El juego del marro y la genealogía pedagógica y sociológica del poder disciplinar del deporte

Prisoner’s bar game and pedagogical and sociological genealogy of the disciplinary power of sport

  • Jordi Brasó Rius
  • Xavier Torrebadella Flix
Los juegos agonísticos son una de las manifestaciones sociales y culturales más emblemáticas de la civilización humana. El marro es uno de estos juegos. Substraer a partir de este juego ancestral, una genealogía pedagógica lúdica en el ejercicio del poder como estrategia para disciplinar el cuerpo es el objetivo de estudio de este artículo. Una metodología genealógica y un enfoque desde la teoría crítica nos permite revisar, como el juego del marro ha suscitado el beneplácito de educadores y educandos durante varios siglos, aceptado con el objeto de una indecible dominación disciplinar sobre los cuerpos. Analizando los resultados, el marro es uno de los primeros juegos de estrategia de la civilización. Fue el punto de origen del cual arrancaron otros juegos de colaboración-oposición que se han transformado en deporte. Como conclusión, este estudio tiene que poder transferirse a la actualidad y favorecer a una nueva pedagogía lúdica y crítica.
    Palabras clave:
  • Historia de la educación
  • Juegos deportivos
  • Juego del marro
  • Poder disciplinar
Agonistic games are one of the most emblematic social and cultural manifestations of human civilization. Prisoner’s bar, is one of these games. Subtracting from this ancestral game, a playful pedagogical genealogy in the exercise of power as a strategy to discipline the body is the objective of the study of this article. A genealogical methodology and an approach from critical theory allows us to review, how the game of the prisoner’s bar (or base) has aroused the approval of educators and learners for several centuries, accepted with the object of an unspeakable disciplinary domination over bodies. Analyzing the results, prisoner’s bar underlies the first strategy game of civilization. It is conceived, as well as the point of origin from which started other collaboration-opposition games that have transformed into sports. In conclusion, this study must be able to transfer to the present and favor a new ludic and critical pedagogy.
    Keywords:
  • History of education
  • Sports games
  • Prisoner’s bar game
  • Disciplinary power

1 Introducción

La visión de Johan Huizinga (1938/1957) en el análisis histórico-antropológico del juego como elemento lúdico y festivo, mediante el cual se constituyeron los fundamentos sociales forjadores de la cultura moderna de Occidente, es parecida a la de José Ortega y Gasset (1930/1983) en El origen deportivo del Estado, cuando sostiene que la cultura y la civilización tienen sus raíces en el propio deporte (Barbero, 1991; Hernández, 2006). Ambas interpretaciones sirven para introducir el presente estudio, en el que presentamos cómo el juego motor de persecución conocido en España con el nombre de marro —a veces también conocido con otros nombres como el de rescate, cautivos o moros y cristianos— se enlaza en la etiología sociogenética de la cultura contemporánea (Brasó y Torrebadella, 2014, 2015b, 2015c, 2017b). Para detallar el juego, hay que decir que se incluye dentro de las tareas sociomotrices en la praxiología motriz de Pierre Parlebas (1986/1988, 1999/2001). Asimismo, se requieren dos equipos de jugadores que ocupan cada uno una parte de un campo-espacio. La lógica interna de la actividad radica en perseguir a los jugadores que están en el campo de juego y evitar ser capturado por los rivales que entraran posteriormente (Torrebadella y Brasó, 2014).

Como ya apuntaba Frederik Buytendijk (1935, p. 152), es posible pensar en “una filogénesis del juego” y trazar el “árbol genealógico de evolución”. Por lo tanto, es susceptible que el juego como portador de significado cultural pueda ser estudiado desde un enfoque genealógico (Foucault, 1979; Varela, 2003) y, así, descubrir no solamente las relaciones y evoluciones de las conductas motrices, sino también la arqueología simbólica que desde antaño representa, es decir, las verdades sin apariencias. La finalidad de todo ello se basa en interpretar desde otro punto de vista la historia, postulado por cierto acorde con un modelo crítico y que queda representado en figuras como las de Walter Benjamin, Theodor Adorno o Michel Foucault.

En esta línea, como cita Joan Amades (1984), en los juegos de los niños se esconde la liturgia primitiva de muchos rituales y ceremonias (Brasó y Collell, 2016; Brasó y Torrebadella, 2015a). Una es la costumbre que algunos se invistan de la posición de jefes, capitanes o reyes, encarnando en esta figura la fuerza y la sabiduría. Así cita el folclorista que a través de un estudio profundo de los juegos podemos descubrir para la ciencia el significado de muchos elementos míticos, mágicos, jurídicos o sociales, que recuerdan tiempos antiguos de la civilización.

Por otro lado, entendemos que los juegos, como construcciones pedagógicas de los adultos, son portadores de discursos que sin un texto aparente actúan sobre la dominación de las mentalidades y los cuerpos, en una idea similar a los postulados de Walter Benjamin (2014); una dominación siempre intencionada, y aunque discontinua y fragmentada, posee replicas fractales de una misma forma en el ejercicio del poder: la percepción de libertad del que juega.

Este estudio aporta un inédito enfoque crítico a la historia de la educación —y educación física— que, además, contribuye a cimentar una genealogía del juego del marro, con la intención de excavar en los dispositivos disciplinares y códigos morales que subyacen en su esencia y cuya lógica interna es parecida a otros juegos (Parlebas, 1988, 2001; Torrebadella y Brasó, 2014). Dicho de otro modo, el objetivo de estudio es el de deconstruir el valor pedagógico y socializador (o moralizador) que durante generaciones se han depositado en este juego y en otros de la misma categoría sociomotriz.

A través de una mirada genealógica elaboramos una interpretación crítica del juego. Para ello tratamos las formas textuales, pero también el lenguaje gestual, como también los relatos inenarrables (que se ocultan) en la episteme atemporal del juego. Así procedemos a explorar la historia subterránea del juego, con la incomodidad que supone someterlo a un análisis crítico de los valores morales.

Si bien en anteriores estudios nos ocupamos principalmente de la arqueología del juego, en esta ocasión y partiendo de lo que ya conocemos, nos referimos a su genealogía. Para ello nos hemos servido de una documentación que, aunque parezca ambigua, dibuja las conexiones más invisibles de una realidad histórica y re-creativa en el juego; que no tiene por qué ser juego tradicional ni tampoco juego motor.

En este estudio ponemos a juicio crítico seis supuestos que tejen las redes genealógicas del juego del marro. De estos supuestos podemos inferir sobre la construcción de los espacios de representación social del juego, es decir, de la identidad no discursiva con la que aparece y sus relaciones cambiantes, que siempre irán más allá de la visión autotélica y de la lógica interna y externa que en sus destacados estudios menciona Parlebas (1986/1988, 1999/2001).

El primer supuesto se interna en el juego primitivo llamado ostrakinda (matriz del juego del marro) mediante el cual analizamos las relaciones de poder y sumisión que subyacen en la praxis del juego. Con el segundo planteamiento presentamos la visión del juego como preparación para la vida. En el tercer supuesto planteamos la naturalización del juego como dispositivo para el aprendizaje de la guerra, es decir, para vivir en lucha permanente. Mediante el cuarto supuesto discutimos la idoneidad del juego para la formación y socialización de los líderes y el fomento del self-government. Con el quinto supuesto argumentamos la convergencia de todas las afirmaciones anteriores en torno a la gobernanza de la corporalidad. El sexto y último supuesto teoriza en torno a la mercantilización de la corporalidad a través del proceso de pedagogización del deporte.

2 Ostrakinda: Un juego de poder y sumisión

Todos los juegos motores son portadores de un lenguaje simbólico y de códigos morales y disciplinarios que se enraízan con la cultura y el territorio (Bantulà, 2009; Lavega, 2006; Parlebas, 1986/1988). Así, por ejemplo, el primitivo juego del ostrakinda (la concha), que cita Platón, era popular entre los niños atenienses (Becq, 1869). Y en este, descubrimos las relaciones sociales subyacentes de poder y sumisión (la lógica externa). La dominación del sujeto superior (el más diestro) sobre el sujeto inferior (el más torpe) se manifiestan en el juego. También se hace perceptible el poder del muchacho sobre su homólogo más joven y menos experimentado. Aquí se visibiliza el poder de dominar al otro y la resignación de aceptar la sumisión como parte del juego, con lo cual se institucionaliza la socialización de la masculinidad (Bourdieu, 2000). El atrapado es sometido al castigo por su propia torpeza y debe cargar (como un asno) sobre la espalda a su amo, que lo dirige hasta su propiedad, hecho por cierto simbólico y que se encuentra en diferentes juegos tradicionales. Se construye así, desde la infancia, el axioma de una sociedad clasista dividida entre señores y siervos (propietarios y esclavos; dominadores y dominados; seres superiores y seres inferiores).

Para algunos autores, en el juego del ostrakinda se encuentra la base afiliada de otros juegos parecidos, y uno de estos es el marro. Para Parlabas (2004, p. 65), el primitivo juego del ostrakinda, aunque contenga una forma elemental de combate, su lógica interna está alejada mucho del marro, que es un “duelo de equipos complejo con interacciones temporales sofisticadas”. De todos modos, es un juego que contiene una temporalidad reversible que posibilita que “la memoria del fracaso quede eliminada” (Parlebas, 1999/2001, p. 450).

La genealogía de los juegos está condicionada a la etnomotricidad. Desde el mismo juego del pilla-pilla, que marca la interacción lúdica más elemental de la cinegética (presa y cazador), hasta el marro (y otros juegos sociomotrices de captura y combate entre bandos) se presentan unidos al agon como la primera invariable universal del juego en todas las sociedades. Ostrakinda (es también la lucha de contrarios), es el ursprung (origen) y el deporte es la erfindung (invención).

Si consideramos que los juegos de los niños son una invención o re-creación de los adultos, para los juegos más serios de los adultos; para Foucault este y otros juegos vendrían a ser un dispositivo más del poder en los modelamientos de las subjetividades condicionados hacia el logro colectivo, reproductivo y productivo.

El dominio, la conciencia de su cuerpo no han podido ser adquiridos más que por el efecto de la ocupación del cuerpo por el poder: la gimnasia, los ejercicios, el desarrollo muscular, la desnudez, la exaltación del cuerpo bello... todo está en la línea que conduce al deseo del propio cuerpo mediante un trabajo insistente, obstinado, meticuloso que el poder ha ejercido sobre el cuerpo de los niños, de los soldados, sobre el cuerpo sano. (Foucault, 1979, p. 104)

El juego se convierte así en un medio de disciplina y control en la teoría biopolítica. Por lo tanto, se busca un poder sobre la propia vida mediante un cuerpo-máquina que va más allá de los elementos jurídicos que pueda establecer el Estado (Foucault, 1977, 2012). Y es que, de este modo, se puede ejercer un control hasta de lo más mínimo y que pasaría por:

Tomar en cuenta y hacerse cargo de la actividad no sólo de los grupos, no sólo de los diferentes estamentos, esto es, de los diferentes tipos de individuos con su estatus particular, sino de la actividad de las personas hasta en el más tenue de sus detalles. (Foucault, 1979/2007, p. 22)

Asimismo, Pierre Bourdieu (1998/2000, p. 75) indica que son las técnicas de dominación del cuerpo las que imponen la base más fundamental en el dispositivo de masculinización “que hacen más propensos y aptos para entrar en los juegos sociales más favorables al despliegue de la virilidad”. Es precisamente en estos juegos o deportes bélicos como el del marro en el que se construyen las atribuciones simbólicas —de la libido dominandi— o los signos de masculinidad que se adaptan a los espacios de dominación. Estos juegos son los que disponen “que los hombres (en oposición a las mujeres) estén socialmente formados e instruidos para dejarse atrapar, como unos niños, en todos los juegos que le son socialmente atribuidos y cuya forma por excelencia es la guerra” (Bourdieu, 1998/2000, p. 96 cursivas del original).

El marro es exportador de un congénito dispositivo de captura (Mendiola, 2016), que va más allá de la recreación cinegética perceptible y que su lógica externa penetra en lo social y en los juegos de las relaciones de poder y dominación. Como reproductor de lo social también es un dispositivo depredador, de la barbarie, del fraude y del consumo egoísta y capitalista del que trata Thorstein Veblen (1899/2008). Es además un juego de emulación, y un completo dispositivo para conjugar modos de dominación que, a lo largo del proceso de civilización (Elias, 1939/2010), poseen el talante de la burguesía liberal impuesto sobre la clase obrera, haciéndola también competitiva entre sí y sumergiéndola en las redes del capitalismo.

3 Escuela, juego, deporte y preparación para de la vida

El psicólogo Karl Groos (1901), argumentó la teoría del juego como ejercicio de preparación para la vida. Esta tesis ya fue citada por Federico Froebel (1913), que presentaba el juego como elemento necesario para el desarrollo del niño y un aprendizaje para la vida. No obstante, la preparación para la vida (como trabajo), tiene una amplia acepción en los modelos de reproducción social que van desde Marx, hasta Althusser o Bourdieu (Althusser, 1970; Giroux, 1985).

La teoría de la reproducción tiene su expresión superlativa en el modelo pedagógico arnoldiano (aún vigente), en tanto que el juego del marro conserva y legitima una función social dominante sobre las relaciones de poder y los modos de producción capitalista que se construyen a través del impulso agonal que ofrece el marco escolar. Hoy más que nunca, tiene la escuela una profunda raíz competitiva, que por mucho que desee alejarse de la “barbarie” y hacer juego limpio, suscita una ambivalencia (también propia del deporte) que desnaturaliza la condición para una educación o vida humana de seres libres. Arrancar este impulso agonista en la construcción del rendimiento escolar, este espejo deportivo, en palabras de Adorno (1998, p. 111), equivaldría a “una transformación totalmente humana, en esta esfera del ejercicio corporal, que parece estar, desde luego, en radical oposición, si se me permite expresarme así, al actual espíritu del mundo”.

El juego del marro hoy tiende a ser multiplicado en procesos de aprendizajes tecnológicos re-construidos en las nuevas didácticas, que se disfrazan también, en un entorno de cambio de paradigma educativo (falso mito de progreso y de la innovación), y que ya trataron pensadores como Benjamin, Krause o Habermas. Así, estos procesos utilizan de forma vehemente y, a la vez ingenua, el concepto de gamificación, como la panacea al fracaso escolar (Brasó y Torrebadella, 2017a). Aquí subyacen formas de dominación burguesas cuya genealogía comienza con la invención de la escuela moderna, y que son embaucadoras de las emancipaciones humanas (Giroux, 2013a, 2013b; McLaren, 2015).

John Roberts, Malcom Arth y Robert Bush en su investigación (1959), sobre cincuenta sociedades, atribuyen al juego deportivo la pertenencia de cinco rasgos: el de juego organizado, modelo de competición, equipos confrontados, criterios para proclamar el ganador y un sistema de reglas acordado. Las clasificaciones en particularidad de los juegos tienen como variables la acción física, la creación de habilidades y estrategias, y el azar, que los definen en tres categorías. Estos investigadores sostienen la hipótesis que los juegos de estrategia son testimoniales de sistemas sociales complejos, mantenidos por estructuras y organizaciones de integración política. Ponen como ejemplo de juego de estrategia el ajedrez, que en nuestro caso el marro sería el juego motor con más afinidad. No es baladí recordar que, en España, a partir del siglo XVI, algunos de los juegos de tablas y estrategia, como el de las damas eran conocidos como el nombre de marro (Brasó, 2016).

Asimismo, Roberts et al. (1959) vinculan la teoría psicoanalítica que sostiene el juego como un aprendizaje social de la infancia. En los juegos corporales de estrategia se aprende por la recompensa que ofrece el comportamiento de obediencia. Por lo tanto, nuestra aportación corrobora esta hipótesis y acentúa que los juegos de estrategia están vinculados con el aprendizaje de los roles sociales y el dominio social.

Es a través del juego que se desarrolla un campo de comunicación social en el que comprendemos los roles de los otros, los gestos simbólicos significantes, y se prepara para anticipar y generalizar conductas previsibles (Mead, 1999).

El juego del marro, por lo tanto, aporta un espacio de sociabilización puesto que permite identificar las objetivaciones de los sujetos. Se trataba, entonces, de un juego iniciático, del juego que identifica el “otro generalizado” que considera Mead (1991, 1999 cursivas propias), y en el que se construyen las propias identidades subjetivadas de los participantes y la configuración del self como sujeto reflexivo y social. Se trataba de un juego de transición o transferencia entre los juegos infantiles simbólicos o de fantasía y los juegos más organizados, reglamentados o socializados que hoy pueden proporcionar los deportes y que constituyen un aprendizaje de aceptación del control social o del autocontrol (Sánchez de la Yncera, 1994).

La particularidad que el juego fuese susceptible de integrar jóvenes de diferentes edades y sexos –entre 8 y 16 años– antiguamente suponía la aceptación de los menores en el grupo y la sociabilización que dirigían los mayores. Como citan Gerard Guillemard, Jean Claude Marchal, Martine Parent, Pierre Parlebas y Andre Schmitt (1988, p. 77): “la mezcla de jugadores, de edad y sexo diferentes, da lugar a numerosos juegos en el juego”.

4 La naturalización de la guerra

En la filogénesis del marro encontramos el significado simbólico, permanente e inalterable del eros y el thánatos, el dualismo e incluso esa dialéctica entre contrarios: pecado y virtud, fuerte y débil, bien y mal, trabajo y recreo, mando y disciplina, sabiduría e ignorancia, etc. Esta es la razón por la que Huizinga (1938/1957) cita que en el agón también se encuentra parte de los orígenes del juego, que en las comunidades se transmite generacionalmente. Precisamente es en las sociedades que se organizan en una política de guerra —y que tenemos en Esparta uno de los puntos de inicio—, que en su estilo de vida se construyen formas deliberadas de juego que superan las ceremonias rituales de lo sagrado o mágico, para convertirse en un adiestramiento o entrenamiento precoz, racional, calculado y estratégico.

Así Platón sugería organizar los programas de los ejercicios en base a la preparación militar y a las particulares de cada edad:

Lo mejor de todo para la guerra es, sin duda, la agilidad del cuerpo en general, tanto la de los pies como la de las manos; aquélla para huir y para capturar al enemigo, la otra para la lucha que se mantiene trabándose cuerpo a cuerpo, que exige fuerza y vigor. (Betancor y Vilanou, 1995, p. 88)

La cita latina “ludus pro Patria” (el juego por la Patria) era referida al tipo de juegos utilizados para la formación física de los defensores de la nación (Blanco, 1930, p. 440-401). Por lo que rápidamente se deprende que los juegos de combate son condecentes a mantener las estructuras jerarquizas del grupo y a la aceptación de social de la guerra. ¿Jugar es siempre luchar, tratar de vencer, superar el obstáculo y al adversario? Jugar es demostrarse, probarse y reafirmarse, jugar es poseer. Como cita Pierre Bovet (1922, p. 10), director del Instituto Jean-Jacques Rousseau de Ginebra: en la vida la guerra es eterna y el “hombre nace combatiente”, por lo que en tanto que los niños se peleen, los pueblos harán la guerra.

La identificación clásica de la guerra con el juego (Betancor y Vilanou, 1995; Pritchard, 2015) tiene en el teórico prusiano Karl Von Clausewitz (1984, p. 55) su máxima expresión al afirmar que tanto “por su naturaleza subjetiva como por su naturaleza objetiva, la guerra se convierte en un juego”. Ciertamente, esta idea ha sido tratada por otros autores que se han ocupado sobre la teoría del juego. En la Edad Media “los juegos se parecían a la guerra y la guerra se parecía a los juegos”, cita Jean Jules Jusserand (1901, p. 12). Esta percepción, que es también reconocida por Johan Huizinga (1938/1957) y Roger Callois (1961/1986), se traduce en el llamado “juego de la guerra”. Como cita Parlebas (1986/1988), el juego del marro (juego de guerra/ de vida y muerte) como duelo simétrico tiene su semblante agonístico en los campos de batalla. Es un juego “civilizado” o “pueril” que se ubica en los juegos de equipo de las melées o en los torneos medievales como el soule, la crosse, el calcio, etc.

En palabras de Callois (1961/1986, p. 45), “para cada competidor el resorte del juego es de deseo de ver reconocida su excelencia en un terreno determinado”. Para alcanzar esta aprobación social el sujeto debe someterse a códigos de disciplina y entrenamiento en los que se retroalimente el afán de la victoria. Por ello los juegos de combate (agon) constituyen una forma explícita de manifestar públicamente el mérito profesional.

El marro como otros tantos juegos violentos experimentan en el contextualizado proceso de civilización burgués un acomodo pedagógico, incluso hay quien trata de situarlo en la encrucijada de la deportivización (Brasó y Torrebadella, 2015b).

Es precisamente en estos juegos y simulaciones de la guerra, y que tanto prefieren los niños, como considera José Esteban García Fraguas al ocuparse del juego “Los soldados” (1896, p. 466-469), los que frecuentemente fueron utilizados por maestros para (re)crear y (re)establecer; y como cita Adorno (1998, p. 68): el “interminable mecanismo de identificación”, por representar el mito del heroico guerrero. Son pues, estos niños que, de mayores, son iniciados espontáneamente a otros juegos, como el del marro –simulacro de la guerra– cuyas implicaciones fomentan el despertar de una conciencia social de grupo (Brasó y Torrebadella, 2015b).

Así pues, de aquí se desprenden dos consideraciones. En primer lugar, el marro como juego motor es una expresión simbólica que rememora un ancestro religioso-militar, cuya escenificación en la infancia es portadora y (re)creadora de la propia mitología de grupo, cuya función es la de perpetuar la tradición, para preservar la “conciencia colectiva” y reafirmar la naturaleza social (Durkheim, 1912/2003, p. 568-569). Y, en segundo lugar, el narro trasluce un juego de batallas simbólicas, un juego de emulación y de pugna por lo real. Para Bourdieu (2001, p. 124, cursivas del original) este tipo de batallas simbólicas vendría a poner en disputa “la imposición de la visión legitima del mundo social y de sus divisiones, esto es, el poder simbólico como poder constructor del mundo”.

Esta tradicional identificación del juego del marro con la guerra le permitió acceder a los dominios institucionalizados de la escuela española. El juego también conocido con el nombre de “moros y cristianos”, era portador de un valor simbólico, pues trataba de recordar las luchas contra los herejes y remozar de nacionalización hispánica y católica la conciencia colectiva. Era pues un juego que se prestaba para trivializar la guerra y recrear escenarios imaginarios que preparaban a los jóvenes para cuando estos fueran llamados a defender la patria (Llorens y Torrebadella-Flix, 2017; Torrebadella y Brasó, 2019).

El origen de la cultura es en Huizinga el juego de la guerra y en Ortega y Gasset es el deporte. Ambas tesis podrían consensuarse en el juego del marro, cuya dimensión simbólica y social se entronca en esencia en la misma génesis de constitución social y jurídica del Estado Griego; una civilización que llega hasta nuestros días: funcionalmente organizada, jerarquizada y disciplinada en el esfuerzo para el combate —la supervivencia—, para el trabajo y para la protección del grupo.

Así lo entendieron los militares españoles que incorporaron “el marro o rescate”, como el primer “juego deportivo” ideal para la “emulación del combate” (Ministerio de la Guerra, 1911, pp. 157-159). Un juego en una disciplina que disciplina, que hace de los reclutas combatientes enérgicos, preparados con temple para tomar decisiones rápidas y hacer de la solidaridad y el esfuerzo una disciplina para vencer. No hay duda que en el juego del marro se forja el carácter, que es lo mismo que los códigos de la obediencia y de la virilidad.

La partida también termina cuando es apresado el jefe. Él es el símbolo del poder, de la obediencia, del más inteligente en la estrategia del juego, sin el cual no se puede continuar. Si el jefe es atrapado, todos son penalizados “sacrificados”, no se puede seguir jugando (viviendo) sin el jefe. Esta simbólica dependencia al líder hace que el resto de los compañeros sean infravalorados socialmente y aparezcan las subjetividades. No se puede conceder la oportunidad que un segundo (u otro) lo haga mejor que el jefe.

El juego del marro en su origen no es un juego de recreación. Es una preparación para la guerra (de distintos modos de hacer guerra), pero tampoco es un modo de prepararse para la guerra en sentido fáctico, sino más bien para asumir la guerra, también es un medio de dominación (de asumir la dominación como algo normalizado) y de aprender a dominar y a ser dominado, de jerarquización social.

Por lo tanto, el juego en sí recopila una narrativa lingüística (bandos, capitán, soldados, prisioneros, combate) y simbólica que reflejan los modos castrenses. La incentivación de este juego, y de otros juegos parecidos en la educación física escolar, hacía de ellos unos eficaces dispositivos para asimilar las relaciones de poder que subyacían en la lógica externa de los mismos (jerarquía, obediencia, lucha, sacrificio…). Véase como se describía el juego en Argentina, país donde la educación física mantuvo una significativa impronta militar (Scharagrodsky, 2011):

En el rescate es un poderoso aliado el espacio disponible para correr y desarrollar tolos lo recursos que el ingenio sugiere. Divididos les niños en dos bandos, cada uno elige un capitán siendo generalmente designado para este cargo el más ágil o el más veloz en la carrera, y le sitúan frente afrente y a una distancia que varía según el espacio disponible. Uno de los de un bando viene sobre la fila contraria y huye, perseguido por otro de los adversarios. Las filas mandan sucesivamente sus soldados a protegerse y van poco a poco raleando. Basta que los corredores que se van persiguiendo se toquen, para que el perseguido se conceptúe prisionero y quede fuera de combate. A veces una de las filas queda únicamente con el capitán y un soldado y entonces aquél arriesga a rescatar a todos sus auxiliares o perder la partida definitivamente y se dirige hacia sus adversarios que salen á tocarlo. Si no lo logran y él toca la línea de los prisioneros, éstos quedan rescatados. Este juego es muy conveniente para los niños pues los ejercita en la carrera, les despierta la atención y la agudeza del ingenio para descubrir las tretas del contrarío. (Álvarez, 1902, p. 62)

5 Subordinación y formación de líderes (Self-government)

Durante los siglos XV y XVI estos juegos de combates entre equipos entraron en un proceso de moralización y civilización, y pasaron a ser prohibidos en los patios de los colegios, puesto que frecuentemente derivaban en reyertas y desmedida violencia. Así sucedía con el juego de la soule en Francia o el football en Inglaterra (Ariés, 1960/1987).

Históricamente el marro tuvo una larga tradición lúdica entre las clases dirigentes siendo recreación de “ministros y emperadores” (Parlebas, 1986/1988, p. X). Es (y era) un juego de disputas de roles, una lucha por la vida en un espacio de sociabilización compartido. El sistema de bandos implica una voluntad de conocer, pactar y aceptar las normas del juego entre los distintos jugadores. Es por ello por lo que su génesis proviene de una aprobación colectiva y de un espíritu democrático de someterse a las reglas y los códigos. Así, el juego surge cuando existe un colectivo identificado en un rasgo de comunidad, ya fuera la escuela, la aldea, el barrio, el gremio profesional o el escuadrón militar.

En el juego se ejerce un consenso de libertad y de aceptación de la ley. Como trata Parlebas (1986/1988, p. 91), se consensua un “contrato ludicomotor”, que conlleva una “importancia pedagógica de primer orden”. Además, los niños se reúnen libremente para jugar en un lugar determinado (espacio apropiado). Están allí jugando, todos agrupados. Unos participan directamente del juego, otros también juegan en el papel de espectadores, todos participan. Todos son actores de la experiencia, excepto los niños y niñas que no están, los que no pueden pertenecer al grupo, a la clase social que juega libremente. Mientras juegan, los niños están controlados, vigilados por ellos mismos y los padres maestros/padres saben que están allí, en el patio o en aquel lugar conocido.

Para Vicente Navarro (2002, p. 162), el marro como juego basado en un sistema de reglas “constituye un convenio abierto a las variaciones y novedades que los mismos jugadores deseen introducir, o en última instancia, a la evolución de un juego en el tiempo”. Por lo tanto, las reglas tienden a la representación de una organización social de roles, que se impone o se crea a juicio del poder o autoridad que domina en cada momento. Como consecuencia, el tiempo y las diferentes regiones-espacio implican distintas normas, organizaciones, situaciones… en definitiva diferentes maneras de jugar a lo mismo.

En el juego del marro la figura del capitán tiene una significación institucional que se inocula (se impone) en la conciencia colectiva del grupo. El capitán —o el jefe— es el elegido para liderar el bando. No tiene que ser el más fuerte, como así citaba Jean Jacques Rousseau (1984, p. 10): “el más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”.

El jefe en el juego del marro obedece al “sistema de prefectos” que Thomas Arnold impregnó en la organización del Colegio de Rugby y que luego fue asimilado por la mayoría de los Public Schools (Almeida, 2005). Esta posición de ejercer y, a la vez, de delegar el poder a los súbditos manifiesta el ejercicio del control civilizado de los lideres sobre el resto de los alumnos (Arnold, 1920).

En la célebre novela de Tomas Hughes, Tom Brown’s school days (1857) —traducida en España por Juan Ortega y Gasset—, se constata cómo el juego de Prisoner’s base era uno de los preferidos entre los muchachos ingleses, tanto como el cricket y el foot-ball (Hughes, 1923). Estos juegos agonísticos de equipo fueron potenciados en Rugby y puestos en manos de los líderes o de los prefectos. El sistema de prefectos tenía como distinción el inspector-alumno o jefe de grupo que “es una jerarquía de la organización escolar inglesa que radica en alumnos antiguos, que ejercen sobre los modernos una jurisdicción delegada” (Hughes, 1923, p. 117, cursivas del original). Estos alumnos “jefes” eran los más fuertes y los que mejores aptitudes tenían para el deporte, como Brooke, que era el que jugaba mejor al rugby, y “cada jefe tenía tres o cuatro ‘esclavos’ adscritos a su persona” (Hughes, 1923, p. 117). En este sistema de cabecillas y pequeños ejércitos se vislumbran las raíces lacedemonias (Bowen, 1976). A la vez, y a modo de ejemplo, son destacables las similitudes que se encuentran organizativamente con la Escuela del Mar, de Barcelona (Brasó, 2015; Brasó y Torrebadella, 2014).

El marro como en el cricket y el foot-ball eran presentados como juegos altruistas que poseían una sana disciplina, en la que se debe depositar la confianza en los compañeros. En estos juegos se compite para que gane el equipo y no un solo individuo. Como mencionaba Tomás Brown “esa es la razón por la cual, si se piensa un poco, son el criquet y el foot-ball mucho mejores juegos que la pelota y la ‘liebre y los galgos’, o cualquiera de los otros en que el objeto es llegar primero para ganar cada uno, y no que gane el bando” (Hughes, 1923, p. 165-166, cursivas del original).

Para Arnold, los padres, la familia y el entorno influían más que el maestro, de aquí su pérdida de autoridad y de influencia en la educación de los jóvenes como sucedía en la mayoría de las escuelas. Arnold diseñó un plan de educación principalmente moral para formar caballeros cristianos y para ello se valió de los juegos corporales “disciplinados” y del auxilio de los alumnos prefectos que constituían “una aristocracia verdadera, un gobierno de los más valiosos, siendo su posición misma un argumento a favor de su mérito” (Arnold, 1920, p. 59). El entorno de la escuela de Rugby y las hazañas Tomás Brown tienen hoy la imagen en las cualidades instructivas de las famosas novelas sobre Harry Potter y su escuela de magia.

Kendall Blanchard y Alyce Chesca (1986, p. 40) sostienen que “todas las sociedades someten a su juventud a algún tipo de entrenamiento asimilable a la educación física en algún aspecto u otro”, y que, en él, se aplica un régimen de enculturización que busca un beneficio para el conjunto de la sociedad. En cierto modo, el juego del marro cubrió esta función y como juego de estrategia responde a las sociedades complejas, que valoran las estructuras de mando en una organización jerárquica (Roberts et al., 1959).

Es, por lo tanto, la ontogénesis del juego en sí mismo sobre el individuo, que también recoge la filogénesis, la antropogénesis y la sociogénesis, lo que define la compleja esencia recreativa que se halla en él.

El juego experimenta un perfeccionamiento que va del paso instintivo de la simplicidad de la acción psicomotriz a la complejidad de la acción en un contexto sociomotriz, que ayudan a construir y a identificar “una trama de papeles sociales” (Garvey, 1985, p. 68). Así, los juegos de estrategia se presentan como un modelo que sirven a Bourdieu (1994/2008) para abordar la complejidad de las dinámicas que se incrustan en los campos sociales y “el sentido del juego”, en los habitus. En el caso del marro se identifican las redes de relación entre los participantes, las estrategias del juego y el capital físico o simbólico arriesgado.

Antropológicamente, el juego del marro ha sido susceptible en el proceso de civilización y de adoctrinamiento social y ha reflejado el modus operandi de las connotaciones culturales de cada época. Así, descubrimos cómo, en el juego del marro, cuyo origen primitivo tenía fundamentación en la guerra, en Francia paso a investirse de caracteres deportivos en los siglos XV y XVI. En España localizamos el juego en el siglo XVII —barroco español— que se presenta como un medio al servició del adoctrinamiento cristiano: un alma fuerte en un cuerpo fuerte que lucha contra el mal, la tentación o el pecado (Ledesma, 1611). En los siglos XVIII y XIX servirá a la causa de la higiene corporal y moral para combatir los vicios, la depravación o la degeneración. Pero hacia mediados del siglo XIX, el marro entra de lleno a servir de estímulo a una sociedad productiva y de acelerada transformación industrial que necesita una mano de obra condescendiente. Como juego deportivo, el marro se encuentra en la génesis y en las formas sociales del deporte contemporáneo, es decir, en la base de ese asociacionismo que apareció con la revolución industrial del siglo XIX y sirvió a la burguesía para garantizar el esfuerzo productivo de la misma sociedad (Bourdieu, 1986).

En la antropología descubrimos el juego corporal cono un innegable elemento cultural en el proceso de civilización y de construcción social, y en la etnografía tratamos las variaciones y singularidades del juego en cada una de las sociedades. Sin embargo, existen pertinencias cuyas formas de expresión mantienen un denominador común, universalmente inalterable, que se transfiere de la filogénesis a la ontogénesis humana, es decir la lucha y la defensa por subsistir.

6 La dominación de la corporalidad

En este otro punto de análisis se hace necesaria la alusión a Julia Varela (1991, p. 229) cuando subraya que a lo largo de la “histórica se produce una lucha por la apropiación de los usos sociales legítimos del cuerpo que constituye uno de los bastiones desde la cual se puede contribuir a definir las identidades y a consolidar o adquirir hegemonías sociales”.

Durante el siglo XVIII se promueve la escolarización del juego motor, un juego educativo como medio en la socialización y politización del cuerpo, que Donata Elschenbroich (1977/1979) llama la pedagogización del juego. La educación de la nobleza se apodera de los juegos “honestos” y coadyuvan a soportar con diversión y placer el régimen disciplinar escolar. Aparece entonces una construcción civilizada del bien jugar que tiene en la episteme roussoniana del juego un superlativo modelo de referencia. El juego es pedagogizado por la sociedad burguesa que trata de imponer sus códigos de conducta, así, con el juego se empieza a ejercer este poder desde la infancia (Ariés, 1960/1987). Con ello se presenta una institucionalización recreativa de la infancia, es decir, un dispositivo de vigilancia y de ejercer el poder sin ser perceptible.

La construcción burguesa de la infancia creció idealizada en las proposiciones educativas de Rousseau, cuyo eje central se construía a partir de la optimización del capital corporal, es decir, de aquellas relaciones que subjetivan en el individuo el encauzamiento de toda una disciplina coercitiva hacia la obediencia. Dicha disciplina actúa sobre el control de la libido sexual, la construcción social del género (masculinidades y feminidades) y el decoro en el ejercicio de la violencia:

Es necesario que para obedecer al alma sea vigoroso el cuerpo; un buen sirviente ha de ser robusto. Bien sé que la destemplanza escita las pasiones que extenúa al fin el cuerpo; muchas veces las mortificaciones y los ayunos producen el mismo efecto por una razón contraria. Cuanto más débil es el cuerpo, más manda; cuanto más fuerte, más obedece. En cuerpos afeminados moran todas las pasiones sensuales; y tanto más aquellos se irritan cuanto menos satisfacerlas pueden. Un cuerpo débil debilita el alma. (Rousseau, 1821, p. 30-31)

El marro es un juego de persecución entre bandos, que en aquellos tiempos entrañaba uno de los rituales iniciáticos de la virilidad preadolescente. Estos juegos militarizados y sexistas conforman los dispositivos de una masculinización del cuerpo y de las relaciones sociales de dominación. Estos juegos son los de la libido dominandi que trata Bourdieu (2000) y son los perfectos escondites para un “currículo oculto”.

Como tratan Jordi Brasó y Xavier Torrebadella (2015b, 2018), es en la educación física escolar en el que estos juegos son revestidos de un significativo un carácter pedagógico y configuran contenidos curriculares ampliamente aceptados.

El juego del marro sustentaba implícita la teoría del “endurecimiento” espartano que profesaron Platón, Montaigne, Locke o Rousseau. Asimismo, comete el que Inmanuel Kant (2003) llamó en su Pedagogía (1803), el adoctrinamiento educativo hacia la autodisciplina fundamentada en el esfuerzo y el sacrificio. En cierto modo, en el juego del marro subyacía un programa oculto que iba más allá de la mera recreación; tenía un objetivo socio-político claro: el alcanzar un cuerpo fuerte y un espíritu dócil. Por lo tanto, el marro se presentaba como la ciencia-lúdica hacia el adoctrinamiento de la subjetividad.

De aquí el considerar que en John Locke (1986) este y otros juegos fuesen un importantísimo elemento educativo, puesto que haciendo un cuerpo fuerte y resistente (esforzado, combativo, sacrificado, valeroso) para soportar el dolor, las hostilidades de la naturaleza se construye también la fortaleza del espíritu. Y por su parte Kant (2003), que también participaba de la teoría del endurecimiento corporal, saber que advertía en no banalizar los juegos como una simple diversión, sino en fijar en ellos una intención y finalidad educativa. Desde la moral de Kant, el marro representa la confraternización de la libertad del juego con la autodisciplina del esfuerzo, un momento álgido del conocimiento que supera las inclinaciones animales, y que somete la voluntad individual al juicio social de la ley y al de la razón práctica.

Por otro lado, cabe señalar la teoría del excedente de energía que cita Herbert Spencer (1879), es decir, del desgaste que producen los juegos agonísticos y su canalización higiénica y moralizadora para servir de antídoto a la masturbación (Torrebadella y Vicente, 2016).

7 El proceso de pedagogización deportivo

Antes de alcanzar la institucionalización del deporte moderno, en Francia y en Inglaterra el marro llegó a presentar avanzados caracteres de sociabilización. Los encuentros entre equipos para disputar la competición reglada, la reunión de espectadores y el intercambio de apuestas hacía de este juego un incipiente antecedente de los deportes colectivos de cooperación-oposición. El que el marro tuviese un espacio de juego delimitado por zonas de acción: zona de protección de cada uno de los bandos —casa—, zona de duelo —campo de batalla—, zona de reclusión —prisión—, le otorga una singularidad muy diferencial a cualquiera de los otros juegos de la época. Podemos sostener la hipótesis que fue el primer juego de estrategia colectivo, e incluso el punto origen del que arrancaron muchos otros juegos de colaboración-oposición. Además, las reminiscencias simbólicas con la Edad Media son evidentes, cuando en esta época la prisión era solo un elemento para ofrecer luego un rescate, por cierto nombrado también juego del rescate en algunas regiones.

Como juego deportivo, el marro no alcanzó el grado de configuración institucional de otros juegos. En el proceso de institucionalización de las prácticas deportivas que se produjo entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX (Elias y Dunning, 1986/1992; Parlebas, 1999/2001) el marro se quedó rezagado.

Estos juegos se transformaron gradualmente en juegos refinados y elegantes, con normas y espectáculo de gente distinguida (Jusserand, 1901). Como ya hemos citado, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX estos juegos entraron en los regímenes educativos de la escolarización, soportando un proceso de pedagogización (Elschenbroich, 1977/1979). En este proceso muchos de los ancestrales juegos corporales experimentaron una transformación normalizadora convirtiéndose en deportes modernos. Aquí es cuando la escuela entró a configurar la pedagogización deporte, al incorporar en la educación física formas de recreación y de emulación, transferido desde los juegos más simples como el pilla-pilla, en los que se actúa el dispositivo de captura, y otros juegos más complejos de persecución que, pasando por el marro, llevan a la evolución deportivizada de otras combinaciones y relaciones de combate entre bandos, como el fútbol o el rugby. Así, a partir de los juegos motores más elementales y su reglamentación hasta llegar al deporte moderno se desarrolla todo un proceso de asimilación individual y social de los dispositivos de obediencia y combate:

Desde el punto de vista de la estrategia de combate y de la formación del hombre para el servicio militar, el foot-ball permite revelarse los caracteres y afirmarse los temperamentos de jefe. El foot-ball es la escuela de la obediencia dentro de la libre iniciativa. (Tissié, 1920, p. 158)

Parlebas concluye que en el juego deportivo se representa la conjugación de múltiples roles sociales: situaciones de estrategia, decisiones, riesgos, la iniciativa individual, la obediencia, el ritualismo, la autoridad, etc., por lo que “representa una sociedad en miniatura, un verdadero laboratorio de las conductas y las comunicaciones humanas”, que aborda toda una serie de incógnitas para resolver en la encrucijada de las ciencias sociales (Parlebas, 1986/1988, p. 235).

Con Arnold, muchos otros pedagogos vieron en el juego el mejor campo de experimentación que dispone el maestro para conocer el carácter de los alumnos. El deporte también engendró sus detractores pedagógicos. Uno de ellos fue Rufino Blanco, el cual sostenía que los deportes, prescindiendo del enfoque competitivo, sin necesidad de batir el récord o sobrepujar las marcas, provocan el desequilibrio orgánico y la ilusión psicológica de “efímeras e inútiles victorias” (Blanco, 1930, p. 469). Y este mismo pensador, en una idea parecida a Rousseau que propone vigilar al niño sin que se note que se vigila afirmaba que: “El maestro debe ser un profesor de juegos, y debe dirigirlos sin parecer que los dirige” (Blanco, 1930, p. 444, cursivas del original).

El juego del marro no ha desaparecido, perdura todavía evolucionado en la quintaesencia de la civilización, a saber, en otros juegos y deportes que, como el fútbol, se instalan en el siglo XXI, en la cultura dominante —y recubierto a menudo de tecnología como en los videojuegos y los e-deportes—, encarnando el sentido más primitivo de lo humano, la lucha por la supervivencia. Esta lucha es el juego de guerra cuyos protagonistas son aquellos niños que, en los juegos de competición de la infancia, aprendieron las reglas civilizadas de la depredación y la barbarie, algo que hoy llamamos neoliberalismo. Se trata, en definitiva, de un legado pedagógico que empezó en 1492 con el juego de las conquistas del mundo, que en nombre de la pureza de sangre y de la Iglesia católica, la Monarquía Hispánica puso a la humanidad ante las puertas del genocidio (Grosfoguel, 2013).

8 A modo de conclusión

“El marro” en el proceso de civilización fue institucionalizado como dispositivo de socialización simbólica de las relaciones de poder. Fue un aprendizaje social que coadyuvó a una construcción significativa de la socialización de los individuos: un dispositivo lúdico. En la profundidad simbólica del juego subyacen las dialécticas del poder: los miedos, la lucha por la vida, el instinto luchador.

Con este estudio presentamos finalmente la hipótesis que el juego del marro fue uno de los primeros juegos de estrategia colectivos de la civilización. En él encontramos el punto de origen o la matriz, un “eslabón perdido” (Parlebas, 2004, p. 69) del cual arrancaron otros juegos de colaboración-oposición, cuya evolución han llegado hasta nuestros días convertidos finalmente en deportes.

El ostrakinda (marro, fútbol y otros juegos y deportes similares, incluidos algunos e-deportes) es el juego matriz (el de la caza y liberación humana) en el que se establecen los códigos sociales en las relaciones de poder y sumisión, que prepara para la vida, que se presenta como una lucha o guerra eterna y de un continuo empezar; en esta vida se destacan los líderes y los héroes, paradigma de la sociabilización y del self-government, en definitiva, no es más que un dispositivo de dominación, de opresión y de gobernanza de la corporalidad, un juego que siempre se reproduce así mismo en múltiples formas y que coexiste en el mundo civilizado del deporte (depredador y bárbaro). Podemos decir que, desde su matriz, el juego del marro es el que conforma la misma genealogía del poder, en tanto que en su códice simbólico se encuentra el dispositivo más primitivo de la supervivencia biológica: la captura.

Pero, por otro lado, en el marro se inició el mito de la educación de los valores sociales en el juego y en el deporte; valores que hoy siguen disfrazándose de promesas de regeneración, de cambios de progreso y de civilización.

Callois (1986) definía el juego como una actividad libre, separada, incierta, improductiva, reglamentada y ficticia. Aun así, habría que discernir sobre el juego limpio, aspecto que tanto preocupó a Miguel de Unamuno (1917), que veía en los pedagogos una dominación sobre las libertades de la infancia.

El juego se presenta hoy como una actividad socialmente condicionada por múltiples factores en los que el sujeto se encuentra atrapado, por lo que no es libre. Tampoco es separado de lo cotidiano y se sucede en un mismo espacio y tiempo que se confunde con el trabajo, los estudios y la dependencia. El resultado es indistinto o indiferente, el ganar o el perder no tiene valor, se trata de consumir el juego y de consumir en el juego. Por lo tanto, es sumamente productivo porque socialmente crea bienes y riquezas en una coyuntura de expansión neocapitalista globalizada. El juego es reglamentado y controlado hasta por las leyes ordinarias. El juego ya no es ficción, sino que es realidad, es la vida misma, es la inconciencia de la inocencia que supone vivir siempre alejados de la realidad ocultada, vivir la ilusión permanente, a saber: vivir engañados.

Finalmente, deseamos persuadir a los educadores sobre la revisión crítica de los procedimientos y contenidos didácticos utilizados hasta hoy (Brasó y Torrebadella, 2018) para que el escepticismo pedagógico sobre el juego y el deporte escolar provoque una reflexión profunda que revierta en pedagogías hacia la emancipación.

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