En los últimos años distintos cineastas en Brasil se interesaron por pensar de qué manera el cine podía proponer una aproximación lúcida a las transformaciones urbanísticas en marcha y, a partir de allí, a sus causas y consecuencias, sus enlaces con las modificaciones socio-históricas y el problema más general de la visibilidad. El cine se convirtió así en el archivo de las ciudades derruidas, de su proceso de aniquilación y de la emergencia de nuevos modelos citadinos. Tanto en la ficción como en el documental se interrogaron los vínculos de estas alteraciones con los procesos de exposición de sus habitantes. En este sentido, la modificación del diseño urbano resulta inescindible de la operada en el reparto de lo sensible y la circulación de lo visible y lo audible en las ciudades globalizadas.
En este marco debe pensarse la irrupción de dos cortometrajes documentales realizados por Miguel Antunes Ramos en San Pablo: E, codirigido con Alexandre Wahrhaftig y Helena Ungaretti (2014a), se apropia del motivo espacial del estacionamiento para analizar los cambios en la composición urbana; y O Castelo, codirigido con Alexandre Wahrhaftig, Helena Ungaretti y Guilherme Giufrida (2015), se centra en la construcción y funcionamiento de un centro comercial y un edificio exclusivo. También sus dos cortometrajes de ficción, Um, dois, três, vulcão (2012) y A era de ouro, codirigido con Leonardo Mouramateus (2014b), y su largometraje documental Banco inmobiliário (2016), abordan la violencia ejercida en las grandes ciudades por la especulación inmobiliaria y su imposición del modelo de verticalización. Los dos largometrajes ficcionales de Kleber Mendonça Filho ubicados en Recife, O Som ao Redor (2012) y Aquarius (2016), se pliegan a estas indagaciones. La misma ciudad es el centro de Menino aranha, de la periodista Mariana Lacerda (2008), basado en la leyenda urbana de un niño araña que circuló en los años noventa y que le permite a la realizadora analizar el fenómeno de la construcción de las grandes torres que proliferan allí. En Eiffel (2008) el crítico Luiz Joaquim da Silva Júnior articula una breve ironía acerca de la construcción de dos torres exclusivas en Recife. La leyenda con la que concluye su cortometraje, “Cada lugar tem o monumento que merece”, contribuye con su desmontaje del imaginario elaborado en torno al ascenso y la verticalidad.
En concordancia con estas exploraciones en 2009, Gabriel Mascaro1, oriundo de Pernambuco, tuvo acceso a un anuario privado que reseña a los propietarios de penthouses en Brasil. Se trata de un libro cuya propia naturaleza lo destina a una exhibición restringida, dado que no se publicó con la intención de comercializarlo, sino de hacerlo circular entre grupos de iniciados. Ante este hallazgo, Mascaro decidió filmar un cortometraje documental, que luego derivó en un largometraje, sobre los habitantes de estos departamentos en San Pablo, Río de Janeiro y Recife. El recorte derivado de esta elección busca asegurar la cohesión de los integrantes de la élite a ser entrevistados. Para facilitar la llegada a estos propietarios, Mascaro les dijo que era un realizador brasileño que vivía en el exterior y estaba interesado en conocer su forma de vida. La farsa articulada por el realizador en torno a sus verdaderas intenciones e identidad habilitó las confesiones que manifiestan un esperable nivel de segregacionismo. La escucha mentirosa, que podría impugnarse en términos éticos, evidencia su productividad al abrir una discursividad y una espacialidad a las que hubiera sido difícil, o imposible, acceder de otra manera. En relación con la puesta en juego de esta estrategia, la relevancia de los debates éticos en torno al cine documental no puede subestimarse.
Un caso notable lo constituye el recurso a la cámara oculta implementado por Claude Lanzmann en Shoah (1985). Allí introduce el testimonio de Franz Suchomel, un guardia del campo de Treblinka perteneciente a las SS. Lanzmann había aceptado el testimonio a cambio de no filmarlo y no revelar su identidad. Sin embargo, incumple ambas promesas y filma la escena con una cámara oculta. Esta elección generó diversas controversias en torno al no respeto de los protocolos de uso del documental, que cuestionan la utilización de este procedimiento. El dilema depende de la tensión entre la ética y el valor del testimonio obtenido. La contradicción así establecida, fundamental en la producción de Lanzmann, se desplaza a los espectadores que deben resolver ese debate desde su lugar de receptores.
En Argentina, Juan, como si nada hubiera sucedido (1987), el documental en el que Carlos Echeverría aborda el secuestro y la desaparición de Juan Marcos Herman durante la última dictadura cívico-militar, también generó una discusión cercana. Esta se vinculó con la inclusión de una entrevista a Néstor Rubén Castelli, ex Jefe de Policía en Tucumán durante el Operativo Independencia, gobernador de la provincia de Río Negro durante la dictadura y director de la Escuela de Instrucción Andina en Bariloche, entre octubre de 1975 y diciembre de 1977, donde estuvo secuestrado Herman. El testimonio de Castelli, en el que reconoce la violación sistemática de los derechos humanos por parte del gobierno de facto, se consiguió a través de una mentira: fingir que quienes lo entrevistaban no cuestionaban la validez de las políticas exterminadoras. En este caso, también la apelación a la mentira revela su potencialidad al obtener como resultado un testimonio único en la historia del documentalismo argentino. Los debates acerca de los códigos de conducta en el documental conducen, en Um lugar ao sol, a una respuesta de orden pragmático: el quiebre de un protocolo de uso parece justificado en tanto posibilita el ingreso a un universo social considerado inexpugnable. Del amplio conjunto de propietarios convocados, solo nueve aceptaron brindar su testimonio. La escasez del resultado subraya el carácter inasequible de este sector socio-económico y parece justificar, retrospectivamente, la eficacia de la farsa construida.
El film de Mascaro interroga una distribución de la visibilidad consuetudinaria en el documentalismo latinoamericano: aquella que asegura la exposición de los sectores populares y el resguardo de la élite. En esta dirección, conviene evaluar la estrechez de documentales sobre los sectores de la clase media alta y alta y la abundancia de aquellos dedicados a las clases precarizadas. Detrás de la presunta ingenuidad de ciertos realizadores, confiados en su devenir defensores y voceros de los marginales, se agazapa una protección, mediante su sustracción del campo de lo perceptible, de los privilegios de las clases acomodadas. Si los propios testimonios presentes en Um lugar ao sol aseguran que una de sus preocupaciones más notorias reside en afirmar su invisibilidad a través de diversos dispositivos orientados a sostener su resguardo, la voluntad de desplegar una observación y escucha atentas constituye en sí misma un gesto político-estético revulsivo.
Este gesto dialoga profusamente con la concepción de Jacques Rancière del arte como una práctica de redistribución de lo sensible. Rancière interviene sobre las formas de pensar, en la contemporaneidad, los enlaces del arte y la política. Por un lado, en El desacuerdo (1995/1996) aborda su exploración de la política a partir de lo que define como un “reparto de lo sensible”, un sistema de evidencias que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que definen sus lugares y partes respectivas. Así,
Un reparto de lo sensible fija al mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas […] se basa en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la forma misma en la que un común se presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto. (Rancière, 2000/2014, p. 19)
El reparto de lo sensible revela quién puede tomar parte en lo común en función de lo que hace y del tiempo y del espacio en los cuales esa actividad se ejerce. Esto define el hecho de ser o no visible en un espacio común y estar dotado de una palabra común. Aquí se hace presente una dimensión estética de la política, dado que funciona como un recorte de los tiempos y de los espacios, de lo visible y de lo invisible, del discurso y del ruido que define a la vez el lugar y lo que está en juego en la política como forma de experiencia.
Por otro lado, la estética, como la concibe Rancière, ya no es una teoría del arte en general, sino “un régimen específico de identificación y de pensamiento de las artes: un modo de articulación entre formas de hacer, formas de visualidad de esas maneras de hacer y de los modos de pensar sus relaciones, implicando una cierta idea de la efectividad del pensamiento” (2000/2014, p. 15). En este marco, las prácticas artísticas también son maneras de hacer. En un análisis de la filosofía de Rancière, Federico Galende sostiene que la producción estética es “un reparto de lo sensible, un reparto de lugares, de tiempos y de modos de hacer que determina las maneras diversas de relación de las partes con lo común” (2012, p. 86). Si el poder actúa sobre el reparto desigual de la visibilidad, el arte puede operar una reconfiguración de lo sensible. A través de la intrusión de sujetos, voces y objetos que transforman el espacio de lo común, gracias a la indiferencia que mantienen respecto de ese orden [policial] que quiere dejarlos afuera, arte y política emergen juntos en esa indiferencia común al orden que precisamente por esto alteran y reconfiguran (Galende, 2012, p. 86). En este sentido, para Rancière, se debe evadir la tentación de pensar el arte en los términos de la cuantificación y la eficacia y se lo puede analizar como un ejercicio de reparto de lo visible y lo audible. Allí encuentra la dimensión más estrictamente política del arte. Este puede resquebrajar el habitual reparto de las voces y los silencios, lo oculto y lo expuesto, la figuración de los cuerpos, la circulación de los discursos.
En esta dirección, en Breves viajes al país del pueblo, el filósofo franco-argelino propone breves ensayos sobre producciones culturales que desafiaron las formas cristalizadas de figuración del pueblo. Desde la poesía romántica de William Wordsworth y los misioneros sansimonianos hasta Europa ‘51 de Roberto Rossellini (1952), el libro se compone de una serie de ejercicios de lectura sobre ciertas formas de redistribución de la imagen de los universos sociales populares. Estas exploraciones pueden rastrearse también en La noche de los proletarios, donde Rancière revisa textos escritos por obreros en las primeras décadas del siglo XIX para encontrar en ellos intervenciones radicales sobre la habitual repartición de las voces y los cuerpos del pueblo. Su propuesta se basa en el fomento de una desjerarquización de las prácticas culturales y en la emergencia de nuevas voces e imágenes que desmantelen las formas circulantes de distribución político-estética.
Es sobre el anquilosado reparto de lo sensible, consuetudinario en el documentalismo latinoamericano reciente, que opera la radicalidad de Um lugar ao sol y su voluntad de extraer a la élite del resguardo protector que el cine documental muchas veces le aseguró. El análisis de esta redistribución de lo visible puede recuperar algunas de las categorías propuestas por Georges Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes, aunque practicando una lectura que introduzca una torsión en su despliegue argumentativo. A Didi-Huberman le preocupa explorar el riesgo al que son sometidos los pueblos debido a la implementación de políticas opuestas de subexposición y sobreexposición. La creciente importancia del reclamo a la visibilidad practicado tanto en términos de políticas de identidad como en aquellos vinculados con reivindicaciones de carácter nacional puede conducir, en diversas ocasiones, a la puesta en peligro de los sectores que no disponen de poder sobre las representaciones visibles y/o audibles circulantes acerca de ellos. Ante esta dificultad, a Didi-Huberman le interesa subrayar el componente político de las estrategias de exposición. Por eso, señala que “los pueblos están expuestos por el hecho de estar amenazados, justamente, en su representación —política, estética— e incluso […] en su existencia misma” (2012/2014, p. 11).
Por un lado, la subexposición priva de los medios de ver aquello que podría discutirse en el espacio de lo común. Por otro lado, la sobreexposición se somete a las reiteraciones de los estereotipos y sus derivas exterminadoras. Frente a ambas posibilidades, el pueblo queda desdibujado y amenazado en su propia supervivencia. Las dificultades emergentes de la sobreexposición en los medios no son menores a los que se derivan de la subexposición. En todos los casos, la amenaza procede de la dependencia de una modalidad de representación padecida pasivamente. La invisibilidad a la que muchas veces se condena a ciertos sectores postergados, resumidos por Didi-Huberman en la categoría “pueblo”, se revierte en ciertos casos en una escopofilia que se vuelca sobre ese pueblo con afán etológico. Ante esta proliferación de imágenes que subexponen o sobreexponen a los pueblos, Didi-Huberman se pregunta cómo es posible reconstruir las condiciones de una reaparición de los pueblos en el espectáculo de nuestro mundo (Didi-Huberman, 2012/2014, p. 21). Se trata de un aparecer político que encuentra en el cine un espacio de exploración. Desde los cortometrajes de Chaplin a las películas de Pier Paolo Pasolini, pasando por Sergei Eisenstein, en el cine se arraigan modos radicales de ese aparecer público y político, y no solo artístico, de los sin nombre.
Frente a estas prácticas cosificadoras de los sectores populares, el documental de Mascaro se aboca a explorar las condiciones vitales y los imaginarios construidos por las clases privilegiadas. En la apertura de estas posibilidades adviene, sin embargo, el escollo de resolver cuáles son los modos de representación aptos para esta experiencia. ¿Cuál es la distancia correcta para su registro? ¿Cómo se señala el hiato existente en relación con el punto de vista de quienes son entrevistados? En una exploración de este film, Victor Guimaraes (2011) recurre a dos célebres artículos de Jean-Louis Comolli, “Mi enemigo preferido” y “¿Cómo filmar al enemigo?”, para abordar esta problemática. A Comolli lo asedia la exigencia de pensar qué puede hacer el cine documental ante el crecimiento del Frente Nacional en los primeros años de la década del noventa. Frente a esta preocupación se interpela, precisamente, cómo filmar al enemigo. La pregunta que sobrevuela en sus artículos apunta a pensar los riesgos implicados en el acto de hacer visible. ¿Qué manera de visibilizar al Frente Nacional puede funcionar como herramienta política de combate? Ante esta disyuntiva, Comolli elige posicionar al cine como agente de conocimiento y revelación y, por lo tanto, asume su capacidad para “atravesar las defensas del enemigo, exponer sus fuerzas y sus debilidades, desmontar sus recursos, hacer aparecer sus contradicciones, desenmascarar sus astucias y sus amenazas” (2004/2007, p. 273).
El cine puede constituir una práctica de disección de los cuerpos empíricos y políticos, pero con la condición de no forzar la puesta en escena. Si el “enemigo” necesita manejar la forma de su aparecer, las estrategias de su visibilidad, la primera y decisiva intervención del cine consiste en darle otro cuerpo y presencia a este actor político. Comolli confía en que la mirada y la escucha minuciosas conducen ineludiblemente a su desenmascaramiento. La premeditada neutralidad del registro debe lidiar, sin embargo, con un doble conflicto: la hostilidad por un lado; la connivencia y la seducción por otro. Comolli apunta que el cine captura no solo lo previsible de las conductas y discursividades de la extrema derecha, sino también lo imprevisible: un resto de humanidad. La captura cinematográfica no puede eludir la intrusión de aquello que puede desmantelar su propia operatoria política, la percepción de aquello que iguala al realizador y al entrevistado. El intento de cuestionamiento puede conducir a la atracción por aquel a quien se intentaba desenmascarar. Por este motivo, la atención de Comolli se aboca a pensar los recursos que pueden sortear estos obstáculos y asegurar la eficacia política de su acción estética.
Si bien la recuperación de los artículos de Comolli operada por Guimaraes resulta significativa y productiva —y pueden encontrarse allí esbozos notables para pensar el documental de Mascaro, en especial en torno a la política de la escucha y la visión propuesta— debe hacerse una precisión para habilitar este deslizamiento categorial: los actores sociales entrevistados por Mascaro constituyen “enemigos” de un carácter peculiar. Resulta difícil concebir a los habitantes de los penthouses como equivalentes a los militantes de la extrema derecha francesa. En especial si se la piensa desde el marco de intervención política en el que Comolli propone sus artículos. El documental de Mascaro no se inscribe en el contexto de una campaña electoral y quienes brindan sus testimonios no materializan, estrictamente, a representantes políticos2. Sí son, ineludiblemente, voceros (no siempre voluntarios) de una clase, integrantes de una élite que se vanagloria de sus privilegios. Frente a estos “enemigos”, entonces, surge el dilema de la representación. De manera contundente, irrumpe en el documental la imbricación de los testigos y la clase social de la que participan y de la que se enorgullecen. Ante esta emergencia de la diferencia de clases, ¿cómo exponer el funcionamiento de los sectores dominantes? Pero, también, ¿cómo desestabilizar su discurso y su visibilidad?, ¿cómo ver lo oculto y escuchar lo silenciado?
Los actores sociales reclutados por Mascaro no conforman un grupo homogéneo. En su interior hay diferencias de sexo, género, edad, nacionalidad e inscripciones profesionales. Cada uno de ellos asume diversas posiciones de sujeto. No coinciden en su postura ideológica ni en la representación construida en torno a los sectores populares. Sin embargo, esta heterogeneidad tampoco redunda en la valoración de las individualidades convocadas. Cada uno de ellos se valora por su pertenencia a este campo. En Um lugar ao sol no se incluyen leyendas con los nombres de quienes son entrevistados3 y en la mayor parte de los casos nada los particulariza. La individualidad queda subordinada a la importancia atribuida a su pertenencia a una clase social. El conjunto conforma así un archipiélago de testimonios que no son equivalentes ni redundantes, sino que muestran las grietas en el interior de un grupo presuntamente homogéneo. La pertenencia a una misma clase (aunque con los necesarios matices en su interior) se condensa en una experiencia concreta: son propietarios de un penthouse. Los actores sociales reclutados en el documental son interpelados en su condición de habitantes de un mismo imaginario y aspirantes a una misma utopía. En el penthouse se configura más que una forma de propiedad. Allí se constituye un nudo que imbrica un imaginario diseñado y vendido por las empresas constructoras, una encarnación de los requerimientos del capitalismo financiero y una voluntad de ascenso de sus compradores.
El proceso de verticalización operado en muchas ciudades globalizadas contemporáneas podría pensarse a partir de aquello que Michel Foucault (2009/2010) denomina heterotopías. A Foucault le interesa menos pensar las utopías, como no lugares, que las heterotopías, concebidas como utopías localizadas, ubicadas en lugares precisos y reales. En tanto las primeras se definen por su inexistencia fáctica, las segundas se caracterizan por la posibilidad de situarlas en un mapa y en un tiempo determinado. Su funcionamiento se articula a través de un sistema de apertura y cierre que las aísla en relación con el espacio circundante. Allí reside una normativa que establece quiénes pueden o no formar parte de esa espacialidad diferencial4. En este sentido, se establece ineludiblemente un diálogo polémico con su entorno. Si bien la heterotopía se estructura como un contraespacio, una impugnación de los territorios exteriores, estos no dejan de asediarla y amenazar su estabilidad y la eficacia de su sistema regulatorio. Esa exterioridad pugna por filtrarse y, de manera oblicua o desplazada, en ciertas ocasiones lo logra.
En Um lugar ao sol el auge de la verticalización urbana se constituye como un proceso heterotópico. Cada torre conforma una muestra del capital espacializado. Cada nuevo penthouse materializa un imaginario social. La imposición del modelo de las ciudades verticales en el marco del capitalismo globalizado confirma la fractura social urbana. Su modelo arquitectónico se articula, por lo tanto, como modelo social clasista. Una lógica doble guía la expansión vertical. Por un lado, la altura se presenta como un mecanismo de protección. Se articula así el proyecto de habitar un edificio del que no sea necesario salir. La idea de un núcleo autosustentable organiza en gran medida el imaginario de la verticalización. Se trata de un mundo total, una comunidad de mismidad que asegura una vida gratificante. Esta protección implica la exclusión del resto, la supresión del afuera. Por otro lado, ese afuera excluido debe funcionar como el telón de fondo sobre el que se proyecta el éxito del propietario del penthouse. La torre contemporánea se configura como una fortaleza asediada.
La relación de la verticalización con lo visible puede analizarse en Um lugar ao sol desde una dimensión doble. Por una parte, puede interrogarse cuál es la noción de lo visible que se configura en este proyecto heterotópico. Por otra, cuáles son los dispositivos a través de los cuales el documental hace perceptible esa primera dimensión. ¿Cuál es la visibilidad constitutiva de ese espacio geo-social? ¿Cómo puede mostrarse y, al mismo tiempo, desmantelarse? En primer lugar, en relación con la idea de lo visible articulada por el proceso de verticalización urbana, debe estudiarse cuál es la mirada que se desprende de esa construcción arquitectónica. ¿Qué se ve y cómo se ve desde esa altura y esa distancia? El título del documental, más allá de su evidente valor intertextual5, alude al contacto de la altura y lo visible. Los propios testimonios hacen continuas referencias a esta problemática. Las palabras pronunciadas explicitan el imaginario espacial y social de la élite en torno a lo perceptible. El anhelo es contundente: vivir en una “isla vertical”. Se trata de establecer las condiciones que posibiliten habitar en el edificio, y en el penthouse, prescindiendo, en la medida de lo posible, de todo contacto con el exterior y percibir el mundo desde esa reclusión voluntaria.
La referencia a la isla vertical resulta particularmente significativa en el marco del régimen territorial latinoamericano contemporáneo. Josefina Ludmer argumenta que las “ciudades brutalmente divididas del presente tienen en su interior áreas, edificios, habitaciones y otros espacios que funcionan como islas, con límites precisos” (2010, p. 130). Sin embargo, si las metrópolis de la región se encuentran férreamente segmentadas en dominios particularizados, la apelación a la “isla” suele acompañar las indagaciones de otros tipos de espacialidades (favelas, villas miseria), posicionadas como lindes en el contorno polémico en el que se intersectan el interior y el exterior, la pertenencia y la exclusión. Um lugar ao sol, por el contrario, visibiliza otra modalidad de la isla de la ciudad globalizada: la fortaleza que intenta retraerse a todo contacto con la hostilidad del mundo social.
Desde ese aislamiento se opera una particular función escópica. Si la vista condiciona la manera de percibir el mundo y al otro que lo habita, entonces Mascaro se aboca a ver y escuchar la percepción desde la altura. Los entrevistados hacen hincapié en que las cosas se aprecian de manera diferente desde allí, dado que están “más cerca del cielo”. La perspectiva se modifica cuando se ocupa una posición que coloca al sujeto perceptor sobre todo y sobre todos. La propietaria de un penthouse en Río de Janeiro, en la proximidad de la favela de Santa Marta, señala el placer estético que le produce ver los enfrentamientos entre las bandas de narcotraficantes y los tiros que atraviesan el cielo. Describe el pasaje de las balas como un espectáculo. La distancia convierte a la violencia urbana y la marginalidad en eventos a ser disfrutados a través del modelo de los géneros de la ficción cinematográfica6.
La posición privilegiada asegurada por la superioridad espacial conduce también a la propia invisibilidad en relación con el exterior. El elitismo exige el no ser visto. Por eso, la elevación y los dispositivos de seguridad se orientan a la protección de lo que se oculta en el penthouse. Pero, al mismo tiempo, el propio escamoteo repercute en la voluntad de no percibir al otro. Esas otredades constituyen un obstáculo que no se quiere ver ni escuchar. Así, una de las entrevistadas explica el horror que le genera el ruido de la vajilla al ser lavada y señala las ventajas de poder evadirse a la planta alta para atemperar el sonido procedente de la cocina y evitar, de este modo, la crispación que le producen los sonidos inarmónicos. El otro, en este sentido, es una mancha que amenaza la estabilidad y la belleza del paisaje natural que se percibe desde esa prominencia o el ruido que atenta contra la serenidad y el silencio. Por este motivo, debe ser sutilmente borroneado, aunque no completamente invisibilizado. Mascaro introduce, en esta dirección, tres recursos. Por un lado, se incluyen planos de caminantes en las aceras vislumbrados desde las ventanas de los departamentos. De esta manera, se replica la visión que la élite tiene de aquellos habitantes del mundo inferior. El pueblo-mancha constituye una mácula en la naturaleza, un estorbo en la perfección de la mirada pseudo-divina obtenida desde la altura. El otro no es escuchado y es apenas visto. La percepción lo desdibuja al introducirlo en un proceso de desvanecimiento (figura 1).
Figura 1
El pueblo-mancha en Um lugar ao sol
Por otro lado, algunos planos capturan la imagen de la playa de Boa Viagem, en Recife, al atardecer. En ese momento, las sombras de los edificios cubren tanto a las playas como a los asistentes. La invasión de las sombras aun sobre la propia naturaleza refuerza la percepción del otro como aquello oscurecido. La luminosidad y la esbeltez de los edificios conducen a la visibilidad amenazada del pueblo-sombra. La luz concentrada en las torres es la misma que se retrae a quienes caminan o descansan en la playa (figura 2).
Figura 2
El pueblo-sombra en Um lugar ao sol
Finalmente, se incluyen las imágenes registradas por la mencionada propietaria de un penthouse carioca de una favela cercana. La entrevistada filma con la cámara digital de su hijo con la intención de compartir su mirada. En esos planos de reconocimiento espacial, la favela se encuentra cubierta por una niebla que la convierte en un terreno difuso, apenas vislumbrado desde la distancia tranquilizadora que la espectaculariza. En este sentido, resulta posible contraponer esas dos modalidades de la isla: la fortaleza que se retira ante la invasión de los ojos extraños; la multitud de los sin-nombre agazapados en otra cima que tiene, también, una relación fluida con lo visible: allí habitan los sujetos que se intenta invisibilizar, pero que disponen, al mismo tiempo, de una notoria superioridad en su acceso a la visión asegurada por la altura de las colinas donde se asientan. El universo de la ciudad-miseria (Davis, 2006/2014) materializa un estorbo más en el panorama visual que se abre desde la elevación del penthouse. Allí se entrevé un espacio precario, pero no se distinguen figuras humanas, sino un pueblo-miniatura, espectralizado (figura 3). De esta manera, se replica la visibilidad debilitada de la alteridad. Incluso en el interior de las propiedades los miembros del servicio doméstico no son figurados. Se reproducen así las segregaciones exteriores y se distribuyen los cuerpos y su visibilidad y audibilidad a partir de la implementación de una estrategia de exclusión (parcial) del terreno de lo perceptible.
Figura 3
El pueblo-miniatura en Um lugar ao sol
La imagen del pueblo derivada de estas políticas escópicas se acerca a la subexposición analizada por Didi-Huberman (2012/2014), aunque en este caso se introduce mediante una operación que la subjetiviza. El pueblo borroso es percibido por los propietarios de los penthouses como una abstracción ubicada en la lejanía. Ese intervalo espacial convierte al pueblo en una densidad indiferenciada en la que se pierde tanto la multiplicidad como la singularidad. El otro resulta configurado como lo sin rostro y sin nombre.
Si Um lugar ao sol se dedica a explorar los regímenes de visión puestos en juego desde la élite, también implementa mecanismos orientados a desmontar el funcionamiento de esa visibilidad. En esta dirección, el intento de recomposición de la mirada desde la altura se encuentra condicionada desde el primer plano: la cámara, sobre una grúa, asciende en la construcción de una nueva torre. A partir de allí, el interés del documental se destina al desmontaje de esa heterotopía y del régimen de lo visible que sustenta. Mascaro despliega una mirada inquisidora volcada hacia los espacios y, en especial, hacia esos edificios que irrumpen en los paisajes urbanos de Río de Janeiro, Recife y San Pablo. Las torres son examinadas desde múltiples emplazamientos indagando las distintas formas de exploración visual. Esta estrategia se sostiene sobre una asunción: en la arquitectura se encuentra la clave para entender el imaginario socio-espacial de la élite. El desafío reside en encontrar los métodos propicios para escuchar aquello que los espacios murmuran.
En esta búsqueda, Mascaro articula dos operaciones: la segmentación y la abstracción. El registro de los espacios resulta siempre fragmentado. Cada uno de los señalados emplazamientos se centra en la captura de un detalle de la construcción (el cartel con el nombre del edificio, la ubicación de la piscina, la disposición de las entradas, ornamentos vinculados con la pertenencia social de los propietarios). Los edificios son filmados obsesiva y minuciosamente. Son asediados por la mirada examinadora, pero no son identificados. Por el contrario, la segmentación que privilegia la captación de los detalles los extrae de su contexto. De esta manera, en el documental se figura una ciudad estallada, perceptible solo a través de sus astillas. La imposibilidad de recomponer una noción de comunidad articulada, o de totalidad urbana, conduce a la configuración de la ciudad mediante el rescate de sus fragmentos. Esta valoración del vestigio conduce a la segunda operación: la composición abstracta del espacio. Los edificios des-diferenciados se pliegan en una entelequia articulada como una sumatoria de los detalles, muchas veces repetidos, que configuran a cada una de las torres individuales. La mirada microscópica posada sobre estas construcciones gesta un espacio de otra dimensión: abstracto por su articulación, concreto por las relaciones sociales que revela. Estas materializaciones del imaginario urbanístico globalizado constituyen heterotopías posicionadas en el contorno permeable entre lo concreto y lo imaginario.
Estos espacios están inscriptos, en todos los casos, en ciudades globalizadas. Río de Janeiro, Recife y San Pablo constituyen tres ejemplos notables de la vida citadina a comienzos del siglo XXI. Iván Villarmea Álvarez (2015) propone pensar algunas condiciones y efectos de esta nueva espacialidad y su imbricación con el cine. Para el autor, este asume el desafío de documentar el proceso de desaparición de las ciudades modernas y su sustitución por las requeridas por el capitalismo financiero: las metrópolis son así concebidas como mercancías destinadas a seducir al capital. Frente a estas transformaciones en el diseño urbano, los cineastas pueden operar como cartógrafos visuales. La urbe puede definirse así como un texto no solo registrado sino también construido por el cine. En Um lugar ao sol, el entramado urbano es minuciosamente explorado. Las ciudades, sin embargo, son pensadas en su confluencia. Se indagan menos las especificidades de Río de Janeiro, Recife y San Pablo que las características que comparten en tanto metrópolis globalizadas. Su devenir mercancía se aborda a través de la preeminencia asignada a las torres en general y a los penthouses en particular como materializaciones del imaginario socio-espacial fomentado y exigido por la variante contemporánea del capitalismo. Por este motivo, el afán microscópico se deposita allí. Los edificios más exclusivos son observados desde diversas angulaciones, escalas y alturas; desde el movimiento y la quietud; desde la cercanía y la distancia; desde el exterior y el interior. Su indagación meticulosa promueve la concepción del espacio como una vía de conocimiento privilegiada para aproximarse a la élite y sus regímenes perceptivos.
La proximidad desde la que se examina a las propiedades contrasta con la distancia desde la que se registra a sus habitantes. La captura de los cuerpos y los rostros de los entrevistados se realiza a través de una puesta en escena que construye un efecto de neutralidad. El dispositivo parece estar orientado a la captación de sus movimientos, su discursividad, su gesticulación, atenuando la intervención del realizador (no se escuchan sus preguntas ni los diálogos y tampoco se incluye su cuerpo en la imagen). Si, en el dominio de lo visible, esta elección posibilita la emergencia del régimen de visibilidad sustentado por la heterotopía socio-espacial constituida en torno al proceso de verticalización urbana, en el ámbito de lo audible facilita la irrupción de una discursividad de clase que, al referirse a sí misma, evidencia una concepción sobre el otro. Así, en Um lugar ao sol se sondean, auditivamente, los discursos y el habla, los acentos y las supresiones, de los sectores acomodados. La estrategia de “ceder” la palabra y propiciar a su alrededor una escucha atenta habilita la posibilidad de hacer perceptibles estos otros discursos. La supuesta neutralidad de la puesta en escena es generadora de un dispositivo que redistribuye lo sensible al poner sobre la escena estético-política una experiencia de visión y escucha que suele funcionar en el territorio de lo oculto y silencioso, retraído del campo de lo común y, por lo tanto, posicionado en el dominio de lo no analizable.
Sin embargo, la neutralidad de la puesta en escena resulta solo una primera instancia en Um lugar ao sol, dado que la intervención se efectúa a través de las operaciones de montaje. El desafío reside en desmontar el funcionamiento del régimen de visibilidad de la élite a través de la adición de un segundo nivel, imbricado con el primero. Si la dificultad consiste en hacer visible la invisibilidad y audible la inaudibilidad constitutivas de estos sectores, entonces resulta necesario encontrar los procedimientos que permitan exponer estas dimensiones habitualmente protegidas. En este caso, se requiere señalar la distancia que se establece con esa otra discursividad y esa otra visibilidad. La marcación estricta de esa distancia es fundamental para eludir el riesgo de la empatía y la identificación. En esta búsqueda, al montaje se le atribuye la función de polemizar con la visión y la escucha de la élite a través de la inclusión de una estrategia de yuxtaposición de otro régimen de imagen y sonido centrado en el trabajo de la construcción y limpieza de las torres. Se trata de irrupciones breves y escasas, pero que desmantelan la hegemonía del mencionado régimen perceptivo. La superposición de los testimonios y estas imbricaciones audiovisuales conduce a una desmentida del idealismo de los entrevistados que no aluden7 a las condiciones sociales que hicieron posible su conversión en propietarios de estos departamentos.
En Um lugar ao sol se construye un dispositivo orientado a exponer no tanto los privilegios de la élite como sus modalidades perceptivas, sus modos de habitar el espacio, sus discursividades y sus concepciones de la otredad (el pueblo como mancha, como sombra o como miniatura). Su travesía permite contrastar la tendencia de cierto cine documental latinoamericano contemporáneo a visibilizar la precariedad social, corriendo los riesgos derivados de la oscilación entre la subexposición y la sobreexposición de los pueblos (Didi-Huberman, 2012/2014) y la dedicación del documental dirigido por Mascaro a materializar la visibilidad y la audibilidad, habitualmente retraídas, de las clases acomodadas. A través de este gesto, se desafía la recurrencia de las prácticas cosificadoras de los sectores populares y se abre la posibilidad de escrutar las condiciones socio-vitales y los imaginarios urbanos construidos por las clases privilegiadas.
La exposición, en este contexto, implica someter a escrutinio y favorecer una mirada cercana a lo escamoteado y una escucha atenta a lo silenciado. La exposición supone la alternativa de abrir una fisura para que se redistribuyan la potencia del hacer visible y la eficacia del hacer audible. Si los testimonios incluidos en Um lugar ao sol aseguran que una de sus principales inquietudes reside en el resguardo de su invisibilidad, su observación minuciosa conforma un acto de desmantelamiento de ese poder de regulación de sus propios modos de aparecer. Ante la capacidad de la élite de dictaminar las maneras en las que es percibida en el territorio de lo común, aquí se plantea una alternativa para el desmontaje de esta operatoria. Se explora así un espacio social que inaugura nuevos desafíos para el documentalismo latinoamericano y propicia una torsión en las formas cristalizadas de pensar la dimensión político-estética de lo visible y de lo audible.
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