Reseña de Hernández (2018) El tiempo perdido

Review of Hernández (2018) El tiempo perdido

  • Genís Plana Joya
Portada libro

Esteban Hernández (2018).
El tiempo pervertido. Derecha e izquierda en el siglo XXI. Akal.
ISBN: 978-84-460-4690-5


Son pocos los ensayos que parecieran imprescindibles para formarse una imagen diáfana del mundo denso y confuso en que estamos viviendo. Pero las lúcidas reflexiones de Esteban Hernández hacen de El tiempo pervertido (Akal, 2018) uno de esos libros. Ahora bien, el análisis de la actualidad, si es que aspira a ser lo suficientemente preciso como para detectar su origen embrionario, no puede prescindir de una mirada retrospectiva de los acontecimientos que precedieron –e influyeron en– la forma que asume el momento político contemporáneo. A razón de ello, el autor realiza un rápido pero esclarecedor recorrido por aquellos acontecimientos acaecidos durante la pasada centuria a fin de mostrar los resortes sobre los cuales se impulsan los cambios y desafíos que se nos presentan durante el siglo XXI.

Pero al margen de su origen, algo que pareciera incuestionable es que la naturaleza de los nuevos retos y necesidades se relacionaría con las transformaciones productivas concomitantes al modelo económico postindustrial: la consolidación de una cuarta revolución industrial caracterizada por la innovación tecnológica, el despliegue de formas de organización laboral posfordistas, y el surgimiento de un mercado laboral dual donde se incrementa la desigualdad de ingresos y de condiciones laborales entre, por un lado, los empleos creativos de alta cualificación, que tienen el campo digital como soporte, y, por otro lado, los empleos rutinarios de escasa cualificación, basados en el trabajo manual.

De lo que dan muestras estas transformaciones es que el nuevo siglo nos depara un escenario de ganadores y perdedores que, según nos aseguran los discursos dominantes, forma parte de un futuro inevitable al que nos vemos abocados por el indefec

tible curso del tiempo. Tan sólo cabe adaptarse al sentido de los nuevos acontecimientos mediante “la voluntad, el esfuerzo y la energía positiva” (pág. 85). De nosotros mismos depende, por consiguiente, acoplarnos a los cambios que nos depara el siglo XXI o, por el contrario, ser arrastrados por ellos hasta descarriarnos definitivamente de la senda de un progreso ineludible. No obstante, Esteban Hernández nos afirma que si se sale del marco de las ideas dominantes a fin de asumir una perspectiva amplia, lo que se observa es que este relato supone la forma por la cual legitimar la oleada conservadora que pretende sumergir nuestras sociedades.

Dicho esto, será adecuado detenerse a considerar aquello que entiende el autor por conservadurismo, y lo primero a señalar es que, a su entender, conceptos como conservador o progresista ya no corresponden al tipo de apreciación que poseen las posiciones sociopolíticas con respecto al devenir del tiempo. Expresado de un modo esquemático, el conservadurismo no es necesariamente aquella postura política que aboga por detener las transformaciones a fin de mantener una determinada formación social, cultural, política y/o económica. De manera que, en la medida que el conservadurismo no se define por su nostalgia con respecto al pasado o su aversión con respecto al dinamismo de los tiempos, su caracterización contemporánea procede de su vinculación a una categoría política cuyo proyecto social no es por defecto renuente al cambio. Esa categoría política a la que me refiero es la derecha.

De igual manera, incurriríamos en un desliz si ignorásemos que la derecha no es tanto una noción ideológica, en el sentido de una doctrina teórica coherente y consistente, como sí una actitud política, pues su razón de ser radica en favorecer la posición de ciertos grupos sociales –aquellos que ocupan posiciones de poder una vez realizado el reparto del mismo– dentro de la estructura de la sociedad. Pero antes de seguir será conveniente expresar con claridad el presupuesto que lleva implícita la conceptualización de la derecha política a la que nos acabamos de referir: la sociedad, como cualquier otra organización que se encuentre integrada por grupos con intereses dispares, es una estructura donde los distintos actores que en ella participan desarrollan estrategias por las cuales mejorar su situación y asumir mayores cuotas de poder; y para ello, buena parte de sus ideas y acciones asumen un propósito instrumental1.

En el bien entendido que su propósito último es “afianzar la posición estructural de los grupos sociales que ya detentan el poder” (pág. 55), se puede comprender que la derecha no encuentre inconveniente en modificar unas proposiciones ideológicas determinadas siempre y cuando el resultado de esa permuta sea favorable para mantener y reforzar la situación del grupo social dominante. En este sentido es que la derecha no se compromete necesariamente con unas ideas específicas ni con unos valores en particular, ya sea que se encuentren éstos en correspondencia con el retroceso, el avance o la congelación del devenir temporal. Si la derecha es conservadora es porque, ante todo, pretende conservar una relación de fuerzas que le sea favorable.

Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial terminó con una correlación de fuerzas relativamente favorable a los sectores obreros y subalternos. Como consecuencia de ello, los grupos de poder se sintieron obligados a frenar la voracidad de los procesos de acumulación de capital y aceptar políticas públicas que elevasen el bienestar de las capas mayoritarias de la población a unos niveles de vida previamente desconocidos. Sin mayor hesitación podemos afirmar que el aumento de la capacidad de consumo de la clase trabajadora occidental contribuyó a impedir que el atractivo del socialismo se propalase por el continente. Ahora bien, desde el momento en que desaparece la Unión Soviética2 queda inaugurada una era global en la que las clases dominantes ya no se sienten forzadas a asegurar la estabilidad y el porvenir de la población de sus respectivos países.

Así las cosas, nos encontramos ante una nueva etapa de acumulación de capital, correspondiente a su semblante neoliberal, que consiste en desactivar las estructuras institucionales que permitían una distribución del poder sin parangón en la historia reciente de la humanidad. Los poderes empresariales pretenden escapar de la regulación a la que les sometía el interés nacional emprendiendo, a través de los gobiernos políticos, una serie de transformaciones en el sistema jurídico, principalmente en el ámbito laboral y fiscal, que resulten propicias a sus intereses, y para ello se sirven de corporaciones multinacionales y fondos de inversión que se encuentran amparados por “un nuevo sistema legal internacional” (pág. 226) constituido por organizaciones comerciales, organismos de crédito multilaterales y tribunales de arbitraje.

Paralelamente, la ofensiva de las élites asume otras modalidades: la esencia del capitalismo consistente en la obtención de un capital mayor del que previamente fue invertido se encuentra inalterada pese a que ese proceso de reproducción ampliada de capital se efectúe por formas novedosas que ya no disponen del factor trabajo como elemento prioritario. Actualmente se produce un proceso de concentración de poder –por medio de la capitalización de corporaciones como Amazon, Uber o Apple– con el propósito de acaparar el mercado y someter la cadena de suministro en beneficio propio. De manera que detrás de los modelos de negocio novedosos se halla una ingente inversión de capital excedentario en determinadas plataformas tecnológicas que son parasitarias de mercados preexistentes: la ganancia lograda se debe, no tanto a la creación de riqueza, como sí a la capacidad de canalizar a su favor la riqueza producida por otros. Su posición dominante, prácticamente monopolística en sus respectivas áreas, es lo que permite succionar unos recursos cuya distribución era mayor durante la época de expansión económica keynesiana.

Por consiguiente, la sistematización y aceleración del proceso productivo no sería sino una forma de neutralizar las resistencias de la fuerza laboral disolviendo su autonomía relativa. Pero esta nueva fase de acumulación por desposesión difícilmente lograría transformar con facilidad las estructuras a partir de las cuales se desarrolla la producción y la distribución de bienes y servicios si no fuese porque, a un mismo tiempo, la ideología dominante contribuye a remover los cimientos culturales de la población por medio de una “nueva mentalidad activa, emprendedora y optimista” (pág. 150). Así pues, el autor se muestra acertado al advertir que al capitalismo no le basta con modificar las formas de organización de las condiciones de posibilidad de la ganancia económica, pues requiere impulsar una nueva manera de pensar que asuma como positivos el movimiento, la inestabilidad y, llegado el caso, la desigualdad que generan esas nuevas formas de organización.

Dado lo anterior por comprendido ya podemos agregar que el planteamiento central del libro radica en señalar que la actual transformación que se produce en el interior de las relaciones de producción, cuyo relato ensalza las posibilidades que encuentra el individuo ante la innovación tecnológica, es la manera por la cual la actual oleada conservadora pretende direccionar los recursos, en mayor medida escasos tras la última crisis económica, hacia la cúspide de la pirámide social. Expresado con otras palabras, el capitalismo contemporáneo se sirve de los nuevos medios técnicos como un instrumento para disciplinar la fuerza de trabajo externalizando o reorganizando la producción y la prestación de servicios. De resultas a lo cual, la exaltación de un futuro dominado por el desarrollo tecnológico no sería sino parte de una ideología empleada para controlar el presente socavando las resistencias al cambio.

No obstante, considero que la aportación más relevante que realiza el autor radica en sugerir, aunque sea sutilmente, la complicidad que acaba asumiendo la izquierda política con respecto a la legitimación cultural de la nueva visión del mundo asociada a las transformaciones productivas que promueven las élites económicas. Aun siendo un postulado que genere controversia, a mi entender bien podría decirse que buena parte de la izquierda ha participado, ya sea directa o indirectamente, de aquellas ideas dominantes que contribuyen a impulsar los cambios productivos y organizativos previamente referidos. Dejándose llevar por los aires de un desarrollo tecnológico supuestamente inevitable y beneficioso, la izquierda se ha distinguido de la derecha, principalmente, en los aspectos discursivos, al sustituir las capacidades de los individuos emprendedores por las de los colectivos minoritarios empoderados.

En resumidas cuentas, el tiempo ha sido pervertido desde el momento en que el conservadurismo ha sabido promover un escenario ideológico marcado por el progreso, donde unas y otras subjetividades, independientemente de su color político, se muestran favorables a una reestructuración productiva de la que las élites económicas salen beneficiadas en perjuicio de amplios sectores de la población. En virtud de ello, la situación resulta ampliamente favorable para la derecha, pues su versión populista recoge el descontento generalizado causado por la concentración de poder y de recursos que propicia su versión globalista. Tanto como aumenta “la inseguridad laboral, la reducción de opciones vitales y la dificultad para reproducir o mejorar la posición social” (pág. 175), regresa la fascinación que provoca la nación como espacio de protección y seguridad.

Asimismo, debiéramos relacionar el auge del populismo con el giro geopolítico caracterizado por el repliegue estadounidense, la ascensión de las potencias emergentes y las tensiones internas que parecieran agrietar la Unión Europea. Ante una globalización deslucida, asistimos a un nuevo enfrentamiento entre potencias nacionales que, sin pertenecer a bloques ideológicos contrapuestos, pretenden ganar influencia en el tablero mundial sin descuidar el orden social dentro de sus fronteras. Para Esteban Hernández la cuestión relevante no es la pregunta al respecto de las medidas que se deben tomar, sino, ante todo, quién las debe llevar a cabo. Su respuesta: nosotros.