Afecto, emoción e intensidad en la formación de cuerpos para la actuación.

Affect, emotion and intensity in body training for performing

  • Mariana del Mármol
A diferencia de los relatos y descripciones sobre otras facetas del hacer teatro o de ser actor, la experiencia de actuar suele ser definida por quienes la transitan como algo difícil de explicar, como si se tratara de un tipo de experiencia eminentemente corporal y que se resiste a ser plasmada o reducida al orden del lenguaje articulado. A partir de un prolongado trabajo etnográfico en el circuito teatral independiente de la ciudad de La Plata (Argentina) y atendiendo especialmente a los modos en los que la actuación se enseña y entrena, en este trabajo me propongo abordar este tipo de experiencias y desglosar la espesura que presentan desde el punto de vista nativo. En pos de este objetivo, la noción de afecto heredera de Spinoza y a las reflexiones socioantropológicas acerca de las emociones constituyen valiosas herramientas ya que, otorgándole a la corporalidad un lugar central, no escapan al problema de los vínculos entre cuerpo y palabra sino que ofrecen elementos para instalarnos precisamente allí en vías de elaborar una noción de cuerpo más abierta.
    Palabras clave:
  • Cuerpo
  • Afecto
  • Emociones
  • Teatro
In contrast to the accounts and descriptions about other aspects of doing theater or being an actor, the experience of acting is usually defined by those people who come into contact with it as something difficult to explain, as if it were an eminently corporal type of experience that resists to be shaped or reduced to the articulated language. On de basis of a long ethnographic workfield in the independent theater circuit of La Plata (Argentina) and paying special attention to the ways in which acting is taught and trained, in this work I propose to address this type of experiences and to break down the thickness they present from the native point of view. In pursuit of this goal, Spinoza’s heiress notion of affection and socio-anthropological works about emotions are valuable tools because, they give a central place to corporality but they do not escape from the problem of the links between body and word, but, on the contrary, it offers elements to settle precisely there, in the process of elaborating a more open notion of body.
    Keywords:
  • Body
  • Affect
  • Emotions
  • Theater

1 Introducción

El teatro tiene conexiones muy extrañas ¿no? Con el cuerpo a veces encontrás situaciones... cosas que... son únicas y es como que estás encendido en algo... en una frontera de erotizarte y de percibir como un pararayos. Estas percibiendo cosas, pero no cosas raras, estás percibiendo la respiración del otro o... el otro está diciendo una frase y vos estás a punto de pisar eso y estás justo, en el momento justo, no antes ni después, o en un remate, me entendés o... en un recorrido espacial con un texto, o conectar con el público que está respirando con vos y vos te emocionás con algo y el público está con vos... sentir eso, viste.. que estamos en una misma, que conectamos, que estamos religando esa religión.
Juan Pablo Thomas (Fragmento de entrevista, diciembre de 2012)

Entre los años 2011 y 2015 realicé un trabajo de campo etnográfico en el circuito del teatro independiente de la ciudad de La Plata (Buenos Aires, Argentina) que tuvo como objetivo realizar un análisis socio-antropológico de los procesos de formación de actores y actrices en el contexto de dicho circuito, poniendo especial interés en los discursos, representaciones y experiencias en relación al cuerpo que se ponen en juego en estos procesos. En función de este objetivo me acerqué a diversos contextos del ámbito teatral independiente platense, incluyendo seminarios y talleres de teatro y entrenamiento actoral, procesos creativos, ensayos, ciclos, festivales, funciones, reuniones destinadas a organización de eventos, actividades ligadas a la gestión de espacios, entre otros ámbitos y actividades que configuran el hacer de los teatristas platenses. En todos estos espacios realicé observaciones con distintos grados de participación y entrevistas en profundidad.

Más de un año después de iniciado mi trabajo de campo, uno de los teatristas con los que conversé durante el mismo me dijo, en el contexto de una entrevista, las palabras con las que se inicia este trabajo. Unos meses después, fui junto a dos amigas a ver una obra de teatro en la que viví una experiencia que me permitió comenzar a comprender estas palabras en toda su profundidad.

La obra —realizada en la Casa Curuchet de la ciudad de La Plata— tenía dos partes: la primera sucedía en una gran rampa al aire libre que conecta la planta baja con el primer nivel de la casa y la segunda en el interior de la casa. En la primera parte había varios actores y actrices interpretando ciertos personajes; algunos de ellos se movían por la rampa recorriendo los distintos niveles y otros construían una suerte de escena paralela que podía verse tras un gran ventanal que daba hacia donde estaba localizado el público. También podía verse un video en el que se mostraban imágenes —creo que de la segunda guerra mundial— que contextualizaban lo que estaba ocurriendo. Yo no estaba comprendiendo la trama narrativa de la obra, me daba cuenta de que los personajes estaban ambientados en otra época y que el video daba una pista para comprender el contexto de lo que se estaba contando, pero la verdad es que si había una trama ésta era —para mí— poco accesible o tal vez poco atractiva. Sin embargo, algo de lo que estaba sucediendo en la obra sí atrapaba mi atención: el movimiento de los actores, personajes que subían y bajaban por la rampa pasando muy cerca del público y se hablaban entre ellos desde abajo hacia arriba y viceversa. En un momento, uno de los actores se detuvo al lado mío, muy cerca de mí, y desde allí comenzó a hablar con las actrices que se encontraban arriba. Fue para mí un momento de extremo placer. Los escasos 20 o 30 centímetros que me separaban del actor me permitían sentir muy claramente las vibraciones emanadas por su cuerpo y su voz, la materialidad energética de su actuación, y la percepción de esa intensidad en mi propio cuerpo me resultaba absolutamente magnética.

Pasé el resto de la obra buscando esto, pero no volvió a repetirse de ese modo (tal vez porque no volvió a ocurrir que alguien actuara tan cerca de mí). Sin embargo, esta experiencia resultó reveladora y sumamente estimulante. Fue la primera vez que sentí un potente deseo de actuar.

Además de permitirme comprender, retrospectivamente, mucho de lo que me habían dicho mis interlocutores cuando se referían a la experiencia de actuar, este acontecimiento modificó radicalmente mi relación con el teatro. A partir de allí, el deseo de repetir y comprender esta percepción corporal orientó de manera significativa mis búsquedas, tanto en el aprendizaje y entrenamiento de la actuación, en mi predisposición como espectadora y mis intereses de investigación. Comencé a disfrutar mucho más las clases y a entregarme a ellas más plenamente, se potenciaron mis deseos de actuar, y empecé a buscar rastros de esta percepción en cada una de las obras que veía, buscando proximidad espacial respecto de los actores, deseando que me salpiquen con su “energía de actuación”.

Comencé, también, a buscar registros de esta experiencia en los relatos de mis compañeros y entrevistados. Las referencias eran breves pero similares. A diferencia de los relatos y descripciones sobre otras facetas del hacer teatro o de ser actor, la experiencia de actuar solía definirse como algo difícil de explicar, como si se tratara de un tipo de experiencia que se resiste a ser plasmada o reducida al orden del lenguaje articulado.

A partir de esos hallazgos comencé a preguntarme ¿Cómo es posible, desde los recursos que ofrece la etnografía, abordar este tipo de experiencias y desglosar un poco la espesura que estas presentan desde el punto de vista nativo? ¿Cuánto y cómo se vincula la especificidad de las mismas y su resistencia a encajar dentro de los límites de lo que puede ser puesto en palabras, con la insistencia de los teatristas por definir el teatro como una práctica eminentemente corporal y no intelectual ni literaria, es decir, con la idea dominante en las últimas décadas según la cual el teatro es cuerpo antes que texto y pensamiento?

En trabajos anteriores (del Mármol, 2015, 2016) he relatado que, al ingresar al campo del teatro platense con la pregunta acerca de cuál sería el lugar otorgado a la corporalidad en esta práctica artística, me sorprendió la contundencia con la que se destacaba su centralidad. Tanto en las entrevistas como en las charlas y reflexiones que se daban durante las clases y entrenamientos, eran frecuentes afirmaciones tales como “el cuerpo en el teatro es todo”, “el teatro es cuerpo” o “el cuerpo es lo único que tenés ahí”, a las que se sumaban una serie de relatos y descripciones acerca de aprender teatro, entrenar y actuar como experiencias fuertemente corporales. Me sorprendía, fundamentalmente, el carácter explícito que cobraba esta centralidad, el hecho de que, en el teatro, a diferencia de otras prácticas en las que la importancia del cuerpo es algo tácito a lo que no hace falta hacer referencia, sea tan necesario resaltar dicha centralidad.

A partir de estas preguntas pude observar que este énfasis en destacar la importancia del cuerpo en el teatro respondía a la existencia de un modo alternativo de entender al teatro, que había sido percibido como hegemónico durante largas décadas, en el que la corporalidad del actor quedaba subordinada a una trama literaria, plasmada en un texto por un autor e interpretada mediante un trabajo intelectual por los actores y el director. A partir de los años ochenta del siglo XX emergió en nuestro país una fuerte crítica hacia estas concepciones, identificadas como intelectualistas y literarias, y comenzó a señalarse la corporalidad del actor como punto central de la especificidad del teatro en tanto disciplina artística. Desde ese momento —que implicó un punto de quiebre y un giro rotundo en los modos de entender el teatro y la actuación— el carácter intrínsecamente corporal del trabajo actoral pareciera ser un punto de acuerdo que, más allá de las diferencias que distinguen a la multiplicidad de propuestas teórico-metodológicas sobre el teatro que se entrelazan en el campo teatral platense en la actualidad, se encuentra fuera de discusión, constituyéndose como el discurso hegemónico acerca del teatro y la actuación en el período actual (del Mármol, 2015).

Una vez registrada la importancia otorgada a la corporalidad del actor en el teatro, así como el devenir histórico en el que se enmarca el carácter explícito de esta importancia (y los discursos en pugna que se encuentran detrás de este panorama), se abre la pregunta acerca de cuál es la especificidad de este cuerpo cuya centralidad se destaca con tanto énfasis entre los teatristas platenses actuales. Es decir, una vez que comprendimos cómo se configura históricamente la necesidad de los teatristas de resaltar la importancia del cuerpo en su práctica y entendiendo que el cuerpo nunca es un mero objeto natural sino producto de construcciones socioculturales que son particulares a los contextos en los que se realizan, es necesario que nos preguntemos de qué cuerpo están hablando los teatristas y cómo es que este llega a formarse.

Considero que, tanto la experiencia que relata mi entrevistado en el fragmento colocado a modo de epígrafe de este trabajo, como la que posteriormente —y luego de más de dos años de socialización en un taller de teatro— me permitió a mí misma, no sólo conectar empáticamente con su relato, sino también poder percibir esta dimensión “puramente corporal” de la actuación y sentir (en mi propio cuerpo) aquel deseo de actuar (y de ver o sentir actuar) del que me hablaban mis interlocutores, pueden dar pistas acerca del tipo de corporalidad que construye el entrenamiento para la actuación en el contexto del teatro independiente platense actual. En este artículo me propongo abordar dicha especificidad, observar ciertas experiencias ligadas al aprendizaje y entrenamiento de la actuación con el objetivo de aproximarme a la pregunta acerca de qué tipo de habilidades específicas se busca desarrollar durante estos procesos formativos y cuál es el cuerpo que se construye a partir de los mismos.

En las clases observadas y en las palabras de las personas que se citan en este artículo, hay elementos que dan cuenta de lo que dentro de mi campo de estudio podría entenderse como diferentes escuelas, tendencias, metodologías o modos de abordaje de la actuación. Esto se debe a que en la investigación en la que éste se basa, me he ocupado más de describir el circuito del teatro independiente platense en su generalidad en tanto totalidad integrada que de analizar las particularidades que presenta cada uno de los distintos sectores que pueden distinguirse al interior del mismo. En este mismo sentido, he observado que las trayectorias formativas de las personas que integran este circuito suelen caracterizarse más por los cruces e hibridaciones que por la segregación en relación a determinadas metodologías o escuelas. El único recorte que sí se pone en juego en los materiales utilizados en este artículo remite a una cuestión generacional: los docentes de las clases observadas y las personas cuyas entrevistas han sido utilizadas tienen entre 25 y 50 años e iniciaron su formación a partir de los años noventa, es decir, una vez producido aquel “giro hacia el cuerpo” al que me referí unos párrafos más arriba.

En las páginas que siguen utilizaré registros provenientes de cinco talleres diferentes y entrevistas a personas cuyas trayectorias formativas —todas comprendidas entre los años noventa y la actualidad— tienen puntos de convergencia tanto como de divergencia, con el objetivo de observar en más detalle ciertos aspectos de esta dimensión corporal que se considera central en la práctica que realizan e indagar qué características específicas tiene dicha corporalidad y mediante qué mecanismos se desarrollan las capacidades que la configuran.

2 Una intensidad multiplicada

El actor lleva en sí la ultraprecisión misma de un mundo excesivo como el del hachís, en el que nada es inventado, pero en el que todo existe con una intensidad multiplicada.
Roland Barthes (1964/2003, p. 56)

El teatro es un hervidero, las cosas pasan con una intensidad, con una potencia mucho mayor a la que pasan en la vida, por eso hacemos teatro.
José Pollo Canevaro (Nota de campo, marzo de 2015)

La escena requiere una intensidad, una energía y un compromiso que es muy alto. (...) Por debajo de cierta intensidad uno no está actuando, lo propio del teatro es eso, el cuerpo del actor está ahí vibrando.
Blas Arrese Igor (Nota de campo, septiembre de 2014)

Una de las cuestiones que me dispuse a indagar cuando comencé mi trabajo de campo en el circuito del teatro independiente platense, fue en qué consistía la especificidad corporal del entrenamiento para la actuación. Me costaba comprender en qué consistía lo que los actores y actrices llamaban técnica, si existía algún tipo de especificidad en la misma y hasta qué punto, esta especificidad se encontraba en relación con lo corporal. En otras palabras, me planteaba la pregunta acerca de si el teatro podía ser considerado una práctica corporal con una técnica de educación corporal específica.

Observaba que, a diferencia de lo que ocurre con otras prácticas corporales artísticas tales como la música, la danza y el circo, en las cuales quienes las realizan deben hacer movimientos corporales complejos imposibles de ejecutar para quien no ha pasado por una formación técnica rigurosa, la tarea de los actores y actrices se basa en las mismas acciones y movimientos que las personas realizan en la vida cotidiana. Es decir que, como explica la investigadora canadiense Josette Feral (2003), “el teatro recurre a materiales que existen en el mundo” (p. 32) de un modo mucho más cercano y menos codificado de lo que lo hacen otras disciplinas artísticas.

Retomando esta idea, en el marco de sus investigaciones sobre la actuación en el campo teatral porteño, Karina Mauro (2010) plantea que en estas otras prácticas:

La acción del intérprete (...) proviene (...) de la técnica misma en tanto formadora de cuerpos con habilidades especiales, completamente diversas a las de los sujetos ajenos a dicha práctica, y similares entre aquellos que sí la frecuentan. Esta técnica se apoya en la elaboración de un lenguaje específico y preciso, respaldado por disciplinas científicas tales como la matemática, la física y la anatomía, y por la observación empírica y la reproducción de formas básicas que conforman un conjunto de reglas claras y fragmentadas en una progresión que facilita su práctica, adquisición y transmisión. (...)

La actuación no requiere de un cuerpo con aptitudes especiales, ni el actor realiza, necesariamente, durante su ejecución, actos que difieren de los que realiza fuera de la misma. Tampoco existe una ubicación anatómica precisa de las tareas de entrenamiento a realizar por el actor. (…) Por lo tanto, no es posible en el caso de la actuación, construir o elaborar un lenguaje técnico preciso y unívoco, sometido a leyes físicas, matemáticas o geométricas. (pp. 32-33)

Si bien acuerdo con la mayor parte de la descripción que esta autora realiza, me gustaría abrir la discusión en torno a una de las afirmaciones que el fragmento citado contiene: aquella según la cual “la actuación no requiere un cuerpo con aptitudes especiales”.

Considero que la formación técnica del teatro sí forma cuerpos con habilidades especiales. Lo que ocurre es que estas habilidades incluyen aspectos del ser humano que, dentro del patrón de pensamiento dualista que ha atravesado tradicionalmente a occidente, no se ubican tan claramente en el ámbito de lo corporal sino más bien en el límite entre el cuerpo y aquellos otros términos —tales como el espíritu, la mente, y todo aquello que remite a cierto tipo de interioridad— en función de los cuales se ha definido lo humano.

Me refiero específicamente a que, mientras la mayor parte de la formación técnica en otras prácticas corporales artísticas se enfoca en cuestiones ligadas a la dimensión biomecánica del cuerpo —tales como el aprendizaje de movimientos o posiciones corporales específicas, formas de usar la respiración y la musculatura, maneras de agarrar, sostener, empujar, etc.—, si bien la formación técnica del teatro incluye estas cuestiones, no radica allí su especificidad sino que debe poner en juego otras dimensiones de la corporalidad.

Si volvemos a los relatos con los que se inicia este artículo, podremos observar en ellos referencias a un tipo particular de experiencia corporal. Tanto mi entrevistado (en las palabras seleccionadas como epígrafe) como yo (en mi relato vinculado con la obra en Casa Curuchet) nos referimos a la capacidad de vincularnos corporalmente con quienes nos rodean, no desde el contacto directo, sino a partir de la percepción de algo que pareciera expandir la presencia de esos cuerpos más allá de sus límites físicos concretos. Una ampliación de la posibilidad de percibir corporalmente a otros cuya corporalidad, a su vez, pareciera estar expandida hacia nosotros.

Así, podríamos decir que el cuerpo que se construye mediante el entrenamiento para la actuación es un cuerpo que amplía su capacidad de ser afectado y, al mismo tiempo, su capacidad de afectar; un cuerpo receptivo y reactivo, permeable y productivo; un cuerpo que se vuelve más perceptivo tanto de su “adentro” (sus sentimientos, su imaginario, sus sensaciones corporales en relación a la temperatura, la tensión muscular, la respiración) como de su “afuera” (lo que producen el público, los otros actores y la totalidad de la escena) y capaz de reaccionar expresivamente ante estas percepciones, de modo tal que aquello que lo afecta se irradie hacia otros y los afecte, volviendo luego transformado hacia él.

De este modo, gran parte del entrenamiento corporal de actores y actrices no se basa en el desarrollo de habilidades motrices específicas sino en un trabajo de lo que, como hemos visto en los breves fragmentos que encabezan este apartado, es definido desde el propio campo en términos de potencia, energía o intensidad. Un trabajo que implica tanto la habilidad de registrar esa intensidad que —sea individual o grupalmente— se está produciendo, como la de manipularla, pudiendo incrementarla y dosificarla. Esta posibilidad de registrar y manejar la intensidad es una habilidad que se entrena de manera constante mediante múltiples observaciones, indicaciones y ejercicios específicos orientados a este fin:

Yo les voy a contar una historia y ustedes traten de percibir lo que les provoca la historia en lo afectivo, las sensaciones, dónde se ubica esta afectación. Intento hacer un mínimo esfuerzo para ver si todo esto que me pasa lo puedo exagerar, manipular un poco y poner más a fondo, un poco más de lo que me pasaría a mí. (Registro de clase del Taller de Entrenamiento Actoral del Pollo Canevaro y Federico Aimetta, mayo de 2014)

En este tipo de trabajos es frecuente la referencia a escalas ascendentes y descendentes por las cuales los docentes conducen a sus alumnos pidiéndoles que aumenten o disminuyan —ya sea gradual o bruscamente— el grado de intensidad de lo que están haciendo. Un modo habitual de hacer esto es recurriendo a escalas numéricas o referencias a porcentajes, ya sea mediante indicaciones aisladas del estilo “ahí estás en un veinte por ciento, tratá de llevarlo al cien” o mediante ejercicios completos:

Mientras explorábamos esa calidad de movimiento Blas nos iba tirando porcentajes de intensidad que iban del 10 %, pasando por el 20, el 50, el 80 y el 100 hasta el 200 y 300 %. Nos decía que el 100 % sería toda la intensidad que la escena puede soportar sin estar pasada, deformada, rancia... pero que, como charlamos después, a veces está bueno explorar esas intensidades pasadas porque o descubrimos que en realidad no están tan pasadas como creíamos y que lo que pensamos que era demasiado en realidad es el 100 o porque nos dejan algo que no había salido antes y que ecualizándolo es súper interesante. (Registro de clase del Taller de Entrenamiento Actoral y Creaciones escénicas de Blas Arrese Igor, 26 de junio de 2014)

Cierren los ojos. Les vamos a proponer un estado y lo van a probar en una escala del uno al diez, donde diez es el estado al máximo, el estado estallado. Vamos a empezar en un número cinco que es la mitad de la tabla, la mitad de lo que el estado me puede dar. El estado va a ser miedo.

Abro los ojos, no me involucro con el resto. Los tengo en cuenta pero sólo como a otros actores que están en el mismo espacio.

Pienso en el gesto, la boca, las manos, qué recorrido pueden hacer los ojos.

Pienso en el desplazamiento si es que me desplazo, modo, velocidad y pienso qué estoy haciendo con el cuerpo para generar este estado.

Y subo un nivel, al seis y pienso en el gesto, cómo crece el miedo, y subo al siete. Si estuve mucho tiempo desplazándome pruebo cómo es el miedo siete en el lugar y si estuve mucho estático pienso cómo se mueve el miedo siete por el espacio.

Subo a ocho... Pruebo el nueve... Pruebo el diez (volumen al mango) Vuelvo al cinco... Pruebo el cuatro, ¿cuál es la diferencia? ¿Qué pasa en los ojos, las manos, el gesto, la respiración? Pruebo el tres, voy al dos y voy al uno, es el mínimo, pero hay miedo, piensen que desde afuera se tiene que ver el miedo, no es mucho, pero hay.

Vuelvo al dos, voy al tres, vuelvo al uno, voy al ocho, voy al dos, cinco, seis, siete, ocho, cinco, diez (al subir la intensidad del miedo sube mucho el volumen y la cantidad de sonido) cinco, tres, uno, camino por el espacio...

(Este mismo tipo de ejercicio se repite en esta y otras clases con otros estados tales como vergüenza, alegría, bronca y angustia, entre otros). (Registro de observación del Taller de Improvisación Teatral de Jorge Pinarello y Chapi Barresi, febrero de 2013)

Como puede observarse en algunos de estos fragmentos, si bien muchas veces este trabajo sobre la intensidad toma como objeto la actuación o la escena en general, es frecuente que se realice en relación a determinados estados emocionales o afectivos. Esto tiene que ver con la importancia que adquiere en el entrenamiento para la actuación el trabajo sobre la “plasticidad emotiva”, es decir, con el hecho de que gran parte de lo que los actores y actrices deben aprender tiene que ver con la posibilidad de pasar, en la medida en que lo requieran las ficciones que encarnan, por una gran variedad de estados emocionales y afectivos.

Si bien este trabajo suele implicar una alusión a estados emocionales que pueden referirse con cierta facilidad a una gama más o menos amplia de convenciones sociales sobre las emociones relativamente definidas, hay quienes desaconsejan pensar en términos de estados que consideran fijos (y por ende más forzados o artificiales) y proponen en cambio otras categorías que den cuenta de que lo que se está tratando de percibir es un proceso caracterizado por un movimiento constante:

Podemos pensar en la “afectación” como un “estado” en permanente movimiento. El “estado” da idea de algo estático, estanco y que no tiene un proceso. La “afectación” es el constante proceso del sentir, el constante movimiento afectivo, más parecido a lo que sucede en la realidad, y por lo tanto produce una actuación verosímil, creíble o mejor dicho: posible.

Fragmento de un texto introductorio a su Taller de Entrenamiento Actoral redactado por el Pollo Canevaro y Federico Aimetta (el entrecomillado es del original).

Este tipo de entrenamiento suele implicar distintos modos de registro —por parte de los actores y actrices— de aquello que están haciendo, lo cual involucra distintos modos de relación con la palabra. Es decir, mientras en determinados casos la referencia a emociones más o menos estereotipadas o a “territorios afectivos” identificables posibilita que parte del registro de aquello que se está haciendo se dé en términos de un lenguaje con palabras o enunciados convencionales y fácilmente comprensibles que refieren a emociones, existen numerosas referencias al hecho de que otra gran parte del registro se da en términos eminentemente corporales:

Cuando se pide que se suba la energía habitualmente sube el volumen, la verborragia o el enojo, pero no necesariamente es esto, es más un registro propio que algo que se pueda mensurar objetivamente. La energía está asociada a la intensidad, se trata del compromiso energético del cuerpo en el espacio. Uno en el entrenamiento va registrando lugares en el cuerpo más allá de lo que pueda poner en palabras. (Registro de clase del Taller de Entrenamiento Actoral y Creaciones Escénicas de Blas Arrese Igor, junio de 2014)

De esta manera, el trabajo sobre la intensidad en la actuación suele estar vinculado al trabajo sobre las emociones, pero no se reduce a éste, sino que muchas veces lo desborda o lo excede. Por otra parte —pero en un mismo sentido—, mientras que el trabajo sobre las emociones suele implicar un vínculo con el lenguaje y con ciertas categorías sociales más o menos claras y definidas, no toda la experiencia corporal y afectiva que implica el entrenamiento de la intensidad en el teatro puede ser reducido a estas categorías, sino que mucho de lo que se experimenta ocurre en una zona más confusa o borrosa que, si bien permite un registro, no resulta tan fácilmente comunicable o traducible.

Los vínculos entre intensidad, afectación y emoción en el entrenamiento teatral para la actuación dan lugar a discusiones y reflexiones que resuenan con algunos de los debates que se han dado en el campo de la antropología de las emociones. Este parentesco entre ciertas reflexiones y debates generados en el ámbito de las reflexiones filosóficas y socio-antropológicas, sobre el afecto y las emociones y las discusiones dadas en el campo del teatro, puede interpretarse en función de un contexto de época y del hecho de que este último es también un campo intelectual que dialoga con lo producido desde otros campos intelectuales.

En este sentido, considero que ciertas reflexiones acerca del afecto, la intensidad y las emociones producidas desde la filosofía y la antropología social —fundamentalmente aquellas que, aunque estableciendo una distinción entre estos términos, permiten cierta continuidad entre los mismos— pueden funcionar como interesantes disparadores para pensar los modos en los que el trabajo sobre la dimensión afectiva se pone en juego en la construcción de una corporalidad particular en los contextos de entrenamiento para la actuación.

3 Afecto y emociones

La antropología de las emociones comienza a configurarse como campo delimitado de interés a partir de los años setenta y ochenta del siglo XX, en un contexto de pensamiento en el que, tras una fuerte crítica al paradigma científico positivista que había marcado la emergencia de las ciencias sociales en el siglo XIX, comienzan a ponerse de relieve áreas temáticas y perspectivas de abordaje que hasta el momento habían sido invisibilizadas o descuidadas por los estudios sociales. Es en este contexto en el que —conformando un área de influencias mutuas con los estudios sobre el cuerpo y sobre la subjetividad— comienzan a proliferar los trabajos socio-antropólogicos que, alejándose de las posturas que han considerado a las emociones ya sea como un fenómeno meramente orgánico cuyo tratamiento correspondería a la biología, ya como un fenómeno íntimo e individual cuyo tratamiento correspondería exclusivamente al ámbito de la psicología, permiten conceptualizarlas en términos de significados socialmente compartidos, resaltando su centralidad para los estudios socio-antropológicos (Leavitt, 1996; Lutz y White; 1986; Rosaldo, 1984).

Unos años más tarde, a partir de la década de los noventa, comienzan a emerger al interior de este campo de estudios una serie de discusiones que ponen en cuestión el uso de la categoría “emoción” y proponen un desplazamiento hacia términos como “afecto” o “afectividad”, por considerarlos más abarcativos, señalando al afecto como una dimensión más profunda y específicamente corporal, y ligando las emociones al significado y al lenguaje (Lara y Enciso Domínguez, 2013). De este modo, estos pensadores suelen entender —siguiendo a Baruch Spinoza (1661/1980)— al afecto como una capacidad de los cuerpos de afectar y ser afectados y, en algunos casos —tomando la elaboración de Spinoza que hace Gilles Deleuze—, ligan la noción de afecto a la de intensidad, planteando que, mientras que el afecto es intensidad incalificable e inasimilable, “la emoción es el resultado de la percepción consciente de esta intensidad, (...) la fijación sociolingüística de una experiencia que desde este punto en adelante es definida como personal” (Massumi, 2002 p. 28). La emoción sería, entonces, desde estas perspectivas, “intensidad apropiable y reconocible” (Massumi, 2002 p. 28). Es así como, desde este punto de vista, emoción y afecto pueden ser pensados como dos caras de una misma moneda. La emoción, como la porción de intensidad que logra ser percibida en términos de lenguaje, inyectando de potencia corporal al orden del significado. El afecto, de manera complementaria, como la intensidad que no cesa de escapar a su captura en el lenguaje; es la contracara del mismo suceso, ya que es, justamente, la existencia de esta fuga, este exceso o resto el que garantiza aquella inyección de potencia.

En sintonía con este modo de establecer la relación entre afecto y emoción, el antropólogo francés Alexandre Surrallés (1995) —quien también retoma la definición de afecto de Spinoza en tanto aumento o disminución de la potencia de obrar de un cuerpo— plantea que mientras la afectividad puede ser definida en un sentido laxo como “la cualidad sensitiva de la experiencia (...) las emociones pueden ser consideradas como la inscripción en el cuerpo de experiencias sensitivas nombradas por la lengua con términos precisos” (p. 1). En este sentido, considera que las categorías vinculadas a la emoción no siempre pueden ser traducidas de una cultura a otra y que incluso en muchas culturas no existiría un término similar al de “emoción” o una esfera de lo emocional que pueda distinguirse de otras esferas de la vida. La afectividad sería, en cambio, una cualidad mucho más abarcativa, atravesando toda instancia social, incluso aquellas que desde el punto de vista de nuestra cultura no serían conceptualizadas en términos emocionales; siendo la afectividad “un aspecto inherente a toda actividad, a toda interacción, a toda representación, a toda producción y reconocimiento de sentido” (Surrallés, 2004, p. 62).

Surrallés (2004) plantea que esta “cualidad sensitiva de la experiencia” que llama afectividad radica en el cuerpo, un cuerpo cuya especificidad primigenia es “sentir” antes incluso que “pensar”, de modo tal que “la percepción que tenemos de las sensaciones es la sensación que tenemos del cuerpo [y, en este sentido] nuestro organismo está en la base de las representaciones del mundo y de ese 'yo' que edificamos permanentemente” (p. 67).

De este modo, tal como vimos que ocurre en el teatro, la distinción entre afecto y emoción que se da en el ámbito de la filosofía y la antropología se monta sobre la dicotomía cuerpo-lenguaje, quedando las emociones del lado de lo que es posible pensar y representar en relación a categorías socioculturales factibles de ser definidas por medio del lenguaje, y el afecto, del lado de lo que -siendo de naturaleza eminentemente corporal- excede la posibilidad de ser nombrado y sólo puede ser sentido.

Sin embargo, tal como mencionamos anteriormente, estas mismas propuestas nos ofrecen la posibilidad de establecer una continuidad entre ambos términos, al plantear que aquella cualidad sensitiva que es el afecto se encontraría en la base de toda representación (Surrallés, 1995), sensibilizando o inyectando de potencia corporal (Massumi, 2002) a la esfera del significado y el lenguaje. De modo tal que toda emoción se encontraría afectivamente inervada y, al mismo tiempo, toda experiencia sensible tendría la potencialidad de ser expresada, en alguna medida en términos de lenguaje, un lenguaje que, de todos modos, aquella experiencia no dejará de desbordar.

Considero que aquí radica la mayor potencialidad que ofrecen estas teorizaciones a nuestra intención de reflexionar acerca de la especificidad de la corporalidad que se construye mediante el entrenamiento para la actuación: no en el hecho de resolver hacia un lado o hacia el otro de la dicotomía cuerpo-significado o cuerpo-lenguaje sino, justamente, en habilitar la posibilitad de instalarnos en el centro de esta tensión. De este modo, coincido con John Leavitt (1996) en que:

Las emociones son especialmente interesantes precisamente porque no encajan fácilmente en estas dicotomías. Al contrario, son precisamente términos y conceptos de emoción los que usamos para referirnos a experiencias que no pueden ser clasificadas de este modo y que inherentemente involucran significado y sensación, mente y cuerpo, cultura y biología. (p. 515)

En este sentido, considero que la noción spinoziana de afecto y las vinculaciones con nociones tales como intensidad y emoción que surgen de las reflexiones filosóficas y socio-antropológicas que se inspiran en ella, puede ser muy útil para definir la especificidad del tipo de corporalidad que se construye mediante el entrenamiento para la actuación, de un modo lo suficientemente abarcador como para incluir tanto aquellas experiencias que pueden ser nombradas en términos de emociones y sentimientos, como aquella cualidad inherente a toda experiencia que en el campo del teatro suele ser denominada en términos de “energía”, “potencia” o “intensidad”.

Ahora bien, si el cuerpo que se busca construir mediante el entrenamiento para la actuación es un cuerpo que amplía su capacidad de ser afectado y, al mismo tiempo, su capacidad de afectar, esto no es algo sobre lo que pueda pensarse exclusivamente en términos de cuerpos individuales, sino que implica pensar algo que sucede en la relación entre cuerpos. Esto nos remite nuevamente a Spinoza, para quien los cuerpos se encuentran en constante interacción con otros cuerpos, afectándolos y siendo afectados continuamente por ellos, siendo justamente de esta interacción de la que deviene su constante transición; la cual es acompañada por una variación en su capacidad, un flujo constante a través del cual se modifica el poder de ese cuerpo de afectar y ser afectado, es decir, su poder de actuar. Esta variación en el poder de un cuerpo hace que este cuerpo ya no sea el mismo, deviniendo otro, una y otra vez. En palabras de Jon Beasley Murray (2010):

El afecto marca el pasaje por el que un cuerpo deviene otro cuerpo, o bien alegre o bien dolorosamente; el afecto siempre es un acontecimiento que pasa entre cuerpos, en el umbral móvil entre estados afectivos mientras los cuerpos se fusionan o se desintegran, mientras devienen otra cosa que ellos mismos. (…) El afecto es otro nombre para la variación continua que caracteriza los encuentros infinitos entre los cuerpos, y los desplazamientos y transformaciones, constituciones y disoluciones, que de ellos resultan. (p. 128)

Encuentro en este párrafo dos ideas que cobran particular importancia en el contexto de mi etnografía y resultan interesantes disparadores para seguir desglosando los modos en los que la especificidad corporal de la actuación se construye en relación con la dimensión afectiva: que el afecto marca el pasaje por el que un cuerpo deviene otro y que el afecto es un acontecimiento que pasa entre cuerpos. A continuación, nos detendremos un momento en cada uno de estos puntos.

4 Algo que pasa entre cuerpos

Víctor dice que se sintió pregnado de la energía de todos, que el cuerpo se empezó a activar en la relación con todos, que él venía muy vacío y que de pronto vio una verdad en el cuerpo de todos que le impregnó de verdad su trabajo.
(Registro de clase del Taller de Entrenamiento Actoral y Creaciones Escénicas de Blas Arrese Igor)

Una de las cuestiones que pude observar, a lo largo de mi trabajo de campo en el circuito del teatro independiente platense, fue el hecho de que las instancias de aprendizaje suelen tener un carácter eminentemente grupal, es decir que, más allá de que quienes asisten a las clases tengan el objetivo de formarse individualmente como actores o actrices, de que los docentes hagan comentarios e intervenciones individualizados que acompañen este objetivo y de que en las clases haya ejercicios en los que se trabaja individualmente, la formación suele estar estrechamente ligada a ciertos modos de interacción que son intrínsecamente grupales. Como se puede observar en las consignas de clases que transcribo a continuación de este párrafo, gran parte de lo que hay que aprender para actuar consiste en aptitudes tales como “registrar la totalidad de lo que está sucediendo”, “equilibrar el espacio”, “percibir un clima grupal”, “teñirse del estado de otros”, “estar en la misma”, “registrar y dar lugar a las propuestas de otros”, “comprender dónde está el foco de atención y cómo va cambiando”, “estar permeable a todo lo que sucede”, entre otras habilidades fundamentales para el ejercicio de la actuación que no se pueden aprender si no es de manera grupal.

Intentamos caminar a una velocidad media, la misma para todos. Recordamos ahora y para siempre estar pendientes del espacio y mantenerlo equilibrado y recordamos ahora mantener todos la misma velocidad. Cualquiera puede cambiarla pero todos tienen que ajustarla para ir a la misma velocidad. No se olviden del espacio.

Traten de no cambiar bruscamente la velocidad sino de disfrutar el momento de homogeneidad grupal.

Y recuerden que dentro de las variables de velocidad existe la detención absoluta [inmediatamente el grupo la prueba].

[Junto a las velocidades empiezan a aparecer distintos modos de desplazamiento que también son copiados por el grupo].

Presten atención a sus compañeros, a tomar las propuestas del otro y no sólo proponer yo.

(Registro de clase del Taller de Improvisación Teatral de Jorge Pinarello y Chapi Barresi, febrero de 2013)

Naty: déjense teñir por el estado grupal.

Casper: porque lo importante no es qué tan ingenioso soy para hacer una propuesta sino qué tan atento estoy a toda la información que ya está.

Naty: cómo es estar en la misma.

Iván: ahora, por ejemplo, están en la misma, sépanlo, están viajando juntos.

Naty: observando y tomando, observando y tomando... están todos en la misma... es como si nunca pudieran llegar a concretar un objetivo porque estoy todo el tiempo trabajando en el objetivo, es algo que no termina nunca, es algo que está en producción continua.

(Registro de clase del Taller de Investigación Teatral de Natalia Maldini, Casper Uncal e Iván Haidar, marzo de 2013)

El entrenamiento de estas aptitudes no sólo prepara a quienes las adquieren para la comunicación con sus futuros compañeros de escenario (y, según el tipo de teatro que se realice, en mayor o menor medida, con el público), sino que además va generando lazos de confianza —y, como puede verse en los siguientes fragmentos, en muchos casos de cariño— que hacen posible el grado de apertura y entrega que requiere la actuación y amplían aún más las posibilidades de comunicación en escena:

Mariana: con Maira y Belén la conexión se siente desde el cuerpo más que de la cabeza, es más una cuestión de... no se si cariño es la palabra pero tenemos unos lazos muy fuertes y en escena se nota mucho, nosotras hicimos la obra esta de la trata y nos dimos cuenta de que nosotras en escena nos sentimos mucho y está bueno también eso, no sé cómo decirlo, es un momento en el que te sentís con mucho amor, trabajando con ellas yo me siento con mucho amor (…)

Yo: ¿qué significa esto de sentirse mucho en escena? ¿en qué consiste?

M: a la hora de trabajar uno se da cuenta las sensaciones físicas por ejemplo, cuándo un compañero está muy tenso, cómo es la energía de esa escena, ese ritmo o ese trabajo está muy adaptado a lo que es el cuerpo, esta bueno, esta bueno porque también uno aprende a adaptarse a ese cuerpo, a adaptar ese cuerpo a uno y eso también tiene que ver con la confianza, el que yo te estoy cuidando, y es importante eso también (…). Es muy interesante el cómo uno registra los cuerpos que por ahí no sé... no los estás mirando, los tenés de espaldas, pero vos registrás la tensión física que están teniendo, no sé, es como algo que se va afinando, por ahí si hablo con una persona que hace teatro y una que no hace teatro es como que son dos visiones distintas ¿no? Pero como que uno se da cuenta, registra la persona, registra el todo, tanto la energía que tiene, el peso, lo voy a registrar, las luces, todo registras porque todo te modifica. (Fragmento de etrevista a Mariana Ercoli, marzo de 2013)

Si bien los lazos de cariño y confianza pueden producirse dentro de cualquier grupo de personas que trabajen juntas, considero que la especificidad misma de la actuación los vuelve fundamentales. Tal como hemos planteado, a diferencia —o al menos en mayor medida— de lo que ocurre en otras disciplinas corporales y artísticas, en las que —más allá de lo que pueda entrenarse a nivel expresivo— la mayor parte de la formación técnica abarca cuestiones ligadas a la dimensión biomecánica del cuerpo, el aprendizaje del teatro —incluso las instancias de formación más técnicas— se basa fundamentalmente en un trabajo sobre la dimensión afectiva. Este tipo de entrenamiento involucra un trabajo sobre la propia sensibilidad que se aprende y se practica siempre en relación con otros y requiere —como decíamos antes— un grado de entrega y de apertura en relación a esos otros, que sería muy difícil de lograr sin los lazos de cariño y confianza de los que veníamos hablando.

Con esto no quiero decir que para actuar juntas las personas tienen que establecer, necesariamente, lazos de amistad, ya que —si bien como hemos visto en trabajos anteriores (del Mármol, Magri y Sáez, 2017) la amistad es una dimensión de suma importancia para el funcionamiento del arte independiente platense— un actor o actriz debe estar preparado para trabajar con personas que acaba de conocer y, de hecho, esto sucede frecuentemente cuando es convocado para proyectos puntuales que tienen un período de producción acotado, cuando debe hacer un reemplazo en una obra ya existente o, incluso, en determinadas propuestas de improvisación teatral que juegan adrede con el desconocimiento de las personas que en ellas participan. Lo mismo ocurre en la esfera del aprendizaje en la que —si bien es frecuente que se establezcan relaciones más o menos profundas en grupos que comparten varios meses o, incluso, varios años en la Escuela de Teatro o en un taller— es frecuente que los teatristas en formación encuentren nuevos compañeros al cambiar de un taller a otro o al hacer seminarios breves.

En todos estos casos en los que los actores y actrices trabajan con personas con las que —al menos en un principio— no tienen ningún tipo de relación, el entrenamiento busca que los lazos afectivos de los que veníamos hablando se establezcan lo antes posible, dado que sin ellos es muy difícil que pueda acontecer la actuación. Es por eso que en los talleres de teatro dirigidos a personas que comienzan a iniciarse, durante los primeros meses suelen realizarse ejercicios y actividades lúdicas, con un alto grado de grupalidad, cuyos principales objetivos son que el grupo se conozca y que los alumnos dejen de lado las inhibiciones; estando estos dos objetivos en íntima relación el uno con el otro, ya que la posibilidad de “soltarse” y dejar de lado vergüenzas e inhibiciones depende directamente de la confianza y la contención que ofrezca el grupo. Como suelen plantear algunos docentes:

Es fundamental la confianza con los otros, poder apoyarse, tocarse el culo, ser más promiscuos, más amorales, poder putearse, tocarse, ser groseros, habilitar territorios de más quilombo, más energía.... porque después, cuando el grupo entra en confianza y se arma equipo se re nota, algo cambia, algo se potencia. (Registro de clases del Seminario de Entrenamiento Actoral del Pollo Canevaro y Federico Aimetta, febrero-marzo de 2015)

En este sentido, es muy diferente lo que puede observarse en un taller de teatro en el que todos los alumnos son principiantes y lo que sucede en los casos en los que sólo algunas personas lo son, pero el resto del grupo —se conozca o no previamente— cuenta con cierta experiencia haciendo teatro. A diferencia de lo que suele ocurrir en los casos del primer tipo, en los que los alumnos pueden tardar varios meses en comenzar a “soltarse”, en el otro tipo de ocasiones, los alumnos nuevos suelen desinhibirse e integrarse en un tiempo mucho más breve, ya que el resto del grupo rápidamente les ofrece contención y confianza. Esto se debe a que el entrenamiento mismo para el teatro va generando una posibilidad cada vez mayor de conectarse con otros en ese plano, de modo que, cuando un actor o actriz más o menos experimentado se encuentra en una clase o proyecto artístico con un grupo de desconocidos, está en condiciones de abrirse al trabajo con ellos en tiempos mucho más breves de los que necesitaría una persona que no tiene experiencia actuando.

Esta posibilidad de “soltarse”, “entrar en confianza”, “abrirse al grupo”, “estar en la misma”, “sentirse corporalmente” —no sólo con los compañeros de clase o de escena sino también con el público y con todo lo que está sucediendo (objetos escenográficos, luces, música, los sonidos de la calle fuera del teatro, etc.)— va generando cambios “en la sensibilidad” que se ponen de manifiesto incluso más allá del ámbito específicamente teatral, es decir, más allá de que haya algo de esto que se ponga explícita y particularmente en juego para actuar. Como nos explica Mariana en el siguiente fragmento, quienes comienzan un entrenamiento actoral perciben que el cuerpo se vuelve más permeable, más sensible, más expresivo, aún por fuera de aquel ámbito:

Creo que también el hecho de hacer teatro me abrió mucho la sensibilidad y me siento... me doy cuenta cuando la gente está en qué situación, o sea, si estás... si una persona se siente mal automáticamente me doy cuenta y es como... creo que también tiene que ver con el lenguaje corporal inconsciente que uno se va armando y además es como que también lo que tenemos, no sé si es afinado el ojo, pero también nosotras, desde trabajar tanto con la sensibilidad dispuesta, teniendo en cuenta que uno trabaja la sensibilidad para que se note, porque no es lo mismo que te vean en tu casa que te conocen que que te vean en un escenario dos metros para adentro, es como que, uno tiene que llegar a hacerse notar y también creo que al entrenar tanto esa sensibilidad, también se sale sensibilidad en los momentos más cotidianos, yo cuando hablo de cosas automáticamente se me ponen llorosos los ojos ¿entendés? y no necesariamente es porque es el momento más dramático de mi vida, tiene que ver mucho con eso y es muy interesante ver el lenguaje de los cuerpos. (Fragmento de entrevista a Mariana Ercoli, marzo de 2013)

De este modo podemos observar que —así como antes mencionábamos que la tarea de actuar se basaba en las mismas acciones y movimientos que las personas realizaban en la vida cotidiana, de modo tal que los recursos más inmediatos con los que cuentan los actores y actrices provienen de su propia experiencia fuera de la escena, recíprocamente— las habilidades corporales desarrolladas en el entrenamiento para la actuación suelen emerger o ponerse en juego más allá de los contextos estrictamente teatrales, de manera tal que entre lo que ocurre en los ámbitos de aprendizaje y práctica del teatro y la vida cotidiana de las personas que los transitan se establecen numerosas continuidades. Volveremos sobre esto más adelante.

Consideremos ahora un aspecto más del modo en que la dimensión afectiva se pone en juego durante estos momentos de grupalidad, tan importantes en el entrenamiento para la actuación: el hecho de que la efervescencia que tiende a generarse en el trabajo con los otros permitiría acceder a la dimensión afectiva de un modo más intenso e inmediato que el trabajo centrado en lo individual:

Pilar: pienso que si no me doy mucho power no puedo acceder a un lugar afectivo. Como esa clase en la que estábamos todos con una energía muy alta haciéndonos cosas y ahí sí quedé re cebada y pude acceder a un lugar afectivo y maniobrar desde ahí. Como si necesitara darme un saque tremendo para poder llegar a ese lugar y ese saque me lo diera la euforia grupal, esa energía afectiva de hiperestímulos, de uno haciéndole al otro y el otro haciéndole a uno...

Norma: en el caos del grupo se hace más difícil ser prolijo con las consignas, pero ojo que el caos también tiene su plus... porque en la parte en la que trabajamos solos o de a dos se vuelve más complicado lo de no pensar y dejarse llevar por lo afectivo en cambio cuando estás en esa vorágine de cosas que te genera el grupo todo eso empieza a pasar solo y una vez que te metiste... es alegría pura. (Fragmentos del registro de clases del Seminario de Entrenamiento Actoral del Pollo Canevaro y Federico Aimetta, febrero-marzo de 2015)

Ahondaremos en esta cuestión echando mano a ciertas ideas acerca de los vínculos entre la emoción y lo colectivo tomadas de la filosofía de Gilbert Simondon, que puede ayudarnos a comprender más profundamente la idea de que el afecto es algo que pasa entre cuerpos. Como parte de su teoría de la individuación, Simondon plantea que para que pueda establecerse una relación entre seres y la consecuente emergencia de lo colectivo, es necesario que exista, en esos seres individuados, cierta carga de indeterminación, es decir, “de realidad preindividual que ha pasado a través de la operación de individuación sin ser efectivamente individuada” (Simondon, 1995 p. 467). En el contexto de esta propuesta, la emoción es una manifestación de esta “remanencia de lo preindividual” que hay en todo individuo, “ese potencial real” que pone al sujeto en relación con lo colectivo precisamente al dar cuenta de la presencia de la dimensión colectiva en el seno del propio sujeto. De modo tal que sólo habrá colectivo “en la medida en que una emoción se estructura” y, recíprocamente, una emoción sólo podrá sistematizarse de manera completa en el seno de un colectivo (Simondon, 2009. p. 468). En palabras de Miguel Penas López (2013):

La emoción indica una desindividuación provisional del ser vivo, una nueva caída en la realidad preindividual por la cual se abarcan nuevos potenciales que exigen nuevas resoluciones. Emocionarse no es una carencia, no es una falta de reflexión; es abrir la posibilidad de conectar en una dimensión que sobrepasa al individuo, de descubrir una indeterminación positiva en la no-individualidad. (...) la dimensión colectiva forma parte del individuo mismo, y la capacidad de emoción es lo que hace palpable e introduce al individuo en esa dimensión colectiva. (p. 233)

Estas ideas acerca de lo colectivo tienen semejanzas con ciertas consignas mediante las cuales se orienta el trabajo grupal en las clases de teatro y actuación:

  • la información está en los otros
  • la transformación está en los demás
  • el otro me va a dar la información, no tengo que inventar nada, es lo que está pasando ahí, la información está ahí
  • prueben por un instante decidir menos todavía, déjense llevar, hay mucha información dando vuelta para poder tomar... la transformación depende de los otros
  • intenten estar todos con todos todo el tiempo, la transformación está en los demás
  • todo el tiempo se transforma hacia algún lugar que todavía no conocen
  • todo el tiempo se actualiza porque estoy trabajando con todos, la información es infinita y todo lo que ustedes puedan tomar de los otros también es infinito
  • y es todo al mismo tiempo, como si fuera a la vez... no significa que es copiar al otro y todos estar igual, es como si tuvieran esa necesidad de tomar de los otros para auto transformarse, ¿si? Esa es su única herramienta para poder evolucionar.

(Fragmentos de consignas varias. Registro de clases del Taller de Investigación Teatral de Natalia Maldini, Casper Uncal e Iván Haidar. Año 2013)

En sintonía con la propuesta de Simondon, estas consignas parten de la idea de que no todo está contenido en cada individuo, sino que hay mucho circulando a través del grupo, en esa “vorágine” cargada de información por medio de la cual se producen transformaciones infinitas, en un proceso que no acaba de actualizarse. Como si cada uno se armara y se rearmara una y otra vez a través de la conexión con los demás, a partir de esa información que está en los demás, pero no fijada en sus cuerpos individuales sino en permanente circulación.

Estas experiencias de grupalidad parecieran ofrecer, entonces, una vía para salirse de uno mismo. Como si en determinados momentos pudiera lograrse una conexión más profunda con esa dimensión colectiva, en la que los vínculos afectivos se potencian, y los límites del sujeto parecieran difuminarse, momentos en los que pareciera lograrse ese “no pensar” que a veces recomiendan los docentes, y en los que los estímulos sensibles resultan demasiado caóticos e intensos como para poder organizarlos todos por medio del lenguaje.

Aunque desde ese marco conceptual podría entenderse este proceso como una “desindividuación”, creemos más apropiado proponer el “salirse de sí mismo” como un trabajo hacia una “individualidad afectada”, conectada con otros como toda individualidad (ineludiblemente social), con la especificidad de estar conectada desde lo afectivo en el marco de un entrenamiento que apunta justamente al trabajo sobre la ampliación del registro y la manipulación de esta afectación. Sin embargo, veremos ahora los modos en los que esta movilización afectiva y la posibilidad de cierto grado de “desindividuación” que resulta de ella, operan en el interjuego entre ser otro y ser uno mismo, central en la práctica de la actuación.

5 El pasaje mediante el cual el cuerpo deviene otro

El actor no ejecuta sino que se ejecuta. Es decir, de alguna manera se suicida para ser otro. Lo interesante no es tanto la composición del personaje sino la descomposición de la persona (…).

El asistir a ese ritual, a esa transformación, implica un verdadero movimiento de fractura dentro del actor: es un toparse con ciertas zonas 'oscuras', es un toparse con la muerte.
(Ricardo Bartís, 2003, pp. 25-26)

Repetidas veces a lo largo del tiempo, la singularidad del oficio del actor se ha definido en relación a la posibilidad de encarnar, desde el propio cuerpo y el propio ser, otros seres, diferentes a sí mismo y diferentes entre sí, cada vez.

En los últimos años, diversos debates han puesto en crisis tanto la noción de representación como la de personaje. Sin embargo, aún en los contextos que más atravesados se han visto por estos debates, el ejercicio y entrenamiento de la actuación no ha dejado de estar íntimamente ligado a la creación de otros mundos posibles y al interjuego que permite al actor ser otros a partir de sí mismo.

Esta posibilidad de ser otros y habitar otros mundos implica la construcción de un espacio diferente al que el actor o actriz habita en su vida cotidiana, donde se ponen en juego otras reglas y se habilitan formas de relación y posibilidades de acción que generalmente están veladas fuera del ámbito teatral. Esta suerte de ampliación de los márgenes que permite jugar a ser y hacer aquello que habitualmente no se hace ni se es (o también de hacer en un contexto de visibilidad aquello que en la vida cotidiana no ocurre a la vista de otros), suele generar una importante sensación de libertad y vitalidad y es reconocida por muchos teatristas como una de las facetas más placenteras del teatro:

JP: Yo siempre pienso que si no hubiese tenido el teatro hubiese estado más preso de las veces que he ido... porque hay un plus de energía que la vida cotidiana, porque te marca cánones de cómo moverte, cómo tenés que vestirte, cómo tenés que pensar, cómo tenés que cruzar la calle ¿me entendés? Y uno tiene, de la infancia y de la adolescencia, por lo menos lo que yo transité, unas libertades físicas y emotivas que después de grande no las puedo volcar en la realidad, ¿es claro eso?

M: Sí...

JP: Y el teatro, sobre todo cuando yo encuentro ese teatro más fisical que dice Dubatti, en el convivio, yo encuentro que me dan una convención para yo poder poner toda mi líbido, mi poética, mi manera de pensar el mundo que en la realidad no lo puedo llevar a cabo, entonces digo, esto es genial ¿por qué es genial? porque puedo ir a lugares de enojo o emotivos o de asociaciones rozando lo esotérico o místico o político que no lo tengo en la realidad, entonces es como si estuviera tomando, viste, cualquier éxtasis o una pepa, lo hago cuando actúo y después de eso me da un vacío de tanta plenitud, de tan… esto tan vacío, me siento tan lleno, que eso no te lo paga nada, no tiene un valor... ¿entendés...? tiene una... una razón de ser que vos decís, loco... Cuando yo empiezo a no actuar empiezo a tener una energía que no sé dónde ubicarla ¿me entendés? yo a veces necesito tirarme al piso o un contacto con el otro que no es solamente el contacto de “Hola como te va”, no ¿viste? el juego, lo lúdico…

M: Cuando no actuás.

JP: Sí sí sí, me agarra todo eso... yo siento que somos cuerpos con una energía y una vibración y un torrente de posibilidades que la cotidianeidad te la reduce y la convención [del teatro] te permite ir a lugares, sobre todo en un teatro más fisical, emotivo, ir a lugares que no los tenés, entonces uno agradece eso (...) acá podés dar vueltas carnero, cachetadas, llorar, amar, morir…

(Fragmento de entrevista a Juan Pablo Thomas, diciembre de 2012)

Diversos investigadores (Feral, 2003; Pallíni, 2011; Schechner, 1988; Serrano, 2004) han basado sus interpretaciones en explicaciones psicologistas acerca de los modos en los que ciertas pulsiones primarias ligadas a la violencia y la sexualidad se ponen en juego en un contexto sociocultural que tiene por función controlarlas y reprimirlas, entendiendo al teatro como uno de los ámbitos que en nuestra cultura permite sublimar estas pulsiones, absorbiéndolas y poniéndolas en función de las posibilidades de creación. Según estas interpretaciones, que coinciden con lo que muchos teatristas perciben de su propia experiencia —como hemos visto en el caso de Juan Pablo—, el teatro brindaría un espacio en el que se amplían los límites de lo posible, en los que se puede hacer lo que en la vida cotidiana está prohibido, mal visto o, simplemente, no está habilitado para el comportamiento adulto.

Al mismo tiempo y, en un sentido contrario que podría ser entendido como la contracara del mismo proceso, existen casos en los que las moralidades de la vida cotidiana se ponen en juego en el contexto experimental o escénico de un modo tal que las personas sienten resistencia, ya sea para ocupar, en la ficción, roles desaprobados socialmente o en los que, por motivos personales, preferirían no verse; por ejemplo, porque pretenden evitar formas de contacto físico a las que no están acostumbrados y que les generan rechazo, vergüenza, celos, etc.

Todo esto da cuenta de que, como ya mencionamos anteriormente, existen numerosas continuidades entre los ámbitos de aprendizaje y práctica de la actuación y la vida cotidiana de las personas que los transitan. Es decir que, de un modo más profundo de lo que ocurre en otras prácticas corporales y artísticas, el recurso más inmediato con el que el actor o la actriz cuenta para desenvolverse en el teatro son los modos de pensar, sentir, moverse, gesticular y hablar habituales en la vida cotidiana. Al mismo tiempo —y dado que sus propios modos de hacer constituirán un pool básico de recursos que se irán ampliando con otros que el actor o la actriz tomará a partir de la exploración exhaustiva de sus propias capacidades expresivas y la observación de otras personas— los nuevos modos de pensar, sentir, moverse, gesticular y hablar que los actores y actrices encontrarán a lo largo de su entrenamiento y práctica del teatro y con los que ampliarán su catálogo de formas posibles, impactarán de modos más o menos directos en su vida cotidiana, ampliando además, en muchos casos, el repertorio personal con el que cada uno de estos sujetos se desenvolverá fuera del ámbito teatral. Así, las vivencias personales incrementan el repertorio de recursos disponibles para la actuación dado que, como plantean algunos docentes, “probablemente el que ha tenido una vida más agitada tenga un bagaje emocional mayor” y, al mismo tiempo, los ejercicios que se realizan en las clases y entrenamientos “nos meten cosas en el cuerpo que nunca se nos hubieran metido en el cuerpo sin hacer teatro pero que una vez que nos atravesaron se quedan ahí” (Nota de campo del Taller de Entrenamiento Actoral del Pollo Canevaro y Federico Aimetta, mayo de 2014).

De este modo, si anteriormente planteábamos que la formación técnica para la actuación apuntaba a la construcción de un cuerpo con habilidades especiales, pero que estas habilidades, lejos de centrarse exclusiva o fundamentalmente en aspectos estrictamente físicos o biomecánicos, ponían en juego otras dimensiones de la corporalidad, las numerosas continuidades que se establecen entre el entrenamiento para la actuación y la vida cotidiana de quienes transitan esos espacios y el grado en el que las vivencias no teatrales se constituyen en recursos para la actuación, vuelve a señalarnos en esta dirección, invitándonos a pensar que este tipo de entrenamiento implica al sujeto de un modo tan integral que el trabajo sobre la corporalidad no puede pensarse desligado de la subjetividad.

Ahora bien, ¿cómo se conjuga esta idea acerca de que el entrenamiento en el teatro implica un trabajo sobre la subjetividad con la idea que esbozamos anteriormente acerca de que gran parte del entrenamiento para la actuación se basaba en un trabajo sobre la afectividad y la intensidad que apuntaba a ampliar la capacidad de los cuerpos de afectar y ser afectados?

Si, como planteamos al inicio de este apartado la singularidad del oficio del actor se ha definido en relación a la posibilidad de encarnar, desde el propio cuerpo y el propio ser, otros seres y, de este modo construir otros universos; y si la materia prima más inmediata con la que el actor o la actriz cuenta para desenvolverse en el teatro son los modos de pensar, sentir, moverse, gesticular y hablar habituales en la vida cotidiana, convertir esta materia prima en un recurso concreto para la actuación requiere un pasaje de la corporalidad habitual con la que estas acciones se realizan en la vida cotidiana a la corporalidad afectivamente expandida necesaria para la actuación. Actuar implica, entonces, la posibilidad de ampliar —y, al mismo tiempo, cierta capacidad de conducir o manipular— el espectro de intensidades y matices emocionales por los que se puede transitar, “ganar territorios emocionales y afectivos” —como lo expresan algunos teatristas— que nos permitan multiplicar nuestros modos habituales de sentir, pensar y accionar, sumando a los que ya conocíamos otros modos posibles que abarquen una mayor cantidad de tonalidades e intensidades, mediante un trabajo que parte de la propia subjetividad pero debe desbordarla, un trabajo mediante el cual los actores y actrices logran ser otros pero nunca dejan totalmente de ser ellos mismos, un trabajo que, en palabras de Jossette Feral, se produce “en los límites de su yo” (Feral, 2003 p.100).

Si bien para lograr todo esto el actor o la actriz debe realizar un trabajo sobre sí mismo, como hemos visto en el apartado anterior, el vínculo con los otros y los modos en los que éste se pone en juego en el entrenamiento para la actuación cumple un rol central en múltiples sentidos. Más aún: este vínculo es lo que lo hace posible ese trabajo sobre sí mismo.

Como planteamos al inicio de este artículo, el cuerpo que se construye mediante el entrenamiento para la actuación es un cuerpo que amplía su capacidad de ser afectado y, al mismo tiempo, su capacidad de afectar, y esto no es algo que se pueda entrenar individualmente sino siempre en relación con otros. De este modo, durante el entrenamiento para la actuación se aprende que para construir un universo hay que “estar en la misma”; que para ampliar el repertorio expresivo hay que “nutrirse de los otros” y que esto implica tanto “tomar información” como “dejarse afectar”, “golpear”, “provocar”, “abollar” por ellos; que para habilitar zonas que amplifican el terreno de lo que es posible y aceptado en la vida cotidiana es importante tener confianza en los compañeros; que “la vorágine”, “la euforia” y “el caos” que generan ciertas instancias de grupalidad producen una energía tan alta que permite acceder a “lugares afectivos” a los que difícilmente se puede acceder individualmente; que en esta “vorágine” y “este caos” la estimulación sensorial logra “ganarle a la intelectualidad”; que la movilización afectiva que se genera en estas instancias hace que se desdibujen los límites de cada individuo; que en esa “euforia grupal de uno haciéndole al otro y el otro haciéndole a uno” los cuerpos se vuelven intensos y potentes, aumentando su poder de afectar.

Las cuestiones que hemos desarrollado en cada uno de los apartados de este artículo —el devenir otros y construir otros universos como característica central del oficio de actores y actrices, la ampliación del espectro de intensidades y matices emocionales por los que se puede transitar como recurso fundamental para la actuación y la grupalidad como el modo en el que se entrena este recurso y se facilita el acceso a aquel objetivo— constituyen los tres vértices de un triángulo en torno al cual se da gran parte del entrenamiento para la actuación.

Un entrenamiento en el que la centralidad del cuerpo es señalada constantemente pero que, como hemos observado, involucra de manera sustancial aspectos del ser humano (como los sentimientos, las emociones y los pensamientos) que tradicionalmente se han asociado a aquellos otros términos —tales como el espíritu, la mente, el sí mismo, y todo aquello que remite a cierto tipo de interioridad— en función de los cuales se ha definido lo humano y, al mismo tiempo, involucra pensar un cuerpo que se proyecta y se abre hacia el afuera (el conjunto de la escena, los compañeros de escenario, el público).

De este modo, entender la actuación como una práctica centrada en el cuerpo y pensar la especificidad de la corporalidad que se construye mediante el entrenamiento para la misma, nos invita a formularnos ciertas preguntas en relación a los límites de aquel cuerpo, límites que parecen volverse menos nítidos tanto en relación a su “adentro” como a su “afuera”. En este sentido, el trabajo en relación a las emociones, sentimientos o pensamientos no se basa en conectarse con una interioridad no-corporal sino por el contrario, con el modo en el que aquella “interioridad” se encuentra anclada en el cuerpo. Es precisamente esto lo que se entrena cuando se invita a observar “qué pasa en los ojos, las manos, el gesto, la respiración” cuando se tiene miedo o cuando se siente amor, o qué músculos se relajan o se contraen al escuchar una historia, imaginar una situación o realizar un cálculo matemático. Lo mismo ocurre con “el afuera”, un afuera conformado por un espacio escénico, objetos, luces, sonidos, otros actores, espectadores, que —si el actor o la actriz está “disponible” y “permeable”— lo afecta mucho, “le hace mucho”, “lo toca”, “lo nutre”, “lo abolla”, reconfigurando su cuerpo, impactando en su expresión, sus gestos, su musculatura, su respiración y afectando así también aquella “interioridad” a la que nos referíamos antes. Por último, este cuerpo sensibilizado, “nutrido”, “abollado”, afectado tanto por su “adentro” como por el “afuera”, se vuelve más intenso y potente, ampliando así su capacidad de afectar a otros cuerpos —de “tocarlos” a través de la mirada, el sonido, las vibraciones generadas por el movimiento, la respiración, la tensión muscular— expandiéndose así más allá de los límites de su piel.

6 Una corporalidad expandida

En las primeras páginas de este artículo planteé que la experiencia de actuar era definida por mis interlocutores como una experiencia eminentemente corporal y difícil poner en palabras. Me referí también, mediante el relato de mi propia experiencia, al modo en que yo misma, luego de más de dos años de socialización en un taller de teatro, aprendí a disfrutar la actuación como una vivencia corporal o, más precisamente, intercorporal. Al mismo tiempo, señalé que este tipo de socialización tiene lugar en un contexto histórico en el que —en respuesta a un paradigma anteriormente hegemónico— el conjunto de los teatristas define al teatro como una práctica eminentemente corporal, insistiendo en que el teatro es cuerpo antes que texto y pensamiento.

Sin embargo, al revisar los modos en los que la actuación se enseña y entrena, así como ciertas referencias a los modos en los que se experimenta, observé que —tal como había percibido en otras instancias de mi trabajo— aun teniendo el cuerpo un lugar central en estos procesos, la palabra y el pensamiento ocupan también un lugar fundamental. Es decir, qué aun siendo la actuación una experiencia eminentemente corporal, la corporalidad que en ella se pone en juego (o al menos los modos en los que esta corporalidad se construye y se entrena) involucran la palabra y el pensamiento de un modo sustancial. De modo que la actuación “es —como dicen algunos teatristas— cuerpo”, pero no a costa de dejar por fuera cualquier dimensión de lo humano que desde una mirada dualista pueda ser entendida como ajena u opuesta al cuerpo, sino más bien incluyendo los vínculos con estas otras dimensiones como parte de la corporalidad e invitándonos así a repensar nuestra noción de cuerpo.

En este sentido, considero que tanto la noción de afecto heredera de Spinoza como las reflexiones acerca de las emociones producidas en el campo de la antropología a las que hemos hecho referencia en este artículo, constituyen valiosas herramientas para continuar indagando estas cuestiones ya que, otorgándole a la corporalidad un lugar central, no escapan al problema de los vínculos entre cuerpo y palabra, cuerpo y pensamiento, sino que nos dan elementos para instalarnos precisamente allí, en vías de elaborar una noción de cuerpo más abierta.

7 Referencias

Barthes, Roland (1964/2003). Ensayos críticos. Buenos Aires: Seix Barral.

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