Estrategias artísticas ante el discurso espacial: de las exclusiones de sexo-género al análisis interseccional

Artistic strategies on spatial discourse: from the sex-gender exclusions to the intersectional analysis

  • Alfonso del Rio Almagro
  • Oihana Cordero Rodríguez
El objetivo principal de este texto ha sido desarrollar un análisis crítico y comparativo de las propuestas artísticas que, desde la década de los setenta, han abordado el cuestionamiento y la transformación del discurso espacial, entendido como una tecnología de imposición de las ficciones de sexo-género y generadora de experiencias desiguales. Para ello, hemos relacionado y confrontado una selección de las propuestas artísticas más significativas con diversos posicionamientos feministas, transfeministas, queer y postcoloniales. Este estudio nos ha permitido proponer una sistematización de los distintos enfoques planteados desde el arte, en los que el discurso espacial se presentaba, por un lado, como productor de las diferencias de sexo-género, asentadas éstas en un discurso binario y esencialista. Y, por otro, como mecanismo de expulsión de aquellas identidades que quedan fuera de la norma heteropatriarcal y cisexista, al responder, de forma interseccional, ante otras categorías de discriminación vinculadas con dispositivos de control.
    Palabras clave:
  • Arte
  • Espacio
  • Sexo-género
  • Interseccionalidad
The aim of this paper is to present a critical and comparative analysis based on artistic proposals related to some diverse discursive strategies which have been developed during last decades in order to analyze and modify the spatial discourse. Space is understood as a technology to impose sex-gender fictions, and the works selected will be linked to various feminist, transfeminist, queer and postcolonial positionings. Through this text we present a systematization of different artistic approaches and we will reveal the spatial discourse as a mechanism to generate unequal experiences. The selected artistic proposals will show the capacity of space as capable of producing sex-gender differences, which are rooted in some binary and essentialist beliefs, and therefore excluding non standardized subjectivities beyond the heteronormative and cissexist binomial, as well as linking those exclusions to other intersectional discriminations.
    Keywords:
  • Art
  • Space
  • Sex-gender
  • Intersectionality

1 Introducción

Dentro del Grupo de Investigación HUM.425 hemos desarrollado una línea de trabajo sobre las capacidades que las prácticas artísticas han desarrollado para analizar, cuestionar e intervenir el discurso espacial, entendido como tecnología de imposición y verificación (De Lauretis, 2000) que ha regulado nuestros cuerpos y nuestras vidas. Convertidos en mecanismos de control (Foucault, 1975/1976), éstos han producido, mediante estrategias de representación y normativización perfectamente camufladas (Lefebvre, 1972/1976), el paradigma de segregación de sexo-género (entre otros paradigmas), con la consecuente discriminación en el uso de los espacios y la exclusión de aquellas identidades que disienten de la norma heteropatriarcal y cisexista (Serano, 2007).

Aunque este paradigma de segregación no es el único que ha subyacido en el discurso espacial y arquitectónico (Preciado, 2006), ni el único que ha favorecido la interpretación de las diferencias corporales en desigualdades sociales, culturales y vitales (Brah, 2004), desde nuestro punto de vista, el sistema binario de las construcciones de sexo-género ha sido una de las imposiciones más conflictivas de nuestra cultura, ya que ha estereotipado modelos corporales y de conducta, ha asignado ideales normativos y ha anulado posibilidades identitarias, privilegiando unas formas de vida sobre otras. Son estos unos planteamientos que han colisionado frontalmente con las pretensiones de cualquier política de igualdad y atención a la diversidad que desde los estamentos institucionales se han pretendido llevar a cabo.

Desde estas premisas y como síntesis de los resultados alcanzados en varias fases de investigación en las que hemos venido trabajando, este texto ha tendido como objetivo principal presentar un análisis crítico y comparativo de una selección de propuestas artísticas representativas de diversas estrategias discursivas, planteadas a lo largo de las últimas décadas, respecto a los mecanismos de segregación y de reproducción de las ficciones de sexo-género (Colomina, 2006; Picazo y Peran, 2005), vinculándolas con los distintos posicionamientos conceptuales planteados en cada momento (Gil, 2011). Una selección y análisis de trabajos que nos ha posibilitado extraer una sistematización de los diversos enfoques desarrollados desde el arte en relación a los múltiples posicionamientos conceptuales feministas, queer y postcoloniales que han convivido a lo largo de los años. Y que también nos ha ayudado a comprender, mediante un análisis interseccional (Platero, 2012), la implicación del discurso espacial y arquitectónico en la construcción no sólo de la categoría binaria de sexo-género sino también en el desarrollo de otros ejes de opresión (Brah, 2000/2011), vinculados y conectados con otros dispositivos de control y discriminación.

Hemos de aclarar que no hemos pretendido llevar a cabo ninguna recopilación exhaustiva de la documentación que existe, sino señalar los planteamientos más significativos de las últimas décadas, en los que se han evidenciado los distintos campos de actuación y los diversos niveles en los que estos dispositivos han operado y maniobrado. La elección de muestras de este estudio se ha concentrado a partir de la década de los setenta, momento en el que el debate del espacio y la arquitectura fueron abordados desde perspectivas feministas (Bruegel, 1973; Burnett, 1973; Rendell, Penner y Borden, 2000/2003), hasta nuestros días. Aunque hemos acudido a planteamientos de los años setenta y ochenta, nuestro interés y marco de investigación se ha centrado principalmente en las estrategias artísticas desarrolladas a partir de la década de los noventa, momento en el que los movimientos feministas ponían en crisis su marco epistemológico (Haraway, 1991/1995; De Lauretis,1990), surgían las teorías postidentitarias, transfeministas y queer (Bornstein, 1994; Butler, 1990/2007; Córdoba, Sáez y Vidarte, 2005; Gil, 2011; Preciado, 2002; Sedgwick,1990/1998; Solá y Urko, 2013; Stone, 1991; Wittig, 1980), se alcanzaba una mayor visibilidad de las culturas trans, drags, kings o transgéneros (Halberstam, 1998/2008; Stryker, 2008), convergieron los feminismos negros, decoloniales y postcoloniales (Anzaldúa, 1987; Brah, 2000/2011; hooks, 1984/2004; Sassen, 2003) y los estudios sobre el discurso espacial y la arquitectura entraban en la academia desde una perspectiva feminista y queer (Agrest, Conway y Weisman, 1996; Colomina, 1992; Massey, 1994).

Todas estas perspectivas han generado herramientas de cuestionamiento del sistema heteropatriarcal y cisexista, así como marcos de compresión de las desigualdades que han posibilitado un cambio en las estrategias de representación del sexo-género y de sus ficciones políticas, comprendidas ahora desde la performatividad y la discursividad. La identidad termina entendiéndose como un proceso de articulación múltiple y complejo, desde un análisis interseccional (Platero, 2012), que no puede ser reducida a una sola categoría (De Lauretis, 2000). Una eclosión de discursos críticos sobre la construcción del sexo-género, la sexualidad, la raza, la clase social, etc. que nos han indicado que nuestros cuerpos y nuestras identidades son productos de complejas tecnologías que se superponen. Estos discursos también han sido elaborados desde la práctica artística a través de obras y propuestas con una fuerte carga política y crítica (Cabello y Carceller, 2005; Lord y Meyer, 2013). En este sentido, hemos de recordar que en la década de los noventa las interrelaciones entre arte y movimientos sociales cobraron especial relevancia, favoreciendo una politización de las prácticas artísticas (Blanco, Carrillo, Claramonte y Expósito, 2001). Los análisis teóricos sobre la politización del arte llevados a cabo durante estos años por Suzanne Lacy (1995), Nicolas Bourriaud (1998) y Lucy Lippard (en Lacy, 1995) —entre otros—, pusieron de manifiesto la revitalizada capacidad del arte como un sistema de conocimiento transdisciplinar, performativo y relacional. Bourriaud investigó nuevas formas de hacer del arte que han puesto en diálogo a los distintos agentes sociales, Lacy y Lippard desarrollaron un complejo análisis de la participación de las personas artistas en su entorno social y político. De este modo, a través de la práctica artística se planteó una problematización del pensamiento normativizado, un cuestionamiento de las relaciones de poder y de los mecanismos encargados de perpetuarlas. Estos nuevos modos de hacer en el arte (Blanco et al., 2001), unidos a los discursos críticos de la identidad (Butler, 1990/2007; Preciado, 2002; Solá y Urko, 2013), han generado modificaciones en los códigos de representación de los cuerpos, del sexo-género y la sexualidad, la raza, etc. Hemos de señalar que los discursos artísticos y las investigaciones feministas se han articulado (Reckitt y Phelan, 2001/2005) para generar propuestas que han profundizado y amplificado las exclusiones y jerarquías sociales que desde los Estudios de Género se han venido analizando. Si bien muchas autoras han estudiado la relación que las construcciones de sexo-género mantienen con el discurso espacial (Durán, 1998/2008; McDowell, 1998/2000), ha sido el discurso artístico quien, desde las últimas décadas del siglo XX, ha venido no sólo investigando su producción y representación, sino posibilitando nuevos discursos espaciales y proponiendo prácticas para seguir investigando.

Siguiendo este hilo argumental, hemos comenzado este estudio revisando la selección de estrategias artísticas que cuestionaban y denunciaban el discurso espacial como herramienta de control y afianzamiento de la división de sexo-género. Éstas han englobado desde proyectos fotográficos, obras gráficas, performances y acciones reivindicativas hasta instalaciones e intervenciones artísticas, provenientes del estudio de campo de la producción de numerosos artistas y de diversos proyectos expositivos (Aliaga y Cortés, 2014; Barrón y Navarro, 2006; Cabello y Carceller, 2005; Colomina, 2006; Lord y Meyer, 2013; Navarrete y James, 2004; etc.). La revisión de estas propuestas artísticas podríamos entenderla como un abanico de posibilidades que han dado respuesta a una misma necesidad —la necesidad de plantear el espacio como generador de experiencias desiguales— pero, en realidad, señalan enfoques, perspectivas y conceptualizaciones distintas en la manera de concebir las imposiciones que conllevan el discurso espacial como tecnología de sexo-género (De Lauretis, 1987). Esta selección de obras artísticas nos ha permitido evidenciar las cuestiones que nos han posibilitado agruparlas en una sistematización de estrategias que, lejos de ir sustituyéndose a lo largo del tiempo, han seguido conviviendo. Como veremos a continuación en las diversas estrategias que hemos sistematizado, las necesidades y sus planteamientos se han entrecruzado en un cuestionamiento continuo, pasando de una concepción sexualizada-generizada del espacio —desde una perspectiva binaria y esencialista en la década de los setenta—, a la conceptualización, a partir de los años noventa, de los dispositivos arquitectónicos como tecnología de imposición de las diferencias, atendiendo a diversos ejes de opresión y no sólo al eje sexo-género, desde una perspectiva construccionista e interseccional.

2 El discurso espacial como construcción ideológica heteropatriarcal y cisexista

Todas las estrategias que hemos analizado en este artículo parten de la concepción y experimentación del espacio como territorio social y culturalmente construido (McDowell, 1983; Wekerle, 1984) lleno de huellas, imposiciones y memorias constantemente camufladas. Dice Henri Lefebvre (1974/2013) que “El espacio es la morfología social; en este sentido, el espacio es a lo «vivido» lo que al organismo vivo es su propia forma, íntimamente ligada a las funciones y estructuras” (p. 147). El espacio no ha sido nunca un concepto abstracto, ha sido un hecho constituyente de cada contexto social y económico, y es producido por las ideologías dominantes existentes, éstas han estado contenidas en él, han sido el propio espacio. Este funcionamiento del discurso espacial, sin embargo, no es sencillo de detectar: el ejercicio de abstracción al que se ha sometido no sólo ha tenido la capacidad de ocultar los alcances del discurso espacial, sino también ha tenido como resultado la ilusión de que todo espacio practicado es homogéneo, universal y neutral. Como ya nos indicaba Lefebvre (1972/1976) “el espacio no es un objeto científico separado de la ideología o de la política” (p. 31). Éste ha sido un producto e instrumento político e ideológico intencionalmente manipulado. De hecho, la pretendida apariencia neutral y técnica del espacio ha sido una tecnología de imposición y control, en el modo que la conceptualizó Michel Foucault (1975/1976). En las arquitecturas y en los espacios se han establecido relaciones de poder (Foucault, 1974) que han definido y actualizado las normas sociales a las que todo cuerpo y persona ha de adecuarse. Estas normas y poderes han respondido a las políticas sociales contextuales, obligando a los cuerpos que se articulan en el espacio a resolver constantemente “aspectos de inclusión o exclusión, de visibilidad u ocultación, de dominación o sumisión” (Aliaga, Cortés y Navarrete, 2013, p. 14) que la ciudadanía debe de gestionar.

Si el espacio ha tenido apariencia de neutralidad e indiferencia ha sido precisamente porque ya ha sido el foco de procesos de ocupación y construcción, aunque sus huellas no son siempre visibles. Un ejemplo de esta ocupación invisible del espacio nos la ofrecía el proyecto de las artista bosnia-herzegobina Alma Suljevic, Annulling the Truth (1999), quien dedicaba su obra a cuestiones relacionadas con la guerra de Saravejo (1992-1995). En esta acción, la artista nos desvelaba un territorio aparentemente inhabitado que sin embargo estaba sembrado de minas antipersona provenientes de la guerra. Suljevic arriesgaba su propia vida caminando sobre estos territorios y desvelando sus relaciones con el poder. El proyecto abordaba tanto la financiación como la desactivación personal de las minas para crear caminos más seguros para el tránsito de las personas. O la intervención artística Limpieza (2009) presentada en la 53 Bienal de Venecia, en la que la mexicana Teresa Margolles ponía de relieve la falsa universalidad del espacio. En este caso y como parte de las obras destinadas al pabellón mexicano, familiares de diversas personas asesinadas en México fregaban, con agua y sangre de sus allegadas, los suelos de los espacios expositivos, evidenciando aquello que los lugares quieren esconder.

El sistema político ha convencido a sus dominados de la neutralidad del espacio mediante la concreción física (Delgado, 2011), pero ésta no ha sido más que la expresión de una geometría autoritaria que sustentaba el pensamiento hegemónico, reproducía la subordinación de lo femenino, agudizaba las diferencias sociales, negaba la existencia espacial de las diferentes minorías y perpetuaba las discriminaciones a través de su pretendido silencio y neutralidad. La capacidad para ocultarse bajo una supuesta universalidad ha hecho del discurso espacial un estratega perfecto como dispositivo de verificación y regulación del sistema, una tecnología clave para la producción y recepción de los discursos identitarios de sexo-género, pues silenciosamente ha resultado en espacio de imposición, segregación y exclusión social. Bajo un camuflaje de neutralidad, el espacio ha reflejado las estructuras de poder, ha respondido a una determinada forma de organización social (García Ballesteros, 1989) y se ha convertido en dispositivo de localización, segregación y control de las diferencias, donde la lógica que antes estaba restringida a la prisión (Foucault, 1976) ahora abarca el campo social entero convertido en una zona de vigilancia permanente. Y es que “los espacios surgen de las relaciones de poder; las relaciones de poder establecen las normas; y las normas definen los límites, que son tanto sociales como espaciales, porque determinan quién pertenece a un lugar y quién queda excluido” (McDowell, 1998/2000, p. 81).

Una de las grandes exclusiones que ha planteado el discurso espacial, y que muestra cómo el espacio se ha relacionado con las marcas de sexo-género, es aquella que corresponde con la circunscripción de los hombres y las mujeres en dos esferas contrapuestas. Tal como aclara Jane Rendell (2000/2003): “una esfera masculina de producción (la ciudad) pública y dominante, y una esfera femenina de reproducción (el hogar) privada y subordinada” (p. 103). Históricamente hemos construido el espacio público y la ciudad para ser transitada con mayor autoridad y poder por los hombres, mientras que las mujeres han quedado confinadas en el hogar y vinculadas a lo privado y a la reproducción. Así, los espacios han sido definidos ideológicamente desde una perspectiva heteropatriarcal (Duncan, 1996; Valentine, 1996) sustentada por el antropomorfismo masculino (Agrest et al., 1996). Espacio y sexo-género han estado en clara relación y se han construido mutuamente (Rose, 1999). El “espacio y el lugar son sexuados y tienen un carácter de género, las relaciones de género y la sexualidad están espacializadas” (McDowell, 1998/2000, p. 101). Basta con recordar la performance de la estadounidense Mierle Ukeles Laderman, Washing, Tracks, Maintenance: Outside (1973) en el que fregaba y limpiaba la escalera exterior del Wadsworth Atheneum, Hartford (Connecticut), poniendo de relieve la invisibilización de las tareas de limpieza e higiene de los espacios que se nos presentan inmaculados e higienizados, así como el silencio en torno al trabajo doméstico asignado a las mujeres.

3 El cuestionamiento de la reclusión en el espacio doméstico

Esta distribución politizada del espacio ha generado en nuestra cultura experiencias desiguales según sexo-género, segregando su uso, dividiendo de forma tenaz, resistente y rigurosa (Millett, 1970/1995). El sistema heteropatriarcal ha producido una territorialización binaria, jerarquizada y enfrentada, como mecanismo a través del cual ha consolidado su poder (Aliaga y Cortés, 2014), ya que el control de la organización espacial ha sido uno de los principales mecanismos de los que se han valido las tecnologías de sexo-género para perpetuarse. El espacio público ha sido el territorio donde la construcción social y cultural de las relaciones de sexo-género tienen lugar (Burnett, 1973) y éste, al presentarse impregnado con la marca de sexo-género, ha promovido diferencias a la hora de poder ocuparlo (Bruegel, 1973), de distribuir sus usos, permitir el acceso o favorecer su exclusión.

A comienzos de la década de los setenta, bajo la dirección de la estadounidense Judy Chicago y la canadiense Miriam Shapiro, se desarrollaba el proyecto artístico de la Womanhouse (1972) en Los Ángeles (California). Un proyecto híbrido entre la reflexión teórica, las artes plásticas y la performance en el que se debatía y transformaba el discurso patriarcal y sus estrategias de territorialización. Ubicado en una casa abandonada, las participantes distribuían las temáticas a abordar y reflexionar por las distintas habitaciones de la casa. Partiendo de sus reflexiones se materializaron numerosas propuestas como la performance Cock and Cunt Play (1972). Ésta, concebida por Judy Chicago, era interpretada por dos mujeres que, portando una enorme vagina y un gran pene, representaban una discusión conyugal en la que se abordaba la reclusión de las mujeres en el espacio privado y la asignación de tareas domésticas mediante un único argumento basado en las diferencias genitales y la naturalización del sexo-género. Una propuesta en clara relación con Semiotics of the Kitchen (1975) de la artista norteamericana Martha Rosler. Una paródica videoperformance que reflexionaba sobre el papel de la mujer en el espacio doméstico, imitando la estética de los programas de televisión sobre la perfecta ama de casa. En este caso, Rosler iba nombrando los utensilios e ingredientes de la cocina, siguiendo el abecedario y deteniéndose para explicar su funcionamiento, todo ello con gestos nada convencionales y que trasgredían los significados cotidianos de los mismos. La violencia se acentuaba con determinados instrumentos, con los que realizaba acciones de pinchar de forma exageradamente violenta y que evidenciaban la opresión que suponía para las mujeres su reclusión en el espacio de lo doméstico en un mundo regido por el heteropatriarcado. Una situación analizada en 1965 por Betty Friedan en su texto La mística de la feminidad (1963/2009), que había conducido a las mujeres estadounidenses, tras la Segunda Guerra Mundial, al destierro en el espacio doméstico, a una frustración, un vacío y un cansancio, a un “malestar sin nombre”, como señala el primer capítulo, y a una pretendida masculinización del espacio público. Una crítica al patriarcado que, a finales de la década de los sesenta, Kate Millett definió en Política Sexual (1970/1995) como un sistema de opresión que segregaba a la población y recluía a las mujeres en el hogar como territorio de sumisión.

Muchas de las obras y performances desarrolladas en los años setenta analizaban diversas problemáticas relacionadas con las mujeres y la producción del espacio, sin embargo, dejaban soterrado un análisis identitario más profundo que años más tarde se retomaría y que ponía de manifiesto los procesos culturales (la producción del espacio entre éstos) que determinan el binarismo de sexo-género, así como las identidades fijas y estables. La naturalización de las identidades hombre/mujer y su inscripción en el campo de la biología fortalecía y daría argumentos a la división de espacios masculinos y femeninos. El sexo-género y el espacio se relacionaban mutuamente y en ocasiones se concebían desde una posición esencialista. Una construcción binaria bien diferenciada de la distribución entre los espacios para hombres y para mujeres que, bajo una pretendida naturalización del sexo-género (Butler, 1990/2007) justificaba, no sólo la división entre el espacio privado y público, sino que obligaba y asignaba a cada persona su lugar, recluyendo a las mujeres en el doméstico. Desde esta perspectiva, la feminidad quedaba definida desde la reclusión y el destierro al espacio doméstico y la masculinidad desde la ocupación de la plaza pública. Algo que podemos apreciar, también, en la propuesta gráfica de la artista española Eulália Grau Discriminació de la dona (1977). En las serigrafías que nos proponía Grau vemos imágenes de mujeres en diversos contextos cotidianos, laborales, públicos y domésticos. Con cierta crudeza y de forma muy directa se nos planteaban escenas que abordaban los procesos de discriminación y exclusión de las mujeres.

Si bien, tal como nos recordaba José Miguel G. Cortés (2010), la permeabilidad existente entre lo público y lo privado hace que sean dos espacios en continua dialéctica y, aunque un análisis de la regulación de los espacios domésticos nos ha permitido comprender otras dimensiones espaciales de nuestra sociedad (García Ballesteros, 1986; Vincent, 1987/2001), es necesario recordar que también ha sido “en el espacio público donde se negocia lo que está y no está legitimado, donde se desafían y confrontan las jerarquías y las desigualdades, donde se negocian los encuentros, los pactos y las interacciones” (Aliaga y Cortés, 2014, p. 95).

4 La ocupación y resignificación del espacio público

Frente a esta reclusión en lo doméstico, a finales de la década de los setenta, las estadounidenses Suzanne Lacy y Leslie Labowitz planteaban, en el contexto de la primera conferencia anual sobre pornografía Perspectives in Pornography, en San Francisco (EE.UU.), la acción artística Take back the night (1978). En ella se denunciaba la exclusión que sufrían las mujeres en los espacios públicos debido al miedo, la inseguridad y la violencia a los que se enfrentaban al transitar las calles en determinados momentos de sus vidas. Esta estrategia de ocupación del espacio público, arrebatado para su uso y disfrute a las mujeres, ha tenido continuación a lo largo de los años en las propuestas de otras artistas, incluyendo nuevos matices reivindicativos. Dos décadas después, la artista española Carmela García desarrollaba el proyecto fotográfico Chicas deseos y Ficción (1998) en el que se nos ofrecían imágenes de mujeres en espacios y arquitecturas que tradicionalmente han omitido el deseo y la sexualidad de éstas, como calles, parques o vestuarios. Además, en este caso, no sólo se trataba de mujeres que intentaban desmantelar el régimen patriarcal y las estructuras de poder que definen la ocupación de los espacios y sus comportamientos a través de ejercicios de seducción, como ya nos planteara la artista austriaca Valie Export en la performance Tapp und Tastkino (1968) al invitar a los transeúntes masculinos a que le tocaran los pechos desnudos ocultos detrás de una caja con unas cortinas, sino que se trataba de mujeres lesbianas que adoptaban comportamientos culturalmente censurados para las mujeres —no así para los hombres— en el espacio público. Poses en actitudes insinuantes y gestos de seducción entre ellas que son percibidos desde el heteropatriarcado como un gesto provocador y de amenaza frente al ideal de la feminidad (y de la masculinidad), que imposibilita el contacto sexual entre mujeres y, más aún, en el espacio público.

Esta obra nos ha hecho ser conscientes de cómo los espacios no han favorecido la visibilidad, las relaciones y el contacto entre ciertos cuerpos e identidades y, también, de la necesidad de desarrollar nuevos imaginarios que se apropiasen de los espacios y de las arquitecturas para resignificarlos. Si ya en 1949 Simone de Beauvoir recogía en su tesis El segundo sexo (1949/1981) que no han existido razones biológicas que justificasen la subordinación de las mujeres y su destierro al ámbito privado, que “no se nace mujer, se llega a serlo” (p. 13), como consecuencia de toda una serie de adiestramientos construidos y articulados desde el sistema patriarcal que las ha sometido a la privacidad, la propuesta de Carmela García mostraba una clara ruptura tanto con el régimen espacial heteropatriarcal como con los ideales normativos de la heterosexualidad impuesta y su orden simbólico, recogiendo los planteamientos desarrollados por Monique Wittig en The Straight Mind (1980). Para Wittig, ser mujer implicaba la construcción de una identidad de acuerdo a una imposición masculina y heterosexual. Lo que le llevó a afirmar, durante un congreso en New York en 1978 (antes de ser publicado el texto), que “las lesbianas no son mujeres” (Wittig, en Trujillo, 2014, p. 64).

La construcción binaria de sexo-género no sólo ha generado usos desiguales y jerarquizados de los espacios, sino que ha expulsado identidades no normativas y disidentes. El sistema heteropatriarcal ha producido una sociedad que ha suprimido e imposibilitado aquellas identidades que quedaban fuera de esta norma binaria, que no se adecuaban a ella, que disentían de las estrategias de representación establecidas respecto a las nociones de masculinidad y feminidad. Las cuales quedaban, además, perfectamente delimitadas y estereotipadas en los espacios, Bajo la apariencia neutral y aséptica, el discurso espacial ha estado preparado para unificar y para señalar a quien difiere (Delgado, 2011), dispuesto a no albergar y expulsar lo informe, lo conflictivo, porque lo discordante no se adecúa a los intereses normativos o no respeta la asignación impuesta.

Desde que Jane Jacobs (1961/1973) comenzó a plantearse, en los años sesenta, la necesidad de unas premisas más igualitarias y acordes a los principios y vivencias femeninas, las mujeres y las minorías (Deleuze y Guattari, 1980/1994) han reclamado una ocupación y resignificación de los espacios públicos masculinizados. Una demanda que motivaría, entre otras muchas, las propuestas de Jenny Holzer. La artista estadounidense, haciendo uso de los paneles electrónicos publicitarios (entre otros medios), como era el caso de Survival (1983-1985), generaba mensajes que recogían una serie de tópicos machistas que son lanzados y devueltos a la ciudadanía. Con una estrategia similar podemos definir los collages conceptuales de la artista estadounidense Barbara Kruger, que hacen uso de los soportes de mass-media, desde vallas publicitarias a carteles, cuyos mensajes señalan el machismo y el abuso de poder, provocando una interrupción con los eslóganes de la publicidad. En sus trabajos explora las relaciones desiguales entre lo público y lo privado, poniendo énfasis en el espacio como un hecho comunicacional y su relación con el miedo y la violencia. Ejemplo de ello es su revelador e influyente cartel Your body is a battleground (1989).

El destierro sufrido por las mujeres en lo doméstico y la expulsión de las identidades no normativas del espacio público, ha provocado que, a pesar de reclamar su ocupación y resignificación, cuando se producía la experimentación del mismo, fuera acompañada de miedo e inseguridad (Bauman, 2006; Dammert, 2007). Un aspecto importante a la hora de comprender la relación entre espacio y sexo-género ha sido precisamente este miedo heteropatriarcal y los vínculos que mantiene con las agresiones en los espacios públicos. Los feminicidios y las violaciones son una cuestión de vital importancia en el imaginario de las mujeres y niñas, tal como vino a denunciar la artista mexicana Elina Chauvet en su instalación pública itinerante Zapatos rojos, proyecto iniciado en 2009 y que ha recorrido diversas ciudades de México y del extranjero, incluido España. En un ejercicio de memoria colectiva contra el feminicidio y concebida como una intervención itinerante que se reconstruye con los zapatos donados por las personas del lugar de exhibición, alude de forma metafórica tanto a la ausencia de las mujeres asesinadas como al acto mismo de ponerse en pie.

Contra esta misma realidad se revelaba la española Alicia Framis en la serie Anti_dog, proyecto iniciado en 2002 en Berlín, en el que mostraba los ataques de violencia machista y las agresiones racistas sufridas por mujeres migrantes a manos de cabezas rapadas acompañados de grandes perros. Como reacción, Framis generó toda una serie de vestimentas confeccionadas con twaron, un tejido ignífugo, cinco veces más resistente y bastante más ligero que el acero, que se usaba para la defensa ante ataques de balas y armas blancas. Pero esta percepción del espacio ha sido experimentada no sólo por las mujeres. La vivencia del miedo en el espacio urbano ha dependido también de la edad, la raza, la etnia, la sexualidad, etc. (Ortíz, 2007; Pain, 2001). Este temor provocado desde una supuesta naturalización de los espacios, ha llegado a generar una verdadera agorafobia (Costa, en Agrest et al., 1996) que justificaba un mayor desarrollo de cualquier tipo de control y una obsesión por la seguridad (Davis, 1992/2001), como dio muestra la exposición Urgencia-La sociedad del miedo, comisariada por Jota Castro, dentro de la Bienal de Venecia del 2009. Esta nueva política de seguridad ha seguido basándose en la exclusión física y simbólica de las personas no deseadas, limitando el uso y acceso (Fratarelli, 2011) y regulando los comportamientos y las relaciones sociales.

5 El discurso espacial como dispositivo de verificación e imposición

El discurso espacial no sólo ha sido un territorio marcado y construido que alojaba experiencias desiguales entre mujeres y hombres, sino que, como tecnología de sexo-género, ha estado tanto preparada para generar, afianzar y perpetuar las diferencias que sustentan esta segregación como para hacernos asumir los emplazamientos y los desplazamientos que, sutilmente, nos han normalizado y disciplinado (McDowell, 1998/2000), que han calado en nuestros cuerpos y han penetrado en nuestras identidades y en nuestras relaciones y comportamientos sociales. El discurso espacial ha sido un dispositivo de control y verificación de la adecuación a las normas, a los límites y a las ubicaciones asignadas. Ha sido un mecanismo que trataba de conseguir un cuerpo dócil en la asignación de espacios controlados.

Frente a esta función del espacio, a comienzos de este siglo, las artistas españolas Cabello/Carceller presentaban, en Autorretrato como fuente (2001), la ocupación de unos aseos públicos para hombres, trasgrediendo las normas de acceso y de división de los espacios segregados por sexo-género. En esta fotoperformance vemos el reflejo de dos espaldas en el espejo de unos urinarios públicos. Gracias a una serie de factores performativos que condicionan el discurso corporal y espacial, y que han conectado la masculinidad con los varones, podríamos decir que se trata de dos hombres. Sin embargo, las dos personas que se ven son, en realidad, Helena Cabello y Ana Carceller orinando de pie en unos urinarios y transgrediendo los códigos y comportamientos establecidos por las normas de sexo-género. Ya no se trata sólo de la reapropiación de un espacio arrebatado y ocupado por otros cuerpos e identidades, sino de la evidenciación de la obligatoria adecuación de ciertos comportamientos a determinados espacios. Son los espacios los que determinan qué apariencias y qué comportamientos son requeridos para su acceso. Mediante un juego de adaptación performativa, la segregación espacial como método de demarcación de sexo-género quedaba en esta pieza cuestionada y subvertida.

La performatividad del género fue abordada por Judith Butler en El género en disputa (1990/2007). El género ya no era la interpretación de un sexo preexistente: la idea de un sexo natural era, en sí mismo, un dispositivo mediante el cual el género se estabilizaba dentro del marco heterosexual y cisexista que caracterizaba a nuestras sociedades. Sus aportaciones han sido una crítica a la idea esencialista de que las identidades de sexo-género son naturales e inmutables, así como a la heterosexualidad normativa y obligatoria. Ambas han sido producto de una actuación reiterada y obligatoria. Butler ponía de manifiesto el carácter de construcción social que posee el sexo-género a través de los discursos, las prácticas y las normas. Entre estas normas se ha de incluir también las relativas al espacio, dado que las disciplinas espaciales consideran el lugar como un emplazamiento fundamental en la performatividad del sexo-género. Algo que la artista española Itziar Okariz también pondría en práctica en Mear en espacios públicos y privados (2000-2004). Unas acciones y fotografías en las que la artista, que se nos presentaba orinando de pie en espacios urbanos, se reapropiaba del espacio público y subvertía sus normas, sus usos y sus imposiciones, rompía con la construcción de la masculinidad a través de la resignificación del lugar, desafiaba la discriminación de sexo-género que el espacio y la arquitectura imponen a las mujeres desde principios del siglo XIX, así como los comportamientos que en él se han desarrollado. Ambas propuestas estaban en clara sintonía con los planteamientos de Paul B. Preciado en su artículo Basura y género (2006), donde ponía de manifiesto que la arquitectura ha operado silenciosamente como una tecnología, un dispositivo de vigilancia de la segregación de sexo-género y de la adecuación a los códigos vigentes de la masculinidad y la feminidad heteropatriarcales. La arquitectura ha construido barreras casi naturales, ha sido una verdadera prótesis de sexo-género que ha producido y fijado las diferencias.

Desde esta perspectiva construccionista, las teorías feministas postidentitarias, queer y postcoloniales han concebido los cuerpos y sus identidades como el producto de un conjunto de mecanismos disciplinarios entre los que se encontraban el discurso espacial y los dispositivos arquitectónicos. Éstos se han convertido en una de las herramientas de control más eficaces, en aparatos de regulación, verificación y vigilancia (Navarrete y James, 2004) preparados para afianzar y perpetuar la división y segregación de sexo-género, para requerir la adecuación a los ideales normativos o localizar y desterrar las formas disidentes. Estos nuevos planteamientos no sólo buscaban revelar la heteronormatividad como marca constitutiva de los espacios, sino también pretendían desestabilizar las construcciones binarias de las que dependían los códigos y narrativas convencionales del espacio, reflexionando sobre las fronteras y límites infranqueables, los espacios acotados y marcados, cuestionando los supuestos naturalizados desde el binarismo público-privado (Duncan, 1996) o la división y oposición entre rural y urbano (García Canclini, 1997/2007), entre otros.

6 El espacio como mecanismo de discriminación interseccional

Las discriminaciones múltiples que se pueden sufrir en el espacio público han sido tratadas por la artista norteamericana Amanda Arkansassy Harris en Femme space a reclamation project (2015). Éste era un proyecto fotográfico en continua actualización, donde todas las series del proyecto estaban realizadas en colaboración con alguna persona cuyo único requisito era identificarse (con independencia de su identidad) con las subjetividades queer femeninas. De este modo, las personas retratadas denunciaban la marginación, la invisibilidad o la exclusión experimentadas en determinados espacios públicos, señalando la violencia, la misoginia, la transfobia o el racismo existente ante las identidades disidentes. Así, en un intento de recuperación y reapropiación de estos espacios, Harris planteaba una reflexión sobre las opresiones a las que se ven sometidas estas personas a través del insulto, la humillación e, incluso, la agresión. Podríamos entender este trabajo casi como una continuación de algunas de las propuestas de la estadounidense Adrian Piper, como la serie de performances callejeras Catalisys (1970). Unas acciones públicas en la que reflexionaba sobre las alteraciones que produce su cuerpo (previamente intervenido con textos y objetos) en el espacio público, percibido como una amenaza en potencia. Una propuesta sobre las discriminaciones, centrándose principalmente en el sexo-género y la raza, que cuestionaba el machismo y el racismo. Esta confluencia de diferencias que generaban multitud de discriminaciones fue señalada por Teresa de Lauretis en su texto Diferencias (2000), donde se nos planteaba la identidad como un proceso múltiple, cambiante, consecuencia de la confluencia de una serie de ejes de opresión conectados que se han ido formando a lo largo de nuestra experiencia vital. La raza, la edad, la procedencia, la sexualidad, la clase social, etc. se han anudado tan profundamente en la construcción de nuestras identidades como la diferencia de sexo-género. Modos de discriminación entrecruzados que han funcionado de forma simultánea y contradictoria, como indicaba Avtar Brah en Cartografías de la diáspora (2000/2011), enmarcada dentro las propuestas de la teoría de la interseccionalidad y los estudios postcoloniales. Categorías de opresiones y de privilegios que han provocado que los espacios hayan sido experimentados de maneras totalmente diferentes, acogiendo a unas personas y expulsando a otras. Han sido las diferencias corporales convertidas en desigualdades (Gil, 2011) las que han terminado conformando las divisiones jerarquizadas en los espacios y generando experiencias desiguales. No ha habido espacio que no haya estado jerarquizado y que no haya expresado estas distancias sociales enmascaradas por el efecto de naturalización (Bourdieu, 1993/1999). Y es que el espacio ha jugado un papel fundamental en la reproducción de las desigualdades, tal como se puso de manifiesto desde la geografía feminista (Brown, 2011/2012; McDowell, 2008; Valentine, 2007) o desde las espacialidades transfronterizas (Anzaldúa, 1987; Brah, 2000/2011; Sassen, 2003).

Desde estas perspectivas, el discurso espacial ha sido un mecanismo de control interseccional encargado de generar, mantener y perpetuar otros muchos engranajes de discriminación. Ha sido un sistema complejo en el que han recaído múltiples estructuras de opresión que de manera simultánea se interrelacionan (Platero, 2012) más allá de la pretendida universalidad de las relaciones de sexo-género, como la más importante forma de desigualdad (Brah, 2000/2011), pues en él han confluido diferentes tipos de discriminación dando cobijo a dominaciones entrelazadas. La raza, la procedencia, la nacionalidad, la diversidad funcional, la clase social, la situación laboral, la edad, la enfermedad, la religión, la orientación sexual, son líneas de opresión que han funcionado de forma simultánea en un mismo dispositivo espacial (Duncan, 1996; Lefebvre, 1968/1978), lo que ha conllevado que se produzcan multitud de formas distintas de experimentar la ordenación y distribución del espacio, pues estas líneas o ejes han mediatizado la vivencia de las estructuras espaciales.

El análisis interseccional ha permitido un enriquecimiento de las posturas respecto al pensamiento sobre el sistema binario y dicotómico de sexo-género, pues éste ya no se ha investigado tan sólo a través de su propio paradigma, sino en el cruce con las diferencias de clase, de raza, etc. Una interrelación que se ha evidenciado claramente en el trabajo del peruano Giuseppe Campuzano al trasgredir distintos discursos ideológicos de sexo-género, de raza, de procedencia, etc. con sus intervenciones en los espacios públicos a través de su proyecto Museo Travesti (2003). Este proyecto, conceptualizado como un archivo itinerante que recogía y expandía sus posibilidades a través del libro Museo Travesti del Perú (2008), suponía y propiciaba una arquitectura travesti que desdibuja los límites binarios del sexo-género, de la raza, de lo indígena, de lo humano, etc., para elaborar metáforas que han sido más productivas que cualquier catalogación excluyente.

Entender el discurso espacial desde una perspectiva interseccional nos ha permitido comprender que las estrategias seguidas en las propuestas artísticas anteriormente analizadas han sido llevadas a cabo, también, por otros grupos identitarios que han sido cuestionados, increpados o expulsados del espacio público al no adecuarse a los ideales proyectados y exigidos desde los mecanismos de control, ya sean gays, lesbianas, trans, drags, personas enfermas, extranjeras, migrantes, pobres, sin techo (Aliaga, Cortés y Navarrete, 2013), convirtiéndolas en sujetos transfronterizos (Anzaldúa, 1987).

De hecho, la estrategia de recluir a las mujeres en lo doméstico ha sido aplicada a otros diversos colectivos identitarios. Es el caso de las personas enfermas, desterradas al espacio privado de la casa o el hospital, sin voz ni visibilidad, en un intento de ocultación pública (Barrón y Navarro, 2006). Unas discriminaciones que pudimos comprobar en plena crisis del sida y ante las cuales el discurso artístico tomó postura (Larrazabal, 2011) denunciando el aislamiento, la discriminación y el silencio. Esta fue la demanda en diversas acciones reivindicativas del colectivo artístico Gran Fury, que trabajó de la mano del grupo activista estadounidense Act Up, como los conocidos “Funerales políticos” (1991), en los que se sacaba el ritual de los funerales del ámbito privado convirtiéndolo en un acto público y político. Las propuestas llevadas a cabo fueron de una claridad y una sensibilidad tan extrema como abrumadora: velatorios en las calles manifestando el dolor y la rabia, cenizas arrojadas en los jardines de la Casa Blanca, gritos desesperados de quienes portaban los ataúdes, todo ello como reacción ante la falta de actuación de las autoridades, ante el destierro obligatorio en el que se sentían. Generar un debate público y plantear una verdadera fisura en términos de representación a través de la presencia y ocupación espacial, fue también el modo en el que Pepe Espaliú desarrolló sus performances Carrying (1992). En estas acciones, relacionadas con la crisis del sida, el artista español era portado (sentado y descalzo) por diversas parejas que se lo iban pasando en un movimiento constante, provocando una visibilización pública, hasta ese momento inexistente, de aquellas personas que estaban obligadas a permanecer recluidas en lo doméstico. Y es que las enfermedades también han resaltado el enfrentamiento entre el interior y el exterior, entre lo privado y lo público (Sontag, 1989/1996).

Otro colectivo que ha sido recluido en el espacio doméstico en nuestros días, sin representación ni presencia en lo público, ha sido el de las mujeres migrantes trabajadoras del hogar, cuya invisibilidad pública y la precariedad laboral les ha hecho ser representantes de una nueva esclavitud postcolonial como se podía ver en el proyecto expositivo Geografías del desorden. Migración, alteridad y nueva esfera social (2006), comisariada por José Luís Pérez Pont. En esta exposición encontrábamos, entre otras, la video-instalación Cadenas Mundiales de Afecto, 2006-2010 de la española Mau Monleón, realizada con la colaboración de Alexa Cuesta, Alicia Trussi, Danka Stepan y la Asociación de Mujeres Migrantes de Valencia, fue concebida simbólicamente como un locutorio, es decir, como un espacio que se desarrolla como centro social para gran parte de las personas migrantes y que estaba apartado de la plaza pública. Al sexo-género de estas migrantes hemos de sumarle su procedencia, raza, color de su piel o, incluso, su altura con respecto a las empleadoras occidentales, como ponía de manifiesto la artista peruana Natalia Iguñiz en La otra (2001), unos retratos fotográficos de empleadas del hogar y empleadoras que mostraban las diferencias corporales convertidas en desigualdades sociales y vitales, que les ha llevado a una reclusión casi invisible, como daba muestra la propuesta fotográfica Empleadas domésticas (2010) de la artista peruana Daniela Ortiz. Este proyecto, compuesto por imágenes tomadas de la red social Facebook, nos mostraba familias peruanas de clase alta en situaciones cotidianas donde las trabajadoras del hogar aparecen difícilmente representadas o han sido prácticamente recortadas de los espacios domésticos que se fotografían.

Una invisibilidad de las identidades no normativas afianzada por los dispositivos espaciales que fue puesta en entredicho por la artista cubano-americana Coco Fusco y el mexicano Guillermo Gómez Peña en The Year of the White Bear and Two Undiscovered Amerindians Visit the West (1992). Encerrados dentro de una jaula situada en la Plaza Colón de Madrid, vistiendo unas indumentarias pseudoindígenas, planteaban las condiciones en las que determinadas identidades logran ocupar ciertos espacios: enjauladas, prisioneras y controladas para el divertimento de quienes sí andan libremente en los espacios públicos. Una reflexión sobre la colonización y la explotación de los pueblos de América Latina. El color de la piel, la procedencia, la etnia o la raza han sido motivos de expulsión del espacio público y han llevado a situaciones de extrema marginalidad, como cantaba la artista afro-peruana Victoria Eugenia Santa Cruz en la performance Me gritaron negra (1978). De este modo, el espacio público se ha ido regulando a partir de las diversas subjetividades que se veían implicadas en él (Sabsay, 2011), pero el tránsito y la presencia de muchas de estas subjetividades es dificultosa. Las implicaciones heteropatriarcales y cisexista del espacio, vistas desde una perspectiva interseccional, han dificultado no sólo el tránsito de las mujeres en el espacio público, sino la presencia y producción de identidades transexuales, transgénero, intersexuales y queer (Cabral, 2009; Missé y Coll-Planas, 2010), del mismo modo que han dejado al margen de cualquier sistema de representación a las personas migrantes sin papeles, a las personas sin techo, a las trabajadoras sexuales, etc.

Así, las estrategias para interferir, ocupar y resignificar el espacio público —usadas con asiduidad desde el arte— se han convertido en una de las maniobras de resistencia indispensables y necesarias para provocar pequeñas alteraciones y fracturas que evidencien bajo qué tipo de valores, normas y leyes se han configurado nuestros entornos y sean señalados los mecanismos de localización y expulsión que éstos han dispuesto. Sirva como ejemplo la subversión que ha supuesto la práctica del cruising (encuentros sexuales anónimos entre hombres en espacios públicos) en este intento por reapropiarse de los espacios, y del que han dado muestra, mediante proyectos fotográficos, el artista español Jesús Martínez Oliva en Paisajes (2001), el alemán Tobias Zielony en Big Sexy Land (2005), el cubano Jorge Perugorría en Sexy Bath (2015), el canadiense Shan Kelley en Foto tomada por José (Pasivo), al que le gusta leer enciclopedias y vive en los alrededores (2015) o Del LaGrace Volcano, desde Estados Unidos, en Pansexual Public Porn: The Adventures of Hans & Del (1996), entre otros.

7 Conclusiones

Al llevar a cabo este estudio sobre las diferentes estrategias seguidas desde el discurso artístico, en las últimas décadas, en torno al cuestionamiento del discurso espacial y sus dispositivos arquitectónicos como mecanismos de segregación y reproducción de las ficciones de sexo-género, vinculándolas y confrontándolas con los distintos posicionamientos teóricos planteados en cada momento y que a día de hoy siguen coexistiendo, hemos podido comprobar varias cuestiones.

En primer lugar, el análisis de las diversas propuestas artísticas presentadas ha permitido comprobar que el espacio nunca ha sido neutral ni aséptico, como daban muestra las propuestas de Alma Siljevic o Mierles Ukeles Laderman. Éste ha sido construido y marcado desde el sistema heteropatriarcal y cisexista, que ha producido una territorialización jerárquica y enfrentada, que ha generado experiencias desiguales entre hombres y mujeres, expulsando y recluyendo a estas últimas en el ámbito privado de modo casi carcelario, tal y como hemos comprobado en las propuestas de Marta Rosler, Judy Chicago y Miriam Shapiro. A pesar del miedo e inseguridad heteropatriarcal que puede generar su presencia en el espacio público, las mujeres han y hemos reclamado la ocupación, apropiación y resignificación de estos lugares como estrategia indispensable para la supervivencia, como hemos comprobado en las obras de Alicia Framis o Jenny Holzer, entre otras, al igual que han hecho otras identidades y subjetividades no normativas.

En segundo lugar, como hemos podido comprobar en las obras artísticas seleccionadas y en los planteamientos feministas de los años setenta y ochenta, el espacio no sólo ha sido un territorio con una marca de sexo-género producida a partir de la presencia de identidades fijas y estables, sino que éste ha sido un mecanismo de control del que ha hecho uso el pensamiento dominante para imponer y perpetuar un sistema binario de sexo-género de corte esencialista que ha expulsado aquellas identidades que quedan fuera de la norma. Una cuestión que ha sido abordada por artistas como Suzanne lacy, Leslie Labowitz, o Carmela García. Desde la perspectiva construccionista de los planteamientos transfeministas y queer hemos podido evidenciar que los espacios han sido verdaderas prótesis que han producido y han fijado las diferencias, que fuerzan a una adecuación a los códigos vigentes de la masculinidad y de la feminidad heteropatriarcal y cisexista, como ha quedado evidenciado en las propuestas de Valie Export o Itziar Okariz.

En tercer lugar, el discurso espacial no sólo se ha encargado de asentar estas diferencias, ha sido también un dispositivo interseccional de control que responde y alberga otros ejes y categorías de opresión que son simultáneos y que se interrelacionan más allá de las diferencias de sexo-género. Como hemos podido constatar en las obras de Adrian Piper, Pepe Espaliú, Daniela Ortíz o Shan kelley, etc., la raza, la procedencia, el estatus social, la situación laboral, la enfermedad o la edad, entre otros muchos, han sido claves para comprender la posibilidad de acceder y habitar los espacios y las arquitecturas, así como el modo en el que se hace. Aparatos de verificación del orden social cuya falsa neutralidad ha tenido un valor incalculable como estrategia para producir una territorialización jerarquizada y excluyente, pues ha conseguido que toda diferencia quede tanto señalada como enmascarada. Éstos han sido dispositivos de imposición identitaria que han excluido cualquier cuerpo que no se adapte a unas determinadas normas, comportamientos y estrategias de representación y ocupación espacial establecidos. Han sido unos mecanismos de adiestramiento que han distribuido usos y comportamientos, desalojando identidades e imponiendo determinados modos de vida.

En cuarto lugar, las obras analizadas nos han permitido, además, comprender la repercusión que las prácticas artísticas tienen en el contexto social y en el desarrollo de los planteamientos feministas, pero también en la confrontación del ejercicio del poder normativo. La repercusión conceptual y mediática de las propuestas de Gran Fury y Act Up o de las obras de Teresa Margolles, entre otras, así como la capacidad de la propuesta Your body is a battleground (1989) de Barbara Kruger para sobrevivir con rabiosa actualidad durante treinta años, tanto en contextos artísticos como sociales de diversa índole, han puesto de manifiesto la necesidad que tiene nuestra sociedad de seguir investigando y transformando las cuestiones y temas que abordan las obras analizadas. Es más, aquellas obras que parecían tener una difusión más minoritaria, han tenido, en cambio, una profunda repercusión en los planteamientos que proponen, como se ha visto en los proyectos de Del LaGrace Volcano, Amanda Arkansassy Harris o Cabello/Carceller.

En la actualidad estamos profundizando en un proyecto de investigación, mediante una tesis doctoral, sobre las estrategias artísticas desarrolladas respecto a estos mismos planteamientos en el caso concreto de los dispositivos arquitectónicos de los aseos públicos (Gershenson y Penner, 2009; Molotch y Norén, 2010), ya que éstos se presentan como espacios privilegiados que encierran y sintetizan muchos de los datos expuestos. Los aseos públicos son una de las prótesis tecnológicas del discurso espacial donde mejor se ha evidenciado la naturalización de la distribución y ordenación espacial, la producción y la segregación del binomio de sexo-género regulado por ley, la producción de experiencias asimétricas y desiguales, la expulsión de las identidades no normativas y la intersecionalidad con otros ejes de opresión, como lo es la capacitación del cuerpo o la diversidad funcional, entre otras. Pero éstos no son los únicos dispositivos susceptibles de ser analizados e intervenidos dentro del discurso espacial y arquitectónico, ante los cuales las estrategias artísticas han tomado postura. Los mecanismos encargados de afianzar, perpetuar y naturalizar las vivencias desiguales, justificándolas a través de las diferencias corporales e identitarias, son numerosos y están todos enlazados, desde los vestuarios, gimnasios, tiendas de ropa, peluquerías, saunas, colegios, zonas de ocio, etc., dentro de las tecnologías espaciales, hasta otros muchos dispositivos como juegos y juguetes, vestimentas, moda y accesorios, cultura visual y medios de comunicación, y un largo etcétera de prótesis tecnológicas profundamente interconectadas las unas con las otras, que se nos plantean necesarias para investigar en futuros proyectos.

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