El modo en que la dialéctica interroga lo social tiene, sin dudas, una de sus instancias claves en la categoría de “mediación”.1 Más aún, en ella hacen énfasis aquellas perspectivas que proponen una reproblematización de la dialéctica, tendiente a radicalizar su lógica característica. Tal el caso de la teoría de Theodor W. Adorno (1966/2005), la cual busca dialectizar a la propia dialéctica, a través de una profundización del movimiento de la mediación. Ahora bien, en los últimos años esta categoría también ha sido puesta en juego como una de las piezas principales de otro modo de aproximación y problematización de lo social y lo cultural, el cual hace del cuestionamiento a la sociología crítica una de sus marcas características, me refiero a la sociología pragmática de procedencia francesa. Y, en especial, al uso que de ella hacen tanto Bruno Latour como Antoine Hennion.
En este contexto, el presente trabajo estudia el modo en que la sociología pragmática interroga lo social, haciendo de su uso de la categoría de “mediación” la vía a través de la cual aprehender los rasgos específicos de dicha propuesta sociológica, a la vez que se tensiona tal uso mediante su contraposición con aquel propio de la dialéctica. O, mejor dicho, es el abordaje inmanente de la sociología pragmática elaborada por estos autores lo que lleva al presente trabajo a contraponerla a la concepción dialéctica, pues en aquella se pierde lo que para esta última es una característica central de la misma: su dar cuenta del movimiento entre los elementos estudiados, el condicionamiento de unos sobre otros, incluyendo el de la historia sobre los actores y su ensamblar lo social. Esto nos permitirá, al mismo tiempo, indagar si en la sociología dialéctica ese condicionamiento, que la noción de mediación busca captar, no termina conduciendo a que se deje un escaso espacio a la capacidad de acción de los actores.
Así, se busca aquí avanzar en un análisis inmanente de la sociología pragmática propuesta por Latour y por Hennion. Es decir, no se postularán criterios externos a la misma para luego señalar que este enfoque no se ajusta a esos postulados (que no le son propios). Antes bien, se procurará detectar las consecuencias intrínsecas, para el estudio de lo cultural, de ese uso de la mediación.
Latour busca resaltar la singularidad de su “teoría del actor-red” (o TAR) planteándola como una “teoría social alternativa” (Latour, 2005/2008, p. 11), que viene a resolver las limitaciones producto de que la sociología haya seguido la propuesta de Durkheim, de lo social como substancia, en lugar de la de Tarde, quien consideraba a lo social “como un fluido circulante que debía seguirse” (Latour, 2005/2008, p. 30). Este punto de partida marca al conjunto de la sociología pragmática de Latour, expresándose especialmente en dos problemas entrelazados a los que su teoría busca dar respuesta: en primer lugar, si lo social es un fluido, entonces ¿cómo se estabiliza?, se trata, en definitiva, de una pregunta por el orden, por “cómo se sostiene unida la sociedad” (Latour, 2005/2008, p. 30). Y, en segundo lugar, si ese fluido circula entonces ¿cómo podemos “seguirlo”? En relación con esto cobran sentido dos de los rasgos característicos de su perspectiva, por un lado, la preocupación por las “asociaciones” y cómo, a través de su circulación, se ensambla lo social; por el otro, su uso de la “mediación”. En base a ésta cuestionará a la modernidad, pues con dicha noción —junto con otras que sin ser exactamente sinónimos remiten a la misma problemática, tales como “traducción” y “red”— Latour busca disolver dicotomías como la de sujeto y objeto, naturaleza y cultura, humanos y no-humanos, micro y macro. Frente a este énfasis en los “extremos”, propio de las dicotomías, él se enfocará en el medio,2 allí donde aquellos se conectan y “traducen” unos por otros, en un movimiento que no los deja igual. Tal rasgo es el que permite diferenciar a los mediadores de los intermediarios, en tanto “un intermediario […] es lo que transporta significado o fuerza sin transformación”, mientras que “los mediadores transforman, traducen, distorsionan y modifican el significado o los elementos que se supone que deben transportar” (Latour, 2005/2008, p. 63, las cursivas son del original).
Éste es el marco de su crítica al trabajo de purificación, el cual tiende a anular a la mediación. Se distinguen así dos conjuntos de prácticas totalmente diferenciadas, donde “el primer conjunto de prácticas crea, por ‘traducción’, mezclas entre géneros de seres totalmente nuevos, híbridos de naturaleza y de cultura. El segundo, por ‘purificación’, crea dos zonas ontológicas por completo distintas, la de los humanos, por un lado, la de los no humanos, por el otro” (Latour, 1991/2007, p. 28). De allí que sea “en las extremidades, donde reside, según los modernos, el origen de todas las fuerzas, la naturaleza y la sociedad, la universalidad y la localidad, no hay nada salvo las instancias purificadas” (Latour, 1991/2007, p. 179). Cuestionamiento que Latour extiende incluso a los postmodernos, en quienes no ve más que un nuevo estadio en este proceso de purificación. Frente a todo esto, su teoría sostiene que “nunca fuimos modernos y nunca lo seremos” (Latour, 2012/2013, p. 454), en lo que cabe entender como un paso hacia atrás (y no hacia adelante, a algo post-erior), a una instancia anterior a aquellas en que predomina la purificación, una en la cual tiene su lugar central la mediación.
Semejante tesis constituye uno de los fundamentos de su sociología pragmática, la cual, entonces, se basa en un rechazo radical de los extremos purificados, que da lugar a ese “otro terreno, mucho más vasto, mucho menos polémico, [que] se abrió ante nosotros, el de los mundos no modernos. Es el Imperio del Medio” (Latour, 1991/2007, p. 79). Indagar este terreno constituye el corazón de su teoría, la cual se enfoca, por tanto, en aprehender las transformaciones, el fluir que la mediación genera. En este marco ha de entenderse su pregunta por el orden, pues conlleva indagar cómo continúa existiendo lo ya ensamblado (sin transformarse), incluido lo social.
En efecto, “toda continuidad se obtiene por una discontinuidad” (Latour, 2012/2013, p. 108), tornando a esta última en el fundamento sobre el cual se erige el orden y, en general, lo ensamblado que continúa en el tiempo. Desde el punto de vista de esta sociología pragmática no es, entonces, la discontinuidad lo que hay que explicar sino la continuidad y cómo ella se obtiene dentro del marco de la discontinuidad generada por la mediación y su traducción. No plantear de esta manera el problema y poner, en cambio, el foco en la continuidad, en la reproducción del orden ya ensamblado, es el problema de (lo que Latour llama) la “sociología crítica” y, en general, de toda la sociología desde que se siguió el camino marcado por Durkheim. En resumen, “para los sociólogos de lo social la regla es el orden, mientras que la descomposición, el cambio o la creación son excepciones. Para los sociólogos de las asociaciones, la regla es la actuación y lo que se debe explicar, las excepciones inquietantes, son cualquier tipo de estabilidad a largo plazo y en una escala mayor” (Latour, 2005/2008, p. 58).
Lo anterior permite ver cómo la sociología de Latour se sostiene, en última instancia, sobre el postulado de una fundamental contingencia, que lo lleva a rechazar y cuestionar toda necesidad —incluida la socialmente producida— como un principio de substancialismo. Categorías tales como las de mediación y red son piezas del esfuerzo tendiente a aprehender dicha contingencia, sin reducir la discontinuidad que a partir de ella se establece, y cuyo anverso se expresa en la ineficacia de categorías tales como la de estructura.3 La consecuencia lógica de todo esto es hacer del orden, de lo ya ensamblado, algo extraño cuando no directamente imposible. En efecto, “para la TAR, [...] por empezar, ni la sociedad ni lo social existen” (Latour, 2005/2008, p. 59). De allí el lugar que él da a lo performativo, en tanto señala cómo el orden requiere ser incesantemente sostenido, pues “el objeto de una definición performativa desaparece cuando ya no es actuado” (Latour, 2005/2008, p. 61). Lo social se concibe aquí como un fluido, pero como uno que no ejerce presión sobre lo performativamente actuado. Para decirlo en las viejas palabras de Marx, por esta vía se diluye el peso de los muertos sobre los vivos, de lo ya ensamblado sobre las asociaciones que están ensamblando lo social.
Sólo sobre esta base puede afirmarse que “no hay sociedad, dominio de lo social ni vínculos sociales, sino que sólo existen traducciones entre mediadores que pueden generar asociaciones rastreables” (Latour, 2005/2008, p. 158, las cursivas son del original). La continuidad es una excepción a ser explicada a partir de la discontinuidad, la cual por su parte no demanda tal explicación pues es (necesariamente) producida por los mediadores. Se establece una continuidad de la discontinuidad como pilar sobre el que se erige la sociología pragmática de Latour. En este sentido cabe sostener que su teoría fija “la alteración como algo inalterable”, tal y como Adorno (1966/2005, p. 329) le criticaba a la heideggeriana ontología de la contingencia. Se detiene, en este punto, el movimiento de la mediación y con él la transformación intrínseca a la traducción, al fijarse una instancia (la discontinuidad) como inamovible. Éste es el núcleo substancialista de la sociología de Latour, un substancialismo de la contingencia si se quiere, pero no por ello menos fijo, carente de toda “fluidez”.
Ahora bien, semejante necesariedad de la discontinuidad —que hace del orden una excepción a ser explicada— tiene su reverso en la necesaria disolución de la pregunta: ¿cómo introducir una discontinuidad en el continuum socio-histórico (por decirlo benjaminianamente)? Interrogante acerca de cómo se ensambla lo social y logra su continuidad, pero no como fin de la investigación sino como una instancia del esfuerzo en pos de la disrupción de ese continuum, haciendo de la transformación de lo ya ensamblado un interrogante y no una necesidad. Para Latour, en cambio, “hay sociedad o hay sociología. No se puede tener ambas a la vez” (2005/2008, p. 233, las cursivas son del original), pues la sociología no es otra cosa que el esfuerzo por seguir las asociaciones que llevan a que no haya sociedad y si hay sociedad, entonces no hay asociaciones que seguir. Se evidencia así cómo esta ontología de los mediadores, que fija como continua a la discontinuidad, conduce a que esta última ya no sea un problema, a que sólo tengamos que preocuparnos por “seguirla” y nunca por producirla. Se abandona por tanto el interés por criticar lo ya ensamblado y, más en general, por producir una práctica política que genere una discontinuidad en la reproducción de lo continuo, transformando lo ya ensamblado.
El uso que hace Latour de la noción de mediación conduce, entonces, a que se detenga su movimiento, a que se lo torne un terreno. Es decir, se “espacializa” la mediación al concebirla como el Imperio del Medio, perdiéndose así la dimensión temporal (histórica) de la mediación. Este Imperio del Medio es el territorio de los híbridos, de la naturaleza-cultura, de lo que es “un poquito objeto y un poquito sujeto” (Latour, 1991/2007, p. 79). Y es sobre este trasfondo que él planteará su “contrarrevolución copernicana”.
Sin embargo, antes de introducirnos en dicha contrarrevolución, permítaseme una digresión orientada a remarcar cómo su concepción misma de los híbridos choca con su pretensión de darle un lugar secundario y derivado a los extremos purificados. En efecto, para que dichos híbridos sean efectivamente tales necesitan reproducir esas instancias purificadas, para así, en la negación de las mismas, constituirse como híbridos. Sin extremos no puede haber medio y mucho menos un Imperio del mismo. Sin embargo, ésta no es la postura de Latour, antes bien, él plantea la necesidad de ignorar estos extremos purificados, ya que “sólo cuando se ignora la alternativa entre actor y sistema —nótese que no digo supera, reconcilia o resuelve— puede empezar a aparecer el tema más importante de la sociología” (Latour, 2005/2008, p. 306). Pero, al mismo tiempo necesita poner en juego a esos extremos, entrando en contradicción con su propio argumento. Aún cuando demuestra que esta dicotomía es el producto de un determinado proceso, de una “invención” (Latour, 1991/2007, p. 112) y no un a priori (punto con el cual coincido), no por ello deja de tener un peso estructurante, incluso sobre aquellas prácticas que buscan rechazarla.
Es decir, la propuesta de Latour entraña un movimiento de negación que reproduce lo negado a la vez que lo disuelve. Y esto es, justamente, lo que caracteriza a la reproblematización de la dialéctica propuesta por Adorno, cuya concepción se enfoca en el movimiento de la mediación sin postular un territorio como su producto. Allí donde Latour termina por detener el movimiento de la mediación, espacializándolo, Adorno busca justamente lo contrario: evitar establecer un terreno que fundamente el conjunto de los procesos de mediación que, como tal, quede él mismo no mediado. Esto es lo que acontece cuando se hace de la propia mediación un plano de inmanencia que, como tal, ya no puede ser mediado, pues no hay alteridad que no sea ya interna a ese plano, a su “mismidad”. De allí la importancia fundamental —en tanto atinente a los fundamentos de la perspectiva que así se elabora— de no detener la mediación incluso ante la mediación. Eso es lo que se propone Adorno al señalar que “la mediación de la inmediatez, […] determinación de la reflexión, es significativa sólo en relación con lo a ella opuesto, lo inmediato” (Adorno, 1966/2005, p. 164), lo cual implica cuestionar a aquella perspectiva que “adoleciendo hasta hoy de una insuficiente autorreflexión, olvidara la mediación en lo mediador” (Adorno, 1966/2005, p. 168). En esta concepción el movimiento no se detiene, no se asienta en un terreno primigenio, ni siquiera en un Imperio del Medio. Antes bien, ella interroga el movimiento a través del cual se produce cada una de tales instancias en su mutua negación. Todo lo cual puede resumirse en la contraposición entre los híbridos de Latour y la ambigüedad a la que lleva la reproblematización de la dialéctica, si entendemos que “la ambigüedad es la representación plástica de la dialéctica, la ley de la dialéctica en reposo” (Benjamin, 1982/2016, p. 45). No es un ente que se sitúa en el medio, como los híbridos, sino una suerte de foto de la dialéctica, que como en toda imagen se percibe detenida, aún cuando esté cargada de movimiento.
Finalizada esta digresión, volvamos a la contrarrevolución copernicana propuesta por Latour, con la cual pretende enfrentarse a la operación kantiana que purifica los extremos de sujeto y objeto. Su contrarrevolución, entonces, plantea un:
Deslizamiento de los extremos hacia el centro y hacia abajo que hace girar tanto el objeto como el sujeto en torno a la práctica de los cuasi-objetos y los mediadores. No necesitamos enganchar nuestras explicaciones a esas dos formas puras, el objeto o el sujeto-sociedad, porque son ellas, por el contrario, las que son resultados parciales y purificados de la práctica central, única que nos interesa. […] El imperio del Medio finalmente resulta representado. Naturalezas y sociedades son sus satélites (Latour, 1991/2007, p. 118, las cursivas son mías).
Se evidencia así cómo el Imperio del Medio no sólo implica una lógica otra a la de la purificación, también establece la “práctica central”. Frente a la cual puede indagarse al “trabajo de purificación, pero como un caso particular del trabajo de mediación” (Latour, 1991/2007, p. 196), pues no hay práctica —ni siquiera la de purificación— que entrañe una otredad para este uso de la mediación.
La contrarrevolución copernicana de Latour viene a ubicar “el cuasi-objeto por debajo y a igual distancia de las antiguas cosas-en-sí y los antiguos hombres-entre-ellos” (Latour, 1991/2007, p. 118). Un “debajo” que es más fundamental, por lo que, en definitiva, “sólo hay naturalezas-culturas” (Latour, 1991/2007, p. 153), tornando a la naturaleza o a la cultura fenómenos secundarios, productos de una purificación de esa realidad que está por debajo. Estamos ante una “ontología de los mediadores” (Latour, 1991/2007, p. 128), contrapuesta a esa “curiosa ontología regional” (Latour, 2012/2013, p. 36) de los modernos. Sin embargo, lo que ambas perspectivas comparten es esa búsqueda ontológica y, más en general, la pretensión de que la propia mirada aprehende la instancia fundamental, en el sentido de ser aquella que brinda su fundamento a todas las demás. El anverso de lo cual es obturar la pregunta por los fundamentos de esa instancia fundamental.
En definitiva, la contrarrevolución copernicana de Latour entraña la muy moderna pretensión de elaborar una prima philosophia, de dar cuenta de aquello que siendo productor de los demás fenómenos es él mismo improducido, “repitiéndose así un topos de la tradición occidental entera, de acuerdo con el cual únicamente lo primero o […] solamente lo no devenido puede ser verdadero” (Adorno, 1969/2003, p. 146). A partir de esto podemos plantearnos el interrogante central de nuestra discusión con su sociología pragmática: ésta se preocupa por señalar como los extremos son derivados (vía purificación) de los cuasi-objetos, pero ¿de dónde se derivan éstos? Claramente no de los extremos, que es contra lo que Latour elabora su perspectiva. Puede considerarse que el trabajo de mediación se realiza ya sobre cuasi-objetos (sin partir de extremos puros o de otras entidades), mas entonces sólo habría híbridos, lo cual es justamente nuestro punto: que ellos no parecen ser el producto de la mediación, en todo caso ésta respeta o no contradice esa hibridez, pero no por ello los produce. Más aún, puede sostenerse que la traducción es una práctica que se corresponde (en el sentido de una “verdad por correspondencia”) con la ontología de los mediadores, marcando así su superioridad sobre las prácticas de purificación (que, entonces, ¿serían falsas?), pero ello no implica que la traducción produzca tal ontología. Aún con su crítica a la Modernidad, Latour no deja de sostener una de sus más características pretensiones, la de alcanzar el fundamento último, improducido, sobre el que se yergue todo lo demás, todo lo “devenido”.
Es justamente tal pretensión la que cuestiona Adorno con su “segunda revolución copernicana”. Ella prolonga el momento reflexivo, a través del cual el sujeto constituye al mundo (en la revolución kantiana), para volver ahora autorreflexivamente sobre las condiciones de producción de esa mirada subjetiva y su impacto en lo así visto. Es una segunda revolución que no deshace a la primera pero que no por ello pierde de vista el lugar del objeto en la constitución de ese sujeto. En un movimiento que, entonces, no es ni subjetivista ni objetivista, sin por ello abandonar la dicotomía bajo el argumento de que ella es un derivado (purificado) de una realidad más fundamental. Antes bien, para Adorno,
La separación entre sujeto y objeto es real e ilusión. Verdadera porque en el dominio del conocimiento de la separación real acierta a expresar lo escindido de la condición humana, algo que obligadamente ha devenido; falsa, porque no es lícito hipostasiar la separación devenida ni transformarla en invariante (Adorno, 1969/2003, p. 144).
Y para evitar esto último es necesario mantener abierto el movimiento de la mediación, sin concebir la relación entre los términos como un punto de llegada, ni como un territorio o un vasto imperio.
Adorno da un papel clave, en su “segunda revolución copernicana”, al “primado del objeto”, el cual es entendido como “la intentio obliqua de la intentio obliqua, no la intentio recta rediviva, es el correctivo de la reducción subjetiva, no la denegación de una participación subjetiva” (Adorno, 1969/2003, p. 148). Es decir, se busca dar cuenta de esa participación subjetiva en la (re)producción de lo social-objetivo, sin por ello reducir el conjunto a dicha subjetividad, tornándola en una productora improducida. Así, interrogar la producción de la instancia productora es el rasgo central de la reproblematización de la dialéctica encarada por Adorno. Sin embargo, en su obra puede detectarse una cierta limitación del peso de dicha “participación subjetiva”. Asunto no menor si se tiene en cuenta que éste es el cuestionamiento central que Latour le realiza a la “sociología crítica”. En efecto, según él, “si practican la sociología crítica, entonces hay un riesgo […] de volver completamente mudos a los actores”, frente a lo cual la TAR busca “que se escuche fuerte y claro el vocabulario de los actores” (Latour, 2005/2008, p. 51).
Así, la participación subjetiva que la dialéctica adorniana reclama, pero que es limitada frente al lugar dado al primado del objeto, se nos presenta como el punto ciego de su propuesta. He desarrollado extensamente este argumento en Hacia una teoría crítica reflexiva (especialmente pp. 192 y ss.), por lo que aquí me limitaré a destacar —a fin de no ser repetitivo— su núcleo principal. El diagnóstico que Adorno realiza de la “sociedad administrada” y el lugar que ocupa allí la industria cultural (Horkheimer y Adorno, 1944-1947/2001) tiene por contraparte una tendencia de su trabajo a aplanar el espesor de los “sentidos subjetivamente mentados” (por decirlo con Weber) en juego en dicha cultura. Más específicamente, cabe sostener que ese aplanamiento se hace presente al problematizarse la cultura de masas, pero no acontece lo mismo con todos los materiales culturales estudiados por Adorno, no sucede esto cuando lo indagado es la música de Schönberg o la literatura de Mann. Así, en su conocido análisis del jazz sostiene que en éste hay, “expuestos y visibles, mecanismos que, en verdad, pertenecen a toda la ideología actual, a la industria cultural entera” (Adorno, 1955/1962, p. 132). Mecanismos que estandarizan al conjunto de sus procedimientos musicales, tornando a la producción del jazz en una reproducción de siempre-lo-mismo. El complemento de esto es una “regresión en la escucha”, que sumerge a la masa en una pseudoactividad, cuando no directamente en la pasiva aceptación de una “estandarización [que] que significa el robustecimiento del dominio duradero sobre las masas de oyentes y sobre sus conditioned reflexes” (Adorno, 1955/1962, p. 130, las cursivas son del original). Todo lo cual, en definitiva, hace del jazz “un complemento del enmudecimiento de los seres humanos, del fenecer del lenguaje como expresión” (Adorno, 1938/2009, p. 16).
Frente a estos análisis adquiere todo su sentido el cuestionamiento de Latour, evidenciándose un desafío para la sociología crítica: elaborar un método que le permita, sin perder su capacidad de crítica sobre los materiales culturales estudiados, aprehenderlos sin reducirlos a una instancia puramente reproductora de siempre-lo-mismo. Ahora bien, la propuesta de Latour tiende a invertir especularmente este problema de la sociología crítica, al sostener que lo social, su continuidad como reproducción de lo mismo, es una excepción a ser explicada dentro de la discontinuidad. Y se la ha de explicar, según él, siguiendo a los actores, por eso “la TAR es simplemente la teoría social que ha tomado la decisión de seguir a los nativos” (Latour, 2005/2008, p. 94). Pues “su principio más importante es que los actores mismos hacen todo, incluso sus propios marcos, sus propias teorías, sus propios contextos, su propia metafísica, hasta sus propias ontologías. De modo que me temo que la indicación a seguir sería la de más descripciones” (Latour, 2005/2008, p. 212, las cursivas son mías). Es decir, se trata de seguir a los nativos para así describir lo que ellos hacen, que es todo. El anverso de esto es el rechazo a toda apelación a lo ya ensamblado, a aquello que Latour por momentos llama “las estructuras” y, consecuentemente, al peso de éstas sobre lo que los nativos hacen. En este punto no hay hibridez alguna, no se estudian actores-estructuras (híbridos como la naturaleza-cultura), ni cuasi actores (como los cuasi objetos). Antes bien, únicamente se los sigue, pues “ellos mismos hacen todo”. Pero entonces ¿qué hace el/la sociólogo/a?, evidentemente nada, o casi nada: describe eso que hacen los actores —que es todo—, es decir, “nuestro trabajo son las descripciones” (Latour, 2005/2008, p. 212).
En resumen, a la sociología crítica cabe cuestionarle que hace de la explicación de las lógicas objetivas un elemento que termina anulando la capacidad de acción de los actores, como por momentos acontece en la obra de Adorno. En la sociología pragmática encontramos, en cambio, una suerte de inversión especular de este problema. En ella se sigue a los actores sin indagar cómo los elementos ya ensamblados pueden condicionarlos o hasta imposibilitarles determinados cursos de acción. Simplemente se describe lo que ellos hacen, adoptando la actitud contemplativa propia del entomólogo con sus hormigas (Cf. Latour, 2005/2008, p. 217).
Esta descripción de lo que los nativos hacen no es una pieza menor de la sociología pragmática, sino que resulta afín a su postulado central, según el cual “lo social ha desaparecido” (Latour, 2005/2008, p. 156). Y aún cuando la concepción subyacente a esta idea pueda considerarse una versión de la clásica crítica que el marxismo le realiza a la “segunda naturaleza” y a su coseidad, la diferencia fundamental es que en esta última perspectiva el cuestionamiento a esa solidificación de lo social no se equipara con su ausencia de consecuencias sobre las prácticas de los actores. Es este movimiento el que se pierde en el uso de la noción de mediación por parte de Latour. Su propuesta busca vitalizar lo “muerto”, es decir, lo social vuelto substancia, pero carece de herramientas conceptuales con las que aprehender el impacto de lo ya ensamblado sobre los performativos actos a través de los cuales se ensamblan asociaciones. No problematizar ese impacto, elaborando categorías a través de las cuales aprehenderlo al mismo tiempo que se capta la performativa producción del orden, es también abandonar toda interrogación acerca de cómo transformar lo ya ensamblado (pues en Latour, como vimos, tal transformación es necesaria, lo excepcional es la continuidad) y, con ello, cómo los actores pueden acrecentar sus márgenes de libertad frente a los condicionamientos provenientes de lo ya ensamblado.
Es decir, aun cuando se coincida con la crítica que Latour realiza a la “substancialización” de lo social, lo que aquí se rechaza es la inversión especular que él concreta. Se puede aceptar que “lo que se llama ‘explicación social’ se ha vuelto una manera contraproducente de interrumpir el movimiento de las asociaciones” (Latour, 2005/2008, pp. 22-23, las cursivas son del original), pero a la vez considero que su propia teoría cae bajo una objeción homóloga, al interrumpir el movimiento por el cual lo ya ensamblado condiciona las asociaciones que se producen. Interrupción que, en el caso de Latour, está ligada a su detener el movimiento de la mediación, fijándola en un Imperio del Medio. Es esto lo que torna perceptible la importancia de mantener abierto dicho movimiento, sin diluir la participación y el peso de ninguna de las instancias involucradas, incluyendo a la subjetiva que Adorno tiende a licuar. Se trata de avanzar por el camino de la mediación, pero radicalizándola, sin buscar reposo en un nuevo fundamento, aun cuando ya no sea el de una pura naturaleza (o una pura cultura) sino el de los híbridos.
Ahora bien, su crítica a la concepción substancialista de lo social desemboca en la afirmación según la cual “si existe la sociedad, entonces no hay política posible” (Latour, 2005/2008, p. 349, las cursivas son del original). Punto en el que, a su pesar, Latour coincide con la sociología crítica, con lo que ésta cuestiona bajo el ya mencionado concepto de “segunda naturaleza”. El cual alude a una percepción que aprehende lo social como regido por una necesidad tan férrea como la natural, tan inmodificable como aquella (Cf. Horkheimer, 1937/2000). Es decir, alude a cómo se cancela la posibilidad de transformar prácticamente aquellos procesos que se invisten con la inmutabilidad de la (segunda) naturaleza. Sin embargo, el cuestionamiento crítico a esta segunda naturaleza no tiene por qué diluir la capacidad de los actores para modificarla radicalmente, más aún si se tiene en cuenta que la concreción de esa acción transformadora es a lo que dicha crítica busca contribuir. Si bien esto tiende a diluirse en una perspectiva como la adorniana. Pero tampoco tiene por qué llevar a una concepción en la cual se describe lo que los nativos hacen como si ellos no sintiesen el peso de lo ya establecido.
Se evidencia así la necesidad de problematizar no sólo la mediación entre los elementos que se asocian en una red, sino también la que se produce en el movimiento entre lo ya ensamblado y lo ahora ensamblándose. Sin disminuir la participación subjetiva, pero sin por ello caer en la limitación inversa, es decir, licuando el peso de lo objetivo. Este camino nos lleva a abordar dialécticamente ambas instancias, sin ignorar la dicotomía (como propugna Latour) pero arruinándola en su mutua mediación. Pasando así de los híbridos como fundamento a una ambigüedad cargada de movimiento. Sobre esta base puede no sólo describirse más densamente lo que los nativos hacen, sino también dar lugar a una práctica política disruptiva, capaz de producir una discontinuidad del continuum socio-histórico.
En más de una oportunidad Latour señala que su concepción de la mediación es deudora de las investigaciones sobre música realizadas por Antoine Hennion.4 De allí que estudiar los rasgos principales de la teoría de este último contribuya a la discusión sobre el uso de la categoría de mediación que está en el centro del presente trabajo. Hennion la utiliza para cuestionar lo que él considera son estudios de la música que se realizan desde un “extremo” sociologicista, o bien uno esteticista. Es decir, uno que reduce el vínculo de los aficionados con la música a un producto de específicas condiciones sociales dejando de lado la pasión allí en juego, o bien aquél que ve allí una cuestión meramente estética, descuidando la realidad que esa relación mediada por la música produce.
En la misma línea, cuestiona la dicotomía sujeto-objeto, pues “nunca se tiene relación con un sujeto con S mayúscula ni con un objeto con O mayúscula, sino con una procesión heteróclita de mediaciones […]. Al contrario, nada queda del mundo si uno lo depura para no encontrar en él más que sujetos y objetos, netamente separados” (Hennion, 1993/2002, p. 75). Frente a ello plantea la necesidad de enfocar la investigación en esa “realidad intermediaria plena, por fin liberada de su esclavitud a la pareja sujeto-objeto” (Hennion, 1993/2002, p. 76), realidad homóloga a aquello que Latour llama el Imperio del Medio. Este dejar de lado las dicotomías para concentrarse en la mediación entendida como una instancia que está en el medio es la lógica común a ambas propuestas de sociología pragmática y el núcleo de lo aquí discutido. Y si bien el trabajo de Hennion posteriormente va deslizándose hacia una concepción que acentúa sus rasgos pragmatistas, considero que los aspectos principales de su perspectiva —en especial en lo referente al uso de la mediación— se mantienen y hasta radicalizan.
Así, según Hennion, “no obtendremos un análisis social del arte sino cuando tengamos una teoría social que respete la mediación de los objetos que interpreta —o lo que viene a ser lo mismo—, una teoría estética que sepa en qué sentido el objeto de arte es un mediador” (1993/2002, p. 106). Por lo que, para “sortear las ‘Escila y Caribdis’ del estetismo (la música sin la sociedad) y el sociologismo (la sociedad sin la música), nos vemos en la exigencia de revisar una exclusión injustificada efectuada por la sociología” (Hennion, 1993/2002, p. 293): la de los objetos técnicos, que ocupan en Hennion un lugar análogo al del laboratorio de Pascal en los análisis de Latour (1983). Se plantea, entonces, analizar la constitución de esos “mixtos naturaleza-cultura en lugar del dualismo no mediado de los signos y las cosas” (Hennion, 1993/2002, p. 261), pues “no existe por un lado la música, por el otro el público y, entre ambos, los medios a su servicio: todo se desarrolla en cada ocasión en el medio” (Hennion, 1993/2002, p. 19). Esto nos indica que estamos, nuevamente, ante una concepción de la mediación como lo que está en el medio y que, también nuevamente, esa instancia intermediaria resulta más fundamental que los extremos, en tanto es en ella que tiene lugar la realidad musical. Por eso sostiene que
No tratamos de apoyarnos en una objetividad —la de la sociedad o la de un nivel intermediario particular, la institución, la profesión, el mercado…— para reducir a la nada las objetivaciones de los otros, […] sino que tratamos de comprender cómo, entre estas series de intermediarios heterogéneos, las relaciones de mediación […] acaban por establecer la realidad musical. (Hennion, 1988, p. 159)
Sobre este trasfondo pueden percibirse dos sentidos, no diferenciados en el trabajo de Hennion pero sí analíticamente distinguibles, en los que él pone en juego tales relaciones de mediación. En primer lugar, la tesis según la cual los medios intervinientes en nuestra relación con la música (u otro material cultural) tienen ya de por sí un impacto en ese material y en nuestra relación con él. Tal “es la idea de la mediación: los mismos medios que nos damos para captar el objeto (el disco, el canto, el baile o la práctica colectiva) forman parte de los efectos que éste puede producir” (Hennion, 2010, p. 27). Así, la transformación de los medios se torna una cuestión clave a ser tenida en cuenta. Pero no realizando un análisis sociológico de su desarrollo, pues ello nos conduciría a la Caribdis del sociologismo: lo único que importa aquí es cómo afecta la relación de los aficionados con la música, más aún, lo que ellos hacen con esos medios, pues no cabe considerar que éstos hagan algo con los aficionados. Pues “lejos de ser un agente manipulado por fuerzas que él ignora, el aficionado es un virtuoso de la experimentación estética, social, técnica, corporal y mental” (Hennion, 2010, p. 28).
Esto se conecta con el segundo sentido, que hace de la mediación la clave de la producción de la realidad como tal, esto es, no hay una realidad inmediata de la música, “los mundos no vienen dados con sus leyes. […] En el extremo de una mediación no aparece un mundo autónomo, sino otra mediación” (Hennion, 1988, p. 172). Punto en el cual no se aleja de una concepción para la cual “no hay nada entre el cielo y la tierra que no esté mediado, el pensamiento se mantiene fiel a la idea de inmediatez a través de lo mediado, mientras que se convierte en presa de esto en cuanto aprehende inmediatamente lo inmediato” (Adorno, 1958/2003, p. 30). Sin embargo, la diferencia clave entre estos dos usos de la mediación es cómo se entiende en cada caso esa realidad primera que con esta noción se viene a cuestionar. Hennion sostiene que:
La hipótesis de la mediación es, pues, en primer lugar, una exigencia metodológica radical […]. En vez de considerar a los mediadores culturales como instrumentos de transmisión entre realidades primeras que obedecen a su propia lógica […], nos planteamos la hipótesis de que estas realidades son el resultado de un trabajo de mediación que consiste precisamente en establecer dicha separación (1988, p. 176).
El problema aquí es el deslizamiento entre lo que él llama la “realidad primera” y lo que cabe entender como la “realidad establecida” o, mejor aún, el reemplazo de ésta por aquella. Pues considerar a la música como una esfera autónoma no implica necesariamente tornarla en una realidad primera, antes bien, puede ser la vía a través de la cual asumirla como el producto de un conjunto de mediaciones que, a lo largo de la historia, llevaron a que se autonomice (en una lectura de la modernidad que ya Weber ponía en juego).
Historia que puede considerarse entre las mediaciones que produjeron esa realidad musical; sin embargo, esto choca con una perspectiva que parte de negarle a la música “el derecho a la existencia” pues así “comprenderemos mejor cómo se las apañan los actores para hacerla existir” (Hennion, 1988, p. 162). ¿Sólo los actores la hacen existir?, es decir, ¿no venía existiendo desde antes, producto de las acciones de otros actores hoy muertos?, en definitiva, ¿no hay un peso de eso muerto sobre lo que los actores hoy vivos se apañan por hacer? Porque de existir tal peso, entonces los actores no harían existir la música a secas, sino que en todo caso reproducirían o modificarían lo ya existente. Problemática ésta que escapa a aquello aprehensible desde la perspectiva de Hennion.
Esta línea se acentúa en el trabajo de Hennion con su desplazamiento hacia una sociología pragmática del gusto, la cual “no se concibe como la mera explicitación de determinismos externos”, antes bien tiene por meta el “devolver su lugar al aficionado” (Hennion, 2010, p. 26). En definitiva, se busca “salir de una concepción objetivista del gusto” (Hennion, 2010, p. 32), pero al hacerlo ¿no se está arrojando al niño con el agua sucia? Es decir, la ruptura con los determinismos objetivos (que Hennion suele plantear como una ruptura con la sociología bourdieusiana)5 ¿no lleva a que se desestime el impacto de la objetividad en pos de darle un lugar central a lo que hacen los actores, entendiéndolo como un hacer que escapa a todo condicionamiento “externo” a los propios actores, es decir, que es incondicionado?
Una de las consecuencias de esto puede hallarse en la afirmación de Hennion (2013/2017, p. 7) según la cual “como sucede habitualmente, la teoría está atrasada en relación al sentido común y no lo contrario”. Típica afirmación anti-cientificista, que conduce a poner en duda el sentido de seguir practicando la sociología. Pues si ésta está retrasada para con el sentido común, ¿entonces por qué continuar con ella?, ¿por qué hacer sociología pragmática (o cualquier otra sociología)? A la vez que ese retraso sólo puede ser tal si el sentido común y la sociología miran más o menos lo mismo, que es también decir, si la sociología adquiere el punto de vista nativo (los “sigue” diría Latour) sin intentar, al mismo tiempo, abarcar con su mirada elementos potencialmente invisibles para ese punto de vista que, aún así, pueden ser una instancia de su configuración. En definitiva, en esta concepción no se deja lugar alguno para que la sociología interrogue el potencial impacto de lo social establecido sobre lo que aquí y ahora están haciendo y pensando lo actores.
Un problema análogo se presenta a la hora de abordar las consecuencias tanto de ese punto de vista sociológico como del sentido común. En relación con el primero cabe preguntarse, ¿cuál es el objetivo que persigue la sociología pragmática de Hennion? Pareciese no ser otro que el de “compartir y dar a compartir la experiencia de los aficionados” (Hennion, 2013/2017, p. 16), pero ¿darla a compartir con quién?, ¿para qué?, ¿qué interés puede tener un aficionado a la música en que compartamos su experiencia? El anverso de lo cual es diluir cualquier pretensión de hacer del conocimiento sociológico una vía por la cual impactar en esa experiencia, transformándola. Objetivo ilustrado, central a la sociología crítica (pero no sólo a ella), que ha corrido la misma suerte que los grandes relatos modernos.
Ahora bien, según esta sociología pragmática, ¿cuáles son las consecuencias (sociales) de ese sentido común? Por supuesto, éste lleva a la conformación de una particular relación con la música que es propia de esa subjetividad a la que se denomina “melómano”. De allí que busque aprehender su punto de vista (nativo), los sentidos por ellos subjetivamente mentados, para decirlo con Weber. Alusión que no es azarosa, pues su sociología hace de la comprensión de esos sentidos subjetivos uno de los pilares de su método. En efecto, puede (anacrónicamente) leerse parte de La ética protestante y el espíritu del capitalismo como un estudio de “la pasión religiosa”, de la relación de los protestantes con el tiempo, con la religión, pero también con sus actividades no-religiosas (principalmente el trabajo), con los otros y con las cosas (como el dinero o los objetos del culto). Sin embargo, el análisis de Weber no se detiene en la comprensión del punto de vista protestante, de lo que ellos piensan y hacen, sino que busca indagar las consecuencias (no necesariamente buscadas por esos actores) de dicho hacer. Entre las cuales se destaca su contribución a la emergencia del espíritu del capitalismo, de esa nueva subjetividad económica, propia de la modernidad. El carácter histórico, social y cultural de esta transformación, concretada por las prácticas protestantes pero que escapa a los límites de su “pasión religiosa”, es por lo que cabe entender a tales consecuencias como “objetivas”. A la luz de esta lectura de la sociología comprensiva puede percibirse a la propuesta de Hennion como una suerte de media sociología weberiana, que indaga el momento de la ética protestante (su “pasión religiosa”) pero sin “espíritu del capitalismo”, sin consecuencias objetivas del hacer y pensar de los actores.
Sin embargo, reiterémoslo una vez más, esto no tiene por qué llevar al extremo opuesto, a una reducción de la participación subjetiva, como hemos detectado en el modo en que Adorno aborda la cultura. Antes bien, cabe avanzar por un camino, un método, que mantenga la pregunta por cómo los actores producen la realidad (musical o de otra índole) a la vez que se interroga reflexivamente acerca de cómo se produce a esos productores. En un uso de la noción de mediación que no hace de ésta un ámbito que se sitúa en el medio, sino una manera de aprehender un movimiento que se mantiene abierto, lo cual implica incluir la pregunta por la mediación de la mediación, es decir, no olvidar la mediación en lo mediador. Ésta es la potencialidad del uso dialéctico de la mediación, que lleva incluso más allá de la teoría del propio Adorno. Se trata, en definitiva, de captar ese actuar en su ambigüedad dialéctica.
La sociología pragmática de Hennion no consigue, entonces, interrogar la conformación del contexto en que los actores actúan, ni las consecuencias de este actuar sobre ese contexto. Tales problemáticas se diluyen en su propuesta, tal y como se evidencia cuando, en su rechazo a la sociología crítica, sostiene que ésta, al poner:
El foco en la condena de la desigualdad cultural nos ha acostumbrado a desechar la descripción apropiada del gusto como proceso activo, que produce algo específico por medio de ciertas técnicas colectivas, ciertos tipos de expertise que pueden estudiarse y enumerarse. La música posibilita el abordaje de esta actividad paradójica, […] la actividad meticulosa cuya meta es lograr la pasividad completa: un estado en el que podemos dejarnos llevar por algo, dejar que algo nos eleve. […] La música nos permite formular una teoría de la pasión. (Hennion, 2012, p. 233)
Ahora bien, frente a semejante planteo cabe preguntarse: esa “descripción apropiada del gusto” ¿cómo aborda el problema de la desigualdad cultural?, ¿o es que no tematiza dicha desigualdad? o, más aún, ¿es que la misma no acontece en nuestras sociedades? Este enfoque de la música permite formular una teoría de la pasión, ¿pero permite elaborar una teoría de la dominación y sus relaciones desigualitarias?, ¿o es que este problema ha de ser dejado completamente de lado? Por supuesto, podría plantearse que son dos maneras distintas de abordar a la música, por lo que cada una produciría un conocimiento diferente, pero para ello habría que abandonar la pretensión de hacer de éste el único enfoque desde el cual llevar a cabo tal “descripción apropiada del gusto”, paso que Hennion claramente no da.
Se puede aceptar la importancia de hacer una sociología “más próxima a lo que hacen y piensan los actores, en lugar de la concepción crítica a la que nos tiene habituados la sociología de la cultura: pues el problema de las desigualdades culturales y el acceso desigual a las obras ha ocultado la producción misma de las obras” (Hennion, 2010, p. 26). Pero ello no tiene por qué llevar al extremo opuesto, “ocultando” ahora la producción de desigualdad social y cómo la relación de los actores con la música (y con la cultura en general) puede verse condicionada por esa desigualdad a la vez que pueden tender a su transformación o reproducción. Extremo éste en el que la sociología de Hennion queda encerrada, al no contar con las herramientas conceptuales para tematizar cómo las mismas prácticas que producen la pasión por la música pueden también, e incluso al mismo tiempo, producir una relación de desigualdad y dominación. Es por no contar con tales herramientas que su perspectiva obtura la posibilidad misma de que la sociología haga de la desigualdad existente un elemento de su interrogación de la cultura.
Este artículo ha buscado contraponer el uso que la sociología pragmática hace de la mediación —abordando para ello a dos de sus representantes más destacados— con aquel propio de la sociología dialéctica, específicamente de aquella perspectiva que busca dialectizar a la dialéctica dando cuenta incluso de la mediación de lo mediador. Contraposición que no buscó establecer la superioridad de una perspectiva sobre la otra, sino interrogar las potencialidades de dicho concepto como parte de un método sociológico. Hemos visto que allí donde se detiene el movimiento de dicha mediación es donde surgen las limitaciones de ambas perspectivas sociológicas.
En este sentido, puede captarse en el pensamiento de Adorno un déficit en la participación subjetiva. No es su plena ausencia pues aún se mantiene un momento kantiano que hace del sujeto y sus categorías una instancia clave en la constitución de la realidad objetiva, pero tales categorías se hallan (casi) puramente cosificadas, con el riesgo consecuente de reducir a los actores a meros cultural dopes, por decirlo con Garfinkel (Cf. Gambarotta, 2014, 2016). Se restringe así la capacidad de acción de los vivos, pues ellos estarían extremadamente condicionados por el peso de los muertos. Es frente a esto que la ruptura para con el objetivismo que Hennion plantea, ese “seguir a los nativos” que aconseja Latour, se nos presenta como una vía a través de la cual combatir dicho déficit, en pos de completar la “segunda revolución copernicana”, que Adorno sugiere, pero sin por ello terminar diluyendo a la “primera”.
Sin embargo, como se ha señalado a lo largo de este escrito, este cuestionamiento a la sociología crítica no tiene por qué arrojar al niño con el agua sucia, tornando al rechazo del determinismo objetivista en una disolución completa de ese peso de los muertos, de la historia. Y esto es lo que acontece con la espacialización de la mediación que la sociología pragmática lleva a cabo, cuya expresión más acabada la hallamos en el Imperio del Medio postulado por Latour. Concepción en la cual se diluye el peso de la temporalidad (histórica) y, con ella, la posibilidad de aprehender el contexto actual, su producción por acciones anteriores a las nuestras. Esto último adquiere una especial contundencia cuando Hennion propone dejar de enfocarnos en la desigualdad social, pues su planteo se desentiende de esta problemática, procediendo como si la desigualdad no signase el contexto social en el que actuamos. La espacialización de la mediación, presente en ambos autores, conlleva por tanto una detención de su movimiento, dando lugar a un método que puede indagar cómo se ensambla lo social, pero que obtura la pregunta reflexiva acerca de cómo se ensamblan los ensambladores. Frente a esto, radicalizar el uso de la mediación implica cuestionar los extremos purificados, pero no para dar lugar a un híbrido que está fijado en una posición media entre tales extremos, sino para captar al proceso en la ambigüedad propia de la fotografía de un movimiento.
La consecuencia más preocupante, a mi entender, de este método pragmático es cómo ello trastoca lo que se pretende lograr a través de la práctica de la sociología. Y una vez más, esto puede ser presentado bajo la imagen de que la sociología pragmática echa al niño con el agua sucia, pues su cuestionamiento a una sociología que pareciera ser la única en comprender el mundo social, cuyo anverso es reducir a los nativos a cultural dopes, termina llevando a que se licúe toda especificidad de ese conocimiento sociológico, el cual hasta queda “atrasado” en relación al sentido común. Se trata de una sociología que se limita a “compartir” las experiencias nativas, a describirlas, pero bajo ningún punto de vista se orienta a hacer de ese conocimiento una posible instancia de la transformación de las mismas.
Sobre este telón de fondo puede percibirse cómo mantener abierto ese movimiento de la mediación conlleva un giro autorreflexivo (en el sentido adorniano), a través del cual se puede concebir el método de una sociología crítica que siga arrojando el agua sucia, pero conservando al niño. Para ello resulta clave aprehender a esa sociología en su ambigüedad, la que surge de su situarse en el movimiento entre una instancia cognoscitiva y una atinente a lo político (Gambarotta, 2014). Pero también aquella ambigüedad producto del movimiento entre dos modos distintos de conocimiento de lo social. Pues aborda al sentido común, “siguiendo a los nativos”, situándose “más próxima a lo que hacen y piensan los actores”, pero no se cierra sobre éste, la crítica no apunta a ser sólo una descripción de ese conocimiento de lo social, para así compartirlo y darlo a compartir. Es decir, se lo estudia no desde una simple exterioridad, postulando premisas ajenas a los materiales culturales producto de ese sentido común, sino que es un conocimiento sociológico que busca aprehenderlos desde su lógica interna. Por eso es inmanente, pero con una inmanencia a través de la cual se busca poner en crisis a dichos materiales, y por eso es crítica. Un ambiguo adentrarse para, al mismo tiempo, trascender los sentidos ensamblados por los nativos, dando cuenta de sus consecuencias (objetivas) y, en especial, de su relación con lo político. Consecuencias que no tienen por qué ser siempre reproductoras de lo establecido (como tiende a pasar en Adorno), pues también pueden contener una potencia disruptiva. Cuestión que tampoco es posible de ser aprehendida desde una pura interioridad, desde una perspectiva que no se distancie de la nativa, que se limite a seguirla, dejando fuera de foco tales consecuencias.
Esta concepción (dialéctica) de la mediación acarrea, entonces, pensar contra algunos aspectos de la sociología adorniana y, al mismo tiempo, cuestionar la “nueva superficialidad” (Jameson, 1989/1991), la restitución de la inmediatez, a la que conducen las propuestas de Latour y de Hennion. Pero no para hacer de esto la excusa con la cual volver a implantar los dualismos propios de los modernos “modelos de profundidad” (Jameson, 1989/1991), incluyendo el de esencia y apariencia propio de la dialéctica. Antes bien, lo que aquí se propone es seguir el movimiento de la mediación que es también el de una autorreflexión sobre la dialéctica de la propia práctica sociológica. Instancias ambas de un método que puede tornar al conocimiento, producto de dicha práctica de la sociología, en una crítica de ese particular contexto cargado de historia que es nuestro presente.
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