Tucson, Arizona, se sitúa en pleno desierto de Sonora, ese que comienza (o acaba) en México, que conecta ambos países y que recorren miles de migrantes, en su gran mayoría mexicanos y centroamericanos, en su itinerario hacia los Estados Unidos. Tucson, como otras ciudades en la frontera mexicano-estadounidense, no es necesariamente un puerto de llegada, sino un cruce de caminos no sólo de ida, sino de ida y vuelta1. Ese desierto atraviesa esta ciudad marcándola; en él penetran muchos migrantes, pero de él no se sabe cuántos salen. Algunas personas llegan en efecto a su destino, lo comunican a sus familias y se incorporan al mercado de trabajo como mano de obra barata, generalmente, indocumentada. Otras mueren en el desierto por “exposición natural” a los elementos (Rubio-Goldsmith, McCormick, Martínez, y Duarte, 2006; Schindel, 2018, 2019a2). Otras más son capturadas por los agentes de control fronterizo (Boder Patrol/Patrulla Fronteriza) y enviadas a centros de detención de migrantes o deportadas al otro lado de la frontera, a menudo a lugares diferentes al punto de cruce, donde han de hacerse invisibles a las autoridades gubernamentales y el narco. En general quedarán en un estado de indefinición, ni vivos ni muertos (Irazuzta, Martínez y Schindel, 2019); quizás desaparecidos.
Llegamos a Tucson con una hipótesis confirmada (empíricamente) en nuestro haber: que la categoría desaparición había salido de su territorio de origen, las dictaduras del Cono sur latino-americano y especialmente Argentina (Dulitzky, 2019), y había circulado internacionalmente transnacionalizándose (Gatti, 2017). En esa circulación, la categoría se adaptaba a las situaciones locales y concretas —es el caso de Colombia, también el de México (Gatti e Irazuzta, 2019)— a pesar de no coincidir exactamente con la definición jurídica ni con lo que le dio origen. Aunque se pueda cuestionar si desaparición es el concepto apropiado (Anstett, 2017), o al menos apropiado para algunos casos (Ferrándiz, 2010; Gatti, 2011; Mandolessi, 2014), es innegable que este es usado hoy para situaciones muy lejanas a esas “originarias” (Gatti, 2020), entre otras, las migraciones en el Mediterráneo3 (Schindel, 2019b), pero también para el tránsito entre México y EE.UU. (Kovic, 20184; Reineke, 2016a). Esto que se discutía en el ámbito académico se apoya en la empiria: tanto en México como en el Mediterráneo se usan las categorías desaparecido y desaparición para hablar de los migrantes que cruzan la frontera y de los que no se tiene noticia5. Pensábamos, por todo ello, encontrarnos con esa categoría en Tucson; que desaparecido y desaparición serían profusamente usados por los agentes que se dedican a la cuestión. No fue así.
En Tucson, a pesar de que encontramos muchos de los elementos que caracterizan al mundo de la desaparición (el dispositivo forense [Anderson, 2008; Aranguren, 2019; Castillejo Cuéllar y Muñoz Marín, 2017; Reineke, 2016b; Reineke y Martinez, 2014], por supuesto, pero también una tupida red de agentes del mundo humanitario, números, mapas y otros dispositivos de búsqueda y conteo, etc.), desaparecido y desaparición no estaban (tan) presentes en el lenguaje de los agentes gubernamentales, no gubernamentales y académicos con los que trabajamos. Por el contrario, desaparecido y desaparición eran solo dos de las muchas maneras usadas para nombrar esa situación sin nombre: la de migrantes en paradero desconocido a raíz del tránsito fronterizo. Lo que allí encontramos fue una panoplia de denominaciones para referirse a la situación por parte de la compleja red de agentes dedicada a estas cuestiones. En este artículo trabajamos sobre los nombres que usan los agentes entrevistados, y los significados que les otorgan, ante una situación que desborda el lenguaje disponible. Con ello, buscamos también abrir tentativamente el debate sobre el desborde de la categoría (jurídica) de desaparición (forzada) frente a fenómenos como las migraciones transnacionales.
El trabajo de campo que da pie a este texto quiso ajustarse a la situación que encontramos en Tucson, caracterizada por la existencia de diversos agentes trabajando desde diferentes posiciones sobre o en torno a las migraciones transnacionales. Estos agentes conforman una compleja y difusa red, en ocasiones conectada, en otras no, que ha tenido, en cualquier caso, que imaginar formas de nombrar lo que sucede con los migrantes que cruzan ese desierto, pero también lo que acontece a aquellos que son detenidos en esa travesía, incluso a quienes son detenidos y deportados. En Tucson, desde hace ya varias décadas, algunas organizaciones no gubernamentales, confesionales en su mayoría, profesionalizadas en algunos casos, y en general vinculadas al amplio y complejo movimiento por los derechos de las personas migrantes estadounidense, han venido actuando con el fin de denunciar las muertes de migrantes y paliarlas en la medida de lo posible (son internacionalmente conocidas acciones como poner a disposición de los inmigrantes bidones de agua en el desierto de Sonora). A esta red no gubernamental se une la acción gubernamental, no siempre con ese fin humanitario, sino principalmente con el de controlar, con prácticas represivas, el flujo migratorio irregular. Entre estos dos agentes encontramos a académicos que desde principios del milenio comenzaron a analizar los datos disponibles sobre cuerpos y restos encontrados en el desierto.
La complejidad de la red no hace fácil comunicarla, pero en concreto, el trabajo de campo se realizó con los siguientes agentes. Entre los actores gubernamentales: el Pima County Medical Examiner Office (PCOME), servicio del condado encargado de la recepción, examen e identificación, cuando es posible, de los cuerpos y restos humanos que allí llegan; la Patrulla Fronteriza (Border Patrol) que ha mantenido registros y ha producido estadísticas sobre las muertes de migrantes a lo largo de la frontera con México desde que en 1998 se estableció un sistema de seguimiento llamado Iniciativa de Seguridad Fronteriza (BSI en sus siglas en inglés); y los Consulados de México, Guatemala y El Salvador, que juegan un rol importante conectando familias que buscan a sus seres queridos. Entre los agentes no-gubernamentales, entrevistamos a: Coalición de derechos humanos, Colibri-Center for Human Rights, Humane Borders/Fronteras Compasivas, Kino Initiative, No More Deaths y Samaritans. Cada una de estas organizaciones tienen un fin diferente, pero destaca la ayuda directa a los migrantes en tránsito y la denuncia de los abusos de las políticas migratorias. Finalmente, el actor académico que consultamos fue el Binational Migration Institute (BMI) de la Universidad de Arizona establecido en 2004 en el seno del Departamento de Mexican American Studies, pero que llevaba funcionando informalmente desde unos años atrás. El instituto se financia gracias a aportaciones de fundaciones privadas y trabaja al tiempo con agentes gubernamentales (los forenses del PCOME) y no-gubernamentales (ONG y colectivos comunitarios). Con todas esas entidades nos reunimos durante el trabajo de campo realizado entre los meses de agosto y septiembre de 20176.
Migrantes, restos, UBC, cuerpos en el desierto, unidentified y unknown, migrantes desaparecidos, John/Jane Doe, persona fallecida, missing son las formulaciones más habitualmente usadas por los agentes entrevistados para hablar principalmente de migrantes que cruzan el desierto de Sonora y Arizona y de los que no se tiene noticias. Desaparecido o desaparición es sólo una forma más y minoritaria de nombrar esa situación, y, en general, no funciona sola, sino acompañada por otros nombres como el de migrantes. Además, como veremos, cada formulación no es acuñada solo por un agente, o tipología de agentes, sino que cada uno usa varias y con diferentes significados. Esto muestra que en Tucson estamos ante una situación para la que no hay un nombre que haga justicia a su complejidad; la situación desborda los conceptos y categorías disponibles.
La fórmula más comúnmente utilizada es la que refiere al fenómeno general que no es otro que el de las migraciones. Así, casi todos los agentes consultados —desde los gubernamentales y/o institucionales (Patrulla Fronteriza, PCOME) hasta aquellos no gubernamentales (Colibrí, Samaritans, No More Deaths, Humane Borders, Kino Initiative), sin olvidar el instituto universitario BMI— hablan de migrantes o migraciones. Las migraciones y la violencia son fenómenos constitutivos del lugar desde que Tucson (Arizona) se transformara en territorio de la Unión Americana (1848). Pero fue el endurecimiento de las políticas migratorias a partir de la década de 1990, la militarización de la frontera a raíz de la política de seguridad nacional post 11 de septiembre de 2001 y la popularmente llamada “lucha contra el narcotráfico” lo que exacerbó esas tendencias de larga data y transformó este lugar en un espacio de muerte de migrantes (Cornelius, 2001, 2005).
En concreto, las organizaciones no gubernamentales hablan de migrantes porque ese es su objeto de trabajo: buscan principalmente apoyarles en su tránsito para evitar su muerte, también les apoyan cuando reciben la orden de deportación y especialmente cuando van a ser expulsados. Un ejemplo de ello es la organización Samaritans: un grupo de voluntarios, la mayoría personas jubiladas, que hacen salidas al desierto para dejar bidones de agua, y en ocasiones comida, para esos “migrantes en tránsito” y que forman parte de la misma iglesia declarada santuario desde la década de los ochenta que ha acogido a varios migrantes para evitar su expulsión. También el Binational Migration Institute habla de migrantes, sin apellidos, al ser su objeto de estudio, aunque ahora trabaje principalmente sobre migrantes muertos analizando los datos de cuerpos y restos que llegan a la oficina del forense (PCOME). A partir de aquí, el resto de agentes que usan migrante o migraciones los han de adjetivar, darles un apellido. Así la Patrulla Fronteriza, dado que su misión es, además de la lucha contra el terrorismo y el tráfico de personas, principalmente el control de las fronteras, habla de “migraciones ilegales”: “nuestra misión principal es contra el terrorismo y la entrada de illegal aliens”, nos dice uno de sus agentes. La lucha contra las migraciones ilegales no es sólo un mandato por ley para esta agencia, sino que, según lo pudimos constatar durante la entrevista, esta tarea profesional se reivindica como tarea moral: su lucha contra las migraciones ilegales y la protección de fronteras es una lucha a favor de la vida: “queremos proteger las fronteras. (…) No queremos inmigración ilegal, pero no creemos que cruzar la frontera deba ser una sentencia de muerte. No queremos que alguien muera por la decisión que tomó de cruzar la frontera de manera irregular o ilegal”.
Esta idea, que liga migración y posible muerte, se constata de manera clara en el añadido de muerte junto a migrante —muertes de migrantes/migrant deaths— que propone un sociólogo del Binational Migration Institute. Esta adjetivación se explica porque uno de los principales objetos de estudio del instituto no son las migraciones en general, sino las muertes de migrantes o la muerte en contexto de migración. De hecho, este instituto ha realizado el primer conteo científico de migrantes muertos en este sector de la frontera creando una base de datos con información desde 1990 hasta 2013 y calculando, entre otras cosas, el porcentaje de muertes en relación con el número de detenciones de migrantes en la frontera (Rubio-Goldsmith, et al., 2006; Martínez, Reineke, Rubio-Goldsmith y Parks, 2014). Desde finales de 1990 llevan contabilizando esas muertes, pero solo apoyados en estimaciones publicadas en periódicos locales de Tucson. No fue hasta 1998 en que la Patrulla Fronteriza comenzó a contabilizar de manera sistemática los cuerpos y restos encontrados por sus agentes en el desierto que ese conteo científico pudo realizarse. Hablar de “migrantes muertos” responde a que referir al fenómeno general —las migraciones, los migrantes— no parece suficiente a la hora de calificar lo que sucede en la frontera, es necesario darle un apellido o adjetivarlo. Pero el adjetivo, muertos, cierra un estado —el del migrante del que se desconoce su paradero— que es por sí mismo abierto. Si ese cierre se explica porque el Binational Migration Institute trabaja con datos de restos humanos del PCOME, no deja de sorprender cuando esa referencia se generaliza: cualquier migrante del que no se sabe su paradero es, en Tucson, un (migrante) muerto.
Pensábamos durante el trabajo de campo y su posterior análisis que desaparición y desaparecidos podrían ser una opción precisamente porque no clausuran un estado que es incierto; recordemos que el estado de indefinición entre la vida y la muerte es propio del concepto de desaparición (Gatti, 2008). Pero no fue el caso. Quizás por ello, otros agentes optan por hablar de “restos”, formulación menos conclusiva que la de muertos. Y lo hacen tanto quiénes actúan para reducir o eliminar el fenómeno que los produce, las migraciones internacionales (Patrulla Fronteriza), como quiénes buscan acompañarlo y darle asistencia (No More Deaths, Samaritans, Humane Borders, Kino Initiative, Consulado Mexicano), e igualmente quienes lo investigan (Binational Migration Institute). Hablan de restos para referirse a los restos humanos, a “cuerpos en el desierto”, pero también a los restos no-humanos (objetos) que constituyen rastros de una vida que fue y que ya no es o no se sabe si es (De León, 2015).
Los segundos, los restos no-humanos, son mayoritarios y con los que se enfrentan especialmente los agentes que “salen al desierto”. Lo que para la Patrulla Fronteriza es basura (así nos lo dicen en la entrevista), para las ONG es muestra de las vidas que atravesaron el desierto y que de las que se desconoce su suerte (fuera esta llegar a su destino, haber sido detenidos o deportados, conseguir santuario, o morir en el desierto). En cualquier caso, esos restos no-humanos se recogen, pero el contraste de lo que se hace con ellos es notable. La Patrulla Fronteriza recoge “esa basura” en sus patrullas de control migratorio. En el hall de entrada de su sede en Tucson, donde nos reciben para la entrevista, tienen una vitrina con esos restos no-humanos. A nuestra llegada, mientras hacen un chequeo de nuestras identidades, nos enseñan la vitrina para mostrar las argucias de los migrantes y los coyotes (“ahora usan bidones de agua negros porque no reflejan la luz”). En esa vitrina hay prendas de ropa de camuflaje, estatuillas de la “Santa Muerte”, de la que se supone son devotos los narcos y traficantes de todo tipo, cuchillos, algunas insignias (falsas), billetes y monedas, etc. Esta vitrina (ver figura 1) muestra a los migrantes cruzando la frontera en un marco delincuencial asociándoles, por la disposición de “restos”, con el trafico de drogas.
Figura 1
Vitrina en las instalaciones de la Patrulla Fronteriza (Border Patrol), Tucson (Arizona)
Radicalmente diferente, opuesto incluso, es lo que hace una artista, miembro de la organización Samaritans, que ha hecho algunas exposiciones con objetos que encuentra en el desierto en sus salidas para dejar bidones de agua a los migrantes (figura 2). Solo trabaja con aquellos objetos que ella misma encuentra pues necesita crear una “conexión espiritual con el objeto y eso se lo proporciona el desierto”, nos dirá. En ocasiones presenta el objeto en sí mismo, sin transformarlo, en otras hace un trabajo artístico en torno a él, incluso usa algunos restos para reconstruir historias de vida (únicas o compuestas, ficticias o semi-reales) de su posible dueño. En cualquier caso, lo que le interesa a esta artista es “transmitir la dignidad de los migrantes y nuestra compartida humanidad con ellos”.
Si la Patrulla Fronteriza hace de su colección de restos una vitrina de la lucha contra la delincuencia y los aliens, es decir, representa al migrante como otro moralmente reprensible (ver figura 1), el trabajo de esta artista procura hacer lo contrario (ver figura 2): construir un espacio de común humanidad con personas representadas como próximas y no como extraños ni moralmente deleznables.
Figura 2
Obra de artista y activista de Samaritans a partir de una zapatilla encontrada en el desierto de Sonora (Arizona)
Los restos humanos también forman parte del paisaje del desierto, aunque son menos comunes de ver “por suerte”, como nos dirán en varias entrevistas. Resto humano al que estos agentes también se refieren en general con otros nombres: “persona fallecida”, “persona que se presume fallecida”, “cuerpos”, incluso “cuerpos en el desierto”. Un migrante en el desierto es principalmente un resto, un cuerpo en el desierto, un migrante muerto, una persona fallecida, en definitiva. No hay duda. El resto humano desambigua lo que el resto no-humano dejaba en incertidumbre. Y es que con lo que trabajan muchos de estos agentes (PCOME directamente; consulados, Colibrí e BMI, indirectamente) son migrantes muertos y su misión es dar un nombre, una identidad a esos cuerpos (Gatti, 2008). Especialmente centrales en esa tarea son la oficina del forense, la organización Colibrí y los consulados. Los forenses se encargan de recoger muestras de ADN de los restos y cuerpos, cuando se puede, y cruzarlos con las bases de datos de familiares que buscan a seres queridos que gestionan la organización Colibrí y los consultados. “Si podemos saber quiénes son, podemos notificar a sus familias”, dicen desde la oficina del forense, pues de lo que se trata es de “devolver los restos a los familiares de la manera más rápida posible para que le ‘den un último adiós’”, indican desde el consulado mexicano. Algunos forenses se refieren, como es común en esa profesión, a esos restos humanos como John/Jane Doe, que era el nombre que se empezó a dar en Reino Unido hace dos siglos cuando se encontraba un cuerpo que no se podía identificar. No es el frío número o la nomenclatura que recibe todo resto, cuerpo o cadáver en un servicio forense, pero es tan anónimo como dichas numerizaciones, pero tampoco termina por aunar lo que fue escindido por esa muerte: el cuerpo con su nombre (Gatti, 2008). Por ello, desde el consulado mexicano insisten en que: “Yo me encargo de ponerle nombre a ese John Doe y hacer la repatriación. Es básicamente esa mi función”.
La certeza que el resto (humano) procura a los agentes consultados en Tucson quiebra con la categoría tecnificada más nativa y propia del lugar: UBC. Las siglas UBC corresponden, según qué agente las utilice, a Undocumented (Indocumentado), Unauthorized (No autorizado) o Unidentified (No identificado), pero siempre refiere a Border Crosser (el que cruza la frontera). Para quiénes el objeto de trabajo son las migraciones —estamos hablando de la Patrulla Fronteriza o los investigadores del BMI— la U refiere a indocumentado o no autorizado, esto es, a migrantes que han entrado al territorio estadounidense sin permiso. Sin embargo, para el forense, y sobre todo para los miembros de las organizaciones no gubernamentales, la U remite a Unidentified (No identificado). Si entre estos segundos la referencia a la muerte es clara —están pensando en restos humanos que no han sido identificados, aquellos “cuerpos en el desierto” para los que aún no se ha recuperado su nombre (se les sigue llamando John/Jane Doe)—, no lo es tanto cuando la U refiere a indocumentado o no autorizado. O no debería serlo. “El que cruza la frontera indocumentado o no autorizado” es, en principio, simplemente un migrante; podría ser uno muerto del que se encuentran sus restos, pero también uno en paradero desconocido, uno que ha sido detenido o deportado, o simplemente un migrante indocumentado que llegó a su destino. Esta falta de certeza sobre el estado de vida o muerte de “ese que cruza la frontera indocumentado o no autorizado” la mantiene abierta la Patrulla Fronteriza, pero la vuelve a clausurar, lógico por su objeto de trabajo, el ex director de la oficina del forense (PCOME): “UBC hace referencia a una persona, que creemos, está aquí, viene de otro país, sin documentación, que murió en el tránsito, viniendo a este país”.
Desaparecido o desaparición no forman, entonces, parte del vocabulario común en este lugar, no es una de las formulaciones usadas en esta compleja panoplia de nombres y fórmulas. O sí, si en lugar de referirnos a su fórmula directa en inglés (disappeared, disappearance) nos focalizamos en su forma más nativa: missing. Es, de hecho, común el uso de missing o missing migrants entre algunas ONG. También usan esa formulación, entre muchas otras, un sociólogo del Binational Migration Institute o un agente del servicio forense. De hecho, durante las entrevistas muchas personas utilizaban constantemente missing (así, en inglés) aun cuando la conversación era en castellano. Así lo hace un agente del servicio forense: “recogemos saliva de familiares de los missing para procesar ese ADN”. ¿Es lo mismo missing y desaparecido? nos preguntamos y preguntamos. No, nos dirá con rotundidad la directora del Binational Migration Institute; es necesario distinguir ambas categorías para hacer un uso conceptual apropiado de ellas. Desaparecido o desaparición, implica, en palabras de esta académica, que hay un causante identificado o identificable que tiene que ser el Estado remitiendo así al concepto originario de las dictaduras Latinoamericanas (Díaz y Gutiérrez, 2009; Gatti, 2017) y que tipifica la convención de la ONU (2006). No es eso “lo que sucede aquí en la frontera”, nos dirá la directora del instituto; “cuando las personas mueren en el desierto, en el río, no es responsabilidad directa de la acción estatal”7. Ahí está la zona de corte para esta académica, lo que dibuja el límite a la transnacionalización y el uso de las categorías desaparecido y desaparición. En Tucson no se opta, como en México o el Mediterráneo por prescindir del adjetivo (forzada) y hacer funcionar el concepto, sino que se buscan otros nombres (Citroni, 2018).
No es esto lo que reivindican otros agentes en el lugar, aunque sean minoritarios. Es el caso, principalmente, de Robin Reineke, directora de Colibrí-Center for Human Rights que apuesta por el uso de desaparecido, o de su traducción “directa” al inglés disappeared. Es potente el razonamiento de Reineke:
I use the term los desaparecidos, or “the disappeared,” to describe the missing. I do this because it is the terms family members use when speaking of their missing loved ones and because the term draws historical links between Latinos missing on the border and those who were forcibly disappeared in Latin America throughout the latter half of the twentieth century. (2016a, p. 133, cursivas en el original)8
En un sentido similar se pronuncia un reverendo cercano a la organización Samaritans y uno de los fundadores del Movimiento de las ciudades santuario en los 80 cuando le invitamos a pensar sobre la situación en Tucson desde el concepto de desaparición: los migrantes, nos dirá, tienen cualidades que eran propias de la desaparición de las dictaduras del Cono Sur, su invisibilidad e invisibilización principalmente.
Ambos actores terminan trazando una genealogía entre los desaparecidos de las dictaduras militares de los 70 y 80 en el Cono Sur y los migrantes de los que no se tiene noticias. Genealogía que se sostiene en un mismo argumento: más allá del nombre que usemos (desaparecido, missing, UBC, resto…), tanto aquellos como estos están atravesados por ciertos elementos que comparten: pérdida ambigua, duelo inacabado para las familias, experiencia límite, dislocación de cuerpo y nombre, invisibilización, irrepresentabilidad, indefinición sobre el estatuto de vida o muerte, quiebre del sentido (Gatti, 2008). Y, como hemos mostrado en este texto, estos activan los mismos saberes y expertos que aquellos: forenses, agentes humanitarios, cuentas, estadísticas, etc. Por ello, para estos dos actores, la desaparición (de migrantes) quizás no sea forzada, pero es desaparición.
“No sabes si fallecieron en el cruce, si fueron secuestrados, no sabes nada”, afirma un sociólogo del Binational Migration Institute. Esa falta de certeza, esa incertidumbre en torno al paradero de los migrantes no se traduce en un uso generalizado, por los agentes entrevistados en Tucson, de las categorías desaparecido o desaparición como pensábamos que sucedería. Sosteníamos esta idea en varios motivos: primero, porque la empiria nos confirma que esa categoría está siendo usada en situaciones muy numerosas, incluyendo algunas similares a las de Tucson, esto es, en contextos de tránsito migratorio (Kovic, 2018; Schindel, 2019b); segundo, porque en ese lugar, como en otros que se han analizado con la categoría desaparición, el estatuto de vivo o muerto era una incertidumbre; finalmente, y, sobre todo, porque en Tucson se replican muchos de los elementos propios a las desapariciones (separación de cuerpo y nombre, centralidad de la disciplina forense, prácticas de búsqueda y de conteo, quiebre del sentido, etc.). Ahora bien, en Tucson, los agentes con los que trabajamos en nuestra investigación hacen en general uso de otras fórmulas que consideran más ajustadas a la situación. Las fórmulas son muchas, tienen significados a veces encontrados; se enfrentan a una situación que parece no poder ser nombrada con un único nombre, que desborda las categorías disponibles.
Queremos plantear, para cerrar este texto, dos hipótesis de por qué las categorías desaparecido y desaparición son menos generalizadas en Tucson que en otros lugares atravesado por un fenómeno similar. El objetivo no es, sin embargo, proponer que debieran usarse, sino mostrar los desbordes de una categoría que, con el paso del tiempo y su transformación en categoría jurídica, quizás se haya naturalizado (Gatti, Irazuzta y Martínez, 2019). La primera tiene que ver con que, en Tucson, al menos entre la mayoría de agentes consultados, se clausura algo que el concepto desaparición, incluso la categoría jurídica desaparición forzada, mantenía abierto: el estatuto vital del sujeto afectado. El concepto original de desaparición, aquel acuñado durante las dictaduras del cono sur latinoamericano, se desarrolla precisamente para mantener esa tensión sobre el estatuto de vida y muerte. En Tucson, dado que muchos agentes se focalizan por su misión en trabajar con “restos”, con cuerpos (los forenses, por supuesto, pero también muchas ONG y la misma Patrulla Fronteriza que en sus salidas al desierto encuentran restos humanos y no-humanos, o el BMI que cuenta los muertos, los cuerpos encontrados), cualquier migrante desaparecido, o en paradero desconocido, mejor dicho, se considera que es muerto.
La segunda hipótesis es que hoy en día cuando se habla de desaparición se hace mayoritariamente referencia (explícita o implícita) a la categoría jurídica de “desaparición forzada” contenida en las convenciones internacionales: aquella definida por la ONU en 2006 en la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas y previamente propuesta por la Organización de Estados Americanos (OEA) en la Convención interamericana sobre desaparición forzada de personas de 1994. Si acudimos a la definición de 2006, tres elementos destacan, como explica Gatti: “una acción cometida por el Estado o agentes para-estatales contra un sujeto que es un individuo, y cuyo resultado produce el detenido-desaparecido, un sujeto extraído del imperio de la ley y sumergido en un espacio en el que la ley no aplica” (2020, p. 32, cursivas propias). En Tucson, y como nos decía la directora del Binational Migration Institute, la categoría desaparición (forzada) no aplica pues no hay un agente causante; la desaparición es causada por las fuerzas de la naturaleza o por accidentes. Lo que sucede en Tucson no es desaparición, no al menos “desaparición forzada”. La categoría de desaparición (forzada) se vio desbordada.
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