¿Somos iguales detrás de una 45? La participación femenina en el MLN-T uruguayo

Are we equal behind a 45? Female participation in the Uruguayan MLN-T

  • Tamara Antonieta Vidaurrázaga Aránguiz
En este trabajo, proponemos reflexionar respecto de la participación y características de la militancia femenina en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) uruguayo desde una perspectiva feminista, preguntándonos lo que implicó simbólicamente para ellas asumir la vía armada en el marco de un sistema de género patriarcal; para luego revisar testimonios de ex militantes respecto de sus experiencias como mujeres al interior de la orgánica. Los testimonios revelan tensiones tras ser incorporadas como “una más”, inclusión que implicó la exigencia de borrar sus diferencias y con ello las demandas de igualdad que podrían originarse a partir de estas. Ello, en el contexto de un proyecto revolucionario de los largos sesenta, que no incorporó transformaciones radicales en las relaciones de sexo género, asumiendo que los sujetos de la revolución eran neutros.
    Palabras clave:
In this work I analyse female participation in the Uruguayan National Liberation Movement-Tupamaros (MLN-T) and its features from a feminist perspective, asking about what it symbolically meant for women to take over the armed struggle in a patriarchal gender system, in order to further analyse part of the of former militants’ published testimonies about their experience as women in the guerrilla movements. Testimonies reveal some of the tensions after the incorporation of these militants as ‘just one more’, which translated into the need of erasing their gender differences and, together with it, the equality demands that could have emerged from those differences. All this, in the context of a revolutionary project of the long seventies, that did not incorporate radical transformations to sex/gender relations by assuming that the revolutionary militants where neutral subjects.
    Keywords:

1 Introducción1

En 1970, uno de los dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T) del Uruguay, apodado “Urbano”, fue consultado por la revista chilena Punto Final sobre la incorporación de las mujeres a la lucha de la organización. La respuesta del revolucionario fue “Nunca es más igual un hombre a una mujer que detrás de una pistola 45”, aludiendo a cómo la lucha armada borraba las diferencias entre unos y otras. Luego, se refirió a la fuga de la cárcel de mujeres en Montevideo, acción tras la que aparecieron fotografías de las tupamaras evadidas con la leyenda: “es verdad, no se puede hacer una revolución sin ellas” (Madrugi, 1970, p. 11).

Ambas sentencias reflejan la manera en que el MLN-T comprendió la incorporación de mujeres a sus filas: como una adscripción que las igualaría en la lucha urgente y peligrosa que las requería a ellas, así como la toma de armas para alcanzar la justicia social anhelada.

Se les ofreció igualdad en la lucha política-armada dejando intocados los espacios de la militancia cotidiana y la vida privada posible que fue limitada en los periodos de mayor represión y emergencia por mandatos partidarios de entrega total a la causa.

Ello, porque la participación en esta orgánica, no solo contó con momentos excepcionales de acciones armadas en los que la diferencia entre hombres y mujeres efectivamente podía obviarse, sino que incluyó otras cuestiones de la militancia: las discusiones políticas, la designación para puestos de autoridad, las decisiones sobre tener o no hijos y qué hacer con ellos, la repartición de tareas dentro de la orgánica.

La militancia concreta evidenció reproducciones de las jerarquías patriarcales, obviadas al estar ellas subsumidas en un “todos” neutro, y por tanto masculino, que les implicó integrarse en calidad de iguales, desoyendo las desiguales condiciones de partida y la mayor subversión en la que ellas incurrieron al hacerlo.

En este trabajo realizaremos una lectura feminista y de género de relatos acerca de las experiencias de mujeres que integraron las filas del MLN-T. Estas perspectivas asumen que somos parte de una cultura y sociedad jerárquica, en las que hombres y mujeres han sido mandatados y socializados para cumplir con roles y estereotipos arbitrarios de género que no solo son diferenciados sino desiguales (Lagarde, 2011; Lamas, 2002; Rubin, 1986).

Así, este sistema ha dividido los espacios sociales, relegando a las mujeres a lo privado, donde ocurren las tareas repetitivas domésticas y de cuidado, mientras los varones han gobernado el espacio de lo público, lugar de prestigio y poder a repartir (Amoros, 1994; Fraisse, 2003; Pateman, 1995; 1996; Rabotnikof, 1998).

Esta lectura se enmarca en una crítica feminista de larga data a la izquierda en general, y a la Nueva Izquierda en particular, haciendo hincapié en cómo el proyecto de revolución no contempló otros malestares más allá de la clase social, asumiendo que la emancipación femenina sería automática tras la revolución socialista (Hartmann, 1980, Kirkwood, 2010; Oberti, 2015; Ruiz y Sanseviero, 2012; Vidaurrazaga, 2006; Weinbaum, 1984).

Como señala la socióloga argentina Alejandra Oberti (2015), la perspectiva de género es útil para analizar estas militancias aun cuando no fuese un concepto de la época. Esta categoría funciona, como herramienta crítica y teórica, para abordar y vincular problemáticas, resultando pertinente para indagar las políticas inscriptas en el imaginario político social y en las prácticas políticas de la época.

Los retazos de testimonios presentados, corresponden a una selección a partir de 14 entrevistas personales con ex tupamaras que vivieron la clandestinidad, la cárcel y/o el exilio, realizadas en Uruguay entre el 2014 y el 2015 como parte de una investigación doctoral (Vidaurrazaga, 2015)2. A estas se agrega una selección de testimonios y entrevistas publicadas en libros o medios de comunicación, lo que nos permitió tener un abanico más amplio de voces y contar con opiniones como las de Jessie Machi, quizás la militante del MLN-T más conocida por el nivel de mando alcanzado y lo crítica que fue con la orgánica respecto del rol de las mujeres, y quien falleció antes de este trabajo de campo.

Los relatos fueron analizados conjuntamente en torno a categorías definidas previamente a la realización de entrevistas, y otras surgidas a partir de las mismas, y que respondieron a preguntas respecto de si las exigencias de la organización, así como los espacios de poder fueron iguales para varones y mujeres, los modos en que ellas participaron y la conciencia de la especificidad de género en el periodo.

Los relatos corresponden al periodo post-dictatorial, por lo que observan retrospectivamente la experiencia militante, siendo ejercicios de memoria a posteriori en los que estas mujeres reelaboraron sus historias desde la actualidad, y buscando coherencia con el presente.

Esto, porque los testimonios son construcciones con coordenadas de sentido social (Calveiro, 2006), que responden a las necesidades del entorno y determinados por el lugar de producción, ya que “la cuestión no es solamente saber lo que, en condiciones extremas, torna a un individuo capaz de testimoniar, sino también lo que hace que se lo solicite, o lo que permite sentirse socialmente autorizado a hacerlo en algún momento” (Pollak, 2006, p. 13).

Como señalan Claudia Bacci y Alejandra Oberti (2014), a través del testimonio podemos acceder a un universo de significaciones que permiten comprender mayormente las dimensiones subjetivas de la militancia, volviendo comprensible en sus relatos las experiencias del pasado.

Lo anterior comprende el ejercicio de recordar en tanto una relación intersubjetiva enriquecida por el estudio histórico de la memoria, como estudio de la mentalidad, el lenguaje y las expresiones culturales, y en el que la memoria individual contiene rasgos contextuales y colectivos, de lo intergeneracional e ideológico, y de las representaciones y auto representaciones (Sapriza, 2000).

El análisis incluyó la revisión de documentos partidarios y vinculados con la organización, en los que se hace referencia a las mujeres de la misma, como las Actas Tupamaras y la entrevista mencionada al inicio3. Estas fuentes, a diferencia de las anteriores, evidencian el discurso de la orgánica en el periodo, siendo útiles para reflexionar de manera más compleja frente a las preguntas que nos hicimos.

2 Las mujeres del MLN-T

El MLN-Tupamaros hizo parte de la Nueva Izquierda Revolucionaria Latinoamericana (Rey Tristán, 2005, Pozzi y Pérez, 2012), corriente que planteó la imposibilidad de una amplia alianza que incluyera a la burguesía —propuesta por la Internacional Comunista para contrarrestar al fascismo— y definiendo la lucha político-armada como la estrategia para alcanzar la revolución socialista, opción fortalecida por el triunfo de la revolución cubana y la declaración de la Primera Conferencia de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad OLAS en 1966 (Löwy, 1985).

Los Tupamaros nacieron en 1965 como resultado de integrantes provenidos de diversas organizaciones de izquierda y partidos tradicionales del Uruguay, resultando en un crisol de ideologías a las que se les dio un sello nacional propio, y unidos por la convicción que la práctica los unía y la teoría los dispersaba (Aldrighi, 2001; Labrousse, 2009).

El primer periodo de la organización conocido como “Robin Hood”, se caracterizó por acciones armadas y de propaganda llamativas y ante las que la ciudadanía empatizaba, hasta que el nivel de las mismas y la represión se agudizó tras el secuestro y asesinato de Dan Mitrione, agente estadounidense enviado para preparar torturadores en Uruguay, si bien todavía el país no se encontraba oficialmente en dictadura (Aldrighi, 2001).

Ya en 1972 se produjo la gran derrota de los Tupamaros, cayendo gran parte de la militancia en prisión con extensas condenas, periodo en que el MLN-T busca reorganizarse dentro y fuera del país, en un proceso que generó tensiones y divisiones dentro de la orgánica (Fernández Huidobro, 2001, Aldrighi, 2001).

En 1985 se produjo el indulto general a los prisioneros políticos, saliendo libres la mayoría de la militancia tupamara, incluida su dirigencia histórica y comenzando una etapa diferente para el movimiento, que se reeditó en democracia participando del escenario electoral y abandonando la lucha armada, integrando hoy el Frente Amplio, conglomerado político actualmente gobernante (Labrousse, 2009).

Tempranamente, esta orgánica llamó la atención por contar con una cantidad inédita de militancia femenina, cuestión inusitada para jóvenes criadas todavía muy convencionalmente respecto de los mandatos de género, si bien el discurso se flexibilizaba en temas como las relaciones sexuales pre matrimoniales gracias al uso de la píldora anticonceptiva, y comenzaban a acceder en mayor medida al trabajo remunerado y la educación superior (Markarian, 1998; Ruiz y Paris, 1998; Sapriza y Rodríguez, 1984).

Ya a inicios de los ochenta apareció en el exilio francés el libro Tupamaras. Des femmes de l’Uruguay (Araujo, 1980) referido a las mujeres del MLN-T, en el que ellas opinaban respecto de sus participaciones en la lucha revolucionaria, y en el mismo periodo la militante Flavia Schilling publicó dos libros de cartas escritas a su familia mientras se encontraba en prisión (Schilling, 1978, 1980).

Tras el fin de la dictadura (1973-1984), los trabajos respecto de las memorias de las mujeres en el periodo —testimoniales y académicos— proliferaron, particularmente de quienes vivieron la cárcel y la represión, centrándose en las violencias específicas y de género experimentadas y teniendo por objetivo visibilizar las voces femeninas de esta época (Sapriza, 2003, 2010; Taller de género y memoria de ex presas políticas, 2001, 2002, 2003; Taller testimonio y memoria, 2006; Taller vivencias de ex presas políticas, 2002).

La historiadora Graciela Jorge (1994, 2010), en tanto, reconstruyó las experiencias de prisioneras políticas respecto de las fugas protagonizadas por mujeres, así como como en torno a las maternidades en reclusión; mientras Marisa Ruiz y Rafael Sanseviero —en su libro Las Rehenas (2012)— criticaron la invisibilidad de la experiencia de once tupamaras retenidas bajo amenazas por años, sin que alcanzaran el reconocimiento de sus compañeros varones en similar situación.

Desde una perspectiva más periodística, se han publicado entrevistas a la tupamara Jessie Machi en revistas y medios digitales, e incluso un libro en el que se reconstruye su vida militante en tercera persona (Soler, 2001), y —más recientemente— una investigación en torno a Lucía Topolansky (Silva y Caula, 2011), líder de la orgánica que llegó a ser la primera senadora por votación, y por tanto, la primera mujer VicePresidenta del Uruguay.

3 Las mujeres en la guerra y guerrillas

Si bien la guerra ha sido una construcción y espacio masculino, e incluso masculinizante, las mujeres han estado en ella desde siempre, mayoritariamente en tareas de apoyo, toda vez que “los roles de género adaptan a los individuos para sus roles en la guerra, y (…) el sistema de la guerra impone a las personas los roles de género que se escenifican en la vida cotidiana”, como indica la investigadora mexicana Hortensia Moreno, basándose en Joshua Goldstein (Moreno, 2002, p. 79).

Así, es necesario distinguir entre lo que el género permite y lo que los sexos han hecho en la realidad, o sea el mandato femenino de no ir a la guerra, de la práctica concreta de las mujeres que han estado en guerras y guerrillas.

Para la epistemóloga española Carmen Magallón, el género es una categoría social construida y “herramienta clave para (…) desbiologizar el destino de hombres y mujeres” y desnaturalizar el quehacer de los sexos, reforzado por la persistencia simbólica de la dicotomía mujer pacífica/hombre violento (Magallón, 1998, p. 103). Así, es relevante señalar que las mujeres han sido parte de las guerras también como soldados y combatientes, independiente de cuánto han debido adaptarse a ese espacio no pensado para recibirlas.

El cientista político norteamericano Joshua Goldstein (2001) señala que no podemos sostener que la guerra es un espacio de hombres. Primero, porque es un sistema que está en la vida de todos los humanos; segundo, porque sus afectos incumben a todas las personas que viven en el mundo; tercero, porque las mujeres participan en el sistema de la guerra en roles que permiten constituir la masculinidad como una disposición a la violencia; y cuarto, porque —lo consientan o no— las situaciones de guerra han requerido de su trabajo, apoyo moral, del lugar que ocupan en el mundo, de sus cuerpos, de sus sexualidades.

Para las historiadoras Mary Nash y Susanna Tavera “la guerra ha sido motivo de preocupación y posicionamiento individual y colectivo para las mujeres de todas las épocas históricas e independientemente de que sus voces de protesta y/o beligerancia fueran reconocidas en los ámbitos de las decisiones públicas” (Nash y Tavera, 2003, p. 9). Así, si bien ellas no han conducido las guerras, han estado en estas de diversas formas y han sufrido sus consecuencias.

Desde el feminismo existe una perspectiva que ha vinculado a las mujeres exclusivamente con la paz, cuestión que desecha las constataciones históricas, resulta esencialista y se contrapone a la noción de género como una construcción socio-cultural. Para Moreno la ilusión feminista que:

[Las mujeres somos pacíficas por] naturaleza y que, por consiguiente, estamos al margen de todo cuanto ocurre en el mundo de la masculinidad y la violencia, solamente tiene sentido cuando existe una verdadera conciencia y una reflexión crítica de la guerra; es decir: ser mujer no implica ser pacifista, como tampoco, por cierto, implica ser feminista (Moreno, 2002, p. 113)

En Latinoamérica la historia muestra cómo las mujeres participaron de las guerrillas y las guerras de independencia o en procesos como la Revolución Mexicana (Jaquette, 1973). Y cómo esta presencia “no ha cambiado la construcción militarizada y patriarcal fundamental de los grupos guerrilleros. Por el contrario, la presencia de mujeres en los grupos guerrilleros refleja la militarización de la sociedad y de las propias guerrilleras y no el logro de la igualdad de género” (Eitrem, 2009, p. s/n).

Al revisar textos de la Nueva Izquierda sobre la guerrilla latinoamericana reciente, vemos que el teórico francés Regis Debray pensó a las mujeres como una parte de la guerrilla, aunque en condiciones específicas, señalando que “la autodefensa aspira a integrar a todo el mundo en la lucha armada, a constituir una guerrilla de masas, con mujeres, niños y animales domésticos en el seno de la columna guerrillera” (1976, p. 6).

Para este autor ellas no integrarían la columna líder de una guerrilla, sino la de masas que acompañará a los combatientes varones, como un campamento nómade que contenga aquello que no debe estar en las acciones armadas: “mujeres, niños y animales”, definiendo el lugar secundario de ellas en la lucha revolucionaria, cuyo triunfo se definiría por la violencia de las armas.

Ello, es reforzado por Debray cuando señala: “pero los niños, las mujeres y los ancianos no pueden incorporarse directamente a la lucha armada. ¿Cómo movilizarlos entonces? ¿En qué forma pueden participar en la guerra? Integrándolos a la producción, al sabotaje, a la información, al transporte” (1976, p. 12).

Ernesto Che Guevara, motor ideológico, encarnación del guerrillero ejemplar para este sector, describió largamente el papel que las mujeres debían y podían ocupar en las guerrillas, avanzando un poco más que Debray, planteándolas como compañeras en la columna guerrillera propiamente tal y no solamente en trabajos accesorios y masivos, señalando:

En la rígida vida combatiente, la mujer es una compañera que aporta las cualidades propias de su sexo, pero puede trabajar lo mismo que el hombre. Puede pelear; es más débil, pero no menos resistente que éste. Puede realizar toda la clase de tareas de combate que un hombre haga en un momento dado. (Guevara, 2004, p. 56, cursivas propias)

Aunque la mujer es aceptada como combatiente, y no solo en calidad de ayudista, Guevara señala claramente que puede colaborar con cualidades propias de su sexo, refiriéndose a cómo pueden aportar en combate —haciendo un guisado mejor, cosiendo uniformes, con su templanza—, o tras el avance de la columna guerrillera —alfabetizando a guerrilleros y al pueblo, en fábricas de uniformes para los combatientes—. Lo evidente en este texto, es que hay un lugar para las mujeres, y desde ahí Guevara las imagina sumándose a la lucha revolucionaria, pero no como compañeras a la par de los varones.

En otro apartado, las ubica como objetos de distracción para los combatientes, que por tanto se suponen potencialmente atraídos por mujeres, o sea varones heterosexuales, señalando que, si un individuo “reiteradamente burla las órdenes de sus superiores y hace contactos con mujeres, contrae amistades no permitidas (…) debe separársele inmediatamente, no ya contando los peligros potenciales de contactos, sino simplemente por violación de la disciplina revolucionaria” (Guevara, 2004, p. 71).

Ellas serían tentación de la que puede hacer uso el enemigo en tanto espías deseables que debiliten la convicción de los guerrilleros mediante el deseo erótico, indicando que la mujer puede tener un papel positivo o negativo, al conocer la debilidad de los hombres jóvenes por ellas e indicando que “A veces son claros y casi descarados los nexos de estas mujeres con sus superiores, otros es sumamente difícil descubrir siquiera el más mínimo contacto, por ello también es necesario impedir las relaciones con mujeres” (Guevara, 2004, p. 71).

Así, las mujeres ingresan a la guerrilla, aunque la desconfianza se cierne sobre ellas, al ser potenciales tentaciones para el combatiente. Al mismo tiempo, pueden ser útiles con sus experticias femeninas, planteándolas en uno y otro caso como extranjeras en un mundo que ajeno, al que pueden sumarse si se esfuerzan por ocultar sus especificidades.

4 El doble poder de Eros y Tánatos

Cuando una mujer toma las armas y —con ellas— la posibilidad de controlar la vida y la muerte, se produce la mayor transgresión a los mandatos hegemónicos de género, cuestión sucedida con estas militantes del MLN-T, quienes transitaron del cautiverio de madresposa (Lagarde, 2011) al rol de guerrilleras.

Si ancestralmente ellas fueron las dadoras de vida, entonces —por oposición— fue tarea masculina controlar el poder anverso: la muerte. Así, las guerras, y guerrillas, mayoritariamente han sido ejecutadas por hombres y construidas desde la masculinidad (Vidaurrazaga, 2006).

Al apropiarse del poder de matar, aun simbólicamente —puesto que en los testimonios muchas develan que no tomaron armas aunque todas estaban dispuestas a morir—, estas revolucionarias asumieron la trascendencia del rol del guerrero descrito por la filósofa francesa Simone De Beauvoir (1954), caracterizado por perder el temor a la muerte cuando ésta aporta a un proyecto mayor que la existencia misma.

Así, ellas subvirtieron la inmanencia femenina, determinando sus vidas al decidir militar en una organización revolucionaria, participación elegida libremente y que las ubicó en el existir, propio de lo masculino hegemónico. Eligiendo el rol de combatientes, trascendieron la vida y el instinto de supervivencia, priorizando arriesgar sus vidas por fidelidad al proyecto elegido en libertad (De Beauvoir, 1954). En estos casos, es relevante comprender esta opción por las armas, en un contexto de desigualdad social, post colonialismo y represión durante las dictaduras, en el que la elección en parte fue impulsada y reforzada por factores externos a los deseos primarios de las individuas.

Estas combatientes asumieron el poder anverso al mandatado —tánatos, la muerte— sin perder el que sexo-genéricamente les correspondía, eros, la vida. Primero porque toda mujer, como dice Lagarde (2011), es una potencial madre desde su nacimiento, y segundo, porque una parte de ellas fue madre durante sus militancias, con todas las transformaciones que esos maternazgos implicaron en sus vidas privadas y en el contexto de las luchas revolucionarias y antidictatoriales.

Subvirtieron este mandato de reproducción y mantención de la vida de otros seres al asumir el rol de las guerrilleras, cuyo trabajo implica precisamente la muerte de otros, la propia o la de convivir cotidianamente con la posibilidad de la finitud de los compañeros y compañeras.

Transgredieron los binarismos patriarcales femenino/masculino, naturaleza/cultura, vida/muerte o eros/tánatos, desestabilizando el orden sexo-genérico hegemónico y provocando fuertes reacciones; evidenciadas en cómo se las estereotipó socialmente, y en represiones específicas que vivieron por parte de sus represores (González y Risso, 2012), quienes vieron en ellas la encarnación del mal y las feminidades fallidas (Lagarde, 2011).

Controlar a Eros y Tánatos desestabilizó la estructura simbólica base de nuestra cultura, tornándose inmanejables y temibles para una sociedad que las observó, juzgó y castigó por el modo en que vivieron sus existencias, mucho más que a sus compañeros. Las sanciones genérico sexuales que vivieron en la tortura son prueba de ello, evidencia de cómo la represión quiso volver estas feminidades “fallidas” a los sitios adecuados (Vidaurrazaga, 2015).

Ello, porque la “transformación de las mujeres es vivida social e individualmente como un atentado. Los hombres, las instituciones, (…) y otras mujeres, generalmente enfrentan estos cambios con agresiones directas y veladas, con la descalificación, la burla, la humillación y el castigo” (Lagarde, 2011, p. 181).

5 Transgredir el rol tradicional

Como señalamos, el MLN-T llamó la atención tempranamente por la cantidad de mujeres dentro de sus filas, y el papel preponderante que parecían tener. Para la historiadora uruguaya Clara Aldrighi, estas militantes:

Se sustrajeron al rol que la sociedad uruguaya de la época le asignaba a la mujer. En primer término, por integrar una organización político-militar, que exigía aptitudes y comportamientos hasta entonces considerados como propios y exclusivos del mundo viril: fuerza, energía, valentía, destreza, control de las emociones, resistencia a las dificultades materiales, camaradería. Y en especial, la disponibilidad para abandonar familia, hijos y afectos o arriesgar la vida por una causa política. (Aldrighi, 2001, p. 136)

Esta transgresión, entonces, se vincula con que se integraron a un espacio históricamente masculino —la política en general y la lucha armada en particular—; y con que esta militancia les implicó posponer los espacios de la privacidad familiar tradicionalmente prioritarios para las mujeres, dando un salto desde lo privado a lo público, y desde lo personal a lo político, que era incipiente entre sus congéneres.

Para ser incluidas, debieron responder ante exigencias históricamente masculinas, asumiendo comportamientos ajenos a los mandatos de la feminidad: fuerza, valentía, destreza, control de las emociones, resistencia ante las dificultades materiales, camaradería, cuestión que —en los testimonios— es descrito requerimiento para el prestigio militante.

La ex tupamara Celeste Zerpa, indica que la noción de “'ser iguales' detrás de un arma, fue la masculinización realizada consciente o inconscientemente por las militantes, quizás como herramienta para ser respetadas organizacionalmente” y que quienes “hacían carrera en el MLN no eran precisamente las más femeninas”, señalando que las que se comportaban como hombres, y mostraban rasgos viriles, eran las que más rápido progresaban. Las que más se asemejaban al hombre” (Aldrighi, 2009, p. 322).

Ello concuerda con el relato del líder tupamaro, Jorge Zabalza, para quien “las que llegaban a una responsabilidad tenían cualidades de poder, que se asimilaban a la forma de actuar de los hombres. Era así” (Aldrighi, 2001, p. 196).

Al parecer, las tupamaras incorporaron al ejercicio militante una performance reiterada, asumiendo un disfraz masculino para ser aceptadas y respetadas en un espacio masculino y masculinizante: la cofradía. Estos actos sistemáticos dieron la idea de mujeres-no tan mujeres, que así lograron destacarse en el MLN-T.

Para la argentina Marina Franco, las organizaciones armadas tuvieron dificultad para “integrar la feminidad de las mujeres militantes. La aceptación de las mujeres quedaba siempre en duda y, cuando demostraban su habilidad en operativos armados, eran vistas como 'pseudo-hombres'” (Franco, 1992, p. 108 citada en Jelin, 2002). La socióloga argentina Elizabeth Jelin, plantea que la auto-identificación des-sexuada o masculinizada de ex militantes y ex presas, evidenciada en los testimonios (Jelin, 2010), podría deberse a este ejercicio de transformismo requerido para integrar organizaciones político armadas.

La otrora tupamara Nora Gauthier recuerda lo siguiente:

Ser femenina era ridículo, era como ¡ay! todavía se viste así o habla así (…) nosotras por supuesto andábamos de vaqueros todo el día, de vaqueros y chamarra todo el día (…) la minifalda la habíamos abandonado. Yo la había disfrutado pero antes de la militancia, mucho antes (…) no era oportuno digamos, quedaba mal. Era machismo puro, pero bueno, eso uno lo analiza ahora. Pero claro, tú no podías ir a una reunión de compañeros que (…) estábamos 4 o 5 horas hasta altas horas de la noche y si se armaba polémica, con una minifalda y unos tacos, que en esa época se usaban unos tacos, ¡con plataformas! Porque quedaba como que en vez de estar dedicada a la política, estabas buscando alguna otra cosa, era un poco el concepto que había. (comunicación personal, 6 de mayo de 2014, cursivas propias)

El testimonio evidencia que la vestimenta era parte de la masculinización que requería una impronta —sino masculina— al menos no hegemónicamente femenina, entendiendo ese tipo de acicalamientos como superficialidades ajenas al mundo de la revolución, donde solo lo esencial —el proyecto revolucionario y aquello que fuera en su directo beneficio— podía permanecer. Sin embargo, no era las vestimentas superfluas las criticadas, sino aquellas —como la minifalda y las plataformas— que diferenciaban a las mujeres de los varones, evidenciando una exigencia de neutralización de la feminidad en el masculino universal.

Nora había disfrutado la minifalda, pero antes de la militancia. El ingreso al MLN-T implicó una neutralización de sus vestimentas, transitando de la falda corta que dictaba la moda, a los vaqueros y chamarra que dictaba el buen gusto tupamaro. En ningún caso la elección parece totalmente propia.

Utilizar indumentaria como minifalda y plataformas para ir a una reunión no solo se comprendía como desatino o superficialidad, sino que implicaba que, en vez de estar dedicada a la política, estabas buscando alguna otra cosa. Sentencia que clarifica la gravedad del asunto. Buscar alguna otra cosa, puede leerse como pretender una relación amorosa casual o permanente, cuestión mal vista, a pesar de que pertenecían, en general, a un rango etario en el que la búsqueda de parejas es parte de la rutina.

La vestimenta marcadamente femenina era señal, entonces, de buscar aquello que no tenía cabida en la organización, como el sexo o amor de pareja. La evidencia de la feminidad era sancionada como un rasgo que el buen gusto revolucionario mandataba ocultar de los espacios políticos.

La misma idea es repetida por Jessie en una entrevista en la que se refiere a esto, indicando que los “uniformes de la gente de izquierda eran los jeans, y yo no estaba dispuesta a ceder con mi vestimenta para ser aceptada. Eso causó un choque bastante duro”, agregando desafiantemente que “para hacer la revolución no tengo que ponerme vaqueros. ¡Yo voy a hacer la revolución de minifalda!” (Von Theo y Habersetzer, 2009, s/p).

Esta neutralización masculinizada en seres con experiencias y condiciones feme-ninas, redundaba en mujeres diferentes a sus congéneres, cuestión que los represores constataron según el relato de la militante Alba Antúnez, quien señala: “era habitual que algunos de los militares les revelaran la intimidad de sus vidas y les dijeran que solo a ellas les podían describir la privacidad, porque eran las únicas mujeres que los llegarían a entender” (Cavallo, 2011, p. 86).

Esta comprensión inédita se debía que al habitar un espacio históricamente masculino y que exigía masculinizaciones, les otorgaba conocimientos del espacio antes vetado. Al mismo tiempo, continuaban siendo mujeres. Este doble rol les posibilitaba comprender los problemas íntimos de los represores desde ambas perspectivas: la femenina que espera entrega de su pareja, la masculina que anhela por parte de “su mujer” respeto ante el proyecto vital elegido.

Quizás la mayor de las diferencias con sus congéneres fue que la militancia, con este nivel de exigencia, implicó la huida del reducto privado al que fueron restringidas históricamente, posibilitando un quiebre respecto de lo esperable para sus vidas en los largos sesenta, cuando las expectativas continuaban siendo que los estudios y trabajos se compatibilizaran con una vida familiar —de esposa y madre— que continuaría siendo prioritaria. Así, evalúa Nora, quien se separó de sus hijos para cumplir con las tareas militantes:

Yo me siento una mujer feliz, y creo que eso se lo debo a la militancia. Cuando veo tanta mujer en mi pueblo mismo, que quedaron atrapadas en su vida doméstica. Buscan excusas de que por qué no hicieron esto, lo otro. Las ves que están mal, mal con ellas, mal con su pareja, mal con sus hijos… yo creo que tuve buena suerte, que me fue muy bien, para las complicaciones que tuve en la vida, las resolví de la mejor manera (comunicación personal, 6 de mayo de 2014).

La huida de la domesticidad mandatada a través de la militancia, significó libertades y al mismo tiempo nuevos sacrificios y mandatos para ellas, como abandonar o posponer lo personal para dedicarse prioritariamente a la militancia. Así, familia, hijos, parejas, estudios, trabajos, fueron realizados solo en la medida que no interfirieran con la revolución.

Para la investigadora estadounidense Lindsey Churchill, las tupamaras se diferenciaron de la mayor parte de la izquierda uruguaya, en la que se privilegiaron las nociones de maternidad y pacifismo para las mujeres, reproduciendo un discurso esencialista del “eterno femenino”. Por el contrario, el MLN-T posibilitó en ellas la transgresión de este estereotipo, subvirtiendo los mandatos de género de la época, lo que se evidenció en una ideología más radical y en el uso de la violencia (2010).

6 Ser una más en la militancia

Aldrighi, indica que las tupamaras militaban de manera igualitaria puesto que la “participación en la vida política interna se realizaba en un plano de paridad con los hombres (…) Las posibilidades de enfrentar muerte, tortura y prisión, era iguales en todos los frentes de militancia, y fueron aceptadas y asumidas con naturalidad” (2001, p. 136).

Efectivamente, existió igualdad respecto de la represión. La tortura, la prisión, la muerte, eran una realidad potencial para cualquiera que militara, incluso para quienes tenían tareas de menor responsabilidad, riesgo asumido tanto por hombres como por mujeres.

La idea de ser iguales en la lucha se evidencia en las Actas Tupamaras, cuando se indica que “la mujer es una combatiente más con todas las posibilidades de aporte y desarrollo al proceso revolucionario en marcha. No sin lucha, el MLN-T ofrece hoy un lugar de militancia a las mujeres sin prejuicios, y sólo en función de lograr lo mejor para la revolución” (MLN, 1986, p. 26, cursivas propias).

Una combatiente más, grafica el modo en que la orgánica entendió la integración de las mujeres, como entes neutros sumados al colectivo, cuya impronta ya dada les exigía adecuarse. Si bien las tupamaras podían aportar a la par que sus compañeros —al exigírseles por igual— las posibilidades de liderazgos no eran las mismas para unos y otras, según indican los testimonios. La promesa de un espacio sin prejuicios, radicaba más bien en que ellas sintieron que en este lugar eran tratadas de forma diferente que en la sociedad.

Para Celeste, a las militantes se “las consideraba como pares. Con sus particularidades y condiciones” (Aldrighi, 2009, p. 322, cursivas propias). Acá, nos interesa precisamente la segunda parte de esta frase: ¿se consideraban verdaderamente las particularidades y condiciones específicas de estas mujeres socializadas en un sistema de género que mandataba una feminidad hegemónica?

Algunos relatos indican que la sentencia “nadie es más igual que detrás de una 45” parecía cumplirse entre los tupamaros, borrándose —en las acciones armadas— las desigualdades, cuestión lograda al integrar el sector militar, puesto que la “lucha armada tiende a disminuir los roles típicos de la mujer”, señaló Jessie. No obstante, la misma líder añadió que esta neutralización de los roles sucedía “solamente cuando está integrada al sector militar. Si milita en el sector servicios o político, los roles subsisten. En el MLN había más mujeres en estos dos últimos que en el sector militar” (Aldrighi, 2009, p. 214).

Para esta tupamara, los roles se desdibujaban porque “la mujer es muy eficaz en la acción, muy prolija y serena” tras las armas (Aldrighi, 2009, p. 214), pero éstos se re-perfilaban al participar en sectores donde ellas eran numerosas. Así, concluía que “tiende a generalizarse, y entonces se dice que en el MLN las mujeres eran iguales a los hombres. No es cierto. En el sector militar se desdibujó su rol tradicional, pero en los sectores político y de servicios (…) no tanto” (Aldrighi, 2009, p. 215).

Esto explica en parte la pregunta realizada. Esta militancia aceptó a las mujeres, eficaces y similares a los varones en la acción armada, por tanto, la aceptación deviene de esta semejanza, propiciando un borramiento de estas particularidades y condiciones deviniendo en una neutralidad a todas luces masculina. En los espacios donde estas diferencias fueron más evidentes —columnas de servicios o política— los roles re-emergieron, puesto que nunca fueron transformados sino desdibujados por el esfuerzo de algunas de asimilarse a aquellos comportamientos masculinos requeridos para la guerra.

Este esfuerzo resultó en lo que Beatriz Garrido y Giselle Schwartz (2015) llaman el “reacomodamiento identitario”, noción que comprende esta dinámica, no desde la victimización, sino como estrategia de las militantes para aprovechar circunstancias que —de hecho— posibilitaron liberaciones y que transformaron sus vidas, aun cuando no accedieran a la emancipación total ni el reconocimiento cabal de sus especificidades.

Por tanto, no es falso que existió una cierta igualdad, y que la idea de ser una más se concretó, aunque fuera excepcionalmente, como en las acciones armadas que —por cierto— no ocuparon el mayor tiempo militante. Sin embargo, esta igualdad se basó en una supuesta neutralidad que escondió el masculino hegemónico.

Ello se evidencia porque el papel a imitar —al igual que para sus compañeros y sin distinguir sus condiciones de partida— era el Hombre Nuevo, ideal construido por y para varones, y encarnado por Ernesto Guevara, a quien las militantes de la nueva izquierda y del MLN-T en particular quisieron emular. El Che y el hombre nuevo son constantes en los testimonios de las tupamaras, cuestión que María Elia Topolansky señala:

Hablábamos en base a la definición del Che Guevara del hombre nuevo, (...) nosotros le dábamos mucha importancia a la vida austera, a que la militancia y las tareas de la organización estaban por arriba de la vida personal (…) a partir de que entrabas ahí, tu vida personal quedaba subordinada a eso y después, bueno, la solidaridad, tratar de ser autocrítico y justo y siempre peleando con nuestros orígenes porque todos veníamos de una sociedad distinta y todos teníamos defectos, entonces era importantísimo la pelea constante con uno mismo para poder llegar o acercarse. (comunicación personal, 29 de mayo de 2013, cursivas propias)

La frase crucial es justamente aquella que señala que era importantísimo la pelea constante con uno mismo para poder llegar o acercarse, evidenciando que la lucha la daba cada militante en términos morales contra los resabios pequeño burgueses de la crianza (Vidaurrazaga, 2015). Esta frase también podríamos entenderla como la pugna particular de las mujeres por llegar o acercarse a un ideal masculino, y por tanto imposible de alcanzar para mujeres, con condiciones y mandatos femeninos. Aunque circunstancialmente asumieran tareas masculinas, la dificultad evidenciada en la autodefinición de “uno” y no “una” del testimonio, acentúa la dificultad respecto del nombrarse en femenino.

La duda rondaba, ya fuera como broma o crítica a posteriori, acerca de cuánto ese Hombre Nuevo las incorporaba. La palabra “hombre” resultaba categórica y excluyente para ellas, quienes nunca serían hombres y redoblaron esfuerzos para realizar la performance sistemática que les permitió acceder al lugar históricamente negado y en el que siempre fueron extranjeras. El Hombre Nuevo, así como el guerrillero, fueron identidades a las que accedieron a costa de sí mismas y auto-desdibujando las singularidades sexo-genéricas.

Así, la performance reiterada implicó ser una combatiente más, pero debiendo actuar de uno, como estrategia para obtener reconocimiento por parte del colectivo político. Nora recuerda a la tupamara ideal de la siguiente manera:

Una mujer dura, como una pose de gruesa, de que nada la conmovía, o sea había que seguir la huella, y trabajar y hacer cosas y (...) no se podía entretener en cuestiones superfluas. Un poco eso, había mucha dureza a la hora de... Nunca te decían: 'Que bien lo que hiciste'. Nunca te felicitaban, al contrario, siempre estaban criticando machacando, nos formamos en eso (comunicación personal, 6 de mayo de 2014, cursivas propias).

La dureza y falta de emoción se requería para enfrentar la militancia, porque la vida militante era dura, fría y racional. Al menos idealmente. Lejos de los cumplidos propios de la feminidad amorosa, en la orgánica las críticas templaban el acero para que no se resquebrajara.

La ex militante Nibia López señala que para ser tupamara “tenías que reunir esas características de firmeza ideología, principalmente de valentía” (comunicación personal, 9 de mayo de 2014), indicando que era fundamental la convicción y no tener dudas, así como la valentía, referida a la capacidad de sobreponerse al temor. Frialdad, determinación y valentía, comportamientos asociados con la masculinidad heroica que ellas emularon.

Jessie se refirió en una entrevista otorgada tras salir en libertad, a la dificultad extra que vivieron las militantes, señalando que “ser mujer tiene que ver más con una disputa política. Las mujeres que en aquella época estaban en grupos de izquierda usualmente eran las compañeras de los compañeros líderes o activos, los que ‘tenían los pantalones’” (Von Theo y Habersetzer, 2009). Luego relató acerca de los problemas que tuvo en la militancia por ser mujer: "Una vez fui criticada por una de estas organizaciones porque uno de sus líderes se había enamorado de mí y yo no lo quería. Eso llegó a que todo el grupo me cuestionara. Sí, era muy duro ser una mujer en estos movimientos" (Von Theo y Habersetzer, 2009).

Para Lindsey Churchill (2010), el MLN-T se diferenció de la sociedad que veía a las mujeres solo en tanto madres. Sin embargo, existió una dicotomía entre la retórica tupamara —que habló de igualdad para las mujeres—, y una real revolución sexo-genérica, puesto que la noción de igualdad se basó en que ellas respondieran como varones, más que en la inclusión de las condiciones y requerimientos específicos de ellas al movimiento.

Esta masculinización no contempló zonas grises, añade la autora, por lo que las tupamaras debían optar entre la feminidad tradicional, y la masculinidad militante sin términos medios, manteniendo así el binarismo hombre/mujer-masculino/femenino, tan propio del sistema sexo genero hegemónico patriarcal (Churchill, 2010).

7 El poder en la organización

La sensación de habitar un espacio diferente al dado por la sociedad, y en el que las mujeres fueron respetadas y tuvieron un lugar, es recurrente en los testimonios y algo valorado cuando las militantes evalúan su paso por el MLN-T.

Así, este espacio resultó atractivo no solo por sus propuestas de transformación social, sino también porque el lugar de las mujeres fue diferente al de sus congéneres recluídas a la domesticidad, considerándolas iguales en el entendido que hombres y mujeres debían luchar indistintamente por la revolución.

Adriana Castera, ex tupamara, señala que las relaciones cotidianas entre compañeros y compañeras eran respetuosas y diferentes al resto de la sociedad, recordando las temporadas en las llamadas Cárceles del Pueblo, donde se escondían a los secuestrados por la organización:

Nosotras a veces dormíamos una semana entera, (…) en la cárcel del pueblo estábamos abajo con los dos secuestrados y éramos dos mujeres y dos hombres... yo era una gurisa4, la otra mujer era más veterana, pero yo era una gurisa... ninguno de los compañeros, en ningún momento se propaso ni nada, había como un respeto de un compañerismo muy genuino… pero la mujer era la mujer, las decisiones en general la tomaban hombres. (comunicación personal, 29 de mayo de 2013, cursivas propias)

El final devela la contradicción del testimonio: la palabra pero niega lo dicho previamente, evidenciando que, a pesar de que existía un compañerismo muy genuino, finalmente la mujer era la mujer, las decisiones en general la tomaban hombres. O sea, había respeto, compañerismo, pero las decisiones organizacionales no eran definidas por ambos, a diferencia de los riesgos y las dificultades de la militancia, que se asumían por igual.

Aldrighi (2001) indica que, quienes mayor nivel jerárquico habrían alcanzado en la orgánica, fueron Jessie Machi y Lucía Rey, quienes comandaron columnas. Así, si bien las responsabilidades eran equivalentes y las relaciones cotidianas respetuosas, la designación de los puestos de poder fue desigual y —aunque ellas comandaron acciones y columnas— nunca alcanzaron los puestos más altos.

Para uno de los cabecillas del MLN-T, Julio Marenales, hubo igualdad entre hombres y mujeres, y la designación en los puestos de mayor autoridad se debió a las capacidades, ya que “si la compañera estaba capacitada asumía responsabilidades (…) cuando tuvimos una evacuación (…) una de las personas que tuvo la cabeza más fría fue la Parda Topolansky. La vi más tranquila que todos los demás. Como responsable del cantón, resolví entonces que cuando yo no estuviera, fuera ella responsable” (Aldrighi, 2001, p. 131).

Sin embargo, la citada María Elia, recuerda que “siempre fuimos minoría en conjunto, en la izquierda en general, la mujer muchas veces militaba como apoyo al hombre que militaba más” (comunicación personal, 29 de mayo de 2013).

Para Jessie, dentro de la organización se integraban mujeres, aunque primordialmente en roles coherentes con el ideal de feminidad. Así, ellas daban “cobertura, eran formadoras de compañeritos o compañeritas nuevas, o fabricaban documentos falsos, o se dedicaban a manejar sustancias químicas. Tampoco en la construcción de armas (…) había mujeres, esa era tarea de hombres. Seguían subordinadas, en las tareas llamadas secundarias, aunque en realidad eran tareas fundamentales” (Aldrighi, 2009, p. 215).

Labores vinculadas con lo armado, entonces, eran espacios excluyentes para ellas y más valoradas dentro de la organización, lugares que solo unas pocas como Jessie, lograron habitar. Por tanto, no solo había menos mujeres en la organización, en los puestos de poder y en las tareas militares, sino que las tareas asociadas con lo feme-nino, las de servicio y técnicas, eran subvaloradas en relación a las vinculadas con la masculinidad, lo militar.

La diferenciación entre hombres y mujeres implicó dos cosas: Las tareas se repartían verticalmente especificándose funciones masculinas (columnas militares) o femeninas (técnicas o servicios y políticas); y a medida que se incrementaba la jerarquía, la cantidad de mujeres disminuía sustancialmente. Así, la discriminación horizontal y vertical que se evidencia en los espacios laborales se reprodujo dentro del MLN-T.

Alicia Chiesa, otrora tupamara, recuerda que durante la militancia no fue consciente de las disparidades de género, pero que efectivamente había tareas diferenciadas para unos y otras y que había algunas quejas porque “siempre las que tenemos que limpiar los baños somos nosotras, o ellos llevan los fierros y el (…) ego ese de que llevan el arma ¿no?, eso se notaba” (comunicación personal, 7 de junio de 2013). Así, aunque ellas fueron integradas a múltiples tareas, se reprodujeron mandatos de género que provenían de lo aprendido en sus familias.

Para Lía Maciel en los puestos de liderazgo había “muy poquitas, muy poquitas… no, no, éste, no había, lo que más había era responsables en grupos en formación, que se llamaban grupos políticos, que ahí era donde más mujeres había, y… no más que hombres, pero que había ¿viste?, y después hubo alguna mujer como comando en algún momento” (comunicación personal, 3 de junio de 2013).

Así, ellas alcanzaron puestos de dirección intermedios, pero nunca la dirección nacional, a pesar de que ésta se renovó bastante, sobre todo tras la caída de los líderes históricos en Almería, en 1971. María Elia recuerda que entonces se formó una dirección provisoria, en la que cada columna nombró a un militante, siendo integrado este grupo excepcionalmente por una mujer (comunicación personal, 29 de mayo de 2013).

Sandra, también militante, indica que “las mujeres teníamos otros lugares y otras responsabilidades (…) que no eran de dirección (…) o sea los hombres tenían más poder de decisión” (comunicación personal, 6 de junio de 2013).

Para la ex tupamara Ana Casamayou, al principio de su militancia “veía bastante parejo la cuestión, como que nos sentíamos de igual a igual”, indicando que tuvo responsables mujeres en su sector, y que en el MLN-T existía el discurso de que detrás de un arma hombres y mujeres eran iguales. Sin embargo, para ella eso era un eslogan, puesto que en “la práctica, para ser iguales (…) hay que estar (…) en una competencia muy de iguales, y no con desventaja, desventaja para hacerlo igual al hombre, porque (…) no más el hecho de la maternidad, marcó una cantidad de cosas (…) que no era lo mismo” (comunicación personal, 8 de mayo de 2014).

Este sensación de un mayor esfuerzo para lograr lo mismo, manteniendo a la vez muchas de las responsabilidades y mandatos históricamente femeninos, se evidencia en el testimonio de la ex militante Cristina Cabrera, para quien la orgánica era un grupo humano no muy diferente al resto de la sociedad, con una composición mayoritariamente masculina, y en el que “existía discriminación, prejuicios que exigían, por ejemplo, un mayor esfuerzo a la mujer que quisiera alcanzar puestos de responsabilidad” (Cavallo, 2011, p. 129).

Jessie coincidía con este análisis, indicando que ellas no tenían “la misma oportunidad de los hombres de llegar a comandos o dirección. Pero cuando una mujer demostraba, que de pronto tenía que demostrar dos o tres veces más que el hombre, que era capaz de hacer algo (…) era incorporada a los estratos más altos de la organización” (Sasso, 2012, p. 53).

Un ejemplo de esta dificultad es el relato del militante Edgard Tisconia, quien recuerda sobre la primera vez que vio a Lucía Topolansky, señalando: “todos éramos muy jóvenes, y apareció Lucía una cosa que yo todavía no había conocido... una mujer que tuviera responsabilidad sobre mí. Y como todo uruguayo, en el fondo somos un poco machistas” (Silva y Caula, 2011, p. 72). Así, no resultaba fácil para uruguayos criados en los cincuenta y sesenta en familias convencionales, aceptar órdenes de mujeres, menos cuando se trataba del ámbito militar, hegemónicamente masculino.

Era tan inusual la existencia de autoridades partidarias femeninas, que cuando Jessie fue detenida recuerda cómo la visitaron en el hospital: “todo el mundo (…) todos los generales me querían conocer. Me mandaban a los psiquiatras para hablar de marxismo, política conmigo, querían saber cómo era una guerrillera tupamara” (Aldrighi, 2009, p. 218).

8 Algunas conclusiones

Las militantes del MLN-T lograron incorporarse a una orgánica política y militarista vinculada con la masculinidad hegemónica, a cambio de ser “una combatiente más”, lo que se tradujo en la exigencia de borrar sus diferencias y, con ello, las demandas que podrían haberse originado a partir de desigualdades que —al no ser nombradas— simplemente no existían.

Si habían ingresado a ese mundo masculino, no había razones para quejarse, aunque sus participaciones implicaron obviar los esfuerzos extras y las inequidades producto de las tensiones entre sus militancias y vidas privadas, asumiendo el papel de guerrilleras en aparente igualdad respecto de sus compañeros.

El modelo de Hombre Nuevo guevarista, que priorizó lo colectivo y público por sobre las necesidades individuales y privadas, fue incorporado por ellas sin atender a sus condiciones y mandatos concretos, devenidos de haber nacido mujeres en un sistema patriarcal.

Incorporadas, la única manera de demostrar que eran capaces, fue asumiendo rasgos asociados con la masculinidad como la agresión, la fortaleza y el control emocional, para demostrar que tenían lo suficiente como para habitar ese espacio históricamente negado, poniéndolas en la situación dicotómica —propia del patriarcado— de optar entre el papel de la militante neutra o el rol de madresposa, binarismo que no permitió matices.

A pesar de que ellas fueron relevantes en esta orgánica —en términos cuantitativos y cualitativos—, poco se adecuó el espacio a las nuevas integrantes, demandándoles comportarse como sujetos neutro-masculinos, escindidas doblemente, ya fuera por las exigencias del cautiverio de madresposa del que provenían y que dicotomizaba sus sexualidades; ya fuera por el mandato militante de priorización de lo público-colectivo por sobre lo privado-individual.

Y a pesar de que ellas se esforzaron, fueron nuevamente borradas de esta historia en términos de colectividad, destacándose pocas narraciones de combatientes tupamaras, como si no hubieran sido muchas las que estuvieron en ese lugar, invisibilizándolas nuevamente en términos históricos, cuestión reiterada en la historia oficial de las izquierdas, como señala Celia Amorós, refiriendo a los pactos entre varones: “con las mujeres ocurren cosas curiosas (…) Entramos y salimos de las escenas sin que haya registro, sin pedir ni que se nos dé nada a cambio. Las mujeres han participado en guerras de liberación nacional, han formado parte de guerrillas, han sido partisanas sin que exista un registro histórico de ello (Amorós, 1994, p. 7).

Ingresaron a un espacio masculino, transgrediendo los mandatos de género, al elegir la revolución como un proyecto vital. Y, al mismo tiempo, continuaron invisibilizadas, actuando en función de otros, cuestión que mantuvo el precepto principal de la feminidad hegemónica, aun cuando subvirtieron radicalmente el espacio desde el que realizaron esta entrega total y despojada.

Así, si bien adquirieron autonomías políticas que las diferenciaron de las mujeres de su generación, en otros ámbitos —como el sexual y el social— no necesariamente lograron emanciparse de los designios hegemónicos del sistema sexo-género, reproduciéndose en la organización estas desigualdades de la sociedad burguesa y capitalista que se pretendía derrumbar.

Al concluir la época de la revolución, y pasada la emergencia, las diferencias que pudieron ser obviadas para la orgánica y pospuestas por las mujeres durante la militancia, se evidenciaron, sobre todo al rehacer las vidas familiares relegadas, espacios en los que la ausencia de ellas fue más patente que la de sus compañeros, y en las que debieron asumir los mayores costos de las opciones tomadas.

Al mismo tiempo, el reacomodamiento identitario les permitió habitar espacios negados para sus congéneres, bridándoles espacios de libertad que subvirtieron los roles mandatados y en los que conocieron capacidades que en otras circunstancias hubieran quedado relegadas.

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