En la Argentina de la postdictadura, y pocos años después de la fundación, en 1995, de la organización H.I.J.O.S (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), empezaron a proliferar en el ámbito artístico, literario y cinematográfico un conjunto de productos culturales firmados por descendientes de desaparecidos y sus coetáneos generacionales. Asimismo, estas obras acerca del pasado traumático ocasionado por la última dictadura militar (1976-1983) han circulado —y siguen haciéndolo— en paralelo a las intensas luchas que en las calles distintos organismos de derechos humanos —como Abuelas de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de Mayo o H.I.J.O.S.— llevan tiempo impulsando mediante manifestaciones, rondas y escraches para reivindicar la memoria y la reparación moral y jurídica de las víctimas del terror totalitario.
Además de la desaparición forzada de personas —las organizaciones defensoras de los derechos humanos estiman en 30 000 el número de víctimas (Romero, 2001; Vezzetti, 2002)—, los expolios, secuestros y torturas, durante la dictadura tuvo lugar un plan sistemático de apropiación de menores. Muchos de ellos robados en el mismo centro de detención en el que nacían, casi en su totalidad fueron o bien inscritos como hijos naturales por muchos miembros de la represión, o bien vendidos o abandonados en institutos como sujetos sin identificar (Regueiro, 2013; Villalta, 2012). De las casi quinientas denuncias documentadas en Abuelas de Plaza de Mayo sobre esta cuestión, por el momento se han logrado resolver 130 casos. Su lucha, pues, sigue viva al día de hoy y es compartida por los propios hijos de desaparecidos, una segunda generación que, como veremos, recurre a diversas estrategias para denunciar aquel pasado ignominioso y, al mismo tiempo, rendir homenaje a sus progenitores.
El abanico de narrativas —literarias, visuales y audiovisuales— que desde hace algo más de un par de décadas se aproximan al pasado de la dictadura argentina desde el punto de vista de los “huérfanos de la violencia” (Amado, 2004, p. 51) puede ser leído partiendo de la categoría conceptual de “posmemoria” (Blejmar, 2016; Maguire, 2017; Ros, 2012). Término acuñado por Marianne Hirsch (1997) y recuperado por otros autores del campo de los Estudios Culturales y, en concreto, de los estudios sobre la representación (y sus problemas) de la Shoah (Landsberg, 2004; Lury, 1998; Raczymow, 1994; Young, 2000), la posmemoria alude a las obras firmadas por generaciones posteriores a las de las víctimas de acontecimientos traumáticos. Son, pues, narrativas que recuperan un pasado que no se ha vivido en carne propia pero que a menudo determina el presente de quien trata de recordarlo en segundo grado. De esta manera, y a diferencia del acto rememorativo común o literal del superviviente, el carácter hipermediado de la posmemoria da pie a artefactos culturales en los que, desde una mirada crítica, se cuestionan los propios modos y mecanismos de representación y se reflexiona sobre las posibilidades e imposibilidades del leguaje para decir el trauma. Asimismo, la posmemoria es también una memoria afectiva, en tanto que la transmisión de la memoria entre la generación de los supervivientes y la de los herederos del horror tiene lugar, a menudo, en la esfera de lo íntimo, familiar y personal. De ahí que no sea casual que gran parte de estos trabajos estén vertebrados por una subjetividad muchas veces de marcado carácter autobiográfico. Determinadas por un prefijo que en un contexto más amplio da pie a otros neologismos que circulan en el pensamiento posmoderno (“posthistórico”, “postsecular”, “posthumano”), las obras de posmemoria tienden, asimismo, a recurrir a éticas y estéticas afines a esa corriente socio-filosófica, como sería la puesta en suspenso de las versiones hegemónicas del pasado o el carácter axiomático de la figura del testimonio o, finalmente, la tendencia a la citación, la fragmentación, el humor y la intertextualidad en la configuración de los relatos (Blejmar, 2016; Maguire, 2017; Quílez, 2014).
En el campo literario argentino hallamos un notable número de títulos que, desde la autoficción o desde una primera persona declaradamente autobiográfica, nos hablan de identidades casi siempre fracturadas, ya sea por una infancia marcada por la desaparición o el exilio, ya sea por un presente habitado por la injusticia y por preguntas sobre el pasado todavía sin responder. Aquí encontramos títulos como Atravesando la noche. 79 sueños y testimonios acerca del genocidio (Suárez Córica, 1996), una recopilación de los relatos de los sueños de la autora, en su mayoría marcados por el trauma y la sensación de amenaza que produjo en su vida la desaparición de su madre durante la dictadura; o La casa de los conejos (Alcoba, 2008), una íntima visión de los años de plomo realizada a través del personaje de una niña hija de militantes montoneros; o Los Topos (2008) y 76 (2008), una “comedia romántica” y “fantasiosa” (Sarlo, 2008) y una compilación de ocho relatos escritos por Félix Bruzzone, un hijo de desaparecidos que centra su escritura en explorar y recomponer una identidad amputada por el totalitarismo; o, finalmente, Diario de una princesa montonera. 110% Verdad (Pérez, 2012), una novela en clave autoficcional conformada por imágenes y reflexiones irónicas y fragmentarias sobre la genealogía familiar, sobre qué significa ser hijo de desaparecidos en el presente democrático y sobre las disputas políticas y sociales por esa memoria traumática (Cobas, 2013, pp. 29-30)1.
Pese a que existen ejemplos de posmemoria conformados fundamentalmente de texto escrito, en la mayor parte de las producciones, acciones e iniciativas gestadas por los hijos de desaparecidos y sus coetáneos las imágenes —sean de archivo o familiares— adquieren una importancia capital. Si bien, en unos casos —especialmente en las producciones audiovisuales— funcionan como complementos o piezas de un engranaje más complejo, en otros —como sería el caso de las instalaciones fotográficas—, toman un protagonismo máximo, deviniendo la herramienta de recuerdo por excelencia y el arma con la que luchar contra la amnesia colectiva (Quílez, 2014, p. 67). Las instalaciones fotográficas de Lucila Quieto (Arqueología de la ausencia, 1999-2001), Clara Rosson (Tarde [o temprano], 2006) e Inés Ulanovsky (Fotos tuyas, 2000-2001) son ejemplos paradigmáticos al respecto. Ya sea desde la experiencia personal de la pérdida —como sería la situación de Quieto o de Rosson, ambas hijas de padres desaparecidos—, o desde la necesidad generacional de indagar en ese pasado común —como sería el caso de Ulanovsky, cuya infancia transcurrió en el exilio—, en estas tres instalaciones lo personal se proyecta en lo colectivo, del mismo modo que el presente —el hijo que pone el cuerpo en la fotografía— dialoga con un pasado y con una generación que el totalitarismo quiso, literal y metafóricamente, hacer desaparecer (Quílez, 2015).
También el cine documental es un terreno muy fértil en cuanto a obras que desde una distancia generacional plantean nuevas lecturas del pasado reciente de la dictadura. Películas como Papá Iván (María Inés Roqué, 2000), En memoria de los pájaros (Gabriela Golder, 2000), (h) historias cotidianas (Andrés Habegger, 2000), Los Rubios (Albertina Carri, 2003), Nietos (Identidad y memoria) (Benjamín Ávila, 2003), Che vo cachai (Laura Bondarevsky, 2003), El tiempo y la sangre (Alejandra Almirón, 2004), Encontrando a Víctor (Natalia Bruschtein, 2005), M (Nicolás Prividera, 2007), La sensibilidad (Germán Scelso, 2011) o El tiempo suspendido (Natalia Bruschtein, 2015), se focalizan o bien en el recuerdo difuminado y en la voz de los hijos de desaparecidos, o bien en su intento obstinado e incansable de hacer emerger “verdades” incómodas o hasta entonces directamente silenciadas por los propios familiares u otros testigos directos de ese tiempo convulso. Algunos de ellos, como los metrajes de Roqué, Carri, Prividera y Bruschtein, apelan a una poética de la memoria y de la pérdida que se insiere de lleno en el género autobiográfico y el retrato familiar. Huérfanos de padre y/o madre, el “yo" que protagoniza estos documentales va amoldándose y encontrando su lugar en el mundo discursivo a partir de la biografía de ese otro del que heredaron mucho más que un apellido. Es con él, sobre todo, con quien estos cineastas dialogan, en una especie de encuentro fantasmal que se complementa con el testimonio de amigos, familiares y compañeros de militancia del desaparecido (Quílez, 2010, p. 82).
Mientras que, en el campo de la literatura, la fotografía y el cine de posmemoria predominan trabajos estructurados por la voz individual y particular de quienes firman esos relatos, en otros ámbitos las distintas actuaciones son concebidas y ejecutadas desde una posición colectiva y de tono claramente militante. Un caso paradigmático de este tipo de prácticas artivistas es el escrache, que surge a finales de 1995 con la fundación de H.I.J.O.S. y como consecuencia del descontento popular con respecto a la mala gestión de los políticos en materia económica, social y cultural, y al régimen de impunidad que se derivó de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
“Máquina mixta que conjuga arte, política y memoria con la movilización callejera” (Amado, 2004, p. 50), el escrache puede definirse como una práctica de acción social consistente en localizar a los represores de la dictadura que siguen impunes, rastrear sus datos personales y fotografiarlos para denunciar luego públicamente los crímenes (secuestro, tortura, apropiación de niños o asesinato) que cometieron en el pasado. Si bien su punto de partida no puede desvincularse de la retórica y las narrativas del discurso político de las organizaciones revolucionarias a las que pertenecieron gran parte de sus progenitores desaparecidos (Vezzetti, 1998, p. 4), sus promotores han logrado reformular esos códigos pretéritos hasta hacerse con una voz y una postura propias. Esto se explica no sólo por el perfil y la edad de los manifestantes —que, según el escrache, oscilan entre las 300 y 2000 personas, en su mayoría jóvenes (Bonaldi, 2006, p. 167)—, sino porque las herramientas y técnicas (murgas, parodias teatrales, danzas, malabares, mimos, disfraces, cánticos, muñecos y marionetas que caricaturizan al escrachado o a las fuerzas de seguridad, etc.) y los recursos gráficos y visuales utilizados para expresarse (como las tipografías, formas y colores utilizadas en las pancartas) son característicos de la cultura juvenil de los noventa. Estos elementos convierten los escraches en una especie de fiesta carnavalesca que, alejándose del dolor, de la tristeza y de la visión melancólica del mundo, reemplaza “los tonos serios o heroicos de las épicas de la revolución” (Dalmaroni, 2004, p. 148; Taylor, 2002). El escrache, en definitiva, se apropia del espacio urbano y de las políticas oficiales de memoria que allí imperan, llevando a cabo un ejercicio claramente subversivo que funciona como “una operación sobre el saber y la memoria” (Vezzetti, 1998, p. 7), esto es, como un modo ciertamente poderoso para coaccionar la actitud y compromiso de la ciudadanía para con la justicia y la memoria de ese pasado traumático.
Otro de los modos a los que agrupaciones como Madres, Abuelas e H.I.J.O.S. recurren para interpelar ética y políticamente al ciudadano común es el teatro, una práctica que, como el escrache o como algunos proyectos fotográficos y fílmicos anteriormente citados, funde lo personal y performativo con la remisión a lo histórico y colectivo. Si bien las prácticas teatrales de posmemoria empezaron a tomar forma a partir de 1997 —paralelamente y de modo inextricable a los escraches—, la proliferación en sentido estricto de textos y representaciones escénicas firmadas y/o protagonizadas por estos ‘herederos de la dictadura’ no tuvo lugar hasta el año 2001, con la aparición de Teatro x la identidad (Txi). Es esta una iniciativa que se inserta en el denominado “activismo de la memoria” (Vezzetti, 1998, p. 7) y que surge de una urgencia muy concreta: la de Abuelas de Plaza de Mayo por reformular las estrategias que hasta entonces habían utilizado en su búsqueda de los nietos apropiados por la dictadura, actualizándolas al presente y mejorando así el diálogo con unos niños que ya se habían hecho adultos. De esa necesidad germinó Txi, inaugurando un conjunto de campañas de difusión que abarca desde spots publicitarios hasta la producción, en 2007, de Televisión x la identidad, una serie televisiva de tres capítulos en los que, mediante testimonios y reconstrucciones ficcionalizadas, se explican varios casos reales de nietos recuperados (Diz, 2017, pp. 176-177).
El objetivo de Txi —“facilitar la arcilla a los que deseen modelar con creatividad la profunda búsqueda de una identidad esquiva” (Fridman et al., 2005, p. 9)— empezó a cumplirse ya en los primeros ciclos, cuando “más de 70 jóvenes se presentaron espontáneamente luego de presenciar obras de los ciclos (de 2000 a 2005) y 8 de ellos han recuperado su verdadera identidad” (Plataforma argentina contra la impunidad, 2006, párrafo 2). Además de esta función política y judicial, Txi es, como el escrache, una eficaz herramienta de interpelación a la conciencia social, y de ahí que quiera ser eminentemente educativa y pedagógica. De hecho, la reflexión que este movimiento teatral busca instaurar en la sociedad nace como respuesta a la desmemoria de la política y a la voluntad de pasar página de parte de la sociedad civil argentina. Así, y de modo similar al teatro de posmemoria gestado en otros contextos geográficos, como sería el caso de España (Kumor, 2017), las obras que conforman Txi se distancian del drama histórico de corte más tradicional y revisionista en aras de privilegiar las microhistorias, esto es, los relatos personales del ciudadano anónimo; relatos, en definitiva, que, en tanto que “espacios de resistencia, resiliencia y transformación” (Dubatti, 2011, p. 74), huyen de la visión monódica y totalizadora del pasado y se interesan por la cultura popular, las minorías y otras voces comúnmente marginadas por el discurso institucionalizados del poder político y los grandes medios.
La idea de recurrir al lenguaje teatral para llegar con más facilidad a los jóvenes surgió de Abuelas de Plaza de Mayo después de que un equipo de actores, murgueros, músicos, productores y dramaturgos les propusiera poner en marcha A propósito de la duda. Escrita por Patricia Zangaro y dirigida por Daniel Fanego, la obra se estrenó el 5 de junio del 2000 en el Centro Cultural Ricardo Rojas, en Buenos Aires. El éxito fue rotundo, no sólo por la afluencia de público que asistió a las cinco únicas funciones que representaron en esa sala, sino porque con ella, tal y como afirma Estela De Carlotto, “se inauguró una nueva manera de llegar a los jóvenes (…), que ahora podían ser partícipes de su propia búsqueda” (2008, p. 5). A propósito de la duda recurría al teatro semimontado —esto es, a medio camino entre el teatro leído y la representación— y en ella los intérpretes planteaban, en una mínima puesta en escena, las preguntas y cuestiones vinculadas a la apropiación ilegal de niños durante la dictadura (Diz, 2015). Así, consignas como “¿Vos sabés quién sos?” o “Lo que daña no es la duda, sino la mentira”, iban repitiéndose a lo largo de la representación. La obra se estructuraba en breves escenas, algunas de las cuales incluían pequeños fragmentos de testimonios aportados por H.I.J.O.S., Madres y Abuelas de Plaza de Mayo que daban cuenta de las luchas compartidas por estas tres generaciones. Asimismo, durante el transcurso de la función, tenía lugar la escenificación de un escrache al personaje del represor, interpretado por Antonio Ugo. De este modo, y en clara alusión al activismo desplegado por H.I.J.O.S. fuera de las puertas del teatro, la obra no sólo incorporaba las demandas político-ideológicas de la segunda generación, sino que, además —y gracias también a la presencia de las murgas, que dotaban de música y baile al espectáculo—, rechazaba toda lectura melancólica o desolada que pudiera hacerse del pasado. En este sentido, tanto esta iniciativa específica como las que más tarde dieron forma a Txi, no pueden desvincularse del giro de tendencia que tomó el teatro argentino después del restablecimiento de la democracia. Movimientos como el de Teatro Abierto, surgido en 1981 como reacción al teatro oficialista y a la represión y censura de aquel momento, así como otros grupos e iniciativas teatrales que le siguieron, dan cuenta de esta voluntad de crear un “espacio social de comunión” (Irazábal, 2004, p. 177) que cuestionase los poderes establecidos (Pellettieri, 2000, p. 9) e incidiese políticamente en la sociedad (Dubatti, 2006, p. 8) a partir de nuevos lenguajes poéticos.
Tras el aplaudido acontecimiento escénico que supuso A propósito de la duda se creó una Comisión Directiva conformada por actores, directores y dramaturgos, como Cristina Friedman, Susana Cart y Arturo Bonín, entre otros. Desde la comisión se hizo una convocatoria abierta para que dramaturgos de todo el país presentaran obras de media hora de duración con las que armar un pequeño ciclo de teatro. De las 150 que se recibieron, se representaron 41 en distintas salas de la capital porteña. El ciclo tuvo un total de 30 000 espectadores2. Pese a que cada año se intenta tratar una cuestión relativa al amplio paraguas temático de la apropiación y recuperación de la identidad —como serían las de la duda, la culpa, el miedo o el duelo—, los 19 ciclos que Txi lleva realizados hasta la fecha han seguido la misma dinámica: selección de las obras mediante un concurso abierto, entrada gratuita, obras de breve duración y representaciones en salas alternativas. Desde 2002, Txi empezó a difundir sus espectáculos en otras ciudades y provincias argentinas: Córdoba (2002), Misiones (2004), Río Negro, Entre Ríos o Tucumán (2006). Asimismo, y después de que, en 2004, Abuelas de Plaza de Mayo entregara a la Audiencia Nacional española un listado de los nombres de menores ilegalmente apropiados durante la dictadura —pues se estimaba que, aproximadamente, medio centenar podía residir en España— Txi cruzó el océano Atlántico y se instaló en Madrid, en el año 2004, y Barcelona, en el 20063.
Las obras que hijos de desaparecidos y otros jóvenes de su misma generación han escrito expresamente para los ciclos de Txi proponen una aproximación al pasado marcadamente personal y subjetiva —cuando no claramente autobiográfica—, como así también ocurre en muchos de los relatos, novelas, ensayos fotográficos y documentales referidos anteriormente. La primera persona se apropia, pues, del protagonismo escénico para narrar, a menudo bajo la forma del monólogo, una experiencia vital marcada por el abandono, la ausencia, el temor y la duda. Sin embargo, si bien este tono de confesión impregna y modula la mayoría de estos textos, lo hace en muchos casos poniendo en la palestra cuestiones alejadas —o incluso inconvenientes— al discurso institucional de Abuelas de Plaza de Mayo. El no siempre idílico reencuentro entre el/a hijo/a recuperado/a y su familia biológica, las faltas y contradicciones de la militancia montonera, o “la parodia de la división maniquea entre «héroes» y «villanos»” (Diéguez, 2017, p. 187), serían algunos de estos temas incómodos que hallamos en obras como Instrucciones para un coleccionista de mariposas y La muñeca (Mariana Eva Pérez, 2002 y 2003), Mi nombre es... (Anabella Valencia, 2004), Filigranas sobre la piel (Ariel Barchilón, 2005), Vic y Vic (Erika Halvorsen, 2007), Bajo las nubes de polvo de la mañana es imposible visualizar un ciervo dorado (Virginia Jáuregui y Damiana Poggi, 2010), o ADN (hijos sin nombre) (Andrea Juliá, 2011) (Diz, 2017, p. 187). Este choque entre el enfoque de Abuelas y el de propuestas como las citadas, puede explicar por qué muchas no fueron repuestas en ciclos posteriores ni en funciones itinerantes, pese a que, fuera del proyecto de Txi, circulasen otras piezas similares que sí tuvieron una buena acogida de crítica y público. Así, obras como La Chira (el lugar donde conocí el miedo) (Ana Longoni, 2004), Árboles. Sonata para viola y mujer (Ana Longoni y María Morales Miy, 2006-2007), Mi vida después (Lola Arias, 2009) o Campo de Mayo (Félix Bruzzone, 2016), por poner solo unos ejemplos, no sólo escenificaron las cuestiones anteriormente señaladas, sino que lo hicieron con recursos, narrativas y lenguajes que rompían igualmente con la estética del teatro clásico, como serían los de la intertextualidad, la ironía, la metaficción, la fragmentación discursiva, el relato poético o los personajes desdoblados (Diz, 2017 p. 188).
En su ensayo sobre posmemoria y cultura visual después del Holocausto, Hirsch señala la familia como el espacio privilegiado para la transmisión del pasado traumático, y la lengua familiar —aquella que emana de la intimidad y los afectos— como la lingua franca, facilitando tanto la identificación entre las distintas generaciones, como también constatando la distancia y las diferencias que median entre ellas (Hirsch, 2012, p. 39). En el caso que nos concierne, el de las obras de Txi, este reconocimiento de la filiación y también del desarraigo se vehicula en muchas ocasiones a través del monólogo, esto es, de un relato en primera persona que permite al hijo o hija del desaparecido reflexionar sobre el pasado y el presente y llevar a cabo su personal viaje por la memoria de sus padres; un viaje que, como señala Karolina Kumor, es también una “búsqueda de las raíces constitutivas del ser humano” (2017, p. 162) y que comporta recuperar el lenguaje del secreto, el rencor y la falta, pero también el del amor y la genealogía.
Entre las obras que esta segunda generación ha escrito —y, en ocasiones, dirigido e interpretado— bajo la fórmula del monólogo destacan, en primer lugar, los textos teatrales de la dramaturga, escritora y politóloga Mariana Eva Pérez (Buenos Aires, 1977). Hija de José Manuel Pérez Rojo y de Patricia Julia Roisinblit, ambos secuestrados en 1978 y luego desaparecidos, Pérez se crió con sus dos abuelas, una de ellas, Rosa Tarlovsky de Roisinblit, actual vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Allí empezó Pérez a militar de muy joven, al mismo tiempo que emprendía la búsqueda de su hermano Rodolfo, nacido en cautiverio y apropiado por Francisco Gómez, que durante la dictadura participó en los grupos de tareas de la Aeronáutica, y Teodora Jofré, su esposa. En el año 2000 lo halló, pero ese reencuentro tan deseado no terminó siendo como ella siempre había imaginado: su hermano no quiso renunciar a la vida familiar que había tenido hasta entonces y le recriminó haber iniciado su búsqueda. Tras esta experiencia agridulce, y después de constatar en la comisión de lectura de Txi —de la que formaba parte— que todas las obras recibidas que trataban el tema de la abuela que recupera al nieto terminaban en final feliz, en 2002 Pérez decidió escribir, bajo la supervisión de Patricia Zangaro, Instrucciones para un coleccionista de mariposas. Enmarcada dentro de la categoría de “monólogos testimoniales” —cuyo objetivo era escenificar las secuelas del terror totalitario con un enfoque que privilegiase las experiencias cotidianas del individuo común (Raimondi, 2008)— la obra, de casi media hora, estaba protagonizada por una joven que se dirige a su hermano nacido en cautiverio y con quien mantiene en el presente una conflictiva relación, metaforizada en la preciosa —pero muerta— mariposa azul que la va acompañando a lo largo de la representación (Montez, 2017, p. 98). “Te odio porque me resultás extraño y tan diferente de mí que no soporto la idea de que seas lo que más se me parece en la vida” (Pérez, 2005, p. 311), lanza este alter ego de la dramaturga a su hermano en un momento del soliloquio, cuando trata de registrar, clasificar y etiquetar —como si fueran las mariposas de su recién inaugurada colección— los contradictorios e hirientes sentimientos que le despierta ese ansiado reencuentro.
Dirigida por Leonor Manso e interpretada por María Figueras, Instrucciones para un coleccionista de mariposas se estrenó en 2002 en el Teatro del Pueblo, en Buenos Aires, y en 2005 y 2006 volvió a representarse en varias salas bonaerenses con Lala Mendía como directora. En 2005 la obra viajó a Madrid y en 2011 a Bruselas (Pérez, 2014, p. 3). Pese a las buenas críticas que cosechó en Argentina, la obra no fue del agrado de Abuelas. “Les parecía contradictorio que yo tuviera una mala relación con mi hermano, escribiera sobre eso y siguiera buscando a los chicos desaparecidos, pero una cosa es adherir a una causa que me parece justa —hay que encontrarlos— y otra es el vínculo”, explicó Pérez en una entrevista (Bioteatro, Mariana Eva Pérez, 2008, párrafo 21)4. El vínculo es justamente aquello que Pérez trae a colación en esta obra, recurriendo para ello a una parca escenografía conformada únicamente por un fondo negro y un taburete sobre el que el personaje de María sube, rodea o utiliza de mesa a medida que va desgranando sus reflexiones, deseos y quejas al hermano recuperado, símbolo encarnado de una sociedad que quiere pasar página y seguir viviendo, cómodamente, en el olvido.
La producción dramatúrgica de Pérez es prolífica. Además de Instrucciones… y La muñeca, en 2002 escribió Manos grandes y Mi hijo tiene los ojos celestes, obras de apenas quince minutos de duración inspiradas en las historias de vida de desaparecidos, reconstruidas por el Archivo Biográfico Familiar de Abuelas. Narrados desde la perspectiva del nieto recuperado, ambos textos relataban el descubrimiento de la verdadera identidad gracias a ciertas particularidades físicas entre familiares separados por el terror totalitario. En el primer caso, fueron unas manos demasiado grandes y un lunar en forma de aceituna en la cadera aquello que permitió al abuelo reconocer ante el juez a su nieta; y en el segundo, fue el color celeste de los ojos de un bebé el factor que empujó a su madre a indagar sobre su pasado genealógico. De nuevo, pues, emerge como tema vertebral, y desde la intimidad que evoca la enunciación en primera persona, la relación de parentesco, entendida como aquello que, como un cordón umbilical, une y al mismo tiempo separa al descendiente de sus progenitores, esto es, como aquello que lo ata a una experiencia que biográficamente no ha vivido pero que, sin embargo, lo constituye.
Este juego de acuerdos y desacuerdos con padres, abuelos y hermanos vuelve a darse en Ábaco, una de sus obras más poéticas y elaboradas. Estrenada el 21 de septiembre de 2008 en el Teatro Payró, en Buenos Aires, bajo la dirección de Fernando Suárez, Ábaco se adentra en las tan poco exploradas relaciones entre, en este caso, una hija de montoneros desaparecidos durante la dictadura y la abuela, gravemente enferma, que la crió desde que era un bebé y que ahora se niega a que la joven tenga cuidado de ella. Como en el resto de sus producciones, Pérez recurre a su vivencia personal de ser hija de desaparecidos (y a los sentimientos contradictorios que esta situación le supone) para nutrir buena parte de sus textos dramatúrgicos. Sin embargo, no se trata de “contar literalmente”, sino, cómo ella misma explica, de “tomar algo que me causó mucho dolor y jugar como si fuera una plastilina, estirarlo, mezclar cosas, deformarlo” (Bioteatro, Mariana Eva Pérez, 2008, párrafo 17). Es precisamente este trabajo de (re)creación y ficcionalización lo que le permitirá pasar de lo biográfico a lo artístico, de lo íntimo a lo público, de la experiencia personal a la vivencia colectiva, logrando con ello esa reflexión crítica y desmitificadora de ciertos lugares comunes (la militancia, el montonero, la lucha armada) tan característica de los trabajos de posmemoria (Fandiño, 2016).
Otra dramaturga representativa en esta manera tan subjetiva de poner en escena su propia identidad de hija de desaparecidos es Lucila Teste, cuyos padres fueron secuestrados y desaparecidos en 1976, cuando ella contaba con sólo ocho meses de edad. Criada por su abuela materna y, desde el año 2000, radicada en Barcelona, la orfandad que le fue impuesta brutalmente por el régimen militar marcó no sólo su infancia y adolescencia, sino que, convertida en una mujer adulta, sería también una seña de identidad de su trabajo como actriz y dramaturga. Su obra Hija de la dictadura argentina, dirigida por Arià Clotet y escrita e interpretada por ella misma, así lo demuestra. Representada en Buenos Aires, Madrid y Barcelona en el ciclo de Txi 2008, esta pieza se presenta como un monólogo en el que Teste encauza el relato de su propia vida, partiendo de su necesidad imperiosa por contarla. Esta determinación por conocer el pasado es algo común en muchos hijos de desaparecidos, si bien, y como señala Hirsch al referirse al caso de los descendientes de la Shoah, debe convivir a menudo con el reconocimiento de que esa verdad convive con la distorsión y el olvido, y es por ello elusiva, compleja, intangible (2012, p. 40). En el caso de Teste, esta urgencia por saber se corporeizó poco antes de abandonar Argentina, cuando halló en casa de su abuela el Hábeas Corpus en el que se detallaba lo ocurrido la noche en que desaparecieron sus padres. Instalada ya en Barcelona, decidió empezar a escribir su propia experiencia desde la objetividad de ese documento legal. “Me llevé el papel a Barcelona, lo estudié como un monólogo, que finalmente duró cinco minutos, y lo presenté en un ciclo (…). Me dijeron que tenía que investigar un poco más y armar una obra de teatro sobre mi historia”, explicó en una entrevista (Santillán, 2009). A partir de esta confesión, Teste va desgranando su autobiografía siguiendo un orden más o menos cronológico, esto es, de los tópicos y fantasías que poblaron su cabeza infantil salta a la historia de Argentina —que culmina en el golpe de Estado del exteniente general Videla—, para terminar con el repaso de la memoria familiar. Asimismo, y como si de un ritual o de un proceso de catarsis se tratara, a lo largo de la representación la dramaturga y actriz va extrayendo de una maleta distintos objetos personales, que va colgando del techo como si cada uno de ellos simbolizara los diferentes estados emocionales por los que ha pasado a lo largo de sus más de treinta años de vida. Animando al espectador a que comparta con ella este viaje emocional, pues es a él a quien dirige su soliloquio, Teste apuesta por la mezcolanza de texturas, disciplinas y géneros expresivos y decide introducir en esta obra de una hora de duración el formato de la danza y el clown. A esta amalgama de formatos, se suma la música de Gotan Project, sobre la cual la voz en off de Cecilia Roth recita el poema “Confianzas”, de Juan Gelman, cuyo hijo y nuera desaparecieron en agosto de 1976. Con todo ello Teste logra, por un lado, escenificar las complejidades y contradicciones de una memoria —la suya, pero también la de otros muchos hijos de desaparecidos— que no puede recorrerse por un único camino y, por el otro, consolida un tipo de teatro caracterizado, tal y como ella misma aclara, por “una fuerte impronta visual y alternativa” (Prieto, 2009, párrafo 10). Así, por ejemplo, en un momento en que la actriz interpreta a un esperpéntico dirigente militar, en la pared del fondo del escenario se proyecta el rostro en blanco y negro de Videla. El archivo público, así como también los discursos oficiales, se presentan en este caso como imágenes y relatos que, por contraste, tornan el trauma familiar en un problema colectivo, en una desgracia socialmente compartida con la cual el público puede, consecuentemente, sentirse más profundamente identificado.
La importancia de los elementos visuales y audiovisuales los encontramos también en Una estirpe de petisas (2002), un monólogo testimonial escrito por Patricia Zangaro que Teste dirigió para el ciclo de Txi celebrado en Barcelona en 2008. Para escenificar esta obra de apenas quince minutos de duración, en la que una joven descubre su verdadera identidad a partir del vestido de parto de su madre desaparecida, Teste optó por filmar con una cámara digital —y por proyectar, en directo, lo que se iba registrando— la reconstrucción que esta muchacha hace de su infancia robada mediante un conjunto de piezas de Lego con las que ‘moldea’ los difusos recuerdos que conserva de sus padres biológicos. La obra concluye con la deconstrucción de todo este proceso, esto es, con la proyección hacia atrás y en cámara rápida de lo que ha ido grabando la cámara de vídeo. Es de este modo que Teste consigue convertir la obra teatral en una especie de animación parecida a la que también había incluido Albertina Carri —en esta ocasión con muñecos de Playmobil— en su documental Los Rubios (2003). Igual que los soldaditos y dinosaurios que aparecen en Campo de Mayo, una conferencia performática (Félix Bruzzone, 2013), o el avión-fetiche del niño protagonista de Soy un bravo piloto de la nueva China (Semán, 2011), los juegos, disfraces y juguetes presentes en estas obras de posmemoria apelan al inevitable contenido de fantasía y de ficción que acompaña a todo proceso mnemotécnico, así como a la experiencia infantil subjetiva de una ausencia causada por la violencia del estado (Quílez, 2013, p. 69); remiten, en definitiva, a una “memoria lúdica y no solemne” del pasado, cuya irreverencia en ocasiones se acentúa, como veremos, con la inclusión de registros humorísticos de distinta índole (Blejmar, 2016).
Si la aparición de juguetes, sueños infantiles y escenas animadas están presentes en varias de las obras de hijos de desaparecidos —en tanto elementos que remiten a la vivencia personal de la orfandad, al tiempo que posibilitan relatos creativos y desnaturalizados del pasado—, el humor, la ironía o incluso la visión tragicómica de las heridas de la dictadura en el presente atraviesan también algunas de estas narrativas para subrayar la distancia generacional que sus autores mantienen con ese tiempo pretérito. La risa —o, en ocasiones, la mueca incómoda— es en estos casos subversiva, pues instaura, sin tapujos ni miramientos, miradas y preguntas múltiples y polifónicas sobre una historia socialmente compartida (Dubatti, 2011, p. 78). La hibridación de géneros y de materiales —ficción y no ficción, público y privado, testimonio e imaginación—, así como la incorporación del humor y los juegos paródicos dan pie a una memoria desacralizada que desplaza el relato épico, trágico o heroico hacia una interpretación subjetiva e incluso cómica del mismo (Peller, 2016).
Dentro de las producciones teatrales de Txi, obras como Mi nombre es…, de Anabella Valencia, o Una caja blanca, de Andrés Binetti, ejemplifican este uso del humor —muchas veces negro— como estrategia que permite la reflexión y la crítica sobre temas históricos y sobre la capacidad (o incapacidad) del lenguaje a la hora de decir plenamente el horror (Pifano y Paz-Mackay, 2013, p. 94). Sus autores, sin embargo, no son descendientes de quienes padecieron en carne propia la violencia del estado (desaparecidos, exiliados, supervivientes de la tortura y el encarcelamiento) y, por tanto, aquello que los ata a la memoria de la dictadura no es el vínculo genealógico, el legado familiar, sino que su relación con ese pasado parte de una toma de conciencia política de quien, perteneciendo a la misma generación que los hijos de desaparecidos pero no habiendo sufrido la orfandad, se identifica con ese trauma y se siente impelido a hablar sobre él. De hecho, según la existencia o inexistencia del lazo familiar en los procesos de transmisión del trauma, Hirsch distingue entre la posmemoria familiar (familiar postmemory) y la posmemoria afiliativa (affiliative postmemory) (2008, pp. 114-115). Es desde este segundo lugar, esto es, el de las “familias sin apellido” —porque sus experiencias están excluidas del archivo histórico y son ajenas a la épica de la tortura y la desaparición (Fandiño, 2016, p. 10)—, que dramaturgos como Valencia o Binetti producen sus obras, marcadas también —aunque de un modo más oblicuo— por transmisiones, mediaciones y memorias de la violencia de Estado. Así, ambos participaron en los ciclos de Txi por dicha filiación político-social con lo ocurrido, esto es, porque su identificación y conexión con los hijos de desaparecidos los empujó a formar parte de la lucha por la justicia, la verdad y la memoria de un pasado violento que tampoco recuerdan, pues, como aquéllos, lo vivieron siendo niños.
Anabella Valencia (Buenos Aires, 1974) es una de las dramaturgas contemporáneas que más ha trabajado —a menudo valiéndose de la ironía y el efecto tragicómico—, en la representación teatral del trauma de la desaparición y de la apropiación ilegal y forzada de menores. No sorprende en este sentido que, además de ser una de las fundadoras, coordinase durante diez años (2004-2014) Txi Itinerante, un proyecto permanente conformado por veinte títulos que se representan en distintas escuelas y centros culturales del país para divulgar la búsqueda de las Abuelas a todos los ámbitos y espacios urbanos (Di Matteo, 2019, p. 432). Además de obras como Strudel, Gorriona o La Búsqueda —pieza escrita desde la perspectiva de un hijo de desaparecidos que, a su vez, describe la lucha que emprende una abuela tras el secuestro y desaparición de su hijo y su nuera embarazada—, Valencia es autora de Mi nombre es…, uno de los títulos con mayor repercusión de su carrera como dramaturga. La obra, presentada en los ciclos bonaerenses entre 2004 y 2005, obtuvo el primer premio del concurso Txi 2004, y luego formó parte del programa de Txi Itinerante. Siguiendo la forma monológica —con la que, como en las propuestas de Pérez y Teste, se privilegia el detalle y la experiencia subjetiva por encima del relato épico y litúrgico de la memoria oficial—, el texto de Valencia presenta, sin embargo, dos voces que son, en realidad, la misma: la de Agustina Cerviño, la única actriz que participa en la obra y que interpreta un doble papel, el de María Assales y el de María Idbadburren. Bajo la dirección y la puesta en escena de la propia Valencia, que también colaboró en la iluminación, el vestuario y el diseño musical de la representación, la obra pone sobre el escenario el drama de dos hermanas separadas por la dictadura. Y lo hace alternado, mediante la forma de una entrevista a dos bandas, dos vidas que, aunque paralelas —pues ambas comparten edad, ciudad y pesadillas—, resultan ser completamente opuestas. Es en ese contraste, en ese “contrapunto paródico” (Di Matteo, 2019, p. 433), donde reside el carácter tragicómico de la obra de Valencia; una pieza en la que el cuerpo de una actriz da voz a dos vidas en apariencia tan irreconciliables pero en definitiva tan idénticas como la de quien adora “el alfajor Habana de chocolate y el flan con dulce de leche” (María Assales) y la de quien ama “el flan con dulce de leche y el alfajor Habana de chocolate” (María Idbadburren) (Valencia, 2005, p. 365). Aunque expresada siguiendo un orden distinto de los factores, esta pasión culinaria parece ser el único elemento en común que une a las dos Marías. Así, Assales es licenciada en Ciencias de la Comunicación y amante del teatro, se crió en el barrio de Saavedra con sus abuelos y de sus padres heredó el interés por la realidad cultural, política y social de su país. Por su parte, Idbadburren fue criada por un matrimonio del Barrio Norte que no podía tener hijos y su única preocupación es hacer pilates, ir de compras y encontrar a su príncipe azul para casarse de blanco.
La puesta en escena del texto de Valencia es ciertamente minimalista, pues está compuesta únicamente por una silla y por un proyector de diapositivas que va fundiendo a negro la escena cada vez que la actriz cambia de papel y, por tanto, de peinado y de modo de hablar. Asimismo, este aparato va proyectando sobre la pared, en determinados momentos de la representación, un globo de color rojo que, al final de la obra, descubriremos que aparece en el sueño recurrente de ambas (aquél que remite al día en que los militares las separaron para siempre). Es en este parco escenario que las dos Marías van desovillando sus 27 años de existencia. Así, en una especie de diálogo sincopado, las dos mujeres cuentan al público, como si estuvieran respondiendo a un cuestionario, su formación académica, sus aficiones, su situación familiar y sentimental, sus proyectos laborales, sus preferencias gastronómicas, etc., hasta llegar al relato de un acontecimiento en el que, por fin, ambas coinciden: el sueño que las traslada al día en que, con apenas tres años y agarrando las dos el mismo globo, “vienen unos señores, me revientan el globo que es rojo, me alzan y empiezan a correr, a correr, rápido, muy rápido… y ahí me despierto llorando” (Petruzzi, 2009, p. 144). Es así como Valencia decide terminar una obra que, a la manera de El príncipe y el mendigo de Mark Twain, exhibe, en un tragicómico juego de desdoblamientos y contrastes, las dos caras de la Argentina de la postdictadura: la de la amnesia y la de la memoria, ambas acechadas, sin embargo, por la alargada sombra —o el aterrador globo rojo— de una represión de duraderos e imborrables efectos secundarios.
También, recurriendo al humor —aunque en este caso se trata de un humor más bien absurdo y grotesco— e interpelando directamente al público para romper todo posible efecto de catarsis, Andrés Binetti (Bahía Blanca, 1976) participó como dramaturgo y co-director —junto con Paula López— en Txi 2005 con Una caja blanca, una obra en este caso más bien coral en la que cinco personajes se encuentran metidos, como si fueran títeres, dentro de una gigantesca caja. Todos comparten apellido, si bien es el más impersonal y estigmatizado de todos: Expósito, utilizado antiguamente para designar los recién nacidos “expuestos” o sometidos a “exposición”, es decir, abandonados o entregados por sus progenitores a casas de beneficencia u orfanatos, normalmente por motivos económicos y/o sociales. En la obra, este grupo de personajes desposeídos, perdidos y en constante búsqueda de una identidad —de un linaje— que los arraigue al mundo, van presentándose, sobria y austeramente, a los espectadores. Uno de ellos es María, una fotógrafa a quien le han encargado la siniestra tarea de retratar cadáveres y que, en un momento de la obra, comparte con el público alguna de las fotografías de su álbum familiar: “esta otra [foto] es de un asado, no se ve muy bien porque hay mucho humo” (Binetti, 2008, p. 114), explica al público en un momento de la obra. También interviene Florencia, la solista de la banda Los hijos del silencio —“un nombre raro (…) [que] puso el batería, yo creo que porque la mamá es muda” (p. 113)—, quien, además de cantar, va leyendo fragmentos del diario de su madre muerta. Otro de los personajes es Carlos, que se medica contra los ataques de pánico y que se hizo cerrajero porque “puertas siempre va a haber” (p. 111). Laura, una azafata que desea travestirse de hombre y ser anoréxica para desaparecer, para “dejar de ser” (p. 112). Y finalmente Javier, un estudiante de interpretación que sueña con tener el poder suficiente para crear una raza de seres superiores y a quien le molesta que su novia grite mientras hacen el amor “porque me grita en el oído y después me duele la cabeza” (p. 113).
Mediante una antiséptica y parca escenografía —conformada, además de por las blancas paredes, por varias sillas del mismo color, en las que los actores esperan sentados a que llegue su turno para hablar— y unos personajes excéntricos que remiten apenas eufemísticamente a su condición de hijos de desaparecidos, Binetti consigue arrojar una mirada profundamente personal y sugerente —por sutil, metafórica y reflexiva— al presente de esa generación a la que le robaron el pasado familiar, a la que le usurparon sus orígenes. A lo largo de la obra, los cinco personajes, titubeantes, luchan por encontrar un afuera liberador —o, dicho de otro modo, por recuperar su verdadera identidad—, en una acción similar a la que, tímidamente, parece que insinúan sus cuerpos, encerrados en esa gran caja que funciona como espacio de opresión y silenciamientos (Geirola, 2016, p. 4). El humor es, como sus interpretaciones, austero, y al aparecer de manera intermitente y sorpresiva en sus confesiones, brinda al público la posibilidad de adentrarse en la memoria del horror totalitario ya no desde el miserabilismo (Soto, 2007), sino desde una irreverencia —o incluso una frivolidad— que, por paradójico que parezca, puede resultar más crítica, reflexiva y punzante para con ese pasado todavía tan presente.
A lo largo de este artículo hemos abordado la presencia de trabajos de posmemoria en la Argentina de la postdictadura, ciñendo el campo de estudio en la esfera teatral y, más concretamente, en algunas de las piezas gestadas dentro del movimiento Teatro x la identidad. Partiendo de los planteamientos que sobre el término posmemoria se han desplegado en los estudios culturales sobre las narrativas de la Shoah, hemos querido analizar las propuestas que dramaturgos como Mariana Eva Pérez, Lucila Teste, Anabella Valencia y Andrés Binetti han llevado a cabo en los ciclos de Txi. Nos parece que estos autores ponen en escena muchas de las estrategias y poéticas que también hallamos en otros ámbitos, como son los de la literatura, el cine y la fotografía. Y lo hacen, además, desde diferentes posiciones: Pérez y Teste, desde el lugar de quienes sufrieron la desaparición de alguno de sus progenitores, y por tanto, desde el núcleo duro de la pérdida y el dolor; y Valencia y Binetti, desde la posición de quienes, sin ser afectados directos del trauma pero perteneciendo a la misma generación que la de los hijos de desaparecidos, se sienten igualmente interpelados a transmitir artísticamente ese pasado, para pensarlo colectivamente y para que no vuelva a repetirse.
Bien sea desde una posmemoria familiar, bien sea desde una posmemoria afiliativa, los hijos y sus coetáneos generacionales proponen, mediante distintos registros y campos de producción, representaciones del horror diferenciadas. Si el escrache supuso una nueva manera —festiva, lúdica, carnavalesca— de reclamar verdad, reparación y justicia, Txi facilitó el espacio para que jóvenes dramaturgos como los aquí analizados trabajasen artísticamente —y con las improntas propias de su generación— su experiencia personal de un pasado que vivieron siendo niños/as. En el caso de Pérez y Teste, sus monólogos ponen en evidencia el impacto de la violencia sobre las vidas íntimas y privadas de los familiares de desaparecidos, entre las que se cuentan las suyas. Sin embargo, el “yo” que vehicula sus textos se presenta como un sujeto múltiple, fragmentado, cambiante y en constante contradicción. En esta inconclusa búsqueda de sí mismos se mueven igualmente los personajes de Valencia y de Binetti, seres que nunca terminan de ser ni de posicionarse y que, en su indefinición, remiten metonímicamente a esa sociedad que, no queriendo olvidar, tampoco recuerda del todo.
Desde lo subjetivo y muchas veces desde una mirada lúdica que no rechaza la broma, el humor negro o el guiño irónico, obras como Instrucciones para un coleccionista de mariposas, Ábaco, Hija de la dictadura argentina, Una estirpe de petisas, Mi nombre es… o Una caja blanca, tensionan los modos tradicionales de representar la dictadura y se erigen como “novedosas alternativas para enfrentar lo trágico” (Rojas, 2000, p. 10). De ahí que, si bien todas ellas se produjeron dentro del marco institucional —el de Abuelas de Plaza de Mayo, y en concreto, el de su brazo artístico, Txi—, la recepción que tuvieron provocase cierta incomodidad en la generación precedente, más proclive a rendir tributo a los desaparecidos mediante su heroización y/o victimización que no a través de la mirada lúdica. Sin embargo, aun plantear nuevas formas dramáticas y discursivas para decir el pasado, todas estas obras perseguían, y siguen haciéndolo —porque la lucha no ha terminado— el mismo objetivo social y político que la asociación que las hizo posible: la localización y recuperación de todos los menores apropiados por la dictadura y la restitución de sus identidades en suspenso.
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