A pesar de haber sido ocasionalmente incomprendido y muchas veces criticado por su “oportunismo metodológico” o por el tratamiento conceptual arborescente que prevalece en sus descripciones etnográficas, Erving Goffman constituye un referente ineludible para el pensamiento social. Especialmente en el vasto y transdisciplinario campo de estudios referidos a los fenómenos de la interacción social.
Sus escritos, colmados de conceptos fugaces que rara vez perviven entre un trabajo y el siguiente, pueden interpretarse como parte de teorías de un alcance acotado a cada uno de sus variados referentes empíricos: la vida asilar, los estigmas sociales, el sexismo en la publicidad, el comportamiento en el espacio público, sólo por mencionar unos pocos. Sin embargo, la obra goffmaniana en su conjunto, y pese a los matices que pueden identificarse dentro de ella, para muchos estudiosos constituye un tratado acerca del orden social en la modernidad, orientado por una clara intención de dar cuenta de la compleja relación entre las dimensiones micro y macro-sociales (Galindo, 2014, Herrera Gómez y Soriano Miras, 2004; Joseph, 1998/1999; Kim, 2003; Martuccelli, 1999/2013; Winkin, 1991).
En mi trabajo doctoral exploré algunos aspectos de la conflictividad en las interacciones suscitadas en escenarios escolares. El artículo que presento es resultado de la tarea de procurar un enfoque teórico-metodológico para mis propósitos de investigación. Las dinámicas interactivas son a menudo conflictivas, difícilmente se discrepe con ello. Sin embargo, en la literatura disponible pude observar que, incluso cuando dicha conflictividad se tematiza con frecuencia en los trabajos empíricos, existe una vacancia de intentos por dotarla de espesor teórico-metodológico, a excepción de ciertas aproximaciones conductuales o socio-cognitivas (Allen y Berkos, 2010; Honeycutt, 2004; Medrano Samaniego, 1995; Santoyo Velasco, 1999) que no persiguen una finalidad estrictamente comprensiva.
Comparto aquí mis derroteros conceptuales con el objetivo de aportar una posible herramienta analítica a las investigaciones empíricas interesadas por la conflictividad interaccional que (en la escuela o en otros escenarios) construyan interrogantes psico-sociales. Aludo a indagaciones de campo que (con independencia de su filiación disciplinar institucionalizada) problematicen la dicotomía individuo-sociedad, buscando desarrollar comprensiones que se alejen enfáticamente de reduccionismos “psicologistas” o “sociologistas” (Moscovici, 1984/1986). En modo alguno es ésta una pretensión privativa de quienes nos presentamos como psicólogos sociales.
Tal como argumentaré a lo largo del escrito, considero que, pese a ser una referencia ineludible para el estudio cualitativo de las interacciones, los desarrollos goff-manianos, al encontrarse orientados por la preocupación sociológica de comprender el orden social, pueden presentar ciertos límites para dar cuenta de lo que acontece en los escenarios de interacción cara-a-cara cuando el objeto de estudio es el conflicto y el enfoque psico-social. Por ello, avanzaré sobre algunas conceptualizaciones proponiendo un abordaje la conflictividad interaccional que procure comprender sus lógicas subyacentes desde la perspectiva de los actores sociales involucrados
El escrito se compone de dos partes. En un primer apartado recupero algunas claves de lectura transversales a la micro-sociología de Erving Goffman. En mi experiencia investigativa éstas han mostrado su fertilidad para el abordaje cualitativo de las interacciones. Fundamentalmente, proveen al analista de un lenguaje fácilmente apropiable para describir las interacciones y de un marco sociológico en el cual darles sentido. Sin embargo, expondré también las razones por las que considero estas claves insuficientes para la comprensión del conflicto.
En función de lo anterior, el segundo apartado reúne algunas pistas para superar dichas limitaciones que me fueron aportadas por la etnometodología, la fenomenología social y el campo emergente de la antropología de las moralidades. Este recorrido culmina en la Psicología Cultural de Jerome Bruner; el “punto de sutura” que daría a este tejido artesanal un claro posicionamiento psico-social en el sentido antes referido. Asumiré la tarea de poner en diálogo autores que suelen tratarse con cierta independencia (especialmente Goffman y Bruner que se encuentran en los ambos extremos de mi presentación). En ello, haré propio un principio epistemológico fundamental de la Psicología Social Crítica, la transdisciplinariedad (Ibáñez. 1992; Íñiguez, 2003), que invita a trascender la acción de “conectar disciplinas” para apostar a desestabilizar sus constrictivas fronteras (Ovejero, 1999).
En términos propositivos, el argumento que presentaré concibe al conflicto como un quiebre socio-moral. Esta consideración implicará interpretarlo no sólo como posible objeto de estudio sino también como “operador metodológico” al que el analista debe atender. Asimismo, argumentaré que la narrativa, tal como fue entendida por Jerome Bruner (1991/2006), puede constituir una “vía de acceso” al estudio comprensivo de la conflictividad en la interacción social.
La concepción sistémica de la vida social que prevalece en la obra de este autor ha conducido a que sea catalogado repetidas veces como un sociólogo funcionalista. Sin embargo, su propuesta logró diferenciarse en su momento del programa parsoniano, al que más claramente corresponde la etiqueta. Como señala Yves Winkin (1991):
Entre la noción de «sistema» y la de «orden social», hay, tanto en Parsons como en Goffman, una especie de parentesco. Para Parsons, la sociedad posee sus mecanismos autorregulares, que mantienen el orden: el orden social. Para Goffman, la interacción posee sus mecanismos autorreguladores, que mantienen el orden: el orden de la interacción. Pero estos mecanismos autorreguladores son tan frágiles como el orden que protegen. (p. 58)
En los inicios de su pensamiento (Goffman, 1953/1991) podemos encontrar a este sociólogo ocupado en mostrar que el orden de la interacción tenía un funcionamiento similar al que Talcott Parsons postulara para el orden macro social. Sin embargo, si para Talcott Parsons (1951/1991) el orden era resultado de la regulación institucional, operada sobre individuos intrínsecamente motivados a cumplir con determinadas expectativas de rol, en el planteo de Goffman encontramos un orden social sumamente vulnerable, en el que los individuos rara vez se identifican completamente con sus roles. Por el contrario, lo característico de la relación con éstos es la distancia (Goffman, 1961/1972). Cuestión sobre la que volveremos más adelante.
Nuevamente, si Parsons ubicaba el orden macrosocial como determinante de la acción, Goffman (1983) le otorgaba un papel tanto menos determinante sobre el orden de los fenómenos interaccionales, cuanto que lo restringía a una mera relación de acoplamiento laxo (loose coupling) entre ambos elementos. Desde esta perspectiva, las interacciones tienen una historia propia y por ello son consideradas como sistemas autónomos, “independientes de los individuos que vienen a actualizarlas” (Winkin, 1991, p. 55). Idea condensada en una célebre afirmación del autor, según la cual el estudio correcto de la interacción no se trataría del estudio “de los hombres y de sus momentos [sino] Más bien de los momentos y sus hombres” (1967/1970, p. 12).
Descartado el orden de las sociedades tradicionales, la búsqueda de Goffman lo conduce inicialmente hacia el orden ritual como garantía —para el actor social— de una pseudo-certeza (Kim, 2003). Los roles sociales en sí mismos proveerían confort social (claridad, predictibilidad y estabilidad) de modo tal que “el individuo experimenta cierto alivio en la repetitividad que hace innecesaria la reflexión” (p. 59).
Como apunta Isaac Joseph (1998/1999), su apuesta fue la de una sociología de las situaciones cara-a-cara, analizando la organización social de dichos encuentros “como un orden de fenómenos sociales con una historia específica” (p. 10). El orden de la interacción remite a un dominio de actividad “predicado sobre la base de presuposiciones cognitivas compartidas” (Goffman, 1983, p. 5). Se trata de una realidad sui generis, constituida en un intrincado interjuego de procesos perceptuales y comunicativos entre personas que están juntas (Vanderstraeten, 2001).
En este punto me pregunto: ¿Qué concepción de individuo interactuante propone Goffman? ¿Cómo explicar el conflicto en el plano interaccional a partir de un corpus teórico aparentemente ocupado en la explicación del orden? En los apartados siguientes ensayaré algunas respuestas.
Para Goffman (1959/1989), los establecimientos institucionales constituyen escenarios en el sentido pleno del término. En ellos, los actores despliegan un papel que les exige la representación de rutinas específicas, en las que —provistos de una máscara o fachada— buscan proyectarse ante un auditorio.
He aquí un conjunto inicial de categorías con las que el autor intenta describir el despliegue de las interacciones: esa clase fenómenos de influencia recíproca entre individuos física e inmediatamente co-presentes. En ellas, la fachada es la “dotación expresiva […] empleada intencionalmente o inconscientemente por el individuo durante su actuación” (p. 34), para de definir la situación con respecto a una audiencia.1 En la dramaturgia que describe el autor, la situación social está definida por la convencionalidad espacio-temporal en la que dos o más personas co-presentes comunican y controlan mutuamente sus actividades (Joseph, 1998/1999). Dice Goffman (1959/1989) al respecto que:
Cuando permitimos que el individuo proyecte una definición de la situación al presentarse ante otros, debemos también tener en cuenta que los otros, por muy pasivos que sus roles puedan parecer, proyectarán a su vez eficazmente una definición de la situación en virtud de su respuesta al individuo […] Por lo general, las definiciones de la situación proyectada por los diferentes participantes armonizan suficientemente entre sí como para que no se produzca una abierta contradicción. (p. 24)
Este fenómeno de “armonización”, que el autor denomina modus vivendi interaccional, es el resultado de un consenso de trabajo responsable de que, incluso cuando cada actor intente imponer su propia definición, en conjunto contribuyan a una sola definición total. Lo que implica un acuerdo referido a demandas temporaria y situacionalmente aceptadas.
La elección de la fachada no es una tarea que sólo implique a los actores: las fachadas sociales tienden a institucionalizarse, adoptando lo que el autor describiera como cierta estabilidad de una realidad “empírica por derecho propio” (p. 39).2 Por ello, el autor señala a continuación que, al adoptar roles sociales establecidos, el actor descubre, generalmente, que ha sido “adjudicatario” de una fachada particular. De modo que los fenómenos interactivos implican, ineludiblemente, no sólo la tensión entre fachadas institucionales y actores que las encarnan, sino también aquella ceñida entre las expectativas y atribuciones de un auditorio atento a las expresiones sintomáticas del actor; las que de manera involuntaria este pudiera emanar.3
Plantear lo anterior es posible para Goffman porque el yo de su individuo recibe la herencia pragmatista de George Mead: se trata de un sí mismo (self), de esencia cognoscitiva, cuya unidad es paradójica, puesto que sólo se individualiza dividiéndose (Joseph, 1998/1999). Para George Mead (1932/1968), el individuo se convierte en persona “en la medida en que puede adoptar la actitud de otro y actuar hacia sí mismo como actúan otros” (p. 199), tornándose un “objeto para sí” (p. 200). Sin embargo, Goffman (1967/1970) establece algunas distancias con la concepción meadeana del self —fundamentalmente con la proposición de un interior psíquico internalizado4— que lo conducen hacia una formulación en la que este elemento es indisociable de la situación de interacción:
Cada individuo es responsable de la imagen de sí mismo en cuanto al proceder y de la imagen de deferencia de los otros, de modo que para que se exprese el hombre completo, los individuos deben tomarse la mano en una cadena ceremonial, y cada uno entregar al de la derecha, deferencialmente, con proceder adecuado, lo que se recibirá deferencialmente del de la izquierda. (p. 80)
La anterior cita ilustra el carácter proyectado del self goffmaniano. No en el sentido de dar una impresión a los demás (proyectar dicha impresión), ni tampoco de atender a un papel preestablecido (proyectarse desde él). Al contrario, como apuntó Yves Winkin (1991), se trata de un self fundamentalmente situacional, “creado por la implicación en la interacción [de modo tal que] El yo de A es el que B cree que A proyecta a B y viceversa” (p. 71). Siendo la forma prototípica de esta mutua proyección la que, en el planteo de nuestro autor, define a un equipo de actuación: un conjunto de individuos que cooperan, ex profeso, en la mantención de cierta definición proyectada de una situación (Goffman, 1959/1989).
Hasta aquí no he referido a la relación del self con las instituciones. Sabemos ya que los roles por ellas prescriptos no eran elementos que Goffman desconociera. Los comprendía como una promulgación de derechos y deberes atribuidos a un estatus dado, respecto de los cuales los individuos se vinculan mediando cierta distancia. Así, al distinguir los aspectos normativos del rol de su desempeño efectivo, reconocía el influjo de la individualidad responsable de que la identificación con los roles nunca fuera absoluta. La distancia de rol alude a la separación efectivamente expresada (a veces con demostraciones de desdén) entre el individuo y su rol putativo. Lo que el individuo niega así no es el rol, sino el self “virtual” implicado en él (Goffman, 1961/1972). Negación que, en contextos institucionales, típicamente asume la forma de ajustes secundarios: arreglos habituales mediante los cuales los actores alcanzan fines no autorizados (Goffman, 1961/2007).
Para el autor los roles se definen al interior de un sistema de actividad situada; un circuito de acciones interdependientes, cerrado y auto-compensatorio. Esto permite introducir una diferenciación entre el rol de una actividad situada y el “título del rol” en nombre del cual dicha actividad es llevada a cabo. El desempeño del rol implica para el actuante la asunción de uno o más papeles, rutinas o fachadas, que podrán ser presentados en ocasiones diversas y ante distintas audiencias. De modo que, sin importar cuán circunscriptos sean los límites de un sistema de actividad, se observará allí una “danza de identificación” (p. 127).
Las instituciones también encarnan normas y valores sociales generales y, al respecto, existen interpretaciones diversas sobre la relación que el individuo goffmaniano entabla con ellas. Mientras que algunas lecturas han tendido a ver un sujeto moralista, otras —contraria y paradójicamente— han reparado en su cualidad cínica y amoral (Kim, 2003). Se trata, en mi propia evaluación, de derivaciones posibles de efectuarse a partir de una conocida sentencia de la presentación de la persona, según la cual los actores sociales serían mercaderes de moralidad (Goffman, 1959/1989):
Los individuos no están preocupados por el problema moral de cumplir con normas sino con el problema amoral de construir la impresión convincente de que satisfacen dichas normas. Nuestra actividad atañe en gran medida, por lo tanto, a cuestiones de índole moral, pero como actuantes no tenemos una preocupación moral por ellas […] somos mercaderes de la moralidad. (p. 267)
Parto de suponer que toda actividad situada comporta una parte normativa, lo que necesariamente supone una vinculación del individuo goffmaniano con las normas sociales. No obstante, las aproximaciones más sistemáticas a la obra de este autor, han optado por interpretaciones más complejas, en las que el individuo (ni moralista, ni cínico), se encuentra sujeto a las exigencias morales de la vida en sociedades industriales modernas (Berger y Luckmann, 1966/2001; Kim, 2003; Marrero, 2012; Martuccelli, 1999/2013).
Pese a esta complejidad, como señala Isaac Marrero (2012), al emerger el individuo de las interacciones —y no al revés— este enfoque nos aleja de las fenomenologías de la intersubjetividad, tan pronto como prescinde de componentes motivacionales individuales para explicar la acción.5 Con ello, también nos aparta de un enfoque psico-social. Sería injusto reclamarlo a una obra de claras preocupaciones sociológicas que, como tal, no interroga la producción subjetiva individual. Aún con esa limitación, Goffman aporta algunos elementos más para caracterizar al actor en la interacción.
El interrogante acerca del orden en sociedades modernas ha sido fundacional para la sociología. Como apunta Winkin (1999), en su respuesta, “Goffman proyecta su propia ansiedad de actor en tránsito” (p. 67). Refiere concretamente a que el sujeto goffmaniano, acosado por la mirada de los demás, se encontraría en un estado de “guardia” casi constantemente, debido a que las exigencias de presentación que pesan sobre él, hacen que llegar a ser alguien digno de no ser tenido en cuenta, se torne uno de los mecanismos básicos para su desarrollo. Esta idea aparece cuidadosamente desplegada en varios de sus trabajos. Particularmente su ensayo sobre la naturaleza de la deferencia y el proceder (1967/1970) y Estigma (1963/2006), son dos de los textos en que encontraremos más genuinamente expresada su preocupación por la problemática de la gestión interaccional de las diferencias. Las interacciones mixtas a las que el autor alude en Estigma —aquellas que involucran individuos estigmatizados y “normales”— constituyen ejemplos prototípicos de intercambios cotidianos en los que emerge una tensión, suscitada por la “obligación moral” de pasar por alto un atributo desacreditador que resulta evidente.6 Sin embargo, ese esquema puede ser transportado para pensar la infinidad de situaciones cotidianas en que una diferencia, quizá menos noticiable, suscita la necesidad de salvar la cara en orden a preservar cierto equilibro ritual (Goffman, 1967/1970).
Danilo Martuccelli (1999/2013) añade a este cuadro que la preocupación del individuo goffmaniano por la presentación de sí, sería un derivado de las exigencias de sociedades democráticas, en las que cada quien debe presentar su mejor aspecto. Para el sociólogo francés la distancia de rol favorece que esto se realice con grandes dosis de reflexividad, lo que lo conduce a ubicar a este individuo a medio camino entre las posiciones que esbozábamos al comenzar este apartado: la sinceridad y el cinismo. Condiciones que, conjuntamente, brindan márgenes de maniobrabilidad sobre las exigencias de presentación propias de cada contexto de interacción. El self adquiere así una cualidad situacional, despejando de la ecuación el problema referido a su unicidad:
Si bien quizá sea cierto que el individuo tiene un yo único, absolutamente propio, las pruebas de esta posesión son en todo sentido un producto de un trabajo ceremonial conjunto, y la parte expresada por el proceder del individuo no es más importante que la parte transmitida por los otros mediante su conducta deferente hacia él. (Goffman, 1967/1970, p. 80)
Hasta aquí identifiqué uno de los elementos más característicos del individuo en Goffman: su carácter proyectado y situacional, creado por la implicación en la interacción con otros. El último fragmento citado enfatiza sobre otro elemento de relevancia: su personalidad múltiple, que se corresponde con la pluralidad de mundos y compromisos que establece en esos mundos (Joseph, 1998/1999). De modo tal que la unicidad del self se torna una ficción producida por la interacción.
En mi interpretación, las categorías que permiten postular la cualidad proyectada de este self (la situación social y su definición, el modus vivendi interaccional, las fachadas, la presentación de sí, el consenso de trabajo, los equipos de actuación, etc.) son las mismas que contribuyen a comprender los esfuerzos mancomunados de los individuos por ajustarse al frágil del orden de las interacciones. Considero también que el segundo rasgo del self (su multiplicidad), en la medida en que abre a la posibilidad de aprehender las tensiones existentes entre escenarios diversos, es el que permite ingresar —de cara a los propósitos de este trabajo— en la dimensión de la conflictividad interaccional.
Pensar el conflicto con Goffman implica emprender una lectura a “contrapelo” de sus conceptos. Pues las referencias a este elemento son presentadas generalmente como consecuencias de la pérdida del orden. Sin embargo, las derivaciones de hacer este trabajo resultan interesantes.
Desde los inicios de su trayectoria, Goffman se opuso a pensar a la identidad como una cualidad invariante de las personas, esto es, independiente de los escenarios de interacción en que éstas se encontraran. Como señalé previamente, propuso una concepción múltiple y contingente (Íñiguez-Rueda, 2001). Inicialmente lo hizo mediante la jerga dramatúrgica (1959/1989) y el lenguaje ritual (1967/1970) y, posteriormente, apelando a los marcos de la experiencia, así como a la posibilidad de encontrarlos “disputando” la definición de una situación social (1974/2007).
Con frame analysis (1974/2007), su última “gran” obra y quizá la menos conocida en el ámbito hispanohablante, Goffman ingresa más claramente en el debate estructura-agencia. Si señalo que las nociones recuperadas en el apartado anterior parecen poner el peso en la explicación del orden social, veremos también que su propuesta permite recuperar la tacticidad del actor sin caer en un relativismo absoluto. Esta posibilidad aparece enlazada, fundamentalmente, a su tardía noción de marco de referencia primario (MRP).
Explica el autor que un MRP es aquel que “convierte en algo que tiene sentido lo que de otra manera sería un aspecto sin sentido de la escena” (p. 23). En otras palabras, los MRP ofrecen al actor una respuesta a la pregunta “¿Qué está pasando aquí?”, en la situación social.7
Ahora bien, decir que los marcos ofrecen respuestas al actor en modo alguno supone pensar que comporten un carácter determinante sobre sus prácticas. Si la noción de experiencia enmarcada pudiera sugerir una interpretación tal, es necesario entonces destacar que lo propio de dichos marcos —y de la experiencia que en ellos se constru-ye— es su vulnerabilidad. Cualidad derivada de la posibilidad siempre presente de que, en el juego comunicacional, existan engaños, malos entendidos y expectativas frustradas. Precisamente, por la fragilidad que comporta el orden de la interacción.
Por lo tanto, si los marcos —en tanto elaboraciones intersubjetivas— aportan una respuesta a la pregunta acerca de lo que está sucediendo en una determinada situación social, esa respuesta será siempre provisoria, contingente y estará sujeta a la posibilidad de verse trasformada (Kim, 2003).8
Retrospectivamente en la obra de Goffman encuentro precursores de la noción de vulnerabilidad en las tempranas referencias a las disrupciones en la actuación (1959/1989) o al desequilibrio ritual (1967/1970). De hecho, podría imputarse a los rituales un rol análogo al de los marcos, que Kwang-ki Kim (2003) describió como el de “analgésicos” para la incertidumbre interaccional. La diferencia radica en que en los últimos el énfasis recae sobre aspectos cognitivos de la acción y ya no sobre componentes rituales.
Queda expresado aquí un esquema —compartido también por la tradición etnometodológica— de acuerdo con el cual una determinada ocurrencia genera que cierta “normalidad” de los acontecimientos se vea amenazada (Heritage, 1984). En una situación tal, la labor correctora tiene por finalidad modificar el sentido de dicha infracción, transformándola en algo aceptable (Goffman, 1971/1979). Este constituye uno de los planteos que ubicará más claramente a Goffman como sociólogo sistémico: el orden de la interacción cuenta con sus propios mecanismos para apuntalar las desviaciones. Sin embargo, en tanto para el autor el orden social no se encuentra garantizado por normas morales interiorizadas o coacciones institucionales externas, es posible pensar que allí, en la vulnerabilidad interaccional, Goffman contemple —o al menos no descarte— la agencia del actor (Kim, 2003).
Si la labor correctora es la actividad que posibilita restaurar un equilibro interaccional vulnerado, provisoriamente, situaré a los MRP como las fuentes de las que emana el contenido que ésta reivindica (Goffman, 1971/1979). En tanto, como señala Jorge Galindo (2014), el concepto de marco permite captar el modo en que los agentes reproducen en la práctica ordenamientos sociales más amplios.
Frame Analysis —el trabajo en que encontraremos desarrollado este concepto— es a menudo catalogado como la obra “más cognitivista” que produjo Goffman. En efecto, el concepto de marco enfatiza en aspectos cognitivos de la interacción, dejando poco claro el lugar en que podrían integrarse los componentes morales; preocupación no sólo basal a los enfoques comprensivos de las Ciencias Sociales contemporáneas, sino también fundamental para la construcción de un enfoque comprensivo del conflicto.
En mi trabajo, algunas claves para integrar estos componentes en un marco interpretativo de la dinámica de la conflictividad interactiva, provinieron de revisitar la noción de repertorios sociales y morales. Se trata de un constructo que ha cobrado actualidad en planteos sociológicos y antropológicos relativamente recientes pese a tener su germen en desarrollos etnometodológicos clásicos (Scott y Lyman, 1968). Sabemos que en las Ciencias Sociales suelen popularizarse términos sin un motivo claro, cuestión que hace necesaria una vigilancia epistemológica en relación a los conceptos que empleamos. En este sentido, la decisión de referir a repertorios y no a marcos no propone sólo un cambio de nominación. Contrariamente, encuentra fundamento en las preocupaciones que enfrentaban los etnometodólogos.
Si bien el punto de partida para los representantes de esta corriente —al igual que para Goffman— fue la interacción, el sociólogo canadiense parece haber centrado su atención en su estructura mientras que, como apuntó Juan Carlos Revilla Castro (1996), Garfinkel y sus seguidores lo habrían hecho sobre la forma en que los individuos construyen su mundo social en las interacciones. Desde esta perspectiva las prácticas cotidianas simultáneamente transmiten información y crean el contexto en que pueden ser entendidas.9 Su propuesta implicó una integración de lo “moral” y lo “cognitivo” que hasta entonces, y respectivamente, en las propuestas de Parsons y Schutz eran abordadas de manera aislada (Heritage, 1984).
A lo largo del segundo apartado exploraré algunas nociones claves para avanzar en mi argumentación. Iniciaré por el concepto de repertorio gestando por la etnometodología. Allí destacaré el papel de las prácticas sociales como constructoras de realidad y de los actores como productores culturales. Énfasis que permitirá que contemplemos la agencia de los actores sociales en las dinámicas conflictivas. Seguidamente, recuperando los cimientos fenomenológicos de las perspectivas consideradas, procuraré delimitar la noción de quiebre socio moral, concepto central para nuestros propósitos metodológicos. El diálogo con Jerome Bruner entablado en última instancia será clave para avanzar en una propuesta concreta para interpretar las imputaciones que los actores realizan frente a las situaciones conflictivas que enfrentan en diversos contextos de interacción.
Una temprana apelación a la noción de repertorios (quizá no la primera) puede encontrarse en los planteos etnometodológicos de Marvin Scott y Stanford Lyman (1968). Los autores retomaron la línea iniciada por Harold Garfinkel, para aducir que es a través de las interacciones como la persona se socializa y aprende un repertorio de expectativas de trasfondo, “apropiadas para una variedad de otros” (p. 53). Para Harold Garfinkel (1967/2006) las expectativas de trasfondo funcionan como esquemas de interpretación “vistos pero inadvertidos” (seen but unnoticed). Así, el mundo de vida cotidiana estaría compuesto de escenas familiares y cotidianas “dadas-por-sentadas en común con otros” (p. 47).
Scott y Lyman no explicitaban las particularidades del proceso de socialización invocado para referir al aprendizaje de los repertorios. Su alusión al influjo de una “variedad de otros” podría interpretarse como una referencia implícita a las formulaciones de sus contemporáneos Thomas Berger y Peter Luckmann (1966/2001). Estos autores enfatizaban en la impronta heterogénea que impone la socialización en sociedades modernas, caracterizadas por una fuerte división de esferas especializadas de conocimiento.
Una referencia más actualizada de la complejidad que comportan dichos procesos aparece en el trabajo contemporáneo de Bernard Lahire (2007). Para el sociólogo francés, la “fabricación” psico-social del individuo en ninguna de sus etapas supone el proceso exento de conflictos identificatorios que postularan Berger y Luckmann (1966/2001) al formular el concepto de socialización primaria. Contrariamente, sostiene que, desde las más tempranas experiencias en el mundo, los individuos participamos en contextos sociales múltiples y heterogéneos entrando en contacto con diversos contenidos cognitivos, afectivos y culturales. Proceso del cual emergeríamos como actores plurales.
Esta consideración se encuentra en la base su crítica a la unicidad de la noción bourdiana de habitus. El autor propone referir a repertorios de hábitos; “compendios de experiencias sociales que han sido construidos-incorporados [por el actor] en el curso de la socialización anterior en marcos sociales limitados-delimitados” (p. 55). La diferencia más notable respecto del habitus radica en que estos repertorios —como los marcos goffmanianos— son heterogéneos y, por tanto, ocasionalmente contradictorios. La multiplicidad del actor enfatizada por Lahire es también un elemento presente en el planteo goffmaniano. De su aporte, me interesa recuperar la consideración de la socialización como proceso inherentemente conflictivo y por lo tanto no sólo inductivo o exento de contradicciones. En segundo término y vinculado con lo anterior, retendré su integración de la dimensión cultural en dicho proceso y —como lo muestra el fragmento citado— el estatus de constructor que otorga al actor.
Sostengo lo anterior porque en el apartado previo referí en extenso al orden social y su relación con la constitución identitaria en la obra goffmaniana (la constitución del self para ser más preciso) de un modo que desantedió el componente cultural al enlazar ambos elementos. Entender a la cultura como trama simbólica (Geertz, 1973/2003) y no como mero agregado de normas y valores sociales generales conlleva una apertura a mirar los actores sociales como productores simbólicos y, entonces, como artífices de una “cultura en movimiento” (premisa basal al interaccionismo simbólico, no así a la vertiente goffmaniana).10 Sin embargo, el peso del funcionalismo y el culturalismo norteamericanos pervive a menudo en cierta concepción reificada de la cultura, expresada con frecuencia en la alusión a “códigos culturales” (Noel, 2013). En una búsqueda superadora, el citado antropólogo argentino recupera la noción de repertorios para dar cuenta de las dimensiones morales de la acción. La propuesta de Noel se articula dentro del campo emergente de la antropología de las moralidades. Un conjunto de estudios que, como señala uno de sus principales referentes (Fassin, 2008), no convergen en una antropología “moralista” sino, por el contrario, en un enfoque que tiene a la moral por objeto, refiriendo con ello a “la creencia humana en la posibilidad de distinguir el bien del mal y en la necesidad de actuar a favor del bien y en contra del mal” (p. 335). Claro que esta definición puede complejizarse a poco de andar, toda vez que pensar en actores plurales implica asumir que en toda configuración social podrían identificarse formas alternativas de bien y de mal que se ponen en juego en situaciones de conflicto potencial o manifiesto (Werneck, 2011; Zigon, 2007). En este sentido, integrando nuevamente a Lahire a la discusión y como idea central de este subapartado, propongo pensar las interacciones cotidianas como locus de procesos socializadores conflictivos en los que se produce un actor moral plural.
Noel (2013) define a los repertorios como conjuntos de recursos materiales y simbólicos más o menos abiertos y cambiantes que son puestos al alcance de los actores a través de los procesos de socialización y de la configuración y reconfiguración permanente de sus lazos de sociabilidad en relación con las posiciones que van ocupando en la estructura de sus colectivos de referencia. Esta conceptualización será puesta en juego por el autor para explorar en clave identitaria ciertas disputas en torno a espacios públicos, reconstruyendo los repertorios morales y cognitivos que son movilizados por los actores (Noel, 2011a, 2011b). Para nuestras preocupaciones su formulación tiene una consecuencia sustantiva; al aludir a repertorios morales estaremos refiriendo a elementos fluctuantes. Sin caer en un relativismo absoluto, el antropólogo nos aleja de un sociologismo determinista para aproximarnos a una concepción del actor social como legítimo productor cultural:
Los actores sociales no solo entran en contacto con los recursos propiamente dichos, sino también con formas socialmente disponibles o habituales de utilizarlos, combinarlos y movilizarlos para fines determinados. Estas formas socialmente disponibles de uso, por supuesto, no solo son aprendidas de otros actores sino que cada vez que son puestas en práctica se abren a la interpelación potencial de terceros que tienen acceso directo o mediado a ellas o a sus consecuencias. (Noel, 2013, p. 16)
Así, incluso cuando los actores apelen a los recursos culturalmente disponibles, los modos de combinarlos, movilizarlos y las consecuencias de hacerlo frente a auditorios con potencial de interpelación admiten brechas para su innovación. El actor moral plural que aquí reivindicamos, goza de la capacidad que Alexandre Werneck (2011) denomina como metapragmática, reflejada en el hecho de que las elecciones morales de los actores no opten entre bien o mal sino entre clases alternativas de bien, que deben ponderarse en la especificidad de cada contexto de interacción. Lo anterior admite la emergencia de un plus de significación en orientaciones morales sui generis; aquellas que no responden a un sentido canónico.
Noel aclara que su concepto de repertorios no pretende avanzar sobre el modo en que los contenidos morales y congnitivos “anudan” en la subjetividad de los actores sociales individualmente considerados. La noción de repertorios morales nos aproxima a una lectura integradora de lo moral y lo cognitivo en actores sociales considerados plurales. Pero nuevamente nos aleja del plano subjetivo individual, alentando que continuemos nuestra búsqueda conceptual. Por ello, en el último apartado entraré en diálogo con una perspectiva eminentemente psico-social.
No obstante, antes de continuar hacia a ese punto de mi argumento, en el apartado siguiente introduciré otro concepto que emana del basamento fenomenológico de algunas de las formulaciones que abordé recién. Como denominador común a estas perspectivas encontré una conceptualización del conflicto como quiebre socio-moral, prolífica para mis propósitos.
En situaciones de conflicto, Goffman decía que vivimos la experiencia de la vulnerabilidad de los lazos sociales y de la incomodidad de las interacciones (Joseph, 1998/1999). Lo que el autor denominó como disrupciones de la actuación, supone que la situación social cesa su estado de definición: “las posiciones previas se vuelven insostenibles y los participantes se encuentran sin curso de acción […] se desorganiza el pequeño sistema social, creado y sustentado por la interacción ordenada y metódica” (Goffman, 1959/1989, p. 258). Esta sentencia deja en claro algo que ya he expresado, a saber; que para el sociólogo el conflicto era una situación de excepcionalidad que, por un lado, testifica la labilidad del orden de la interacción y, por otro, permite ponderar la importancia de la labor correctora como “mecanismo de defensa” ante una amenaza al orden. Por ello apunté que su preocupación parecía centrarse en dar cuenta del modo en que los actores lograban tal mantenimiento y no en la comprensión del contenido del conflicto suscitado.
Goffman soslayó que la indagación del conflicto tornado manifiesto aloja una potencialidad para la investigación cualitativa. Este aspecto fue tempranamente señalado por John Austin (1961) cuando sostenía que el quiebre en el discurrir de la acción (breakdown) ayuda al investigador a “penetrar el velo enceguecedor de obviedad que esconde los mecanismos del acto naturalmente exitoso” (p. 128). Una tesis afín aparece formulada en el campo de la fenomenología social. Alfred Schutz (1944) sostenía que los miembros de un contexto cultural reproducen su entorno en las interacciones cotidianas. El trabajo citado —un breve ensayo que el autor ubicó en el campo de la psicología social— señalaba que el “pensar como siempre” (thinking as usual) propio de la vida cotidiana se basa en una serie de asunciones, la más importante de ellas; que nuestros esquemas interpretativos personales son compartidos por nuestros semejantes. Posteriormente el fenomenólogo ampliará esta idea dando forma a su conocida noción de actitud natural de la vida cotidiana (Schutz, 1962/1982) abonando una concepción de sujeto para el cual todo es aproblemático hasta nuevo aviso. Sin embargo, ya en este escrito temprano señalaba que una ocurrencia capaz de provocar una crisis a este modo de pensamiento cotidiano interrumpe el “fluir del hábito” y “modifica las condiciones de la conciencia” (p. 502).
En tales circunstancias la etnometodología ha enfatizado en el registro subjetivo de indignación producido por el quiebre (breakdown) de un orden moral (Garfinkel, 1967/2006; Heritage, 1984). Basta recordar las reacciones registradas en los célebres experimentos disruptivos que permitían a los estudiantes de Garfinkel reconstruir las expectativas de trasfondo en los mundos de vida que tenían a mano. Allí el lector puede encontrar claros ejemplos. En un trabajo bastante más reciente Jarret Zigon (2007) refirió a situaciones de este tipo como quiebres morales (moral breakdowns). El antropólogo americano comprende a la moral como un conjunto de disposiciones que se tornan conscientes en estos momentos de quiebre. En sus palabras, los quiebres son de instancias que “nos sacuden hacia afuera de la cotidianeidad de ser morales” (p. 133). Para el autor, postular el carácter disposicional de la moral, en modo alguno supone invocar disposiciones encarnadas o estáticas. En este sentido, como Lahire, también las distingue del habitus a partir de recuperar de la noción heiddegeriana de estar-en-el-mundo. El carácter irreflexivo de dicha condición se vuelve abierto y dinámico por los quiebres a los que aludimos. Tales circunstancias conducen a que la persona —movilizada por la incomodidad y desorganización— busque retornar a la posición irreflexiva de estar “en” el mundo. Sin embargo, subraya Zigon, este momento ético jamás implica un retorno hacia las mismas disposiciones morales irreflexivas. El proceso de responder al quiebre, aunque sea levemente, las alterará. En este punto, el autor nos alerta respecto de la posibilidad de encontrar respuestas que puedan no responder a repertorios morales consolidados.
La filosofía pragmatista en que se asienta la mayoría de los enfoques interaccionistas supone —contrariamente a otras tradiciones clásicas de la teoría social— que la acción y su registro reflexivo son procesos indisociables. De modo que el actor que se postula sería capaz de comprender el curso de su acción dando cuenta los marcos normativos que la orientan. Sin embargo, acompañados de los rudimentos fenomenológicos recién mencionados, conseguimos mirar los conflictos en las interacciones como momentos en que se alteran las condiciones de conciencia de nuestros actores dando lugar a lo que interpreto como una “reflexividad aumentada”. Así, como consecuencia del conflicto en las interacciones, para los actores sociales algunos sectores del acervo moral de su mundo de vida se tornarán accesibles. Retomando lo señalado por Austin añadiré que, en tales circunstancias, para el investigador debería ser más sencillo explorarlo y atender a su dinamismo. Esta es la proposición que extraigo en este subapartado: el quiebre suscitado por el conflicto constituye para el analista de las interacciones una “vía de acceso” a los contenidos cognitivos y morales del contexto cultural estudiado.
En mi experiencia de trabajo, un punto problemático fue delimitar criterios y procedimientos analíticos para reconstruir estos dinámicos contenidos y, especialmente, para saber qué estatuto asignar a las “imputaciones nativas” frente en situaciones de conflicto. Asuntos para los cuales no encontré respuesta en los desarrollos hasta aquí considerados. La posibilidad de responder a este interrogante vino enlazada de una perspectiva de cuño psicosocial: la Psicología Cultural de Jerome Bruner.
La popularidad de Bruner en los manuales de psicología se debe más a su papel como referente de la revolución cognitiva que como protagonista de su propia “revolución cultural”; momento en que el autor se introduce en el pensamiento narrativo para captar las vicisitudes de la intencionalidad humana (Esteban-Guitart, 2009). En este “segundo Bruner” es posible reconocer un interesante viraje hacia la Psicología Cultural que lo condujo a incorporar los aportes de autores ajenos al campo en que venía desarrollando sus trabajos. Fundamentalmente, en este giro encontramos claras resonancias etnometodológicas puestas en diálogo con el enfoque narrativo de Ricoeur.
Jerome Bruner sostenía la tesis de que los individuos somos psicólogos en estado práctico. Su propuesta teórica —que su familiaridad con el trabajo de Garfinkel lo condujo a catalogarla como una etnopsicología— alentó el desarrollo de una disciplina atenta a las construcciones de la “psicología popular” (folk psychology), entendida como instancia de mediación entre el individuo y la cultura:
Una psicología sensible a la cultura (especialmente si otorga un papel fundamental a la psicología popular como factor mediador) está y debe estar basada no sólo en lo que hace la gente, sino también en lo que dice que hace, y en lo que dice que la llevó a hacer lo que hizo. También se ocupa de lo que la gente dice que han hecho los otros y por qué. Y, por encima de todo, se ocupa de cómo dice la gente que es su mundo. (1991/2006, p. 34)
La cita previa parece marcar un juego de oposiciones con la obra de Goffman. Para el sociólogo, dijimos, el interés estaba puesto en la estructura de la interacción con independencia de los individuos que vinieran a “actualizarla”. El psicólogo, en cambio, se desentendió de la estructura para abocarse a analizar las atribuciones de los interactuantes. En esta clave de interpretativa, se puede aducir que el enfoque de Bruner supone una atención volcada hacia el registro subjetivo que los propios actores construyen acerca de los procesos que Goffman denominaría como de presentación de sí mismos en la vida cotidiana. Si se me concede esta interpretación, mostraré que la perspectiva bruneriana contiene elementos para subsanar la insuficiencia que identificamos en los enfoques hasta aquí recuperados para la construcción de una perspectiva psicosocial.
Particularmente para Goffman, no deberíamos ver en las conductas una motivación psicológica, sino comprenderlas como despliegues visibles de una intención, expresada discursivamente en un vocabulario de motivos (Mills, 1940).11 Para Bruner los motivos imputados por los sujetos emanan de la psicología popular, un dominio narrativamente organizado. El autor señala, por sobre todo, el caris moral de esta psicología, en tanto “no se limita a resumir cómo son las cosas, sino también (muchas veces en forma implícita) cómo deberían ser” (1991/2006, p. 57). Las narrativas que la componen operan sobre la conformación de las actitudes y acciones de las personas, lo que permite pensar las convenciones narrativas como normas a las que los actores hechan mano al dar cuenta de los motivos de su acción (Harré, 2001). Subyace aquí el supuesto acerca de una “elección moral informable” (accountable moral choice) que Garfinkel ubicó en el centro de su análisis de la organización social (Heritage, 1984). Sin embargo, al incorporar el enfoque narrativo, Bruner está atendiendo también al modo en que se organiza la experiencia subjetiva individual. Este es el punto en que el autor manifiesta más claramente la influencia que Ricoeur tuvo sobre su pensamiento. Para este filósofo el sujeto es un personaje dentro una trama y la narrativa es la forma de organización de su experiencia, capaz de integrar los acontecimientos en la producción un relato. Pese a que el uso coloquial e inespecífico del término narrativa parecería indicar lo contrario, no todo racconto de una secuencia de eventos constituye una narrativa. Desde esta perspectiva una narrativa “debe referirse a cómo un libreto canónico implícito ha sido incumplido” (Bruner, 1991, p. 11). En otras palabras, cuando las cosas “son como deben ser”, las narrativas se tornan innecesarias.
Vemos entonces que la psicología popular que postula Bruner se encuentra investida de canonicidad, pero la narrativa como forma de organización de la experiencia se torna en la vía primordial para hacer de lo excepcional algo comprensible. Esta distinción entre canonicidad y excepcionalidad tiene claras resonancias del pensamiento de Ricoeur.12 Lo excepcional en el planteo bruneriano es correlativo a lo que Paul Ricoeur (1990/1996) denominara como acontecimiento, distinguiéndolo de la mera ocurrencia. El primero sólo se define en la operación de configuración de una trama narrativa. Se trata de un evento cuya emergencia produce una discordancia. Sin embargo, la capacidad de “síntesis de lo heterogéneo” (p. 140) inherente a la narrativa permite la continuidad de un relato. A eso debemos que Bruner haya afirmado que las narrativas de la psicología popular están “diseñadas” para contener el extrañamiento que produce el incumplimiento de una norma, más que para resolverlo.
En ese esquema, la narrativa es la encargada de encontrar estados intencionales (motivos) que hagan comprensible las desviaciones respecto a patrones culturales canónicos. Como en los desarrollos considerados en el apartado anterior, aquí se supone también que cada cultura contaría con un repertorio de relatos distintivos que se engarzan a las narrativas personales (Hernández, 2007). En el afán de organizar su experiencia el individuo apelaría a las narrativas culturales disponibles. No obstante, en la misma construcción de una trama el narrador podría producir un contenido alternativo e innovador que remita a la singularidad de su experiencia. Volviendo sobre nuestros pasos para retomar mi unidad de análisis, me pregunto qué es un acontecimiento en el plano de la interacción social sino una situación conflictiva en la que, como señaló Goffman (1959/1989), el incumplimiento de un libreto en la dramaturgia social torna insostenibles a las posiciones previas afectando la interacción metódica y ordenada. En mi interpretación hay aquí una pista metodológica para interpretar las imputaciones nativas en las situaciones de conflicto: el acontecimiento conflictivo produce una situación de quiebre; una modificación en las condiciones de conciencia en que las narrativas emergentes proveen al analista indicios para reconstruir por vía inductiva las expectativas frustradas en el discurrir de las interacciones. En términos procedimentales, entiendo que el investigador de campo que busque comprender el conflicto en la interacción debería mantenerse permanentemente alerta a la emergencia de la narrativa, interpretándola como una “vía de acceso” para interrogar la producción del acontecimiento, comprender qué libretos canónicos están siendo incumplidos y atender especialmente a los motivos que atribuyen los actores en su afán por restablecer cierto sentido de la canonicidad.
Así, a la consideración del quiebre como operador metodológico, Bruner aporta otro elemento productivo para nuestro esquema analítico: la centralidad de la narrativa en la operatoria moral del actor. Este modo de enunciarlo indica que, en el discurrir de los conflictos interaccionales, las narrativas de nuestros actores apelarán a repertorios disponibles que posibiliten disputar el sentido de una acción (o subsanar el incumplimiento de un libreto canónico) en la situación social. Aunque también es esperable que introduzcan elementos innovadores expresados en la construcción de sus posiciones subjetivas que puedan producir un plus de significación y, en un momento ulterior, consolidar repertorios que integren el acervo moral de un contexto cultural dado.
Esta conclusión me aleja claramente de la preocupación goffmaniana por los elementos que sostienen el orden interactivo para abonar un enfoque comprensivo y psicosocial de la conflictividad en las interacciones.
En este artículo emprendí un recorrido teórico con el objeto de proponer una herramienta analítica para el estudio comprensivo de la conflictividad en las interacciones sociales.
Comencé presentando algunas claves de lectura transversales a la obra de Goffman que me permitieron construir premisas fértiles para nuestros propósitos. El analista interesado en las interacciones podría extraer de este primer momento algunos supuestos para iniciar su indagación.
En primer lugar, que el orden de las interacciones se encuentra inherentemente normado y posee una relativa independencia respecto al orden macro-social. Esto supone comprender que al abordar las interacciones estamos explorando una realidad sui generis cuya explicación no puede agotarse en la imputación de un “fondo” socio-cultural.
En segundo lugar, que la producción del individuo en el mundo de la vida cotidiana que pretendamos estudiar puede comprenderse atendiendo al inter-juego de elementos “en escena”, tarea para la cual Goffman nos provee de una batería cuantiosa de categorías analíticas de sencilla aplicación.
Por último, que el sí mismo comporta un carácter proyectado y múltiple, esto es; simultáneamente emergente de la situación de interacción y por ende consensuado, pero plural por el modo en que emerge en relación a las demandas (a menudo contradictorias) de diversos escenarios de interacción en los que participa. En este sentido, se trata de un individuo que permanentemente debe enfrentar y resolver conflictos en la interacción con otros.
Pese a que comencé conceptualizando el conflicto desde la obra goffmaniana, expuse también las limitaciones que encontré al hacerlo. Las preocupaciones sociológicas de este autor lo condujeron a centrar su atención en el orden de la interacción en detrimento del conflicto. Más aún, señalé que en sus escritos el conflicto aparece tratado como un fenómeno excepcional. Sumado a esto, el heurístico concepto de marco de referencia —quizá el que más elementos aporte para comprender las disputas suscitadas en la interacción— se encuentra centrado en los componentes cognitivos de la experiencia humana descuidando, al menos en nuestra propia lectura, el componente moral que resulta basal para una comprensión de la conflictividad.
En este punto, la etnometodología mostró ser un importante aliado. No refiero sólo a sus logrados esfuerzos por integrar lo moral y lo cognitivo, aspecto que remite a su contexto de producción. El concepto de repertorio germinado por esta corriente permite construir una mirada abierta a la producción de nuevos elementos culturales. Esto se ve aún más claramente reflejado en el tratamiento contemporáneo que Lahire y Noel emprenden en torno a las nociones de repertorios de hábitos y repertorios morales. Por otro lado, la base fenomenológica presente en algunos de los desarrollos que reunimos en este segundo momento nos permitió conceptualizar al conflicto en las interacciones como quiebre social-moral. Esto supone entender al conflicto como acontecimiento que produce un extrañamiento respecto de la actitud natural de la vida cotidiana que habilita para los actores ciertas brechas de reflexividad; momentos oportunos para que el analista interrogue a los actores. La limitación más notable que presentan estos enfoques para nuestra búsqueda quedó expresada como un cono de sombra relativo tanto a los modos en que se anuda la dimensión moral a la subjetividad de actores considerados individualmente como al estatuto que debemos asignar a las imputaciones de nuestros informantes.
El afán por incorporar el componente subjetivo me condujo hacia la psicología cultural de Bruner. Sin cortapisas, esta última perspectiva me permitió enlazar el concepto de quiebre a la configuración de la narrativa como elemento central a la operatoria moral del actor. En este punto, pretendí hacer énfasis en una concepción de los interactuantes como operadores morales cuyas narrativas son puestas en juego para contener el incumplimiento de libretos culturales canónicos, reconociendo en esa misma operatoria su capacidad como artífices culturales. De este modo, la conceptualización del conflicto interactivo como acontecimiento nos permitió identificar en él una “vía de acceso” al estudio comprensivo de lo que allí se está tramitando.
Sin más intenciones que las de compartir una posible herramienta para organizar nuestros análisis, este trabajo identifica tres elementos a los que el analista de las interacciones debería atender: repertorios, quiebres y narrativas. Los quiebres son situaciones que deben reconocerse por el registro de extrañamiento de los actores y no del propio investigador. Las narrativas serían las imputaciones inmediatas que nuestros informantes producen en el discurrir del conflicto en la interacción o a posteriori, apelando a los repertorios disponibles con el objetivo de restablecer cierta canonicidad o, como señala Zigon (2007), un sentido heideggeriano de “estar-en-el-mundo”. El mayor desafío analítico será el de escrutar estas narrativas buscando matices que permitan reconocer los repertorios consolidados, diferenciándolos de las significaciones emergentes que aniden las experiencias subjetivas, para captar con la mayor complejidad posible los modos en que la tensión individuo-sociedad se reactualiza en las interacciones conflictivas.
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