«Deberías adelgazar, te lo digo porque te quiero»: reflexiones autoetnográficas sobre la gordura

«You should lose weight; I tell you that because I love you»: Autoethnographic reflections about fatness

  • Nina Navajas-Pertegás
La reciente construcción de una epidemia de obesidad global favorece que —además de ser estéticamente deseable— la delgadez se considere autoevidencia del estado de salud del individuo y marca de moralidad. En esta autoetnografía reflexiono sobre mi vivencia de ser gorda desde la infancia hasta la adultez, desde un enfoque sociológico feminista. La imposición cultural de la delgadez y la gordofobia alimentaron sentimientos de incapacidad, inadecuación corporal y sufrimiento psicológico que promovieron conductas alimentarias problemáticas. Mi argumento es que la guerra contra la obesidad opera en nombre de la salud, pero produce una renuncia significativa al bienestar físico y psicológico en aras de la alcanzar la delgadez.
    Palabras clave:
  • Gordofobia
  • Autoetnografía
  • Salud
  • Discriminación
  • Obesidad
The recent construction of a global obesity epidemic favours the construction of thinness as a moral value, a self-evidence of the individual’s health status, and as aesthetically desirable. This autoethnographic paper presents an account of my experience of being fat from childhood to adulthood, from a feminist sociological perspective. The cultural imposition of thinness and societal fatphobia fed feelings of incapacity, bodily inadequacy, and psychological suffering which led to problematic eating behaviours. I argue that the war on obesity operates in the name of health but paradoxically produces a significant renunciation of physical and psychological well-being in the pursuit of thinness.
    Keywords:
  • Fatphobia
  • Autoethnography
  • Health
  • Discrimination
  • Obesity

1 Introducción

Basándose en el incremento del sobrepeso y la obesidad a escala global, la Organización Mundial de la Salud (2020) recientemente ha declarado una epidemia de obesidad. La OMS (2020) define el sobrepeso y la obesidad como «una acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud». Existen numerosas formas de medir la acumulación de grasa, aunque para distinguir el peso normal del patológico se ha impuesto el Índice de masa corporal (IMC). Este se calcula dividendo el peso de la persona, en kilos, por el cuadrado de su altura en metros cuadrados (kg/m2) (OMS, 2020).

Varias investigaciones sociales denuncian que la epidemia de obesidad se ha construido de forma alarmista, pues la evidencia empírica que apoya que la gordura es perjudicial para la salud es escasa y metodológicamente cuestionable (Bacon y Aphramor, 2011; Campos et al., 2006; Gard, 2011). Empero, la perspectiva dominante sostiene que la obesidad compromete la salud y se difunde como una suerte de sentido común, que impulsa que agencias de salud y gobiernos inflamen ansiedades sobre la gordura en sus poblaciones (Campos et al., 2006; Gard, 2011). Aunque en España la guerra contra la obesidad parece estar librándose más atenuadamente que en los países anglosajones, la preocupación por la obesidad está socialmente arraigada, especialmente entre los profesionales sanitarios (Navajas-Pertegás, 2019). Esta guerra construye la gordura y a las personas gordas como un problema médico, moral y socioeconómico (Harjunen, 2016), que las autoridades sanitarias de los países occidentales han abordado adoptando lógicas neoliberales de gestión individual de riesgos que se apoyan en la capacidad de los sujetos para autorregularse. Se desplazan así mecanismos de control externo por mecanismos de autocontrol (Foucault, 1981/2008). La difusión de discursos sobre estilos de vida saludables (Petersen y Lupton, 1996) ilustrarían este punto, pues ponen el acento en la disciplina, la autovigilancia y la elección adecuada de lo que se come y ejercita (Foucault, 1981/2008). El cuidado de sí deviene obligación cívica y «la moralización consecuente llega a ser implacable al juzgar a aquellos que no logran adecuarse: los indolentes, los incapaces, los débiles» (Sibilia, 2007, p. 3). Por su parte, los medios de comunicación avivan las ansiedades sobre la gordura mediante la difusión de noticias y estadísticas apocalípticas (Gard, 2011) de las que se infiere que las personas gordas son enfermas, patéticas, repugnantes, feas, perezosas y amorales (Bordo, 1993/1995).

Las mujeres, supuestamente, debemos encajar en un ideal de belleza patriarcal físicamente definido por la delgadez y la juventud, así como por rasgos psicológicos (irracionalidad, labilidad y frivolidad) que se interpretan como inferiores y opuestos a los de los hombres (Bordo, 1993/1995). En el plano de lo corporal, Heather Widdows (2018) sostiene que, aunque todas las culturas no demandan el mismo grado de delgadez, la preferencia por formas magras se ha extendido transculturalmente entre las mujeres gracias a los flujos culturales derivados de la globalización. Widdows (2018) sugiere en su análisis que el ideal de belleza actual no es «occidental», sino «global», y que se caracteriza por un rango estrecho de normas de apariencia aceptables para rostro y cuerpo: delgadez, juventud, tonicidad, firmeza y tersura de la piel, que se demanda a todos los grupos étnicos. Si bien este ideal actualmente no ha cristalizado de forma homogénea a escala global, las tendencias indican que se impondrá gradualmente (Widdows, 2018). En el caso de los varones, aunque la corpulencia puede ser aceptada o deseable en algunas subculturas queer (Monaghan, 2008), varios estudios informan que actualmente los hombres articulan sus ansiedades corporales alrededor de imágenes de cuerpos viriles, jóvenes, atléticos, fuertes y musculosos (Contreras, 2005; Drummond, 2002).

En este artículo autoetnográfico presento el itinerario corporal de mi devenir gorda. Para recoger mis experiencias con familiares, amistades, endocrinólogos y nutricionistas, he empleado un álbum fotobiográfico y un diario personal en el que realicé entradas durante cuatro años. Mi objetivo es iluminar aspectos que permanecían silenciados, como mi temor a ser gorda y el maltrato corporal que me autoinfligí para ser delgada. Me he guiado por dos preguntas: qué poder hace que unas vidas sean vivibles y otras no, y qué efectos produce este poder en los cuerpos alejados del ideal de belleza. El artículo está estructurado de la siguiente manera: primero, abordo algunas cuestiones sobre el método autoetnográfico. A continuación, presento un itinerario corporal en una línea de tiempo que abarca niñez, adolescencia, juventud y adultez, para terminar con unas breves conclusiones.

2 Autoetnografía

La autoetnografía es una forma científica y sistemática de introspección sociológica para comprender la intersección de los aspectos personales y sociales de las emociones (Ellis y Bochner, 1996). Este enfoque metodológico de investigación/escritura pretende explorar la experiencia personal mediante el recuerdo y el examen sistemático para «comprender la experiencia cultural» (Ellis et al., 2015, p. 250). La autoetnografía permite abordar temas ‘innombrables’ y contar historias previamente silenciadas —como el abuso sexual infantil, la violación, la anorexia…—, con lo que propicia una apreciación más compasiva de las experiencias de los seres humanos (Ellis y Bochner, 1996). De hecho, Mari Luz Esteban (2004, p. 17) sostiene que las autoetnografías ayudan a empatizar con el otro porque «quedan adherid[a]s al lector, […] le remiten a situaciones que, aunque no hayan sido vividas, le obligan a implicarse, a pronunciarse frente a lo narrado».

Carolyn Ellis y Arthur Bochner (1996) señalan que la autoetnografía es una herramienta que invita a valerse de las aflicciones y triunfos de otras personas, para reflexionar o recontextualizar las vivencias propias y mejorar la capacidad para enfrentarse a las contingencias de la vida. De ahí, que algunos/as autoetnógrafos/as pretendan traspasar los muros de la academia para acercarse a una audiencia más amplia, y que esta pueda conversar con las historias narradas y usarlas para vivir vidas mejores (Ellis y Bochner, 1996).

Las autoetnografías tienen también un valor terapéutico para quien escribe y para quien las lee; pues la persona lectora puede hallar en este tipo de textos una «legitimación» de sus vivencias y una vía para «reinscribir en su biografía lo sucedido» (Esteban, 2004 p. 17), así como un revulsivo para vivir de manera más reflexiva y para superar las experiencias de dolor y malestar (Lee, 2020).

Por otro lado, la autoetnografía implica una apertura a la vulnerabilidad para la persona autora, pues en este tipo de trabajos expresa cómo percibe, siente y vive el mundo (Lee, 2020) «de una forma totalmente comprometida, séptica, intencionadamente no neutral» (Esteban, 2004, p. 17). En la escritura de este trabajo he sentido vulnerabilidad: primero, al anticipar qué pensarían mis colegas de la academia tras conocer que mi temor a ser gorda fue un pozo sin fondo de vergüenza. Segundo, ante el acogimiento de un trabajo alejado de las temáticas de mi disciplina —el trabajo soci-
al—, cuando me inicio como investigadora y el reconocimiento entre pares indica que se va por buen camino. Tercero, ante la posibilidad de que el malestar corporal se interpretara como temática de investigación menor en un entorno en el que, al reproducirse lógicas machistas, el intelecto se ubica jerárquicamente por encima de los sentimientos. Cuarto, que presentar un trabajo autoetnográfico —alejado de los formatos de publicación convencionales de las ciencias sociales— perjudicara su publicación y repercutiera negativamente al rendir cuentas al organismo español que acredita el acceso a plazas de profesorado universitario.

Sin embargo, compartir historias y exponer nuestra vulnerabilidad nos conecta con el mundo en un ‘acto esperanzador’, cuestión especialmente relevante para grupos sociales estigmatizados, como las personas gordas (Lee, 2020). Personalmente, recibí el estímulo para escribir una versión temprana de esta autoetnografía de una profesora, cuando años atrás, mientras cursaba un máster de género me instó a politizar mi malestar con la gordura. Es decir, a «emerger de los fangos de una situación de sometimiento […] localizar el dedo índice de la mano, estirarlo y dirigirlo contra [el] sometedor. Aprender a señalar, pasar de víctima a sujeto» (Morales, 2018, pos. 172). El objetivo de aquel trabajo tiene continuación aquí y pretende explorar las sumisiones que el ideal de belleza patriarcal femenino arranca.

3 Harán todo lo posible por destruirte y lo llamarán amor: niñez

Mi niñez y adolescencia transcurrieron en Valencia, una ciudad levantina. A los diez años el malestar por mi peso irrumpió durante unas vacaciones estivales familiares cuando mi hermano soltó al verme en bikini: «tu cuerpo es deforme, tienes grasa en las caderas». Esto no cayó en saco roto, pues mi padre bromeaba frecuentemente llamándome «la Ramona pechugona»1. Aunque aquella apreciación en un chiquillo de ocho años me pareció insólita, he sabido más tarde que algunos estudios evidencian que las criaturas de cinco años valoran la delgadez, se ofenden con la gordura (Penny y Haddock, 2007) y pueden tener insatisfacción corporal e ideaciones sobre la pérdida de peso (Ricciardelli et al., 2003).

Aquel episodio y las transformaciones corporales que produjo la menarquia a los once años, —redondeo de las caderas, glúteos y pechos— movilizaron en mí la idea de que la gordura era socialmente indeseable. En su teorización sobre el estigma, Erving Goffman (1963/2006) argumenta que las condiciones estigmatizadas o «atributos desacreditadores» —como la gordura— funcionan como marcas que hacen parecer a determinados grupos sociales como peligrosos o inaceptables. De los tres tipos de estigma que clasificó Goffman (1963/2006): «tribales», «defectos de carácter del individuo» y «abominaciones del cuerpo», las personas gordas somos estigmatizadas por los dos últimos. Primero, porque socialmente se atribuye defecto moral a la gordura (falta de voluntad/cuidado) al interpretarse que el cuerpo es reflejo del Yo (Featherstone, 1991). Segundo, porque los cuerpos gordos se construyen socialmente como aberrantes por su exceso de carne y grasa (Contrera, 2016; Lee y Pausé, 2016).

El estigma de la gordura o gordofobia —terror patológico a la gordura, prejuicios y discriminaciones contra las personas gordas— se despliega en las interacciones sociales: a) de forma directa (p. ej.: insultos por nuestro peso); b) de forma indirecta (p. ej.: cuando nos sugieren lo que menos engorda del menú); y c) con el entorno (p. ej.: cuando los asientos de los medios de transporte no son suficientemente cómodos o amplios para acomodarnos) (Lewis et al., 2011). La gordofobia es un sistema de opresión que se ha expandido globalmente (Rubino et al., 2020) y está tan generalizada como el racismo y el sexismo (Andreyeva et al., 2008). Sin embargo, afecta más a mujeres que a hombres y fomenta que sintamos que nuestro carácter, intelecto, valía y humanidad, están comprometidos por la forma y el peso de nuestros cuerpos (Andreyeva et al., 2008). Es más, las personas gordas frecuentemente internalizamos gordofobia al adoptar los valores y cosmovisión del grupo socialmente dominante (Goffman, 1963/2006), mediante el mecanismo de la violencia simbólica (Bourdieu, 1998/2001). Este tipo de violencia se ejerce con la complicidad de los dominados cuando «aplican a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer de ese modo como naturales» (Bourdieu, 1998/2000, p. 50). La gordofobia internalizada opera cuando las personas gordas nos atribuimos las creencias sociales sobre la gordura y/o cuando consideramos que nuestra identidad está socialmente deteriorada por ser gordas (Ratcliffe y Ellison, 2015).

La gordofobia internalizada minó mi autoimagen durante la niñez: detestaba mirarme al espejo y retratarme en fotografías, pues siempre encontraba imperfecciones. De hecho, con once años destruí los retratos de mi comunión y no tomé fotografías de cuerpo entero hasta que llegaron las cámaras digitales que permitían eliminar las imágenes indeseadas. Aquella observación de mi hermano desencadenó una preocupación constante por el peso: me volví susceptible a comentarios sobre mi cuerpo, introvertida e insegura. En el colegio, los chismorreos sobre el físico plagaban las conversaciones entre mis compañeras. Una de ellas me espetó «culo gordo» un día, riendo a carcajadas. Nada extraordinario si consideramos que los comentarios gordofóbicos se suelen aceptar con toda naturalidad e incluso se interpretan como gesto humanitario y detonante para el cambio; pues soportar humillaciones supuestamente motivará nuestro deseo por adelgazar (Puhl y Brownell, 2001). Aquel comentario abrió una herida a la que le seguirían otras. Mis familiares y amistades proclamaban frecuentemente que: «debería adelgazar, porque me querían ver feliz y sana» y «que era una pena que fuera gorda ¡con una cara tan bonita!». Seguramente desconocían que las burlas familiares en la infancia pueden generar desórdenes alimentarios, y que esta preocupación por la gordura produce estigma que deteriora la salud física y mental (Bacon y Aphramor, 2011; Calogero et al., 2019).

Las observaciones familiares sobre el aporte energético de ciertos alimentos; los atroces presagios de mi madre y de sus amigas: «debes adelgazar porque se empieza con unos kilos de más y se acababa siendo obesa», así como su constante cháchara sobre la gordura (Nichter, 2009) me transmitían una angustia brutal. La cháchara sobre la gordura —habla común entre mujeres y chicas en la que se fomentan conversaciones y comentarios negativos sobre la gordura y el propio físico— cumple una dimensión prescriptiva de género pues preocuparse por la línea forma parte de ‘convertirse en mujer’. Esta habla propicia, además, la vigilancia mutua del aspecto físico; que se ejerce a través de la ‘mirada de la amiga’ (Winch, 2013) o forma específica de mirar entre iguales de chicas y mujeres, caracterizada simultáneamente por el afecto y las ‘crueldades normativas’ (Ringrose y Renold, 2010). En efecto, algunos estudios revelan que las madres que comparten con sus hijas preocupaciones sobre el peso y las dietas pueden transmitirles malestar corporal, comportamientos para perder peso y ansiedad (Neumark-Sztainer et al., 2010).

Probablemente no dudé de la veracidad de tales comentarios porque los estándares de belleza se han construido para que las mujeres reconozcamos cómo es el cuerpo ideal, y para hacernos creer que esforzándonos podremos aproximarnos a él (Chrisler, 2012). Posiblemente tampoco me rebelé porque mediante la violencia simbólica había internalizado (Goffman, 1963/2006) los estereotipos sobre las personas gordas. Además, pensaba que adelgazar y moldear el cuerpo dependían de voluntad, disciplina, dieta y ejercicio. Es decir, de tecnologías del yo o prácticas voluntarias sobre el propio cuerpo a través de las que, eligiendo responsablemente estilos de vida beneficiosos, nos constituimos como sujetos (Foucault, 1981/2008). Si bien los estilos de vida saludables se presentan como universalmente valiosos y po­tencialmente alcanzables por todos, su adopción está subordinada a la posición diferencial (etnia, clase, género, edad, orientación sexual y/o diversofuncionalidad…) que cada sujeto ocupa en el espacio social (Bourdieu, 1998/2000).

Observo ahora las fotografías de mi niñez, y advierto que con once años no era gorda ni flaca. Aun así, me obstiné en adelgazar y sustituí el bocadillo del almuerzo por una manzana. Tímida y profanamente comencé a juguetear con la alimentación y como consecuencia mi peso incrementó notablemente, tras unos años. Dianne Neumark-Sztainer et al. (2010) advierten que construir a los niños —y especialmente a las niñas— con cuerpos grandes como gordos y en baja forma puede desencadenar conductas alimentarias problemáticas que propician la ganancia de peso —como hacer dieta o no hacer deporte, por vergüenza del propio cuerpo o por temor al acoso—.

4 «Cuando adelgaces, serás más guapa y feliz»: adolescencia

A los catorce años, un endocrinólogo de la sanidad pública española dictaminó que dado mi peso (63 kg) y estatura (162 cm) debía adelgazar siete kilos. Así comencé mi primera dieta oficial. Con 1500 calorías, aliñar una triste ensalada de lechuga con una cucharada de aceite de oliva era cual obra de ingeniería civil, y deleitarse con la cucharada semanal de arroz hervido, una utopía. En estas circunstancias, la merienda, compuesta por un vaso de leche y tres galletas maría, era como el festín de Carpanta. Recuerdo que solía aplacar la angustia y el malestar, provocado por aquellas privaciones, fantaseando con la ingesta de alimentos prohibidos. Estos pensamientos pecaminosos desataban, a su vez, sentimientos de culpa atroces, seguramente por influencia de la cultura de la dieta; sistema de creencias que venera la delgadez y la equipara con la salud y la virtud moral (Harrison, 2019). Dado que la cultura de la dieta demoniza ciertos alimentos y formas de comer, a la vez que eleva otras, es plausible que socialmente vigilemos lo que comemos, que nos avergoncemos de determinadas elecciones alimenticias y que sintamos que comida y culpa son sinónimos.

Aunque la dieta hipocalórica era una tortura, no me rebelé. Pensaba que mi endocrinólogo velaba por mi salud y era una figura experta en el funcionamiento de mi cuerpo. Además, ¿cómo no iba a ser cierta la idea de que el peso es controlable con la dieta si está tan extendida entre la población y los profesionales sanitarios? (Lewis et al., 2011; Rubino et al., 2020). El análisis de Michel Foucault (1981/2008, p. 168) sobre el poder resulta iluminador a este respecto. Foucault distingue entre un poder disciplinario —centrado en ‘extraer las potencias del individuo’—; y su complementario, el biopoder —enfocado a ‘preservar la vida’—. El biopoder se aplica en la vida cotidiana para constituir al sujeto gradual, progresiva y materialmente a través de una multiplicidad de organismos, fuerzas, energías, materiales, deseos, pensamientos, etc. (Foucault, 1994). Sin embargo, pareciendo preservar la vida, el biopoder disemina ansiedades, arranca sometimientos —como no cuestionar la autoridad médica ni el sentido común popular sobre la gordura— y promulga prácticas en nombre de la vida que ponen en peligro la vida misma —como la guerra contra la obesidad—.

Tras alcanzar la meta marcada por este endocrinólogo, recuperé los kilos perdidos y alguno más. Esta pérdida-ganancia de peso tras cada periodo de adelgazamiento es conocida en la literatura especializada como efecto yoyó, y puede incrementar el riesgo de trastornos metabólicos crónicos y coronarios más que si se mantiene el peso —aunque este sea mayor— (Bacon y Aphramor, 2011; Calogero et al., 2019). Estas noticias llegaron a destiempo, aunque honestamente creo que no habrían cambiado mi percepción de que, con dieta y voluntad férrea, eliminaría los indeseados kilos y alcanzaría la felicidad. Esta es una de las falacias del discurso de la epidemia de la obesidad. La otra, es que si adelgazamos recuperamos la salud. Al promoverse por diferentes Estados y agencias de salud nacionales e internacionales, el discurso médico se ha convertido en el enfoque dominante para decir verdad sobre la gordura y las personas gordas (Harjunen, 2016). Sin embargo, se ha legitimado gracias a la diseminación de verdades incontestables tales como que el IMC es una medida válida y precisa para determinar la salud; que la gordura causa enfermedades y disminuye la esperanza de vida; y que ejercicio y dieta producen pérdida de peso que, a su vez, mejora la salud (Campos et al. 2006; Bacon y Aphramor, 2011).

Resulta harto simplista considerar que con dieta y ejercicio se puede controlar el peso, pues en la ecuación intervienen desde la constitución física, la clase social y el género, a factores medioambientales, culturales e históricos (Contreras, 2005). Es más, sabemos que las dietas fracasan a medio/largo plazo (2-5 años), pues en el 95% de los casos se recupera lo perdido y en el 65% aumenta el peso de partida. Las dietas pueden generar desórdenes alimenticios y riesgos añadidos para la salud, pues tras cada intento por adelgazar se deteriora la salud física y metabólica (Bacon y Aphramor, 2011; Rubino et al., 2020). Contrariamente a lo que preconiza el discurso médico y mediático, la gordura puede proteger contra determinadas enfermedades y correlacionar con buena salud y elevada esperanza de vida (Bacon y Aphramor, 2011; Campos et al., 2006). En base a esto no parece ético prescribir dietas porque, además, de estigmatizar la diversidad corporal, comprometen la salud y derechos humanos como la dignidad, la integridad física, la libertad y el honor (Calogero et al., 2019).

El discurso patologizante de la epidemia de obesidad se engarza con la cultura de la dieta y la pérdida de peso se construye entonces como un medio para alcanzar, además de la salud, la autoestima, la felicidad y un estatus social superior (Harrison, 2019). Ciertamente, algunos especialistas médicos que visité en la adolescencia utilizaron el recurso de la recuperación de la felicidad y la autoestima en defensa del adelgazamiento, como el conocido «estarás mejor y más guapa». Las narrativas del antes y después alrededor de la pérdida de peso —también comunes en medios de comunicación y productos culturales— refuerzan la idea de que ‘sí se puede’ y, con ello, la intolerancia a la gordura. No es sorprendente, pues, que quienes no somos naturalmente delgadas nos concentremos en el objetivo de adelgazar y empleemos importantes cantidades de tiempo, dinero y recursos psicológicos y físicos en ello (Harrison, 2019). Ahí estuve yo hasta pasados los cuarenta.

En mi periplo dietético seguí, de forma intermitente, hasta los quince años, aquella dieta hipocalórica. Para estimular la pérdida puntual de 4 o 5 kg pasaba varios días a base de manzanas. Todo esto combinado con Manasul® —infusión laxante, recomendada por una amiga— y Seguril® —diurético dispensado por mi farmacéutico sin receta médica, con la promesa de que quedaría «como una sílfide»—. También intercambié dietas con amigas: la de la uva, la del yogur, la de comer un solo alimento al día… Mi incursión en el mundo del vegetarianismo duró aproximadamente un año —oficialmente, por salud, aunque en realidad, para adelgazar—.

A los quince años me sometí a cirugía maxilofacial para eliminar las huellas de un accidente infantil y aproveché el mes de postoperatorio para ayunar con batidos de fruta y yogur desnatado. Adelgacé 4 kg. Pasaron tres años entre diversas dietas y curas a base de fruta, con el objetivo de adelgazar un peso que perdía y recuperaba en un ciclo interminable. Alcancé los 72 kg, antes de independizarme económicamente a los dieciocho años. Así que mis primeros salarios provenientes de empleos precarios
—como empleada doméstica y vendedora de enciclopedias— los destiné al programa de adelgazamiento de una exclusiva clínica, especializada en la dieta cetógena. Los alimentos permitidos eran los ricos en proteínas (lácteos, pescados, carnes y huevos); y los prohibidos, los carbohidratos, la fruta y todos los vegetales, excepto los de hoja verde. El tratamiento se complementaba con la administración de Lipograsil® —fármaco para aliviar el estreñimiento crónico provocado por la dieta— y con unas inyecciones disuelvegrasa en tripa, caderas y cartucheras.

Dado que los alimentos permitidos se podían consumir a voluntad, pasar hambre no parecía constituir un problema. Empero, la limitación alimentaria produjo efectos psicológicos, físicos y sociales similares a los de la dieta hipocalórica, como recurrencia de pensamientos sobre la comida, que alteraban la concentración y energía para el desarrollo de otras actividades; protagonismo de la comida en los temas de conversación; lectura de recetarios, colección de enseres de cocina… (Garfinkel et al., 1983). Aunque seguí el programa a rajatabla, el adelgazamiento fue irregular e incluso se estancó periódicamente. Mi endocrinólogo insinuó que no alcanzaba los objetivos porque realizaba el plan incorrectamente y porque retenía líquidos. Se transmitía que la autoridad sanitaria y la dieta eran incuestionables, y que lo que fallaba era mi voluntad. Este especialista no indagó sobre mi motivación por adelgazar ni consideró problemático que una adolescente en pleno desarrollo iniciara esta senda. Tampoco, que gastara 120 euros mensuales en un plan de adelgazamiento. A fin de cuentas, el entramado médico-farmacéutico-estético-alimentario sobre el que reposa la cultura de la dieta basa su negocio en la patologización y la insatisfacción corporal de una clientela que debe ser considerable y asidua. Permítanme un ejemplo: en 2016, solo el mercado de productos alimentarios para adelgazar en Europa se valoró en 2.534 millones de dólares estadounidenses y las proyecciones indican que en 2025 alcanzarán los 3.120 (Inkwood Research, 2017).

5 «¡Estás estupenda!, ¡cómo has adelgazado!»: juventud

El inicio de mi juventud estuvo marcado por un proceso migratorio a Inglaterra en busca de mejor fortuna económica, que la que me deparaba la España de los ochenta. Trabajé brevemente como au pair en Londres y pronto conseguí empleo como cajera en el restaurante de un museo. A partir de ahí, me profesionalicé como cocinera. Por entonces, seguía sin cuestionar la imposición de la delgadez y entendía que la gordura era un estado pasajero y liminal del que podía salir si me esforzaba. Hannele Harjunen (2016) recicla el concepto antropológico de liminalidad —desarrollado para describir transiciones o cambios vitales positivos— para explicar las experiencias de los sujetos socialmente construidos como gordos. La intolerancia social hacia la gordura concibe los cuerpos de las personas gordas como liminales o en transición hacia un buen cuerpo (delgado, saludable). A su vez, esto se encuadra en un escenario neoliberal que promueve la cultura del cambio de imagen (Jones, 2006); en la que llegar a ser —como proceso de desarrollo— deviene algo más deseable que simplemente ser —ligado a la idea de finalización—. Sea en hogares, jardines, psiques o cuerpos, la cultura del cambio de imagen premia el trabajo sobre sí (Foucault, 1981/2008) al mostrar objetos, entornos y sujetos sobre los que se trabaja y mejora (Jones, 2006). Esto trae consigo efectos dañinos para la subjetividad, que se vivencia como un proceso frágil y siempre en curso, además de la idea de que resulta imposible desarrollarse como ser humano si una persona es gorda.

Hasta los 23 años recurrí por mi cuenta a la dieta cetógena. Cuando alcanzaba el peso idealizado, comenzaba una fase de ganancia. Así, tras cada intento por adelgazar el umbral de lo posible se volvía inalcanzable. Por entonces, advertí el mensaje contradictorio de las dietas —lo recomendado en unas, es pecado en otras—, pero rehusaba a abandonar y cuestionar su eficacia. Ciertamente había internalizado uno de los discursos más potentes de nuestro tiempo: que con voluntad (Foucault, 1981/2008) y un estilo de vida saludable, el cuerpo es transformable. Tras cinco años en Inglaterra, me instalé en una Barcelona en plena efervescencia olímpica, en la que empalmé diversos empleos como cocinera. La precariedad laboral característica del sector hostelero español, impregnaba los horarios destinados a las comidas —por su ausencia o por su extravagancia—. Este contexto resultó ser terreno abonado para ensayar un severo método de adelgazamiento sin levantar las sospechas de nadie: comer poco. Durante varios meses subsistí a base de gazpacho y cola light —para atenuar el hambre—, y eliminé la cena. Según transcurrían las semanas, las señales de hambre fueron desvaneciéndose y, con ello, aumentó la utopía anoréxica de vivir sin necesidad de comer. Entonces no solía pesarme, pero, a juzgar por los comentarios de mi jefa sobre la delgadez de los dedos de mis manos, calculo que adelgacé unos 10 kg. Durante aquel proceso sufrí síntomas característicos de la anorexia: hipotermia, caída del cabello, distorsión de la imagen corporal y depresión (Garfinkel et al., 1983); que fue diagnosticada por mi médico de cabecera sin demasiadas indagaciones. Así, salí de su consulta con un tratamiento que alivió los síntomas, pero que dejó intactas las raíces del malestar: el deseo de acomodarme al ideal hegemónico de belleza. Dado que no consulté a un especialista médico, desconozco si atravesé un periodo de anorexia. Jennifer Lee y Cat Pausé (2016) advierten, en relación con esto, que las personas gordas somos vulnerables en la detección de problemáticas relacionadas con la alimentación porque la anorexia suele asociarse a un cuerpo excesivamente delgado. A pesar de la restricción calórica, en esta etapa experimenté una fase de estancamiento en la pérdida de peso, conocida en la literatura especializada como meseta del adelgazamiento (Chaput et al., 2007).

En cualquier caso, alcanzar la meta ni satisfacía ni mejoraba mi autoestima, pues el terror imperecedero a engordar y nunca verme suficientemente delgada empañaba los periodos de delgadez. A este respecto, algunas autoras feministas (Elias y Gill, 2014; Widdows, 2018) argumentan que, dado que el trabajo de belleza se ha intensificado y extensificado, sentirse bien con el propio cuerpo deviene una tarea irrealizable. Se intensifican las presiones y las zonas sobre las que actuar: pestañas, hueco entre los muslos, labios vaginales… Por otro lado, se extensifica el trabajo corporal hacia etapas de la vida —niñez, embarazo y vejez— en las que hasta hace poco se permitían ciertas licencias. La extensión también se ha desplazado hacia el interior —en la arena de la subjetividad—; cuestión que se aprecia en los discursos publicitarios de productos femeninos que incitan a que ‘nos amemos tal y como somos’, y que resultan sumamente atractivos al pretender «hacer de la belleza una fuente de confianza y no de ansiedad» —como sugiere uno de los lemas de la marca Dove®—. Sin embargo, dichos discursos incitan a realizar un trabajo sobre sí (Foucault, 1981/2008) en la subjetividad, adoptando disposiciones afirmativas y de confianza en nosotras mismas sin importar realmente cómo nos sentimos (Elias y Gill, 2014). El enemigo, pues, no se sitúa en el exterior (ideal patriarcal de belleza o la gordofobia), sino que la responsabilidad de sentir inseguridad corporal recaería en la persona al no haber movilizado los afectos apropiados. En la cultura de la transformación se impulsa el ‘trabaja más en ti misma, que en cambiar el mundo’. Es más, no ‘estar a gusto consigo’ —y hablar de ello— se considera de mal gusto y un fracaso que denota poca seguridad en una misma (Elias y Gill, 2014).

Deseo traer a colación las dificultades surgidas para compaginar dieta y comensalidad, pues el consumo de recursos físicos y psicológicos dedicados a no saltarme el régimen arruinaba la perspectiva de un encuentro para comer con allegados o amistades. En lugar de distensión y disfrute, aquellos momentos se caracterizaban por el estrés, la angustia y el temor a dinamitar el adelgazamiento. También, porque aspiraba al reconocimiento de mis allegados y la cuestión del peso irremediablemente surgía en aquellos encuentros con comentarios («cuando nos vimos la otra vez, estabas más delgada») o elogios («¡estás estupenda!, ¡cuánto has adelgazado!»); de estos últimos se infería que gorda y estupenda son términos irreconciliables. La glorificación del adelgazamiento simbolizaba el reconocimiento al trabajo sobre mí (Foucault, 1981/2008). Sin embargo, aborrecía que se me valorara únicamente cuando mi cuerpo se asemejaba a la norma. A partir de los veintipocos, cuando engordaba notablemente y debía encontrarme con alguien a quien no veía desde hacía tiempo, sentía estrés y ansiedad al anticipar sus reacciones. Este estigma por anticipación conlleva la hipervigilancia de discriminaciones futuras y al igual que los estigmas directo, indirecto, del entorno e internalizado, puede socavar la salud mental y física porque desregula emocionalmente y sobreactiva los sistemas de estrés fisiológico (Hunger et al., 2020).

Como otras mujeres gordas, he transitado de la invisibilidad social y los reproches —cuando engordaba—, a la hipervisibilidad y el reconocimiento —cuando adelgazaba—. Jeannine Gailey (2014) utiliza el concepto ‘hiper(in)visibilidad’ para complejizar el abordaje de esta paradoja en el contexto actual, pues el discurso de la epidemia de obesidad hipervisibiliza a las personas gordas como como objetos de preocupación sobre los que es preciso intervenir. Sin embargo, como indica Nicolás Cuello (2016, p. 41), nuestras experiencias y subjetividades son culturalmente tan hiperinvisibles como nuestros cuerpos, pues:

[Están] sometidas a un régimen de dura invisibilidad por extrema visibilidad, porque esa es nuestra realidad, somos los cuerpos que todxs ven pero que pocxs nombran en las dinámicas del deseo, y en los manifiestos políticos de ese nuevo mundo que estaría por venir.

Lo cierto es que mis oscilaciones de mi peso fueron cual montaña rusa, durante la trentena, y mantener lo perdido implicaba vivir en un estado de excepción permanente: si me detenía para recuperar el aliento o hacer las paces con mi cuerpo, me ensanchaba. Así, la motivación por perder un peso que se me agarraba como matojo al asfalto, me condujo a visitar varios especialistas privados. Primero, acudí a una nutricionista especializada en dieta disociada ­­—en la que carbohidratos y proteínas se ingieren separadamente—. Comencé con 78 kg y, tras seis meses, perdí 14. Durante este proceso se exacerbaron los síntomas que sufrí con la dieta hipocalórica (pensamientos reiterados sobre comida que entorpecían la concentración, energía y deseo de alimentos prohibidos). También incrementó mi obsesión por calcular el peso perdido. Así que me deshice de mi báscula analógica —que acumulaba polvo bajo la pileta del baño— y adquirí una digital —que pasó a ocupar un lugar presidencial—. Como una ceremonia, realizaba el pesaje semanalmente, después el día de antes de acudir a consulta y finalmente la báscula devino un reloj de vida con el que vigilaba las fluctuaciones ponderales al comienzo del día, durante su transcurso y al final de este. La costumbre me acompañó durante quince años más y resultó ser especialmente frustrante en las mesetas de adelgazamiento.

Con veintinueve años y 92 kg, la segunda nutricionista planteó una variante de la dieta disociada. Esta vez, tras perder 4 kg entré en una meseta de adelgazamiento. Vistos los resultados, cuestioné el plan de adelgazamiento y la nutricionista entró en cólera. Así que, después de un mes juntas, nuestros caminos se separaron y volví por mi cuenta a la dieta cetógena, que combiné con la visita a un reconocido curandero y a una terapeuta cuyo método de sanación era el abrazo. De la consulta del primero salí con varios frasquitos de remedios herbales y con la advertencia de que, hiciera lo que hiciera, nunca sería flaca. De la consulta de la segunda, con la recomendación de beber abundante caldo depurativo y con el diagnosticó de que engordaba por un conflicto familiar irresoluto. En mi aspiración por adelgazar también probé a ayunar. La idea es que un ayuno anual —a base de caldos, fruta u otros— desintoxica el organismo. Este ritual de purificación neoascético persigue saldar los pecados carnales a través de la penitencia (Navajas-Pertegás, 2016; Sibilia, 2007) y podría encuadrarse como una tecnología de sí (Foucault, 1981/2008) dentro del discurso de lo saludable.

En la primavera del 2000 un último especialista me propuso una dieta cuasivegana. Para desayunar y cenar: fruta, yogur y una tortita de arroz; para comer: verdura, cereales integrales/legumbres y tofu o seitán. Los viernes, monodieta de fruta. Estuve así durante cinco meses y, aunque adelgacé 14 kg, cuando alcancé los 65 aterricé forzosamente en otra meseta del adelgazamiento. Cuando no cumplía la meta semanal el especialista resolvía: «haz tres días de monodieta de melón». Al final me cansé, dejé la dieta y volví a ensancharme. A pesar de haber desarrollado habilidades de supervivencia en otras cuestiones vitales —abandonar el hogar familiar, migrar sola, etc.— en esta etapa no encontré el impulso para resistir la cultura gordofóbica y poner freno a mi deriva dietética.

6 Con dietas, no es mi revolución: adultez

En un deseo por entrar en el terreno de la normalidad —y cuando mi gordura no era muy visible— adopté estrategias de encubrimiento (Goffman, 1963/2006) como vestir ropas anchas y/o negras para manejar el estigma. El encubrimiento es común entre personas que, por su corporalidad (personas trans, diversofuncionales, gordas…) son situadas en un lugar fronterizo. Sin embargo, debido a innumerables factores estructurales (clase, raza, género, diversofuncionalidad…) todas no contamos con las mismas posibilidades de adoptar esta estrategia (p. ej.: yo misma, ahora, con más de 100 kg). También podemos repudiar el tener que ocultarnos, cuestión que abordan varios activismos, entre ellos el activismo gordo, y que desarrollaré más adelante. También adopté actitudes de enmascaramiento (Goffman, 1963/2006, p. 123) sobreesforzándome por cambiar mi cuerpo —mediante dietas y fármacos— para acomodarlo a un ideal de belleza-salud arbitrario, en tanto que está situado en un contexto histórico determinado. Mi pulsión por encubrir y enmascarar mi gordura enraizaba en el deseo de capturar el privilegio de la delgadez pues ‘ser considerada normal trae grandes gratificaciones’ (Goffman, 1963/2006, p. 93), como no sufrir acoso gordofóbico callejero, ni discriminación en el acceso al empleo y la sanidad (Navajas-Pertegás, 2019). Pero como he mostrado hasta aquí, intentar ser normal comporta costes físicos y psicológicos, además de ser profundamente injusto, porque los privilegios resultantes se obtienen a costa de la denigración de las personas gordas.

Adelgacé por última vez a los treinta y ocho años, cuando el descalabro económico de 2008 sacudió millones de vidas, incluida la mía. Perdí mi empleo de doce años en un restaurante y resolví abandonar Barcelona para instalarme en mi ciudad. Mi madre me acogió en su casa y ofreció apoyo económico para que preparara la prueba de acceso universitario a mayores de veinticinco años. El horizonte de comenzar en un lugar en el que no conservaba vínculos amistosos me resultó sumamente atractivo para adelgazar y comenzar el curso académico con aires renovados. Si conseguía mantenerme delgada, conquistaría sin sospechas el privilegio de la delgadez. Lo logré fugazmente tras perder 28 kg. Como no conseguí estabilizarme en ese peso, volví a viejos hábitos: sustituir la cena por fruta, sopas… Cuando no podía comer en casa, por viajes vacacionales u obligaciones académicas, el control alimenticio era insostenible. Mis excéntricos hábitos alimenticios se interpretaban en clave de cuidado de sí y, entre mis compañeras de estudio, gozaba del reconocimiento de «ser tan sana». Esto ilustra la paradoja en la que está inmerso el sujeto contemporáneo a quien se demanda manejar la tensión existente entre la sublimación de sus deseos a través del consumo ilimitado, a la vez que se autocontrola, cultiva la ética del trabajo y reprime el deseo por la gratificación inmediata (Bordo, 1993/1995).

El itinerario corporal hasta aquí descrito comenzó a crujir en 2012, cuando encontré en Tumblr Gorda!zine, el fanzine de la filósofa Laura Contrera. A través de sus escritos y de las traducciones de algunas activistas gordas angloparlantes como Charlotte Cooper, Nomy Lamm y Kate Harding identifiqué que la opresión y violencia contra las personas gordas era estructural y no algo meramente anecdótico o personal. Un año más tarde, comencé a seguir en Facebook Stop Gordofobia, también Orgullo Gordo y Cuerpos empoderados. A partir de ahí y juntamente con la lectura de textos sobre feminismo y gordura, así como de varias experiencias personales y de mi entorno, pude situar al enemigo fuera y no dentro de mí: logré problematizar la patologización de la gordura y el papel del entramado sanitario-estético-dietético. Pero el efecto espoleta se produjo al entrevistar a algunas personas trans para mi trabajo final de grado. Laura Contrera (2016) y Nicolás Cuello (2016) afirman que la rebelión de los cuerpos es una oportunidad vibrante en la que se vuelve fundamental una alianza de los cuerpos inapropiados e impropios. Así, la polinización cruzada entre lo trans y lo gordo abonó algunos interrogantes en mi reflexión sobre la gordura y, meses después, guio la escritura del borrador de esta autoetnografía.

Politizar mi malestar con la gordura, es decir, levantarme de los fangos del sometimiento y pasar de ser víctima a sujeto (Morales, 2018) no aconteció de la noche a la mañana, tampoco fue sencillo; pues, al estar constituidas por los discursos que sustentan los dispositivos contemporáneos corporales, des-sujetarnos de estos produce fricciones (Murray, 2008/2016). En otras palabras, encarnamos los discursos y conocimientos corporales que nos oprimen. Empero, aquel ejercicio de escritura propició que (re)conociera mi cuerpo desde la abundancia y el respeto por lo que me permitía hacer, y no desde la falta (Cuello, 2016). Con cuarenta y cinco años y tras tres décadas de suplicios, abandoné dietas y báscula. Engordé bastante —por mi talla, calculo que sobrepaso los 100 kg—, pero mi obsesión por el control de peso, así como la angustia y el estrés que esto conllevaba, empezaron a disolverse lentamente. Comencé mi activismo gordo con una tesina de máster (Navajas-Pertegás, 2016) que ahora continúa con una tesis doctoral (en curso) cuya intención es la de contribuir a que otras vidas sean posibles, naturalizando la idea de que se puede vivir siendo gorda porque nuestras vidas también están entretejidas con el afecto, el goce, la belleza y la alegría.

7 Reflexiones finales

En esta autoetnografía he presentado un itinerario corporal desde la niñez hasta la adultez, marcado por una relación complicada con la gordura y por el deseo de ser delgada. Para ello me he guiado por las preguntas: qué poder hace unas vidas vivibles y otras no, y qué efectos produce este poder en los cuerpos alejados de un ideal de belleza global.

Para responder a lo primero, he acudido al trabajo de Foucault (1994) sobre el biopoder; un poder que se ejerce sobre el cuerpo con el objetivo de preservar la vida de la población a través de la mejora de la salud, la prevención de enfermedades y la eliminación de riesgos. Sin lugar a duda, el peso corporal es hoy uno de los objetivos del biopoder; y la guerra contra la obesidad y la promoción de estilos de vida saludables, dos de sus tecnologías regulatorias a través de las que delgadez y salud se construyen como valores máximos, virtudes morales e insignias de honor a las que aspirar. Donde la delgadez simboliza éxito, belleza, disciplina y salud; la gordura denota fracaso, fealdad, descontrol y enfermedad. Se produce, así, una ciudadanía diferencial/marginal y una categorización de modos de vida y corporalidades normales y anormales.

Respecto a lo segundo, si el biopoder se orienta a proteger la vida, cuando se trata de corporalidades gordas los efectos son los opuestos, pues la vida se amenaza precisamente con las herramientas de las que se sirve el biopoder: la violencia simbólica (Bourdieu 1998/2001); la estigmatización de la gordura (Goffman, 1963/2006); y las consecuentes formas de adecuación corporal —dieta y el ejercicio)—, que Foucault (1981/2008) denominó tecnologías del yo. La apresurada circulación de memes gordofóbicos en España tras decretar el estado de alarma por COVID-19 ejemplificaría el actual clima de histeria colectiva ante la gordura. Irónicamente, en nombre de la salud se daña la salud, pues la intolerancia hacia la diversidad corporal y la ceguera ante la complejidad de factores sociales determinantes de la salud y del peso genera gordofobia que produce los efectos que se pretenden eliminar. Como he mostrado en este trabajo, la gordofobia genera una renuncia sustancial al bienestar físico y psicológico en aras de acomodarse a un ideal corporal normativo.

Por último, deseo subrayar que la autoetnografía —entendida como proceso y producto— es valiosa y significante, pues permite a las afectadas tomar la palabra en la investigación sobre la gordura; área de conocimiento en la que las perspectivas y voces de las personas gordas, frecuentemente, están ausentes. Es más, favorece que quienes estamos en los márgenes pasemos de objetos sobre los que se investiga a sujetos que producen un conocimiento que pretende desnaturalizar el discurso hegemónico sobre la gordura y sobre nuestros cuerpos, y cuyo último objetivo es construir otras visiones de nosotras mismas y del mundo que posibiliten vivir vidas mejores.

8 Agradecimientos

Vaya mi sincero agradecimiento a las dos revisoras, cuyas sugerencias y comentarios, ayudaron a que mejorara significativamente este trabajo.

A Lucía Gómez Sánchez, por impulsarme a utilizar el método autoetnográfico. A Amparo Bonilla Campos, por su revisión y sugerencias en la versión temprana de este manuscrito.

9 Financiamiento

Este trabajo se ha financiado parcialmente con una beca del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España (cód. FPU15/03990).

10 Referencias

Andreyeva, Tatiana; Puhl, Rebecca M. & Brownell, Kelly D. (2008). Changes in Perceived Weight Discrimination Among Americans, 1995–1996 Through 2004–2006. Obesity, 16(5), 1129-34. https://doi.org/10.1038/oby.2008.35

Bacon, Linda & Aphramor, Lucy. (2011). Weight science: Evaluating the evidence for a paradigm shift. Nutrition Journal, 10(1), Art. 9. (s.p. ). https://doi.org/10.1186/1475-2891-10-9

Bordo, Susan. (1993/1995). Unbearable weight: Feminism, Western culture, and the body. University of California Press.

Bourdieu, Pierre. (1998/2000). La dominación masculina. Anagrama.

Calogero, Rachel M.; Tylka, Tracy L.; Mensinger, Janell L.; Meadows, Angela & Daníelsdóttir, Sigrun. (2019). Recognizing the Fundamental Right to be Fat: A Weight-Inclusive Approach to Size Acceptance and Healing From Sizeism. Women and Therapy, 42(1-2), 22-44. https://doi.org/10.1080/02703149.2018.1524067

Campos, Paul; Saguy, Abigail; Ernsberger, Paul; Oliver, Eric & Gaesser, Glenn. (2006). The epidemiology of overweight and obesity: public health crisis or moral panic?. International Journal of Epidemiology, 35(1), 55-60. https://doi.org/10.1093/ije/dyi254

Chaput, Jean-Philippe; Drapeau, Vicky; Hetherington, Marion; Lemieux, Simone; Provencher, Véronique & Tremblay, Angelo. (2007). Psychobiological effects observed in obese men experiencing body weight loss plateau. Depression and Anxiety, 24(7), 518-21. https://doi.org/10.1002/da.20264

Chrisler, Joan C. (2012). “Why Can’t You Control Yourself?” Fat Should Be a Feminist Issue. Sex Roles, 66(9-10), 608-616. https://doi.org/10.1007/s11199-011-0095-1

Contrera, Laura. (2016). Cuerpos sin patrones, carne indisciplinada. Apuntes para una revuelta gorda contra la policía de la normalidad corporal. En Laura Contrera & Nicolás Cuello (Comps.), Cuerpos sin patrones: resistencias desde las geografías desmesuradas de la carne (pp. 23-33). Editorial Madreselva.

Contreras, Jesús. (2005). La obesidad: una perspectiva sociocultural. Zainak. Cuadernos de Antropología-Etnografía, 27, 31-52. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2365503

Cuello. Nicolás. (2016). ¿Podemos lxs gordxs hablar?: activismo, imaginación y resistencia desde las geografías desmesuradas de la carne. En Laura Contrera & Nicolás Cuello (Comps.), Cuerpos sin patrones: resistencias desde las geografías desmesuradas de la carne (pp. 37-68). Editorial Madreselva.

Drummond, Murray J. N. (2002). Men, body image, and eating disorders. International Journal of Men’s Health, 1(1), 89-103. https://doi.org/10.3149/jmh.0101.89

Elias, Ana Sofia & Gill, Rosalind. (2014). ‘Awaken your incredible’: Love your body discourses and postfeminist contradictions. International Journal of Media y Cultural Politics, 10(2), 179-88. https://doi.org/10.1386/macp. 10.2.179_1

Ellis, Carolyn & Bochner, Arthur P. (1996). Talking over ethnography. En Carolyn Ellis & Arthur Bochner (Eds.) Composing ethnography: Alternative forms of qualitative writing (pp. 13-45). Rowman Altamira.

Ellis, Carolyn; Adams, Tony E. & Bochner, Arthur P. (2015). Autoetnografía: un panorama. Astrolabio, 14, 249-73. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/astrolabio/article/view/11626

Esteban, Mari Luz. (2004). Antropología encarnada. Antropología desde una misma. Papeles del CEIC, 12, 1-21. https://ojs.ehu.eus/index.php/papelesCEIC/article/view/12093/0

Featherstone, Mike. (1991). The Body in Consumer Culture. En Mike Featherstone, Mike Hepworth & Bryan Turner (Eds.), The Body: Social Process and Cultural Theory. SAGE.

Foucault, Michel. (1981/2008). Tecnologías del yo y otros textos afines. Paidós.

Foucault, Michel. (1994). Two lectures. En Michael Kelly (Ed.), Critique and power: recasting the Foucault/Habermas debate (pp. 17–46). MIT Press.

Gailey, Jeannine. (2014). The Hyper(in)visible Fat Woman. Weight and Gender Discourse in Contemporary Society. Palgrave Macmillan.

Gard, Michael (2011). The End of the Obesity Epidemic. Abingdon: Routledge.

Garfinkel, Paul E.; Garner, David M.; Kaplan, Allan S.; Rodin, Gary & Kennedy, Sidney. (1983). Differential diagnosis of emotional disorders that cause weight loss. Canadian Medical Association Journal, 129(9), 939-45. https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/pmid/6367916/?tool=EBI

Goffman, Erving. (1963/2006). Estigma: la identidad deteriorada. Amorrortu.

Harjunen, Hannele. (2016). Neoliberal bodies and the gendered fat body. Routledge.

Harrison, Christy. (2019). Anti-Diet. Reclaim Your Time, Money, Well-Being and happiness Through Intuitive Eating. Yellow Kite.

Hunger, Jeffrey M.; Dodd, Dorian R. & Smith, April R. (2020). Weight discrimination, anticipated weight stigma, and disordered eating. Eating Behaviors, 37(april), 1-5. https://doi.org/10.1016/j.eatbeh.2020.101383

Inkwood Research. (2017). Europe Weight Loss Diet & Weight Management MARKET FORECAST 2017-2025. https://www.inkwoodresearch.com/reports/europe-weight-loss-diet-weight-management-market/

Jones, Meredith. (2006). Makeover Culture. Landscapes of Cosmetic Surgery. Tesis Doctoral inédita. University of Western Sydney. https://researchdirect.westernsydney.edu.au/islandora/object/uws:3648

Lee, Jennifer. (2020). “You will face discrimination”: Fatness, motherhood, and the medical profession. Fat Studies, 9(1), 1-16. https://doi.org/10.1080/21604851.2019.1595289

Lee, Jenny. A. & Pausé, Cat J. (2016). Stigma in practice: Barriers to health for fat women. Frontiers in Psychology, 7, 11-21. https://doi.org/10.3389/fpsyg.2016.02063

Lewis, Sophie; Thomas, Samantha L.; Warwick Blood, R.; Castle, David J.; Hyde, Jim & Komesaroff, Paul A. (2011). How do obese individuals perceive and respond to the different types of obesity stigma that they encounter in their daily lives? A qualitative study. Social Science and Medicine, 73(9), 1349-56. https://doi.org/10.1016/j.socscimed.2011.08.021

Monaghan, Lee. F. (2008). Men and the war on obesity. Routledge.

Morales, Cristina. (2018). Lectura fácil. Editorial Anagrama. Ed. Kindle.

Murray, Samantha. (2008/2016). The ‘fat’ female body. Palgrave MacMillan.

Navajas-Pertegás, Nina. (2016). «¡Qué guapa estarías si te quitases quince kilos!»: reflexiones en torno a los discursos neoliberales de ‘lo bello’ y ‘lo sano’ desde una mirada feminista. Tesina de Máster inédita. Universitat de València.

Navajas-Pertegás, Nina. (2019). ‘Lo primero es adelgazar’: una autoetnografía sobre gordofobia en el contexto sanitario. En Marcela Jabbaz, Juan A. Rodríguez-del-Pino & Nina Navajas-Pertegás (Eds.), Miradas sociológicas de género, ¿sin barreras, cerraduras ni cerrojos? (pp. 13-24). Icaria.

Neumark-Sztainer, Dianne; Bauer, Katherine W.; Friend, Sarah; Hannan, Peter J.; Story, Mary & Berge, Jerica M. (2010). Family weight talk and dieting: How much do they matter for body dissatisfaction and disordered eating behaviors in adolescent girls?. Journal of Adolescent Health, 47(3), 270-76. https://doi.org/10.1016/j.jadohealth.2010.02.001

Nichter, Mimi. (2009). Fat talk. What Girls and Their Parents Say about Dieting. Harvard University Press.

Organización Mundial de la Salud. (2020). Obesidad y sobrepeso. https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/obesity-and-overweight

Penny, Helen & Haddock, Geoffrey. (2007). Anti-fat prejudice among children: The “mere proximity” effect in 5-10 year olds. Journal of Experimental Social Psychology, 43(4), 678-83. https://doi.org/10.1016/j.jesp. 2006.07.002

Petersen, Alan, & Lupton, Deborah. (1996). The new public health: Health and self in the age of risk. Sage Publications.

Puhl, Rebecca & Brownell, Kelly D. (2001). Bias, discrimination, and obesity. Obesity Research, 9(12), 788-805. https://doi.org/10.1038/oby.2001.108

Ratcliffe, Denise & Ellison, Nell. (2015). Obesity and internalized weight stigma: A formulation model for an emerging psychological problem. Behavioural and Cognitive Psychotherapy, 43(2), 239-52. https://doi.org/10.1017/S1352465813000763

Ricciardelli, Lina A.; McCabe, Marita P. ; Holt, Kate E. & Finemore, Jennifer. (2003). A biopsychosocial model for understanding body image and body change strategies among children. Journal of Applied Developmental Psychology, 24(4), 475-495. https://doi.org/10.1016/S0193-3973(03)00070-4

Ringrose, Jessica & Renold, Emma. (2010). Normative cruelties and gender deviants: The performative effects of bully discourses for girls and boys in school. British Educational Research Journal, 36(4), 573-96. https://doi.org/10.1080/01411920903018117

Rubino, Francesco; Puhl, Rebecca M.; Cummings, David E.; Eckel, Robert H.; Ryan, Donna H.; Mechanick, Jeffrey I.; Nadglowski, Joe; Ramos Salas, Ximena; Schauer, Phillip R.; Twenefour, Douglas; Apovian, Caroline M.; Aronne, Louis J.; Batterham, Rachel L.; Berthoud, Hans-Rudolph; Boza, Camilo; Busetto, Luca; Dicker, Dror; De Groot, Mary; Eisenberg, Daniel; Flint, Stuart W.… (2020). Joint international consensus statement for ending stigma of obesity. Nature Medicine, marzo, 1-13. https://doi.org/10.1038/s41591-020-0803-x

Sibilia, Paula. (2007). Pureza y sacrificio: nuevos ascetismos por el “cuerpo perfecto”. Artefacto: Pensamientos Sobre la Técnica, 6, 38-44.

Widdows, Heather. (2018). Perfect Me. Beauty as an Ethical Ideal. Princeton University Press.

Winch, Alison. (2013). Girlfriends and Postfeminist Sisterhood. Palgrave Macmillan.