“Me llaman el desaparecido
Que cuando llega ya se ha ido
(…) Cuando me buscan nunca estoy
Cuando me encuentran yo no soy
El que está enfrente porque ya
Me fui corriendo más allá”
(Manu Chao, 1998a)
En 1998 Manu Chao publicó la canción “Desaparecido”, incluida en su primer LP en solitario, titulado explícitamente Clandestino. En ella la idea de desaparición, que era ya un concepto reconocible internacionalmente como perteneciente a las prácticas represivas de las dictaduras del Cono Sur, aparecía, sin embargo, utilizada en relación con un tipo de violencia muy diferente. El concepto de desaparición forzada, tal como se había construido en Argentina, Chile o Uruguay, aludía a una práctica represiva mediante la cual sujetos que habitaban el espacio de la ciudadanía habían sido expulsados de él y llevados a un terreno fuera de la ley en el que los propios agentes del Estado, de un modo notoriamente ilegal, pero amparados por la invisibilidad y el terror social, los habían violentado, torturado y, finalmente, hecho desaparecer (Calveiro, 1998; Gatti, 2011). Sin embargo, el “Desaparecido” de la canción de Chao lo era en un sentido diferente, aunque recogía, sin duda, algunos de los sentidos implícitos en la concepción ya clásica de la desaparición. Su condición de desaparecido tenía que ver con una forma de violencia, ya no centrada en la maquinaria represiva de un Estado militar, sino en un nuevo orden geoeconómico y su desigual distribución de la condición de ciudadanía, articulada a la desigualdad económica y a las diferentes violencias policiales que tratan de controlar el descontento para con ellas; también con una política de contención y represión de las migraciones que hace de los migrantes personas expulsadas de la ciudadanía, “ilegales” por su propia presencia en un territorio que los construye como ajenos.
En la canción se tejía una relación directa entre los procesos de desciudadanización que tuvieron lugar, de forma brutal, en las dictaduras militares de los setenta, y los quiebres de la ciudadanía propias de lo que, en el cambio de milenio, solía conceptualizarse como “la globalización”. El disco de Chao hacía referencia, en su conjunto, a vidas precarias y en condición de vulnerabilidad extrema, que sin embargo tomaban la voz y trataban de llevar a cabo una cierta fenomenología de la precariedad en un mundo atravesado por violencias nuevas y de difícil conceptualización, que a veces eran pensadas con la clave metafórica de lo fantasmal1. Era una de esas vidas espectrales, caracterizada por la errancia y su expulsión de la legalidad, la que Chao definía como desaparecida: “Me llaman el desaparecido / que cuando llega ya se ha ido”. Se trataba, pues, de una vida en los límites, atrapada en una condición paradójica (“cuando me encuentran yo no soy”) y espectral (“fantasma que nunca está”) pero no desmaterializada sino, por el contrario, anclada en un cuerpo violentado y tensado hasta el límite (“llevo en el cuerpo un dolor / que no me deja respirar / llevo en el cuerpo una condena / que siempre me echa a caminar”).
La canción de Chao es relevante porque captura y da una forma compartible a un proceso más amplio que, en el cambio de milenio, afectó al concepto mismo de “desaparición”. Por una parte, la categoría de desaparición se extendía desde su significación originaria hasta un tipo jurídico y un modelo de explicación universal que permitía dar nombre a procesos de violencia de Estado que carecían hasta ese momento de marcos para ser pensados: desde España, Colombia o México se comenzó a proyectar la categoría de desaparecido, a menudo de manera retroactiva, sobre formas de violencia de Estado diversas en su naturaleza del modelo original. Ese movimiento de extensión transnacional de la categoría y sus efectos ha sido pensado e historizado por, entre otros, Francisco Ferrándiz (2010) y Gabriel Gatti (2017).
Pero por otra parte, y esto interesa más aquí, el profundo quiebre social que la violencia militar había producido en Argentina o Chile —y cuyas dinámicas más reconocibles eran la tortura sistemática y la desaparición— comenzó a ser puesto en relación con otras formas de violencia, no tan visible ni centralizada en el Estado, pero que implicaban también un desquicie radical de todos aquellos elementos que componen la figura clásica del ciudadano, y que por ello podemos leer desde la idea novedosa de desaparición social, tal como ha sido acuñada por Gabriel Gatti (2020)2. Esa relación puede conjugarse de dos formas diferentes: 1) un primer recorrido, basado en la continuidad entre el quiebre producido por la dictaduras militares en la noción misma de ciudadanía y las dinámicas de exclusión social radical que se generarían, con posterioridad, en esas mismas sociedades, profundamente afectadas por la violencia de la dictadura, pero inmersas en procesos de democratización; 2) un segundo recorrido en el que ese orden de cosas y esa continuidad simplemente no se da: no hay ciudadanía de la que expulsar porque dicha condición nunca llegó a existir; no hay derechos que negar porque la población nunca los tuvo; no hay procesos de invisibilización ni ocultamiento porque sus vidas nunca estuvieron a la luz.
En las páginas que siguen se pondrá el acento en el primero de esos recorridos, centrándonos en un caso específico, el de Chile, pero teniendo muy en cuenta la existencia global de dinámicas pertenecientes al segundo y la imposibilidad de discernir, en muchas situaciones, los límites entre uno y otro. Se recurrirá, para ello, a una estrategia argumentativa híbrida. Por una parte, se comentarán fragmentos significativos de dos novelas de Diamela Eltit: Lumpérica (1983) y El padre mío (1989). No se tratará, en ningún caso, de realizar un análisis literario de las novelas en su conjunto sino de leer su forma de representar la exclusión social como un síntoma cultural de un proceso social más amplio que hace, si se acepta nuestra hipótesis, a la emergencia de nuevos regímenes de expulsión y desaparición. Se describirán esos fragmentos, pues, para plantear interrogantes en torno a las existencias de las que esos textos dan cuenta. Por otra parte, a partir de los interrogantes generados por los textos de Eltit, se propondrá un recorrido teórico en torno al “desborde” del concepto de desaparición en un caso tan marcado históricamente como el chileno: ¿cómo pueden relacionarse, en ese caso, las lógicas de la desaparición forzada y de lo que llamamos desaparición social?, ¿cuáles son los lenguajes con los que aludir a esas existencias en los límites que son propias del “desaparecido social”?
Recurramos, para comenzar, a una escena literaria. En 1983, en plena dictadura de Pinochet, Diamela Eltit publicaba en Chile Lumpérica, una novela insólita que enfocaba en unas zonas de existencia que lidiaban con la invisibilidad y la exclusión radical. Su propio título aludía, a través de una violenta síntesis morfológica, a la naturaleza esquiva del “lumpen” en América. Para su autora, la novela hablaba claramente de los efectos sociales de la violencia de la dictadura chilena3, pero lo hacía de un modo muy diferente a como lo estaban haciendo los discursos más habituales de denuncia: narrando escenas de vida de una mendiga no solamente excluida del consumo y la propiedad sino, sobre todo, carente de identidad social y de la posibilidad de ser escuchada y percibida como un sujeto o, menos todavía, como una ciudadana. En la enigmática secuencia inicial, un grupo de excluidos —denominados “pálidos” por la voz narrativa— se congregaban en una plaza de Santiago en la que un “luminoso” intermitente proyectaba un haz de luz sobre ellos y, de esa forma, les sacaba momentáneamente de la invisibilidad y les otorgaba, provisoriamente, carta de existencia. La protagonista del relato era bautizada, en esa especie de ritual, con el nombre de L. Iluminada.
Las dinámicas de visibilidad e invisibilización son, efectivamente, fundamentales en las formas de “aparición” y “desaparición” política de las poblaciones, hasta el punto que Etienne Tassin señala que en las “sociedades liberales” la desaparición puede designar a la operación mediante la cual el poder “despoja [a una parte de la población] de sus derechos a toda visibilidad, la borra del espacio público de aparición y la reduce a una existencia subterránea, oscura, cavernosa” (2017, p. 100). El Chile del que hablaba Lumpérica no era, ni mucho menos, una sociedad liberal, sino todo lo contrario, pero el tipo de representación que la novela proponía en torno al lumpen santiaguino hablaba de la coexistencia de diferentes regímenes de desaparición: uno derivado de la represión política y el sistema de campos de concentración y otro derivado de la exclusión económica, de la imposibilidad de acceso a los circuitos institucionales y de su expulsión radical (Sassen, 2015) a zonas de existencia marcadas por la vulnerabilidad extrema. Vidas desechables (Fassin, 2018), desperdiciadas (Bauman, 2005), vaciadas hasta tal punto de valor social que incluso han dejado de ser llorables (Butler, 2010) pues su ausencia no es percibida socialmente como pérdida.
La novela planteaba así una cuestión esencial: la violencia de la dictadura no se limitaba a la represión política, cuyo efecto más evidente eran los miles de desaparecidos, torturados y exiliados, sino que incluía como saldo la expulsión de sectores enteros de población de cualquier tipo de visibilidad social y, por tanto, de cualquier forma de ciudadanía. La desaparición forzada —así como la tortura y el internamiento en campos de concentración, que fueron masivos en Chile4— debía ponerse en relación, pues, con esa otra forma de desaparición que, tentativamente, podemos denominar social. ¿Cómo pensar la relación entre ambas lógicas de la desaparición? Proponemos que las ideas de shock, campo y desciudadanización permiten tender un puente y una cierta continuidad histórica entre ellas.
Naomi Klein ha situado las dictaduras de Chile y Argentina en el inicio de una genealogía de políticas de shock que, a través de diferentes formas de violencia física y social, habrían servido para producir un ambiente de desorientación masivo propicio para una extraordinaria transformación social basada en la desregulación de los mercados y la forma del trabajo, en la privatización de servicios públicos y la minimización del gasto social… en definitiva, a través de lo que más adelante se conocería como los “Planes de Ajuste Estructural” que llegaron a convertirse en las recetas económicas aplicadas sistemáticamente por las instituciones financieras internacionales en las décadas de los noventa y los dos mil (Gárate, 2013). En contradicción con el relato dominante sobre esas reformas, Klein subraya la aleación entre la violencia represiva de las dictaduras militares de los setenta y el “fundamentalismo de mercado” de su desarrollo económico, muy particularmente en el caso chileno. Klein halla en esa aleación el germen de lo que denomina el capitalismo del desastre (Klein, 2007): una forma de capitalismo avanzado y radical que halló su condición de posibilidad en Chile en el cataclismo sistémico producido por la enorme violencia de la dictadura. Es por ello que el historiador Gabriel Salazar (Salazar, Artaza Barrios y Avalos, 2013) ha analizado el caso chileno como la articulación de un triple shock totalmente interrelacionado: el económico, el psicológico y el constituyente.
En su argumentación, Klein se sirve de la figura de la tortura —central, como es sabido, en las políticas represivas de la dictadura chilena— para conceptualizar la lógica subyacente en la doctrina del shock, trazando un paralelismo entre los procesos de desubjetivación producidos por la aplicación de violencia extrema en el cuerpo del detenido con los procesos de quiebre de identidad, aislamiento, desarticulación de vínculos comunitarios y desconexión con la memoria colectiva que tienen lugar tras los shocks sociales.
Al igual que Klein utiliza la tortura como figura explicativa, a la vez, del uso de la violencia sobre el cuerpo individual y sobre el cuerpo social, podemos pensar los vínculos entre la desaparición de personas individualizadas y las formas sociales de la desaparición. Entiéndase, no se trataría tanto de los efectos sociales de la desaparición forzada, sino de los modos y lógicas en que lo social desaparece o, dicho de otro modo, en que grupos de población entera son expulsados en la configuración de la realidad social, o de aquello que se experimenta como tal.
Sobre lo primero, los efectos sociales de la desaparición, se ha escrito convincentemente. Ludmila Da Silva Catela ha analizado la transformación del tiempo y el espacio por la desaparición, que supone una experiencia de la pérdida carente de cuerpo, de sepulcro y, en última instancia, carente de la propia muerte; una experiencia, pues, que deja en suspenso e imposibilita las formas tradicionales de gestión de la ausencia (2001, pp. 113-158). Gabriel Gatti ha hablado de una ruptura del vínculo lógico entre el cuerpo, la subjetividad, el tiempo y el espacio que implica una catástrofe del sentido y de la identidad (2011), de la cual ni los sujetos implicados ni la sociedad que los incluye podrán reponerse jamás. En el caso chileno, los estudios de Elizabeth Lira (2016) han ahondado en la constitución del espacio familiar de los desaparecidos como un espacio poblado de ausencias y atravesado por la frustración de una búsqueda que nunca llega a su fin.
Tratemos de centrarnos, pues, en lo segundo. La tortura sistemática y la política de la desaparición forzada de la dictadura militar chilena tuvo lugar en un universo represivo centrado en espacios en los que el propio Estado suspendía la legalidad para aplicar una violencia sobre los cuerpos que su propio derecho no permitía. Así, los improvisados campos de retención, los centros clandestinos de detención o las casas de tortura, funcionaron como espacios en los que el Estado incluía su propia negación, como ejemplos extremos de lo que Giorgio Agamben denomina zonas de excepción (2001), en los que una suspensión temporal del derecho ordinario (el estado de excepción) se convierte en la regla. El campo es, tal como lo define Agamben, un espacio en el que el derecho no media en la relación entre el poder y los individuos y en el que, por tanto, toda protección jurídica ha sido suspendida de forma permanente. Esta es, en buena medida, la condición de posibilidad del sistema de la desaparición originaria, tal como fue conceptualizada por Pilar Calveiro (1998) quien estudió con precisión esa relación entre el sistema de campos de concentración y el “poder desaparecedor” (1998, p. 158) en Argentina.
No hay duda de que el ejercicio de ese “poder desaparecedor” supuso un cataclismo en la noción de ciudadanía y en la concepción del individuo como portador de derechos inalienables y protegidos por el Estado. También en Chile la magnitud y la naturaleza de la represión produjeron un shock social que reventó los principios simbólicos en los que se sostenía el lazo social5. Los efectos de ese desgarro fueron, sin duda, múltiples, pero me detendré en uno de ellos: la diseminación social de la lógica de excepción permanente que se había condensado, en los tiempos de la dictadura, en la multiplicidad de espacios de excepción que constituían el archipiélago represivo de la dictadura militar, y que habitualmente englobamos en el concepto, poco preciso pero convocante, de campo de concentración (Santos-Herceg, 2016).
En “¿Qué es un campo?” Giorgio Agamben (2001) apuntaba a algunas de las formas que toman, en las sociedades liberales contemporáneas, las zonas en las que el estado de excepción adquiere un estatuto permanente. Se refería, fundamentalmente, a dos realidades: los espacios de retención de inmigrantes en los que estos quedan, literalmente, fuera del orden jurídico en el que esperan ser incluidos como refugiados y “ciertas periferias de las grandes ciudades posindustriales que comienzan hoy a asemejarse a los campos, en donde la vida desnuda y la vida política entran, al menos en determinados momentos, en una zona de absoluta indeterminación” (2001, p. 41). Dos lógicas, por tanto, de la exclusión de la protección del derecho, proyectadas sobre dos poblaciones heterogéneas: una, marcada por la migración y su difícil desplazamiento entre un orden jurídico del que huye y otro en el que no se le permite entrar y otra, marcada por la pobreza, la informalidad, la vulnerabilidad radical y la expulsión de los circuitos de normalización institucional.
Ambas lógicas tienen relación, aunque aludan a realidades muy diferentes, con las que Orlando Patterson definió como propias de la “muerte social”, en sus estudios sobre la esclavitud. En su análisis de las formas de alienación del esclavo, Patterson diferencia entre una “muerte social intrusiva” (1982, p. 39), en la que el esclavo ha formado previamente parte del enemigo y, por tanto, su incorporación como propiedad de los nuevos amos es símbolo del enemigo derrotado; y una “muerte social extrusiva” (1982, p. 39) en la que el esclavo es alguien que, habiendo pertenecido a la comunidad, es expulsado de ella como consecuencia de la violación de los códigos del orden social existente. Ambos, en cualquier caso, forman parte de la comunidad a partir de una relación que Patterson denomina de “incorporación liminal” (1982, p. 45): ni forman parte ni son extranjeros del todo. O, dicho en otros términos solo se incluyen en la comunidad a través de su propia exclusión.
Si la “muerte social”, para Patterson, implicaba una exclusión progresiva del orden de la vida social y de la soberanía sobre sí mismo, podemos pensar la “desaparición social” (Gatti, 2020), como el proceso por el cual se excluye a una porción de la población de las condiciones de aparición pública y de su reconocimiento como sujetos de derecho; esto es, como parte integrante de eso que denominamos “lo social”. Se trata, pues, de una lógica que pasa por fuera de esos “espacios de excepción” que localizaba Agamben y que sin duda los desborda, pero que, en virtud de lo expuesto anteriormente, no puede pensarse, en sociedades como la chilena, de forma totalmente ajena a ellos. Efectivamente, la lógica de la desaparición social contemporánea se ha autonomizado de los espacios de excepción, pero probablemente halla su genealogía en la conmoción general de las relaciones sociales y el reventón de la ciudadanía que produjo la violencia sistemática de la dictadura.
¿Podemos, pues, hallar una cierta continuidad entre los procesos de desciudadanización abiertos por la dictadura militar y las formas masivas de la exclusión económica y social que caracterizan al Chile actual? La argumentación de Klein sobre los efectos a largo plazo del shock nos permite aventurar que así es: las formas de la desaparición y la tortura que tuvieron lugar en el universo represivo de los campos produjeron una sacudida que se halla, sin duda, en el origen de las dinámicas actuales de expulsión de la ciudadanía, que ubica a algunos sectores de población en una situación de excepción efectiva con respecto al derecho y cuyas vidas, en condiciones de radical vulnerabilidad, parecen carecer de valor social, ubicándose en espacios extremos de liminalidad como los que, en tiempos de dictadura, Lumpérica había tratado de explorar. Dicho de otro modo: la suspensión de los derechos ciudadanos que se dio de forma extremadamente condensada en los espacios de represión de la dictadura abrió la puerta a un proceso global de desciudadanización del que es efecto la ciudad contemporánea.
Podemos conceptualizar esa relación como la de una desterritorialización del campo de concentración (Peris Blanes, 2005, pp. 90-102) que resalte la genealogía histórica entre los recintos físicos situados al margen del derecho —en los que los individuos pasaban a ser inexistentes en términos legales y podían ser objeto, por ello, de toda clase de violencias— y la deslocalización de esa lógica a una espacialidad no clausurada, que ya no necesita de espacios cerrados y ocultos a la mirada para tener lugar, pero que produce también, aunque de otro modo, las condiciones de inexistencia social de sectores de población. La excepción puede, de hecho, convertirse en regla sin necesidad de confinarse en un espacio físico: en la ciudad actual las zonas de excepción están diseminadas y, más que localizarse en espacios específicos, atañen a poblaciones definidas.
Una sutil modulación opera, sin embargo, entre esos dos momentos y lógicas de desaparición. Durante la dictadura militar, los sujetos expulsados de la ciudadanía a ese agujero negro de los derechos que fueron los centros de detención y tortura lo fueron en virtud de su potencial amenaza política: es decir, fueron percibidos por el poder militar como enemigos internos en una guerra de nuevo cuño y, por esa causa, extraídos del ámbito de protección que, en teoría, debía asegurar el Estado. Sujetos individuales y selectos, pues, portadores de proyectos de transformación social, fueron laminados y extirpados de las zonas normalizadas de la existencia como parte de una estrategia de control social y aniquilación de la oposición política. No hay duda de que algo de esa lógica pervive en las dinámicas represivas de los gobiernos contemporáneos del Cono Sur. Pero la lógica mayoritaria es otra. No se trata, ya, de una exclusión punitiva e ideológicamente motivada, sino de una dinámica masiva de expulsión social que, simplemente, corta las vías de acceso a la ciudadanía a capas de población carentes de la posibilidad de acceder a las instituciones que proveen de identidad y condiciones de existencia dignas. Se trata, pues, de una expulsión a esas zonas de la existencia que solo pueden ser comprendidas y expresadas a través de imágenes de negación: las que constituyen el “vacío social” (Barel 1983) y quedan, por tanto, fuera del “reparto de lo sensible” (Rancière, 2009). Podemos pensar, pues, que la desestructuración de la idea de ciudadanía que tuvo lugar en las dictaduras militares habría sido refuncionalizada, en el Chile postdictatorial, para la gestión de poblaciones en un contexto de fuerte incremento de la desigualdad. Como pegamento de ambas dinámicas, un estado de shock sostenido en el tiempo, en el que la aplicación brutal de la violencia formó parte de un dispositivo conjunto de transformación, estrechamente vinculado a la transformación del sistema económico, a la reorganización de la vida pública y a la desarticulación de lo social como espacio de “aparición” política de la población. De la desaparición originaria, pues, a la desaparición social (Gatti, 2020).
Invisibles, desharrapados, carentes de nombre… los personajes que transitan Lumpérica han sido excluidos del reparto de lo sensible, carecen de contornos claros, identidades o representaciones que los puedan cifrar. Forman parte de ese vacío social que Yves Barel define como “lo que ocurre en ciertas partes del cuerpo social que, o bien no son reconocibles ni visibles para otras partes del cuerpo social (…) o bien son sentidas por ellas como una fuente indistinta y confusa de peligros y amenazas” (1983, p. 160). Es por ello que la novela de Diamela Eltit renuncia a representarlos de forma directa y transparente y, por el contrario, trata de experimentar con un lenguaje narrativo quebrado para dar cuenta, a partir de retazos, flashes y girones de lenguaje, de esas existencias dislocadas y sacadas de quicio y, en buena medida, carentes de una voz audible y registrable por la sociedad.
La canción de Manu Chao con la que abríamos esta reflexión trataba, de hecho, de construir, ficcionalmente, la voz de un desaparecido social, en un esfuerzo por instalar en el imaginario global una representación más o menos definida de esa figura esquiva. Más atenta a matices, lo había intentado pocos años antes Diamela Eltit, tratando de capturar en El padre mío (1989) la singularidad de una voz desarticulada por la violencia y la exclusión social. Si el testimonio había sido el código discursivo en el que se expresaron mayoritariamente los afectados por la tortura política y la desaparición —los familiares cuyos mundos de vida se vieron quebrados por ella (Peris Blanes, 2015)— Diamela Eltit se preguntó por el tipo de discurso que podía ser el propio de estas lógicas de desaparición social. Implícitamente, Eltit desplazaba la pregunta que había atravesado a buena parte de las prácticas testimoniales de las décadas pasadas: ¿puede hablar el subalterno? (Spivak, 2003). Si este era definido como aquel que carecía estructuralmente de las condiciones para hacer oír su voz en el espacio público, ¿cómo evaluar las formas concretas en las que las comunidades subalternas, a pesar de todo, construían discurso, utilizando para ello, a menudo, los esquemas discursivos, los lenguajes y las formas narrativas de aquellos actores sociales que les subalternizaban?
Implícitamente, pues, Eltit desplazaba la pregunta hacia estos términos: ¿puede hablar un desaparecido social?, ¿cuáles serían sus condiciones de expresión y las condiciones de audibilidad de su lenguaje? Esas eran las preguntas que parecían sostener la reproducción —tras grabación en magnetofón— del habla real de una de aquellas personas a las que la violencia económica y social de la dictadura había expulsado totalmente de la ciudadanía. Su “testimonio imposible” se articulaba en torno a una palabra delirante y quebrada, a la vez acusadora y autorrecusatoria, instalada en la incongruencia e imposibilitada de articular una cierta continuidad narrativa. El discurso del protagonista de El padre mío, por tanto, dejaba entrever una subjetividad desestructurada, atravesada por lógicas del sentido imposibles de recuperar desde un lugar de escucha normalizado. Su testimonio de la desaparición, pues, no daba cuenta tanto de una situación determinada de vida ni de unas condiciones de existencia que, tras la lectura del texto, permanecían difusas, sino de un lugar de enunciación dislocado, atravesado por la violencia e incapacitado para reproducir las lógicas del habla de la sociedad normalizada. El padre mío testimoniaba, por tanto, de la imposibilidad de narrar de forma coherente los mundos de vida de la desaparición social; esto es, de reconectarlos con los marcos de comprensión social de los que han sido expulsados.
Sin embargo, Eltit describía el movimiento vital de esas zonas de exclusión radical “como una suerte de negativo —como el negativo fotográfico—, necesario para configurar un positivo —el resto de la ciudad—, a través de una fuerte exclusión territorial para así mantener intacto el sistema social tramado bajo fuertes y sostenidas jerarquizaciones” (Eltit, 1989— 11). De alguna forma, ese discurso quebrado y profundamente dislocado, ese testimonio de la imposibilidad, puede capturar de forma más precisa que cualquier otro discurso la naturaleza profundamente violentada de la ciudad actual:
Es Chile, pensé.
Chile entero y a pedazos en la enfermedad de este hombre; jirones de diarios, fragmentos de exterminio, sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos. Es una honda crisis del lenguaje, una infección en la memoria, una desarticulación de todas las ideologías. Es una pena, pensé. (Eltit, 1989, p. 17)
Quizás en esa palabra desvencijada, golpeada en su congruencia por el shock social, podamos hallar un rasgo esencial de nuestras sociedades contemporáneas: que en el reverso de nuestro orden social laten poblaciones enteras que no somos capaces de ver ni de escuchar. Formas nuevas de desaparición, pues, que deberemos tratar de comprender y analizar, aun a sabiendas de que su condición estructural es, precisamente, la de no dejarse ver, oír ni comprender.
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