Ni verdad ni justica en la masacre del Alto Naya, Colombia

Neither truth nor justice in the massacre of Alto Naya, Colombia

  • Fredy Leonardo Reyes Albarracín
La región del Alto Naya es una unidad geográfica de más de 300 mil hectáreas, bañada por la hoya del río Naya, en la región pacífica colombiana. Entre el 10 y 13 de abril del año 2001, alrededor de 500 hombres del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia incursionaron a este agreste y accidentado territorio, y asesinaron a la población aborigen, afrodescendiente y campesina bajo el supuesto de ser auxiliadores de la insurgencia del Ejército de Liberación Nacional. La incursión paramilitar desencadenó el desplazamiento de aproximadamente tres mil personas, quienes sólo retornaron a la región tres años después de perpetrada la masacre. En ese contexto, el artículo versa sobre los sentidos y las disputas que en torno a la masacre se registraron en el desarrollo de las audiencias procesales, tanto en la Justicia Penal Ordinaria como en Justicia y Paz, los cuales se constituyen en la base de una “verdad” jurídica.
    Palabras clave:
  • Justicia Transicional
  • Memoria
  • Víctimas
The region of Alto Naya is a geographic unit with more than 300.000 HA, lapped by the Naya River, in the Colombian pacific region. Between April 10th and 13th of 2001, almost 500 men of Bloque Calima of Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entered to this territory and killed indigenous, african-colombian and peasant communities, due to the AUC believed they supported the insurgency of Ejército de Liberación Nacional. The paramilitary incursion produced inroad the displacement of 3.000 people, who just returned to the region three years after the slaughter. On that argument, the paper is based on the meanings and disputes registered during the judicial hearings, in the frame of Ordinary Criminal Justice (Justicia Penal Ordinaria) and the Law of Justice and peace, which constitute the basis of a legal “truth”.
    Keywords:
  • Transitional Justice
  • Memory
  • Victims
  • Testimony

1 Presentación: abordaje temático y metodología

El artículo tiene como propósito el analizar las tensiones que se configuran entre los testimonios que se registraron en el desarrollo de los procesos judiciales contra los integrantes del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en los marcos de la Justicia Penal Ordinaria y la Ley 975 de 2005 de Justicia y Paz, los cuales constituyen la base de unas “verdades” jurídicas, y las versiones de los sobrevivientes de la masacre que asistieron a las audiencias judiciales en calidad de víctimas.

Dos acciones definieron el trabajo investigativo: por un lado, la revisión de las sentencias proferidas desde los tribunales de la Justicia Penal Ordinaria para analizar cómo se registraron eventos, actores, testimonios y “realidades” en unos documentos que tienen la pretensión de traducir lo ocurrido en las causas judiciales1; por otro, acompañar a algunos de los líderes comunales que asistieron a las audiencias de Justicia y Paz, para comprender sus lecturas, sensaciones, percepciones, frustraciones y sentidos en un marco cuyos dispositivos y tecnologías interpelan, constriñen y distorsionan en la mayoría de las veces sus actuaciones y remembranzas2.

El diseño metodológico privilegió estrategias y técnicas enmarcadas en un enfoque cualitativo, en especial las referidas, por un lado, al trabajo etnográfico; por otro, al análisis del discurso para encarar los registros judiciales. Respecto a la primera ruta, la etnografía permitió ingresar a la profunda red de actividades cotidianas de las personas y familias afectadas por la masacre, para identificar personas invaluables y escenarios esenciales para hacer inteligible las sensaciones que experimentaron al asistir/participar de las audiencias judiciales. En un horizonte más amplio, cuatro aspectos matizaron el trabajo etnográfico en un contexto de guerra:

  1. La importancia de ir descubriendo y comprendiendo el “rol” que los sujetos otorgan a la “extraña” presencia del investigador en los distintos escenarios, puesto que su interpretación respecto a lo que el investigador es y está haciendo en el lugar brinda unas oportunidades especiales y particulares de interacción. En consecuencia, el trabajo etnográfico debe aprovechar esa interpretación para abrir momentos diversos que hagan posible restituir el contexto de situación en el que los datos son obtenidos. En este sentido, un ejercicio de reflexividad permanente frente a cómo esos datos han llegado a construirse, representa una labor imponderable para clarificar los sentidos “propios” de los datos obtenidos.
  2. En consonancia con lo anterior, no se pueden perder de vista las dificultades que implica realizar trabajo de campo en un escenario donde los actores armados (legales e ilegales) aún hacen presencia en la zona. Esa ineludible particularidad se refleja en una serie de “realidades” que no se pueden soslayar en el proceso investigativo. Señalo la más evidente y recurrente experimentada a lo largo del ejercicio: los miedos y prevenciones que inevitablemente emergen a la hora de sumergirse en una comunidad que también recibe al investigador con temor, prevención y desconfianza; ello implica que realizar trabajo de campo por largos periodos sea casi imposible, obligando incluso a explorar rutas de encuentro soportadas en ayudas tecnológicas: desde el uso de teléfonos móviles en los que se volvió habitual el cambio de tarjeta para minimizar la interceptación de las llamadas, hasta el desarrollo de encuentros por Skype. La razón es simple y compleja al mismo tiempo: se recaba sobre unos pasados que, aunque temporalmente estarían en un “allá”, para los pobladores forman parte de un “acá”, es decir, de un presente en el que las violencias siguen formando parte de la cotidianeidad y que se traducen en amenazas, exilios del territorio, presiones de diversa índole y asesinatos.
  3. Alejandro Castillejo (2009, p. 43) se pregunta por los dilemas éticos que tiene que enfrentar el investigador cuando se acerca al ámbito de la vida cotidiana en un territorio signado por el conflicto armado para interpelar ciertas prácticas investigativas que, puestas en marcha sin sentido crítico y en alto grado sin sensibilidad, pueden lastimar a las comunidades y propiciar y/o aumentar las posibles tensiones presentes en el contexto. A las reacciones de rechazo que tales prácticas generan para el investigador por parte de los pobladores, es altamente probable que (re)construir los sentidos en torno a un pasado violento y traumático posibilite (re)inscribir la violencia a través del mismo proceso de investigación. De igual forma, las prácticas propician lo que Castillejo denomina la «industria de la extracción», la cual acentúa el silencio presente entre las víctimas cuando el testimonio ofrecido por los sobrevivientes escapa de su control, para discurrir por territorios, especialmente académicos, que no están en su dominio. En consecuencia, Castillejo propugna por un trabajo en el que el testimonio no se constituya en otra forma de “riqueza expropiada” (2009, p. 57). Aunque el planteo puede parecer idealista, considero necesario establecer líneas de comportamiento que desborden la simple aplicación de herramientas y técnicas, para fijar compromisos matizados por la ética y la sensibilidad; compromisos que en más de una oportunidad conducen a tener actuaciones que desbordan el rol como investigador, para pisar los terrenos de un ejercicio, si se quiere, militante. Por ejemplo, en varias ocasiones tuve que actuar a nombre de las comunidades ante entidades como la Defensoría del Pueblo, el Ministerio del Interior o la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) en la ciudad de Bogotá, cuando en la región se registraban situaciones de carácter humanitario que requerían algún tipo de intervención.
  4. El trabajo de campo ubica a las fuentes orales como elemento sustancial para el desarrollo de los objetivos propuestos. En tal sentido, dos aspectos considero pertinentes tener en cuenta al momento de recopilar, relevar y analizar el material: por un lado, el valor que adquieren los «relatos equivocados» a los que hace referencia Alessandro Portelli en varios de sus trabajos (1993; 1998; 2002), los cuales representan un material valioso para dilucidar los significados inmersos en esa información que, en principio, se suele descartar por considerarse «errada» (Reyes, 2010, p. 26); por otro, apelo a las ideas expuestas por Michael Pollak (2006), donde reivindica la historia oral como método que, apoyado en la memoria, permite la producción de representaciones que desplazarían el trabajo de reconstituir lo real.

Por otra parte, el trabajo etnográfico se complementa con el rastreo, relevamiento y análisis de información documental y de archivo, permitiendo la reconstrucción de la masacre desde una “verdad” jurídica. En esa perspectiva, la estrategia encontró en el análisis de discurso un procedimiento imprescindible para comprender, desde rutas pragmáticas3, los enunciados de sobrevivientes, perpetradores, instituciones, medios de comunicación, entre otros. Ahora bien, teniendo en cuenta la materialidad analizada, no se puede perder de vista que los testimonios adquieren las particularidades propias del escenario, y que, como señala Michael Pollak (2006, p. 62), son el polo extremo dentro de las distintas formas que adquiere el testimonio. La obligada mediación de los profesionales que conforman la institución jurídica restringe el testimonio a una rutina que tiene como propósito fundamental el restituir la “verdad” judicial. La persona, entonces, desaparece al convertirse en testigo y su testimonio queda limitado a las instrucciones de una causa que le dirá en qué momento hablar, conminándolo a eliminar cualquier elemento que los profesionales consideren que no sea relevante para el proceso judicial. Atendiendo a esa circunstancia, el análisis se ajusta a un material textual donde el lenguaje empleado tiene como marco principal los tecnicismos propios del derecho4. En tal sentido, María Laura Pardo (1992) sugiere dos características a tener presentes al momento de encarar textos judiciales:

  1. El análisis enfrenta a un texto en cuya estructura formal subyace el ocultamiento como elemento que no sólo se configura al emplear un lenguaje técnico/jurídico, también en una estructura narrativa en la que desaparece el sujeto de la enunciación a través del uso de verbos impersonales, empleo de los deícticos o la utilización de una primera persona del plural que desaparece al sujeto que juzga.
  2. Hablamos de textos argumentativos donde los jueces, si bien construyen la sentencia en relación con una causa, también la construyen a partir de un medio “interno” en la que emergen las posiciones y argumentos de otros jueces o miembros de la institución jurídica.

Teniendo en cuenta lo anterior, la investigación se adelantó, grosso modo, en dos etapas: primero, un relevamiento etnográfico que permitió dar cuenta de los sentidos otorgados al pasado en relación con la masacre, el cual tuvo como epicentro las audiencias de Justicia y Paz, así como el trabajo adelantando en la región; segundo, la exploración y análisis de documentos judiciales en torno al acontecimiento como causa judicial.

Ahora bien, hay dos tópicos que resultan esenciales referir para una mejor comprensión de la lectura: por un parte, una breve caracterización de la región del Alto Naya; por otra, la importancia de la memoria en las dos normas que sientan las bases de un modelo de Justicia Transicional en Colombia.

2 La región del Alto Naya: breve caracterización

La región del Alto Naya es una unidad geográfica de más de 300 mil hectáreas que se extiende de oriente a occidente desde la formación rocosa de los Farallones de Cali hasta la costa pacífica. Cabe destacar tres características (Reyes, 2017):

La primera de ellas está relacionada con su estratégica ubicación geográfica, puesto que la cuenca hidrográfica del río Naya conforma un corredor natural entre el interior del país y el pacífico colombiano, condición que ha sido aprovechada por los grupos armados, legales e ilegales, para ejercer un dominio territorial que convierte a las comunidades en objetivos militares. A lo anterior hay que agregar la fuerte presencia de cultivos de hoja de coca.

Un segundo aspecto tiene que ver con su composición poblacional5 en relación con la forma organizativa. La cuenca hidrográfica está divida entre tres grandes zonas (bajo Naya, bajo y medio Naya y alto Naya) con una población estimada en poco más de 22 mil personas. La región del Naya está integrada por aborígenes Nasa (3.505 personas) organizadas en cuatro cabildos indígenas, campesinos afrocolombianos (17 mil habitantes en toda la región) organizado en el Consejo Comunitario del Río Naya, campesinos mestizos (1.118 personas) organizados en nueve Juntas de Acción Comunal6 y personas que están en la región en condición de desplazamiento (1.200 personas).

Un tercer aspecto tiene que ver con los conflictos en torno al territorio, traducidos en dinámicas tan complejas como: 1) la histórica y sistemática explotación de recursos naturales, especialmente mineros, donde las comunidades y sus habitantes han jugado como enclaves; 2) la riqueza natural de la zona que, ligada a las condiciones geográficas, convierten la cuenca en un corredor natural, y a la región convierten en escenario de disputa tanto militar como económica, que han impedido que las comunidades puedan obtener títulos de unos territorios frente a los cuales no se pone en duda su posesión desde hace décadas; 3) ligado a la ausencia de títulos que aseguren la propiedad colectiva de las comunidades de la región del Naya, los últimos gobiernos han buscado promover iniciativas legislativas que, sobre la base de los concebidos discursos en torno a la importancia de la internacionalización de la economía colombiana y de la inversión del capital privado foráneo, privilegian los intereses de las transnacionales con proyectos mineros, energéticos y agroindustriales.

3 Memoria y Justicia Transicional en Colombia

En julio de 2005 el Congreso colombiano aprobó la ley 975 o de Justicia y Paz con un doble propósito: por un lado, propiciar procesos de paz a través de la desmovilización individual o colectiva a la vida civil de grupos armados al margen de la ley, léase grupos insurgentes y autodefensas; por otro, garantizar los derechos de las víctimas a la justicia, a la verdad y a la reparación. La norma se proyectó, entonces, como un proceso de Justicia Transicional (J.T.) tendente a lograr la reconciliación nacional. Sin embargo, distintas voces —entre las que se destacan las organizaciones de víctimas, las organizaciones que representan a las víctimas y los organismos internacionales—, vienen reclamando frente a los vacíos e incompatibilidades que tiene la norma en torno a la protección de los derechos de los sobrevivientes7.

En ese contexto, emergió la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) por un periodo de ocho años para cumplir, entre otras, las siguientes funciones:

  1. garantizar a las víctimas su participación en el esclarecimiento judicial y realización de los derechos de verdad, justicia y reparación;
  2. presentar un informe público sobre los factores que dieron origen y consolidación a los grupos armados ilegales, el cual fue presentado en 2013 con el título de ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad;
  3. seguir y verificar los procesos de desmovilización y reincorporación de los grupos armados al margen de la ley;
  4. seguimir, evaluar y recomendar en torno a la reparación de las víctimas;
  5. adelantar acciones de reconciliación tendientes a impedir la repetición de nuevos hechos de violencia.

Otro escenario vital que estableció la ley 975 de 2005 fue la versión libre como mecanismo judicial que aún busca que los grupos armados desmovilizados relaten, a modo de testimonio confesional, los hechos victimizantes sobre los cuales tengan conocimiento para garantizar los principios de verdad, justicia y reparación a que tienen derecho las víctimas del conflicto armado en Colombia. En otras palabras, la versión libre es el escenario que posibilita la construcción de una “verdad” judicial.

Seis años después, en junio de 2011, se promulga la ley 1448 o de Víctimas y Restitución de Tierras, la cual ratifica la idea de la memoria como tópico sustancial para garantizar la “reparación simbólica” de las personas y grupos afectados por el conflicto armado8. La norma también determinó como un deber del Estado colombiano garantizar que, desde distintos escenarios, se adelanten ejercicios de reconstrucción del pasado como “realización al derecho de la verdad”, aclarando que ninguna institución estatal puede “impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial”.

En consecuencia, con la ley 975 de 2005 emergió la Comisión de Memoria Histórica, la cual se transformó y convirtió en Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) con la ley 1448 de 2011. En la actualidad es una entidad administrativa autónoma y con independencia financiera, que ha producido más de ochenta informes que ofrecen, desde una perspectiva interdisciplinaria que desborda el campo de estudio de la memoria, una mirada política y académica a más de sesenta años de violencia armada. De igual forma, ha recaudado 330 mil documentos de Derechos Humanos y compilados alrededor de 13 mil testimonios.

Tras esta breve contextualización, paso a tratar el tema central del artículo: las tensiones que se suscitan cuando las víctimas problematizan unas reconstrucciones judiciales que, por un lado, distorsionan sus recuerdos y remembranzas, así como las desilusiones y desengaños que experimentan las víctimas de la masacre ante medidas de reparación administrativa que, por disputas y conflictos al interior de la comunidad, no se constituyen en verdaderas medidas de reparación.

4 Tensiones, versiones y distorsiones

Según la administración de justicia, la masacre del Alto Naya es considerada como una causa en la que se actuó con diligencia y eficacia: una condena ejemplar representada en cuarenta años de prisión para los autores materiales de la masacre; un proceso de Justicia y Paz que, sobre el horizonte de ofrecer la “verdad” de lo acontecido, permitió reconstruir unas “verdades jurídicas” que van aclarando lo acontecido en la región del Naya, incluyendo la incursión de abril; y sentencias condenatorias contra el Estado que lo han obligado a indemnizar a las personas afectadas por la incursión paramilitar.

No obstante, desde la perspectiva de los pobladores y de las comunidades aún se sigue reclamando que “se diga toda verdad” y que se haga “justicia”. El reclamo tiene raíces profundas en las que operan ciertas tensiones que se advierten en las narraciones de los sobrevivientes. Esas tensiones emergen cuando los sentidos de los recuerdos que subyacen en las narraciones sobre la violencia paramilitar en la región no compaginan con las “verdades jurídicas” que se van construyendo en los escenarios judiciales, y que se legitiman en las sentencias.

Así como hay una tensión entre historia y memoria porque, parafraseando a Beatriz Sarlo (2006, p. 9), la historia no cree en la memoria, pero la memoria desconfía de una reconstrucción histórica en la que se niega la subjetividad que emana de los recuerdos, las “verdades jurídicas” también provocan una tensión cuando éstas excluyen y de cierta forma atropellan los legítimos sentidos de unas remembranzas que simplemente son ignoradas en los rituales judiciales (Osiel, 2000). En otras palabras, aunque se pueda comprender que no hay memorias equivocadas (Portelli, 1993, p. 6), en el contexto de una causa judicial se imponen los tecnicismos de unos operadores para quienes la principal preocupación está en establecer conclusiones “profesionalmente correctas”, provocando lo que Mark Osiel (2000, p. 93) cataloga como distorsiones que no permiten una total comprensión del evento tratado. En ese contexto, también es comprensible que la tensión aumente cuando el resultado de la causa judicial, traducido en una sentencia que además se consulta como documento escrito, tiende a convertirse en la base para escribir la “historia oficial”.

Para ejemplificar el argumento, refiero la situación que más polémica y malestar generó entre los asistentes a las audiencias de Justicia y Paz: el número de personas asesinadas durante la masacre. Aunque la Fiscalía reconoce que el modus operandi de los paramilitares fue arrojar los cuerpos de los asesinados por los peñascos y los desfiladeros, cuyos cadáveres hasta la fecha no han sido recuperados, el número de personas asesinadas oficialmente quedó estipulado en 24 en la investigación judicial. No obstante, las narraciones de los pobladores aún sostienen que los muertos fueron más de cien, cifra desproporcionada y errada desde la perspectiva de los jueces a la luz de la evidencia probatoria. ¿Cómo explicar la amplia diferencia entre la oficialidad que registra el ente investigador y las narraciones de los pobladores del Naya? La respuesta está, precisamente, en las narraciones que reconstruyen el pasado, pues lo que se evidencia en los testimonios es una transposición espacial y, sobre todo, temporal que no reduce los asesinatos a la masacre de abril de 2001, y que abarcaría los cuatro largos años en que el bloque Calima de las AUC hizo presencia en la región.

En algunas narraciones, por ejemplo, ubicaron temporalmente el asesinato de sus allegados en la incursión de abril de 2001, cuando en realidad las actas de defunción evidenciaban que habían muerto en fechas distintas a la incursión paramilitar. En la mayoría de los casos no hubo sensaciones de sorpresa cuando la verificación fáctica del documento legal evidenciaba lo que se podría catalogar, desde la perspectiva judicial, como un “recuerdo equivocado”; no había equivocación en los recuerdos, porque las personas sí fueron asesinadas, antes o después de abril de 2001, a manos de los paramilitares. Para los pobladores del Alto Naya la masacre no se limita a los días en que se registró la incursión paramilitar; la masacre fueron los cientos de personas asesinadas por el bloque Calima de las AUC en un horizonte temporal de cuatro años.

Ahora bien, desde la perspectiva judicial la denominada masacre del Alto Naya se remite a la incursión del 10, 11 y 12 abril de 2001 por parte del bloque Calima. Otros eventos victimizantes que estén por fuera de ese marco temporal y espacial, simplemente constituyen causas judiciales distintas. El ejemplo más diciente de lo anterior es la denominada masacre de Yurumanguí, ocurrida el 29 de abril de 2001. De acuerdo con la confesión de Juan Mauricio Aristizábal Ramírez, alias ‘El Fino’, quien se desempeñó como jefe de finanzas del bloque Calima, los paramilitares tomaron la ruta del río Naya para salir de la región por la costa pacífica, pero la resonancia periodística de la masacre (acontecida durante la celebración religiosa de la Semana Santa) llevó a que el presidente de la época, Andrés Pastrana Arango, ordenara a las fuerzas militares que persiguieran al grupo paramilitar.

De acuerdo con la confesión, los comandantes del bloque paramilitar contactaron a un coronel de la armada de apellido Moreno para que ayudara a detener la persecución contra los hombres que salían de la región siguiendo el curso del río Naya. Según el testimonio, el oficial respondió que no podía hacer nada, porque la orden venía directamente de la presidencia, pero sí sugirió que se realizara otra acción militar en una zona distinta al Naya, que contribuyera a desviar la atención de la armada, y así detener la persecución. Según esta versión, a partir de la sugerencia los paramilitares del bloque Calima planearon y ejecutaron la masacre de Yurumanguí, la cual contribuyó a disminuir la presión que las fuerzas militares tenían sobre un grupo de 24 hombres que estaban atascados en la zona de Puerto Merizalde (Valle del Cauca), permitiendo su huida.

De acuerdo con el relato confesional, la masacre fue planeada en el municipio de Buenaventura y perpetrada por 16 paramilitares dirigidos por los comandantes Yesid Enrique Pacheco Sarmiento, alias el ‘El Cabo’, y alias ‘Félix’, quien no aparece registrado como postulado en Justicia y Paz por parte del bloque Calima. La masacre se inició en la madrugada del domingo 29 de abril de 2001 cuando los paramilitares llegaron a la vereda El Firme, corregimiento Yurumanguí, sacaron a los pobladores de sus ranchos, los reunieron en la playa y los hicieron tender en el piso bocabajo. Tras seleccionar a algunos de los pobladores para asesinarlos bajo la acusación de ser auxiliadores de las autodefensas (los paramilitares se presentaron como integrantes del Frente 30 de las FARC-EP), alias el ‘Cabo’ violó a una mujer mientras la amenazaba con un arma. Posteriormente, mandó conseguir machetes para no efectuar disparos, pero, como no encontraron ninguno, utilizó un hacha con la que decapitó y descuartizó a dos personas, cediendo el arma a sus subordinados para que continuaran la tarea. El acto provocó que varias personas que estaban tendidas en la playa salieran corriendo, buscando refugiarse en la selva. Los paramilitares, entonces, dispararon indiscriminadamente. En su huida del lugar saquearon y quemaron algunas viviendas. También pintaron mensajes alusivos a las FARC-EP, buscado inculpar al grupo insurgente de la acción. En total fueron asesinadas siete personas, además del desplazamiento de las comunidades de la zona, dedicadas a la agricultura y la pesca tradicional.

Las tensiones durante las versiones libres de Justicia y Paz se acrecientan cuando el ritual judicial privilegia la voz del paramilitar y minimiza la voz de las víctimas, las cuales están representadas por las actuaciones de la fiscalía. En septiembre de 2013, por ejemplo, acompañaba a una lideresa a una de las audiencias en la que testimoniaba el comandante del bloque Calima, Éver Veloza García, alias HH. El testimonio del paramilitar comenzó por describir cómo se planeó la masacre, pero hubo afirmaciones con las que la lideresa no estuvo de acuerdo. Su reacción fue levantarse de la silla y gritar “lo que dice ese señor no es cierto”. La audiencia fue interrumpida por el juez, quien recordó a los asistentes que había unos protocolos que se debían respetar, aunque comprendiese la reacción acontecida. La molestia que experimentó la lideresa fue tan grande, que terminó abandonando la sala (Notas de campo, septiembre de 2013).

Ello envuelve una situación paradojal en relación con el espíritu de las normas de Justicia Transicional que enmarcan el proceso colombiano, toda vez que se habla de establecer unas “verdades” que hagan inteligible la violencia armada del pasado reciente, privilegiando los ejercicios de memoria. Recuerda Beatriz Sarlo que no hay testimonio sin experiencia y no hay experiencia sin narración (2006, p. 29), y esa es la frustración que experimentaron los líderes y pobladores que asistieron a las audiencias judiciales de Justicia y Paz, pues sus testimonios en realidad nunca fueron importantes como experiencias expresadas en unas narraciones.

5 Desengaño y desilusión: los conflictos por la reparación

El 15 de agosto de 2007 uno de los máximos tribunales de la justicia colombiana, el Consejo de Estado, condenó a la Nación, a través del Ministerio de Defensa Nacional y el Ejército Nacional, al considerarlo administrativamente responsable por los daños y perjuicios ocasionados a 81 personas de 15 veredas de la región del Alto Naya que, entre el 2 y el 17 de abril de 2001, resultaron desplazadas por la incursión paramilitar del bloque Calima9. El alto tribunal explica en la sentencia que, si bien no hubo participación directa y activa por parte de miembros del ejército en las acciones enmarcadas en la incursión de abril de 2001, el material probatorio sí determina que la incursión del grupo paramilitar no fue sorpresiva. Señala el documento in extenso:

Por el contrario, estaba anunciada y, en consecuencia, el conocimiento previo por parte de las autoridades permitía y exigía haber tomado las medidas correspondientes; pese a lo anterior, las autoridades militares no adoptaron medida alguna suficientemente eficaz para impedir que se produjeran los sucesos anunciados; no fue un evento instantáneo, sino que se prolongó en el tiempo y durante varios días; no se trató de un asunto imperceptible y de poca monta, sino de una macabra incursión perpetrada por un numerosísimo grupo de aproximadamente ‘500 hombres vistiendo prendas de uso privativo de las fuerzas armadas, portando armas de fuego de corto y largo alcance’; sus consecuencias fueron mayúsculas, se trató de una verdadera masacre que, desde luego, trajo como efecto el desplazamiento masivo del grupo demandante; en fin, la situación de total desprotección en que se encontraba la región para la época de los dolorosos acontecimientos, unida a todo lo expuesto, fuerza concluir que tales hechos se hubieran podido evitar, es decir, la entidad demandada hubiera podido efectivamente interrumpir el proceso causal. (2007, p. 62)

En consecuencia, el fallo condenó a la Nación a indemnizar a las 81 personas demandantes, por una cuantía de seis mil millones de pesos (poco más de tres mil millones de dólares), sobre la base de dos cargos: daño moral y daño por alteración grave de las condiciones de existencia. Por lo mismo, la sentencia del Consejo de Estado se constituye en el principal referente para futuras demandas, así como en una acción que ratifica, para el caso, la capacidad de la justicia colombiana para reparar por vía administrativa a los afectados de una masacre en la que el Estado fue responsable por omisión. Lo paradójico es que una decisión judicial favorable para los sobrevivientes y víctimas de la región del Alto Naya, con el paso de los años terminó convirtiéndose para algunos de ellos en una especie de suplicio que pone en evidencia la mezquindad de la condición humana, expresada en los conflictos y disputas que se suscitaron desde el mismo momento en que se produjo el fallo. En ese contexto, resultan cuestionables las actuaciones de algunos dirigentes y organizaciones que han aprovechado su condición para buscar beneficios particulares, instrumentalizado en algunos casos los ejercicios de memoria para legitimar, a través de los sentidos construidos, precisamente esos intereses. Para ejemplificar el argumento, analizo lo ocurrido con las reparaciones que se dieron por el desplazamiento forzado.

Años después de la sentencia del Consejo de Estado que condenó a la nación y al ministerio de defensa a indemnizar a 81 personas por el desplazamiento que provocó la incursión paramilitar del bloque Calima en abril de 2001, muchos manifiestan que no han recibido lo que fijó el alto tribunal como reparación administrativa por los daños y perjuicios sufridos. La sentencia determinó en sus artículos sexto y séptimo que el dinero de la indemnización sería administrado por la Defensoría del Pueblo para que se realizaran los pagos, así como también determinó que, después de haber efectuado los mismos, el dinero restante debía ser devuelto al Fondo para la Defensa de los Derechos e Intereses Colectivos como entidad representante de la institución demandada. El fallo también determinó en el artículo décimo segundo que el abogado que representó a las víctimas, recibiría el 10 por ciento de la indemnización por cada uno de los miembros del grupo que no hubiese sido representado judicialmente.

Por razones que los favorecidos en la sentencia aún no tienen claro, el dinero no fue administrado por la entidad estatal sino por una reconocida organización de Derechos Humanos que representó a las víctimas en la causa. En los casos que conocí de personas que no fueron indemnizadas, fue claro establecer razones fácticas que explican los motivos del no pago, desde la muerte de la persona reconocida en la sentencia que deriva en una reclamación por parte de sus familiares mediante un proceso de sucesión que no se ha podido dar porque no se cumplen todos los requisitos que exige el procedimiento judicial, hasta las dificultades en el reconocimiento legal de las personas, bien porque carecen de un documento que los identifique o bien porque su identificación registra problemas con nombres y/o apellidos. El punto de reflexión es que esos factores quedan relegados a un segundo plano, y la principal explicación circula en forma de rumor en una historia que, como se comprenderá, cambia dependiendo quién la cuenta.

Los rumores sostienen que el abogado de la organización se apropió de manera indebida de buena parte del dinero, actuando a espaldas de la entidad. Se dice que el porcentaje concedido por la sentencia al abogado estaba destinado a la organización como entidad que asumió las costas del proceso. Se afirma que el abogado en la actualidad reside en el exterior. Dado que los rumores van cambiando dependiendo quien lo narre, el contexto de narración y el tiempo transcurrido desde la fecha en que se profirió la sentencia, también se afirma que la apropiación de dinero por parte del abogado derivó en un conflicto muy fuerte entre la organización de Derechos Humanos y una de las organizaciones indígenas más representativas del país (la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca [ACIN]), pues dicen que entre estas dos organizaciones hubo un acuerdo para que cada una quedara con una parte del dinero (los porcentajes varían de acuerdo al relato), sin que el asunto hubiese llegado a realizarse.

De este primer rumor surge un relato aún más escabroso en la medida en que está relacionado con el asesinato en diciembre de 2010 de Alexander Quintero, uno de los líderes más emblemáticos de la región y quien se desempeñaba para la época como presidente de la Asociación de Juntas de Acción Comunal del Alto Naya. El asesinato de Quintero fue la base para construir un relato que convirtió su nombre en símbolo de impunidad e injusticia, así como en el ejemplo más representativo de la victimización que los pobladores de la región siguieron sufriendo tras la incursión de abril de 2001, ensañándose con las figuras que, según las narraciones, sacrifican su vida por reclamar los derechos de las comunidades. La responsabilidad de la muerte de Quintero es endilgada a los paramilitares del bloque Calima, es decir, es una acusación que se atribuye a un actor abstracto que, además de no tener un rostro definido, tampoco existe en términos facticos, pues el grupo formalmente se desmovilizó en el 2004. De ahí que hablar sobre el asesinato de Alexander Quintero no represente una situación problemática en testimonios que se dejan registrar y que circulan en distintas piezas comunicativas. Cuando se quiere ahondar más en la muerte del dirigente, buscando comprender las posibles motivaciones que pudieron rodear su muerte, emergen los silencios y las respuestas evasivas. Nadie tiene certeza quién lo mandó asesinar y porqué lo asesinaron.

Lo interesante es que ese rumor al ser políticamente correcto se volvió “oficial”; pero más interesante aún es cuando también circulan otros rumores que incluso tienen la particularidad de dejarse oír en voz baja, a pesar de que se ofrezcan en el ámbito privado. Esos rumores no se dejan registrar. Quienes la cuentan tampoco saben de dónde salió. Todos los que me hablaron sobre el asunto, sostienen que la historia la escucharon. Esos relatos rumoran que Quintero había iniciado un proceso de seguimiento e investigación personal sobre los casos de las personas favorecidas por la sentencia del Consejo de Estado que no habían recibido indemnización; que documentó las irregularidades; que fue sobornado para que no continuara con esa tarea por una coima de cincuenta millones de pesos, los cuales serían entregados apenas saliera el fallo del alto tribunal; que aceptó la coima porque tenía problemas personales relacionados con su compañera sentimental; que era consciente que aceptar la coima era traicionar la causa de los pobladores del Naya; que el fallo salió y que transcurrieron más de dos año sin que se recibiera lo prometido; que amenazó con entregar los documentos que arrojó su investigación a las autoridades; que se aprovechó de un antiguo conflicto de dinero que Alexander tenía con las FARC-EP, para que el grupo insurgente lo sentenciara y asesinara; que su muerte, a pesar del dolor, resultó conveniente.

Hay una tercera historia que en principio circula en forma de rumor pero que ofrece elementos fácticos para rastrear su veracidad. El rumor da cuenta del engaño del que han sido víctimas algunas de las mujeres que quedaron viudas tras la incursión paramilitar de abril de 2001. Se afirma que al momento de que se otorgara el poder al abogado de la organización de Derechos Humanos para que entablara la demanda contra el Estado por los daños causado en la omisión de garantizar la vida y la integridad de los pobladores del Alto Naya, “algunos líderes no dejaron que las viudas firmaran por diferentes motivos”.

Las demandas fueron interpuestas por otras personas distintas a las viudas, familiares directos de las personas muertas pero que en realidad no eran víctimas de la masacre. Obviamente, cuando salió el fallo de la demanda a favor de las víctimas, las viudas no pudieron reclamar el dinero de la reparación. (Notas de campo, septiembre de 2013)

Los rumores señalan como responsables de lo que catalogan como una acción de re-victimización de las viudas, a los líderes que hoy dirigen el cabildo de Kitet Kiwe. Lo interesante de este rumor es que tiene la particularidad de ofrecer pistas que posibilitan rastrear la veracidad de la historia, entre otras cosas, porque se habla de una demanda y de una sentencia judicial que efectivamente existen. La sentencia fue proferida en noviembre de 2010 por el Juzgado Administrativo del Circuito de la ciudad de Popayán en la que condenó patrimonialmente a la Nación colombiana a través del Ministerio de Defensa “por falla en el servicio, constituida por el incumplimiento del deber legal de brindar protección mínima y vigilancia a la población, omisión que facilitó el desenlace del hecho dañoso”. La condena estipuló, entonces, el pago de una indemnización por perjuicios morales. Con este dato ya fue relativamente sencillo rastrear a algunas de las mujeres que interpusieron la demanda. Quizá lo más relevante de la historia es que, a diferencia de los otros dos rumores, hubo alguien que asumió la responsabilidad de la enunciación al momento de ofrecer la narración, poniendo en evidencia los traumatismos que subyacen a un proceso de reparación que, según la narración, se fractura por la mala actuación de personas que se arrogan el rol de liderar procesos de reivindicación social tras la ocasión de un evento disruptivo.

La dramática historia de Ana arranca cuando su esposo es asesinado en la incursión de abril de 2001 y su cuerpo es hallado en la vereda El Ceral. Para la época ella era menor de edad, tenía 17 años, llevaba dos años de casada y tenía un niño de brazos. Su esposo trabajaba la tierra en distintos cultivos, a veces de carácter legal y la mayoría de las veces de carácter ilegal. Tras el asesinado de su esposo, abandonó la región del Alto Naya y, como buena parte de los pobladores, vivió en condición de desplazamiento en el municipio de Santander de Quilichao. Cuando recibió la propuesta de demandar al Estado, no estaba muy convencida porque consideraba que ningún dinero podía resarcir el daño provocado, ni siquiera en el aspecto económico en tanto cualquier tipo de indemnización (indistintamente del monto) no podría llegar a cubrir las pérdidas materiales relacionadas tanto con la posesión de la tierra como con el valor material y simbólico de los bienes inmuebles que fueron abandonados. No obstante, se decidió a demandar cuando, sus precarias condiciones económicas, la convencieron de que era mejor tener algo de dinero que permitiera un “nuevo comienzo”, sobre todo en momentos en que el retorno no era una opción viable a corto plazo.

Cuando comenzaron a recoger las firmas para otorgar los poderes, me abordaron los que estaban al frente del proceso. Ellos me dijeron que yo no podía otorgar poder porque era menor de edad, yo no sé nada de leyes o cosas de esas, así que pregunté qué podía hacer. Ellos me recomendaron que el poder se hiciera a través de mi cuñado, pero él no había sido víctima de la masacre, ni siquiera ha vivido en el Naya. Terminé aceptando porque me ilusioné a pesar de que al principio no quise demandar. (Notas de campo, septiembre de 2013)

La primera desilusión que experimentó estuvo en el tiempo transcurrido. Siempre imaginó que los procesos judiciales eran asuntos que se resolvían en un horizonte temporal corto. Tampoco dimensionó el protocolo que se debía surtir, pues para ella sigue siendo indiscutible que los militares fueron responsables de todo lo que ocurrió en el Naya porque “no hicieron nada”; por lo mismo, no pensó que esa “realidad” indiscutible tuviera que demostrarse en un estrado judicial. La desilusión nuevamente emergió cuando el Juzgado Administrativo de Circuito de Popayán (noviembre de 2010) sentenció a favor de las viudas, la parte demandante apeló la decisión; hubo que esperar un año largo (abril de 2012) para el Tribunal Superior del Cauca ratificara la condena. Pero la mayor desilusión estuvo cuando su cuñado reclamó la indemnización y no hubo entrega del dinero. Recuerda que: “sólo le compró un par de zapatos al niño, que para ese momento ya tenía casi doce años” (Notas de campo, septiembre de 2013).

Ella sabe que legalmente no tiene derecho a una reclamación legal, dado que fue con su consentimiento que su cuñado apareció como víctima; también sabe que es muy difícil demostrar algún tipo de engaño.

Dos aspectos en común tienen las tres historias, acotando que la reflexión no busca verificar la veracidad de las narraciones sino comprender lo que las mismas buscan dinamizar en los escenarios políticos y sociales. A mi modo de ver, los tres relatos expresan el inconformismo que desde el Alto Naya los líderes de las comunidades y cabildos sienten por la manera como los líderes del cabildo de Kitet Kiwe han manejado los procesos de reivindicación en torno a la masacre, en una dinámica de rivalidades que cada vez más se torna manifiesta en los escenarios públicos en los que ambos actores coinciden en participar.

Cabe recordar que el cabildo Kitet Kiwe está integrado por alrededor de setenta familias que lograron, mediante una acción judicial en 2004, tomar posesión de la finca La Laguna, ubicada a 15 minutos de Popayán, para reorganizar sus vidas tras vivir casi tres años en condición de desplazamiento. De acuerdo con lo expresado por los líderes del cabildo, Kitet Kiwe es el resultado de un arduo trabajo de reivindicación social por parte de aquellos que, ante todo, decidieron no retornar a la región del Naya porque consideraron que el regreso era un acto de impunidad, así como una manera de olvido. Por ello decidieron reconstruir sus vidas en un “nuevo territorio” como símbolo de una “nueva esperanza” que florece (también cabe recordar que Kitet Kiwe significa en lengua nasa yuwe “tierra floreciente”). Pero los líderes de aquellas comunidades y cabildos de la región del Alto Naya sienten que desde Kitet Kiwe se:

Actúa de mala fe, pues ellos se presentan como los únicos sobrevivientes de la masacre ante todo el mundo, desconociendo que el grueso de la población retornó a la región porque, contrario a lo que ellos piensan, el regreso es el símbolo de la resistencia precisamente contra el olvido. Nuestra lucha es por la titulación del territorio del Naya. (Notas de campo, septiembre de 2013)

Los rumores evidencian una disputa política y social entre dos grupos de sobrevivientes que claramente utilizan el tema de la masacre como principal referente para agenciar sus respectivas demandas. En otras palabras, ambos grupos son conscientes de que la lucha por la titulación de la tierra en la región del Alto Naya no se inició con la perpetración de la masacre, pero también son conscientes que la masacre es el marco en torno al cual se organizan sus actuales luchas reivindicativas, las cuales incluyen el poseer un territorio propio respaldado por un título de propiedad colectiva. La comunidad de Kitet Kiwe ya tiene un título de propiedad, las comunidades del Alto Naya aún continúan su lucha. El punto es que los rumores también fomentan unas identificaciones que construyen un «nosotros» que busca distanciarse de los «otros», pero dado que ambos utilizan a la masacre como el evento que nuclea sus procesos de agenciamiento, la rivalidad y el inconformismo es lo que media en la relación entre los dos grupos. Esa rivalidad se acrecienta en la medida en que Kitet Kiwe logra ser más efectivo en sus ejercicios de visibilizar sus demandas, entre otros aspectos, porque consiguieron construir una estrategia de comunicación que ha logrado imprimir mayor legitimidad a las dinámicas sociales que adelantan.

En ese contexto, los rumores forman parte de una fórmula que, parafraseando a V. Das, enuncia las fragmentaciones y distanciamientos que experimentan dos grupos sociales. El conflicto radica en la construcción de unas narrativas excluyentes por parte del cabildo de Kitet Kiwe que los ubica como los sobrevivientes de la masacre, sin que se reconozca de manera explícita que el grueso de la población afectada por el bloque Calima en abril de 2001 retornó al territorio.

Por otra parte, tampoco se puede soslayar que en escenarios como los del Alto Naya aparecen y desaparecen personas que literalmente viven del dolor de las comunidades y de las personas. A mi modo de ver, la categoría de «empresarios» resulta cándida al momento de valorar las actuaciones de algunos abogados, trabajadores sociales, sicólogos, dirigentes políticos, líderes comunitarios y hasta investigadores en tanto las historias que se refieren en la cotidianeidad de las comunidades perfectamente darían para catalogarlos, en el mejor de los casos, como «traficantes». Amparados en el lenguaje retórico de los derechos humanos, tienen la experticia para sacar provecho, especialmente económico, de situaciones disruptivas como una masacre.

Esas son las otras miserias de la guerra, las que aparecen cuando las comunidades encaran procesos de reparación administrativa que tienen como horizonte una eventual indemnización económica. Es en esos momentos cuando se configuran esas otras formas de victimización que, si me atengo a las conversaciones sostenidas, pueden resultar más dolorosas porque están construidas desde la cosificación de los recuerdos, de las necesidades y de las expectativas más apremiantes. Igual ocurre con ciertos funcionarios públicos de las entidades que tienen por objeto atender a personas catalogadas como “víctimas del conflicto armado”.

La interacción que establecen cuando un campesino, afrodescendiente o indígena se acerca a su dependencia es, por lo general, de una indiferencia que niega cualquier posibilidad de alteridad, pues se trata de funcionarios cuyas rutinas burocráticas terminaron por domesticar las historias de la guerra. Como en muchas oportunidades lo he escuchado decir en boca de fiscales, defensores, procuradores o recepcionistas: “ya ninguna historia me quita el sueño”.

No obstante, en estos casos los sobrevivientes tienen la oportunidad de responder al desprecio, y, en más de una ocasión, asistí a enfrentamientos verbales en el que los sobrevivientes recuerdan que ellos no buscaron ser víctimas. Pero con los traficantes el asunto es distinto, porque aparecen y desaparecen en los momentos de mayor vulneración y confusión; aparecen y desaparecen con retóricas que usualmente ilusionan, y, como me lo manifestó un anciano, “esa ilusión resulta nuevamente dolorosa cuando se quiere volver a empezar” (Notas de campo, septiembre de 2013).

En los casos que tuve la oportunidad de conocer, el dinero producto de la reparación ya no ilusiona, lo consideran “dinero maldito” porque es producto de la muerte y el dolor. Es muy probable que esa valoración no sea más que la excusa que ayude a mitigar la rabia que experimentan al recorrer el camino de una reparación por vía administrativa que sólo dejó sinsabores.

6 A modo de cierre: un nuevo escenario judicial para conocer la “verdad”

Para las víctimas y los sobrevivientes de la masacre del Alto Naya se abre un nuevo escenario para conocer, según sus palabras, “toda la verdad”: la Justicia Especial para la Paz (JEP). Este tribunal forma parte del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición que deviene de los Acuerdos de Paz entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP. Como nuevo escenario de Justicia Transicional, la JEP conocerá de los delitos perpetrados en el marco de la confrontación armada que se cometieron antes del 1° de diciembre de 2016.

Uno de los aspectos más discutidos, polémicos e interesantes que tiene la JEP está en la potestad de conocer los delitos cometidos por los excombatientes de las FARC-EP, los miembros de la Fuerza Pública, otros agentes del Estado y terceros civiles, acotando que, según pronunciamiento de la Corte Constitucional, estos últimos acudirían de manera voluntaria. Como dispositivo jurídico transicional, la pena será retributiva con una privación de la libertad entre cinco y ocho años, beneficio que se concedería siempre y cuando se garantice el principio de verdad. De acuerdo con el Ministerio de Defensa, más de 2 mil militares se han acogido a este escenario, entre ellos militares de alto rango como los generales retirados Mario Montoya y Rito Alejo del Río.

Los líderes y pobladores del Alto Naya tienen la expectativa que la JEP sea el escenario en el que se pueda establecer la responsabilidad de integrantes de las fuerzas militares en la incursión y la posterior masacre paramilitar de abril de 2001, dado el anquilosamiento de los procesos que, por acción u omisión, se abrieron en la Justicia Penal Militar. Literalmente la investigación contra militares como el general (r) Francisco René Pedraza, comandante para la época de la Tercera Brigada con sede en Cali, no avanzaron y prescribieron por vencimiento de términos.

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Ley 1448 de 2011 (Diario Oficial No. 48.096, 10 de junio) Por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y se dictan otras disposiciones.

Ley 975 de 2005 (Diario Oficial No. 45,980, 25 de julio). Por la cual se dictan disposiciones para la reincorporación de miembros de grupos armados organizados al margen de la ley, que contribuyan de manera efectiva a la consecución de la paz nacional y se dictan otras disposiciones para acuerdos humanitarios.

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