En las últimas décadas, la perspectiva construccionista en la psicología, en la que la Realidad aparece como hechura y, simultáneamente, constituyente de la sociedad, ha proliferado velozmente, produciendo un acervo ingente de textos, propuestas, explanaciones, deconstrucciones, críticas, entre otras, sobre la generalidad de los aspectos relativos a las realidades de la experiencia humana. Cualquier búsqueda de términos como “construcción social” o “construccionismo”, en los servidores especializados, arroja decenas de miles de artículos, que tratan una amplísima gama de asuntos de toda índole.
Ahora bien, no obstante esta proliferación, las propuestas teóricas referentes a los mecanismos específicos a través de los cuales la realidad es construida son limitadas. La generalidad de quienes nos adscribimos a esta perspectiva concordamos en que las particularidades sensoriales de quien percibe (Hejl, 1991; Ibáñez Gracia, 2001); las interacciones entre quienes participan de una sociedad (Berger y Luckmann, 1968/2003; Maturana, 1991); el lenguaje (Austin, 1962/1982; Rosaldo, 1953; Whorf, 1956/1970); las prácticas comunicativas (Bruner, 1990/2007; Harré, 1979; Potter, 1996; Searle, 1997; Shotter, 1993); las formas narrativas (Barthes, 1966/1977; Bruner, 2002/2013, 2004); la normativización e institucionalización de los haceres humanos (Berger, 2016; Fernández Christlieb, 1994; Morin, 1991), se encuentran implicados en el proceso de construcción de la realidad, pero las formas concretas en las que esto ocurre ni son del todo claras, ni han sido enteramente convenidas, ni, por supuesto, se han terminado de teorizar.
Se ha propuesto, por ejemplo, que las palabras, en particular los sustantivos, distinguen o destacan unidades a partir de una realidad que es vivida como un continuo no diseccionado (Segal, 1986); que los adjetivos permiten referir a “todo aquello que no puede subsistir por sí” (Foucault, 1966/2012, p. 116); que nuestro uso de los verbos nos permite una distinción entre el sujeto y lo que hace, dotando de Ser a las acciones (Sapir, 1921/2013).
El uso de la retórica en las prácticas de interacción y acción comunicativa ha sido frecuentemente destacado, en este sentido, como una de las principales herramientas de construcción y validación de realidad, tanto en ámbito cotidiano como en el de las ciencias: las sustantivación, es decir, la conversión de cualquier unidad gramatical en sustantivos (Billig, 2014; Segal, 1986); la reificación o tratamiento de significados subjetivos como si fuesen hechos objetivos (Berger y Pullberg, 1965); y las formas enunciativas que desaparecen al narrador y sus acciones, o hacen “hablar” a los datos, generan, a través del discurso, supuestas entidades independientes del observador, sobre las cuales se discurre e investiga (Ibáñez, 2001). En este sentido, Teresa Cabruja, Lupicinio Íñiguez y Félix Vázquez (2000), han expuesto una retórica de la objetividad, profusa
mente empleada en las ciencias, en la que el uso de estrategias argumentativas que refieren al consenso, y detallan o cuantifican propiedades de las cosas, generan una ilusión de incuestionabilidad sobre los asuntos tratados.
Los construccionistas han profundizado y derruido cuidadosamente los fundamentos del discurso cientificista y sus pretensiones de universalidad o representación de una realidad última independiente de lo que se diga y haga con ella. Pero el campo de la experiencia de la vida cotidiana que, desde esta perspectiva, es igualmente construido, se ha teorizado con menor tenacidad. La propuesta según la cual lo que sabemos sobre el mundo determina la manera como lo vivimos, nos ha llevado a privilegiar el análisis del discurso y las disquisiciones producidas desde las instituciones o teóricos reconocidos, dejando un tanto relegadas las formas de construcción de la realidad más ordinarias: aquellas que no requieren, en gran medida, de sustentar su objetividad o imparcialidad o que utilizan otro tipo de estrategias argumentativas más afectivas.
El propósito del presente trabajo es proponer la metaforización, es decir, el uso de metáforas para comprender y comunicar nuestra vivencia de la realidad, como uno de los procesos a través de los cuáles es construida y reconstruida la realidad en la cotidianeidad.
En el siguiente apartado, se expone un desarrollo histórico de la conceptuación de la metáfora, que desemboca en una corriente pragmática espaciotemporalmente contextualizada en interacciones y sociedades específicas.
No está de más aclarar, primero, que no se propone la metaforización como la única forma en que tiene lugar la construcción social de la realidad. Se trata de uno de los muchos mecanismos existentes. La generalidad de las figuras retóricas interviene, de maneras particulares, en el proceso de construcción de la realidad. Pese a que es posible que la manera como aquí abordamos la metáfora contribuya a la comprensión de otros tropos, en este trabajo nos limitaremos, exclusivamente, al abordaje de la metáfora. Segundo, que no se afirma, de ninguna manera, que la realidad se construya únicamente a través de mecanismos lingüísticos, acusación que suele hacerse al construccionismo. Aunque, sin duda, la realidad está lingüísticamente conformada (Maturana, 2009), los factores determinantes en la construcción de la realidad son múltiples, complejos y diversos.
La metáfora es un tropo, es decir, una figura retórica, en la que el significado común de una expresión (una palabra, un pensamiento o una oración), se encuentra alterado, por motivos estilísticos o persuasivos (Beristáin, 1995). En la metáfora, una entidad cualquiera es aludida utilizando una expresión lingüística distinta a aquella con la que habitualmente es referida: una discusión puede ser metaforizada como una batalla o un orgasmo como una explosión. Las metáforas nos permiten entender y vivir experiencias de maneras distintas: no se vive, por ejemplo, de la misma manera una discrepancia entre académicos si sus desacuerdos se entienden como guerras que si se entienden como danzas.
Quizá no exista una figura retórica más estudiada que la metáfora. La cantidad de trabajos dedicados a su estudio en las distintas disciplinas y ramas del saber conforman, en la actualidad, un corpus “inmanejable” (Sampieri Cábal, 2014). Podemos, no obstante, esbozar ciertas tendencias en una línea histórica.
La metáfora era ya señalada desde el siglo cuarto antes de nuestra era. En su Poética, Aristóteles define la metáfora como:
La traslación de un nombre ajeno, o desde el género a la especie, o desde la especie al género, o desde una especie a otra especie, o según la analogía. (ca. 335-323 a. C./1999, p. 204)
Para Aristóteles, la metáfora es un fenómeno esencialmente lingüístico y nominativo (De Bustos Guadaño, 2013): un cambio de nombre. Un término podría adquirir un significado diferente por traslapes entre categorías y subcategorías1, o por analogía, es decir, por el establecimiento de relaciones de semejanza entre entidades distintas2. En Aristóteles, según Paul Ricœur (1975/2001), la metáfora —y la retórica en general— cumplía con, al menos, tres funciones: la primera: argumentar, es decir, convencer a un Otro —generalmente un auditorio— de alguna cuestión; la segunda: representar, haciendo comprensibles ideas complejas a través de imágenes más simples o comunes; la tercera: embellecer, esto es, darle cualidades estéticas a un discurso o una idea. Las metáforas podían clasificarse como buenas o malas en razón de estas tres funciones: una buena metáfora tendría poder de convencimiento, embellecería un discurso, y haría más comprensibles las ideas haciendo “saltar a la vista” representaciones comunes al auditorio; así, en su obra Retórica, explica que:
Hay nombres más específicos que otros, y también de mayor semejanza y más apropiados, para que el hecho salte a la vista. (ca. 367-322 a. C./1999, p. 495)
Y más adelante:
Así, pues, que las expresiones elegantes proceden de la metáfora por analogía y de hacer que el objeto salte a la vista, queda ya tratado. Pero (ahora) tenemos que decir a qué llamamos ‘saltar a la vista’ y cómo se consigue que esto tenga lugar. Ahora bien, llamo saltar a la vista a que (las expresiones) sean signos de cosas en acto. (ca. 367-322 a. C./1999, pp. 538-539)
Bien empleada, la metáfora era un recurso persuasivo excelente, dado que podía llevar el asunto tratado desde la lógica y la razón hacia la imaginación y la sensibilidad, haciendo los argumentos comprensibles, bellos y apreciados (Sampieri Cábal, 2014).
La tradición aristotélica no varía mucho en Quintiliano o Cicerón (los siguientes dos antecedentes referidos con mayor frecuencia por quienes se han abocado al estudio de la metáfora). Este último, en particular, sugerirá una nueva razón de ser para la metáfora: ha nacido por la insuficiencia del lenguaje para comunicar ciertas cosas y sólo más tarde ha sido empleada con fines estéticos. En su texto Sobre el orador, Cicerón explica:
El tercer procedimiento, que consiste en traer palabras de otro sitio, es muy amplio y fue la necesidad obligada por lo escaso y lo estrecho de la lengua, quien la creó y luego el buen gusto y el placer la frecuentaron. Pues así como la ropa al principio se inventó para repeler el frío y después se empezó también a usar para el adorno y decoro del cuerpo, así la traslación de una palabra se estableció por ausencia de una propia y luego se extendió por placer. (55 a. C./2002, p. 446)
El mecanismo es también distinto al propuesto por Aristóteles: no se trata de una sustitución, sino de una comparación (un símil) reducido a una sola palabra, que no es funcional si no existe entre las entidades mentadas una similitud previa.
En los siglos siguientes, la retórica se irá precarizando, primero, según Gérard Genette (1982), por “la muerte de las instituciones republicanas” (p. 204): la retórica era importante dado su uso en la formación y el ejercicio de la ley. Conforme el debate y la discusión fueron cayendo en desuso, y los sistemas medievales exegéticos e inquisitoriales se imponían a la sociedad, la retórica fue anquilosándose, hasta terminar en una “retórica restringida” a los embellecimientos del lenguaje: la elocutio (Zeppegno, 2013). Segundo, porque una vez instaurado el racionalismo como episteme dominante, hacia el siglo XVII, los tropos y figuras retoricas se entendieron como obstáculos para el conocimiento de la realidad y la claridad en la difusión del saber (Haack, 1994). Así lo expone expresamente Thomas Hobbes en su Leviatán:
En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras o perspicuas, pero libres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso; el incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre absurdos innumerables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén. (1651/2005, p. 38)
En el mismo sentido se expresa John Locke —hoy recordado, particularmente, por su metáfora de la tabula rasa—, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, en el que sugiere que todo adorno del lenguaje es nocivo para el conocimiento de la verdad, no sólo por la ambigüedad de los términos y el uso de unas palabras para referir a otras, sino porque al generar reacciones imaginativas y sensitivas, las figuras llevan al pensamiento a conformarse con lo dicho sin profundizar en la reflexión:
Porque el ingenio consiste principalmente en reunir varias ideas, poniendo juntas con prontitud y variedad aquellas en que pueda hallarse alguna semejanza o relación, produciendo así cuadros placenteros y visiones agradables a la imaginación; pero el juicio, por lo contrario, es lo opuesto, porque consiste en separar cuidadosamente, unas de otras, aquellas ideas en que pueda hallarse la menor diferencia, a fin de evitar de ese modo el engaño de la similitud, tomando, por afinidad, una cosa por otra. Es ésta una manera de proceder completamente opuesta a la metáfora y a la alusión, que es en lo que principalmente consiste ese entretenimiento y ese agrado del ingenio que tan a lo vivo hiere a la imaginación y, por lo tanto, tan es aceptable para todos; y es que su belleza se ofrece a primera vista y excusa todo esfuerzo de pensamiento para examinar qué verdad o razón contiene. (Locke, 1690/2005, p. 136)
La metáfora era una suerte de “abuso verbal” que debía “suprimirse del discurso propio de la expresión del conocimiento” (De Bustos Guadaño, 2013, p. 96). Desde luego, esto no ocurrió: los mismos autores que execraban a la metáfora y proponían su supresión fueron prolíficos en su uso (Haack, 1994). En tanto fenómeno vivo, el habla no puede ser regulada y la comunicación depende en gran medida de las figuras. Incapaces de suprimirlas, los racionalistas pretendieron entenderlas y centraron sus denuedos en su estudio y clasificación. Hacia el siglo XVIII, veremos aparecer tratados sobre los tipos y clases de tropos (Gomez Ángel, 2005). Dos de estos son ineludibles para la generalidad de los especialistas: los tratados de César Chesneau Du Marsais y Pierre Fontanier.
Los tropos, nos dice César Du Marsais (1730/1830), en su Tratado de los tropos, son figuras en las que el significado “natural” de una palabra se encuentra modificado. Du Marsais intenta una clasificación de los mismos en función de la manera como las palabras cambian su significado. Esto puede ocurrir de tres modos: por similitud, como ocurre con la metáfora; por contigüidad, como en la metonimia y la sinécdoque; y por oposición, como en la ironía o el eufemismo (Coira, 1994; Genette, 1982).
Los tropos tienen, además, funciones comunicativas y cognitivas; pueden “excitar una idea principal por medio de una idea accesoria” (p. 17); dan “energía a las expresiones” (pp. 17-18) aportando un carácter vivaz a las ideas; adornan y ennoblecen el discurso; disfrazan las ideas “duras, desagradables, tristes o contrarias” (p. 20) y finalmente:
Enriquecen en fin una lengua, multiplicando el uso de una misma palabra, dándola una nueva significación, sea porque se la une con otras palabras á que no se podía juntar en sentido propio, ó bien porque se sirve uno de ella por estension, analogía ó semejanza, para suplir los términos que faltan. (Du Marsais, 1730/1830, p. 20)
En la metáfora, explica:
Se traslada ó se hace pasar, por decirlo así, la significación propia de un término á otra que no le conviene sino en virtud de una comparación que hace el entendimiento. (Du Marsais, 1730/1830, p. 66)
Podemos ver un cambio sutil pero relevante en la historia de la metáfora: en Du Marsais, nos encontramos frente un fenómeno del pensamiento y no únicamente lingüístico. La metáfora se distingue de la comparación —o el símil— porque en la segunda los términos están presentes, mientras que en la metáfora las “cosas” se comparan en el pensamiento. Más adelante, estas distinciones serán relevantes.
El tratado de Pierre Fontanier es, en realidad, un amplio comentario al tratado de Du Marsais, más extenso, de hecho, que el texto que comenta. Se trata de una reclasificación de los tropos: la metonimia y la sinécdoque son separadas, y la ironía se convierte en un pseudotropo, mientras que la metáfora permanece como la figura retórica por excelencia (Coira, 1994).
Ahora bien, tres sucesos cambiaron el curso de las disquisiciones en el siglo XIX, propiciando lo que ha llegado a llamarse “la muerte de la retórica”: el romanticismo, el agotamiento del concepto de Naturaleza, y la noción de arbitrariedad del símbolo.
Durante el siglo XIX, en ámbitos tan distintos como la poesía, la filosofía y el estudio científico del lenguaje, se afianzó la idea romántica, según la cual, todo lenguaje es metáfora: el lenguaje en sí es un tropo en tanto que representación de otra cosa. En su ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Friedrich Nietzsche (1873/1996) se explaya al respecto:
La ‘cosa en sí’ (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta. (p. 22)
Y junto con el lenguaje, todo conocimiento devendrá metafórico. Lo único que diferencia a los desvíos retóricos de la verdad es el olvido en tanto a la naturaleza metafórica de la segunda:
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. (1873/1996, p. 25)
¿Cómo diferenciar una metáfora de la literalidad? Si un tropo es una desviación del significado, es necesario que uno de los significados se convierta en el parámetro a partir del cual considerar la desviación. Es forzosa la existencia de un grado cero del lenguaje o un grado cero del significado a partir del cual definir el tropo (Zeppegno, 2013). No podía apelarse a un lenguaje natural, pues las exigencias epistemológicas desarrolladas en el siglo XIX requerían constatación, y la naturaleza no había pasado la prueba. El poderoso concepto de Naturaleza, tan fértil en los siglos pasados, caía en desuso y era paulatinamente sustituido por el de Realidad.
Además, la palabra y el objeto se encontraban ahora claramente diferenciados (Foucault, 1966/2012). La noción de que cualquier palabra podría ser asignada a cualquier objeto se había generalizado, imposibilitando la existencia de un significado obligado para las palabras; como explica Tzvetan Todorov (1971):
Para que haya un lenguaje figurado, es necesario que, frente a él, exista un lenguaje natural. El mito del lenguaje natural nos permite comprender los fundamentos de la retórica y, al mismo tiempo, las causas de su muerte. Los retóricos, lo mismo que los gramáticos de época clásica, creen que existe una manera simple y natural de hablar que no exige descripción porque cae por su peso. El objeto de la retórica, es lo que se aparta de esta manera simple de hablar; pero no se hace ninguna otra reflexión sobre esa manera; de modo que todo el conocimiento que nos aportan los retóricos es un conocimiento relativo a una incógnita. (p. 211)
Pero la retórica no se mantuvo inerte por mucho tiempo, el siglo XX la verá renacer aguijando el ingente corpus con el que actualmente contamos. Es posible identificar tres grandes vertientes teóricas enfocadas en su estudio: una lingüístico-semántica; una semiótico-cognitiva y una pragmático-comunicativa.
La vertiente lingüístico-semántica es la más antigua. Su fuerte se encuentra en la neoretórica, que resolvió el problema del grado cero del significado aludiendo a la infracción de normas lingüísticas: las reglas sintácticas y semánticas. El foco de atención de esta vertiente no está en la realidad o el objeto nombrado sino en las reglas de formulación correcta de las oraciones; como explica Umberto Eco (1984):
La lengua (y cualquier otro sistema semiótico) es un mecanismo establecido por convención y regido por reglas, una máquina capaz de formular previsiones y decir qué oraciones pueden generarse y qué otras no, y cuáles de las generables son ‘buenas’ o ‘correctas’ o dotadas de sentido; la metáfora sería un fallo, un sobresalto de esa máquina, un producto inexplicable de la misma y, simultáneamente, un impulso de renovación. (pp. 168-169)
Pero ¿qué reglas serían estas? Se han planteado varias posibilidades; según Eduardo De Bustos Guadaño (2013), una de las reglas de la semántica es el principio según el cual “el significado total de una expresión lingüística es una función del significado de sus componentes.” (p. 102), dado que no es posible deducir el significado de una oración que emplea una metáfora a partir de lo dicho en la oración, la metáfora sería un tropo.
El grupo μ (1982) ha propuesto otra explicación. La metáfora sería una combinación de sinécdoques. El error está en la sustitución del contenido semántico de los términos:
Esta modificación resulta de la conjunción de dos operaciones de base: adición y supresión de semas. En otros términos, la metáfora es el producto de dos sinécdoques. […] Formalmente, la metáfora conduce a un sintagma en el que aparecen contradictoriamente la identidad de dos significantes y la no identidad de los dos significados correspondientes. Este desafío a la razón (lingüística) suscita un proceso de reducción por el cual el lector va a intentar validar la identidad. Es muy importante constatar que la reducción se hace siempre con ventaja para la formulación lingüística, que no está nunca puesta en tela de juicio. (pp. 176-177)
Quizá el mayor problema que resulta de esta vertiente es la comunicabilidad que resulta de la metáfora: si nos encontramos ante un error resultado de la infracción de las normas léxicas, ¿cómo es que este error resulta en una mayor comprensión de lo enunciado, como lo afirmaban los filósofos, desde Aristóteles hasta Fontanier? ¿Cómo es posible que la metáfora sea siquiera inteligible?
Encontramos otra posibilidad en la segunda vertiente, la semiótico-cognitiva, que es la más prolífica en discursos, y también la más legitimada en la generalidad de los ámbitos académicos en la actualidad. En ésta, el problema del grado cero del lenguaje, se resuelve franqueando la barrera del lenguaje: la metáfora no es, esencialmente, un fenómeno lingüístico, se trata, antes bien, de un fenómeno cognitivo y por tanto no es necesaria la existencia del grado cero. La metáfora es el producto de un proceso cognitivo en el que dos “unidades” mentales se traslapan, cruzan, sobreponen o enfrentan, generando una tercera.
La mayoría de los modelos cognitivos emplean diagramas de John Venn (1880), de dos o tres conjuntos, en los que cada círculo representa una agrupación semántica distinta que se unen por similitud. En el modelo más sencillo imaginable, uno de los círculos representa un contenido mental (una imagen, una palabra, una oración o una representación) etiquetado con una palabra. El segundo círculo representa a otro contenido mental etiquetado con una palabra distinta. La operación mental metafórica consiste en tomar la etiqueta del primer círculo y sobreponerla al segundo. De tal suerte que cuando la palabra es enunciada, el contenido representado es el del segundo círculo y no el del primero como usualmente, se afirma, debería ocurrir.
El modelo se complejiza conforme lo hace la unidad mental representada por el círculo, así, una representación es más compleja que una oración, una oración es más compleja que una palabra, y una palabra es más compleja que una imagen.
También es posible complejizar los modelos cambiando la operación mental entre los conjuntos: en vez de la superposición de una etiqueta, la metáfora puede ser una simbiosis de los contenidos de ambos conjuntos, es decir, de la unión de los dos círculos surgirá un espacio metafórico representado por el área compartida por ambos. En este caso, el tamaño de la intersección será determinante para la metáfora; pues los círculos pueden intersecarse en distintas proporciones, hasta abarcar la totalidad de ambos conjuntos. Así ocurre en el modelo de Chaïm Perelman (1977/1997), en el que la metáfora es una fusión del tema, o el asunto al que se refiere la metáfora, y el foro, es decir, el nuevo ámbito en el que se superpone el tema:
Para nosotros la metáfora no es sino una analogía condensada, gracias a la fusión del tema y del foro. A partir de la analogía: A es a B como C es a D, la metáfora tomará la forma: ‘A de D’, ‘C de B’; ‘A es C’. A partir de la analogía ‘la vejez es a la vida lo que la noche es al día’, se derivarán las metáforas: ‘la vejez del día’, ‘la noche de la vida’ o ‘la vejez es una noche’. (p. 161)
Y en el modelo de Ivor Armstrong Richards (1936), donde los dos círculos se presentan simultáneamente compartiendo una palabra que liga los significados:
Cuando utilizamos una metáfora tenemos dos pensamientos de cosas distintas en actividad simultánea y apoyados por una sola palabra o frase, cuyo significado es una resultante de su interacción. (como se citó en Black, 1966, p. 48)
En un modelo distinto, los círculos no se intersecan, sino que generan un tercero de manera dialéctica: el primer círculo fungirá como tesis, el segundo como antítesis y de la interacción entre ambos surgirá una síntesis. Este modelo es más frecuente y varía en función de los aspectos de cada uno de los contenidos mentales que son sintetizados. Cuando se piensa, por ejemplo, en la metáfora “Homo homini lupus” o “el hombre es el lobo del hombre” (Blumenberg, 2006, p. 205), no todos los aspectos contenidos en el conjunto etiquetado como “lobo” son transferidos al conjunto etiquetado como “hombre”. El hombre puede ser tildado de lobo en razón de su fiereza, su desconsideración para con su alimento, o por la maldad que, en aquel entonces, se atribuía al lobo; más no por su conformación física o por sus aullidos. El proceso mental, entonces, no se limita a la unión de conjuntos, pues se realiza también una selección de las características o elementos del conjunto que serán amalgamados en el tercero. Una selección que ocurre, las más de las veces, con base en la similitud entre los elementos de ambos conjuntos.
Otros modelos complejizan las unidades contenidas en cada uno de los conjuntos. Estos son los modelos más actuales. Los constituyentes del grupo no son imágenes, palabras u oraciones sino sistemas conceptuales (Barsalou, 2012), campos semánticos (Pimentel, 2009) o redes de conceptos (Fauconnier, 2005); que pueden intersecarse, integrarse o sintetizarse en un tercero, pero poseen, además, una cualidad recursiva: una vez intersecados o sintetizados afectan la composición semántica de los conjuntos a partir de los cuales surgieron.
El modelo más citado, de este tipo, es el creado por Max Black (1966). Black toma como unidad de análisis la oración. En una oración habrá palabras que se empleen metafóricamente y palabras que mantengan su sentido habitual. Llama a la palabra con sentido metafórico “foco3” y al resto de la oración “marco”. Una oración metafórica posee necesariamente un foco y un marco, puesto que la misma palabra en un marco distinto no sería metafórica sino literal. Cada palabra posee además un “sistema de tópicos que la acompañan” (p. 49), un conjunto de enunciados asociados a ella, “vulgaridades usuales” (p. 50), o saberes en relación con la palabra. Nuestros círculos estarán compuestos, entonces, por sistemas “de ideas que no están delineadas con nitidez, mas, con todo, suficientemente definidas como para admitir una enumeración detallada” (p. 50), también llamados sistemas de implicaciones asociadas, que serán evocadas cuando el foco de la oración se inserte en un marco al que regularmente no corresponde.
El actual modelo de integración conceptual4 (Fauconnier, 2005; Fauconnier y Turner 1998, 2002, 2008), tiene exactamente la misma forma, aunque los autores emplean una terminología actualizada. Según este modelo, cada círculo representa un “dominio conceptual”, que proyecta haces de significados sobre un tercer círculo: el espacio genérico —o dominio diana—, en el que los significados se “fusionan”, creando un nuevo dominio conceptual. La metáfora se genera así por la fusión de conceptos comunes a cada uno de los dominios conceptuales originales.
Ahora bien, en todos estos modelos, la metaforización es un proceso de imbricación de elementos por similitud, que ocurre en la mente de un individuo. Esto suscita de inmediato un problema, y es que la metaforización ocurre regularmente en un ámbito comunicacional; si bien, no necesariamente en una interacción cara a cara, sí en una situación en la que se pretende explicar o describir algo a alguien, como ocurre en un texto escrito. El construccionismo ha sido especialmente incisivo en el reposicionamiento de estos pretendidos procesos mentales, sacándolos del cerebro y colocándolos en la interacción (Potter, 1996).
Surge así nuestra tercera vertiente, la pragmático-comunicativa, que resuelve el problema del grado cero del lenguaje, como en la perspectiva anterior, negando la posesión de significado a las palabras mismas; pero con la diferencia de que en esta perspectiva la significación ocurre, se construye y se negocia en la comunicación. Poca relevancia tiene el que una persona acuñe una buena metáfora o encuentre similitudes entre dos entidades conceptuales: si estas semejanzas no son comunicadas y/o reconocidas por otros sujetos no serán incorporadas al lenguaje, y no serán empleadas en la comunicación, por lo que no “significarán” nada, puesto que el significado se construye en el acto comunicativo (Hespanha, 1990; Searle, 1990).
Es Donald Davidson (1978/2001), quien inaugura esta vertiente en su polémico artículo Qué significan las metáforas, que comienza con la negación de la existencia de contenido cognitivo alguno detrás de la metaforización. La metáfora, afirma, “pertenece exclusivamente al dominio del uso” (p. 246).
El argumento más poderoso que, en su intrincado artículo, presenta Davidson, es la infinitud de semejanzas que es posible encontrar entre dos dominios conceptuales: una metáfora no requiere de la integración de dos elementos por semejanzas previamente existentes en la memoria, puesto que estas pueden ser elaboradas a posteriori. Cualquier cosa puede ser relacionada con otra a través del lenguaje, con independencia de sus particularidades. Basta con colocarlas en dominios discursivos específicos: la manera como un objeto se usa, su posición, su forma, su papel en una u otra situación, cualquier forma de conceptuar un objeto5 puede resultar en una similitud: las similitudes posibles son, entonces, infinitas. De ahí que la metáfora permita generar significaciones novedosas y no sea una mera síntesis, fusión o superposición de dominios:
Una metáfora nos hace prestar atención a alguna semejanza, a menudo una semejanza nueva o sorprendentemente, entre dos o más cosas. (p. 247)
La metáfora, por tanto, más que la unión de dos dominios dados, es una invitación a observar una cosa en términos de otra. La metáfora propicia una focalización de la atención sobre determinadas propiedades del objeto metaforizado; destaca aspectos del mismo que podrían no haberse considerado antes; le da una forma nueva; lo hace aparecer con un talante distinto al que regularmente posee; lo convierte, en suma, en un objeto parcial o totalmente diferente. Esta función de la metáfora y de la comunicación en general, no es, desde luego, un descubrimiento novedoso, había sido señalada desde Pensamiento y lenguaje de Lev Vygotsky (1934/2015):
Nuestro estudio experimental ha demostrado que lo que juega un papel central en la formación de conceptos es un uso funcional de la palabra, o de cualquier otro signo, como medio para fijar la atención, seleccionar los rasgos definitivos, analizarlos y sintetizarlos. (p. 173)
Y ha sido repetido por numerosos teóricos en el último siglo:
El modo como las palabras mediante las cuales se los describe, ‘prestan’ a los acontecimientos su estructura, pone en primer plano la función intrínsecamente formativa o modeladora del lenguaje, sus figuras del discurso (metáforas, metonimias, sinécdoques, ironías, etc.); los tropos no son algo que pueda agregarse o quitarse a una lengua según resulte necesario, sino un componente intrínseco de su naturaleza. (Shotter, 1993, p. 270)
La metaforización, en una situación de interacción comunicativa, es un proceso productivo de construcción de significados, que de ningún modo está limitado por las similitudes o los contenidos mentales previos; como afirma Paul De Man (1979):
Parece no haber límite para lo que los tropos pueden llegar a producir. Las estructuras y los relevos de este tipo, en los que las propiedades son sustituidas e intercambiadas, caracterizan los sistemas tropológicos como sistemas, que al menos en parte, son paradigmáticos o metafóricos. (p. 78)
Pero ¿cómo ocurre y se desarrolla este proceso?
Las metáforas se generan en contextos discursivos específicos. Cuando este contexto es una conversación, es decir, una interacción cara a cara o en la que existe una interlocución, el proceso comienza cuando una entidad cualquiera (un objeto, una persona, una acción, un proceso o una situación) es aludida con una expresión inusual que habitualmente refiere a otra cosa.
Como se ha mencionado, no es necesario que existan similitudes previas entre lo mentado y lo descrito, cualquier cosa puede ser referida en términos de otra, pero cuando la metáfora irrumpe en el diálogo el interlocutor se ve orillado a buscar un dominio discursivo en el que lo aludido pueda aparecer como se lo presenta en la expresión. No se trata de una búsqueda de similitudes sino de un proceso de asimilación, en el que aquello de lo que se habla adquiere un cariz que antes no tenía. En un dominio discursivo dado, se destacarán ciertos aspectos de lo metaforizado, se ocultarán otros y se le conferirán otros nuevos (Le Guern, 1973/1990); de ahí que la metáfora produzca objetos novedosos, no a través de la simbiosis o el símil, sino mediante la presentación de un objeto de una nueva manera.
Alguien podría, por ejemplo, referir al rencor como una tetera o una olla de presión; al encontrarnos frente a esta metáfora debemos tratar de entender en qué sentido, es decir, en qué dominio discursivo ese sentimiento puede presentarse como uno de estos objetos. Podemos pedir una aclaración y encontrarnos con una conceptuación en la que los afectos se acumulan peligrosamente en el cuerpo a menos que sean liberados. De tal suerte que perdonar, verbalizar, vengarse o un “acting out”, hacen las veces de liberación de la presión que evita una potencial explosión.
Las metáforas, desde luego, propician procesos cognitivos: comparaciones, símiles, contrastes, etcétera, pero dichos procesos deben considerarse como productos de la metaforización y no como causales de la metáfora (Kuhn, 1979/2002).
Ahora bien, las más de las veces, el dominio discursivo en el que el objeto presentado adquiere sentido es evidente por el hilo de la conversación: el mundo que se teje en las situaciones conversacionales (la diégesis narrativa) puede producir una serie de metáforas imbricadas, en el que distintas entidades irán emergiendo, formando una red metafórica con sentido; una metáfora puede detonar una retahíla de metáforas auxiliares que dan coherencia a lo platicado. Si una entidad es metaforizada como un libro, entidades relacionadas con ella pueden fungir como letras, hojas, escritores, librerías o bibliotecas extendiendo la metáfora y dándole coherencia.
En otras ocasiones, el dominio conceptual no es tan claro, y es necesaria una negociación entre los participantes: solicitudes, aclaraciones, hipótesis, confirmaciones o refutaciones. La entidad metaforizada no es sólo propuesta: es construida, es dialogada y negociada; y aunque, en ocasiones, es comprendida de manera inmediata, debe ser siempre concordada.
Nos será ahora evidente que cuando en una conversación se presenta una discusión como una guerra; se etiqueta a alguien como una zorra; o se refiere a un estado anímico como una tempestad; no se han buscado previamente similitudes entre estas instancias para después referirlas con mayor claridad: se han creado nuevas entidades discursivas con determinados fines, buscando un posicionamiento del interlocutor para con aquello que se metaforiza. Si el proceso de metaforización fuese tan racional como las perspectivas cognoscitivas sugieren, o bien, las metáforas no existirían, dado que la mejor manera de referirse a algo sería nombrarlo con su denominación habitual, o bien, se elegiría para su formulación el objeto o la expresión común con mayor parecido al elemento que se metaforiza, en busca de claridad expositiva, cuando éste no es fácilmente accesible; pero ni el asesinato estratégico y la violencia tecnificada son lo más parecido a una discusión; ni los zorros y sus cualidades son lo más parecido a ninguna persona; ni las tempestades se parecen a la angustia o la desesperación.
La metaforización, en suma, construye objetos en situaciones conversacionales buscando generar un posicionamiento del interlocutor hacia la entidad metaforizada. Lo mismo ocurre, por supuesto, cuando la situación discursiva no implica una interacción cara a cara, con la única diferencia de que la negociación de significados no es posible. En un texto escrito, por ejemplo, el dominio discursivo que permite la comprensión de la metáfora y la consecuente toma de posición, sólo puede emerger del hilo narrativo o de la previa generalización de la metáfora.
Ahora bien, una de las consecuencias más destacables de que las metáforas se gesten en contextos de interacción es que trascienden a lo lingüístico, a lo cognitivo e, inclusive, a lo meramente conversacional, deviniendo experiencias vividas. Metaforizar una discusión como una guerra va más allá de una conceptuación, implica un ajuste del comportamiento, de los roles jugados, de las formas de interacción, de los fines últimos y de la manera de experienciar un debate. La metáfora crea una situación específica en la que los interlocutores participan activamente; una situación que no es, propiamente, ni dirimir un asunto ni guerrear, sino una experiencia diferente. Si en vez de la guerra la discusión se metaforizara, digamos, como una danza; las prácticas, objetivos, acciones recíprocas, actitudes, disposiciones o posicionamientos ante el otro, y la vivencia de esa situación serían, sin duda, distintas. Es así como la metáfora “organiza” o “estructura” la experiencia; como afirman George Lakoff y Mark Johnson (1980/2009):
Nosotros hemos llegado a la conclusión de que la metáfora, por el contrario, impregna la vida cotidiana, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción. Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica. Los conceptos que rigen nuestro pensamiento no son simplemente asunto del intelecto. Rigen también nuestro funcionamiento cotidiano, hasta los detalles más mundanos. Nuestros conceptos estructuran lo que percibimos, cómo nos movemos en el mundo, la manera en que nos relacionamos con otras personas. Así que nuestro sistema conceptual desempeña un papel central en la definición de nuestras realidades cotidianas. (p. 39)
Por supuesto, la participación en una situación metaforizada no es pasiva: no se trata de asunción y desempeño de roles prefabricados, sino de creación o producción. En la discusión como guerra se planean estrategias de ataque y defensa argumentativa, se cavan trincheras, se modula la intensidad de la fuerza y la violencia en atención a las características del enemigo; también aparecerá la posibilidad de mediación; distintas formas de rendición, y hasta terrorismo; pero estas estrategias no están previamente estipuladas. La retórica, por supuesto, ha desarrollado un arsenal lingüístico inmenso, pero la manera en que estas técnicas y utillajes se emplean no está enteramente determinada. De igual suerte, cuando aquello que se metaforiza es una persona, las maneras de posicionarse ante ella no están prescritas; las posibles reacciones del interlocutor son muchas, y varían en función de un sinnúmero de motivos de toda índole, desde las impresiones que los interlocutores buscan dar de sí mismos, hasta valores y formas socialmente compartidas de entender el mundo (Kövecses, 2014).
Ahora bien, dado que la metaforización tiene lugar en ámbitos comunicativos, las metáforas son, a todas luces, fenómenos de naturaleza social: es en la conversación donde nacen y es a través de la conversación que se difunden y generalizan, mientras son empleadas por los miembros de una sociedad. Las metáforas se cristalizan en el uso, adquiriendo, simultáneamente, nuevos matices e implicaciones y mayor concreción, en el sentido de que será cada vez mayor el número de personas que la comprendan y más inmediata e irreflexiva su aceptación.
Las metáforas tienen, por tanto, una historia (Blumenberg, 1979/1995; Koselleck, 2000): periodos genealógicos o de gestación, periodos flexibles de divulgación y cristalización, y, por supuesto, periodos de institucionalización y muerte.
Mientras las metáforas se gestan y difunden trasfiguran a la sociedad a través de la presentación de objetos novedosos que son asimilados y reformados activamente mientras se viven, como explicaba Roger Chartier (1992):
Las ideas, captadas a través de la circulación de las palabras que las designan, situadas en sus raíces sociales, estudiadas tanto en su carga afectiva y emocional como en su contenido intelectual, se convierten, al igual que los mitos o las combinaciones de valores, en una de esas ‘fuerzas colectivas por las cuales los hombres viven su época’ y, por lo tanto, uno de los componentes de la ‘psique colectiva’ de una civilización. (p. 24)
Cuando en una sociedad se propaga y acepta la manera como un objeto es presentado en la metáfora, éste comienza a vivirse de manera distinta a como lo había venido haciendo. Deviniendo así la metáfora en productora de formas de vida, de maneras de relacionarse y posicionarse ante los aspectos de la sociedad que trastoca.
Pero las metáforas también cambian de significado en el transcurso de la historia de una sociedad, conforme cambian sus prácticas y valores (Jemio Arnez, 2015). Décadas atrás, difícilmente alguien se habría asumido como una “perra”. Esta forma de conceptuarse a uno mismo podría haber emergido en contextos sociales situacionales o grupales más o menos bien delimitados, pero de ninguna manera se encontraba generalizado. Actualmente, abundan quienes en las redes sociales se presentan y publicitan bajo dicho mote. Si esto es así, es porque la manera y el sentido en que la sociedad valora a lo presentado al través de esa metáfora ha cambiado con los años; y, aunque en este caso, en menor medida, porque el modo de ser-en-la-metáfora (Derrida, 1997), aquí, el modo de ser-una-perra, también ha cambiado.
Es así que las metáforas construyen objetos, personas y situaciones previamente inexistentes, que se difunden y transforman a una sociedad, y que al mismo tiempo, se ven afectadas y transformadas por la sociedad en el transcurrir de su historia. Es así que, en la cotidianeidad, los hablantes participan activamente de la construcción de las realidades que habitan.
Los procesos de construcción de la realidad no son exclusivamente descendientes: no se generan únicamente entre las élites intelectuales o culturales. La metaforización en las interacciones comunicativas es tanto o más influyente que las resultadas de las destrezas retóricas de los poetas y filósofos más reconocidos. La retórica de la vida cotidiana es un campo en el que el construccionismo no ha abundado suficientemente y, sin embargo, una de las más notorias formas de construcción de la realidad social y de la experiencia humana.
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