De Londres a Barcelona, de Río de Janeiro a Seúl, de San Francisco a Shanghái, de Santiago de Chile a Bogotá, el concepto de smart city —ciudad inteligente— se expande con extraordinaria fuerza y seduce, sin encontrar mayor resistencia, a gobiernos locales, empresas privadas, organizaciones no gubernamentales (ONG) y actores institucionales. El lenguaje sobre la smartness no solo está reorganizando los debates sobre la ciudad (Marvin, Luque-Ayala y McFarlane, 2015), sino también los modos en que se piensan sus futuros y potencialidades. Definir de forma unívoca la noción de ciudad inteligente podría resultar un ejercicio tan retórico como reduccionista. Actualmente, los sentidos e interpretaciones del término varían de acuerdo con los actores que lo enuncian y los contextos en que se moviliza. No obstante este carácter de significante vacío del termino, existe cierto consenso en que la smartización se yergue a partir de una convicción: gracias al desarrollo de tecnologías ubicuas y el advenimiento del internet of things, las ciudades serán capaces de gestionar su vida de manera más eficiente y coordinada, mejorando así sus problemas de sustentabilidad, crecimiento urbano y participación (Campbell, 2012). Más aún, se señala que, gracias a la masificación de dispositivos e infraestructuras digitales, hoy día, se están generando datos de entornos urbanos y de individuos en volúmenes sin precedentes en la historia de la humanidad. Esta inédita proliferación de datos estaría posibilitando el ascenso del concepto de big data y, con él, de la noción de data driven city (Kitchin, 2014b), según la cual la ciudad podría ser gobernada sobre la base de la “objetividad” y la “neutralidad” de los datos digitales que alimentan decisiones tomadas por algoritmos. De acuerdo con estimaciones que sustentan esta premisa, se espera que para el 2020 existan más de 5.500 millones de objetos conectados a redes de información, haciendo cuantificable, como nunca antes, una serie de actividades y sucesos de la vida urbana (Evans, 2011). Vistas así las cosas, este hecho no solo supone el consecuente aumento de las capacidades de almacenamiento y procesamiento de datos, sino la emergencia de nuevas capacidades —basadas en algoritmos y la inteligencia artificial— para modelizar comportamientos y, sobre todo, anticipar sucesos.
El programa flexible del urbanismo tecnointeligente vendría, entonces, a proveer —mediante todo tipo de aplicaciones, sensores y plataformas digitales— protocolos de gestión cada vez más automatizados e inteligentes. En virtud de estos nuevos protocolos, actores múltiples, como municipios, empresas o ciudadanos, conseguirían tomar sus decisiones de manera más y mejor informada (Harrison y Donnelly, 2011; Yesner, 2013). La incidencia de este programa de urbanismo se haría palpable en ámbitos muy diversos: proyectos de iluminación y estacionamientos, avenidas y centro comerciales inteligentes, herramientas de consumo geolocalizado y redes de suministro eléctrico
—o smart grids—, además de un amplio abanico de tecnologías de sensorización de parámetros tanto urbanos como individuales (e.g., ruido, calidad del aire, polen, radioac
tividad, humedad, temperatura, ritmo cardiaco o pasos caminados, entre otros factores). Desde esta perspectiva, la ciudad se vuelve un laboratorio de experimentaciones tecnológicas donde convergen expertos y usuarios, instituciones y ciudadanos, expectativas y visiones de ciudad.
Este escenario se ha transformado en una inmejorable oportunidad de desarrollo para las corporaciones multinacionales de tecnologías de la información y telecomunicaciones (e. g., Telefónica, AT&T, IBM, CISCO, Huawei o Siemens, por nombrar algunas). De hecho, las corporaciones se han convertido en los principales consultores y portavoces del proyecto smart; incluso más, el discurso de las corporaciones ha logrado vincular lo smart con múltiples atributos asociados a la innovación, la creatividad, la sustentabilidad y la planificación (Hollands, 2008). Por añadidura, estos saberes y repertorios tecnológicos son cada vez más solicitados por los gobiernos locales de todo el mundo con el fin de poder recopilar información sobre las necesidades o movimientos de sus habitantes, y para desarrollar nuevos servicios urbanos (Caragliu, Del Bo y Nijkamp, 2011). Pero la noción de smart city no solo viene acompañada de tecnologías, sino también de discursos e imaginarios sobre futuros posibles, de redes de circulación y significación, de modelos de investigación y producción de conocimiento, y de una trama de revistas, rankings y ferias internacionales que otorgan visibilidad/ legitimidad a los servicios y expectativas asociados a esta nueva forma de concebir las ciudades.
En este contexto, resulta relevante citar a Sheila Jasanoff (2015), quien define el concepto de imaginario sociotécnico, precisamente, como un conjunto de visiones colectivas, sostenidas por instituciones y animadas por prácticas y entendimientos compartidos de la vida social que, a su vez, dan cuenta de futuros deseables para una sociedad (p. 4). En este sentido, la noción de smart city moviliza imaginarios particulares que, por un lado, indican lo que es deseable mediante el uso de tecnología y, por otro, informan sobre cómo deberían ser los modos de vida y de gestión de la ciudad, smart living y smart governance, respectivamente.
Ante la popularidad y la fuerte circulación de este imaginario smart, cabe plantearse algunas interrogantes: ¿qué visión de la ciudad trae consigo este régimen sociotécnico del urbanismo inteligente?, ¿qué implicancias tiene aproximarse a la ciudad como un lugar de experimentación, probando diferentes iniciativas pilotos o urban labs?, ¿qué formas de pensar y habitar la ciudad está provocando la ingente dataficación de los entornos urbanos y de los individuos?, ¿cómo se recomponen nuestras relaciones con el territorio y con nuestra propia identidad cuando ellas comienzan a estar mediadas por diluvios de datos y sensores digitales automatizados? y, finalmente, ¿qué desafíos teóricos y críticos emergen frente a estas visiones tecnocráticas de la ciudad que circulan a través del concepto de smart city? Estas son las preguntas que en este artículo pretendo explorar. A través de ellas, busco, precisamente, examinar algunos de los alcances y límites de esa visión de ciudad que subyace a la idea de la, tan en boga, smart city.
De acuerdo con este plan, en la primera parte del artículo, revisaré un conjunto de textos abocados a caracterizar, cuando no a celebrar, los atributos y promesas de la ciudad inteligente. En la segunda parte, en tanto, discutiré algunas contribuciones conceptuales provenientes de los denominados Science and Technology Studies (STS). Mediante ellas, intentaré comprender la ontología de la ciudad digital, es decir, los modos de ser y hacer que presupone la ciudad dataficada; específicamente, buscaré dilucidar cómo se reformula la noción de experimentación cuando, lo que se convierte en el objeto de experimentalidad, es ni más ni menos que lo urbano. Por último, en la conclusión, desarrollaré un ejercicio especulativo y contrafactual respecto a los límites del programa tecnointeligente de la smart city. Para llevarlo a cabo, recurriré a las recientes conceptualizaciones que los STS han desarrollado a partir del personaje ficcional del idiota (Gabrys, 2016; Michael, 2012; Stengers, 2005; Tironi y Valderrama, 2018a; 2018b). La figura del idiota me permitirá abrir narrativas alternativas e interrogantes críticas sobre la visión tecnocrática que presenta el urbanismo smart. Asimismo, me ayudará a discutir otras posibilidades de habitar e involucrarse en lo urbano que, casi siempre, quedan excluidas de las mentadas soluciones inteligentes y automatizadas.
El término smart city surge, en primera instancia, como una estrategia de marketing de IBM, empresa que patentó el concepto el 2011. No es casualidad que sea la noción de smartness la que opere como articulador de la nueva estrategia de IBM, y ya no términos como ubiquitous city, intelligent city o virtual city. Tal como argumentan algunos autores (Albino, Berardi y Dangelico, 2015), el término anglosajón smartness presenta una connotación más popular, cercana y user-friendly —amigable— que otros adjetivos, como inteligente, en español, asociado con frecuencia a mentes rápidas. Esta connotación “liviana” y “fluida” ha permitido, por ende, que la noción de smartness se transforme en una noción flotante y pregnante, evocada en diferentes esferas, discursos y prácticas de la ciudad.
El concepto de smart city identifica la ciudad como un nuevo mercado potencial para el desarrollo de soluciones tecnológicas, tanto en el nivel de la gestión de infraestructuras urbanas, como en el nivel de servicios de los ciudadanos (Söderström, Paasche y Klauser, 2014; Fernández, 2015). El concepto ha logrado integrarse en los imaginarios de la ciudad, transformándose en un sello —urban labelling, en la nomenclatura anglosajona— cada vez más cotizado a la hora de articular discursos y expectativas sobre la ciudad del futuro. Si se considera este origen, no es de extrañar que buena parte de las promesas de la smart city apunte a trasladar los modelos de optimización y gestión eficiente desarrollados por las corporaciones hacia los modos de organizar e integrar los servicios en la urbe. Este desplazamiento desde el mundo de las corporaciones hacia la vida urbana se basa en la posibilidad de mejorar los servicios de la ciudad y, de ese modo, proveer una realidad urbana sin fricciones —frictionless— ni discontinuidades, una vida urbana gestionada, si se quiere, de manera automatizada y eficiente. De esta manera, la categoría de smart city ha logrado instalar una estrategia narrativa performativa —movilizada principalmente por las multinacionales— que empuja a las ciudades a acoger este discurso como un punto de pasaje “obligado” en la senda por la sustentabilidad y la eficiencia (Söderström et al., 2014).
Esta colonización de la planificación urbana por el lenguaje de la optimización, bajo la promesa de soluciones asépticas y sin fricciones (Perng y Kitchin, 2018), ha dado pie a una prolífera producción —sobre todo en el mundo de habla inglesa— de informes, artículos y libros referidos a describir el carácter y las potencialidades de las soluciones smart.
Precisamente, existe un cúmulo de trabajos que se orientan a enfatizar cómo, a través de sensorización de sujetos, servicios e infraestructuras urbanas, es posible generar dinámicas de captación de datos en tiempo real, propiciando con ello una relación más directa y “científica” (Batty, 2013) con las necesidades de la ciudad.1 Esta literatura recalca la capacidad de los proyectos de smart cities para capturar computacionalmente datos de casi todo evento o práctica urbana. Mediante algoritmos automatizados y códigos informáticos —señala la promesa de estos proyectos— se podrían facilitar tareas de gestión tanto a nivel de la vida cotidiana como de la ciudad en su conjunto (Campbell, 2012; Harrison y Donnelly, 2011). Asimismo, un procesamiento inteligente de los datos producidos por los diferentes agentes de la ciudad podría, a su vez, redundar en una coordinación que permita anticiparse a las preferencias de los ciudadanos (Caragliu et al., 2011; Yesner, 2013). Tal como lo plantea David Beer (2017), la retórica smartness cultiva lo que él denomina condition of immediacy —condición de inmediatez— y need for speed, necesidad de velocidad. En este escenario, los datos digitales capturados son concebidos como una solución indispensable ante la necesidad de mantenerse al día con las demandas de la ciudad, ciudad que, dicho sea de paso, comienza concebirse como un gran sistema informático (Beer, 2017).
Este boom de los sensores y datos digitales estaría introduciéndonos en una nueva era en la forma de tomar decisiones (Mayer-Schönberger y Cukier, 2013; Shah, Horne y Capellá, 2012). Esta nueva forma de gobernar la ciudad —data-driven urbanism o data-smart governance— tendría una repercusión no solo en la inmediatez del proceso de toma de decisiones, sino también en las formas de diseñar y hacer políticas urbanas —data-driven policy-making— (Goldsmith y Crawford, 2014). Las mediaciones digitales harían posible la automatización de diferentes funciones de la ciudad y permitirían, por defecto, elaborar políticas de planificación sobre la base de datos capturados in situ, sin sesgos políticos (Kitchin, 2014b). Los promotores de este modelo sugieren que la proliferación de los sensores automatizados y la posibilidad de gestionar datos en tiempo real permitirían, por consiguiente, amplificar las capacidades de la ciudad para “sentir” y, por lo mismo, para convertirse en una sentient city o senseable city (Shepard, 2011).
Desde esta perspectiva —y gracias a miles de smartphones y captores inteligen
-tes—, las ciudades devienen organismos sintientes y reflexivos, ya que se vuelven capaces de representar sus sucesivos estados, estados de tiempo o de polución atmosférica, de tráfico o de consumo energético, de localización de ciclovías o de personas potencialmente peligrosas. La ciudad, de esta manera, llega a ser un espacio cada vez más personalizado y adecuado a las necesidades de los ciudadanos. Chirag Rabari y Michael Storper (2014) sostienen que los sensores incrustados de forma ubicua en la ciudad están creando un digital skin —literalmente, piel digital— que transforma la ciudad y sus múltiples componentes en una fuente insospechada de big data.
La literatura aquí reseñada celebra el carácter bottom-up —participativo— y soluciones e innovaciones tecnológicas smart centradas en el usuario (Campbell, 2012; Deakin y AI Waer, 2012). Nociones tales como user-driven innovation, human centered design, social innovation y grassroot innovations suelen usarse para subrayar este carácter ciudadano de la smart city y su potencial para generar nuevas formas de coordinación y gobernanza urbana. Bajo el lema de diseñar tecnologías centradas en la experiencia, necesidades y gustos de los usuarios, se buscan formas de involucrar a la ciudadanía en la producción de datos (e.g., civic apps, do it yourself sensings, participatory sensing, street science o citizen sensing). Por medio de estas tecnologías, los participantes inexpertos son “invitados” a capturar datos que luego proveen información útil para la toma de decisiones y, por extensión, posibilitan nuevas formas de planificación y participación (Goodchild, 2007). En este sentido, la innovación del imaginario smart city no solo reside en introducir nuevas tecnologías en la ciudad, sino en la posibilidad de establecer nuevas redes de colaboración e inteligencia colectiva que permitan una mejor articulación entre instituciones y ciudadanos.
Este celebrado carácter bottom-up de las tecnologías smart se vincularía a la promesa de establecer una relación más directa entre las personas y los tomadores de decisiones, transformando los modos en que los gobiernos locales se relacionan con los ciudadanos (Goldsmith y Crawford, 2014). Esta dinámica que facilitaría la co-creación entre legos y expertos, a su vez, fomentaría la llamada clase creativa (Florida, 2003) y ampliaría la producción de los flujos informacionales que hacen del espacio urbano un lugar más eficiente y sustentable (Deakin y Al Waer, 2012). En suma, las nuevas plataformas digitales estarían permitiendo aumentar las instancias participativas de acuerdo con la idea de una ciudadanía electrónica (Luque-Ayala y Marvin, 2015). En esta línea, algunos autores destacan dinámicas de generación de, por ejemplo, planos o softwares de fuente abierta que, por su naturaleza, contribuyen a intensificar la interacción entre los gobiernos, las empresas y la ciudadanía (Rabari y Storper, 2014).
Entre los esfuerzos por definir el programa detrás del vocablo de smart city, algunos trabajos han venido criticando el determinismo tecnológico (Calzada y Cobo, 2015) subyacente a las soluciones smart, y la consecuente despolitización y estandarización del espacio urbano (Hollands, 2008; Kitchin, 2014b). En dichos trabajos se argumenta que muchas de sus soluciones desconocen las particularidades de los contextos locales y que, por lo mismo, corren el riesgo de incentivar procesos de homogeneización del espacio urbano. Este foco en las soluciones tecnológicas, antes que en la planificación urbana, precipita formas de despolitización y neoliberalización de la ciudad (Hollands, 2008). La urbe, de esta manera, es gobernada bajo una lógica tecnocrática que se vale de la supuesta neutralidad de los datos e instrumentos tecnológicos. Por lo mismo, esta lógica iría en desmedro de la vocación pública y participativa de las ciudades (Lombardi y Vanolo, 2015; Sennet, 2012; Vanolo, 2013). Evgeny Morozov (2014), sin ir más lejos, ha desarrollado la tesis de que las promesas del urbanismo smart descansan sobre un reduccionismo tecnológico y un cortoplacismo neoliberal, donde todas las patologías y padecimientos de la ciudad parecen resolverse de manera privada, por ejemplo, a través de aplicaciones descargables en teléfonos móviles. Morozov enfatiza cómo estas prácticas privadas alientan la desvinculación de los ciudadanos con la dimensión colectiva de los problemas. Amparado en las consignas de la autosuficiencia, la neutralidad y la eficacia tecnológica, el proyecto smart transferiría a dispositivos digitales hasta los problemas sociales más complejos. Este enfoque estaría expandiendo lo que el propio Morozov denomina la ideología del solucionismo que, como explica, consiste en eclipsar la pregunta por las causas de los problemas con el espejismo de una solución tecnológicamente innovadora, acaso rentable.
En esta misma línea, Adam Greenfield (2013, 2017) ha venido cuestionando no solo el carácter comercial de la lógica smart y su enfoque de planificación empresarial, también ha comenzado a interrogar críticamente los atributos en nombre de los que se legitiman las aplicaciones de infraestructuras inteligentes (e.g., eficiencia, regulación, control o predicción). Greenfield se interroga por los potenciales riesgos de someter la vida de la ciudad a regulaciones tecnócratas que promuevan espacios eficientes e interacciones urbanas sin fricciones ni interferencias, y cuya complejidad oscile entre ceros y unos. Asimismo, el filósofo Eric Sadin (2015, 2016) sostiene que la noción de smart city descansa sobre un programa panóptico de homogeneización que reduce la multiplicidad y multisensorialidad de la experiencia a meros datos cuantificables y manipulables (Sadin, 2015, p. 85). Las tecnologías smart —bajo el alero del discurso de la innovación y el emprendimiento—, están en la base de un proyecto tecnoliberal basado en la introducción de inteligencia artificial y sistemas algorítmicos predictivos que contribuyen a la conformación de sujetos autorresponsables de sus carencias y faltas, bajo el pretendido de producir una sociedad desprovista de toda imperfección, un higienismo social (Sadin, 2016). El proyecto de una humanidad aumentada y de una ciudad programable es, a ojos de Sadin, un proyecto tecnopolítico dirigido a digitalizar y dataficar hasta los más mínimos actos de la vida social, siendo luego capitalizados por los intereses de grandes multinacionales como Google, Apple, Uber o Netflix que, en lugar de ampliar las libertades de comunicación e información, las controlan y gestionan algorítmicamente restringiendo las opciones de decisión de los sujetos (Sadin, 2016). Otros autores han denominado a este proceso de capitalización de la vida —donde las empresas se apropian de la existencia humana a través de los datos producidos— bajo el concepto de ‘colonialismo de datos’ (Couldry y Mejias, 2019). El flujo de la vida no sólo es reconfigurado para ser capturado y registrado como dato, sino también las fuerzas capitalistas usan esta dataficación para su producción y reproducción.
Cuando lo social deviene una categoría enteramente computable en ceros y unos, nuevas formas de vigilancia se estarían instalando en las ciudades por medio de sensores, algoritmos y big data: estos mecanismos ubicuos de control que emanan de la simple interacción digital (Andrejevic, 2019) permiten anticipar y perfilar las conductas de los sujetos a partir de los rastros digitales de sus operaciones pasadas o potenciales. Esto hace que el poder se vuelva más invisible e inescrutable, ejecutando una inédita forma de gubernamentalidad algorítmica (Martuccelli, 2015; Rouvroy y Berns, 2013) donde se produce un proceso de sustitución de lo real por lo potencial. Para Rouvroy y Berns (2013), en diálogo con una perspectiva Simondoniana, la gubernamentalidad algorítmica no actúa sobre los sujetos, sino sobre las relaciones y asociaciones que preceden y conforman el devenir de determinados perfiles o poblaciones. Este acento en las relaciones por sobre los elementos aislados activa una forma de control ambiental. En sintonía con este argumento, Jennifer Gabrys (2016) advierte que este modo de gobierno busca la regulación de los comportamientos y flujos relacionales de los individuos por medio de la programación y la codificación de los entornos urbanos, proceso que la autora denomina bajo el término environmentality (p.187). Enfatiza la idea de que la sensorización digital no opera constriñendo a los sujetos directa y aisladamente, sino generando condiciones infraestructurales y ambientales para que ciertos comportamientos esperados pueden emerger de parte de los usuarios-sensores, capturando sus datos en pos del ecosistema.
Por otro lado, algunos trabajos han cuestionado las nuevas formas de asimetría de la información entre ciudadanos y grandes compañías de telecomunicaciones, entre una mayoría generadora de datos y una minoría que concentra el acceso, propiedad e instrumentos necesarios para procesar tales datos (Andrejevic 2014). Esto es, las empresas atesoran los datos generados por los mismos usuarios, perfilando y categorizando sus identidades (e.g., gustos, hábitos, historias, fotografías) para diferentes usos e intereses comerciales o de control (Crang y Graham, 2007; Sadowski y Pasquale, 2015).
Este hecho, llevado a escala de la ciudad, conduce a lo que Stephen Graham (2011) denomina ‘urbanismo militar’, donde toda práctica o evento urbano permanece vigilado bajo la forma de dato y, además, se hace rastreable y anticipable según intereses particulares. Graham se ha encargado de mostrar que las tecnologías automatizadas para el uso urbano se fundan en las mismas operaciones de los dispositivos militares, es decir, en hacer visibles las acciones y las preferencias de las personas mediante el establecimiento de cruces algorítmicos entre los registros históricos y los comportamientos futuros (Crang y Graham, 2007; Graham, 2011). Ante semejantes capacidades de registro, grabación y procesamiento de datos, es que algunos autores han llegado a hablar de la emergencia de un panóptico electrónico (Bauman y Lyon, 2013; Ruiz Chasco, 2014; Sadin, 2015) que radicaliza el control del metabolismo del espacio urbano.
Más que buscar estabilizar una definición adicional y normativa al término smart city, lo que enseguida propongo es analizar, justamente, lo que el concepto de smart city le hace a la ciudad, y cómo las lógicas de experimentación y dataficación que este conlleva redefinen la ontología del espacio urbano.
Una de las características que exige especial atención analítica del imaginario sociotécnico de la smart city dice relación con su particular uso de la idea de experimento (Tironi y Sánchez Criado, 2015; Tironi y Valderrama, 2018a). Bajo el alero de la smart city, la noción y práctica experimental se transforma en una nueva forma de gobernanza e intervención urbana (Evans, Karvonen y Raven, 2016). Basados en el diagnóstico de la necesidad de innovar en las formas para afrontar los desafíos del futuro de las grandes urbes, el repertorio de la experimentación provee una alternativa para pensar y dirigir estos cambios para transitar hacia ciudades más sustentables. De aquí que los portavoces de las soluciones smart suelen plantear sus servicios, productos o soluciones como actividades experimentales o pilotos abiertos al aprendizaje con la “ciudad real”; al tiempo que materializan una concepción de la ciudad donde ésta aparece una entidad que puede ser intervenida, puesta a prueba y calculada bajo la lógica de un laboratorio controlado. No es casualidad que la mayoría de los actores que buscan entrar al flamante mercado de las smart cities utilicen una semántica asociada a esta lógica experimental del ensayo y error —propia de los laboratorios— y, sobre todo, articulen sus discursos en torno a términos tales como laboratorio urbano, living lab, proyectos pilotos, innovación abierta, future labs o lab governance, entre los más frecuentes.
Este régimen experimental de la smart city cubre temáticas en extremo variadas: pruebas para promover entornos urbanos más sustentables vinculados a la electromovilidad o la descarbonización de la ciudad (Evans y Karvonen, 2014; Tironi y Valderrama, 2018a), iniciativas de monitoreo de polución ambiental (Gabrys, 2017), trayectos de ciclistas urbanos (Tironi y Valderrama, 2018b) y políticas de transición para afrontar el cambio climático (Bulkeley y Castán Broto, 2013). Por ejemplo, en busca de replicar la tendencia europea y estadounidense de transitar desde la ciudad fósil a la ciudad sustentable, China e India están promoviendo políticas extremadamente ambiciosas a partir del desarrollo de pilotos y experimentaciones en clave smart city en los que los Estados y las corporaciones transnacionales trabajan de manera mancomunada (Karvonen, Cugurullo y Caprotti, 2018).
Por otra parte, en Latinoamérica, Santiago de Chile se ha transformado en los últimos años en una vitrina de experimentaciones e intervenciones en el campo de los servicios y las políticas orientadas al fomento de una pretendida ciudad inteligente (Tironi y Allard, 2015; Tironi y Valderrama, 2018b).2 La multiplicidad de actores —léase empresas, gobiernos, grupos de la sociedad civil y universidades— interesados en la incorporación de demostraciones y soluciones tecnológicas para una gestión más sustentable de la ciudad, ha llevado a una proliferación de proyectos que siguen con inusitado entusiasmo la lógica del living lab y de los proyectos pilotos. Estas iniciativas —muchas de ellas espectaculares desde el punto de vista de sus escenografías— no se conciben como soluciones cerradas y estabilizadas, sino como laboratorios de “aprendizaje” donde se busca demostrar que determinados cambios necesarios para la transición sustentable e inteligentes en las urbes, sí son factibles (Tironi y Valderrama, 2018a). Bajo esta lógica de generación de cambios escalables, las iniciativas smart city implementadas en Santiago combinan lógicas de mercado, de Estado y de ciudadanía. Algunos autores han denominado como test-bed urbanism (Halpern, LeCavalier, Calvillo y Pietsch, 2013) a esta modalidad de intervención y gobernanza urbana, donde las ciudades
—y quienes las habitan— son sometidos a las lógicas del ensayo y el error y, como es evidente, las prácticas mundanas y del laboratorio, en estas experiencias, se suelen traslapar.
Más allá de las diferencias en términos de alcances y objetivos, las experiencias que adhieren a esta particular perspectiva de la ciudad como un laboratorio experimental presentan características comunes. En primer lugar, son intervenciones que delimitan escrupulosamente una zona específica de intervención. Por ejemplo, un piloto de monitoreo ciudadano de contaminación ambiental va a delimitar los límites espaciales y temporales de su testeo con el fin de probar soluciones en una realidad urbana concreta (Tironi y Valderrama, 2018a). Esta delimitación del territorio experimental permite exacerbar la posibilidad de control de los resultados, aumentando las posibilidades de escalabilidad del piloto.
Por otro lado, estas experimentaciones casi siempre involucran a ciudadanos o usuarios, recurso que les sirve para enfatizar la apertura de este tipo de proyectos a la retroalimentación de las personas comunes y corrientes, de los ciudadanos “normales” (Harrison y Donnelly, 2011). Este celebrado carácter ciudadano se suele invocar como un valor agregado de las experimentaciones smart city ya que —según se proclama— sus formas de producción de conocimiento ya no se basan en modelos abstractos alejados de la “realidad”. Asimismo, los experimentos urbanos son concebidos como espacios creativos desde los cuales es siempre posible facilitar ciertos cambios, visiones y modelos que “empujen” acciones de transición (Bulkeley y Castán Broto, 2013). Por último, los proyectos smart exhiben el uso del término experimentación como parte de un intento por innovar en las formas de gobernanza y planificación. Por ejemplo, un rasgo distintivo de esta ‘innovación urbana’ es su afán por conectar la empresa privada y las instituciones públicas con las experiencias y necesidades de la vida urbana cotidiana (Evans et al., 2016).
Con todo, es importante mencionar que la idea de ciudad como un laboratorio de testeo no surge con el imaginario smart; muy por el contrario, tiene sus raíces en los años 60, específicamente, en los experimentos utópicos y modernistas de desarrollo de nuevas ciudades (Caprotti y Cowley, 2017) e incluso en la forma de producir cambios societales más amplios (Guggenheim, 2012). No obstante, y como mencioné antes, es interesante constatar cómo la noción de experimentación o de ciudad laboratorio empieza a ser popularizada no solo como un modo de producir conocimiento en situaciones “reales”, sino cada vez más como una estrategia retórica para publicitar/demostrar soluciones innovadoras. Estas aproximaciones experimentales proliferan y replantean los repertorios habituales de pensar los proyectos de desarrollo urbano contemporáneo. En este escenario, surge así la pregunta sobre la especificidad que adopta este modo de intervención del urbanismo smart y, también, sobre los efectos políticos que implica ser gobernado, crecientemente, por experimentos urbanos de diversas índoles. En lo que sigue me interesa formular dos preguntas: ¿qué significa concebir ciudades, barrios o grupos humanos como experimentos? y ¿qué límites epistemológicos y ontológicos presenta este régimen?
En el campo de los Science y Technology Studies (STS), podemos encontrar algunas claves analíticas para comprender la noción de experimentación fuera del laboratorio tradicional y, de esta manera, analizar el significado particular que los proyectos smart city le otorgan a este modo de intervención.
Michael Guggenheim (2012), en un esfuerzo por rastrear históricamente la noción de laboratorio, sostiene que —específicamente— la idea de laboratorio de experimentación puede entenderse como un lugar donde un conjunto de prácticas y saberes son empleadas para la producción de conocimiento original. Rasgo distintivo de estos sitios es poseer fronteras explícitas que permiten distinguir entre un interior controlado y medible, y un exterior incontrolado e inconmensurable, agrega el autor. Esta demarcación supone el reconocimiento de un entorno que se considera irrelevante desde el punto de vista de lo que se quiere descubrir, y un interior más o menos controlado que orienta el proceso de testeo y producción de conocimiento. La operación de demarcación es necesaria para los objetivos de generalización: lo que se busca es extender los conocimientos generados en un espacio controlado hacia otros entornos no controlados. Asimismo, la demarcación entre interior y exterior es necesaria para lograr una representación simplificada de la realidad estudiada y para reducirla a una serie de parámetros identificables y manipulables (Callon, Lascoumes y Barthe, 2009). En estas condiciones, uno de los rasgos que definiría las operaciones epistémicas del laboratorio científico es que ellas no presentan consecuencias más allá de sus fronteras de experimentación. O, como sostiene también Guggenheim (2012), bajo la promesa de contención y control que la orienta, la laboratorización no implica, en primera instancia, consecuencias “reales”.
Es precisamente este principio de espacio confinado el que empieza a diluirse a partir de los nuevos usos y significados que adopta la idea de experimento (Evans et al., 2016; Marres, 2012). Varios autores (Callon et al., 2009; Corsín Jiménez, 2014b; Gross y Krohn, 2005; Guggenheim, 2012; Latour, 2001; Lezaun, 2011; Marres, 2012) han venido sosteniendo la idea de que la experimentación dejó de alojarse en los espacios higienizados de los laboratorios científicos y pasó a infiltrarse en diferentes escalas de la sociedad con diferentes fines: hoy día, proliferan experimentaciones a cielo abierto (Callon et al., 2009), en situaciones cotidianas y mundanas del espacio doméstico (Marres, 2009; 2012) o, incluso, emergen nuevas éticas, como la del software libre (Corsín Jiménez, 2014b), donde los procesos quedan siempre a merced de los nuevos diseños y las capacidades infraestructurales de colectivos y usuarios. Esta exteriorización del laboratorio científico hacia la sociedad buscaría ampliar las condiciones de producción de conocimiento legítimo, multiplicando los lugares y repertorios de producción de saberes. Sin embargo, más allá de las declaraciones, continúa siendo una incertidumbre saber quiénes son los beneficiarios de estas experiencias y quiénes son los encargados de establecer los límites políticos y espaciales en que se llevan a cabo (Caprotti y Cowley, 2017; Gross y Krohn, 2005).
Noortje Marres (2012) ha venido conceptualizado estas prácticas de validación de conocimientos más allá del laboratorio —en el “mundo real”—, bajo el sugerente nombre de experimentos de vida. La autora describe cómo la aproximación experimental hace posible transferir, pedagógica y materialmente, conocimientos científicos hacia audiencias profanas. El trabajo de Marres se refiere, explícitamente, a cómo la vida ordinaria deviene objeto de intervenciones experimentales (e. g., prácticas de alimentación, consumo, limpieza o movilidad), contribuyendo a la ‘domesticación’ de entidades tecnocientíficas más que humanas (nuevas tecnologías, vacunas, infraestructuras, etc.) en la vida social (Marres, 2012, 89). En este sentido, los experimentos son lugares ritualísticos, donde se publicitan y exhiben determinadas reconfiguraciones sociotécnicas, introduciendo nuevas relaciones y entidades.
En un trabajo reciente, Marres (2018) sostiene que este tipo de demostraciones experimentales no solo busca probar un determinado conocimiento o innovación, también apuesta por elaborar formas de comprobación social de proyectos, para ellos, el día a día es el telón de fondo de la escena experimental. Según sostiene la autora, estas experimentaciones a la intemperie, además de suponer una laboratización de la vida cotidiana, generan y cargan, normativa y políticamente, los objetos mundanos con intereses experimentales y probatorios. Uno de los casos recientemente abordados por Marres son los street trials —pruebas en la calle— que se están llevando a cabo en el Reino Unido para evaluar el desempeño de los automóviles autónomos en entornos urbanos. Junto con analizar las implicancias democráticas de convertir el espacio público en una arena para la experimentación con tecnologías inteligentes, la autora se interroga, por un lado, sobre las verdaderas potencialidades de la experimentación para lidiar con la complejidad social involucrada en los procesos de innovación y, por otro lado, sobre los cuidados necesarios para que los protocolos de experimentación no se reduzcan a una mera validación o demostración tecnocrática. El peligro, a ojos de Marres, es el déficit social —social deficit— que pueden presentar estas metodologías de experimentación.
En esta dirección, un aspecto que ha venido siendo enfatizado por diferentes trabajos (Corsín Jiménez, 2014b; Laurent y Tironi, 2015; Marres, 2012; Pinch, 1993; Schaffer y Shapin, 1985) se relaciona con la manera en que la práctica de la experimentación no solo conlleva una instancia de testeo, sino también de manufacturación y agenciamiento de realidades insospechadas. Además de tener las funciones epistémicas de lidiar con lo desconocido y de producir conocimiento, los arreglos experimentales movilizan una determinada capacidad ontológica y contribuyen a la constitución de ciertas entidades con las cuales tendremos que co-existir. Por lo tanto, los experimentos pueden entenderse como operaciones que contribuyen a dar existencia a realidades y relaciones que no existían antes del proceso experimental (Callon et al., 2009; Muniesa y Callon, 2007). En esta línea, uno de los trabajos que mejor ha mostrado lo efectos ontológicos de la experimentación es el de Bruno Latour (1983) sobre la pasteurización de Francia. En este libro, Latour describe cómo las operaciones de experimentación que desarrolla Pasteur en sus laboratorios son condición de posibilidad para que ciertos hechos devengan objetivos, sólidos y generalizables al resto de la sociedad. Por medio de la prueba y el error controlado que supone la experimentación, se van redefiniendo ontológicamente las entidades, las taxonomías y los seres con los que tendremos que lidiar.
De esta manera, el proceso experimental está sujeto a la incertidumbre de las pruebas o, dicho de otro modo, sin incertidumbre, no hay prueba y experimentación posible. Las cosas no se pre-definen por cualidades externas; más bien, lo hacen en función de los estados que se despliegan en los procesos de prueba y testeo (Latour, 1983; 1984). Con esto, se instaura, pues, una política de la clarificación y de la atención de las facultades del mundo. Antes de las pruebas, en tanto, se ignoran las entidades que componen el mundo, sus resistencias y, por supuesto, sus propiedades. En consecuencia, el proceso de experimentación es por definición un proceso de exploración, una instancia privilegiada para desplegar formas de indagación abiertas a las fricciones y a lo desconocido.
En contraste con este marco epistemológico, la expansión de la laboratorización como estrategia de intervención para la construcción de ciudades inteligentes parece estar más interesada en la pirotecnia y elocuencia de sus demostraciones, que en desplegar verdaderos procesos de indagación sobre la realidad y las necesidades urbanas. Por esto mismo, argumento que la experimentalidad se está transformando en la forma contemporánea y estratégica de acción de los proyectos de digitalización y dataficación de la ciudad. De acuerdo con esta dinámica, las experimentaciones realizadas terminan por demostrar o validar elementos pre-concebidos y excluyen sin miramientos la emergencia de las diferencias, fricciones y las complejidades propias de la ciudad (Marres, 2018; Tironi y Valderrama, 2018a). No resulta aventurado señalar que el ímpetu de las experimentaciones smart tiene más que ver con un afán comprobatorio y celebratorio de lo digital que con el aprendizaje derivado de la incertidumbre y fallas de la experiencia. Recurriendo a términos del análisis del discurso, es razonable señalar que los experimentos smart parecen usar la gramática del laboratorio y de la prueba de manera mucho más retórica que empírica: en lugar de propiciar las condiciones para proyectar escenarios abiertos a la complejidad de lo urbano, las experimentaciones smart parecen gobernadas por una vocación prescriptiva, donde las metodologías utilizadas evitan los procesos de incertidumbre, buscando legitimar determinados intereses.
Ante la amenaza de este sesgo retórico, convirtiendo la experimentación en un significante vacío, resulta imperioso identificar sobre qué y con quiénes se lleva a cabo el experimento, qué realidades quedan fuera del campo de la experimentación y, de manera preeminente, quién establece los límites políticos que definen el espacio de la experimentalidad. En este sentido, Jennifer Gabrys (2014), al analizar los settings experimentales de los proyectos smart city para la participación de los ciudadanos en el Reino Unido, describe cómo los individuos son concebidos y enmarcados como meros feedbacks de información, como datos “útiles” para entornos computacionales previamente definidos, pero, casi nunca, como sujetos portadores de diferencias y derechos. La misma Gabrys sentencia: “the actions of citizens have less to do with individuals exercising rights and responsibilities, and more to do with operationalizing the cybernetic functions of the smart city” (p. 9). De esta manera, muchas de las técnicas experimentales y participativas propias de las estrategias smart terminan buscando la validación de los organismos de expertos o corporaciones —“desde arriba”— y desplazan, por añadidura, las posibilidades realmente inventivas y degenerativas que producen los procesos experimentales (Gabrys, 2016; Tironi y Valderrma, 2018a). Si el diseño experimental tiene la potencialidad de desplegar nuevos mundos y seres políticos, la aproximación experimental smart concibe la ciudad como un conjunto de variables que pueden ser controladas y verificadas a discreción. Las intervenciones smart parecen desarrollar una particular forma de entender la noción de experimentalidad que se demuestra más interesada en utilizar la experimentación como estrategia de validación, de marketing y de gobernanza urbana (Karvonen y Van Heur, 2014; Castán Broto y Sanzana Calvet, 2016), que en acoger y aprender de los errores, desbordes e incertidumbres que surgen inevitablemente en esta clase de intervenciones (Tironi y Valderrama, 2018a).
En este contexto, el discurso de la experimentalidad, movilizado por las estrategias smart city, debe ser tomado con cautela crítica. Antes de su aceptación complaciente y sucumbir a la espectacularidad del avance digital, urge analizar en qué medida esta forma de intervención se ancla en una concepción genuinamente democrática y justa de la ciudad, y no solo en la lógica preescritiva y celebratoria de lo nuevo. Si, hoy día, estas experimentaciones se están imponiendo los modos de introducir nuevas innovaciones, de gobernar e intervenir la ciudad, es imperativo interrogar críticamente el formato de dichas prácticas (e. g., niveles de apertura, modos de participación, consideración de disensos, etc.) y la apertura a discutir sobre los diseños mismos de esas innovaciones. Consecuentemente, antes que transformar la idea de experimentación en un significante vacío —y funcional al imaginario smart—, parece relevante resguardar las potencialidades epistemológicas y ontológicas que pueden desencadenar procesos experimentales anclados al mundo “real”. No está de más repetir que los procesos de laboratorización, conducidos como espacios de exploración y no validación, pueden ser espacios privilegiados para elicitar y provocar nuevas realidades, articulando conversaciones, sensibilidades y públicos inexistentes previamente (Marres, 2018; Tironi y Valderrama, 2018a).
Unos de los principales presupuestos sobre el que descansa el urbanismo inteligente reside en su capacidad para dataficar la ciudad. Es decir, como resultado de los nuevos sistemas interconectados y del internet of things, todo fragmento o proceso de la vida urbana es susceptible de generar algún tipo de dato o patrón, métrica o información, inaugurando una nueva ciencia de la ciudad (Batty, 2013). Lo paradójico es que mientras más crece este proceso de datificación de lo social, más se naturalizan sus lógicas y efectos tecno-políticos (Couldry y Yu, 2018).
Los promotores de la dataficación sostienen que las sociedades contemporáneas son capaces de engendrar, en unos cuantos días, más datos que los producidos en cientos de años por toda la humanidad, superando la capacidad analítica para procesarlos y estructurarlos (Lejeune, 2014). Un ejemplo claro de este fenómeno son las herramientas de geolocalización, cada vez más banalizadas en nuestras formas de vivir la ciudad: ya no existe esquina, restaurante, ciclovía o museo que no sea localizable. La digitalización del metabolismo urbano no es un fenómeno reciente, pero actualmente la información circula en volúmenes y velocidades inéditas, desafiando los mecanismos institucionales de estructuración, clasificación y visualización. Lo que antes era indetectable, ahora es accionable, mapeable y rotulable (Jasanoff, 2017), ampliando el rango de lo gobernable y computable. Prácticamente, todo lo que acontece en la ciudad posee la potencialidad de ser detectado, registrado y analizado, y probablemente almacenado en una base de datos para futuras correlaciones (Cheney-Lippold, 2017). Así, aquella ciudad abierta donde el flâneur vagabundea entregado al azar y al anonimato “irregistrable” —según lectura de Walter Benjamin de los poemas de Baudelaire—, estaría en un proceso de disolución.
Este régimen de cuantificación y rastreabilidad generalizadas (Desrosières, 2002; Venturini y Latour, 2009) tiene como peculiaridad una arquitectura altamente distribuida (Kitchin, 2014b): los datos son producidos por diferentes clases de entidades, sin importar si son organismos públicos o privados, animales, elementos inorgánicos o flujos de ciclistas. La naturalización la maquinaria de la registrabilidad digital obedece a esta posibilidad que de diferentes elementos de la ciudad se vuelvan entidades computables, y para ello se implementan lógicas de ‘gamificación’ para favorecer e incentivar la disponibilidad de los datos (Couldry y Mejias, 2019).
Frente a esta ubicuidad de sensores y redes inteligentes, los datos digitales se convertirían en una nueva clase de activo económico —una “mina de oro”, la llama Deborah Lupton (2014)— para la creación de valor en áreas vinculadas a la movilidad, la contaminación, los sistemas de vigilancia, las formas de pago y las preferencias de los consumidores, entre muchas otras. A través de interfaces y plataformas tecnológicas (e.g., Facebook, Google, Instagram, Twitter), y de dispositivos wearable que generan trackings personalizados, actualmente, grandes masas de datos son producidas por los ciudadanos cada vez que ejecutan una acción cotidiana como comprar, navegar por internet, llamar vía teléfono móvil o hacer deporte (Cheney-Lippold, 2017). De esta manera, la producción y registro de datos personales y de otras entidades, deja de ser un asunto exclusivamente deliberativo/ intencionado y pasa a ser una condición inscrita automáticamente en las plataformas, dispositivos y en los espacios en los que nos movemos cotidianamente3.
El proceso de digitalización y dataficación de la ciudad es inseparable del paradigma del big data que consiste en el almacenamiento y tratamiento masivo de datos para los más variados fines (Mayer-Schönberger y Cukier, 2013). Sus protocolos se consagran en diferentes tareas técnico-políticas que van desde la captación de información, la generación de métricas y correlaciones, o la interpretación, proyección y anticipación de comportamientos. La del big data es una tecnología que explota y automatiza masas de datos en tiempos insospechados, permitiendo obtener un conocimiento íntimo y extremadamente detallado de variados fenómenos, tanto de escala personal como poblacional. Uno de los principales atractivos de los algoritmos automatizados del big data consiste en permitir operaciones predictivas que posibilitan inéditas formas de anticipación y control del futuro (Kitchin, 2014b; Mayer-Schönberger y Cukier, 2013; Rouvroy y Berns, 2013). Diferentes campos de acción (e.g., salud, política, urbanismo, seguridad, educación, finanzas o marketing) están siendo reconfigurados por esta nueva lógica de gestión del Big Data, que se caracteriza por el paradigma de las “3V”: esto es, su capacidad de procesar elevados volúmenes de datos, por su velocidad en procesamiento y por la variedad de fuentes desde donde obtiene la información (Kitchin, 2014b).
El urbanismo algorítmico inaugura un régimen de cuantificación generalizado, de ensanchamiento paulatino y extensivo de los espacios digitalizados y dataficados. La dataficación —operación mediante la cual ciertos procesos pasan a convertirse en flujos de datos numéricos— supone la extensión omnisciente de las prácticas de clasificación y calculabilidad operado por variadas corporaciones (Couldry y Yu, 2018). Este fenómeno ha sido descrito como la extensión de ambientes de computación —becoming environment of computation (Gabrys, 2016, p. 160)—, y apunta hacia una reconfiguración política y afectiva, corporal y sensorial de nuestra manera de habitar el mundo. La vida social se convierte en un recurso disponible y activable por medio de su dataficación. Algunos autores han desarrollado la noción de ‘dobles de datos’ (Lupton, 2012), para referirse a como estas prácticas de datificación buscan fabricar dobles —decorporealizados— de la realidad, creando transacciones y relaciones inesperadas entre datos y personas.
Por otra parte, sensores digitales “inteligentes” están aumentando la capacidad de rastreabilidad de la vida social, haciendo proliferar lo que se ha dado en llamar centros de cálculo (Latour y Hermant, 1998), esto es, lugares donde se traduce, miniaturiza, condensa y rótula información sobre el mundo. En otras palabras, la tangibilidad del mundo que posibilita la datificación depende fuertemente de que lo real pueda devenir una categoría —si se permite el neologismo— algoritmisable que contribuya a aumentar la precisión y predicción sobre los acontecimientos y las personas (Kitchin, 2014b; Thrift, 2014; Van Dijck, 2014). Esta distribución de sensores, algoritmos y datos digitales, llevaría a la confirmación de una forma de urbanismo anclada a las analíticas del Big Data, predescribiendo las decisiones y agendas urbanas, induciendo hacia nuevas forma de gobierno y planificación urbana.
Para los promotores de este imaginario smart, la proliferación de la oferta de datos genera —casi por defecto— espacios de mayor reflexividad, conciencia e interconectividad. Y esto porque bajo esta narrativa, todo parece destinado a dejar algún tipo de testimonio, sustentos materiales que acabarían por forjar una verdadera política arqueológica de la rastreabilidad personal y colectiva (Venturini y Latour, 2009): ríos y bicicletas, plantas y casas, ciudadanos y animales, virus y flujos de peatones, CO2 y plazas, todo puede volverse ubicable, en suma, aumento radical de la rastreabilidad de lo social.
En esta línea, Nigel Thrift (2014) sostiene que lo más novedoso del imaginario smart city no es el hecho de estar permanentemente procesando grandes cantidades de datos, sino su peculiar capacidad de hacer proliferar sentient beings (seres sensibles). Esta proliferación —agrega— suscita la instauración de formas inéditas de conciencia —awareness— ante la ecología y la pluralidad urbana. Esta observación lleva a Thrift a esbozar un vínculo entre el fenómeno de la digitalización y la codificación de la ciudad, y el parlamento de las cosas que enuncia Bruno Latour.4 La proliferación en la ciudad de los seres y sensores sensibles plantea un descentramiento y un cuestionamiento de la matriz antropocéntrica de lo urbano (Blok y Farías, 2016; Farías y Bender, 2010): los soportes y las materialidades de la ciudad dejan de ser concebidos como mera proyección de las intenciones humanas y, con ello, el agenciamiento de lo urbano pasa a depender de una heterogeneidad de ensamblajes (Amin y Thrift, 2002; Blok y Farías, 2016; Hinchliffe, Kearnes, Degen y Whatmore, 2005; Tironi, 2015). Tradicionalmente, en los estudios urbanos, la prioridad estaba puesta en estudiar cómo la naturaleza humana afectaba la ciudad (e. g., costumbres de desplazamiento, habitabilidad, consumo o calefacción). Desde la perspectiva que aquí abordo, en cambio, el foco está puesto en comprender cómo los materiales y dispositivos no-humanos diagraman y modulan la experiencia misma de la ciudad: interfaces, sensores, algoritmos o códigos (Ash, 2017; Thrift, 2014). Si la ciudad es un ensamble heterogéneo de entidades humanas y no-humanas, por medio del proceso de sensorización de los elementos de la ciudad, el rol activo de los actores no-humanos deviene una cuestión más cuantificable y rastreable, automatizable y visualizable (Venturini y Latour, 2009).
Este escenario plantea interrogantes respecto a cómo los sistemas inteligentes de cálculo y rastreo están reconfigurando la experiencia urbana y cómo estos sistemas algorítmicos redefinen los modos de comprender la vida social. Por supuesto, el abrir la “caja negra” de los algoritmos, el interrogar la política de las interfaces que los movilizan y el cuestionar las modalidades en que la información se captura y procesa son, en todo caso, operaciones complejas dada la condición automatizada, naturalizada y orgánica de su funcionamiento (Couldry y Yu, 2018; Mattern, 2014). El aprendizaje automático que ejecutan los algoritmos evoluciona recursivamente en función de los datos que los van alimentando (Introna, 2015), y de las relaciones humanas y no-huamnas que se van co-produciendo en el proceso de personalizar la información (Lury y Day, 2017).
La manera de operar de estos sistemas automatizados no solo parece opaca para los usuarios, sino muchas veces resulta inescrutable para los propios diseñadores y programadores que desarrollan sus códigos y protocolos de ejecución (Ananny, 2016; Introna, 2015). De ahí que la complejidad de los criterios de “inteligencia” adosados a los algoritmos no dependa únicamente de los programadores (data scientists) y de los intereses corporativos de tras de estos sistemas. Por el contrario, depende en gran medida de los ‘modos de existencia’ (Latour, 2012) de los propios dispositivos técnicos, los dispositivos llevan en sí el potencial de exceder o interferir las intenciones de su diseño y de desbordar la comprensión puramente humana (Simondon, 1989).
Tal como han analizado diversos autores (Cardon, 2015; Couldry y Yu, 2018; Gillespie, 2014; Lury y Day, 2017), la relevancia y la justeza de los cálculos propiciados por los algoritmos para obtener una mayor personalización no son, en ningún escenario, propiedades neutrales. De manera inversa, estos atributos están siendo permanentemente intencionados en función de múltiples criterios de personalización y relevancia. Los algoritmos están envueltos en opciones comerciales e ideológicas, en nomenclaturas y decisiones cognitivas que determinan la experiencia que tienen los usuarios al momento de, por ejemplo, comprar en Amazon, de desplazarse con la ayuda de una aplicación de tránsito o de publicar contenido, más o menos trivial, en su muro de Facebook (Cardon, 2015; Cheney-Lippold, 2017). En un trabajo sobre la necesidad de una ética de los algoritmos, Mike Ananny (2016) utiliza la noción de ensamblajes algorítmicos y, con ella, hace patente la necesidad de comprender cómo se construyen los consensos y las orientaciones normativas de funcionamiento de los algoritmos. En la misma dirección, Celia Lury y Sophy Day (2017) argumentan que la capacidad de los algoritmos para conocer nuestros gustos y preferencias, no sólo está reconfigurando los modos de individuación contemporáneos, sino también están enmarcado y restringiendo quién y cómo podemos ser.
En el marco de este debate, Daniel Neyland (2016) —sobre la base a un estudio etnometodológico en el campo la videovigilancia—, sugiere la necesidad de una accountability para el desarrollo de algoritmos. Según este punto de vista, es perentorio discutir qué deberían tener los algoritmos en relación con el lugar y el contexto en el que se despliegan. A contrapelo de los argumentos que definen los algoritmos como el resultado de una ciencia exacta, donde sus atribuciones pueden ser ilimitadas, Neyland concluye proponiendo una operación de sense-making que interroga la red de relaciones que permiten que, precisamente, los algoritmos lleguen a existir con determinadas atribuciones y capacidades de acción. De acuerdo con este ejercicio de Neyland, los algoritmos dejan de poseer propiedades fijas o esenciales y se muestran como productos de una serie de operaciones mundanas, vinculadas “al diseño y al trabajo organizacional, o incluso a decisiones presupuestarias o estratégicas” (p. 52).
Consecuentemente, analizar cómo los proyectos políticos se enredan en los datos y algoritmos conlleva la superación de una concepción que supone que la materialidad u otras entidades no-humanas son a-políticas, para más bien atender como estas entidades están atadas a ciertas relaciones políticas. Tarleton Gillespie (2014) invita precisamente a prestar atención a los criterios de jerarquización adosados a los algoritmos y a poner bajo la lupa de la sospecha la supuesta “objetividad” e “imparcialidad” con la que se manufacturan: “algorithms are a powerful invitation to understand ourselves through the independent lens they promise to provide” (pp. 186-187). Para el autor, los algoritmos pre-configuran versiones particulares del mundo: “categorization is a powerful semantic and political intervention: what the categories are, what belongs in a category, and who decides how to implement these categories in practice, are all powerful assertions about how things are and are supposed to be” (p. 171).
Mientras más se extiende el big data como elemento modulador de la smart city
—y de las formas de gubernamentalidad algorítmica asociadas (Introna, 2015; Rouvroy y Berns, 2013)—, más aumenta el riesgo de que las tecnologías se vuelvan opacas al debate y al escrutinio público. Peor aún, crece, de igual modo, la posibilidad de que se termine por normalizar un modo gestión automatizado y sin gobierno (Owen, 2015), dando por sentado las operaciones de extracción de datos de nuestras actividades cotidianas. La opacidad de la citada gubernamentalidad algorítmica proviene de su modo sutil de operar: sin obligar de manera explícita, instala un paisaje digital que orienta y personaliza opciones, gamifica y anexa interacciones, fomentando finalmente la sensación de autonomía y libertad de los sujetos (Introna, 2015). La invisibilización del funcionamiento de estas tecnologías hace posible que los individuos tengan la sensación de navegar a través de interfaces y flujos de datos de manera transparente y natural, no determinadas por ningún otro criterio que la objetividad algorítmica (Gillespie, 2014).
Si la codificación vía algoritmos se vuelve un fenómeno cada vez más omnipresente que condiciona nuestra sociabilidad en las ciudades (Thrift y French, 2002), entonces, más que nunca se necesita examinar críticamente la legitimidad social de estos protocolos, y sus formas de saber/poder que producen sobre la realidad. Es posible ir un paso más allá: en lugar de afrontarla como un punto de partida, la dataficación exige ser examinada como un proceso de complejos ensamblajes sociotécnicos y heterogéneas imbricaciones de agentes humanos y no-humanos, usuarios y operadores, algoritmos e instituciones, imaginarios y relatos (Michael y Lupton, 2016; Neyland, 2016). Asimismo, los flujos datos no son una realidad autónoma ni independiente a las operaciones, saberes e instituciones que los levantan, procesan y almacenan, siendo necesario desenmarañar los contextos sociales y culturales en los que éstos están inscritos. Los bits de información digital están siempre imbricados con infraestructuras, con políticas y con materialidades que requieren ser visibilizadas. Dar cuenta de estas capas invisibles permitirá, al fin, dejar de mirar este dominio técnico como un campo subpolítico (Domínguez Rubio y Fogué, 2013), analizando el tipo relaciones, sujetos y gobierno que se producen en estos ensamblajes de datos, algoritmos e instituciones. Visibilizar estos nuevos procesos de tecnificación de la vida urbana implica, asimismo, abordarlos ya no como un matter of fact, sino como matters of public concern, asuntos donde se juegan las estructuras de la democracia y de conocimiento, de formas de ciudadanía y de producción de subjetividades (Cardon, 2015; Marres, 2017). Generar estos procesos de publitización de las infraestructuras y dispositivos algorítmicos permite ampliar el número de elementos y entidades discutibles (Domínguez Rubio y Fogué, 2013) y problematizando la cada vez mayor invasión de estos sistemas en nuestras vidas. Este proceso contribuye a potenciar la comprensión de lo público y del quehacer político en un momento de extrema tecnificación de la vida: “As we argue, the transformation of the sub-political worlds of infrastructures and nature into fully public and political worlds not only offers a new understanding of urban space but also the possibility of new forms of civic participation and engagement” (Domínguez Rubio y Fogué, 2013, p. 1039).
La expansión de sensores y algoritmos inteligentes está poniendo en el centro de la reflexión la capacidad de los diferentes elementos de la ciudad contemporánea para sentir (Gabrys, 2016; Licoppe, 2014; Thrift, 2014). Gracias a chips y sensores cada vez más miniaturizados e incrustados tanto en equipamientos urbanos como en los propios individuos, eventualmente, cualquier elemento (e.g., imágenes, pasos, pulsaciones, sonidos) es susceptible de transformarse en datos numéricos circulables y manipulables. La ciudad deviene agente animado y orgánico, habilitado para emitir, monitorear y gestionar sus diferentes estados. En el proyecto de los objetos conectados del urbanismo smart, la dimensión emocional y sensitiva deja de ser un atributo exclusivo de los seres humanos y comienza a ser un elemento integrado, indistintamente, a infraestructuras o a ciudadanos a través de nomenclaturas programables y codificables (Gabrys, 2016). La posibilidad de sentir o dejarse afectar se vuelve una operación mediada por múltiples sensores e interfaces, algoritmos y diseños, y es compartida por aparatos y seres vivos. Christian Licoppe (2014) acuña el concepto de infraestructuras reflexivas para aludir a la capacidad de los aparatos inteligentes de ser usados por los individuos y, al mismo tiempo, estar produciendo información y entregando feedback, ya no solo a sus usuarios inmediatos sino, también, a la red informática en que se insertan (e. g., mientras un aficionado al ciclismo se sirve de su teléfono móvil para no desviarse de su ruta, el mismo aparato que funge de guía genera datos sobre sus condiciones de salud o preferencias de consumo que son registrados por corporaciones médicas transnacionales).
Hoy estas infraestructuras “reflexivas” o “sintientes” coexisten con el movimiento cada vez más masivo del quantified self, un yo cuantificado constituido por un amplio espectro de tecnologías y aparatos orientados al registro sistemático de diversos ámbitos de la vida cotidiana (Neff y Nafus, 2016). Bajo el lema auto-conocimiento mediante números, estos dispositivos ofrecerían a los individuos la capacidad de trabajarse a sí mismos de forma autónoma a partir de la visualización permanente de sus propios datos (e. g., completando metas diarias de actividad física o mejorando sus niveles de consumo calórico). Este fenómeno se vincula con la sofisticación de los sensores y captadores inteligentes para generar patrones de rastreabilidad y reportes permanentes sobre el performance de los sujetos. El citado Christian Licoppe (2014) sostiene que estas tecnologías redefinen la relación que establecen los individuos vis-à-vis con sus propias acciones y actividades, tecnologías mediante, ahora pueden cuantificar cuestiones que pertenecen, muchas veces, a un dominio pre-reflexivo o intuitivo. Los dispositivos del yo cuantificado permiten estrechar la relación entre la vida íntima del individuo y las plataformas de cálculo: toda información puede ser transmitida, explotada y visualizada por diferentes redes sociales al instante. Pero, del mismo modo, estos dispositivos también ofrecen la posibilidad de generar situaciones de confrontación entre los sujetos y las huellas de sus propias actividades (Martuccelli, 2015; Neff y Nafus, 2016;). Con los dispositivos de self-tracking es posible otorgar valor numérico e instrumental a prácticas que antes eran tenidas por rutinarias, anodinas e íntimas, creando verdaderos sujetos de datos (Cheney-Lippold, 2017; Couldry y Mejias, 2019).
La interacción basada en datos y plataformas digitales, que algunos han denominado como capitalismo de plataforma (Srnicek, 2016), se asocia a un nuevo régimen de gobierno del yo. Algunos autores (Granjon, Nikolski, Verá y Pharabod, 2012; Lupton, 2014; Rose, 2006; Ruckenstein, 2014) han adoptado la perspectiva de Michel Foucault sobre las tecnologías del yo y la biopolítica para conceptualizar la extensión de los sistemas de self-tracking y de monitorización de la vida cotidiana. Más que herramientas de objetivación “científica” de los estados de las personas, algunos autores observan cómo estos dispositivos de self-tracking materializan concepciones políticas basadas en la idea de sujetos autónomos y autosuficientes en la gestión de sus propias vidas (Granjon et al., 2012, p. 19). Como diría Foucault, son tecnologías que contribuyen a disciplinar y aumentar los niveles de autosacrificio y de rendimiento personal en pos de un propósito determinado (e. g., bajar de peso, comer sano, mejorar ánimo, disminuir el estrés, obtener satisfacción sexual, conseguir más amigos). En otras palabras, son tecnologías que permiten una gestión algorítmica del yo, el sujeto vive “alertado” por las cuantificaciones de su propia rutina. A esta tendencia, Deborah Lupton (2014) la ha denominado self tracking citizenship u optimización e interiorización del control y conocimiento del sujeto mismo. Estos sistemas de auto monitoreo radicalizan una relación utilitaria con diferentes dimensiones de la existencia, bajo el principio que toda acción debe tener como fin de optimización. Justamente, en diálogo con la noción de sujeto cuantificado, Licoppe (2014) sugiere que las tecnologías del quantified self están fraguando nuevas formas de individuación. En su análisis, compara estos sistemas con la lógica de las confesiones desarrollada en la obra de Jean-Jacques Rousseau, en sus Confesiones, bien sabemos, se constituye una tecnología reflexiva que inaugura nuevas formas de singularización.
Lo dicho hasta aquí, instala la necesidad en los investigadores urbanos y sociales, de considerar cómo las mediaciones y formas de control en la ciudad contemporánea se vuelven, poco a poco, más-que-humanas. Hoy más que nunca, parece importante no perder de vista que los bordes que separan la intención humana de la intención técnica están en permanente renegociación y trafico, donde relaciones de datos y algoritmos buscan desplazar el lenguaje de la política (Tironi y Valderrama, 2018b) Consecuentemente, esta perspectiva sugiere reconocer la ontología política de los sensores y dispositivos smart y nos conmina a examinar, desde una enfoque crítico e interdisciplinario, cómo estos reconfiguran nuestros modos de vivir, socializar y experimentar la ciudad. Ahora bien, estas aproximaciones tampoco son neutras y abren un nuevo debate: ¿el proceso de dataficación y el big data son compatibles con los valores democráticos? o, a la inversa, ¿es legítimo suponer que la dataficación y el big data refuerzan un modo tecnocrático de toma de decisiones que delega la deliberación ciudadana en sistemas automatizados? Y finalmente, ¿qué formas de resistencia o fisuras pueden surgir ante este escenario?
Uno de los principales desafíos frente a la proliferación de experimentos smart city es resguardar y fomentar las instancias de democratización, autonomía y participación de los habitantes de la ciudad (Gabrys, 2016; Greenfield, 2017). Hoy día pareciera que los proyectos smart city utilizan el involucramiento ciudadano para realizar ejercicios de prueba o validación sin someter realmente al escrutinio público los elementos, funciones y decisiones que estructuran los proyectos. Más aún, cuando se analizan sus lógicas, se hace evidente que las iniciativas smart suelen tener predefinido el tipo de participación que reclaman, o, lo que es equivalente, el tipo de ciudadano que prefiguran (Tironi y Valderrama, 2018a). Tal como sugiere Adam Greenfield (2017), generar conciencia sobre el funcionamiento de estas infraestructuras —destinadas a gestionar nuestras vidas de forma “inteligente” y automatizada— es una cuestión política de suma importancia: son nuestros propios modos de vida los que —codificados como datos— alimentan y dan vida a estas arquitecturas. Debemos trabajar para facilitar a la ciudadanía el acceso a los diseños y nomenclaturas que sustentarán la gestión de los servicios y productos automatizados del futuro: el involucramiento en este tipo de causas no es un mero gesto de apariencia política, es ante todo una estrategia activa de responsabilización y resistencia ética frente al diseño implacable de las infraestructuras inteligentes que nos rodean, vigilan y modelan. En otras palabras, resulta necesario interrogarse sobre aquellas dimensiones que quedan excluidas de la definición de smartness, identificando situaciones y entramados heterogéneos que desbordan su significado, que divergen creando pluralidad de modos de hacer mundos (de la Cadena, 2015). Las formas de monitoreo y vigilancia algorítmica no pueden quedar en manos de intereses privados únicamente ni como una práctica normalizada, haciéndose necesario desarrollar una pluralidad de aproximaciones que permitan usos más éticos e inclusivos de estas herramientas.
Hay varias señales que apuntan hacia una politización de la noción de la smart city o, al menos, hacia la configuración de formas alternativas de concebir la condición urbana y sus infraestructuras. Destacan las formas de divergencia creativa que reciben rótulos tales como ciencia ciudadana, colectivos concernidos, saber popular, ingeniería crítica o ética hacker. Estas formas comparten la vocación por desprogramar y problematizar las formas canónicas de hacer las cosas, desplegando estrategias de prototipado e intervención especulativa en la ciudad (Tironi, 2018).
Son colectivos que —en campos tan diversos como la biología, la informática, el arte, el urbanismo, el transporte, la salud, el medio ambiente o la discapacidad—, se están lanzando en procesos de recaudación de información y reapropiación política de ciertos conocimientos y dispositivos técnicos de sensibilización, poniendo en interrogación los ‘sistemas expertos’ (de Lange y de Waal, 2019; McLagan y McKee, 2012; Sánchez Criado, Rodríguez-Giralt y Mencaroni, 2016; Tironi y Sánchez, 2015). En estos colectivos se producen modos diversos de contraexpertise que levantan preguntas que permiten expandir el horizonte de lo que creemos posible (Corsín Jimenez, 2014a). Aquí predomina la figura del pro-am —apócope para profesional-amateur—, o del militante-afectado, que justamente se va volviendo experto por un conocimiento que surge del intercambio y la experiencia (Akrich, 2010). Tal como lo han sugerido algunos investigadores (Gray y Marres, 2018), actualmente diferentes experimentos urbanos están comenzando a usar las tecnologías digitales ya no solo para monitorear la vida urbana (aumentando los grados de vigilancia, opmtimización y privatización del espacio), sino como mecanismo para desplegar para diferentes realidades urbanas y otorgar consistencia a nuevas formas de involucramiento con la ciudad (Estalella, 2013). Las diferentes mediaciones digitales tienen la potencialidad de precipitar inéditos modelos de participación, activación y politización de la ciudad. En esta potencialidad, precisamente, se encuentra el germen que permitirá redefinir la finalidad de los dispositivos digitales y los usos los datos que arrojan, pasando desde fines corporativos y privados hacia usos más democráticos y abiertos al debate público (Gray y Marres, 2018).
Una estrategia interesante para pensar los límites y politizar la noción de smart city proviene de la figura filosófica del idiota, tal como ha sido utilizada recientemente por diversos autores (Blok y Farías, 2016; Gabrys, 2016; Michael, 2012; Stengers, 2005; Tironi y Valderrama, 2018a; 2018b). Gilles Deleuze y Félix Guattari en ¿Qué es la filosofía? (1991) plantean que una de las labores principales de la filosofía es la creación de conceptos, entendidos como actos de pensamiento que responden a procesos y preocupaciones singulares. Pero esa construcción conceptual adquiere consistencia —se pone a prueba, si se quiere— por medio de la producción de personajes conceptuales que cumplen el papel de manifestar los territorios, desterritorializaciones y reterritorializaciones del pensamiento” (Deleuze y Guattari, 1991). De este modo, los personajes conceptuales son ideas representadas, formas de pensamiento encarnado, instrumentos para tensionar e interrogar la realidad, determinando las preguntas y situaciones que abren otras alternativas.
Originalmente entendido como aquel corto de entendimiento, el idiota, para los griegos, era aquel que sabía un idioma diferente a la lengua de la polis, por lo que no tenía ni el derecho ni la capacidad para opinar; por consiguiente, era continuamente marginado de la comunidad y de la discusión pública (Stengers, 2005). Autores contemporáneos han propuesto retomar este personaje entendiéndolo como aquel que se resiste a las formas consensuales o a-problemáticas en que se presentan las cosas (Stengers, 2005; Michael, 2012). Esta reticencia no se manifiesta porque la presentación de la situación sea considerada como falsa o basada en mentiras. El idiota simplemente cree que “hay algo más importante” e incomprensible que se está escapando, hasta el momento, en la manera en que se presenta la situación (Stengers, 2005, p. 994). El idiota, por lo tanto, obliga a especular sobre la posibilidad de comprender y hacer las cosas de modo distinto al establecido. El idiota abre derroteros para explorar potencialidades que reconocen la incertidumbre inherente a mundos por hacer. Como figura para repensar los principios sobre los que reposa la tecnociencia y el vivir en común (Stengers, 2005), el idiota nos conmina a detenernos —y a demorarnos— en lo que estamos haciendo. En el discurso del idiota yace un recuerdo, una exhortación: los expertos
—llámense planificadores urbanos, ingenieros, médicos o sociólogos— no son, en ningún caso, los únicos autorizados a disponer del significado de lo que sabemos; incluso menos, ellos no son las primeras autoridades capacitadas para definir los criterios que permiten discernir la inteligencia, la necesidad o la verdad (Stengers, 2005).
En este sentido —y ante la aceleración de los dispositivos digitales y la gigantesca constelación de datos y sensores que equipan nuestros entornos urbanos—, el idiota se pregunta: ¿y si hay algo más importante en la ciudad que los bits, los datos y los wearables inteligentes?, ¿cuál es el sentido de llevar vidas cada vez más cuantificadas, monitorizadas y automatizadas por algoritmos? o, como he dicho al comienzo de este artículo, ¿por qué elegimos unos vocablos por sobre otros? El idiota como figura conceptual, contribuye a complejizar los modelos urbanos de la smart city, y con ello, nos insta a re-pensar la multiplicidad de formas en las que cada uno de nosotros puede involucrarse para hacer ciudad (Gabrys, 2016). De esta manera, el idiota pone bajo signo de interrogación el proyecto tecno-inteligente de transformar la ciudad y otras actividades cotidianas en datos y métricas visualizables, en inputs y outputs automatizados sin fricciones ni fallas. El idiota no solo permite ralentizar las formas en que se afronta y piensa el uso de las aplicaciones inteligentes, el idiota también invita a meditar sobre la capacidad generativa que tienen los desbordes e incomprensiones producidos por comportamientos “indebidos” e “insensatos” (Tironi y Valderrama, 2018b). En suma, la perspectiva del idiota permite poner en tensión los límites de la digitalización de la realidad urbana, conminándonos a hacernos cargo de lo que aquí denomino data idiótica (Tironi y Valderrama, 2018b), es decir, aquellos eventos recalcitrantes de la realidad que se resisten a convertirse en ceros y unos, o ser tomados como materia prima para nutrir de información a terceros. Los datos idióticos —resistentes a las manipulaciones simplistas— expresan los excesos, el ruido y la complejidad de la condición urbana. La data idiótica lleva en sí los códigos de la resistencia, la subversión y la reinvención de la digitalización, ofreciendo pistas decoloniales para pensar y apropiarse de las tecnologías. La data idiótica es una invitación a cuidar y atender las fricciones y recalcitrancias de la vida social, situaciones que nos hacen titubear, dudar y especular futuros divergentes.
Observar las urbes digitales con los ojos del idiota permite reflexionar críticamente sobre lo que queda afuera, sobre aquello que perturba nuestra mirada pero que no emite información legible o, mejor aún, codificable. Lejos de los consensos imperialistas de la smart city, la perspectiva del idiota nos deja interrogar los presupuestos políticos y morales que se encapsulan en las formas de hacer mundos que contienen las tecnologías inteligentes. El ímpetu desestabilizador del idiota contribuye a problematizar la capacidad del modelo smart para arrogarse el derecho someter a todos los otros modelos a sus reglas y criterios, sugiriendo otros caminos y diseños para ejercer el derecho a la ciudad.
En fin, el ‘murmullo del idiota’ viene a alertarnos de una serie de eventualidades, entidades o existencias que se escapan de la dataficación digital y numérica de la ciudad. El idiota obliga a ralentizar la mirada, dice Isabelle Stengers (2005). El idiota nos fuerza a volver nuestra propia mirada sobre los materiales residuales que producen fallas y disenso, indeterminación y ambigüedad, activando la imaginación necesaria para hacer más habitables nuestras urbes. Antes que buscar la transformación lineal de una ciudad tonta, ineficiente e insostenible en una ciudad inteligente, eficiente y sustentable, debemos tomar en cuenta las eventualidades y prácticas que complejizan los tránsitos propuestos por los proyectos tecnonormativos de la dataficación capitalista. El anhelo por proscribir de la vida social toda forma de incertidumbre y vulnerabilidad, fricción y debilidad, es lo que la figura del idiota rehúye, dándole espacio al silencio e incomunicable. Como algunos han sugerido (Michael, 2012), el personaje especulativo del idiota nunca termina de estabilizarse por completo y su principal interés reside en su indocilidad, en su capacidad de escapar de lo que se entiende fácilmente, de ralentizar los procesos y de experimentar formas alternativas de hacer las cosas, aunque éstas resulten “irritantes”. Quizá, las palabras de Jennifer Gabrys (2016) permitan alentar un diálogo, a la larga productivo, con la figura del idiota de Stenger (2005): el idiota —insiste ella— obliga a huir de las definiciones restrictivas, a cuestionar los diagnósticos morales implícitos en los dispositivos que nos rodean, a abrir nuestros horizontes epistemológicos a esas otras inteligencias que descreen de las promesas de la superficial fluidez smart.
Este artículo fue escrito con el patrocinio del proyecto Fondecyt Nº 1180062, Sociedad, Diseño y Tecnología (SDT). Asimismo, agradezco el apoyo del Núcleo Milenio Arte, Performatividad y Activismo.
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