El giro saludable: sacrificio, sanación, bienestar y su relación con la espiritualidad contemporánea

The healthy turn: sacrifice, healing, wellness, and its relation to contemporary spirituality

  • Mónica Cornejo Valle
  • Borja Martín-Andino Martín
  • Carolina Esteso Rubio
  • Maribel Blázquez Rodríguez
Si en las teologías medievales el dolor físico y moral se consideraron la vía óptima para el espíritu, a día de hoy, sin embargo, la espiritualidad contemporánea ha ido incorporando valores como la felicidad, la salud, el bienestar o el desarrollo personal. Consideramos que en esta transformación de paradigma han estado implicados al menos tres elementos: la apertura de la visión cristiana del trance entre los laicos, el surgimiento de estudios clínicos sobre la espiritualidad en pacientes y la hegemonía del humanismo en la psicología. Para abordar esta hipótesis ofreceremos, primero, una reflexión sobre los significados de la espiritualidad contemporánea, y revisaremos después con mayor detalle los tres elementos clave mencionados en la transformación cultural de la relación entre espiritualidad y salud. Por último, a modo de conclusión, revisaremos algunas críticas recientes que la espiritualidad del bienestar ha levantado y que apuntan a ella como la religión del neoliberalismo.
    Palabras clave:
  • Espiritualidad
  • Salud
  • New Age
  • Psicología de la Religión y Espiritualidad
Despite the relevance of physical and moral pain in medieval theologies, nowadays the key values of contemporary spirituality are akin to happiness, health/wellbeing and personal development. We consider that at least three factors are related to this change of paradigm: the change of Christian attitude toward the trance experiences among the laics, the uprising of studies on clinical patients and the hegemony of humanism in Psychology. In order to explore this hypothesis, we will deal with definitions of the contemporary notion of spirituality. Secondly, we will explore the named three key factors in some detail and, finally, we will analyze some recent critics about the understanding of spirituality as wellbeing, exploring the relationship between contemporary spirituality and neoliberalism.
    Keywords:
  • Spirituality
  • Health
  • New Age Spirituality
  • Psychology of Religion and Spirituality

1 Introducción1

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que el cultivo de la espiritualidad pasaba por la mortificación de los deseos, el dolor físico y la expiación a través del sufrimiento en general. Si en las teologías medievales el dolor físico y moral se consideraban la vía óptima para el espíritu (Asad, 1993/2009), hoy en día, sin embargo, la espiritualidad contemporánea ha ido incorporando progresivamente valores como la felicidad, la salud, el bienestar o el desarrollo personal, y convergiendo con las disciplinas correspondientes (la medicina, la enfermería, la psicología, la autoayuda, etc.; Hanegraaff, 1996; Heelas, 2008; Illouz, 2010; Papalini, 2013). Como ha señalado Talal Asad (1993/2009), tanto las morales seculares como la teología moderna han llegado a considerar los tormentos corporales o morales improductivos, herencia de una espiritualidad mal entendida, arcaica, sin refinar. Ciertamente, ni la mortificación ascética ni el elogio de la tribulación han desaparecido de las prácticas o los valores religiosos, pero en la modernidad occidental ya parece más común que la espiritualidad sea entendida como una realidad relacionada con la plenitud en la realización personal, evocando con ello el bienestar psicofisiológico y la búsqueda de la felicidad. De hecho, como plantean Linda Barnes y Susan Sered en Religion and Healing in America (2005), lo espiritual gana popularidad, visibilidad y legitimidad precisamente en los hospitales, muy al contrario de las predicciones secularistas que preveían para la medicina un rol crucial en el retroceso de lo religioso (Barnes y Sered, 2005, p. 4). Lo que en este artículo nos proponemos explorar son algunas de las condiciones que han hecho posible esta transformación de paradigma, el giro terapéutico de la espiritualidad, un cambio fundamental en la cultura religiosa postmoderna.

Prestando atención a la dimensión cultural, la relación entre las cosas del espíritu y las de la carne ha sido puesta en perspectiva especialmente desde la Antropología Social, frecuentemente ocupada en el estudio de rituales y saberes no modernos (no sometidos a la disciplina secular de la medicina). En la literatura antropológica, las soluciones culturales que diferentes sociedades han desarrollado respecto al cuidado, tanto del cuerpo como del espíritu, se han contemplado a la luz del concepto de «eficacia simbólica», el principio funcionalista durkheimiano. Tan extendido es el enfoque que el ejemplo más conocido de él procede, paradójicamente, de uno de los antropólogos más antifuncionalistas de la historia de la disciplina, Claude Lévi-Strauss. En un popular artículo, precisamente titulado «La eficacia simbólica», Lévi-Strauss describe la cura chamánica como la manipulación psicológica (no física) del cuerpo enfermo (1958/1995, p. 216), poniendo en relación la parafernalia ritual chamánica con el psicoanálisis (1958/1995, p. 225). Así, si bien la dolencia que se trata tiene una manifestación somática, el malestar se identifica como social, y al identificar tal origen (diagnos

ticado en una parte de la escenificación ritual) el chamán viaja a los mundos míticos para, a través de su trance, inducir una transformación orgánica. Un enfoque muy semejante puede encontrarse en la interpretación del chamanismo de Luc de Heusch (1971/1973), donde aparece ya explícitamente el tema de la posesión. También Alfred Metraux (1955) y Roger Bastide (1950/1961; 1965/1983) explican las virtudes curativas del trance en el vudú y en otras religiones afroamericanas en términos de eficacia simbólica.

En esta literatura (específicamente orientada al estudio de ritos y creencias) es habitual encontrar que las cosmovisiones mágico-religiosas de las distintas sociedades han dotado a las poblaciones tanto de recursos en el tratamiento del cuerpo y su bienestar/malestar como de sus propias definiciones de enfermedad y salud, como también ha mostrado la literatura antropológica más orientada a la medicina y al estudio de los procesos de salud y enfermedad (Martínez Hernáez, 2008; Martínez Hernáez, Perdiguero y Comelles, 2015). Coincidiendo especialmente con la antropología que ha estudiado el llamado pluralismo médico (Cant y Sharma, 1999; Kleinman, 1980; Menéndez, 1994; 2003; Perdiguero, 2004), a menudo, las distintas concepciones folk de la salud y del cuerpo están vinculadas con diagnósticos morales de los síntomas, esto es, con malestares concebidos y sufridos como expresión de desajustes respecto a, por ejemplo, normas de convivencia, roles establecidos, conductas socialmente esperadas o ritos que deben cumplirse. En la literatura sobre creencias en España, Carmelo Lisón se preocupó tempranamente de estos temas, ofreciendo una variedad clásica de este modelo interpretativo en su trabajo sobre los endemoniados que buscan la sanación en el santuario pontevedrés de la Virgen del Corpiño, donde de nuevo aparece el trance como tema (1990/2004). Para el autor, la cultura es la que «endemonia»; y especialmente a las mujeres en la medida en que prevé para ellas una posición de debilidad estructural que se manifiesta a través de sus cuerpos y mentes en la forma de la posesión demoníaca. En este contexto, la celebración del exorcismo colectivo de El Corpiño representa no solamente un tratamiento cultural del síndrome sino también una explicación concreta «al hacer la maldad localizable y explicable» (Lisón, 1990/2004, p. 323). En sus trabajos sobre los cultos zaar de Sudán, Ioan Lewis planteaba un modelo de interpretación semejante al comparar los ritos de exorcismo de hombres y los de mujeres, concluyendo que los roles de género eran una función de la eficacia simbólica en el proceso ritual, determinando los roles tanto el tipo de malestar como el medio más apropiado para remediarlo (Lewis, 1971/2003). Y en esta línea, Pamela Constantinides (1977) había ya antes explicado los mismos ritos como una instrumentalización ocasionalmente deliberada por parte de las mujeres.

Acercando la literatura antropológica a la literatura médica, este mismo marco interpretativo en el que las relaciones entre religiosidad y bienestar/malestar se entienden de modo durkheimiano, puede encontrarse también en la obra de Ernesto de Martino sobre el tarantismo (1961/1999). De Martino apunta la idea de que los malestares culturales no tienen por qué coincidir con patologías físicas ni psicológicas reconocidas. Que no haya coincidencia entre los diagnósticos de la medicina y la psiquiatría no debe interpretarse como que la dolencia es fingida o voluntaria pues, como afirmaba también Lisón, la propia cultura dispone tanto las causas como las soluciones terapéuticas, y por lo general estas últimas (en forma de ritos) presentan una eficacia suficiente a la hora de devolver al sujeto a su «normalidad». En este sentido, se aprecia que toda la obra del antropólogo italiano está destinada a establecer tanto una perspectiva médicamente inteligible del tarantismo como a determinar los factores que unen en un solo fenómeno cultural los aspectos sociales, económicos, políticos, históricos, de género y los propios de la psicología individual que hacen manifestarse a las creencias religiosas en un cuerpo humano doliente. El tarantismo se presentaría así como un complejo dispositivo simbólico con su propia efectividad sobre la experiencia individual del malestar (De Martino, 1961/1999).

Como se puede apreciar, si bien la literatura antropológica dispone de un marco propio para abordar la relación entre espiritualidad y salud/bienestar, lo cierto es que las expresiones contemporáneas de la espiritualidad (en las que la propia vía espiritual constituye una solución terapéutica) lo desbordan. Como se desprende de los ejemplos etnográficos mencionados, este marco a menudo se ha asociado a los estados extáticos (el trance, la posesión, etc.), bien sea considerándolos como instrumento terapéutico o bien como enfermedad. Frente a esta restricción ya se han propuesto algunas líneas de innovación teórica en las que la relación entre espiritualidad y bienestar aparece como un rasgo más general asociado a los enfoques integrales de la salud y al discurso «holístico» de influencia new age (Blázquez, Cornejo y Flores, 2014; Cornejo y Blázquez, 2013; Prat, 2012a). No obstante, queda pendiente explorar con mayor sistematicidad qué influencias y procesos han contribuido a la transformación del sentido tradicional de lo espiritual, guiando el desplazamiento de la mortificación a la espiritualidad saludable. En este sentido, planteamos aquí como hipótesis que, al menos, tres elementos están relacionados con dicho cambio: la apertura de la visión cristiana del trance entre los laicos, el surgimiento de estudios clínicos sobre la espiritualidad en pacientes y la hegemonía del humanismo en la psicología.

Para abordar esta hipótesis, en este artículo trataremos, en primer lugar, una reflexión sobre el significado de la espiritualidad contemporánea, explorando definiciones recientes. En segundo lugar, se revisarán con mayor detalle tres de los elementos posibles vinculados con la transformación cultural de la relación entre espiritualidad y salud (las transformaciones habidas en el seno del cristianismo, la emergencia de una suerte de clínica de la espiritualidad en el seno de la psiquiatría y el surgimiento de la psicología humanista). Finalmente, a modo de conclusión, se revisarán algunas críticas recientes que la espiritualidad del bienestar ha levantado y que apuntan a la espiritualidad como la religión del neoliberalismo.

2 Espiritualidad, ¿qué espiritualidad?

Si bien en este artículo asumimos como premisa que el concepto «espiritualidad» tiene un significado estrictamente contemporáneo, lo cierto es que gran parte de la literatura espiritualista reciente considera lo espiritual una suerte de impulso universal y ahistórico en el ser humano (Flanagan y Jupp, 2007; Forman, 2004; Heelas y Woodhead, 2005; Roof, 2003). De acuerdo con las llamadas Antropología y Sociología de la Espiritualidad (Giordan, 2006; Wood, 2009), este concepto aparentemente universal y ahistórico particular es el que permite hoy en día a multitud de personas identificarse como «espiritual pero no religioso». Algunos investigadores médicos como Harold Koenig (2008; Koenig, King y Carson, 2001/2012) o Jeff Levin (2009; Levin, Taylor y Chatters, 1994) comparten esta perspectiva. De hecho, en la literatura médica se destacan dos elementos de definición de la espiritualidad: a) la diferencia respecto a la religión; en concreto, la espiritualidad comparece como la variación individual y subjetiva de aquello que hacen y son las religiones; y b) si las religiones son respuestas históricas a la búsqueda de sentido, religación y trascendencia, la espiritualidad aparece aquí como la versión presocial de la religión, y en este sentido, como una suerte de impulso panhumano y eterno en pos de tales religación y trascendencia (George, Larson, Koenig y McCullough, 2000; Quiceno y Vinaccia, 2009). En esta literatura, la hermenéutica crítica de un concepto como «espiritualidad» no ha sido prioritaria y, en general, resultan incómodos los conceptos polisémicos. Como consecuencia, no se ha presentado el debate conceptual sobre si la espiritualidad es una o son muchas, o sobre si es nueva o es antigua, mientras que este debate es constante en las ciencias sociales.

Aunque los estudios contemporáneos sobre espiritualidad desde las ciencias sociales no hayan pretendido participar en los debates teológicos y filosóficos sobre la naturaleza ontológica de lo espiritual, las posturas han permanecido divididas entre los partidarios de una espiritualidad universal y varias espiritualidades históricas. En el ejercicio definicional que constituye el primer capítulo de A Sociology of Spirituality (Flanagan y Jupp, 2007), Peter Holmes sostiene que la espiritualidad puede entenderse de forma genérica como la búsqueda relacional de significado del ser humano, lo que «para muchos […] hoy incorpora una dimensión sobrenatural o sobrecorpórea que sugiere que muchos de nosotros hemos descubierto que somos más que nuestra biología física» (Holmes, 2007, p. 25). Unas cuantas páginas más adelante en la misma obra, Giuseppe Giordan enfatiza el proceso histórico del concepto, definiéndolo como una «nueva categoría que describe e interpreta la relación con lo sagrado en la época contemporánea» (Giordan, 2007, p. 162). Entre ambas posturas, Paul Heelas y Linda Woodhead (2005) han preferido articular las dos posibilidades considerando la «revolución espiritual» como una suerte de revitalización que tiene parte de construcción histórica y parte de carácter intemporal.

Por lo que respecta a nuestra propia posición al respecto, precisamente consideramos que uno de los efectos más interesantes del advenimiento del concepto contemporáneo de espiritualidad es la idea de que es una y múltiple al mismo tiempo, sin que ello implique la contradicción que en otros momentos haya podido acarrear (Van der Veer, 2009). En cierto modo, esta postura conlleva renunciar a la radicalidad de la propuesta de Peter Holmes. Siguiendo a Talal Asad y sus críticas a la definición de religión que ofreciera Clifford Geertz en la década de los setenta (1973/1995, p. 89), entendemos que las definiciones existencialistas de lo espiritual (como búsqueda relacional de significado) reflejan una evolución cultural concreta del cristianismo moderno y oscurecen dos aspectos fundamentales de la historia de las religiones: que la espiritualidad entendida como búsqueda es una definición individualista de la experiencia religiosa que emerge en la modernidad, y que olvida que tanto las búsquedas como los significados tienen una larga historia colectiva de coerción y persecución, a veces desagradablemente violentas (Asad, 1993/2009). Desde este punto de vista, también entendemos que una aproximación al significado del concepto espiritualidad, en la medida en que se trata de un concepto con múltiples orígenes, puede metodológicamente abordarse al modo en que Robert Forman lo plantea en su Grassroots Spirituality. What It Is, Why It Is Here, Why It Is Going: prestando atención a los usos que diferentes informantes ofrecen del concepto (Forman, 2004).

De acuerdo con Forman (2004), el concepto contemporáneo de espiritualidad presenta actualmente cuatro usos distintos:

1. Se reconoce un uso general que incluye referencias a expresiones como «trabajo interior», «meditación», «quietud», «apertura», «alivio». En ocasiones, esta noción de espiritualidad presenta un matiz introvertido, centrado en la conciencia de uno mismo, en el vacío mental místico. Otras veces presenta un matiz relacional que se expresa como «resonancias, campos magnéticos entre cosas», «conexiones» que pueden darse entre, por ejemplo, objetos, personas o situaciones. Esta forma de presentar el significado del concepto facilita, además, una definición emic de tipo ostensivo.

2. Una noción de espiritualidad que se define en oposición binaria a otras categorías, tales como las de dogma, doctrina, institución, obligaciones, religión o cristianismo.

3. También se reconoce el sentido etimológico de spirit como «respiración» o «viento», «aliento», «aliento vital», lo que en otras lenguas sería equivalente a palabras como ruah, pneuma o atman.

4. Por último, se ofrece una definición operativa de espiritualidad como:

Una ultimidad vagamente panenteísta que es habitada, a veces corporalmente, como el más profundo sentido de uno mismo, y a la que se accede a través de medios no estrictamente racionales de autotransformación, así como a través de procesos grupales que convierten la vida en una organización holística para todo. (Forman, 2004, p. 51)

Esta definición múltiple permite comparar al mismo nivel de relevancia teórica las definiciones manejadas por distintos actores sociales y aquellas definiciones técnicas que pueden proponerse como unitarias, permitiendo manejar un concepto operativo útil con el que dar cuenta de la diversidad interna en lo que se define. A pesar de ello, lo que se desprende de las definiciones de Forman es claramente un concepto de espiritualidad marcado por la experiencia subjetiva (no por una doctrina), aunque esta se construya discursivamente en referencia a algunos conceptos globales presentes en la filosofía new age (transformación interior, conexión…). No obstante, se hace imprescindible revisar cómo surge y de dónde este concepto new age de espiritualidad que hoy en día se ha extendido, llegando a impregnar también las prácticas cristianas.

3 Tres elementos de la transición desde la espiritualidad del sufrimiento a la del bienestar

Existe un cierto consenso acerca de que el origen lógico y cronológico de la espiritualidad contemporánea está en la secularización y sus procesos (Heelas y Woodhead, 2005). La tesis más extendida al respecto es la desarrollada por Thomas Luckmann en The Invisible Religion (1967), donde sostuvo que la modernidad traería consigo una liberación tal del individuo que las iglesias perderían su posición predominante como articuladoras de sentido y se formaría una nueva cultura religiosa centrada en la experiencia individual. Prestando atención a otros aspectos de la secularización, Peter Van der Veer (2009) también ha destacado la relación entre el humanismo ateísta y agnosticista y el surgimiento histórico de la heterodoxia espiritual contemporánea, revelando dos aspectos de interés: el vínculo del esoterismo con la crítica secularista y la extensión del orientalismo (en el sentido de Edward Said) a las formas religiosas orientales importadas en Occidente. Sin embargo, ninguna de estas tesis de consenso que aúnan las aportaciones de la Sociología, la Antropología y la Historia explican por sí solas el manifiesto giro hacia la experiencia espiritual saludable.

Si bien la pérdida de la hegemonía cultural de las iglesias tradicionales ha traído consigo la formación de campos religiosos plurales y una puesta en valor de la experiencia espiritual subjetiva, parece que el impacto de la secularización en el nacimiento de una espiritualidad específicamente terapéutica es más rotundo a través del establecimiento cultural e institucional de la biomedicina, algo que también está relacionado con esa pérdida de hegemonía de las doctrinas religiosas sobre el cuerpo social y físico. Por ello prestaremos atención aquí a tres aspectos mucho más concretos, también derivados de la secularización, en los que la religión y la medicina (en sentido amplio ambas) se han encontrado: el impacto del discurso médico en el cristianismo, la espiritualidad como objeto de estudios clínicos y la espiritualización del bienestar por parte de la psicología humanista, desde la que la mística oriental se ha llegado a interpretar en términos de terapéutica.

3.1 Salud, enfermedad y posesión en el cristianismo

La literatura antropológica que se ha preocupado por las relaciones entre experiencias religiosas y malestar/bienestar físicos se ha construido, como hemos descrito antes, sobre un tipo de material etnográfico específico y emparentado: la fenomenología del éxtasis, y especialmente las variedades de la posesión, el trance y el chamanismo. Aunque estas tres categorías no describen lo mismo, lo cierto es que representan un campo de lo religioso caracterizado por su estigmatización, tanto en el cristianismo como, posteriormente, en la medicina. Históricamente, el cristianismo interpretó la experiencia extática como demoníaca o herética, y la Iglesia desplegó sobre ella sus propias políticas de higiene, prevención y sanación. Así lo ejemplifican las mismas historias de los místicos cristianos, que si bien hoy santificados, en vida sufrieron una vigilancia severa por parte de sus superiores eclesiales. Los documentos inquisitoriales son otra prueba elocuente de las tensiones morales que provocaban las formas de espiritualidad corporal no sujetas a la disciplina legítima de la época, cuando la manía de la posesión y el trance se despojaban con la mortificación de la carne.

Uno de los efectos de la expansión de la biomedicina en la modernidad es el rechazo de las experiencias religiosas de manifestación corporal, y especialmente los trances. De Martino caracteriza dicho rechazo tanto por el cristianismo como la medicina como las dos grandes polémicas de Occidente respecto a la relación entre salud y religión (1961/1999, p. 297), mostrando cómo esta incomodidad relacional constituye un aspecto específico del área mediterránea que posteriormente se expandiría a otras regiones como efecto de las diversas colonizaciones religiosas. En este sentido, podríamos añadir, este rechazo no solo lo encontraríamos en los territorios cristianizados (Bastide, 1950/1961; 1965/1983; Metraux, 1955), sino también en los islamizados (Constantinides, 1977; Lewis, 1971/2003) y en los receptores de la expansión budista (Obeyesekere, 1985). Y para todos estos casos podríamos afirmar que la consolidación de la modernidad en esta forma particular que es la medicalización trae consigo la hegemonía de la Ilustración sobre las concepciones religiosas de la enfermedad (Conrad y Schneider, 1980/1992); es el debate entre racionalidad y ciencia frente a creencias, central en la constitución de la biomedicina moderna desde el siglo xix (Martínez Hernáez, 2008). Así, desde las nuevas categorías de la biomedicina el agente «espiritado» se objetiva como sujeto enfermo, su acción se lee en términos biológicos y requiere de la intervención de un médico.

El tipo de proceso social en el que la medicina toma el testigo de la religión institucional, como agencia que analiza y clasifica estados físicos y mentales atípicos, lo podemos encontrar descrito con cierto detalle en uno de los trances colectivos más duraderos y polémicos de la historia religiosa europea: el caso de las visiones de Ezkioga. William Christian (1996/1997) documenta referencias de los estados físicos de hasta cuatrocientos videntes y a partir de ello describe la emergencia y evolución de un debate clave: si las visiones, los estigmas y otros estados físicos y mentales eran prueba de lo sobrenatural o se trataba de un episodio particularmente descomunal de «histeria colectiva». Ambas posiciones encontraban respaldo tanto entre religiosos como médicos; a pesar de ello, las instituciones de la época estuvieron de acuerdo en que las visiones de Ezkioga no eran sino un «maravillismo» insano (Christian, 1996/1997, p. 401). Este caso ilustra el modo en que la Iglesia católica cedía su propio terreno (lo sobrenatural) a la expertise positivista de la ciencia natural, siguiendo una cierta pauta de tradición religiosa y cultural según la cual los dominios del cuerpo no son los dominios de Dios.

A pesar de la oposición conjunta de medicina y cristianismo a ciertas formas de experiencia religiosa, en el episodio de Ezkioga no se encuentra la mortificación del cuerpo como remedio para el trance extático. De hecho, la evolución del cristianismo en cuanto al papel de la espiritualidad en el bienestar psicofísico ha seguido la evolución que en la propia medicina se ha dado desde una medicina ocupada en la curación de la enfermedad a otra centrada en el concepto de salud (y en la prevención). De este modo (y a pesar de que los medios cristianos acusan a la new age de constituir poco más que una desviación hedonista de una espiritualidad más profunda), lo cierto es que el desplazamiento de una espiritualidad del tormento a una del bienestar no es algo extraño tampoco al cristianismo contemporáneo. Así, se ha pasado de una teodicea de la enfermedad encardinada en la reflexión general sobre el sufrimiento hasta una teología de la salud orientada a la promoción del autocuidado y del cuidado de los otros (Blázquez y Cornejo, 2014), en una lógica de respeto a la vida.

Si bien es cierto que el acompañamiento de enfermos es una labor cristiana desde siglos antes de la llegada de la propia ideología del bienestar y que el proceso de implantación de la clínica en Europa no podría pensarse sin la presencia de religiosas y religiosos en los hospitales, en los años sesenta del siglo xx se producen algunos cambios relevantes. En el caso del catolicismo, estos se aprecian en las diferentes actitudes que presentan las encíclicas Humanae Vitae (Pablo VI, 1968) y Evangelium Vitae (Juan Pablo II, 1995), cuyo vitalismo ha servido de fundamento a la llamada teología de la salud. Más allá de esto, una vía relativamente nueva de apertura hacia la espiritualidad terapéutica en el catolicismo es la que procede, aunque todavía tímidamente, de la influencia pentecostal, traducida en el movimiento Renovación Carismática Católica (Gower, 2006; Thigpen, 2002/2003). En la espiritualidad pentecostal, tanto en su versión católica como protestante, la transformación que se percibe no es tanto teológica como práctica, pues se trata de formas de religiosidad que admiten la posesión divina (por el Espíritu Santo), y con ella se asocian diversas formas de sanación mediante la imposición ritual de manos y la encarnación de carismas (Cornejo, 2001; Csordas, 1994).

Estas prácticas han atraído la atención de numerosos antropólogos y sociólogos, tanto especialistas en religión como en salud, pero los primeros trabajos de relevancia se deben a Meredith McGuire, quien establece algunas interpretaciones sobre las que hoy sigue habiendo cierto consenso. Así, en Ritual Healing in Suburban America (McGuire, 1988), la autora aborda directamente la cuestión de la sanación como uno de los elementos clave que el conjunto de los Nuevos Movimientos Religiosos había introducido en la década de los setenta del siglo xx. En este caso, y a diferencia de otros fenómenos investigados desde la antropología, McGuire destaca que no estamos ante unos sistemas de creencias más o menos premodernos que resisten como pueden a la modernidad, sino más bien ante un fenómeno particular de revitalización, de adaptación a la modernidad, un fenómeno religioso específicamente postmoderno que, desde su surgimiento en la década de 1970, reivindica la salud como dominio de la espiritualidad.

Uno de los elementos más interesantes de esta obra es que la muestra incluye sanadores y grupos alternativos tanto cristianos como «metafísicos» y humanistas (new age), lo que permite compararlos y dar un paso adelante en nuestra perspectiva sobre la evolución de esta convergencia entre salud y espiritualidad. Gracias a esta estrategia, McGuire identifica una cuestión clave:

Aunque los estudios sobre salud y sanación alternativas asumen que los practicantes de tal sistema alternativo comparten las nociones de enfermedad y sanación propias de los sistemas médicos, esto no es así, la definición de lo que es salud y enfermedad parte de su propio esquema de planteamiento, de modo que tanto las manifestaciones físicas como psicológicas de las dolencias, así como también sus causas, para las que encuentran tratamiento en los ritos, vienen dadas por la propia creencia religiosa. (McGuire, 1988, pp. 32-33)

El advenimiento de la espiritualidad pentecostal y su particular dimensión terapéutica constituye una consecuencia compleja de las transformaciones generales en el rol que el individuo moderno ha ido experimentando en las sociedades contemporáneas. McGuire llama la atención sobre cómo la enfermedad, el malestar, el cuidado y la sanación afectan profundamente a la identidad y al sentido de uno mismo. En esta línea, el individualismo resultante del énfasis en la autosanación y en el frecuentar las terapias alternativas estaría intentando adaptar al individuo y a la salud a los imperativos político-económicos actuales de flexibilidad social, constituyendo específicamente dispositivos culturales de adaptación (por la espiritualidad) a un modelo de sociedad en el que constantemente se cambia de roles y vínculos y en el que las experiencias emocionales y físicas ganan centralidad (McGuire, 1988, p. 238). Así, los enfoques de salud alternativos no irían en contra de la práctica biomédica solo por su énfasis en el holismo, sino también porque reubican el lugar del individuo en el proceso de sanación, al constituir una acción afirmativa contra la racionalización del cuerpo y las emociones que se preveía en la modernidad como consecuencia de la secularización (McGuire, 1988, p. 240).

3.2 Hacia una clínica de la espiritualidad

Una segunda clave para establecer cómo han evolucionado las relaciones entre espiritualidad y bienestar/malestar se encuentra en la literatura médica, que ha experimentado un repentino crecimiento en las últimas décadas por lo que respecta a los estudios clínicos sobre espiritualidad (Koenig, 2008; Koenig et al., 2001/2012). Estos estudios se alinean en el enfoque biopsicosocial, en el que lo religioso-espiritual constituye una característica fortuita de la atención integral de la persona (creyente) en tanto que no solo influye en la cobertura de las necesidades básicas, en los procesos mentales y en los emocionales/relacionales, sino también en los propios procesos de aparición de la enfermedad, evolución y curación (Astin, Shapiro, Eisenberg y Forys, 2003; Ellison y Levin, 1998).

De forma general, los trabajos pueden clasificarse en dos tendencias: los centrados en la salud física y los que se enfocan en la salud mental (Quiceno y Vinaccia, 2009). Sin embargo, en ambas líneas las investigaciones parecen haber dado como resultado una misma pauta: relaciones positivas y causales concluyentes entre espiritualidad y salud. A pesar de que en las investigaciones nunca aparecen las motivaciones, modelos o conductas religiosas como dispositivos que desencadenan patologías por sí solos (lo que podríamos considerar una carencia metodológica), al menos desde los años sesenta las investigaciones en este campo muestran un cierto optimismo característico que procura llamar la atención del sector salud hacia los efectos positivos de considerar lo religioso como un factor activo y eficaz en la intervención en salud.

La reiteración de los resultados, sin embargo, ha estancado el avance en la investigación. Jeffrey Levin (2009), conocido por su propuesta de una teosomática médica, lo explica por el escaso impacto que estas investigaciones tienen en nuestra comprensión de la salud y la sanación, y ello se debe en buena medida al antagonismo entre dos posturas: la de los partidarios de una medicina holística y espiritual y la de los defensores del modelo biomédico. Según Levin, ambas posturas están defendiéndose en detrimento de aportaciones más integradas y reposadas. No obstante, incluso desde la teología se ha expresado una cierta preocupación sobre la posible instrumentalización de la religión para fines no espirituales como el mantenimiento o la mejora de la salud (Shuman y Meador, 2003). Y por si este combate en el seno de la investigación médica no fuera bastante, los medios de comunicación han resultado pobres aliados de la difusión científica en la medida en que han tendido a simplificar los hallazgos sobre espiritualidad y salud con titulares sensacionalistas que confunden al público general respecto a las implicaciones de las investigaciones (Koenig, 2012).

Además de la constatación de una relación positiva entre espiritualidad y salud, se ha dado un desarrollo relevante en el campo: las taxonomías de la espiritualidad realizadas desde una perspectiva médica (generalmente, desde la psiquiatría y la psicología). Las herramientas de la psicología y la psiquiatría han aportado un punto de vista centrado en el individuo, con el que se intenta comprender la experiencia espiritual vivida, incluyendo las emociones y las sensaciones corporales en sus cuestionarios. En este sentido, Jeffrey Levin (Levin et al., 1994), que se sitúa en un enfoque más cualitativo, articula la concepción de la espiritualidad en función del grado de institucionalización de su práctica, mientras que Harold Koenig (2008) interpreta la práctica espiritual como una forma de concebir el cuerpo y el bienestar. Para ello, Koenig propone cuatro enfoques analíticos, que van desde a) una versión tradicional histórica de la espiritualidad en la que la autoridad del especialista religioso ejerce autoridad sobre el creyente y su tasa de participación, siendo la espiritualidad autónoma del cuerpo y salud mental; b) una versión moderna caracterizada por «personas espirituales pero no religiosas»; y c) una versión tautológica moderna que extiende la anterior al desarrollo personal y autorrealización, consistiendo lo espiritual en estados psicológicos positivos; hasta d) una versión clínica moderna que define como un tipo de espiritualidad en la cual las personas se definen como no espirituales, de manera que su particular religiosidad es un elemento a tener en cuenta con independencia de lo que signifique para el paciente.

3.3 El impacto de la psicología humanista: el Movimiento del Potencial Humano

La psicología humanista, especialmente en su momento formativo, parece haber ejercido de aglutinante para la convergencia de la religión y la medicina, dotando de un soporte conceptual y moral a la relación que espiritualidad y salud han llegado a tener desde la década de los setenta. La influencia más significativa al respecto es el llamado Movimiento del Potencial Humano, inspirado en Aldous Huxley, Carl Jung y Alan Watts e iniciado por Abraham Maslow, Roberto Assagioli y Fritz Perls (Prat, 2012b; Puttick, 2000; York, 2003). De acuerdo con Michael York (2003, p. 95), el Movimiento del Potencial Humano es una convergencia difusa de corrientes en la que se mezclan grupos, individuos, ideologías y técnicas de carácter tan diferente como el zen y el análisis transaccional, la cienciología/dianética y el reiki o la meditación trascendental y la gestalt, siendo su lugar de referencia el Instituto Esalen, un espacio de estudio y retiro espiritual fundado en 1963 en el sur de California. Lo característico del movimiento y de las muchas corrientes ideológicas y terapéuticas que lo vertebran es la idea seminal del humanismo de Maslow: el énfasis en la autorrealización y el crecimiento personal, un discurso que chocaba con el rígido ambiente moral de los años cincuenta del siglo xx y también con las formas religiosas tradicionales.

Como ha enfatizado Elisabeth Puttick (2000), el movimiento se originó en la década de 1960 como una rebelión contra la psicología, la religión y la moral de la época. Esto incluía una dimensión milenarista (la llamada de la Era de Acuario) que hablaba de la transformación del mundo y de la conciencia, algo a lo que el movimiento se refería como «un cambio de paradigma». Frente a los valores rigoristas de la disciplina, el deber, la firmeza, el trabajo duro y la frugalidad, el movimiento se propuso trabajar sobre las «virtudes blandas» como la expresión espontánea del afecto. De este modo, en un intento por superar las limitaciones del psicoanálisis y del conductismo, Abraham Maslow desarrolló una psicología especialmente optimista que partía de la jerarquía de las necesidades humanas y proponía un enfoque orientado a la superación de las limitaciones personales. En contraste con los antecesores, su psicología se basaba más en la salud mental que en las patologías, y desde ahí se daba una especial importancia a las elecciones individuales, los valores y las creencias. Su principal contribución teórica fue precisamente el concepto de «autorrealización».

Las teorías de Maslow se adaptarían en numerosas escuelas humanísticas, pero las más relevantes quizás hayan sido la de Carl Rogers, centrada en el counselling; la gestalt de Fritz Perls, el análisis transaccional de Eric Berne o los grupos de encuentro de Will Schutz. El punto en común de todos ellos es la exploración de los sentimientos y las relaciones. En la medida en que esta área de la vida se consideraba una parcela íntima y tabú en la sociedad de su tiempo, cabe atribuirle a Maslow también el mérito de haber comenzado el proceso de desestigmatización cultural y social de la psicoterapia. Y en este proceso se da lugar también a lo que Wouter Hanegraaf ha llamado la psicologización de la espiritualidad y la sacralización de la psicología (1996, p. 224).

Siguiendo a Puttick (2000), el viraje del Movimiento del Potencial Humano hacia la espiritualización se produce en la década de 1970, cuando en el Instituto Esalen se daba la sensación de que el cambio había comenzado, aunque sin la radical transformación esperada, algo que se relacionó con la espiritualidad. Al comienzo este giro planteaba problemas porque se percibía una contradicción entre el significado convencional del término (asociado al sufrimiento y la mortificación en el cristianismo) y la meta terapéutica de la autorrealización característica de Maslow. Dicha contradicción acarreaba además una tensión característica (que se ha mantenido en el tiempo) entre un enfoque centrado en el individuo, la autoaceptación y el amor a uno mismo, por un lado, y la ideología del amor y el servicio a otros. En tal tensión, la noción de espiritualidad era asimilada originalmente con el sacrificio del yo en pos del deber o de los demás, de manera que se hizo necesario actualizar la noción de espiritualidad para superar en la medida de lo posible esa resistencia y dar lugar con ello a una espiritualidad terapéutica, positiva, centrada en el desarrollo personal y hasta cierto punto expresión misma de la autorrealización. En este sentido, las llamadas «experiencias cumbre» (peak experiences) de Maslow y las experiencias religiosas (especialmente las de tipo extático) se reconocieron como una misma vivencia.

Una influencia determinante en ese giro conceptual reposaba en el orientalismo, que no era una influencia local, sino más bien derivada de Jung y el psicoanálisis (Baer, 2001; Berliner y Salmon, 1980). En los años setenta del siglo xx se hacen populares los movimientos religiosos de raigambre oriental tanto en Estados Unidos como en Europa, introduciéndose como adaptaciones de las técnicas de meditación, aunque de una forma acomodada a la vida en Occidente. De este modo, la meditación se independiza de los monasterios y se intenta introducir entre las rutinas cotidianas. En la medida en que los gurús indios no tenían conexiones con las tradiciones culturales y espirituales occidentales, la psicología humanista actuó como puente y herramienta para este diálogo cultural. Así, los terapeutas del Movimiento del Potencial Humano comenzaron a hacer uso de la meditación como técnica complementaria del crecimiento personal y experimentaron con sus grupos, especialmente en Esalen. Con el tiempo, la transición de la terapia (o de la salud) a la práctica espiritual (o sanación) se observó como una continuación lógica acorde con las teorías maslowianas de la autorrealización.

Un buen ejemplo de esta convergencia se refleja especialmente bien en la popular doctrina de Osho, quien conoció el Movimiento del Potencial Humano en la India gracias a que entre sus discípulos occidentales se encontraban algunos de sus miembros. De hecho, entre sus múltiples técnicas se halla una versión mística de la catarsis de Wilhelm Reich (es decir, la meditación activa). La fusión entre un marco doctrinal propio del tantrismo y la psicoterapia resultaba entonces relativamente sencilla. No obstante, y a pesar de estas convergencias, cabe señalar que tanto Osho como otras fusiones de misticismo y psicoterapia han sido criticadas tanto por terapeutas como por los partidarios de tradiciones budistas e hinduistas más convencionales (Puttick, 2000, p. 209), sin embargo, al mismo tiempo, el éxito de estas hibridaciones conceptuales y experimentales se extendió a otras formas religiosas, como por ejemplo el chamanismo y los paganismos contemporáneos, en los cuales los valores del crecimiento personal y la espiritualidad como terapia han transformado (en algunos casos de forma muy significativa) la interpretación de las fuentes originales y el sentido de las prácticas tradicionales (Puttick, 2000, p. 210).

La impronta espiritualista del Movimiento del Potencial Humano alcanzó también los dominios de la clínica. Como relata Hans Baer (2001) en Biomedicine and Alternative Healing Systems in America, en la misma California donde surgió el Movimiento del Potencial Humano se desarrolló un movimiento holístico entre los profesionales de la salud que se caracterizó por ser crítico con la burocracia, la medicalización y la iatrogenia de la biomedicina, y se interesó en los valores del bienestar y el equilibrio entre mente, cuerpo y espíritu. Cuando Marjory Gordon (1982) publicó su popular manual de enfermería, la idea de que la espiritualidad se encontraba entre las necesidades humanas entendidas a la manera maslowiana se había extendido lo bastante como para que la teoría de los patrones funcionales de Gordon incluyera «valores y creencias» como una innovación que hoy se ha vuelto incuestionable (Yilmaz y Gourler, 2014).

4 A modo de conclusión: ¿la religión del neoliberalismo?

El giro de la espiritualidad tradicional (basada en el valor del sufrimiento) hacia una espiritualidad integrada en prácticas terapéuticas es una de las transformaciones más relevantes de la cultura religiosa contemporánea. A pesar de las discusiones sobre el significado y el origen del concepto «espiritualidad», resulta generalmente aceptado que en la actualidad la atención a la dimensión espiritual humana se considera una conducta saludable, no ya solo desde el punto de vista religioso, sino también desde el punto de vista de la literatura médica y desde la psicología. Entre los factores que han hecho posible este giro semántico e ideológico subrayamos tres, en cuanto que parecen haber contribuido de especial forma a la convergencia de salud y espiritualidad. Por una parte, una cierta evolución en la actitud del cristianismo hacia la espiritualidad individual y, especialmente, un desplazamiento en la actitud hacia las expresiones corporales de lo religioso, lo que representa un principio posibilitante que, si bien no es de carácter universal, es determinante en Europa y América. En este sentido, el cuerpo espiritado ha dejado de considerarse exclusivamente un síntoma de posesión demoníaca para reinterpretarse como expresión posible de la encarnación del Espíritu entre los fieles. Con ello se ha desbloqueado el rechazo tradicional a la espiritualidad corporal de los laicos, abriendo la posibilidad a una religiosidad vivida como proceso de desarrollo personal. Por otra parte, la espiritualidad se ha abierto paso como dimensión clínica en la literatura médica. A pesar de las pugnas entre los partidarios de las medicinas alternativas y complementarias y los partidarios de la biomedicina convencional, la aparición de estudios en los que la espiritualidad individual muestra contribuir a los procesos de cuidado y salud también ha ejercido un rol posibilitante en la apertura de la medicina hacia la emergencia de un sentido terapéutico de la espiritualidad. Por último, la psicología humanista y algunas de sus corrientes derivadas facilitaron la conjunción de espiritualidad y salud/bienestar a partir de un desarrollo ideológico propio basado en el principio del desarrollo personal. En esta línea, la espiritualidad quedaba incorporada a las dimensiones reconocidas en la pirámide de las necesidades humanas, tal y como hoy es reivindicada en los enfoques holísticos de la salud.

Si bien consideramos que estos tres factores han tenido un carácter condicional en el reconocimiento actual de la dimensión terapéutica de la espiritualidad, ni la discusión ni el proceso de conformación ideológica de este fenómeno parecen haber terminado aquí. Una de las características más prominentes de la transición de la espiritualidad desde los tormentos corporales a la ética del bienestar es el desplazamiento que la vincula a la economía política del neoliberalismo, a través de su fusión con el pensamiento positivo y la autoayuda.

Como se ha dejado ver durante la discusión anterior (especialmente en los apartados sobre cristianismo y psicología humanista), la dimensión política de la espiritualidad contemporánea se encuentra fundamentalmente asociada al énfasis en la autonomía del individuo religioso. Dicha dimensión política se encuentra, por tanto, en las propias formas organizativas que los individuos, grupos y redes del ambiente holístico reproducen, y que nos remiten a relaciones de poder herederas de las relaciones de género y hegemonía propias del resto de esferas de la vida del individuo contemporáneo (Cornejo, 2012; Fedele y Knibe, 2013). Pero, además, como ha señalado Illouz (2010), la espiritualidad terapéutica contemporánea se ha constituido como el reservorio ideológico y de sentidos del capitalismo, penetrando con fluidez en las políticas empresariales, para las cuales la meditación (especialmente en la forma del mindfulness) resulta una propuesta eficaz (esto es, rentable) frente a los problemas de estrés y los síndromes de burnout de los trabajadores (en detrimento de las mejoras en las condiciones laborales). En una dirección similar apunta Vanina Papalini (2013) al afirmar que:

En términos de la acción social, de la movilización colectiva o de los reclamos sindicales, este tipo de discurso tiene un efecto desarticulador. Los años 90 son un momento de consolidación de la retórica de la autoayuda y de generalización de una cultura terapéutica que resulta condición necesaria para un modelo sociopolítico neoprudencialista, que delega la obligación de autocontrolarse y autosostenerse en el propio sujeto. (Papalini, 2013, p. 171)

En esta línea, Barbara Ehrenreich ha criticado el impacto que este subjetivismo puede tener sobre la percepción de la salud y los pacientes, especialmente cuando el individualismo ejerce una tiranía social sobre el individuo (Ehrenreich, 2009). En su obra (una dura crítica contra el pensamiento positivo), relata su experiencia con un cáncer. Durante su proceso de enfermedad debió enfrentarse a un duro y fustigador optimismo totalitario por parte de la comunidad terapéutica. Este optimismo se expresaba en la lógica de la espiritualidad terapéutica resignificando la enfermedad como una oportunidad para el crecimiento personal y la elevación espiritual, con la consecuencia de culpabilizar al enfermo de su padecimiento.

Asimismo, Jeremy Carrette y Richard King (2005) muestran cómo el pensamiento new age característico de la espiritualidad contemporánea encaja especialmente bien en los círculos empresariales porque es ecléctico y flexible, porque su énfasis sobre el desarrollo personal concuerda con el auge de las softskills como el liderazgo, la intuición o la visión, y además, la idea del desarrollo personal (que es central en la espiritualidad actual) se adecúa también a las necesidades empresariales de adaptar la fuerza de trabajo a las demandas cambiantes del mercado. De ahí que estos autores lleguen a afirmar que «la espiritualidad se ha convertido en una Religión Genéticamente Modificada, el aditivo alimentario que hace el neoliberalismo más agradable al paladar» (Carrette y King, 2005, p. 132).

A la vista de estas críticas cabe pensar que, tras el énfasis en la felicidad, el bienestar y el desarrollo personal, el giro terapéutico de la espiritualidad también trae consigo sus propias formas de malestar. No obstante, resulta significativo que la emergencia de la espiritualidad contemporánea haya tenido como condiciones de posibilidad la aproximación recíproca de las dos formas principales de abordar el sufrimiento en Occidente: cristianismo y medicina. Ambos han sido reformulados y reintegrados a la luz del desarrollo personal, una idea por sí misma transformadora de nuestra forma de entender al ser humano y sus posibilidades, y en cuya complejidad y consecuencias todavía quedan aspectos por explorar.

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