La psicología de las multitudes en América Latina en tiempos de Le Bon

The Masses psychology in Latinamerican in Le Bon time’s

  • Eduardo Rodríguez Villegas
A punto de finalizar el Siglo XIX, centuria en la que se produjeron la inmensa mayoría de las luchas de independencia y también infinidad de guerras fratricidas en los países de América, un hombre, médico psiquiatra y activista político de línea conservadora, leyó a Le Bon y, en oposición a sus ideas, decidió hacer su propia interpretación del papel de las multitudes en la historia. Ese hombre, José María Ramos Mejía, fiel a sus convicciones positivistas, toma a su país como un gigantesco laboratorio y a los acontecimientos históricos ocurridos en él como datos a partir de los cuales se puede plantear la hipótesis de que han sido las multitudes las protagonistas fundamentales de la historia. Todo ello da lugar a una obra sorprendente y por desgracia muy poco conocida en el mundo, América Latina incluida. En este artículo analizo los pormenores de dicha obra.
    Palabras clave:
  • Psicología social
  • Historia
  • Multitudes
  • Argentina
At the end of XIX century, the immense majority of independence fought and fratricidal wars where produced in America, a man, psychiatrist and political activist with a conservative view read Le Bon, and in opposition to his ideas, he decided to make his own interpretation of the role crowds play in history. That man, Jose María Ramos Mejía, faithful to his positivist convictions takes his country as a giant laboratory and the historical events that occurred to him as data from which he could create a hypothesis about how crowds have been the main character in history. All of this came to settle an amazing work, unfortunately it’s not well known in Latin America and worldwide. This article analyzes the ins and outs of this work.
    Keywords:
  • Social Psychology
  • History
  • Masses
  • Argentina


América latina también tuvo un Le Bon… Hacia 1899, apenas cinco años después de que el francés publicara su Psychologie des foules, un médico psiquiatra y político argentino nacido en 1849 escribe un libro admirable y ciertamente curioso: Las multitudes argentinas. Muy probablemente y hablando en términos estrictos, se trata de la primera obra de explícita psicología social escrita en América, aun si tomamos en cuenta que antes el propio Ramos Mejía ya había escrito otras obras en las que hacía interpretaciones psicológicas del papel del individuo en la historia y de la influencia de la subjetividad en los grandes hechos históricos. Sin embargo, es Las multitudes argentinas la obra en la que este psiquiatra y luchador social de filiación conservadora, desarrolla de manera sistemática una serie de planteamientos inequívoca y, como he dicho, explícitamente psicosociales, permeados sin duda por un profundo espíritu crítico, pese a los reaccionarios que, igual que en el caso de Le Bon, puedan resultar ideológicamente hablando. Conocedor de su obra, Ramos Mejía parte de un desacuerdo con el autor francés: las multitudes no son una característica privativa de la era moderna, aun ante el reconocimiento de la importancia que en la misma tienen las influencias colectivas:

La multitud como entidad social y política es de antigua data, aun cuando diga LE BON1 que apenas hemos entrado en la era de las turbas, ya que antes, según él, sólo se constituían en las horas de crisis. Posiblemente en otros pueblos no tuvieron el influjo que parecen tener hoy, que es la época de las influencias colectivas; pero si se estudia la historia, rastreando sus pasos en los acontecimientos más culminantes, se verá que su influjo está muy lejos de ser despreciable. (Ramos Mejía, 1899/1956, p. 7)2

Para el argentino, el influjo de las multitudes está presente desde etapas anteriores del devenir humano-social y es eso lo que intenta demostrar y analizar, tomando como objeto de observación y demostración la historia de su país. De hecho, un punto de gran interés en su obra es su método de investigación y análisis: fiel a su formación positivista, para él la historia argentina es un laboratorio y sus hechos son las variables probatorias de las hipótesis que plantea. Su análisis de curas, cabildantes, herejes, pícaros y otros personajes populares, a la postre, devenidos líderes, así como de anécdotas y leyendas vinculadas al resentimiento popular, que irán anticipando el surgimiento de grandes masas organizadas de rebeldes y subversivos, constituye una auténtica arqueología de las multitudes. Con todo ello Ramos Mejía pergeña una obra en la que se entremezclan elementos de psicología social, de psicología política y de psicología de la historia, si es que hay algo a lo que se le puede llamar así. Y, aunque con ello intenta explicar el desarrollo histórico de Argentina desde la colonia hasta finales del Siglo XIX, su obra tiene una clara intencionalidad: Ramos Mejía eslabona un discurso, cuyo objetivo final es, no sólo probar como válida una teoría personal acerca de las multitudes, sino también dilucidar la forma en que se produjeron las condiciones de

posibilidad para que un caudillo, Juan Manuel Rosas, se hiciera del poder, en la primera mitad del Siglo XIX y, con el apoyo de grandes masas de población, lograra retenerlo durante casi tres décadas, decidiendo con mano de hierro los destinos de la Provincia de Buenos Aires y de buena parte de lo que hoy es Argentina.

Ramos Mejía, fiel a su formación médica, pero también fuertemente influido por el positivismo imperante y por la predominancia del paradigma biologista, se da a la tarea de desentrañar la “fisiología” —y la “fisonomía”— de las multitudes en la historia argentina. No parece concebir otra forma de análisis que no sea esa y tampoco parece dispuesto a recurrir a un bagaje distinto al de la medicina y la biología, cuyos términos usa permanentemente en sentido metafórico o literal. Sin embargo, y si tomamos en cuenta el momento y el contexto social en que lo desarrolla, algo de fascinante tiene su trabajo y es, en mi opinión, esa implícita perspectiva histórica que se apoya, por un lado, sobre la idea de que los hechos psicosociales son hechos concretos y, por otro, en la intuición de que no es el sujeto individual, cuyo papel histórico ya ha abordado en un trabajo anterior, sino el sujeto colectivo el propulsor fundamental de los grandes cambios sociales.

Ramos Mejía se ubica en esa línea de pensamiento —opuesta a Carlyle y a otros pensadores— que se niega a aceptar la historia como una sucesión de grandes hechos impulsados por grandes hombres y, en ese orden, propone tres elementos fundamentales para la comprensión de la importancia de las multitudes en los procesos históricos mediante el estudio de lo que él llama la fisiología de las multitudes:

1° la multitud en sí, su organización, composición y papel en los diversos acontecimientos; 2° los hombres que proceden de ella, y son en toda su psicología, su expresión genuina, una proyección individual de su alma y de su genio; 3° los dominadores de la multitud, los que, surgidos o no de ella, han tenido calidades de cierto orden que les ha permitido dominarlas, dirigirlas y, a veces, transformarlas. (p. 8)

Es por eso, y ese es un hecho notorio, que Ramos Mejía no muestra demasiado interés por la psicología del líder, lo que a él le interesa básicamente es la multitud. Sin embargo muestra cierta curiosidad por la función del liderazgo en las acciones de aquella. Así, intenta elaborar una teoría de las masas distinta a la de G. Le Bon, su referente primario. La hipótesis básica del argentino podría resumirse en los siguientes términos: la multitud no es un estado que haga aflorar en los sujetos los instintos y las pasiones más primitivos de los seres humanos, sino al contrario, son los seres humanos más primitivos e irracionales los que tienden a conformar multitudes.

En otro orden, Ramos Mejía se distancia de Le Bon explícitamente en lo que se refiere a la composición de la multitud, que, para él, suele estar conformada, como ya he dicho, por seres inferiores en inteligencia y capacidad de raciocinio y débiles de espíritu:

Yo tengo mi teoría respecto a la composición de la multitud. Me parece que se necesitan especiales aptitudes morales e intelectuales, una peculiar estructura para alinearse en sus filas, para identificarse con ella, sobre todo. Difiero en eso de LE BON y de otros, que piensan que puede constituirla aquel señor todo-el-mundo del que hablaba BONET, cualquiera que sea su composición cerebral. Es cierto que en determinados casos sucede, pero por lo que a nosotros respecta, la regla general es que esté constituida por individuos anónimos […] El verdadero hombre de la multitud, ha sido entre nosotros, el individuo humilde, de conciencia equívoca, de inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso relativamente rudimentario e ineducado, que percibe por el sentimiento, que piensa con el corazón y a veces con el vientre: en suma, el hombre cuya mentalidad superior evoluciona lentamente, quedando reducida su vida cerebral a las facultades sensitivas. (p. 13)

La multitud, para Ramos Mejía, se constituye así, por analogía. El contagio entre los individuos que la conforman se produce por similitud de características.

Pero la de Ramos Mejía es una época en la que los conceptos de la ciencia positiva y los prejuicios se entremezclan con extrema facilidad. Así, la teoría que intenta sustentar este pionero de la psicología social en América Latina es una mixtura de analogías y traslaciones mecánicas del mundo biológico al social y de prejuicios de clase, raciales, étnicos y de género. De esa manera, dentro del marco de un evolucionismo un tanto ingenuo, ve a la multitud como el resultado de un proceso de evolución de la acción y el pensamiento colectivos, que se inicia con la turba, a la que sostiene apenas un primitivo espíritu de protesta o de rebelión, hasta llegar de la mano de la historia a la multitud, unida y sostenida por el espíritu de independencia:

Habría que hacer, y sería sugestiva, una historia de los encadenamientos políticos y sociales, como existe ya de los encadenamientos animales, que ALBERT GAUDRI ha demostrado entre los mamíferos de los tiempos geológicos y los de nuestros días; por ese mismo procedimiento veríamos cómo surgen las grandes ideas, a veces de un sencillo sentimiento que en el principio de la vida, apenas si es simple superstición en la conciencia de un pueblo primitivo.

La idea de la independencia no nació en la mente como una inspiración o una sorpresa (…) Un periodo más o menos largo de acomodación orgánica precede a la completa evolución de eso que, como era lógico, fue un sentimiento más que una idea, si se tiene presente el bajo nivel de cultura de los pueblos. (p. 18)

[…]

La idea de la independencia atraviesa en el virreinato distintas fases que es curioso estudiar. Y habría que recordar aquí de nuevo una de las aplicaciones de esa historia de los encadenamientos políticos a que me refería hace un momento. No puede ser que el mundo moral esté regido por distintas leyes que el mundo físico; y si con respecto a este último, la implacable y fría inmovilidad en la cual el dogma de la fijeza de las especies hacía dormir el imperio orgánico, ha sido sustituida por la idea del desarrollo gradual de las formas específicas […] parece racional que el mismo principio rija el desenvolvimiento de las ideas y que el análisis descubra ese encadenamiento invisible entre la humilde forma embrionaria y supersticiosa del espíritu de protesta y la idea más trascendental y concreta de la independencia política. (p. 30)

Sin embargo, en esa misma lógica evolucionista, no dejan de resultar sorprendentes, para la época y el contexto en que los desarrolla, los elementos psicosociales presentes en el análisis de Ramos Mejía, por ejemplo, cuando toma como referente al grupo para caracterizar a la multitud, otorgando cualidades morales superiores al primero sobre la segunda:

El hecho fundamental en la psicología del grupo, es que el individuo conserva su personalidad, no se ha verificado todavía la operación mental que funde su voluntad dentro de la masa colectiva. El grupo tiene algo de contrato bilateral por las recíprocas y voluntarias concesiones que se hacen sus asociados para un objeto fijado de antemano, y sin abdicar su autonomía. El grupo delibera y la multitud no; porque procede por impresiones y reflejos. En el primero, la mutua desconfianza pone vigilante la voluntad y la enardece, por eso el individuo conserva su relativa independencia. La suma de influencias sugestivas, que gravitan sobre cada uno, son necesariamente menores que en la multitud, donde aquel está atado por fuerzas mayores y baja sus facultades al diapasón moral que impone la mayoría. En el grupo, la vinculación está en la analogía del propósito, cualquiera que sea la heterogeneidad de su organización moral, mientras que en la multitud es la semejanza de estructura mental más que la mancomunidad de los fines lo que los atrae entre sí. (p. 37)

Resulta curiosa esta lógica si entendemos que, para Ramos Mejía, la conformación de multitudes responde a un proceso evolutivo cronológicamente hablando, pero que en ese camino que va del individuo a la multitud, pasando por el grupo, se produce a la vez y de manera inversamente proporcional una involución moral en lo individual que se va convirtiendo en fuerza moral multitudinaria que es necesaria para alcanzar los objetivos de la historia.

El discurso de Ramos Mejía está indudablemente transversalizado por una serie de tópicos ideológicos que lo llevan a extremos como considerar inferior en inteligencia y capacidad de raciocinio al hombre latinoamericano en relación con el europeo, comparar la inconciencia, sensualidad y lujuria de la multitud con las de la mujer, atribuir capacidades poco más que zoológicas al hombre de la multitud, caracterizar a sus integrantes como seres mediocres, anónimos, humildes (pobres), excluyendo de ella al hombre de clase alta, instruido, refinado, etc. Siguiendo esa línea, Ramos Mejía atribuye altas cualidades morales al hombre blanco, a la vez que endilga a la sangre indígena o mestiza los peores defectos: mental y físicamente perezosos, violentos, taimados, etc.

De tal forma, la multitud no suele estar constituida por cualesquiera individuos, sino por seres humanos, bien, inferiores en inteligencia y capacidad de raciocinio, o bien, débiles de espíritu. Ambos, sin embargo, han incubado históricamente razones, no del todo conscientes, para aglutinarse y cambiar el curso de la historia, aun en nombre de ideas que no comprenden del todo pero que instintivamente están dispuestos a seguir.

Por eso, otra diferencia importante con Le Bon, según el mismo Ramos Mejía, es la ausencia de espontaneidad en la conformación de la multitud. El argentino, a diferencia del francés, sostiene que esta es producto de un lento proceso de gestación, cuyo caldo de cultivo son la ignorancia y las emociones, que, al implicar escasa capacidad de razonamiento, devienen imaginación desbordada, delirio colectivo, deseo de revancha, etc. Una vez que la multitud se gesta, ya solo falta esperar a que se desarrolle y adquiera la fuerza necesaria para dar lugar a la rebelión y de ahí a la transformación de la sociedad.

Por lo demás, y como ya se vio, Ramos Mejía ve en la multitud a un organismo social, idéntico al organismo biológico, cuya fisiología es necesario estudiar. Sin embargo, extrañamente, el estudio que propone de esa fisiología de la multitud, rebasa, me parece que más por intuición que por conocimiento, el orden de una visión estrictamente biologista, pues, al mismo tiempo que pretende estudiar la estructura interna y las funciones orgánicas de la multitud, busca desbrozar los lazos primitivos que unen a sus miembros entre sí y a aquella con su o sus líderes y descubrir los resortes psíquicos que impulsan a la multitud a participar de las transformaciones históricas. Todo ello queda envuelto en una visión de la historia que de alguna manera proviene de la tradición hegeliana.

En resumen, y en términos generales, el esquema teórico de Ramos Mejía, en relación con la multitud y haciendo abstracción de su tendencia recurrente a biologizar los fenómenos sociales, psicológicos y psicosociales, puede sintetizarse en unas cuantas ideas básicas:

  1. La historia es más (aunque no totalmente) un producto colectivo que individual. Los grandes hombres, los estadistas, los héroes son de alguna manera circunstanciales. Sin embargo, el papel de las multitudes es decisivo.
  2. La multitud no es una suma de entidades aisladas, sino una entidad por si misma; un organismo que, como tal, constituyen una unidad mental, un alma colectiva.
  3. La multitud no se constituye espontáneamente. Es producto de un largo proceso de evolución. Sus acciones y las grandes ideas a las que responde históricamente (independencia, libertad, rebelión, etc.) son producto de una lenta fermentación, durante la cual el individuo aislado no es consciente de ellas. Otro tipo de agrupaciones humanas, como la turba, pueden ser formas embrionarias de multitud, pero no responden a estados de ánimo definitivos.
  4. La multitud proyecta en los individuos que la integran su alma y su genio, su fuerza. El individuo-multitud se sabe capaz de cualquier hazaña.
  5. El individuo-multitud es un ser cuyas características y cualidades humanas se han reducido al mínimo. El ser humano, dentro de la multitud, se guía por impulsos, emociones, instintos, automatismos sensoriales y, cuando más, creencias y supersticiones.
  6. El individuo-multitud, como tal es amoral. Al carecer de singularidad es prisionero de esa cárcel moral llamada multitud. En otras palabras, la multitud por sí misma es una entidad moral.
  7. Básicamente, la multitud es funcional y efímera. Cuando el objetivo que la impulsa se cumple o se pierde, la multitud se dispersa sin dejar lazos afectivos perdurables.
  8. Existe una relación directa entre las cualidades del líder y las características específicas de la multitud a la que dirige.

Con base en esos supuestos, Ramos Mejía acomete una tarea formidable: reconstruir la historia de Argentina analizando la participación en ella de lo que él llama la plebe y que, bajo su visión evolucionista, es sucesivamente chusma, turba y finalmente multitud, que es el estado en el que la colectividad se convierte en un Ser Colectivo, consciente de sí, con autonomía, moral e inteligencia suficientes para cambiar el curso de la historia.

Por eso, para él, la multitud es un instrumento que impulsa una “idea – fuerza” (p. 75) que surge de ella misma, pero que no es una iluminación ni una ocurrencia, sino el resultado de un largo proceso de desarrollo que se inicia en lo individual, en hombres con una especial disposición a la rebeldía, y a los que Ramos Mejía llama “hombres-carbono” (p. 78), y termina, precisamente, en la conformación de una multitud que anuncia una madurez del espíritu de rebelión alcanzado a lo largo del tiempo:

La revolución no surge de improviso como se ha visto, por obra de inspiración o provocada por las invasiones inglesas; es el resultado final de una larga serie de esfuerzos, primero aislados, luego en grupos, y por fin colectivos, de multitud, que vienen desenvolviéndose en el curso de dos o más siglos, según creo haberlo demostrado. (p. 78)

Esos individuos, que inician el camino hacia la formación de multitudes, los que llevan por dentro la chispa de la rebelión, los “hombres-carbono”, juegan un importante papel en el proceso de gestación de las multitudes en el periodo que va de los últimos tiempos de la colonia a la revolución de independencia:

Esta mancomunidad de esfuerzos e impulsos pequeños, que produce resultados tan grandes y trascendentales, desconcierta nuestra rutina, acostumbrada a no cotizar sino la acción personal del ‘hombre representativo’ exclusivamente. Los factores no son ellos solos. El pobre campesino, el brujo y el nigromántico de antaño, que encarnaba aquel espíritu de rebelión a que antes había hecho referencia, transformado ahora en espíritu de independencia, reclaman su partición cual otros tantos hombres-carbono, cuya afinidad vivaz les permitió formar más fácilmente asociación y multitud. (p. 78)

Ese mismo espíritu subversivo latirá después en los grupos y finalmente en las multitudes, ya como espíritu de independencia. Sin embargo, al ser fuerza pura, la multitud puede llevar a cabo hazañas nobles, tanto como pérfidas e infames; así como puede conseguir la independencia de un pueblo, puede encumbrar a un dictador o llevar a ese mismo pueblo a la anarquía total. Pero las consecuencias, en este caso carecen de interés para Ramos Mejía. Lo que a él le parece fascinante es esa energía incontrolable que se desprende de ellas y cómo esa energía es fuerza que impulsa a los pueblos a cambiar su historia:

La multitud realiza hoy la independencia de América y mañana creará la tiranía de Rosas o la anarquía de 1820 […]

¿Es en el primer caso buena y noble y en el segundo mala y pérfida? En los dos es fuerza simplemente, y las fuerzas funcionan sin los propósitos que informa la moral convencional, aunque en determinados casos se la pueda encarrilar y dirigir […]

La multitud no es lo que comúnmente llamamos el pueblo, el conjunto de habitantes de una ciudad o de un país, sin que por esto piense que no pueda, todo él, en determinadas circunstancias, representársenos como de multitud. Es más bien, el conjunto de individuos en quienes la sensibilidad refleja supera a la inteligencia y que en virtud de esa disposición especial se atraen recíprocamente con mayor fuerza de asociación, como diría GALL, que los que con mejor control cerebral resisten a ella por predominio del razonamiento. (p. 79)

En resumen, el individuo-multitud, carece del sentido crítico que le permitiría discernir moralmente como individuo. Su moral es colectiva y está atada a un fin común que no es objeto de razonamiento. En él no hay actos reflexivos, sino actos reflejos, impulsos, acciones instintivas. Su tendencia a la obediencia está más predispuesta que en seres guiados por la inteligencia y el razonamiento. El individuo multitud tiene una sensibilidad a flor de piel, pero es una sensibilidad cuasi animal y en esa poderosa predisposición de la multitud a la obediencia “hay mucho de animal. (p. 80). Lo que hace falta para que una multitud se constituya es un determinado estado o una cierta condición moral colectiva ante hechos o sucesos poco o nada significativos en otros momentos. Se trata básicamente de una “disposición de espíritu” (p. 81) que, bajo determinadas circunstancias, conduce a la formación de multitudes:

Tal sucede con las cosas morales: la constitución psíquica […] es propicia o no lo es […] Y diríamos entonces que, para determinar el fenómeno social al que aludimos, es necesario que una población se halle en inminencia de multitud, que tal fue lo que sucedió durante toda la época en que se desarrollaron los sucesos de la guerra de la emancipación argentina. (p. 81)

El pavor que en muchos momentos de la historia, la multitud le inspira al poderoso, a aquel al que se enfrenta, al que la tiene que confrontar, tiene como base el desconocimiento de su psicología. Desde fuera, los individuos que la conforman se ven todos iguales, todos parecen dispuestos a cualquier cosa y a enfrentar lo que venga con un valor inusitado. Esa multitud, desconocida para quien no forma parte de ella, genera un miedo a lo desconocido a lo imprevisible. Y esa psicología de la multitud, de la que habla Ramos Mejía, es algo que precede a la multitud misma y es sobre todo una estructura moral un sentimiento o una intuición de “su valer […] ya maduro en el alma” (p. 82). Una vez alcanzado ese estado de maduración, los hombres de la multitud, antes dispersos, ocultos en su individualidad, comienzan a perseguir como multitud un objetivo, “movidos por un agente del que no [tienen] conciencia” (p. 83).

Se trata básicamente de una comunidad de seres que ya están listos para constituirse como multitud y a quienes ya sólo les falta un motivo para hacerlo. Antes de ello ya viven en esa situación moral que los vuelve proclives a la rebelión; viven en un estado de insurrección permanente, indisciplinados ante la autoridad y sin ningún respeto por las instituciones. Eso era precisamente lo que según Ramos Mejía ocurría en últimos tiempos del virreinato, en una Argentina en la que, mientras las capas superiores de la población seguían embebidas en la vida colonial, ajenas al torbellino que se avecinaba, las clases bajas lo anunciaban ya mediante la revuelta, la anarquía o la delincuencia pura y dura, estableciendo una clara diferencia en la situación moral de unas y de otras. Así, en los márgenes de la ciudad, en el campo, se cocinaba ya el espíritu de independencia:

Del seno de la muchedumbre sale, pues, la fuerza trascendental de la revuelta y de la desobediencia, agente de las iniciativas y de la acción eficaz en todos los primeros acontecimientos de la emancipación. Hay en ella una tendencia constante e invariable hacia la independencia, una visible y sugestiva espontaneidad dentro de su misma inconsciencia. (p. 84)

Dada la importancia que le atribuye, para Ramos Mejía la psicología de las muchedumbres es un elemento fundamental a tomar en cuenta por el historiador. Esta importancia radica sobre todo en que la multitud es portadora de lo que él llama “una gran idea moral” (p. 94), que indiscutiblemente está por encima de las vidas de unos cuantos hombres por muy elevado que sea su rango o condición. Por esa gran idea moral, la multitud, conformada por seres en otro momento pacíficos, sencillos en su condición de individuos aislados, es capaz de cometer las peores bajezas o de llevar a cabo grandes hazañas y de arrastrar en esa vorágine a espíritus incluso cultos y sosegados que, una vez incorporados a la multitud, son capaces de los más grandes actos de heroísmo y abnegación, pero también de actos crueles e inhumanos, como ocurrió, según Ramos Mejía, con la transformación psicológica de los hombres que integraron la Primera Junta de Gobierno, posterior a la deposición del Virrey Cisneros. Y aquí es donde entran en juego ciertos individuos de genio y que, por lo mismo, están tocados de alguna manera por la locura, para imprimir su sello particular en el comportamiento de la multitud:

Sucede con frecuencia en la vida de las multitudes, ya se constituyan bajo la forma de cuerpos colegiados, como en nuestro caso, o de muchedumbres, que esos espíritus vigorosos, pero ligeramente anormales, se apoderan, por razones que se explican, de la dirección, imprimiendo a todas las cosas un sello violento, por una especie de contagio o de sugestión profunda. Por otra parte, aprovechan para sus fines la disposición homicida primordial que explica los crímenes de la multitud y que son, junto con el egoísmo, calidades fundamentales del hombre, según SCHOPENHAUER. (p. 99)

La influencia de tales individuos, sin embargo, puede ser pasajera, incluso efímera, pues la propia multitud que los encumbra puede acabar con ellos y la única que se mantiene fuerte, poderosa y homogénea es la multitud misma, siempre con la mirada fija en el propósito que la guía y la anima. Ella, en el caso de Argentina —diferente al del resto de América, según nuestro autor— es la verdadera y única protagonista de la revolución de independencia, pues es la única que “la representa y la encarna” (p. 101).

A pesar de cierto desprecio que Ramos Mejía siente por la figura del líder, a quien atribuye características patológicas, por momentos extremas, le concede también una relativa importancia y no deja de ser curiosa la forma en que concibe su relación con sus seguidores. Dicha relación tiene como base fundamental el carácter profundamente femenino de la multitud, a la que el médico argentino atribuye una necesidad profunda de carnalizar, de corporizar de alguna manera sus sentimientos, para encontrar de alguna manera un equilibrio ante la ausencia de facultades de abstracción.

La atracción de la multitud hacia su líder es, pues, completamente irracional. No la tocan ni la genialidad ni la nobleza de sentimientos, sino la belleza, la apostura física, la altanería, la virilidad, el arrojo. La multitud se enamora de eso, no por una disposición estética, sino porque —“mujer al fin” (p. 70)— en todo ello encuentra la síntesis de la grandeza y, en su vulgaridad y mediocridad, no tiene otra forma de hacerlo. Ese fue el caso, según el autor, de Santiago de Liniers, penúltimo Virrey del Río de la Plata, que era un hombre atractivo y de buenas maneras. Pero, incluso, en el caso de que el líder no sea físicamente apuesto, tiene que emanar de él un halo de sensualidad, una alta dosis de gracia masculina que seduzca a ese ser colectivo y profundamente femenino que es la multitud y que, por lo mismo, “punto más punto menos tiene las mismas deficiencias y particularidades mentales de la mujer” (p. 70). De esa manera, encontramos que la relación entre la multitud y su líder, para Ramos Mejía, está hilada sobre todo por la sensualidad y la irracionalidad, por la esencia femenina de aquella, que encuentra en la virilidad y en el atractivo y poderío masculinos del caudillo, su complemento perfecto.

Sin embargo, en Ramos Mejía, el líder, el caudillo, es un elemento circunstancial, una especie de casualidad histórica que en un determinado momento puede imprimir su sello y dotar de cierto carácter particular a las acciones llevadas a cabo por la multitud a la que dirige. Así, son las multitudes mal armadas y desorganizadas las que hacen triunfar a las revoluciones, aun enfrentándose a ejércitos técnicamente superiores y perfectamente organizados. Al frente de la multitud, el prócer, el líder es únicamente la cabeza visible, pero no es el elemento determinante de triunfos que la historia suele atribuirle a él, embelleciéndolos, mediante relatos que hablan de grandes campañas y méritos militares que en realidad son obra de la multitud:

Las grandes victorias y la mayor influencia política [en el territorio argentino] es la obra exclusiva del elemento popular, en esa forma elemental, sin dirección efectiva, sin que la inspiración del caudillo o aprendida estrategia le preste el concurso de su talento o aptitudes para obtener tal fin (p. 125)

El caudillo es idéntico a la multitud a la que encabeza; es síntesis y expresión individualizada del alma colectiva, que en él se concentra:

Los titulados caudillos [dominan a las multitudes], no por el genio, sino porque poseen especiales aptitudes para sintetizarlas; son la expresión unipersonal del conjunto, el exponente de sus pasiones y de sus gustos, las antenas y los ojos por donde ellos tocan y miran y sienten las cosas de la vida, nada más. (p. 125)

De esa manera, Ramos Mejía intenta una explicación científica, para dar cuenta de la diferencia entre el carácter —casual— del caudillo y la participación —necesaria— de las multitudes en la historia argentina: el surgimiento de estas responde a leyes morales —de base biológica— cuyo cumplimiento es inevitable. Y frente a esos ejércitos poderosos y modernos a cuyo armamento altamente tecnificado se le da tanta importancia, las multitudes, dada su impredecibilidad, tienen una función importantísima como “factor moral perturbador” (p. 126). Se trata de un elemento psicológico que altera los cálculos de los estrategas militares y hace disminuir significativamente sus posibilidades de éxito ante ese ente colectivo y monstruoso cuyos mecanismos de acción les representan un misterio inexpugnable. Así, mientras las tácticas de los ejércitos están lógicamente estructuradas, y ese es el fundamento de sus triunfos, las de las multitudes son absolutamente ilógicas y sus éxitos dependen de ello. Al parecer, muchas veces, la gloria del caudillo en turno depende de que tan imprevisibles, violentas, primitivas y numerosas sean las multitudes a las que encabeza. Así, el caudillo brilla reflejando la luz que la multitud arroja sobre él y lo hace sólo teniendo como fondo a la multitud que lo arropa. “La revolución argentina —afirma categóricamente y no sin cierto orgullo chovinista el autor— es la obra más popular de la historia y la menos personal de toda América Latina” (p. 128). Y con ello se refiere a que, a través de todo el proceso revolucionario, no hay una personalidad particular que la encarne de manera definitiva; surgen y desaparecen caudillos a lo largo del tiempo y la revolución no se detiene, sigue adelante gracias al empuje de la multitud. En ella hay lo que Ramos Mejía llama “constante ‘inminencia de multitud’” (p. 128). La multitud es, pues, un impulso vital, es una fuerza arrolladora que se mueve con la historia y es la única que puede sostener al caudillo o derribarlo.

Sólo apoyado en ella, en opinión de Ramos Mejía, pudo sostenerse durante veinte años un tirano como Rosas, en los años posteriores a la caída del virreinato. Evolucionista como es, Ramos Mejía analiza las formas y características que las multitudes van adquiriendo, sus mutaciones a lo largo del tiempo y esa especie de elan vital que las lleva a pervivir por encima de líderes y caudillos. Al médico argentino le maravilla la inmanencia de las multitudes en la historia argentina y establece curiosos paralelismos biologistas para explicarla:

La multitud argentina poseía la naturaleza del protoplasma; muerta y consumida, cualquiera de las partes que quedaba, tenía el depósito de la vida y seguía funcionando y representando la encarnación del pensamiento o del sentimiento motriz de la emancipación. El interés que tiene el estudio de la vida se concentra por entero en esa maravillosa substancia, que es la única apta para producirla. La multitud encierra ese secreto de la vida colectiva cuyo vigor es un misterio, dada su sencilla organización. Si es imposible atribuir al protoplasma una forma o una estructura complicada, es igualmente vano querer asimilar la estructura de la multitud a la tribu, a la horda, a la secta, buscando en cualesquiera de esas configuraciones morales el secreto de su fuerza […] todo demuestra que la vida, en lo que tiene más de general, reside en una substancia sin forma, sin estructura particular, que hasta se le ha puesto sin dimensiones determinadas y sin personalidad. Tal es la multitud que encierra como el protoplasma, ese secreto de la vida elemental. (p. 132)

De ese biologismo está impregnada toda la obra de Ramos Mejía. La multitud es para él, como ya hemos visto, el resultado de un proceso evolutivo en el que intervienen factores de supervivencia que están inscritos en los rasgos fenotípicos y en la fisiología de los seres que la conforman. Por eso son diferentes y— Ramos Mejía hace un largo y exhaustivo análisis de esto— las multitudes de las ciudades o de las zonas suburbanas a las del campo o a las de las regiones más alejadas de los centros urbanos. Estas últimas, las que finalmente encumbraron y sostuvieron a Juan Manuel de Rosas durante dos décadas, tienden a la barbarie, son incivilizadas y montaraces. En ello intervienen decisivamente factores raciales y biológicos, pero también elementos culturales que están siempre presentes en los habitantes de esas regiones: la promiscuidad y la poligamia, la sexualidad casi animal que generaba una natalidad desenfrenada, el libertinaje, la ignorancia, etc. Todo eso, sumado a las duras condiciones de vida de las regiones más apartadas, hacía de sus habitantes seres fuertes y aptos para la lucha, ajenos al proceso selectivo de los ejércitos organizados y de las ciudades, en las que, por ejemplo, Los jóvenes defectuosos […] son más comunes (p. 139). Se trataba, según nuestro autor, de sociedades adelfógamas, característica que las dotaba de un vigor y una serie de cualidades físicas y psicológicas superiores a las del hombre de la ciudad. Pero si vivían en un estado casi de barbarie y tan alejados de los grandes centros urbanos, ¿cómo fue que en los años posteriores a la revolución de independencia se convirtieran en ese elemento fundamental de la vida política argentina? Al principio, por factores totalmente fortuitos, que no viene al caso mencionar. Los inicios de la multitud son incidentales, pero una vez que el proceso de su constitución se ha puesto en marcha se comienza a producir un fenómeno de agrupación, en el que la convivencia sienta las bases de un “principio de comunidad” (p. 144), basado en el contagio, cuyo resultado final es la solidaridad colectiva que mantiene unida a la multitud y que la sostiene. En principio no hay en ello idea o motivación política alguna:

Todos van empujados por móviles puramente personales, pasiones estrechas, necesidades urgentes de la vida, pequeños sentimientos hostiles o simpáticos, impulsos que en la mayoría de los casos nacen de esa alma medular […] Ninguno sabe ni el país en que vive, ni la forma de gobierno que lo rige […] Ninguno conoce jefe o caudillo todavía, autoridad alguna que lo obligue, pensamiento que se eleve un poco por sobre las necesidades elementales de la vida infra-cortical […] Y, por fin, ninguno pregunta a dónde van y a qué, porque el que anda detrás va siguiendo al de adelante […] Así van engrosándose los grupos y distribuyéndose recíprocamente los elementos morales de la difundida sugestión, que discurriendo después por los grupos más grandes aprietan los vínculos que más tarde van a constituir el alma colectiva de la multitud. (pp. 144-145)

Pero ese primitivismo es también, de alguna manera, la condición de posibilidad de la emergencia del caudillo desde el interior mismo de la multitud. Para explicar esto, Ramos Mejía establece con ello un paralelismo evidente con la teoría biológica del macho dominante. Así, atribuye al emergente caudillo cualidades morfológicas que se magnifican a los ojos de la multitud: prestancia física (con ayuda del caballo, en el caso particular de la Argentina del S. XIX), apariencia llamativa que, a través de una vestimenta colorida característica del megalómano, deslumbra al ojo poco educado del integrante de la chusma. Al principio el impacto es visual y absolutamente sensorial. A ello se suman ciertas habilidades socialmente apreciadas: ser buen jinete, hábil con el lazo y con las bolas. Todo eso produce en el individuo sensaciones agradables que hacen que el caudillo en ciernes comience a brillar con una luz que termina por ocultar las sombras que podrían oscurecer la imagen del elegido. Sobre el feudo de la vida cuasi salvaje sobre la que se proyecta la figura del caudillo en gestación, se produce entonces una especie de Gestalt que genera la ilusión óptica de un ser especial, engrandecido por la percepción primitiva del hombre que compone la multitud y encumbrado por las emociones colectivas a flor de piel. El resto lo hace la costumbre de la docilidad, la obediencia y la tendencia a la admiración y el deslumbramiento propios del hombre-multitud. Así comienza a establecerse una corriente de atracción mutua entre la multitud y el caudillo que se consolida a partir de una relación de intercambio y reciprocidad: la multitud necesita del caudillo y este necesita de la multitud; el caudillo guía a la multitud y la multitud sostiene al caudillo. Mientras ambas condiciones se cumplan, ninguno de los dos se sentirá defraudado. Una vez afirmados su poder y su liderazgo, al caudillo ya sólo le resta hacer un uso correcto del lenguaje, a través de discursos grandilocuentes y, aunque vacíos de contenido, efectivos. La vacuidad verbal y la grandilocuencia actúan como hipnóticos. En parte, porque son incomprensibles para la multitud y en parte porque implican un lenguaje distinto al del poder establecido. De esa manera, la multitud absorbe acríticamente el discurso del caudillo como algo propio y conveniente para ella. Así aprende a repetir sus consignas, a usar su lenguaje sin ton ni son, a ser su espejo.

A Ramos Mejía le interesa especialmente ese caudillo que surgido de la propia multitud y, como tal, con características morales, culturales y psíquicas similares a las de los hombres que en ella se confunden, se convierte, gracias a ciertas cualidades especiales pero fortuitas, en una especie de iluminado, de alucinado. Se trata de un ser sometido a diversas conveniencias que obnubilan su ya de por si hipertrofiado cerebro y lo convencen de estar llamado al cumplimiento de un destino inscrito en la historia. Por otro lado, y en todo este punto, Ramos Mejía encuentra una de sus pocas coincidencias con Le Bon: los individuos suelen atribuir al caudillo facultades y virtudes excepcionales que no son más que producto de “la visión fatigada de las multitudes” (p. 158), cuya sensibilidad a flor de piel e imaginación exaltada, “como condición psicológica matriz” (p. 158), son profunda y fácilmente impresionables a través de elementos tan pueriles como la apariencia física o la verborrea, y cuyo valor como mecanismos de seducción desaparece cuando son sometidas a razonamiento.

La multitud fascinada por su caudillo es, para Ramos Mejía, similar a una prostituta que al fin ha encontrado a su lenón, al que se someterá incondicionalmente y por el que se dejara explotar, sangrar, utilizar, etc. Esa multitud ya madura, como la que sostuvo al tirano Rosas en la Argentina decimonónica —por razones de raza y formación— encuentra una especie de placer mórbido en la crueldad y el sufrimiento infligidos por la tiranía. El espíritu de esa multitud, amante de la violencia, es trágico y ve en el caudillo, al que ama, y en sus acciones, el ideal dramático en el que les gusta reflejarse. Dispuestas a enfrentarse a lo que fuera y a morir por él, las multitudes fueron durante veinte años el pedestal sobre el que se irguió la figura del tirano Rosas.

Pero, como ya se ha visto, Ramos Mejía tiene una visión evolutiva de las multitudes. Éstas van adquiriendo formas diversas a lo largo de la historia. Hasta el momento en que Ramos Mejía escribe su libro, tres tipos de multitudes se han gestado, según él, en sendos momentos de la historia argentina: Primero aparece la multitud de la colonia, que es urbana y “genuinamente española” (p. 181) y que, por natural evolución, se consolidará, con el tiempo, como la fuerza que logrará la emancipación de la corona. Se trata de una multitud gestada en los barrios bajos y en los suburbios de la metrópoli. En segundo lugar, aparece la multitud de las tiranías que surge de los litorales y que es, en palabras del autor, “india, heterogénea como ninguna y completamente inculta” (p. 181)

Pero es la mezcla de ambos tipos de multitud, más las características de otros tipos, como los de las poblaciones del interior, más sosegadas y dadas al recogimiento y poco proclives a los cambios, las que, en la metrópoli, conformarán un crisol de fenotipos que constituirán, finalmente, una tercera formación multitudinaria: una mezcla de tipos orgánicos, cuya diversidad se origina en los diferentes hábitats de procedencia de quienes los conforman. Ésta idea le sirve a Ramos Mejía para, de pasada, plantear nuevamente su convicción de que, en la forma y el carácter de cada una de las multitudes que estudia, está presente como un hecho determinante el factor biológico-ambiental:

No hay duda de que [el litoral argentino] ha sido desde el principio de la historia atrevido y pendenciero: la atmósfera marítima cargada de cloruro de sodio y de principios estimulantes, ha dado a su carácter cierta marcada tendencia a la acción que tal vez quita a la inteligencia la tranquila y reposada quietud, tan necesaria para la obra de aliento que le sobra al arribeño. Los códigos, la legislación laboriosa y de intenso pensamiento, son para este último; los motines, la acción rápida, la audacia y el espíritu de rebelión pertenecen al temperamento del primero (p. 185)

De la conjunción de todos los tipos orgánicos, largamente descritos por Ramos Mejía, apoyado en teorías biológicas al uso, surgirá entonces lo que él llama la multitud moderna y que, para él, terminará por constituir el “tipo representativo genuino (p. 187) de multitud argentina. Esta multitud moderna es la de la democracia. En ella, la dirección es artificial y quienes la encabezan representan a sus propios intereses y no a los de la masa. Se trata de los años finales del Siglo XIX, una época de “fetichismo político bastante grave” (p. 201), según Ramos Mejía, que lo que ve en ello es una vuelta al grupo y una masa compuesta por formaciones grupales que, cómo átomos, se atraen unas a otras en función de afinidades electivas. Sorprendentemente, Ramos Mejía define a la multitud moderna como la “función democrática por excelencia, porque es el recurso y la fuerza de los pequeños y de los anónimos” (p. 201). En ella, las pequeñas voluntades fluyen para constituir la voluntad general, la de la multitud. Es aquello que hoy llamaríamos diversidad. Todo ello significa libertad y es el camino para la conformación de la conciencia política. Es una multitud de signo absolutamente distinto al de las multitudes de la independencia o a las de la tiranía. Se mueve poco y es más racional, no es dinámica como aquellas, sino estática, pero no es necesariamente pasiva, sino que más bien tiende a la institucionalidad. Es una multitud difusa y dispersa, por decirlo de alguna manera:

En nuestros tiempos hay ausencia completa de esa inminencia de multitud que mencionara antes y que expresa el grado de susceptibilidad de un pueblo a la acción de los agentes morales en circulación. Los más graves sucesos han encontrado indiferente y frío el sentimiento popular […]

Esa es en, pocas palabras expresada, la fisiología moral de nuestra actual moral estática, en lo que su somnolencia digestiva permite observar.

Las [multitudes] dinámicas de la emancipación eran sentimentales y románticas, la de la tiranía belicosa y emocional, y la moderna que actuó intermitentemente desde Caseros, fue en su infancia (1852 a 1860) creyente y revolucionaria para ser después escéptica y esencialmente mercantil. (p. 207)

La multitud moderna, la de la democracia, carece, para Ramos Mejía, de motivación. No hay pasión que la mueva y, para finales del Siglo XIX, en que el autor escribe sobre ella, aún no ha encontrado su verdadera función. Es una formación embrionaria a la espera de mutar y, más que multitud política, es una especie de multitud burocrática, artificial. Cuando esa multitud se manifiesta no lo hace movida al calor de la pasión por una bandera o por la rabia del resentimiento social, sino por la tibia necesidad de conservar su empleo o por la simple manipulación de irresponsables que suelen representar farsas socialistas. El nicho en el que la multitud moderna se agrupa es el de una sociedad aun sin problemas graves de desigualdad o de miseria. Una sociedad estable y en acenso, en la que la gente no encuentra motivos suficientes para la rebelión. Finalmente, ese es un tipo de multitud que a Ramos Mejía ya no le apasiona ni le interesa y da la impresión de que si habla de ella es porque tiene que cerrar de alguna manera su tratado.

La obra de Ramos mejía, plagada, a todo lo largo, de flagrantes contradicciones, parece, por momentos, más dictada por la pasión política que por la razón a la que él mismo tanto alude. Esto sobre todo es notorio en los momentos en los que describe pasajes culminantes de la historia argentina o en los que vierte opiniones acerca de la personalidad y el papel —casi siempre secundario y supeditado al empuje de las multitudes— que jugaron diversos caudillos y personajes protagónicos de la historia de su país. Es importante tomar en cuenta diversos elementos que dan al tratado de Ramos Mejía las particularísimas y, por momentos, curiosas características que tiene. Él mismo, más de una vez, califica a su libro de tratado de fisiología de las multitudes o de biología de las multitudes. El autor es en muchos sentidos un típico personaje del Siglo XIX latinoamericano: híbrido de científico, historiador y político, su obra es marcadamente positivista y su formación médica impregna de biologismo sus ideas. Esto, aunado a una ideología profundamente conservadora, convierte a su obra en una amalgama de prejuicios raciales, de género y de clase, sostenidos sobre teorías biológicas en boga, casi todas de marcado tufo evolucionista. Sus referentes no son en su mayoría, psicólogos, sociólogos o filósofos sino, además de historiadores que le permiten contextualizar sus opiniones, biólogos, psiquiatras, fisiólogos y hasta geógrafos. Muchos de ellos, fueron personajes excéntricos que construyeron teorías que terminaron muy pronto desechadas por la propia ciencia o el pensamiento social, pero que, en su momento, tuvieron un cierto impacto sobre una gran cantidad de obras que intentaban explicar fenómenos cuya necesidad de interpretación estaba en el alma misma de la modernidad decimonónica. Leer a Ramos Mejía significa hacer un recorrido por una cierta forma de pensar lo psicosocial teniendo a lo biológico como elemento axial, pero también considerándolo como herramienta de interpretación de la historia. Epistémicamente su pensamiento está sostenido por ideas que posteriormente, ya entrado el S. XX, fueron el fundamento de formas de darwinismo social que llevaron a la proliferación de teorías y prácticas eugenésicas. Le Bon es para él un referente básico, pero lo es sólo en la medida en que busca diferenciarse del autor francés. Aunque, muy a su pesar, es más fácil encontrar semejanzas que diferencias entre ambos. Sin embargo, justo es decirlo, las primeras se producen más en la generalidad de los conceptos que en su concreción histórica. Por lo demás, su obra es un recorrido crítico por la historia argentina del S. XIX, desde una posición absolutamente conservadora. Aun así, ese recorrido no deja de ser sumamente interesante y sugestivo, si tomamos en cuenta que está transversalizado por la tentativa de dar una explicación psicosocial de los fenómenos de masas ocurridos durante el período que va desde la colonia hasta la democracia. Para Ramos Mejía, esos fenómenos constituyen el factor decisivo de las transformaciones sociales ocurridas en su país. Me parece que ese es el elemento más interesante de una obra que, por razones inciertas, ha caído en el olvido de una psicología social latinoamericana que suele ignorarse a sí misma.

1 Referencia

Ramos Mejía, José María (1899/1956). Las multitudes argentinas. Buenos Aires: Tor.