignadas que desempeña en un espacio y en un horario determinados. Vemos, así, cómo la promesa del trabajo como una actividad liberadora fue reinscrita en un sistema económico solamente interesado en la producción. Con una nueva preocupación en el nuevo siglo: la producción en masa.

Frederick Taylor (1911/1987) creía que el sistema de producción podía ser sustancialmente mejorado con la introducción de una serie de principios básicos, fundamentados, entre otras cosas, en un mejor empleo del tiempo. La diversidad de tareas que realizaba el obrero fue reducida, pero aumentó el control sobre cada actividad. Se eliminaron también los movimientos inoficiosos y el obrero quedó limitado a un pequeño espacio. También apareció el pago por rendimiento y la bonificación como mecanismos de control sobre la producción. Otro aspecto importante del taylorismo fue la eliminación de la pericia individual como elemento central del proceso productivo. Es decir, el sistema productivo no debería depender de algunos obreros que supieran hacer algo, pues esto implicaba que su ritmo era el que marcaba la producción. Taylor, al advertir esto, dividió las tareas en actos mecánicos y repetitivos que casi cualquier persona pudiera realizar.

Como lo muestra Castel (1995/1997) en esta concepción del proceso del trabajo se fundamentó Henry Ford para diseñar su cadena de montaje y la producción en masa. Ford asumió que si la producción se realizaba de manera masiva el consumo aumentaría y las ganancias también. Al igual que Taylor, segmentó, aún más, el proceso de producción. En el fordismo el sistema productivo se apuntalaba en un sinfín de tareas mínimas, repetitivas y monótonas. Además, la introducción de la cadena de montaje fijaba definitivamente al trabajador a un espacio limitado, con la finalidad de eliminar todos los movimientos innecesarios por parte del obrero.

En el fordismo la crítica de Marx (1932/2009) se actualizó, y su noción de alienación fue redimensionada teniendo como objeto de crítica el sistema de producción mecanizado y repetitivo. La producción en masa radicalizó la ejecución de tareas simples por parte del trabajador y eliminó completamente la interacción del obrero con el objeto producido. Así, trabajar se convirtió en una actividad casi ininteligible para el trabajador, pues este no podía relacionarse con un producto sino con una pequeña parte del proceso de producción, lo que lo distanciaba de la actividad misma. Apreciamos aquí un acontecimiento que se halla a la base de la alienación fordista del trabajador: al perder la relación con el producto de su trabajo, el sujeto-que-trabaja fue excluido del ámbito de la creación. El trabajo fue reducido a una actividad que pierde su conexión con el producto mismo de la labor. En estas condiciones no hay creación posible. De este modo, consideramos que la alienación puede ser pensada, a partir de lo que nos mostró el fordismo, como la ausencia radical de la creación subjetiva por parte del sujeto-que-trabaja.

La sociedad devino fordista durante casi todo el siglo pasado. Tras la Segunda Guerra Mundial hubo un crecimiento económico muy marcado en algunos países europeos y en Estados Unidos. En este período emergieron las sociedades de consumo, si bien en los años 20 ya había algunas manifestaciones de un consumismo rudimentario debido al mayor poder adquisitivo, tal como lo muestra Thotstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa (1899/2004). En palabras de Castel “entre 1953 y el inicio de la década de 1970, prácticamente se triplicaron la productividad, el consumo y los ingresos salariales” (2003/2013, p. 48). A pesar de este esplendor, del par producción y consumo, el fordismo sufrió profundas transformaciones a principios de los años 70, principalmente debido a la integración de tecnologías y a mecanismos informacionales y publicitarios que posibilitaron conocer mejor el mundo de los consumidores. Si bien persistía una preocupación por la producción masiva, ahora había una percepción distinta del consumidor.

Se impuso como necesario el conocimiento del consumidor: su situación, deseos, motivaciones e intereses, lo cual tuvo el efecto de tornar heterogéneo, cambiante y volátil al mercado. Las empresas fueron desplazando paulatinamente su foco de atención desde la producción hacia las estrategias de venta y publicidad. El consumismo introdujo la novedad como el principio del mercado, que tuvo grandes consecuencias para las empresas y los modos de producción, puesto que se vieron enfrentadas a un mercado desconocido, imprevisible y efímero. Esto, sumado a otros factores como la introducción de la tecnología, que implicó menor necesidad de mano de obra humana y la competición entre grandes empresas, tuvo como consecuencia un alarmante empeoramiento de las condiciones laborales. Las empresas buscaron flexibilizarse y especializarse, a costa de tener menos trabajadores, pero cada vez más especializados. Aparecieron así formas de precarización en la vinculación laboral que han generado un empeoramiento en las circunstancias del trabajador. Las seguridades que en otro momento fueron una conquista, se transformaron en incertidumbres permanentes para el empleado. Vemos, de esta manera, que la producción de precariedad continuó su curso tanto en el caso del modo de producción fordista como en el postfordismo.

3 Trabajo y subjetivación en el neoliberalismo

Conforme el fordismo tomó forma en el siglo XX, la crítica de este modelo de producción no se hizo esperar. Tal crítica se focalizó en una serie de aspectos, tales como la rutinización del trabajo, el automatismo de dicha actividad y la falta de creatividad en la que quedaba enclaustrado el trabajador, que resultaron ser centrales para el desfondamiento del fordismo y la correlativa emergencia del postfordismo. Como lo señala Paolo Virno, en este novedoso modelo productivo el trabajo “cobra las apariencias de la acción: imprevisibilidad, capacidad de empezar algo de nuevo, perfomances lingüísticas, habilidad para la elección entre posibilidades alternativas” (2003, pp. 140-141). La imagen del autómata desconectado de su actividad, tal como la proponía Marx (1932/2009), queda sustituida por el sujeto activo y creativo. Más que nunca es necesario poner los talentos y las habilidades personales en el trabajo, esto es lo que genera un valor agregado, una diferencia (Berardi, 2003).

En el contexto de la implementación de este nuevo modelo de producción postfordista se da el auge de una nueva racionalidad de gobierno, a saber, el neoliberalismo. Las características del taylorismo y el fordismo ya no tienen lugar en la emergente racionalidad neoliberal. La entrada y consolidación progresiva del neoliberalismo se dio en el ambiente de una sociedad que se iba definiendo a sí misma, de manera cada vez más marcada, por el consumo. Al mismo tiempo, esa forma de gobierno iba definiendo a los individuos a partir del despliegue ilimitado del deseo.

La subjetividad no puede entenderse si no se comprende la manera como los individuos se convierten en un cierto tipo de sujetos a partir del modo en que se construyen a sí mismos al interior de discursos específicos, históricos y localizados. A ese proceso de irse constituyendo de una cierta forma por parte de los individuos es a lo que Foucault (2008/2009) se refiere con subjetivación. Como puede colegirse de sus estudios, la subjetividad alude a una forma de ser que se elabora a partir de los regímenes de verdad a los que el individuo se ve expuesto. Judith Butler, por su lado, les asigna una función adicional a los sistemas de verdad, a saber, la del reconocimiento de sí mismo: “un régimen de verdad propone los términos que hacen posible el autorreconocimiento” (2005/2012, p. 37). Así, proponemos que la subjetividad ha de interpretarse desde esta doble matriz: la de ser-de-una-forma (lo que incluye, por supuesto, el adoptar una cierta manera de vivir) y la del autorreconocimiento. En otras palabras, los discursos que les indican a las personas y a los colectivos lo que resulta válido, apreciable y deseable, al ser asimilados, producen unas formas de ser y de reconocerse. En este sentido, dado que los sistemas veridiccionales son históricos, la subjetividad también lo es. Al no ser siempre el mismo, el individuo se subjetiva de manera constante.

En este orden de ideas, la pregunta por los modos de subjetivación promovidos por el gobierno contemporáneo, definidos por el neoliberalismo, nos conduce necesariamente a indagar por el sistema discursivo en el que esta racionalidad se asienta. Podemos afirmar que este sistema tiene una triple característica:

  1. El modelo empresarial. La empresa es la guía de toda conducta apreciable en el momento presente, tanto para los individuos como para los Estados mismos (Foucault, 2004/2007; Laval y Dardot, 2009/2013). Hacerse empresario de sí mismo y comportarse como una empresa está en la base del discurso contemporáneo para ser sujetos viables. En tanto empresa, la norma de comportamiento es la competencia. “Hazte empresario de ti mismo y competidor consagrado” es, desde este punto de vista, la narrativa adoptada por el modelo empresarial neoliberal. En consonancia con lo dicho, el sujeto del presente se fabrica, se funda en una lógica del rendimiento y de la productividad. Esas nuevas subjetividades emergieron con el discurso neoliberal, gestándose a partir de la idea de que el sujeto debe constituirse de una cierta forma, gobernarse de una cierta manera, pero, en todo caso, llevando a cabo una “ascesis del rendimiento” (Laval y Dardot, 2009/2013, p. 343). Este neosujeto, como denominan Christian Laval y Pierre Dardot (2009/2013) al empresario de sí mismo, está atravesado por ese ideal de rendimiento y productividad que se multiplica al infinito.

  2. La vida como capital. El neoliberalismo hace una economización de la vida total de los ciudadanos, como bien lo afirma Wendy Brown (2015/2016). Ello se manifiesta de tres formas. Primero, convirtiendo al sujeto en homo oeconomicus en todo momento. Segundo, llevando al homo oeconomicus a asumir la forma de capital humano, de tal manera que pueda fortalecer su actitud competitiva y, tercero, conduciendo a que se considere este capital humano no solo como capital productivo o empresarial, sino, sobre todo, en nuestro presente, como capital financiero y de inversión. De esta trascendencia del capital habla Byung Chul-Han cuando afirma que “el capital genera sus propias necesidades, que nosotros, de forma errónea, percibimos como propias. El capital representa una nueva trascendencia, una nueva forma de subjetivización” (2014, p. 19). Esto nos lleva a la tercera característica del régimen de verdad del neoliberalismo:

  3. Vivir es invertir. Dado que todas las esferas de la vida se interpretan como nichos económicos productores de capital para el individuo, el homo oeconomicus se ocupa de que cada acción suya le rente y, en este sentido, cada acción es una inversión. El efecto de ello es que la vida del sujeto es asumida como portafolio que ha de mejorarse ilimitadamente, pues de ello depende el valor que el individuo tenga para sí mismo y para los otros.

Ya sea a través de los “seguidores”, likes y retweets de los medios sociales, ya sea a través de clasificaciones y calificaciones de cada actividad y esfera, ya sea de modo más directo a través de prácticas monetizadas, la búsqueda de educación, entrenamiento, ocio, reproducción, consumo y demás elementos se configura cada vez más como decisiones y prácticas estratégicas relacionadas con mejorar el valor futuro de uno mismo. (Brown, 2015/2016, p. 41)

El primer efecto observable del enrolamiento en este sistema discursivo del neoliberalismo es que el sujeto es impelido a trabajar sobre sí mismo de manera incansable. De tal suerte que la gestión de sí se ha convertido en la forma privilegiada de capitalizar todos los ámbitos de la vida. Si entendemos la ética como la relación que el sujeto establece consigo mismo con el propósito de configurarse de una cierta forma, como lo propone Foucault (2008/2009), podemos decir que la gestión de sí se ha constituido en el procedimiento de base de la ética dentro de la racionalidad de gobierno neoliberal.

Otro efecto claro del régimen veridiccional neoliberal es que una forma de subjetividad que tiene como objetivo rendir ilimitadamente, hacerse empresario e inversor en cada instante y en todas las esferas de la vida, se encuentra ante sí, inevitablemente, conminada a trabajar sin fin. La experiencia del trabajo se ve inevitablemente cruzada y definida por la gestión de sí y del propio capital humano, por la relación que el individuo comienza a tener consigo mismo como inversor y con los otros (como clientes, competidores, proveedores o coach) y por la idea de que nada se escapa a la lógica del rendimiento y el mercado.

Otra consecuencia importante en la experiencia de la subjetivación producida por el neoliberalismo, se refiere al tema de vivir con otros. En efecto, la gestión individualizada de sí mismo y la vida dirigida a la productividad y al rendimiento ilimitados, derivan en la reconfiguración del terreno de lo social, en la medida en que el tiempo y la energía del sujeto son absorbidas y puestas a funcionar en la actividad solipsística de gestionar el propio capital. El sujeto ya no encuentra solaz en su tiempo libre, en su familia, con sus amigos (Sennett, 1998/2000); estos espacios son colonizados por la lógica del rendimiento ilimitado y la empresarialidad de sí. Entonces, la transformación del lazo social se deriva del hecho de que la competencia y la racionalidad inversora definen e instrumentalizan el rumbo de la vida en común. El neoliberalismo se asegura sujetos competitivos, sujetos que trabajan sobre sí para ser productivos y destacar sobre los demás. Como dicen Laval y Dardot “la competición es un modelo de relación social” (2009/2013, p. 358).

4 Del sujeto agonístico a la subjetividad aplanada

4.1 Unificación de la subjetividad por la forma-empresa

Con la emergencia de la denominada razón de Estado, se dio una progresiva interrogación del poder pastoral y de sus tecnologías de gobierno. Esto no significó la eliminación de los esfuerzos por gobernar de la manera más eficaz posible tanto a cada individuo (singulatim) como a la población en general (omnes). Esta tensión, como lo sugiere Foucault (1988/1991, 2004/2006), fue asumida por la razón de Estado, forma de gobierno esta que no puede desligarse de las tecnologías elaboradas por el pastorado cristiano. En el cristianismo el pastor debía vigilar y cuidar tanto de la comunidad general, como cada individuo: omnes et singulatim. Este “va a ser precisamente el gran problema de las técnicas de poder en el pastorado cristiano y de las técnicas de poder, digamos, modernas” (Foucault, 2004/2006, p. 157). En la gubernamentalidad propia de la razón de Estado, el singulatim es absorbido por el omnes. Esto se ve trastocado por el liberalismo a finales del siglo XVIII. Esta tensión será resuelta, en esta racionalidad gubernamental a favor del singulatim. En otros términos, la línea individualizadora de la conducción de la vida prevaleció sobre aquella línea totalizadora de la razón de Estado.

La figura del sujeto de interés inaugura una forma de gobierno en la que la libertad individual se constituye en la base de la conducción de la vida de las poblaciones (Foucault, 2004/2007; Laval y Dardot, 2009/2013), a través del influjo sobre cada subjetividad. En esta medida, el liberalismo se compromete con la producción incesante de libertad siempre y cuando ella esté focalizada en el mercado, el intercambio y el trabajo. Como lo argumenta Foucault (2004/2007), con el liberalismo, la antigua relación entre sujeto de derechos (inaugurada por la razón de Estado) y sujeto de intereses, la cual se resolvía a favor del primero, es trastocada. En otras palabras, en esta doctrina podemos apreciar una serie de pares jerarquizados de manera alterna a la razón de Estado: singulatim sobre omnes, sujeto de interés sobre sujeto de derechos, la economía sobre el derecho. Sin embargo, estas dicotomías no fueron disueltas por el liberalismo, lo que quiere decir que el singulatim no absorbió al omnes, ni el sujeto de interés al sujeto de derechos y, mucho menos, la economía al derecho (Castro-Gómez 2010; Foucault, 2004/2007; Laval y Dardot, 2009/2013). Como lo dice Brown:

Adam Smith, Nassau Senior, Jean Baptiste Say, David Ricardo y James Steuart pusieron mucha atención en el vínculo entre la vida económica y política sin reducir la segunda a la primera, ni imaginar que la economía podía rehacer otros campos de la existencia en sus términos y mediciones, y a través de ellos. Algunos incluso llegaron a designar el peligro o la incorrección de permitir que la economía obtuviera demasiada influencia en la vida política, por no mencionar en la moral y la ética. (2015/2016, p. 40)

El hecho de que estas tensiones se mantuvieran a lo largo del siglo XIX y durante casi la totalidad del siglo XX, nos informa de algo que se muestra como central dentro del liberalismo: la separación de esferas. Así, los ámbitos representados por la familia, la educación, el trabajo, la vida pública, la vida privada, la economía, la política, la religión, se mantenían en tensión, pero diferenciados, mostrando con ello que el sujeto funcionaba de manera heterogénea (Laval y Dardot, 2009/2013).

La existencia de esta separación de las esferas de la vida que definían la heterogeneidad en el funcionamiento de los sujetos se había constituido en un rasgo característico de la biopolítica liberal. Ello no quiere decir que esa escisión entre los diversos ámbitos que delimitaban la vida de los sujetos fuera apreciada, valorada y aceptada. Todo lo contrario, puesto que el hecho de mantenerse en tensión, en una agonística sin posibilidad de solución definitiva, indica la tentativa de predominio de unas áreas sobre otras. En este sentido, las dos polaridades más influyentes para el liberalismo fueron vida privada-vida pública y economía-política, de las que derivaron otras, como lo informa Isabel Lorey (2012/2016): gobierno-autogobierno, coerción-libertad y subyugación-empoderamiento. No obstante, esta agonística del hombre moderno no mantuvo un equilibrio definido entre las esferas que competían entre sí.

Las democracias liberales han sido universos de tensiones múltiples y de empujes divergentes. Sin entrar en consideraciones que superarían nuestro propósito, podemos describirlas como regímenes que pemitían y respetaban dentro de ciertos límites un funcionamiento heterogéneo del sujeto, en el sentido de que aseguraban a la vez la separación y la articulación de las diferentes esferas de la vida. Esta heterogeneidad se traducía en la independencia relativa de las instituciones, de las reglas, las normas morales, religiosas, políticas, económicas, estéticas, intelectuales. Lo cual no significa que con esta característica de equilibrio y «tolerancia» esté todo dicho respecto del movimiento que las animaba. Dos grandes empujes paralelos tuvieron lugar: la democracia política y el capitalismo. Entonces, el hombre moderno se desdobló: el ciudadano dotado de derechos inalienables y el hombre económico guiado por su interés, el hombre como «fin» y el hombre como «útil». La historia de esta «modernidad» consagró un desequilibrio en favor del segundo polo. (Laval y Dardot, 2009/2013, p. 327)

Para Laval y Dardot, la regla del máximo provecho desplegada por el liberalismo acarreó que las relaciones sociales sufrieran un encaminamiento hacia la contractualización: “el contrato se ha convertido más que nunca en la medida de todas las relaciones humanas” (2009/2013, p. 328). El sujeto moderno ve en el contrato la puesta en escena de su libertad y su voluntad como fundantes de la relación con otros y concibe la asociación de individuos poseedores de derechos sagrados como la base de lo social. “Éste es el corazón de lo que se suele llamar ‘individualismo’ moderno” (p. 327).

Sin embargo, la ruptura que significó el paso del liberalismo al neoliberalismo trajo como una de sus más profundas consecuencias la disolución de la separación de esferas de la vida individual y colectiva (Castro-Gómez, 2010; Foucault, 2004/2007; Laval y Dardot, 2009/2013; Lorey, 2012/2016; Standing, 2011). Como bien lo señala Brown:

El neoliberalismo transforma cada dominio humano y cada empresa —junto con los seres humanos mismos— de acuerdo con una imagen específica de lo económico. Toda conducta es una conducta económica, todas las esferas de la existencia se enmarcan y miden a partir de términos y medidas económicas, incluso cuando esas esferas no se moneticen directamente. En la razón neoliberal y en los dominios que gobierna, sólo somos homo oeconomicus, y lo somos en todos lados, una figura que por sí misma tiene una forma histórica específica. Alejado de aquella criatura de Adam Smith impulsada por un deseo natural de “permutar, trocar e intercambiar”, el homo oeconomicus actual es un fragmento de capital humano intensamente construido y regido al que se le asigna la tarea de mejorar su posicionamiento competitivo y hacer uso de él, así como de mejorar su valor de portafolio (monetario y no monetario) en todas sus iniciativas y lugares. (2016, pp. 5-6)

La razón económica tiene, para el neoliberalismo, el poder de unificar la heterogeneidad del sujeto contemporáneo. Así, vemos que el neosujeto es un individuo que termina siendo aplanado debido a que se deja seducir, como lo muestra Byung Chul Han (2014), por el imperio del capital, la exhibición de sí y la autoexplotación. Y, como bien lo develó Foucault (2004/2007), de manera más general, el sujeto neoliberal, el empresario de sí mismo, es un individuo que vive todos los ámbitos de su existencia alrededor de la empresa como modelo para vivir, la competencia como norma y el incremento del capital humano como el fin de toda su acción.

Como lo afirma Santiago Castro-Gómez (2010), el ordoliberalismo alemán buscó organizar lo social de acuerdo con los mecanismos de mercado, universalizando la “forma-empresa” y haciendo de la sociedad un conjunto de empresas en franca competencia. El Estado asume la función de protección del ambiente competitivo de tal modo que los individuos se autoaseguren, gestionen su propio salario y, de este modo, puedan hacerle frente a los riesgos. El neoliberalismo norteamericano no busca, como sí lo ordoliberales, mover lo social a través de la economía, sino “hacer de lo social una economía, es decir, de convertir la vida social misma en un mercado. El programa del neoliberalismo norteamericano radica, pues, en la molecularización de la forma-empresa” (Castro-Gómez, pp. 201-202).

4.2 El discurso de la flexibilidad y la movilidad en el trabajo

Hemos sostenido que el neoliberalismo realiza un sofisticado ejercicio de borramiento de la heterogeneidad del individuo. Denominamos a esta labor aplanamiento de la subjetividad. Ella se efectúa mediante tres estrategias: eliminando la agonística que acontece entre las diversas áreas de la vida de los individuos, llevándolos a vivir como si fueran una empresa y a rendir ilimitadamente con el fin de incrementar su capital humano (Laval y Dardot, 2009/2013; Sebastian Friedrich, 2016/2018). Consideramos que esto corrió de la mano con un nuevo discurso sobre el trabajo y la empleabilidad emergente del postfordismo. Uno de los fundamentos de este discurso, como lo plantea Sennett (1998/2000), se refiere a la crítica de la rutinización fordista del trabajo. El régimen de verdad que se originó a partir de esta crítica localiza la flexibilidad como imperativo y como prescripción normativa en lo referente a las formas de empleo. De esto también ha dado cuenta Castel (2005) quien muestra que un nuevo orden flexible se ha impuesto en la sociedad.

Uno de los argumentos principales de las políticas neoliberales ha consistido en denunciar la excesiva rigidez del mercado de trabajo. La idea directiva en este caso es la de la contradicción entre la protección de la que disfrutaría la mano de obra y la eficacia económica […] se trata de hacer del mercado del trabajo un mercado mucho más conforme al modelo de pura competencia, no sólo por una preocupación dogmática, sino para disciplinar mejor la mano de obra sometiéndola a los imperativos de restauración de la rentabilidad. (Laval y Dardot, 2009/2013, pp. 222-223)

En opinión de Sennett, la práctica de la flexibilidad involucra tres aspectos: la reinvención discontinua de las instituciones, la especialización flexible de la producción y la falacia de la concentración sin centralización del poder. En el mismo sentido, Laval y Dardot (2009/2013) muestran de qué manera el discurso de la flexibilidad, como crítica al burocratismo fordista, termina imponiendo un régimen de obediencia ya no sólo al jefe inmediato, sino, sobre todo, al nuevo jefe: el cliente.

Un aspecto adicional relacionado con esta nueva discursividad postfordista alude a la transformación de la noción de empresa (Deleuze, 1990/1999) la cual dejó de ser una organización apostada en una gran superficie. La empresa del presente ensambla el producto final, pero se desentiende de los empleados, democratizando la vulgata de la descentralización de los procesos, la cual permite que, junto al discurso del trabajo flexible en tiempo y espacio, se imponga también la práctica del trabajo temporal, con contratos ligados a objetivos y proyectos precisos. Así, no solamente se ha transformado la idea de trabajo, sino que, concomitantemente, han surgido nuevas formas de trabajo y nuevas prácticas de empleabilidad: trabajos temporales, consultorías de todo tipo, trabajo por proyectos, trabajo por prestación de servicios. Finalmente, junto al discurso de la flexibilidad y a la nueva idea de empresa, la movilidad se presenta como un imperativo en la experticia del trabajo. Para el caso de los empleados, esta movilidad significa estar habilitado para desempeñar diversas funciones en diferentes lugares y momentos según la necesidad de la empresa. Para el caso de los trabajadores independientes, empresarios de sí mismos, innovadores, consultores, coach, freelance, este régimen de flexibilidad y movilidad es asimilado hasta sus últimas consecuencias, pues el nuevo orden económico mundial asocia estos dos rasgos con el éxito propio de los objetos que irónicamente Sennett denomina “vencedores”.

Un lugar especial en nuestra reflexión lo ocupa el problema de la flexibilidad temporal, el cual es, sin lugar a dudas, uno de los ejes de la racionalidad neoliberal contemporánea. El trabajador del presente, ya sea empleado o independiente, es, de todos modos, un empresario de sí mismo, está compelido a asumir un horario flexible puesto que cree que este puede ofrecerle un mayor margen de libertad y adaptación a las condiciones cambiantes de la empresa y el mercado. Esta flexibilidad temporal puede ser traducida como una suerte de colonización del tiempo del sujeto por parte de la racionalidad empresarial, en cuanto que flexibilidad en el tiempo significa horarios extendidos, trabajo en casa, disolución del límite entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio (más aún, el ocio es convertido en momento de trabajo), porosidad absoluta entre vida familiar y vida laboral y entre vida privada y vida pública. El diagnóstico de Laval y Dardot es claro: “no hemos salido de la ‘jaula de acero’ de la economía capitalista de la que hablaba Weber. En cierto sentido habría que decir, más bien, que se obliga a cada cual a que construya por su cuenta su pequeña ‘jaula de acero’ individual” (2009/2013, p. 335).

De los cambios más destacables que introdujo el neoliberalismo en el ámbito del trabajo fue el trabajo inmaterial (Lazzarato y Negri, 2001) o trabajo cognitivo, como lo denomina Virno (2003). El trabajo se desligó exclusivamente de una actividad física, concreta, temporal y localizada en la fábrica o el taller, para deslocalizarse en espacio y tiempo; además, aparece gracias al surgimiento de un nuevo tipo de producto en las sociedades: los servicios. Desde el community manager2 hasta la psicoterapia, el mercado está lleno de servicios que no constituyen productos tangibles, como en el liberalismo. En este sentido:

Los conceptos forjados por dos siglos de pensamiento económico parecen disueltos, inoperantes, incapaces de comprender gran parte de los fenómenos que han aparecido en la esfera de la producción social desde que ésta se ha hecho cognitiva. La actividad cognitiva siempre ha estado en la base de toda producción humana, hasta de la más mecánica. No hay trabajo humano que no requiera un ejercicio de inteligencia. Pero, en la actualidad, la capacidad cognitiva se ha vuelto el principal recurso productivo. En el trabajo industrial, la mente era puesta en marcha como automatismo repetitivo, como soporte fisiológico del movimiento muscular. Hoy la mente se encuentra en el trabajo como innovación, como lenguaje y como relación comunicativa. La subsunción de la mente en el proceso de valorización capitalista comporta una auténtica transformación. (Berardi, 2003, p. 16)

La inscripción de la dimensión cognitiva en la dinámica de la subjetivación por el mercado y la empresarialidad de sí mismo, significa que el sujeto está obligado a ser siempre productivo. Este deslizamiento de la productividad hasta lo más íntimo del individuo solamente puede ser posible rompiendo la lógica del trabajo material localizado, rompiendo la fábrica como espacio de producción. Consideramos que el trabajo en el neoliberalismo se ha visto liberado de una espacialidad específica bajo la promesa del logro de una mayor eficacia y diversidad.

A nuestra manera de ver, las implicaciones prácticas de esta nueva manera de concebir el trabajo pasan por el hecho de la estructuración de un complejo sistema de vigilancia de sí mismo y de los demás, basado en la obtención de los resultados proyectados. En este sentido, el empresario de sí mismo realiza una revisión continua, a manera de escaneo de sí, de sus metas y sus logros, los cuales, de todos modos, siempre serán insuficientes en un mundo altamente competitivo. El efecto de esto es que la vida del emprendedor está completamente dedicada al rendimiento individual y, en razón de ello, debe constituirse como un “individuo activo, calculador, responsable, capaz de sacar provecho máximo de sus competencias, es decir, de su capital humano” (Castro-Gómez, 2010, p. 205). Laval lo plantea de forma más directa:

El contratista ya no compra tan sólo un servicio productor durante un tiempo definido, ni siquiera una cualificación reconocida en un marco colectivo como en los tiempos de la regulación fordista de posguerra, sino que compra sobre todo un ‘capital humano’, una ‘personalidad global’ que combina una cualificación profesional stricto sensu, un comportamiento adaptado a la empresa flexible, una inclinación hacia el riesgo y la innovación, un compromiso máximo con la empresa. (Laval, 2003/2004, p. 97)

5 Consideraciones finales. La vida como trabajo: configuración de una subjetividad trabajadora

Para finalizar, queremos proponer algunas hipótesis alrededor del trabajo, la subjetividad y el neoliberalismo.

Primera hipótesis: La existencia del sujeto-que-trabaja. La figura del sujeto-que-trabaja, dibujada al inicio de esta reflexión, no se refiere exclusivamente al sujeto moderno y, particularmente, a la individualidad liberal. En nuestro presente, el sujeto también se define a sí mismo a partir de su experiencia con el trabajo. Sin embargo, el sujeto-que-trabaja, el individuo contemporáneo, no lo hace porque busque salvar su alma llevando a cabo un trabajo disciplinado que lo acerque a Dios. En el presente, la salvación del alma significa la conquista del bienestar completo e ilimitado, el éxito empresarial de sí mismo y la acumulación sin fin de capital humano.

Segunda hipótesis: El error en la asimilación de postfordismo y neoliberalismo. Proponemos que existe un malentendido de parte de algunos autores cuando afirman que la transformación más importante en relación con el trabajo en el paso del liberalismo al neoliberalismo es la instauración del régimen postfordista (Giordano y Montes, 2012; Lazzarato y Negri, 2001; Virno, 2003). Este malentendido conduce a un análisis en el que se termina asimilando postfordismo y neoliberalismo. Como ya lo hemos sostenido, lo propio del neoliberalismo no es tanto la transformación en las formas de trabajo y empleo, como la economización de la vida que convierte al emprendedor en un sujeto inversor que asume toda su vida como conjunto de acciones para incrementar su capital humano.

Tercera hipótesis: Las dos rupturas respecto de la experiencia del trabajo en el liberalismo. La primera ruptura se refiere al hecho que cuando pensamos en la figura del sujeto-que-trabaja resulta inevitable, como ya se ha insinuado, localizarla temporalmente, a saber, tanto en el liberalismo como en el neoliberalismo. En ambas racionalidades constatamos la existencia del sujeto-que-trabaja; sin embargo, esta figura no es la misma en una racionalidad que en la otra. El sujeto trabajador del liberalismo termina su trabajo y se dirige hacia su casa, puesto que la vida pública y la vida privada son dos ámbitos plenamente diferenciados en términos espaciotemporales. En el neoliberalismo, como lo dijimos, la no separación entre esferas de la vida, produce que la experiencia del trabajo termine colonizando la vida privada, los espacios de ocio, las relaciones humanas y, en general, la vida total del sujeto-que-trabaja, en este caso, el empresario de sí mismo.

Por su parte, la segunda ruptura alude a que, en el liberalismo clásico, dada la separación de esferas, la precarización por efectos de las condiciones indignas de trabajo es asociada a la pauperización de la vida, y temida como productora de revuelta social. En otros términos, la precarización laboral se ve problematizada en el ámbito de una agonística propia entre economía y política. En este contexto surge la preocupación social que derivó en el Estado Social y, posteriormente, en el Estado de Bienestar (Laval y Dardot, 2009/2013). A partir de esto, vemos que la precarización es un efecto no deseado del gobierno liberal. Rota la separación de esferas, en el neoliberalismo cesó el temor a la precarización y, particularmente, a la precarización laboral.

Como lo demuestra Lorey (2012/2016), la precarización de la vida se convierte en una estrategia de gobierno neoliberal. Está normalizada en nuestro presente. Producir precariedad tiene como propósito lograr que los individuos adopten una serie de acciones que los hagan cada vez más autorresponsabilizados y emprendedores. La incertidumbre y exposición al riesgo, las cuales se convierten en la medida de la fortaleza del neosujeto, son admitidas como apreciables en las formas contemporáneas de subjetivación.

El sujeto-que-trabaja es, dentro del gobierno liberal, un individuo con una subjetividad heterogénea y, por tanto, agonística. Por su parte, el sujeto-que-trabaja neoliberal es un individuo, como lo planteamos previamente, con una subjetividad aplanada. Este neosujeto, que asume cada una de sus acciones como inversión, se convierte, y esta es nuestra cuarta hipótesis, en la nueva figura de la subjetivación contemporánea. Esto nos lleva a sostener que no es el paso del trabajo material a las nuevas formas de trabajo lo que mejor define al neoliberalismo, sino el encumbramiento de una nueva forma de ser que, en el presente trabajo denominamos subjetividad trabajadora.

Esta forma de constitución de sí, que llamamos subjetividad trabajadora, se refiere al hecho que el tipo de sujeto que busca ser fabricado por la imaginación neoliberal es aquel que adopta unas formas de vida en las que todos los espacios de su existencia, y todos los momentos, son vividos como trabajo, más allá de que sea empleado o trabajador independiente, y de que su forma de empleo sea material o inmaterial. Este es un individuo sin reposo, incansable buscador de experiencias que fortalezcan su portafolio personal, empresario de sí mismo que somete su vida cotidiana a la dinámica del rendimiento y la ganancia, emprendedor que crea continuamente posibilidades de negocio en las cuales se ve implicada su intimidad. Es, en fin, un sujeto que no descansa, porque no logra rehacer el límite entre la intimidad y la vida pública, entre el ocio y el trabajo, entre las relaciones interpersonales y las transacciones. Por esta razón, este sujeto-que-trabaja neoliberal termina siendo un sujeto-que-vive-para-trabajar.

Vivir para trabajar ilimitadamente sería la consigna a la que el empresario de sí mismo se adhiere en el presente; una lógica de hacer de la vida trabajo. Precarización del salario, de la vida relacional y afectiva, del futuro y de todas las esferas vitales es la consecuencia de esta forma de subjetivación del neosujeto (Laval y Dardot, 2009/2013). Este camino de precarización se da como principio de la racionalidad neoliberal: la gestión de sí mismo y la empleabilidad hacen que el sujeto haga de su vida un trabajo inacabado. El trabajo “parecerá en sí mismo una vocación vitalicia” (Frayne, 2015/2017, p. 85).

6 Agradecimientos

Este artículo es producto de la investigación “Formas de subjetivación promovidas por los modos contemporáneos de precarización asociados al trabajo informal y a procesos de formalización laboral”, financiada por el Comité para el Desarrollo de la Investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia, Colombia. Acta de inicio número 2018-23181.

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