En este trabajo analizo las condiciones de trabajo en el sector de enfermería de la Ciudad de Buenos Aires en el marco de las reformas y contrarreformas introducidas en el sistema de salud mediante procesos de descentralización, precarización y flexibilización de la fuerza de trabajo desde la década de 1990 hasta la actualidad.
En primer lugar, propongo un recorrido por las principales reformas neoliberales sobre el sistema de salud y el mercado de trabajo durante el periodo de 1989-1999, bajo los lineamientos de los organismos internacionales, tendientes a crear un mercado de seguros de salud, propiciando la competencia entre los subsectores (público, privado y de la seguridad social), que dio lugar a la conformación de un sistema fragmentado.
Seguidamente, examino las categorías de precarización y de flexibilización en tanto que suponen estrategias del capital para la reducción de costos y riesgos laborales. En este punto hago hincapié en la situación de las mujeres y su inserción en el mundo del trabajo durante las últimas décadas, quienes a su vez han sostenido las responsabilidades del cuidado doméstico-familiar. Esto ha dado lugar a los desarrollos sobre la doble presencia (Moreno, Moncada, Llorens y Carrasquer, 2010), entendida como a una sobrecarga de trabajo que puede tener efectos sobre la salud o las trayectorias laborales de las mujeres. Este fenómeno cobra particular importancia en el sector de enfermería por tratarse de una profesión con una marcada presencia femenina.
Por último, abordo la situación actual de la enfermería para describir las condiciones de trabajo vigentes tras los procesos de reformas y contrarreformas, considerando la heterogeneidad de los grados de formación y profesionalización al interior de este colectivo de trabajo, con especial atención sobre el fenómeno de la feminización de la ocupación.
He optado por un enfoque cualitativo, de carácter descriptivo, basado en el análisis fuentes secundarias tales como informes de organismos internacionales, datos oficiales de instituciones estatales e investigaciones locales a los fines de contribuir a la discusión sobre la situación actual del personal de enfermería en materia de grados de profesionalización, condiciones de trabajo y segmentación por género.
Hacia fines de los años setenta y mediados de los años ochenta se produjo una transformación profunda a nivel mundial con la caída del keynesianismo y el advenimiento del neoliberalismo como modelo económico hegemónico y global. El Estado neoliberal reemplazó al modelo desarrollista en América Latina en el contexto de la transición hacia las democracias, tras el debilitamiento de regímenes dictatoriales en la región (De la Garza Toledo, 2016).
En Argentina, en respuesta a dicha crisis internacional, se instauró el período de la convertibilidad que se extendió entre 1991 y 2001, dado por un tipo de cambio fijo y en paridad respecto del dólar, como estrategia frente a la crisis hiperinflacionaria ocurrida a finales de la década de los años ochenta, que sentó las bases para la aplicación de las políticas neoliberales impulsadas por Estados Unidos (Neffa y Del Bono, 2016). En este escenario es preciso reconstruir el discurso sobre las recomendaciones reunidas en el Consenso de Washington y el rol que cumplieron ciertos organismos de cooperación internacional como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para incidir en las decisiones políticas de los países latinoamericanos ante las crisis que los azotaban. Según John Williamson (2003) las reformas promovían la disciplina fiscal tendiente a restablecer el equilibrio en la balanza de pagos, frenar la inflación, reordenar las prioridades del gasto público, principalmente en materia de subsidios a bienes y servicios de primera necesidad, promover la liberalización del comercio y de la inversión extranjera directa, privatizar las empresas del Estado, desregular de los mercados e introducir de un tipo de cambio fijo, entre otras medidas. Este discurso neoliberal se instaló en articulación con “un clima social conservador fundado en los antecedentes inflacionarios, la ineficiencia del Estado y las sucesivas crisis recesivas, entre otros factores” que generó las condiciones de posibilidad para la aplicación de tales medidas (Tissera, et al., p. 125).
En el contexto de altos índices hiperinflacionarios heredado de la administración del presidente Raúl Ricardo Alfonsín —1983/1989—, el gobierno de Carlos Saúl Menem —1989/1999— implementó políticas de flexibilización de los contratos y los despidos, neutralización de las resistencias de los trabajadores y descentralización de los convenios colectivos (Tissera et al., 2000). Sin embargo, a pesar de la reactivación económica favorecida por un tipo de cambio fijo, la entrada masiva de capitales extranjeros y la privatización de las empresas del Estado, hubo una caída en los salarios reales y aumento en los índices de desempleo por el proceso de desindustrialización que había comenzado en la década de los años setenta (Arceo, Monsalvo, Schorr y Wainer, 2008). Este modelo económico favoreció al sector servicios y la actividad financiera en detrimento del sector manufacturero. En efecto:
El proceso de apertura externa, en un contexto de un tipo de cambio crecientemente sobrevaluado, condujo a una significativa pérdida de competitividad de los sectores productores de bienes, proceso que redundó en una reducción en la demanda de mano de obra. (Arceo et al., 2008, p. 38)
Además, según los autores antes citados, existió una baja relación entre el crecimiento económico y la generación de puestos de trabajo, con una tasa de desempleo que alcanzó su pico más alto documentado durante los años de la convertibilidad —de 18,6 puntos en mayo de 1995— triplicándose en sólo cuatro años (Neffa, 2010b; Pessino, 1996). Hacia finales de la década de 1990 el desempleo y la subocupación afectaban a casi el 30 % de la población económicamente activa del país y un 25 % se encontraba por debajo de la línea de pobreza en los centros urbanos (Tissera et al., 2000). Por su parte, el índice de pleno empleo disminuyó considerablemente mientras que se registraron aumentos significativos en los índices de trabajo no registrado y trabajo a tiempo parcial (Arceo et al., 2008). Esto fue posible por las reformas laborales ocurridas en 1991 (ley 24.013), 1995 (ley 24.465) y en 1998 (ley 25.013) entre otras, que en términos generales se tradujeron en mecanismos de flexibilización y precarización para favorecer la desregulación del mercado de trabajo. Esto tuvo consecuencias negativas para los trabajadores, en tanto se vio afectada la estabilidad en el empleo mientras que se incrementaron los márgenes de productividad y ganancia del capital (Recalde, 2011). En términos de Arceo et al.:
La crisis industrial de los años noventa fue absorbida en su mayor parte por los trabajadores, ya que éstos percibieron salarios reales tendencialmente más bajos mientras la productividad crecía significativamente. A modo de ejemplo: entre 1993 y 2001 los salarios de los trabajadores de la industria manufacturera disminuyeron un 8 por ciento, mientras que la productividad laboral se incrementó cerca de un 30 por ciento. (Arceo et al., 2008, p. 42)
Asimismo, durante los dos mandatos presidenciales de Carlos Saúl Menem se produjeron profundas reformas en el sector salud que siguieron los lineamientos del informe “Invertir en Salud” elaborado por el Banco Mundial en el año 1993. Desde una perspectiva de corte neoliberal se promovieron distintas estrategias para introducir la lógica de la competencia de los mercados, con especial énfasis en la desregulación de las obras sociales como eje de dichas reformas (Belmartino, 2005). Además se privilegió el subsidio a la demanda de servicios de salud y la puesta en marcha del proyecto de Hospitales Públicos de Autogestión, bajo el Decreto N° 578 de 1993 con el fin de reducir el gasto en salud por parte del Estado (Crojethovic y Ariovich, 2008), amparado en la retórica de la eficiencia y la equidad (Banco Mundial, 1993). Este modelo de hospitales públicos autogestivos imponía la obligatoriedad de pago a todas aquellas personas que tuvieran cobertura de obras sociales, mutuales, planes de medicina prepagas o seguros con capacidad de pago y promovía la creación de sistema de incentivos que permitiera “el reconocimiento de la productividad y la eficiencia del personal” (Tafani, 1997, p. 90).
Sin embargo, en la práctica dichas medidas completaron los procesos de transferencia de los servicios de salud y educación a las provincias y municipios que habían comenzado en la década del cincuenta y se profundizaron a partir de los años setenta, sin asignación presupuestaria, bajo la lógica de vaciamiento de los bienes del Estado Nacional, principalmente por razones fiscales (Acuña y Chudnovsky, 2002; Ruiz, 2015). De acuerdo con Alicia Stolkiner (2009), la reforma mercantilista del sector salud durante los años noventa se resumió en la creación de un mercado de seguros y prestaciones, con una cobertura básica para los sectores más desprotegidos, basada en la financiación de la demanda, que profundizó la brecha de desigualdad social.
En lo que respecta al sector salud la profunda crisis del subsector público, durante los últimos años de la década de 1990 y comienzos del 2000, se explicaría por cuatro factores centrales (Uribe y Schwab, 2002):
Los dos primeros factores mencionados se relacionan con la oferta mientras que los últimos dos factores están asociados con la demanda de los servicios de salud. Ante este escenario de reformas se diseñaron programas para cubrir las necesidades esenciales de la población y atender a los efectos del conflicto social y la pobreza que generaron dichas reformas (Tissera et al., 2000).
A partir del período de posconvertibilidad iniciado en 2002 (Neffa y Del Bono, 2016) se produjeron reformas referidas al lugar central de la Atención Primaria de la Salud de acuerdo con los lineamientos de la Organización Mundial de la Salud y de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de Naciones Unidas (OMS, 2005, 2008; Stolkiner, 2010). Sin embargo, los cambios no implicaron una modificación estructural del sistema y su fragmentación, sino que se centraron en la necesidad de una mayor regulación por parte del Estado y la recuperación de rectoría del Ministerio de Salud de la Nación (Stolkiner, 2009).
Por otra parte, desde el año 2004 se produjo una revitalización sindical en diferentes sectores y ramas de la economía (OIT, 2011; Palomino y Trajtenberg, 2006; Senén González, Trajtemberg y Medwid, 2008) como resultado de un “nuevo régimen de empleo” (Palomino, 2007, p. 121) que estuvo acompañado de procesos de contrarreformas legislativas tendientes a restablecer derechos y garantías para los/as trabajadores/as mediante la restitución de los convenios colectivos (Recalde, 2011). De acuerdo con Héctor Palomino (2007) los cambios más significativos de la política laboral en Argentina se dieron a partir de 2004 con la tendencia de crecimiento del empleo registrado y la disminución del empleo no registrado, hasta 2007. Dichas tasas se explicarían por la instauración de un nuevo régimen de empleo con protección social que se diferenciaba del modelo anterior, propio del período de la convertibilidad, signado por la extensiva precariedad laboral. Este nuevo régimen de empleo se sostuvo en a) el nuevo rol del Estado, con la recuperación de su capacidad de arbitraje y la redefinición de normas vinculadas a la actuación del Poder Judicial, b) la promoción de políticas públicas tales como la revitalización del salario mínimo y las negociaciones colectivas y c) la redefinición de estrategias o comportamientos adaptativos de los sectores sindicales y empresarios. Además, Palomino (2007) señala el incremento sistemático de la negociación colectiva, y en especial, por rama de actividad, con el aumento progresivo del salario mínimo, tendiente a elevar el piso de la negociación colectiva como factores clave de esta nueva tendencia.
En línea con lo planteado anteriormente, Cecilia Senén González (2011) afirma que la reactivación económica iniciada en 2003 se basó en un proceso de re-industrialización con la intervención del Estado que estimuló el empleo formal y con ello el aumento del número de afiliados y la negociación colectiva, impulsando su revitalización. La autora plantea que la revitalización sindical puede observarse a través de los siguientes indicadores: el aumento de la negociación colectiva, la tasa de afiliación y la conflictividad laboral. Respecto de la afiliación, Senén González muestra la caída de la tasa hacia fines de los años noventa (31.7 %) y una relativa recuperación de dicho indicador para el año 2008 (37 %), aunque continúa muy por debajo de la cifra de 1990 (65,5 %). Sin embargo, este proceso de revitalización no estuvo dirigido a aumentar la cantidad de afiliados sino a fortalecer su posición institucional a través de la coalición política con el gobierno de aquel entonces. Respecto de la negociación colectiva, a partir de 2003 la cantidad de convenios y acuerdos negociados y pactados se triplicó. El aumento se dio no solo en la cantidad sino en el contenido de la negociación. Por último, a propósito de los conflictos laborales, la autora destaca el aumento de los mismos en el sector privado hacia 2008, aunque en términos absolutos el sector estatal mantenga mayor número de conflictos. En la misma línea, Paula Lenguita (2011) señala que, a diferencia de los conflictos registrados en la década del noventa, el aumento de la protesta durante las últimas décadas estuvo asociado a la práctica sindical, una tendencia que marca el declive de las organizaciones de desocupados y de la recuperación de empresas.
La estructura sindical del sector salud es compleja y la representación se encuentra fragmentada entre los distintos subsectores —público, privado y de la seguridad social— que conforman dicho sistema como así también entre las diferentes jurisdicciones en donde los/as enfermeros/as trabajan. De acuerdo con Francisca Pereyra y Ariela Micha (2016), es posible distinguir el subsector de la seguridad social, el cual está compuesto por gremios que pertenecen a distintas obras sociales; mientras que en el subsector privado existe un escalafón general —representado por la Federación de Asociaciones de Trabajadores de la Sanidad Argentina (FATSA), con filiales en las distintas jurisdicciones del país, entre ellas, ATSA en la Ciudad de Buenos Aires— y un escalafón profesional, que agrupa diversos colegios médicos, federaciones, asociaciones, entre otras. Por su parte, el subsector público también está dividido entre un escalafón general y uno profesional. En el escalafón general se encuentran los sindicatos provinciales y municipales, la Unión de Personal Civil de la Nación (UPCN), la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) y el Sindicato Único de Trabajadores del Estado de la Ciudad de Buenos Aires (SUTECBA), mientras que el escalafón profesional también nuclea colegios médicos, asociaciones y federaciones varias. Los/as enfermeros/as estarán representados/as bajo distintas organizaciones sindicales en función de su grado de calificación —escalafón general si poseen títulos de auxiliares o tecnicaturas o escalafón profesional si poseen el grado de licenciatura— y por el ámbito de trabajo —público, privado o de la seguridad social— (Aspiazu, 2016). En efecto, tal como se mencionó anteriormente, una de las características más salientes del período de la posconvertibilidad es la revitalización sindical, que se deduce de la dinámica que adquirió la negociación colectiva, con un nivel creciente de firma de convenios y acuerdos salariales en alza. Según las estadísticas oficiales, en 1991 fueron homologados 97 acuerdos y convenios colectivos mientras que en 2008 la cifra asciende a 1231 acuerdos y convenios (Senén González, 2011). Respecto de la conflictividad laboral, el sector salud representa la segunda actividad con mayor cantidad de conflictos registrados desde 2006, luego de la Administración Pública, y explica el 20 % de las medidas de fuerza con al menos un paro durante el período 2006-2016, con preponderancia en el subsector público de la salud, que representa el 90 % de los conflictos de dicha rama de actividad (Aspiazu, 2016). Por otra parte, al analizar el nivel de los salarios también se observa una tendencia en alza en el período estudiado, por ejemplo, mediante las comparaciones de salarios conformados de convenio. En diciembre de 2001 el salario conformado de una enfermera de piso2 era de 446 pesos argentinos, mientras que en diciembre de 2017 era de 21.974 pesos (MTEySS, s/f.). Dicha evolución de los salarios es comparable con lo que ha ocurrido en otras actividades que conforman el mercado de trabajo en Argentina y debe ser interpretado como resultado de la revitalización sindical, principalmente asociada con el reclamo de remuneraciones más competitivas (Aspiazu, 2010) en el marco de modelos económicos con una marcada presión inflacionaria.
La significativa conflictividad laboral del sector salud conlleva un costo social elevado en tanto que “por tratarse de una actividad que brinda un servicio público esencial a grandes capas de la población, los conflictos laborales que en ella se desarrollan adquieren un importante impacto social” (Aspiazu, 2010, p. 123). Particularmente en el caso de enfermería, persiste una marcada fragmentación sindical que se sostiene en los diferentes alcances jurisdiccionales de los gremios, la pertenencia al sector público o privado de las instituciones de salud y los distintos grados de formación y calificaciones de los/as trabajadores/as de enfermería (Aspiazu, 2016; Micha, 2015).
Sin embargo, en ciertos casos la capacidad de las enfermeras de realizar huelgas entraría en tensión con la posible amenaza sobre el cuidado y el bienestar de sus pacientes, transformándolas en “prisioneras del amor”, por la asociación naturalizada entre dicha ocupación y los sentidos de entrega, abnegación y servicio. Así sus derechos laborales quedarían rezagados, en un segundo plano respecto de los deberes profesionales, en una dicotomía constante difícil de sortear (Folbre, citado en Biernat, Cerdá y Ramacciotti, 2015, p. 14).
En este apartado analizo la categoría de trabajo precario en tanto que modalidad de contratación que creció exponencialmente durante la década de 1990 como producto de las reformas político-económicas anteriormente desarrolladas. Las reformas en salud impactaron no sólo sobre la accesibilidad a los servicios que antes eran gratuitos, por el aumento de gasto de bolsillo (Stolkiner, 2009), sino también sobre la calidad de atención, debido en parte al creciente pluriempleo, reforzado por las medidas de flexibilización y precarización, al que tuvieron que someterse los/as trabajadores/as de enfermería como estrategia de subsistencia3.
De acuerdo con Mariana Fernández Massi (2014) existen dos corrientes dentro de la sociología del trabajo para abordar el fenómeno de la precariedad: ciertos autores hacen hincapié en la degradación de las relaciones laborales y del trabajo como ordenador social (Paugam, 2000) mientras que otros la entienden como una etapa de intensificación de la explotación intrínseca a la relación entre capital y trabajo (Béroud y Bouffartigue, 2009). Desde esta segunda perspectiva, toda relación salarial sería esencial y necesariamente precaria porque se sostiene en la asimetría y la explotación que el capital ejerce sobre los/as trabajadores/as para la extracción de plusvalía.
El problema de la precariedad se expresa de forma múltiple y variada en concordancia con las diferentes dimensiones que conforman el fenómeno. Serge Paugam (2000) ubica dos dimensiones de la precariedad: a) la precarización del empleo, que refiere a ciertas las características contractuales como la duración de los contratos y protecciones sociales y b) la precarización del trabajo, que alude a las dimensiones subjetivas vinculadas con los riesgos psicosociales y la satisfacción en el trabajo. A su vez, Sophie Béroud y Paul Bouffartigue (2009) proponen una tercera dimensión, que vincula a la precariedad con el deterioro de los derechos sociales y sindicales.
Estas perspectivas promueven una integración de distintas unidades de análisis para comprender el fenómeno complejo de la precariedad: por un lado, mediante la evaluación de las condiciones de empleo con énfasis en los puestos precarios y, por otro lado, a través del estudio de los sentidos del trabajo y las posibilidades de acción individual y colectiva, centrada en los sujetos en condición de precariedad (Fernández Massi, 2014).
Por su parte, Julio César Neffa (2010b) entiende que el trabajo precario está signado por la inseguridad y la inestabilidad de la relación salarial, que puede ocurrir tanto en los empleos formales como informales y en los trabajadores que se encuentran registrados como en aquellos que no lo están. Según el autor, la precarización se amplificó durante el posfordismo:
La inestabilidad e inseguridad en el empleo —que caracterizaron a los empleos precarios— se intensificaron en la misma época que entraron en crisis los sistemas de la seguridad social y cuando se introdujo en ellos la lógica de mercado: fondos privados de pensión, atención de la salud por parte de medicina prepaga, protección contra los riesgos del trabajo a cargo de compañías privadas de seguros, etc. (Neffa, 2010a, p. 31)
Desde esta perspectiva, el trabajo precario es entendido como una desviación del empleo típico, es decir, asalariado de tiempo completo, en relación de dependencia a un único empleador, en un espacio físico bien delimitado, protegido por la legislación laboral y la negociación colectiva (Fernández Massi, 2014; Neffa, 2010a). Este esquema de producción fordista que promovió las modalidades típicas de contratación tuvo su auge entre 1945 y 1975 en los países centrales y se asentó sobre una clara división sexual del trabajo que suponía la existencia de una familia compuesta por un varón y una mujer, donde el primero salía del hogar para vender su fuerza de trabajo a determinado patrón a cambio de un salario o jornal que le valdría para reproducir las condiciones materiales de existencia tanto personales como familiares, mientras que la mujer permanecía a cargo del cuidado de los hijos y los quehaceres domésticos en el espacio privado, sin recibir ningún tipo de retribución económica por dichas tareas, contribuyendo a la economía familiar, sólo en algunos casos, con trabajos remunerados a tiempo parcial (Ábramo, 2004; Aspiazu, 2013; Barrancos, 2011). De este modo, el sistema capitalista reproduce y se vale del patriarcado como sistema de regulación social y opresión de las mujeres mediante la valoración desigual de su tiempo y sus actividades respecto a las de los hombres (Arévalo y Paz, 2015; Esquivel, 2009), que hunde sus raíces en los dos componentes del contrato social: un contrato laboral y un contrato de género (Todaro y Yañez, 2004). De acuerdo con Laura Pautassi (2005) puede observarse cómo la mayoría de los estados latinoamericanos reproducen un sesgo de género al tomar a los hombres como modelo de trabajador ideal, mientras que la legislación laboral de los países de la región propone proteger a la maternidad y encontrar vías para la conciliación entre el trabajo reproductivo de cuidado (no remunerado) y el empleo.
En la misma línea que conceptualiza a la precariedad como una desviación de la norma o tipicidad, algunos autores (Pok, 1992) la han definido como una inserción endeble en el sistema productivo dada por las intermitencias en la actividad laboral, el empleo clandestino o desprotegido, los empleos a tiempo parcial o eventual y el empleo asalariado fraudulento o encubierto (Feldman y Galín, 1990; Fernández Massi, 2014; Pok y Lorenzetti, 2007). A su vez, la noción de trabajo precario engloba a otras formas deterioradas de relaciones laborales tales como la informalidad, el empleo precario y el trabajo/empleo no registrado, es decir que se trata de una categoría más amplia. Por su parte, ciertas variantes de trabajo precarizado son lícitas, como por ejemplo los contratos de locación de servicios o las pasantías, en tanto existen leyes o decretos que las regulan (Neffa, 2010b).
Estos procesos de precarización de los puestos de trabajo afectaron doblemente a las y los trabajadores del sector salud durante los años noventa debido a las corrientes de reformas tanto laborales (tendientes a desregular y flexibilizar el mercado de trabajo para abaratar los costos de las contrataciones y despidos) como aquellas específicas de este sector (descentralización y transferencias de los organismos de salud a distintas jurisdicciones provinciales y municipales, sin partida presupuestaria). En efecto, Nicolás Arceo et al. (2008) señalan a la precarización del empleo como una de las consecuencias más graves introducidas por las modificaciones en la legislación laboral durante los años noventa.
Ciertos autores (Barrancos, 2011; Neffa, 2010a) coinciden en afirmar que determinados sectores sociales son particularmente vulnerables a la precarización: jóvenes, mujeres, migrantes, desocupados, jubilados, entre otros. Estas diferencias pueden explicarse, en parte, desde la perspectiva de la teoría de segmentación del mercado de trabajo (Fernández Huerga, 2010). Desde una concepción tradicional del dualismo de los mercados (Piore, 1969) se entiende que el mercado de trabajo está dividido en un mercado primario —con mejores salarios, estabilidad, oportunidades de crecimiento— y un mercado secundario, con peores salarios, inestabilidad y escasas posibilidades de promoción4. El mercado secundario sería aquel que presenta mayores índices de trabajo precario y en el cual se encuentran los grupos sociales antes mencionados.
Específicamente en el caso de las mujeres, la segmentación del mercado de trabajo en función del género es uno de los principales problemas que enfrentan aún hoy para desarrollar actividades económicas “de transformación” (Barrancos, 2011, p. 46). Existe una división tajante entre actividades típicamente masculinas y otras femeninas, con parcelas y puestos de trabajo bien delimitados según el género, principalmente en las ramas de la industria pesada en los cuales la presencia de mujeres es nula. De acuerdo con Joan Scott, esta división se remonta al siglo XIX:
Las mujeres se asociaban a la fuerza de trabajo barata, pero no todo trabajo de ese tipo se consideraba adecuado a las mujeres. Si bien se las consideraba apropiadas para el trabajo en las fábricas textiles, de vestimenta, calzado, tabaco, alimentos y cuero, era raro encontrarlas en la minería, la construcción, la manufactura mecánica o los astilleros, aún cuando en estos sectores hacía falta la mano de obra que se conocía como «no cualificada». (Scott, 1993, p. 341)
Asimismo, cabe destacar la profunda brecha salarial5 que se abre entre varones y mujeres (Antunes, 2009; Barrancos, 2011; MTEySS, 2014), y también el fenómeno conocido como techo de cristal (Burín, 2008) o segmentación vertical (MTEySS, 2014), que da cuenta del modo en que las trayectorias laborales ascendentes de las mujeres se ven detenidas al interior de determinadas organizaciones por restricciones de género. Estas situaciones de desigualdad en los espacios de trabajo se sostienen en una estructura heterosexista y binaria que privilegia la posición del varón blanco, adulto, educado y capaz por sobre otras posibilidades de existencia (Barrancos 2011; Dobarro 2012; Maffía 2012).
En efecto, la convergencia de imaginarios sociales, empresariales y actores políticos han contribuido a la creación de un entramado de representaciones sobre la relación entre mujeres, cuidado y trabajo que las ubicaría como fuerza de trabajo secundaria (Ábramo, 2004; Scott, 1993). Así, las mujeres entrarían al mercado de trabajo de manera eventual, intermitente e inestable, sólo cuando existiese una falla en el rol del hombre como único proveedor y jefe del hogar (por razones de desempleo, enfermedad, incapacidad, divorcio, muerte, entre otros motivos). Las mujeres, de acuerdo con esta perspectiva, ocuparían el rol supuestamente natural y complementario al del hombre en lo que al trabajo respecta, sin la oportunidad de que puedan desarrollarlo como parte de un proyecto personal o bien como ejercicio de un derecho. La inserción laboral de las mujeres sería entonces secundaria, mientras que su tarea principal y lugar de gerencia serían el hogar y las tareas de cuidado. De acuerdo con Laís Ábramo (2004) estos imaginarios, profundamente enraizados en la teoría neoclásica, se sostienen en:
En efecto, a pesar de las diferencias entre el modelo económico-político chileno y el argentino, cabe mencionar una investigación realizada en Chile por Virginia Guzmán, Amalia Mauro y Kathya Araujo (1997) en la que analizaron las trayectorias laborales de tres grupos etarios de mujeres y los motivos por los cuales se retiraban del mercado laboral: sólo un 6 % se correspondía con embarazos, nacimiento de los hijos y problemas familiares mientras que el 45 % adujo malas condiciones de trabajo.
De acuerdo con Laís Ábramo, María Elena Valenzuela y Molly Pollack (2000) las mujeres representaban el 40 % de la población económicamente activa de América Latina hacia finales de los noventa. Estas cifras han puesto en crisis el modelo tradicional de hombre proveedor/mujer cuidadora asociado con la llamada relación salarial típica, para dar lugar a modelos alternativos que han tenido lugar en ciertos países centrales, principalmente de Europa, a saber: doble proveedor/doble cuidador, en el cual tanto hombres como mujeres se encargan de las tareas productivas y reproductivas, o bien el caso de los países escandinavos como Finlandia, que han implementado un sistema basado en los roles de doble proveedor/Estado cuidador (Esping-Andersen, 1994; Todaro y Yañez, 2004). Sin embargo, la distribución y responsabilidad de las tareas de cuidado en Argentina y en el mundo continúan principalmente a cargo de las mujeres.
La erosión de la relación salarial típica antes mencionada, cuyo signo más notable es la extinción de los contratos de trabajo por tiempo indeterminado, se enmarca en un contexto histórico de aumento de la población económicamente activa con el ingreso de las mujeres en el mercado de trabajo durante la década de 1970 (Aspiazu, 2013) como así también por decisiones políticas implementadas por los gobiernos latinoamericanos durante la década de los años noventa con el propósito de favorecer la flexibilización de las condiciones de contratación y el despido de personal. En este sentido, las medidas que facilitaron los “criterios flexibles para la organización y la gestión de la mano de obra” (Frassa, 2010, p. 102) redujeron los costos laborales directos e indirectos como así también los márgenes de riesgos para el capital, generando condiciones de mayor precarización para los trabajadores y, principalmente, para las trabajadoras mujeres.
Estas modalidades precarias de contratación descriptas hasta aquí pueden entenderse como una estrategia del capital (Pérez, Chena y Barrera, 2010) para optimizar sus ganancias mediante la reducción de costos laborales directos (salarios) e indirectos (beneficios de la seguridad social) con el propósito de fragmentar a los colectivos de trabajo por medio de la individualización de la relación laboral entre los/as trabajadores/as y la patronal.
Algunos determinantes de la precarización de las condiciones de trabajo en enfermería pueden agruparse en las siguientes categorías, de ningún modo taxativas ni absolutas: fragmentación sindical, feminización de la fuerza de trabajo, heterogeneidad en la formación, descentralización del sistema de salud, entre otras (Aspiazu, 2016; Micha, 2015).
En 1994 Catalina Wainerman y Georgina Binstock enumeraban una serie de problemas propios de la ocupación que en muchos casos aún persisten en la actualidad: agudo déficit de personal, heterogeneidad en la formación que se distribuía en un abanico de escuelas con calidad académica dispar, carencia de entes controladores del ejercicio profesional y reglamentaciones claras sobre horarios, remuneraciones, tareas, posibilidades de carrera y ascensos. Además, las malas condiciones de trabajo y las bajas remuneraciones obligaban a las enfermeras a tener dos o tres trabajos, con horarios nocturnos y durante los fines de semana, hecho que redundaba en sobrecarga de trabajo, desgaste físico y mental, estrés, entre otros. Las autoras señalaron que la diferenciación salarial y de funciones y responsabilidades entre categorías con distintos grados de formación era mínima, contribuyendo a la falta de reconocimiento socio-laboral por parte del personal médico, los pacientes y sus familias.
En este apartado analizo el caso de los/as trabajadores/as del sector de enfermería de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con especial atención sobre la feminización de la fuerza de trabajo y la heterogeneidad en los grados de formación aún vigentes como variables específicas vinculadas con la precarización laboral (Pereyra y Esquivel, 2017).
El concepto de feminización hace referencia al “incremento de la participación de las mujeres en el mercado de trabajo” (Ramacciotti y Valobra, 2015, p. 287). En línea con los desarrollos de la inserción de las mujeres entendida como una fuerza de trabajo secundaria, Karina Ramacciotti y Adriana Valobra (2015) refieren que el empleo femenino históricamente fue una excepción justificada sólo en casos de soltería, viudez, orfandad o ingresos insuficientes del marido o del padre en tanto que cuestionaba el ideal patriarcal sobre las mujeres, destinadas al ámbito doméstico-privado (Martin, 2015; Ramacciotti y Valobra, 2015).
El ejercicio de la enfermería por parte de las mujeres resulta de una asociación históricamente naturalizada, con la exclusión de los varones de dicha actividad desde principios del siglo XX y la casi total feminización de las tareas de cuidados en salud. La condición femenina, vinculada siempre a lo maternal como un hecho natural, se erigió en contraposición con la imagen de la mujer trabajadora, aunque su presencia en diferentes espacios de trabajo fue constante. En este panorama, la enfermería se constituyó como una amalgama entre lo doméstico y lo maternal, convirtiéndose en una opción ocupacional favorable para conciliar el mundo del trabajo con las tareas socialmente asignadas a las mujeres. Entrado el siglo XX la enfermería fue ampliándose como una posibilidad laboral segmentada en torno al género y a la división sexual del trabajo, característica que se mantuvo prácticamente sin mayores modificaciones hasta la década de 1970, cuando se readmitieron varones en las escuelas de enfermería como producto de la crisis económica que se inició en aquellos años (Martin, 2015; Wainerman y Bisntock, 1994).
La segmentación horizontal manifiesta en la participación de hombres y mujeres en las distintas ramas y sectores de la estructura productiva es una consecuencia de las desigualdades sociales entre los géneros que se reproduce y sostiene en y desde otros espacios de la vida social, preexistentes a la inserción en el mercado de trabajo (MTEySS, 2014; Ramacciotti y Valobra, 2015). Veinticinco años atrás, en un estudio ya clásico sobre la enfermería en Buenos Aires, Wainerman y Binstock (1992, p. 284) formulaban la siguiente pregunta: “¿cómo se constituyen como ‘naturalmente’ femeninas o masculinas las ocupaciones marcadas por el género?”. Según las autoras, la enfermería en la Ciudad de Buenos Aires no nació, sino que se constituyó como femenina entre 1912 y 1916, a raíz de una ordenanza de la Asistencia Pública que produjo una reforma profunda en la Escuela de Enfermeras, Enfermeros y Masajistas fundada por Cecilia Grierson, al limitar la inscripción únicamente a alumnas mujeres (Martin, 2015; Wainerman y Bisntock, 1992). Además, los pacientes internados en los hospitales eran atendidos por personal de enfermería de su mismo género hasta que en 1914 las enfermeras también comenzaron a atender a los enfermos en las salas de varones. Este hecho cristalizó la feminización de la enfermería a principios de siglo y se formalizó legalmente en una ordenanza municipal de 1816 que estipulaba que “el personal hospitalario, fuera del médico y religioso, se comprenderá de: 1° El encargado del cuidado de enfermos, ocupado exclusivamente por mujeres, con excepción de de los servicios de venereología y genitourinarias masculinas” (Wainerman y Binstock, 1992, p. 283). La escuela fundada por Grierson tuvo alumnado exclusivo de mujeres hasta 1969, cuando se volvió a incorporar a los alumnos varones (Wainerman y Bisntock, 1992).
La feminización se reforzó mediante la atribución de supuestas dotes naturales de las mujeres para las tareas vinculadas con los cuidados, el amor, la abnegación, la vocación y el servicio, en tanto que cualidades en apariencia relacionadas con el espacio doméstico. Incluso ciertas instituciones como la escuela de enfermería de la Fundación Eva Perón establecían como requisito para el ingreso ser joven, soltera o viuda sin hijos porque se consideraba que al no destinar ese instinto materno a la crianza de los niños podían reconducir esa energía al cuidado de los pacientes y enfermos (Ramacciotti y Valobra, 2015).
La enfermería se asemejaba más a una extensión de las tareas del hogar que a una disciplina con conocimientos, procedimientos y técnicas necesarios para la correcta atención de los pacientes (Martín, 2015). Ello redundó en una temprana feminización y consecuente precarización de dichas tareas en tanto que, al considerar esas intervenciones como propias de supuestas habilidades naturales, se produjo una desvalorización de las labores en enfermería y, por lo tanto, un menosprecio a su capacitación y a sus derechos laborales. Los imaginarios en torno al trabajo de las mujeres como complementario al presupuesto familiar sostenido por los varones también reforzaron el mantenimiento de salarios inferiores para las actividades ejercidas por las mujeres en general, y para las tareas de cuidado en particular (Ramacciotti y Valobra, 2015). Como puede observarse, esto se vincula con lo desarrollado anteriormente sobre la propuesta de la teoría neoclásica para entender a la inserción de las mujeres como una fuerza de trabajo secundaria (Ábramo, 2004). En esta línea, Aspiazu afirma:
La concepción de la enfermería como vocación, vinculada al cuidado del otro como un “rol natural” (principalmente adjudicado a las mujeres) entra en contradicción con la enfermería como profesión, como trabajo calificado, que puede ser ejercido por cualquier persona capacitada para hacerlo con independencia de su género. La vocación de servicio sólo exige como retribución el reconocimiento social de las tareas realizadas, mientras que la capacitación laboral profesional implica una retribución económica acorde al status profesional. (Aspiazu, 2016, p. 31)
Respecto de la heterogeneidad en los grados de formación es posible afirmar que la misma tiene un devenir histórico que se remonta a los inicios de la ocupación (Aspiazu, 2016; Martin, 2015; Wainerman y Binstock, 1994) y se ha formalizado en las legislaciones vigentes sobre el ejercicio de la enfermería, tanto de alcance nacional (ley 24004 de 1991) como jurisdiccional (ley 298/99 de 1999 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires). La sanción de la ley nacional constituyó un hito importante en el reconocimiento de la enfermería como profesión ya que hasta ese entonces su ejercicio era considerado una actividad de colaboración, subordinada al quehacer médico, conforme lo establecido por la ley n° 17.132 del ejercicio de la medicina y odontología y actividades de colaboración (Organización Panamericana de la Salud, 2011).
Actualmente en Argentina se reconocen dos niveles para el ejercicio de la enfermería, según la legislación vigente:
Según un estudio de alcance nacional, la cantidad total de enfermeras/os en Argentina en 2013 era de 127.040 (Observatorio Sindical de la Salud en Argentina, 2013). Sin embargo, esta cifra resulta escasa, no sólo en términos numéricos7 sino respecto del nivel de formación y especialización: datos recientes del Ministerio de Salud de la Nación8 (en adelante MSal, 2015) establecen que sólo un 11,01 % del total del personal de enfermería poseía título de licenciado/a a nivel nacional en 2013, mientras que el 40,95 % tenía título de enfermero/a y el 48,04 % era auxiliar de enfermería.
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la distribución para el año 2013 reproduce la tendencia anterior, aunque con ciertas diferencias: el 14,09 % son licenciados/as en enfermería, el 48,83 % son enfermeros/as profesionales y el 37,07 % restante son auxiliares de enfermería. En las tres categorías mencionadas anteriormente la amplia mayoría son mujeres, con un 85 % de representación femenina (Observatorio Federal de Recursos Humanos en Salud, 2015) y se observa que en Ciudad de Buenos Aires existe mayor grado de formación profesional comparado con el total del país (MSal, 2015).
Por su parte, la proporción entre cantidad médicos/as y enfermeros/as universitarios/as hace una década atrás era de 1 enfermero/a cada 19 médicos/as en la Ciudad de Buenos Aires y de 1 enfermero/a cada 10 médicos/as en el resto del país (MSal y Organización Panamericana de Salud, 2005). Esta tendencia se ha revertido en los últimos años y las estadísticas oficiales muestran una proporción diferente: hoy en día existe una mínima diferencia entre la cantidad de médicos/as y enfermeros/as, habiendo apenas más enfermeros/as (licenciados/as, enfermeros/as y auxiliares) que médicos/as (MSal, 2015)9. Sin embargo, casi la mitad de ese total está compuesto por auxiliares de enfermería, con lo cual se podría afirmar que, si bien ha aumentado la cantidad de enfermeras y enfermeros en relación con los/as profesionales de la medicina, esto no se ha traducido en un aumento de la calidad de la formación, entendida como la cantidad de años dedicados al perfeccionamiento y a la formación continua. Una de las causas de este panorama radica en que la sumatoria de años de capacitación y formación no repercute de manera significativa en la mejora de los salarios: “la formación especializada es costosa y no modifica substancialmente sus remuneraciones” (Msal y OPS, 2005, p. 33).
Los bajos índices de profesionales con calificaciones superiores se explicarían por el abandono de los estudios durante el primer ciclo de formación correspondiente al pre-grado, debido a la dificultad de los/as estudiantes, en su mayoría mujeres, para compatibilizar el trabajo con sus estudios y su vida personal. Además, existen otras variables vinculadas con la organización y las condiciones del trabajo propias de los servicios de salud de la Ciudad de Buenos Aires que repercuten sobre la salud y la calidad de atención que pueden ofrecer las/os trabajadoras/es:
Las condiciones de trabajo de estos profesionales tampoco facilita el acceso a la profesionalización ya que la mayoría realizan turnos prolongados (persistencia del doble empleo), trabaja en días feriados y en horarios nocturnos, situación poco estimulante para optar por el trabajo en enfermería. (MSal y OPS, 2005, p. 34)
Por último, cabe mencionar que tanto la ley nacional como la ley de la Ciudad de Buenos Aires son herramientas insuficientes para garantizar condiciones de trabajo favorables para el sector de enfermería en la medida en que ninguna ha incluido artículos que aborden de manera explícita los aspectos vinculados con las remuneraciones, las licencias, tareas, jornadas laborales o protección en el trabajo (Aspiazu, 2016; Micha, 2015). Asimismo, la Argentina aún no ha ratificado el convenio n° 149 sobre el personal de enfermería de la Organización Internacional del Trabajo, vigente desde el 11 de julio de 1979. El artículo seis del convenio promueve que los/as enfermeros/as “puedan gozar de condiciones por lo menos equivalentes a las de los demás trabajadores del país correspondiente” en lo relativo a: horas de trabajo, descanso semanal, vacaciones anuales pagas, licencias de educación, licencias de maternidad, licencias de enfermedad y seguridad social. En este punto cabría preguntarse cuáles serían “los/as demás trabajadores/as” como punto de comparación válido respecto del personal de enfermería en tanto que en Argentina existen profundas diferencias entre las distintas ramas de actividad. Por lo tanto, ¿a las enfermeras y enfermeros le corresponderían condiciones laborales “por lo menos equivalentes” a las de los/as trabajadores/as rurales, o bien a los/as trabajadores/as de la industria automotriz o a las condiciones laborales de las trabajadoras de casas particulares?
Estos interrogantes pretenden mostrar cómo el Estado y otras instituciones reproducen las condiciones de vulnerabilidad de ciertos grupos o sectores en contextos particulares mediante la formulación de políticas y definiciones difusas u omisiones explícitas (Pecheny, 2016).
En este escrito he revisado las reformas neoliberales ocurridas durante el período 1989-1999, tanto en el terreno de la legislación laboral como aquellas relativas al sistema de salud y su descentralización. Dichas reformas contribuyeron a la consolidación de un mercado de seguros de salud con una prestación básica de servicios esenciales en el subsector público, sumado a la progresiva flexibilización en las modalidades de contratación y precarización de los puestos de trabajo.
En segundo término, analicé la categoría de trabajo precario entendida como una inserción laboral endeble asociada a la degradación de la relación salarial típica y su relación con la segmentación del mercado de trabajo, con efectos desiguales sobre las trayectorias laborales de varones y mujeres. Asimismo, destaqué que la heterogeneidad en los grados de formación da lugar a conflictos y propicia la fragmentación del colectivo de trabajo, relativizando el peso de la formación continúa sobre las remuneraciones y las posibilidades de desarrollar una carrera profesional ascendente.
Para concluir, afirmo que, si bien se produjo una revitalización sindical como resultado la restitución de los convenios colectivos y otros derechos de los/as trabajadores/as durante el período 2003-2015, las condiciones de trabajo del sector de enfermería son aún precarias debido, en parte, a la persistente feminización de la ocupación. Asimismo, si bien se ha logrado revertir la proporción entre médicos/as y enfermeros/as, la cantidad y la calidad de la formación medida en años de capacitación formal es insuficiente en comparación con otros países que son tomados como modelos por las organizaciones internacionales de salud (Msal, 2015). Esto parecería contradictorio con la importancia que ha cobrado la promoción de la atención primaria de la salud en los últimos años, en la que los/as trabajadores/as de enfermería ocupan un rol central. Se podría argumentar que estas condiciones de trabajo en el sector de enfermería se explicarían, en parte, por los idearios socio-económicos ortodoxos que entienden a la inserción laboral de las mujeres como secundaria y, por lo tanto, más precarizables que las labores típicamente asociadas a los varones.
Ahora bien, la demanda de trabajadoras/es en enfermería ha sido una constante histórica en nuestro país que se ha incrementado en las últimas décadas debido a múltiples factores: el desarrollo de la tecnología y los avances en el campo de la medicina, el aumento de la expectativa de vida, el incremento de las enfermedades crónicas, el mayor número de camas en hospitales, el crecimiento del tamaño de las poblaciones, entre otras (Asociación de Enfermería de la Capital Federal, 2011). Ante este escenario de escasez de profesionales, ¿cómo es posible que aún persista la desvalorización y la falta de reconocimiento de un servicio esencial como el que brindan los/as trabajadores/as de enfermería en el cuidado y promoción de la salud de la población? ¿Cómo puede valer tan poco en términos de salarios algo tan fuertemente demandado por el mercado? ¿Por qué otras actividades y tareas de cuidado como el caso de la docencia también carecen de un reconocimiento socio-laboral que se traduzca en altos salarios y óptimas condiciones de trabajo, a pesar de la menor fragmentación sindical que caracteriza a ese sector? Reformulando la pregunta de Wainerman y Binstock (1992): ¿Cómo se constituyen como ‘naturalmente’ precarias las ocupaciones feminizadas?
La feminización y la consecuente precarización de la enfermería en particular y de las tareas de cuidado en general explicarían la falta de reconocimiento hacia dichos trabajos. Por lo tanto, desde una perspectiva estructural, parafraseando a Mario Pecheny (2016), es lícito preguntarse: ¿pueden las políticas públicas laborales modificar la estructura social, concebida como una estructura de relaciones sociales, económicas y demográficas que reproduce las desigualdades entre los géneros? En este sentido, considero que el mayor reconocimiento económico y social en el campo de la enfermería requiere inexorablemente de la problematización de las relaciones jerarquizadas entre varones y mujeres en un sentido más amplio, entre las que se destaca la capacidad para producir valor económico y social.
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