Este ensayo confronta con un problema de diversas aristas. El problema es una categoría del derecho internacional, la de “desaparición forzada de personas”, que ha circulado tanto, que sirve ya para pensar y actuar sobre tantas cosas, que corre el riesgo de implosionar, de morir de éxito. Así es, se ha asentado en el campo del derecho internacional, son muchos los instrumentos que habilita, son más los expertos que la conducen por el mundo, y miles los profesionales que sostienen el ejercicio de su oficio en lo mucho que con la categoría se ha podido iluminar. Sin duda, desde que existe, son más las cosas que podemos ver y pensar (y a veces juzgar) de acuerdo a lo que sabe nombrar, un delito aberrante. Ahora, lo que el derecho dice de la categoría ha sido desbordado por la realidad que esa categoría permite pensar, que ha ido mucho más allá. Hoy “desaparecer” ya no es solo lo que surge de una acción estatal o paraestatal ejercida sobre un sujeto que existe en el espacio de la vida en común como un individuo con cartas de ciudadano. Es eso y es más.
Siendo ese el problema, en este texto lo afrontaremos a partir de los interrogantes que derivan de poner en tensión lo que la norma dice sobre la desaparición forzada de personas con cuatro situaciones contemporáneas en las que esta categoría se usa: los indígenas no contactados en Brasil, los migrantes albergados en las casas de migrantes en México, los ciudadanos borrados en República Dominicana, los sujetos sin registro, también en México. En todas estas situaciones ese uso se hace con criterio, aunque en lo que allí ocurre no resuena realmente la categoría “desaparecido” bajo acepciones ya muy institucionalizadas, sino con otras sonoridades ¿Quiere eso decir que la categoría “desaparición forzada” no sirve? ¿Supone eso que las herramientas con las que las ciencias sociales se acercan a estos fenómenos se quedan cortas? No estamos argumentado a favor de abandonar la categoría por haber sido superada por hechos que la desbordan. Lejos de eso, se ha demostrado eficaz en su capacidad de hacer inteligibles fenómenos que no lo eran, en atar en un solo término cosas que antes se movían dispersas, incluso en el establecimiento de estándares de justicia a los que, se alcancen o no, al menos se aspira. Tampoco pretendemos decir que esos hechos no sean de ningún modo iluminados por viejos conceptos e instrumentos de las ciencias sociales: desde el de vulnerabilidad al de pobreza, pasando por los de explotación o exclusión. Estos, y otros, siguen siendo herramientas conceptuales poderosas, pero hace tiempo que sabemos en ciencias sociales que nuestra herencia teórica necesita revisión.
Al usarse el concepto de desaparecido para esas situaciones, los tres, el jurista y los sociólogos que somos, nos vemos interpelados, invitados a repensar las razones de ese uso y a ofrecer caminos de reflexión para poder reajustar el sentido de ese concepto a las situaciones que nombra. A partir del trabajo de interpretación de cámara del jurista combinado con la mirada de campo de los sociólogos1, el texto piensa primero el poder de las categorías del derecho, dibuja luego esas cuatro situaciones que las desbordan a partir de cuatro viñetas etnográficas, tres de ellas apoyadas por trabajo de campo desarrollado directamente para la ocasión, otra construida a partir de trabajo bibliográfico; al final, tímidamente, propone algunas ideas (pocas aún) para seguir pensando a partir de lo que todas las desapariciones tienen en común: sujetos que no cuentan.
La Comisión Interamericana de derechos humanos visitó Argentina en septiembre de 1979 para investigar las innumerables denuncias que habían recibido sobre graves violaciones de los derechos humanos, en concreto sobre la desaparición de personas detenidas por agentes del Estado. En Buenos Aires visitaron la Escuela de Mecánica de la Armada, que se identificaba en las denuncias como uno de los centros clandestinos de detención. Cuando la delegación de la Comisión accedió al recinto de la Escuela la escena del crimen había sido alterada: los marinos habían trasladado a los detenidos a la isla El Silencio, de Tigre, propiedad de la Iglesia católica, habían tapiado una de las puertas de entrada y modificado la planta principal de la residencia de oficiales, donde se ubicaban las salas de tortura, para ocultar el uso que hacían de aquel espacio. Es por ello que los investigadores no pudieron percibir indicios del horror que se había representado en el lugar ni ecos de la humanidad de quienes habían sido ofendidos y humillados. Con base en los testimonios de las familias y de algún superviviente pudieron afirmar en su informe que la República Argentina tenía un grave problema de “personas desaparecidas” que habían sido aprehendidas en operativos de la fuerza pública. Todos los miembros de la Comisión eran juristas, pero todavía no formaba parte de su lenguaje la categoría de “desaparición forzada”.
En ese momento el derecho internacional solo disponía de un concepto consolidado aplicable a esta realidad, el de “persona desaparecida” (missing persons, persons unaccounted for o personnes disparues), que introdujo el Protocolo I de los Convenios de Ginebra de 8 junio 1977, código del denominado Derecho humanitario. Esta noción servía para designar a quienes, combatientes o personal civil, hubieran desaparecido con ocasión de un conflicto armado. Era una categoría limitada a la guerra. No obstante, poco antes de aquella misión a Argentina, en diciembre de 1978, la Asamblea General de la Naciones Unidas había empleado un nuevo término que haría fortuna en el ámbito del Derecho internacional de los derechos humanos: enforced or involuntary disappearances of persons. Lo había hecho en una resolución (A/RES/33/173) donde manifestaba su preocupación por los excesos cometidos por autoridades encargadas de hacer cumplir la ley sobre personas sujetas a detención o prisión, identificando con precisión un fenómeno que habían recogido de las prácticas criminales de las dictaduras de América del sur. Estamos ante el primer instrumento jurídico que nombró la desaparición forzada. Al año siguiente, en febrero de 1980, la Comisión de derechos humanos de la ONU instituyó el Grupo de Trabajo de desapariciones forzadas, el primer mecanismo global temático en materia de violaciones de derechos humanos. A partir de entonces la categoría inició su andadura, con vida propia, hasta ser objeto de una Declaración de la Asamblea General de Naciones Unidas en 1992, de una Convención Interamericana en 1994 y de un Convenio Internacional en 2006. La ejecución sistemática de este delito es un crimen contra la humanidad, según el Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998.
La construcción jurídica vino a iluminar una realidad, repetida en la historia de los horrores, pero hasta entonces no suficientemente conocida ni delimitada. Y a distinguir esta forma de represión política de los Estados contra opositores, insurgentes o disidentes de la mera (desde la perspectiva semántica) desaparición de militares o civiles en el escenario de la guerra. Desaparición forzada es una noción del lenguaje jurídico que designa una situación dramática: la de quien ha sido privado de libertad por agentes del Estado o por personas que actúan con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguida de la negativa a reconocer la detención o el ocultamiento de la suerte o paradero de la persona, a quien se sustrae a la protección de la ley. En su concepción extendida, que ofrece el Estatuto de la Corte Penal Internacional, la privación de libertad puede ser obra también de miembros de una organización política, por lo tanto, de agentes privados. De esa manera el derecho aprehende de la realidad un fenómeno, lo recorta y enmarca, para darle una configuración autónoma, estableciendo de manera sintética los elementos que le otorgan sentido y que lo singularizan: la víctima (el detenido desaparecido), la acción que genera una situación fáctica (la privación de libertad de una persona que es sometida por la fuerza o contra su voluntad), el autor al que se imputa la acción (agentes estatales), la violación de una obligación legal del funcionario que detiene (la negativa a dar información o el ocultamiento del destino de la persona) y una situación jurídica (la víctima queda desprotegida al serle retirada la tutela judicial, la garantía de la vida y la libertad frente a la detención). Y estipula las consecuencias legales de la conducta criminal. Destacan dos. La persistencia de la acción en el tiempo, que constituye una ficción, porque mientras no se descubra al detenido, vivo o muerto, se considera un delito permanente; por ello, el transcurso del tiempo no excluye la responsabilidad del agente. Y que el delito sea imprescriptible, porque si se comete de manera sistemática es un crimen contra la humanidad, y no puede ser objeto de amnistías o de otras expresiones del derecho de gracia, ya que su impunidad resulta intolerable porque ofende a toda la humanidad.
Esta es una de las funciones del jurista: nombra las cosas, descompone sus elementos, recoge sus características relevantes, marca las diferencias y los matices, las clasifica, y articula conceptos, con sus propios presupuestos fácticos a los que imputa determinadas consecuencias. El derecho es una técnica de regulación social, de ahí su carácter prescriptivo, su capacidad para establecer “el deber ser” de las cosas. Para ello es preciso decir previamente lo que son las cosas, describirlas, fijar su “ser”. El jurista elabora discursos prácticos con los que trata de traducir el mundo. El derecho construye entidades que adquieren vida propia, al margen de su correspondencia o disociación con la realidad. La función de la ficción, de la forma “como si”, es adaptar y conservar el derecho a costa de negar o abolir un hecho (Thomas, 2011, p. 152). El derecho pretende la abstracción, elabora categorías que sirvan de continente para aprehender la realidad y ordenar lo social y lo político, mediante formas neutras capaces de cumplir dicha función regulativa. Para ello, opera con diversas técnicas con las que configura una realidad superior, donde habitan presunciones, símbolos y metáforas, como la de la persona artificial, metáfora antropomórfica donde las haya, que ha permitido constituir la razón jurídico política moderna con entidades como el Estado, la persona jurídica o la representación. Conceptos depurados, precisos, artefactos que otorgan sentido a la realidad social. El derecho es un universo simbólico poblado de signos y artificios que sirven para asentar el sentido común, el sentido de justicia en el imaginario colectivo (Ferrajoli, 2011, pp. 32, 346). La doctrina del derecho depende de definiciones y no de experimentos, de la razón y no de demostraciones de los sentidos, y “ni siquiera necesitan que algo exista, sino que se siga algo a su supuesta existencia” (Leibniz, 1991, p. 70). Esa es la fabulosa capacidad performativa del derecho. Y esto es lo que ha ocurrido con la categoría desaparición forzada.
Luc Boltanski ha distinguido las entidades jurídicas de las que tienen naturaleza sociológica y de las entidades narrativas, que servirían al relato periodístico. El derecho, señala, cumple un papel esencial en los procesos de fijación de la realidad, a la que hace inteligible y previsible, al tiempo que permite interpretarla. Para ello requiere de una enciclopedia de entidades o artefactos que reconozca como válidos (2016, p. 275). El sociólogo acude a esas entidades jurídicas, y las examina de acuerdo a criterios de conformidad con la realidad o de coherencia con los modelos que reflejaban o representaban, pero deberá determinar su propia validez con los medios de investigación de los que dispone, diferentes a los del jurista. A partir de ese análisis crítico es fácil comprobar que la realidad de los fenómenos sociales asociados a la desaparición ha desbordado la forma jurídica, que la desaparición forzada es aplicable a la represión de enemigos políticos, pero no se adapta con rigor a las nuevas tipologías de desaparición que:
Ocurren en otros contextos (y) que requieren un replanteamiento de sus contornos. Sólo tenemos que pensar en las desapariciones llevadas a cabo por los grupos del crimen organizado y los cárteles de la droga en México, en muchos casos con la colaboración de funcionarios del Estado. O las desapariciones en contextos de inmigración irregular, tráfico o trata de personas (Dulitzky, 2016)
La cristalización de la categoría jurídica de la desaparición forzada en la Convención de 2006 ya preveía en su artículo tercero las conductas desaparecedoras que fuesen obra de agentes particulares, estableciendo obligaciones de los Estados respecto a las víctimas. Significa que la sombra del Estado se halla presente en las prácticas sociales de la desaparición forzada, porque uno de los elementos importantes de dicha entidad jurídica es la tutela del poder público, el amparo de la ley, que pierde la persona desaparecida en todas las modalidades de emergencia, ya sea a manos de agentes estatales, paraestatales o privados.
Esas modalidades de emergencia se insinúan con frecuencia en múltiples situaciones en las que el Estado no llega, lugares dejados al accionar de las voluntades humanitarias que asisten a personas desposeídas de la protección mínima que los constituiría en seres civiles. Son situaciones que exhiben a unos individuos sustraídos del ámbito del derecho de diferentes formas: unas que los muestran aislados, como en el caso de los indígenas no contactados de Brasil; otras en las que, como en los albergues de migrantes en México, la privación o falta de garantías se da a través de las fallas de registros de identificación que desestabiliza la correspondencia entre cuerpo y nombre de las personas; otra más, como la de los dominicanos de ascendencia haitiana habitantes de los bateyes, en las que los individuos son privados de ciudadanía y por eso “borrados”; finalmente, otra de individuos que nunca han sido registrados, nunca identificados, como lo es la situación de muchos en México que carecen de acta de nacimiento. En definitiva y para todas las situaciones, personas “sin derecho a tener derechos” (Arendt, 2004); una forma de desposesión (Butler y Athanasiou, 2017), fundamental que no comprende la tipificación jurídica de la “desaparición forzada”, pero que se asemeja a esta en sus rasgos esenciales: sustracción del individuo del ámbito de protección del derecho; incertidumbre sobre su destino; formas radicales de desprotección.
En Brasil hace ya tiempo que se instituyó la figura del “indígena no contactado” o “aislado”. Quizás limitarlo a Brasil no sea del todo correcto, pues haberlos los hay por todas partes, en la inmensa amazonia (Perú, Paraguay, Colombia) o en el Pacífico (IWGIA- IPES, 2013). Pero sí es cierto que Brasil, a diferencia de otros países y al menos hasta la llegada al poder del ultraconservador Jair Bolsonaro en enero de 2019, desarrolló para este asunto una institucionalidad específica que problematizaba la singularidad del estatuto de poblaciones que siendo parte de su ciudadanía no lo eran; o que lo eran por no serlo y eso es lo que nos interesa aquí. Mientras en otros muchos casos o no se piensa su diferencia (caso de Bolsonaro que ha declarado que “El indio no puede seguir dentro de un área demarcada como si fuese un animal encerrado dentro de un zoológico” y que son ciudadanos brasileros como los demás) o se la remarca tanto que se los segrega de lo común (como en las reservas de Estados Unidos o Canadá, que confinan al indígena en terrenos acotados, con “los suyos”, separados de la ciudadanía común), en Brasil se cuenta con ellos sin contarlos.
Así es, la singularidad del caso brasilero pasa por el desarrollo de una política pública específicamente orientada a la construcción de un entramado institucional ad hoc, que tiene por principio activo evitar el contacto (cultural, físico, material e incluso visual) con quienes ese sistema concibe, de modo explícito, como una parte de la ciudadanía que tiene el derecho de exceptuarse y el derecho a mantener esa excepción: no deben ser vistos, ni tocados, ni molestados. En cierto modo, tener derecho a no tener derechos. La FUNAI (Fundación Nacional del Indio, creada en los primeros años del siglo XX) y que a partir de 1987 tiene un organismo especial (el departamento de Coordinación General de Indígenas Aislados) es quien debe velar por la integridad de los “no contactados”. Su política pasa por mantener al aislado como tal y evitar el contacto: si se les ve o ven, apartarse; si demandan ayuda, darla sin interferir; si se mueven, desplazar las fronteras del territorio para que el área de preservación de su singularidad de “ciudadanos-porque-no- lo-son” se desplace con ellos.
Aunque el concepto de “aislado” ha sido sometido a crítica y discusión por la antropología del país (por ejemplo, en Gallois, 1992)2, la idea de fondo es poderosa y revela que hay existencias que no deben estar consignadas en el imperial registro de lo común o, más allá incluso, que de estar en él lo deben estar en el lugar ambiguo de los registrados como fuera de registro. Si otros han hablado de quienes fueron expulsados de ese registro (así Tassin [2017] con los “borrados” de toda contabilidad nacional: censo, seguridad social, estadística, caso de los dominicanos de ascendencia haitiana de los que hablamos en otra viñeta), no parece ser este el caso. Al contrario, el acto de ley reconoce aquí su existencia, pero indica que se da bajo la preservación de su derecho a no existir.
Es una paradójica forma de (des)aparecer del espacio público, de aparecer desaparecido casi. Recuerda a otras, como un enunciado más reivindicativo que reflexionado, muy socorrido en la primera década del Siglo XXI (“papeles para los sin papeles“)3, o a figuras como el denizen, una vieja categoría del derecho medieval que reconoce para los extranjeros el acceso a algunos derechos a los que sí pueden acudir los ciudadanos y que, por extensión, puede calificar la restricción de derechos de nacionales precarizados (Standing, 2014), ciudadanos pero no del todo; o como se recoge en la nota de prensa “Desaparecidos en Argentina constarán como tales en el censo electoral”, de 2013, la solicitud de que los desaparecidos argentinos, los originarios, se incluyesen como tales en el censo de aquel país. En todos los casos lo mismo: son contados como incontados.
Las llamadas casas de migrantes, como la de la figura 1, existen en México desde los años 80, pero con el incremento de la migración centroamericana que atraviesa el país en su paso hacia los Estados Unidos, en los últimos tiempos han ido aumentando exponencialmente en cantidad (se calculan actualmente en cincuenta), en las atenciones que brindan y en la dedicación humanitaria hacia esas atenciones. Esas casas o albergues son lugares dispuestos para el refugio y la asistencia a quienes allí se alojan. Proveen instalaciones para el descanso y la recuperación y protegen de la intemperie, de la violencia de grupos armados, de la trata de personas (maras, coyotes, polleros) y de la persecución de las autoridades migratorias. Ofrecen alojamiento por un período de tiempo corto, de uno a cinco días. Por lo general, pertenecen a la iglesia católica, pero también las hay de otras religiones y algunas que son gestionadas por iniciativas civiles. Durante ese corto período de tiempo de estancia de los migrantes, las casas habilitan su existencia como sujetos fuera de la ley. Aunque su presencia, la de las casas, no es ilegal. La Ley de Migración de México de 2011 (LMM, 2011) las contempla de manera algo evasiva en su artículo 76 al limitar el accionar de la verificación migratoria “en los lugares donde se encuentren migrantes albergados por organizaciones de la sociedad civil o personas que realicen actos humanitarios, de asistencia o de protección a los migrantes” (p. 18). Sin ser nombradas como tales, las casas de migrantes quedan instituidas por la ley en la alegalidad, como espacios de excepción en los que la ley prevé que la ley se suspende (Agamben, 2004).
Figura 1
Casa del migrante "La 72", Tenosique.
Fotografía de los autores, septiembre de 2018
En lo que concierne a los propios lugares, considerados en su conjunto, lo que se observa es un mapa de extraterritorialidad presoberana, un archipiélago de múltiples islas de existencia excepcional (Weizman, 2009) que jalona el territorio mexicano de frontera a frontera en una configuración cambiante que sigue el recorrido de los migrantes de sur a norte de México. Vistas en su singularidad, muestran el ejercicio de una ley igualmente excepcional en su interior: reglamentos de normas extrañas al orden jurídico exterior, pero constitutivo de un interior habitado por la desdicha y el afán de protección, materializado en una biopolítica agreste dispuesta para el tratamiento de cuerpos vulnerables. Y en su fisonomía exterior, altos muros rematados por alambres de púas que marcan la línea entre el afuera de peligro y el interior de refugio. Un internado: “institución total” que aloja un conglomerado humano marcado por la división entre asistentes y asistidos (Goffman, 2001). La estampa es premoderna; evoca un santuario medieval (Bagelman, 2016), aunque enclavado en un territorio de modernidad liberal.
En lo que hace a los individuos que las casas alojan, son sujetos legalmente producidos como vulnerables, sustraídos de la norma normal del Estado de derecho. Así construidos por la propia ley mexicana de migración, que se concibe a sí misma en el marco de los derechos humanos (artículo 2) e instituye la figura del defensor de derechos humanos (artículo 3, fracción IX), que sanciona el derecho a migrar (artículo 7), y que concibe a los migrantes como “víctimas del delito” (artículo 2) penalizando a quien trafique con personas indocumentadas por el país. Todo ese entramado de legalidad hace de los migrantes en tal situación una suerte de “sujetos imposibles” que, como los caracterizó Ngai estudiando a los indocumentados en Estados Unidos, son “una realidad social y una imposibilidad legal” (2004, p. 9). Son sujetos desposeídos por la propia norma, que los priva de los derechos del Estado de derecho al constituirlos como sujetos de derechos humanos. Para el Estado no cuentan. No hay soporte de identificación para el registro. La correspondencia entre sus nombres y sus cuerpos es inestable, intermitente, entre casa y casa. Allí, en las casas, es donde cuentan y son registrados; afanosamente, además: cada una de las casas registra el ingreso (nombre, fotos, procedencia…); algunas comparten los datos con pretensión de documentar e incluso denunciar abusos4; también cuenta y registra el ACNUR, presente con oficinas e instalaciones de alojamiento en ciertas casas, a los solicitantes de asilo… Así que, no es que no cuenten. Al contrario, las cuentas y los registros son muchos y variados. Son muchos los agentes que cuentan y son varios y diferentes los registros. Lo peculiar del asunto es que no hay UNA cuenta, lo que hace inestable e intermitente la identidad de las personas. Las cuentas, y por tanto los números, no son incuestionables. Por el contrario, hay que preguntarse, como lo hace Judith Butler, “bajo qué condiciones un número cuenta y bajo qué otras los números son algo incontable” (Butler y Athanasiou, 2017, p. 126), puesto que “contar” es tanto “ser sujeto de un cálculo aritmético” (2017, p. 126), como ser tenido en cuenta, importar. Las condiciones en las que las cuentas de estos migrantes se producen son, entonces, humanas, en tanto que entran dentro de la racionalidad humanitaria, paralegales, puesto que están al margen de un “registro civil”, excepcionales, por tanto. Nada de derecho; “pura señoría del hecho” (Agamben, 2004, p. 29). Desaparecidos como civiles que aparecen como humanos, ajenos al reino de la ciudadanía de la teoría política liberal, en esos espacios de excepción que son las casas de migrantes. Son individuos descivilizados, sustraídos de la protección jurídica, excepcionales. Y son muchos. El fenómeno es masivo.
Haití y República Dominicana y ambos juntos en La Española son lugares atravesados por enormes brechas. Así parece serlo desde su constitución como países independientes, hasta su diferenciación étnica, pasando por la historia de sus relaciones mutuas, o la construcción de mitos fundacionales y de narrativas de identidad propias. En todo ese recorrido, la extrema violencia es un protagonista regular —masacres de esclavos, levantamientos y rebeliones, represión de los Tonton Macoutes, dictaduras crueles en uno y otro país, matanzas de haitianos del lado dominicano de la isla (Franco, 2003)—; también lo es la explotación laboral y la pobreza. Y la raza, asociada a las dos anteriores, estructural en todo el Caribe, central y visible desde siempre en Haití, al menos desde que Haití es Haití, y no menos en República Dominicana, aunque de otro modo, uno en el que la construcción de la mística de la singularidad local se coloca en la estirpe de los fundadores, la hispanidad y lo blanco, y deja para Haití y los haitianos lo que se lee como sus opuestos: la esclavitud, la africanidad, lo negro.
En ese contexto, dentro de una distribución de faena propia de la economía colonial que asignó a cada parte de la isla un lugar en una cadena de producción que la trascendía (Lemoine, 1981), a Haití le correspondió la tarea de generar contingentes de mano de obra esclava y/o barata y a la República dominicana, caña de azúcar. Negros y plantaciones; de ambas cosas, cada país era un monocultivo, la impresión es que en mucho cada uno todavía lo es. En la primera década del siglo XX y hasta los años setenta la proletarización de la mano de obra esclava llevó a que en el marco de acuerdos “de alto nivel” las plantaciones de caña dominicanas contratasen a trabajadores temporeros haitianos para la recogida de su producto. El contrato incluía la manutención en unos espacios singulares, dentro de la propia plantación, muy precarios, los bateyes (ver figura 2). Aunque temporeros, muchos de los trabajadores contratados quedaron en esa parte de la isla, siempre en el batey. Y allí vivieron tiempo, tuvieron hijos, ya nacidos en República Dominicana, ya dominicanos. El batey era su único espacio de existencia posible, también su gueto. Sigue siéndolo: hoy hay más de 300.
Figura 2
Batey "El Seibo", República Dominicana.
Fotografía de los autores, noviembre de 2018
Para toda esa población, en septiembre de 2013, el Tribunal Constitucional de la República Dominicana dictó una sentencia que les privaba de su nacionalidad; la medida afectó a varias generaciones (Amnistía Internacional, 2015). Por efecto de la aplicación de esa sentencia, de repente, miles de personas no solo se vieron en riesgo de ser expulsadas del país en el que nacieron y del que habían sido ciudadanos hasta entonces, sino que además quedaron instaladas en un estado de apatridia sin salida: no eran ya más ciudadanos dominicanos, pero tampoco lo eran haitianos, país que muchos ni conocían y que ni los reconocía. Expulsados de la ciudadanía. Dejaron de existir civilmente: fuera del batey nada era posible para ellos, ni estudiar, ni ser atendidos médicamente, ni casarse. Algunos, los que pudieron demostrar documentalmente haber nacido en la parte dominicana de la isla (registro de nacidos vivos, anotaciones de hospitales o matronas…) pudieron recuperar su nacionalidad, aunque fueran reinscritos en el registro como nuevos ciudadanos, son los que llaman “Grupo A”. Otros no, y siguen aún en el limbo de la inexistencia administrativa, fuera de lo que, con Judith Butler, podríamos llamar “el espacio de aparición” (2017), ese de la existencia en sociedades que como las nuestras articulan su idea de subjetividad, identidad, existencia o vida a partir de lo que la ley dice de estas entelequias.
En su magnífico La desaparición en las sociedades liberales, Etienne Tassin define así a lo que llama borrados (erased): “Se ha dado el nombre de borrados a los seres privados de existencia política porque han sido privados de sus derechos políticos o han sido borrados de los registros de ciudadanía” (2017, p. 106). Es el caso de los “dominicanos de ascendencia haitiana”, borrados de todo registro. Si, como afirma Jenny Edkins, es con relación al registro que la desaparición se juega —ser desaparecido es estar fuera de cuentas (Edkins, 2011)—, estas personas lo están: somos “desaparecidos civiles” dicen, “muertos en vida”, “zombis”. Aunque vivos, desaparecidos.
En México, la inexistencia civil es una realidad. También es un fenómeno masivo. Son millones. Jennifer, que es quien creó la Fundación Be. Derecho a la identidad, lo supo casualmente hace unos años cuando, asistiendo a población afectada por un huracán en Cancún, iba dando con gente que no tenía ningún documento que certificara de su existencia. Esa situación la conmovió al punto de decidir intervenir buscando soluciones a la manera de los tiempos neoliberales, con un proyecto de “emprendimiento social” para procurarles actas de nacimiento a las personas que carecían de ella. Lo hace primero con migrantes indocumentados en los Estados Unidos. Sigue luego en México con programas para algunos estados del sur del país. Según sus cálculos, unos siete millones de personas en el país son indocumentados de este modo.
Jennifer no encuentra palabras para definir la situación de esas personas; no da con algo que sea capaz de traducir el dato y la experiencia sensible a un concepto que lo haga comunicable (Koselleck, 2012). Son evidentemente indocumentados, pero esa categoría, asociada en los tiempos que corren al desplazamiento migratorio irregular y de sentido común en la larga historia de la migración de mexicanos hacia los Estados Unidos, no traduce adecuadamente la situación. Piensa luego en el estatus de apátrida y con esa idea recurre al ACNUR. Sale sin éxito. Es que no es que no tengan nación. No, son mexicanos; personas nacidas en el país y que allí siguen residiendo. No hay concepto, pero eso no disuade a Jennifer, que traza vínculos con expertos demógrafos de manera que le permitan escudriñar datos para identificar las magnitudes de esa gran ausencia, de ese gran vacío, de ese agujero negro de civilización y construir desde allí una población de inexistentes. También se relaciona con algunas organizaciones de derechos humanos porque intuye que algún fondo de razón fundamental, algún derecho previo al derecho, ha de haber para la atención a ese fenómeno. Jennifer no se queda solo en el terreno de la denuncia; su voluntad de emprendedora es del orden del hacer. Así que, caso por caso, va a enfrentarse al aparato burocrático del registro civil. Y allí se encuentra con una paradoja formidable: iniciar el trámite para la obtención de un acta de nacimiento de alguien que ha nacido hace tiempo requiere de una constancia de inexistencia. “Inexistencia de registro”, para ser precisos con la terminología de oficio, pero inexistencia al fin de lo que en la modernidad hace a los individuos sujetos de derecho.
Cuestión moderna y, en este sentido, antigua. Desde que México promulgara las denominadas Leyes de Reforma, entre 1855 y 1863, es decir, desde los primeros pasos del largo proceso de secularización en el país, el Estado establece la obligación de los padres de registrar a sus nacidos, instituyendo el registro civil como un derivado de los de la Iglesia católica al crearlos en los pueblos donde haya parroquia (Ley Orgánica de Registro Civil de 1857, artículo 49 y 9, respectivamente). Obligación en principio, pero derecho después: la Constitución de 1917, en su artículo 4, párrafo octavo, establece que “toda persona tiene derecho a la identidad y a ser registrado de manera inmediata a su nacimiento” y que “el Estado garantizará el cumplimiento de estos derechos”.
A esto se amarra Jennifer para la defensa de su causa: el “derecho a la identidad” completa el nombre de su Fundación Be. Pero sigue faltando el concepto para esa gente que no cuenta con ese derecho, una categoría que signifique ese grado cero de la vulnerabilidad, esa exposición máxima a la posibilidad de ser herido (Soulet, 2005), esa invisibilidad, esa falta de derecho a los derechos (Arendt, 2004). ¿Qué nombre podría captar el sentido de esa ausencia fundamental? ¿“Borrados”? No parece. Es esta la situación de individuos pertenecientes a minorías étnicas, nacionales o religiosas sobre los que se ejerce una voluntad de privación de los derechos de ciudadanía y de pertenencia a la comunidad política. ¿“Ocultados”? Tampoco. Se trata aquí de la misma situación de privación propia de la clandestinidad en la que viven muchos trabajadores migrantes víctimas de la coerción económica propia de la globalización neoliberal. ¿“Eliminados”?, ¿como lo fueron los desaparecidos de regímenes dictatoriales?5 No es lo propio. Nunca han estado aparecidos. Esos conceptos no se ajustan, pero todos se acercan a la situación de estos individuos desindentificados. Tienen un mismo aire de familia.
En la entrevista que mantuvimos con Jennifer6, le señalamos que “derecho a la identidad” era lo que reclamaban y reclaman las Abuelas de Plaza de Mayo para sus nietos nacidos durante la desaparición de sus hijos en la dictadura argentina de los años setenta. Jennifer no sabía. No sabía de ese reclamo; tampoco tenía claro a qué se refería exactamente el concepto de desaparición forzada. Pero el interés que revelaba en su escucha removía en su pensamiento ese aire de familia con los sujetos que le preocupan. También a nosotros, que nos habíamos acercado a Jennifer movidos por la hipótesis de que el éxito de aquella invención argentina de la desaparición forzada (Gatti, 2017) se estaba desbordando de los límites de su concepción original, nos llegaban algunas de esas ráfagas de aire. Nos despedimos de la entrevista con la empatía de un mismo registro sensible, pero también con igual sensación de no dar con un concepto para estos desaparecidos que nunca han estado aparecidos. Salimos convencidos de que el hallazgo de Jennifer era potente, que el fenómeno que ella había detectado no sería exclusivo de México. Hoy lo confirmamos: el Banco Mundial estima que en el mundo son 987 millones las personas sin identidad, estos desaparecidos nunca aparecidos (Peiró, 2019).
La poderosa categoría “desaparición forzada de personas” iluminó un mundo de terrores que antes de ella costaba nombrar. Y las realidades que nombra son ya tantas que sus bisagras chirrían. Chirrían por varios lados: por el lado del contexto, pues por todas partes brotan desaparecidos en regímenes que, aunque aseguran protecciones, dejan sin embargo a muchos sin ellas. Chirría también por el lado de la cantidad, pues los desaparecidos de ahora ya no son como los de antes, pocos y selectos, sino muchos, masivos. Y chirría en fin si se considera el estatuto existencial de los cuerpos que desaparecen (Gatti, 2019): ¿están vivos? ¿muertos? ¿están ambas cosas? Como los de antes, estos de ahora se sitúan en un estatuto de existencia ambiguo, entre la vida y la muerte, pero, si aquellos que se definieron con el espejo de las dictaduras de los setenta se escoraban hacia la muerte, estos de ahora, no: son vida pero vida que queda fuera de nuestra idea de vida, mala vida.
¿Qué une entonces a los desaparecidos de antes con los “aislados” de Brasil, los “desidentificados” de México, los “borrados” en República Dominicana o los “nunca aparecidos” de nuevo en México? ¿Merecen aquellos de entonces y estos de ahora ser comprendidos en una misma categoría? ¿Debe estirarse el significado jurídico de la desaparición forzada para abarcar estas nuevas situaciones? No nos inclinamos desde aquí por responder de una u otra forma a estas últimas preguntas. Podemos decir algo, solo algo, sobre la primera, que un hilo común une a aquellas y estas desapariciones: aunque se les cuente, no cuentan (pues están fuera del registro de lo común), no tienen cuento (pues están fuera del relato compartido), no se les tiene en cuenta (pues están fuera del cuidado de la ley).
Agamben, Giorgio. (2004). Estado de excepción. Homo sacer II, I. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
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