Todos los psicólogos sociales: recapitulación de cuatro o cinco décadas

All social psychologists: a recapitulation of four or five decades

  • Pablo Fernández Christlieb
En este ensayo pretendo perfilar una versión muy general de la historia de la psicología social crítica actual, pero no desde el punto de vista del rigurosismo académico, sino desde el punto de vista de las opiniones, conversaciones, chismes, etc., que se suscitan en los pasillos y cafeterías de las universidades donde hablan y conviven estudiantes y/o profesores. Dicho en otros términos, la psicología social aparece aquí considerada como una obra (equiparable a las de arte o literatura o cine), y se le practica una crítica cultural. Finalmente, intento en el fondo —y en la forma, aunque no en el contenido— abogar por una psicología social de estilo latinoamericano.
    Palabras clave:
  • Psicología social
  • Psicólogos sociales
  • Crítica
In this essay, I pretend to give a very general account of present critical social psychology, from the point of view, not of rigorous scholarship, but of talks, chats and gossips that take place in university corridors and refectories between students and/or teachers. Said it in other terms, social psychology appears here considered as a piece of art (as those of painting, literature or cinema), and is applied upon it a cultural critique. Finally, I pretend to make a stand —in its style, not in its contents— for a sort of latin american social psychology.
    Keywords:
  • Social psychology
  • Social psychologists
  • Critique


Hemos de aproximarnos a la comprensión de un período histórico, o de cualquier situación social, de la forma en que nos aproximamos a una obra orgánica de arte, como una catedral gótica. Miramos la catedral desde muchos ángulos, ora la fachada ora el ábside, ora tomándola en conjunto desde la distancia ora deteniéndonos de cerca en los detalles, viviendo con ella, si se puede, durante meses, hasta que gradualmente va surgiendo una noción que no se restringe a ningún aspecto, sino que es, hasta donde el entendimiento nos lo permite, la imagen del todo en su completa unidad y riqueza.
Charles Holton Cooley, 1918, p.49: The social process

1 La crisis de la psicología social

En 1967 hasta Los Monkees hicieron un disco bueno (y mataron al Che en Bolivia). En 1968, las paredes se llenaron de poemas (y las plazas de muertos). En 1969, el hombre llegó a la luna (pero no la mujer, y éste, además, era norteamericano). En 1970, se instala democráticamente un gobierno socialista en Chile (pero Argentina no clasifica para el Mundial). En 1971, Neruda gana el Nobel, pero se muere Coco Chanel.

En 1972, se le llamó crisis a ese momento en mitad de la noche en que todos los psicólogos sociales1* se despertaron con el insight de que no sabían nada de nada. Con la clarividencia que dan las pesadillas, eran dos nadas: la manera como se le hace para no saber nada al respecto de nada es, primero, queriendo hacer física sin ser físicos, sino psicólogos, y segundo, metiéndose en un laboratorio de una universidad, que no se puede decir que sea un lugar de la vida real. O sea, la psicología social era una ciencia o disciplina que no poseía conocimientos y, por lo tanto, de ciencia o disciplina no le quedaba mucho; y además, lo que no sabía, tampoco sabía de qué no lo sabía, y por lo tanto no se podía de decir cuál era su objeto o tema de estudio: nada de nada.

El día siguiente, que duró como diez años, debe haber sido muy emocionante, más que de pánico como de fundación, de angustia regocijada, con urgencia de comunicación, en donde todos se pusieron a contar sus sueños, temores, expectativas, casi desesperadamente, y brotaron libros en estado de emergencia que eran colectivos, esto es, donde los autores no es que accedieran o aceptaran escribir, sino que necesitaban y solicitaban escribir, y escribir textos críticos, es decir, de esclarecimiento para averiguar cómo está hecho algo y por qué razón eso es encomiable o deleznable, con títulos que no dejaban lugar a dudas como La reconstrucción de la psicología social o La psicología

social en transición. Y como es el deber moral en cualquier crisis, hay que intentar de todo, echar mano de lo que haya, recurrir a las ocurrencias, porque no sabiendo lo que se busca, hay que tomar todo lo que se encuentra, y, efectivamente, aparece en estos libros una proliferación carnavalesca, churrigueresca, de referencias de escritores y corrientes que a la mejor puedan servir: Marx, Hegel, Marcuse, Wittgenstein, Weber, Bertalanffy, Bauman, Ronald Laing, David Cooper, Edgar Morin, Mao Tse Tung —así se escribía entonces—, cualquiera, y corrientes o disciplinas como el psicoanálisis, el humanismo, el estructuralismo, la fenomenología, la teoría de sistemas, la ideología. Cualquier autor que estuviera vivo o muerto en los años setenta, cualquier idea que estuviera viva o muerta en los años setenta, tenía cabida en la psicología social en crisis.

Son todos éstos libros y discusiones muy motivantes, que si se vuelven a leer vuelven a dar ganas de ser psicólogo social, y en los que se encontró al mismo tiempo el problema y la solución. En conclusión, todos los psicólogos sociales decidieron que había tres o cuatro líneas rojas, hasta aquíes, bastas y nuncas más que consistían, primero, en ya nunca más hacer experimentaciones de laboratorio, que a la sazón ya no se hacían tanto con ratas como con estudiantes, lo cual se pudo cumplir de inmediato porque después de todo era más fácil, más rápido y más barato no hacerlas que sí hacerlas.

Segundo, decidieron no volver a ser ya jamás positivistas ni empiricistas: esto ya no lo cumplieron. Ambas palabras, juntas o separadas, significaron en el uso común de los psicólogos sociales que había que prescindir —Comte mediante— de lo que no se podía saber y por ende rechazar la metafísica, la especulación filosófica y la interpretación, porque no son realidades indudables, y por lo mismo el arte, el significado, el sentido (y también por supuesto el más allá), y por ello solamente se podría confiar en lo que sea medible y cuantificable, esto es, en los datos que arrojan los sentidos de la percepción o más bien los aparatos de registro. En suma, el empirismo positivista consiste en parecer científicos. Y los psicólogos sociales no querían ser positivistas, pero sí querían parecer científicos, según se les nota aún en la utilización de terminología iniciática o cuando menos abstrusa venga o no venga al caso, porque suena enormemente científica; y, también, a los psicólogos sociales siempre les ha dado miedo la metafísica y la especulación y la filosofía, no vaya a parecer que no son serios, y por ello continúan utilizando los datos, aunque ahora edulcorados con métodos cualitativos, que no obstante exigen la objetividad y la validación. Todos siguen siendo positivistas, aunque ha sido muy agradable decir que uno no es positivista y, sobre todo, más agradable acusar a los demás de sí serlo.

La tercera decisión que también tomaron pero que tampoco cumplieron fue la de ya no ser individualistas. El caso es que con un positivismo a cuestas es muy difícil no ver sino individuos cuando se busca lo social porque es con lo que se topa uno por las calles. Una manera de seguir encariñados con el individualismo sin que se note mucho fue el recurso a la fenomenología, que, digan lo que digan los insufribles fenomenólogos con su jerga retorcida, en el uso común de los psicólogos sociales se redujo llanamente a la cuestión de la experiencia que, como siempre, es experiencia propia porque es lo que uno siente, con lo cual pudo regresar el subjetivismo con una cara más presentable, y aquí, sí, contradictoriamente, sin positivismo alguno. Da la impresión de que las decisiones tomadas por todos los psicólogos sociales no las podían poner en práctica por razones de ignorancia, es decir, porque provenían de una disciplina que no sabía nada de nada, lo cual incluye que hasta carecía de historia, y por lo mismo no había de dónde sacar recursos conceptuales o teóricos para sustentar las decisiones. Había que aprender psicología social, pero si los que no sabían eran los que la enseñaban, no había por dónde.

Y la cuarta y última decisión era la de hacer una psicología social que fuera socialmente relevante, que permitiera entender lo que sucedía en las calles y en la opinión pública, y que pudiera participar en las transformaciones de la vida que se avecinaban. Una posibilidad de cumplir esta decisión fue la de volverse activistas o militantes, que en efecto lo hicieron, aunque eso los convertía en activistas o militantes, pero no en psicólogos sociales, que por el momento era de lo que se trataba, así que la manera alternativa fue la de plantear dos psicologías sociales como solución contundente a todos los problemas de su crisis, a saber, la psicología social que los había metido en problemas y la psicología social que los sacaría de ellos.

En efecto, descubrieron que había una psicología social psicológica, que era aquella anterior al día de 1972 en que les cayó la noche, y que provenía ciertamente de la psicología, y que era la culpable de todos los sinsabores de todos los psicólogos sociales y contra la cual se habían tomado las soluciones antedichas. No se trataba de la psicología conductista de antes de la guerra que se caía sola de obviedad, sino la psicología social cognitiva, la de Kurt Lewin, Festinger, Heider, Sherif o Asch, la de los pequeños grupos, la disonancia cognoscitiva y las teorías de la atribución, que se llevaba a cabo en Norteamérica en los laboratorios, y que se trataba de la averiguación de los procesos psicológicos individuales por los que las personas aprehendían su realidad social y efectivamente se le denominaba psicología social, cuya definición psicologista es más o menos ésta: cómo se constituyen los individuos y qué papel juega en ello los grupos y sus normas. Y todos los psicólogos sociales la desecharon de un tirón, aunque con ello cometieron a futuro el error de desechar toda y cualquier psicología tachándola de un plumazo de individualista, experimentalista, empiricista, positivista, socialmente irrelevante y reaccionaria, de modo que la palabra psicología se volvió una mala palabra, sin detenerse a pensar que en su propio nombre la llevaban puesta, y sin saber que dentro de la psicología en general podía haber ideas inteligentes, interesantes y pertinentes.

Y por el contrario, descubrieron que había una psicología social sociológica, a la que le gustaba llamarse nada más sociología y sólo de vez en cuando se autodenominaba psicología social, y fue por ella por la que se apostó sin reticencias; su definición, sociologista, es más o menos ésta: cómo se constituyen los grupos y qué papel y con qué reglas juegan en ellos los individuos, que, como se ve, es el reverso simétrico de la definición psicologista. Y resultó que los psicólogos sociales se volcaron sobre las teorías existentes en sociología asumiéndolas como directamente psicosociales: concretamente, sobre el interaccionismo simbólico (Stryker, en: G. de la Rosa, Meza y Vázquez, 1988, pp. 35-38) que de Mead no tiene más que la marca registrada, y —vía la etnografía— sobre la etnometodología (H. Resler y Walton, en: Armistead, 1974, p. 287), con la alternativa de la etogenia que, aunque Harré presenta como genuinamente psicosocial, es básicamente sociológica (Harré, en: Torregrosa y Sarabia, 1983, pp. 293ss.). Estas teorías tratan sucintamente de las reglas, normas, papeles, roles, actuaciones que siguen los participantes de una situación social para constituirla, preservarla y darle orden, y para dar sentido, justificación y explicación a lo que ahí sucede; se trata de situaciones acotadas, restringidas, microsociológicas, por lo cual la tendencia es de focalizar en las relaciones interpersonales (paradójicamente, ¿no es eso lo que hacía la psicología social psicológica?), y por lo mismo, desemboca en la tematización de la vida cotidiana, también restringida al tamaño de la situación, o al tamaño de la interacción, es decir, donde no caben ni el capitalismo ni la política en turno, ni la época ni las modas, ni otras cosas que mientras tanto flotan en el dominio público: la historia y la cultura no caben ahí. Se entiende por qué la fenomenología (la de Schutz aunque ni hiciera falta leerlo) se pudo implantar ahí, porque era la experiencia de los actores la que se recopilaba. ¿No que no iban a ser individualistas?, ¿no que empiricistas por ningún motivo?

La verdad es que no hubo ni deus ex machina ni quinta caballería ni chapulín colorado que llegara a salvarnos, y la psicología social se tuvo que salvar ella solita, por el único método posible que es el de inventarse a sí misma; y en efecto, puede que en este momento es cuando se pueda consignar la invención de la psicología social, esto es, siguiendo la nomenclatura, de una psicología social psicosocial, que consiste en el descubrimiento tercero de que ninguna de las otras dos es psicología social, sino que una es mera y buena psicología, y la otra es pura e interesante sociología. Y entonces el invento de la psicología social es una puerta giratoria, donde a veces se cae de un lado y a veces se sale para el otro, pero que habría que probar a vivir en la puerta giratoria, a ver qué hay ahí dentro, además del mareo: con eso, por lo menos ya se sabe algo de nada.

2 Los ensimismamientos de la psicología social

Sin que se les pueda acusar de derrochar la creatividad, desde el principio los psicólogos sociales acuñaron el vocablo o segundo apellido de psicología social crítica, y la mala leche permite suponer que lo copiaron sin decoro de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, que por esos años hacía furor entre el estudiantado de izquierda, aunque, sin lugar a dudas, el adjetivo es correcto toda vez que lo crítico es lo que se refiere a las crisis, que es justamente lo que padecía la psicología social; y también se le llamó crítica porque mantenía un desacuerdo apasionado con, por un lado, la psicología social dominante, y por el otro, con la sociedad en la cual vivía y a la cual había que transformar, pero, como lo sabe cualquier crítico de arte o de literatura, la crítica no consiste en descalificar algo —al menos no por consigna ni como objetivo— sino en saber y exponer la manera en que algo —una pintura, una novela— está hecho: con qué recursos, de qué modos, por qué razones: por qué eso que alguien hizo es necesario, o por lo menos importante, o por qué es solamente adocenado y redundante; y por lo tanto, poder concluir con conocimiento de causa si eso es una mala o una buena obra.

Y hacer eso, hacer crítica, es hacer historia; pero a los psicólogos sociales no se les dio mucho y no les salió bien, por más que los textos críticos estaban plagados de declaraciones de que la psicología histórica es fundamental y del carácter histórico de los procesos sociales y mentales. Pero no hubo nada que fuera algo así, algo así como investigar históricamente a los procesos de categorización, comparación y conflicto sociales, por tomar los de Tajfel, y mencionarlo de paso. Hubo un artículo señero (Gergen, en Strickland, Aboud y Gergen, 1974/1976), que lo que decía es que los resultados de las investigaciones en psicología social no servían porque inmediatamente pasaban a ser historia y ya todo el mundo se los sabía, y por saberlo hacían lo contrario y anulaban los resultados, que luego se convirtió en libro (1984), más gregario que colectivo, el cual continuaba diciendo que la historia era fundamental y sus autores daban algunos ejemplos, pero, a decir verdad, los psicólogos sociales escamotearon el asunto, quizá porque su formación era poco humanística, o porque a todos les encantaba la palpitante actualidad, y el pasado nunca se les antojó muy palpitante. Por lo demás, quien, al parecer, sí hizo esta psicología histórica fue la Historia de las mentalidades (A. Garzón, en Seoane y Rodríguez, 1988, pp. 283-284), la cual, no casualmente, se consideraba y se proclamaba como una psicología colectiva.

Pero, lo que, en cambio, sí les salió muy bien, fue la historia de la propia psicología social, lo cual, en su momento, era más acuciante, porque a los psicólogos sociales, como a los adolescentes —que siempre están en crisis—, les hacía sufrir más su propia identidad que la de los demás, y sobre todo, porque, si hacer crítica está muy bien, hacer autocrítica, esto es, escudriñar no sólo las obras ajenas sino las propias, no sólo a la sociedad sino a la misma psicología social, saber cómo se hizo y cómo llegó a ser lo que es, porque así podrá saber qué hacer de hoy en adelante, está mejor, porque, como dice Kenneth Gergen, una “influencia liberadora de la psicología social histórica consiste en el intento concertado de reconsiderar las raíces históricas de la psicología social actual" (en: K. Gergen y M. Gergen, 1984, p. 19). La autocrítica es la sustancia genuina de todo talante crítico y no nada más criticón; no se le ha de llamar crítico a quien nada más anda viendo lo que perpetran los demás sin voltear a ver lo que comete él mismo. Y efectivamente, los psicólogos sociales se ensimismaron en su propia historia, con muy buenos dividendos.

Ahí, en su propia historia, encontraron entre otras cosas que la historia oficial era una mentira ni siquiera hecha adrede sino por pura inercia, y que por lo visto podrían hacer otras historias, ésta vez que nos dieran la razón y que no nos la quitaran como hicieron. Aparecieron autores de los que no se tenía mayor noticia, desde Vico, Herder, Tarde, Durkheim, Simmel, hasta Halbwachs, y asimismo psicologías sociales como la psicología de las masas, la psicología de los pueblos y en suma las psicologías colectivas, y temas como la memoria colectiva o asuntos como la Escuela de Chicago; y apareció en su historia que la filosofía y la cultura, la narración y el buen idioma estaban dentro de la psicología social; o sea que la desdisciplina de la psicología social es congénita; en suma, aparecieron cosas que hacían ver a la disciplina con nuevos ojos, como platos, porque era casi increíble lo grande que era la psicología social y la manera en que la habían encogido sus mandamases y mandarines: la historia de la psicología social resultó ser algo así como una veta o como una fuente de donde se podía sacar material y ánimo para un largo rato, para ponerse a hacer nueva psicología social, porque, después de todo, lo que encontraron todos en la historia fue la sorpresa de que no había nada más nuevo que los libros viejos, porque ellos sí decían cosas novedosas y no la misma gata revolcada que salía una y otra vez en los journals acabaditos de publicar. Después de leer historia de la psicología social, ya nadie puede venir a decir que esto no es psicología social porque uno ya los cachó que ellos, los oficiales, ni siquiera sabían qué era psicología social.

Una vez ya empapados de psicología social, la intuición que les advino a los psicólogos sociales, no proviniendo de las nubes sino de donde vienen las intuiciones, del fondo de las cosas, fue que la historia de la psicología social, era también un proyecto de psicología social, y así, empezaron a producirse teorías en psicología social, que consisten en proponer qué es lo que hay dentro de la puerta giratoria, o sea, qué es la psicología social, qué estudia, cuál es su campo, cómo se hace, etcétera, y por supuesto, puesto que va junto con pegado, qué es la realidad, la sociedad, la gente, la mente, uno mismo, asuntos que desde hace mucho se habían quedado en la congeladora y que sólo se sacaban para usarlos como hielitos a la hora de tener que redactar dizque el marco teórico de las tesis. Y como tenía que ser, las teorías discordaban unas con otras y provocaban desacuerdos y debates, y, en el calor de la discusión, los hielitos se derretían y resucitaban. Entre estas teorías de nuevo cuño se podrán mencionar las que sean, la etogenia (Harré, 1979), la representación social (Moscovici, en: Farr y Moscovici, 1984), la retórica (Billig, 1987), las realidades conversacionales (Shotter, 1993/2001), la relacionalidad (Gergen, 2009/2015), el construccionismo (Ibáñez, 1994), que hacían amigos y adversarios, pero que, en todo caso, lograron durar en el tiempo y quedarse como referentes de la psicología social actual, como sus clásicos recién salidos del horno.

Parece que lo que tienen en común estos clásicos es que son libros —no artículos ni capítulos—, y además, son libros de papel, de ésos que sirven para regalo (no electrónicos ni digitales —que si uno los da de cumpleaños, la cuelga deja mucho que desear); asimismo, son libros de un solo autor —no colectivos ni gregarios—, y también, que dicho autor no escribió sólo ése, sino varios otros —lo curioso es que no importa de qué tema con tal que uno sí haya sido de psicología social—. Puede aseverarse que los textos de estas características son los que a la postre han configurado lo que es actualmente la psicología social. Deben ser libros completos porque generalmente de todo libro se lee nada más la introducción y las conclusiones, y entonces, los capítulos de los libros colectivos por lo común se quedan sin leer; si todo el libro es de un solo autor, por lo menos ya se leyó la introducción y las conclusiones. Libros, de papel, en solitario, más de cuatro: así son las teorías en psicología social.

Los que escriben libros son como los cantautores que componen discos (cada libro equivale a un disco): si logran escribir libros completos —y no sólo artículos que son como canciones— tienen una cierta posibilidad de que van a durar en el gusto del público —que por lo menos ya oyó como 10 canciones del mismo señor, y eso, calidad aparte, marca la memoria—; si hace más discos, pues ya casi es garantía, aunque por regla general los últimos ya son medio repetitivos. Y de hecho, cuando ya no dan para más discos en solitario, empiezan a juntarse con otros cantautores para acompañarse en sus repeticiones.

En fin, lo que entre sus tapas tenían en común estos libros y estas teorías, era, en conjunto, de diversas maneras, la idea del conocimiento, ciertamente, la idea de que el conocimiento puede funcionar retebien como objeto de estudio de la psicología social, toda vez que, en efecto, la conclusión de estos años de trabajos críticos es que la realidad se hace de irla conociendo, porque la realidad sin su conocimiento es sólo un agujero vacío en el que no se puede ni caer. En rigor, ya desde la cognición social, donde el ser humano aparece como procesador de información, se perfilaba el asunto del conocimiento como objeto, aunque ahí el conocimiento era una cosa personal que los individuos tenían guardado para sus adentros, y que los mecanismos para crearlo estaban ahí mismo —adentro—, y que la sociedad era una serie de individuos que a veces platicaban entre sí. Pero después de eso, ya de manera más social, es decir, más simbólica, en las representaciones sociales, en las realidades conversacionales, en el análisis del discurso, en donde el conocimiento se hace de irlo platicando; en la etnometodología donde la realidad son las versiones que hace la gente de la realidad, en la etogenia donde los participantes de la interacción siguen sistemas de razonamiento; en la ideología que utilizan, ya sea Moscovici o Martín-Baró en sus definiciones de la disciplina, donde fungen como mentalidades o como espíritus de la época: en todas éstas, el conocimiento es el que hace la gente respecto a su realidad cotidiana y ultracotidiana. Y finalmente, y muy subrayadamente, en el construccionismo social, en donde el conocimiento ya no es el de la gente, sino el de la propia disciplina de la psicología social. Esto de descubrir el conocimiento parece el descubrimiento del agua tibia, pero, compárense enunciados que digan que la realidad social es comportamiento, o interacción, o comunicación, o conflicto, a uno que diga que la realidad social es conocimiento, y se verá que sí hay algo distinto.

El sobreentendido que vela a la idea del conocimiento como objeto o tema de la psicología social es que la realidad previa, dura, inmanente y extrahumana, seguro que existe pero quién sabe qué sea y además no importa, y que entonces, en rigor, todo es una realidad social —como en la comunicación— y colectiva —como en las mentalidades, el espíritu o la ideología—, que tampoco se puede decir qué es porque no es una sola cosa unívoca, razón por la cual puede haber innúmeras versiones de ella y razón por la cual, en primera y última instancias, tal realidad es su conocimiento, el conocimiento que se haga sobre ella, cualquiera que éste sea. O, dicho en otras palabras, la realidad no tiene que existir: lo que tiene que existir es su conocimiento. Si lo que se diga de la realidad es múltiple y variante, entonces su obligación —y su existencia— no es ser de una manera u otra, sino la de producir versiones sobre ella: la importancia de la realidad es que produce ideas, teorías, textos, disciplinas como la psicología social. O dicho todavía de otra manera, la realidad no tiene que existir: lo que tiene que existir es el texto; y en esto se parece mucho a la literatura: Macondo no tiene que existir: lo que tiene que existir es Cien años de soledad.

Una definición francamente aceptable de la psicología social es la de los Staiton Rogers: “la psicología social es el artesanato de contar historias sobre cómo la realidad se construye socialmente” (Staiton Rogers, Stenner, K. Gleeson y W. Staiton Rogers, 1995, p. 33; por más que eso de historias no lo hayan hecho ni los propios autores de la definición): el conocimiento de cómo se hace el conocimiento. Y estando en éstas, podría añadirse que entonces el idioma en que se hacen los textos, en que se escriben las teorías y se cuentan las historias, es una parte fuerte del conocimiento, y, obvia decirlo, lo que está escrito en inglés parece que es más real y más verdadero que lo que hay escrito en otros idiomas (el francés también es tantito real, pero ya es un lujo), porque sólo se lee lo que es legible, y sólo eso es cognoscible. Y puede advertirse que en el inglés académico ya está instalada la mentalidad misma con la que se piensa; el idioma es una ideología, de modo que en inglés académico no se puede decir, ni pensar, otra cosa de otra manera, y es, probablemente, una forma que acartona el conocimiento y endurece la realidad. A los lectores en español les suele dar la impresión de que los escritores anglófonos utilizan muchas palabras cuidadosamente elegidas para decir no mucho, más bien poco, a veces ni eso, aunque, por el contrario, hay quien cree que lo que está escrito en inglés es más verdadero, que es más profundo decir I love you que te quiero, it’s a small world que el mundo es un pañuelo. Por ello, para sortear el obstáculo, muchos anglófonos se pusieron a leer en francés —aunque fuera traducido— para ampliarse el panorama, y se nota, porque leer a Michel Foucault o a Jacques Derrida hace pensar otras cosas y ver otras realidades. El español, por su parte, se convirtió todo él en un anglicismo, pero puede afirmarse que, si se utilizara el español de diario, o el humanístico, o el literario, estaría más libre para decir mejor las cosas.

Comoquiera, en suma, hacia los años noventa, la psicología social descubrió o inventó una psicología social completa, que ya resulta distinta por los cuatro costados de la dominante y ortodoxa (y una vez que se hace el descubrimiento, se puede hacer retroactivo a toda la historia de la psicología social, hasta Mead o Tarde o Wundt). Y a la mejor está bien que se llame psicología, porque desde la psicología social se puede argumentar que toda psicología se ocupa del conocimiento (“el conocer es el corazón mismo del ser”, había dicho Henri Delacroix en 1934 ─p. 1); a lo mejor lo que no está bien es que se apellide social, pero, en todo caso, la psicología social ya sabe algo de algo.

3 Los postgiros de la psicología social

Pero entonces se cayó el muro de Berlín, y alguien dijo que se había acabado la historia (y empezaba el paraíso), y el mundo ya era todo para todos y habría dinero (para emprendedores) y paz (para competir) y libertad (de mercado) y de lo que se trataba era de gastarse los tres: y el capitalismo se volvió divertido y el socialismo se volvió
light.

Aunque visto por el retrovisor, quizá se pueda decir esto de otra manera, que la historia sólo se puede empezar a contar cuando ya se echó a perder. Como la modernidad. El caso es que los psicólogos sociales se quedaron marcados por un par de vocablos insignia que les calaron hondo. El primero es el de posmodernidad, que es el acontecimiento de que ya se había acabado todo contra lo que se luchaba, el fin de las grandes verdades contra las cuales pelearse, de los grandes relatos, como el progreso, ¿y como el socialismo?: sí, también, también fue a parar al bote de la basura de la modernidad; y a veces, las deconstrucciones se entendían alegremente como a ver qué otra cosa, otra teoría, verdad, tradición, se puede desvencijar adrede, lo que tenía la ventaja colateral de ya no tener que estudiarla ni entenderla. O sea que, por todos lados, por el económico y por el académico, había que resignarse al confort de que la vida ya estaba mal resuelta y por lo tanto todos podían acomodarse en la nueva vida posmoderna y volverse escépticos, medio nihilistas y un poco cínicos: como proyecto de vida y eventual plan de retiro sonaba bastante bien.

El segundo vocablo insignia que adoptaron los psicólogos sociales es el del giro lingüístico, que consiste en el hecho certero —o sin escapatoria— de que ninguna experiencia, ningún conocimiento y ninguna realidad pueden ser experimentados, conocidos y reales por fuera de la mediación del lenguaje, de suerte que a partir de ahí los problemas de la conciencia y los problemas de la realidad dan la voltereta y se convierten en problemas de lenguaje; por ello, el giro lingüístico, proviniendo de todas partes del siglo XX, desde la lingüística hasta la lógica, se dirige a todas partes, desde la teología hasta la psicología social: éste es un giro, viraje o voltereta drásticos, fuertes, radicales, casi sin retorno, en toda la extensión de las palabras.

Ambos términos funcionaron como banderas generacionales y afectaron a todas las disciplinas. Bajo estas banderas, los psicólogos sociales se fueron acomodando entre sí para el tiempo por venir y lo hicieron más o menos en tres ramas, como pajaritos: la de los pajaritos que hablan inglés; la de los que hablan francés; y la de los que hablan español, quienes por lo común tienen la ventaja de hablar alguno de los otros dos idiomas y por lo tanto saltar bilingüemente a las ramas de los pajaritos monolingües.

La corriente anglosajona de la psicología social crítica comenzó esgrimiendo una retórica estilo Monty Python, tanto la de presentarse en grupo pero con un solo nombre para todos, como, por decir, Beryl C. Curt, y desplegar un intento un poquitín forzado de ser hilarante e irreverente a la vez, que a veces salía y a veces no, y al mismo tiempo, en cierta contradicción, una pretensión de ser hiperprecisos, escogiendo con todo cuidado las palabras, abundando en pormenores y exactitudes muy analíticas para que se viera que ellos sí estaban al tanto de la gravedad de la situación, pero que una vez hechas las cuentas, las frases resultaban una simpleza, y que es algo de lo que los de Monty Python se supieron burlar muy bien en La vida de Bryan. Lo revolucionario del estilo queda claro: por un lado, se oponen a la retórica de sus mayores y por el otro se muestran preocupados —mayormente— por la sociedad. Comoquiera, finalmente, los psicólogos sociales de aquí se decantaron por el análisis del discurso: discurso es por ejemplo el discurso machista, el discurso empresarial, el discurso de la izquierda, con todas las amplitudes que ello implica, y el análisis consiste en la descomposición de textos, conversaciones, enunciados, en sus piezas discursivas, para mostrar cómo éstas sustentan y constituyen un determinado discurso presente en la sociedad. El haber empleado la palabra análisis, para esta corriente, ya da una pauta, puesto que connota disgregación, desmenuzamiento, desgrane, y, ciertamente, puede suponerse, sobre la misma marcha, que el discurso anglosajón es empiricista, en el sentido por lo menos de que se toma una pieza de texto muy concreta y muy tangible, tanto que se puede colocar sobre la mesa para revisarla, y da así la impresión de que el lenguaje es considerado como un dato, un hecho, cuyos enunciados son como objetos provenientes de la realidad que pueden ser verificados, probados y comprobados, siempre y cuando se sea lo suficientemente minucioso en su tratamiento, de ahí que el análisis de los enunciados sea pormenorizado y exhaustivo, algo no del todo ajeno a la medición, buscando regularidades, variaciones y efectos misceláneos de un modo que recuerda al método científico y al cuidado de la respetabilidad. Debe ser un trabajo dedicado, largo y agotador, y, a menudo, en estas circunstancias se ha de perder el árbol por andar tanto sobre la rama. Y lo que quizá lo acerca más al empirismo es un temor o refreno a la especulación, la metafísica, la hermenéutica y las demás cosas que están en la imaginación. Esta rama quiere crecer derecha.

Si la palabra crisis suena como a encrucijada, es porque de eso se trata, de un momento de indecisión para ver por dónde se resuelve (un hipercrítico ha de ser el que se queda estacado en la encrucijada), y así, como en medio de la posmodernidad y el giro lingüístico, la primera rama optó por irse aviniendo a lo que fuera llegando, hubo la que, como forma de novedad y de avance, optó por lo tradicional, algo así como revisar la modernidad a ver dónde se había extraviado, o dicho de otro modo, buscar a la psicología social para encontrar dónde se había perdido, y aquí, en esta decisión, los psicólogos sociales se dedicaron, digamos, a revisitar, repensar, reinterpretar asuntos como, por decir algo, los experimentos de Asch o de Milgram (Vgr. Feliu, 2012; Íñiguez, 2010), la escuela de la investigación participativa de Chicago, la estética social de Georg Simmel (Mora, 2011); o repetir lo que sí dijo Mead, o buscar a gente como Maurice Halbwachs o Émile Meyerson (Vázquez, 2001), y encontrarla, o reconstruir la historia unificada de la mente y la cultura (Jahoda,1992), y demás historias y cosas, con las cuales, al parecer, se está haciendo una suerte de teoría del conocimiento de la psicología social, o quizá los psicólogos sociales de aquí son como críticos culturales que toman a la psicología social como una obra cultural y le hacen su crítica, a menudo por pura curiosidad y refinamiento erudito, y lo hacen siempre —refinamiento obliga— sin mucho alboroto, como labor modesta, como alegría íntima: pareciera que ésta es una clase de psicología social que se hace por puro gusto, ya que en efecto, sus hacedores, se dedican en horas hábiles a otras ramas —es pasatiempo, hobby, violín de Ingres, y tal vez por eso mismo, lo más bello y genuino de la psicología social.

Pero, sobre todo, una de esas tendencias de retorno es la que habla francés, la de la representación social, que es una teoría perteneciente a la psicología social del conocimiento que describe cómo los grupos de la sociedad toman objetos sociales que les incumben directamente y los reconstruyen a su satisfacción y de acuerdo con sus propias tradiciones (Moscovici, en: Farr y Moscovici, 1984). Los psicólogos sociales de la representación social no desmienten y no reniegan —al menos no con mucha determinación— a la cognición social inmediatamente anterior a la crisis (y de hecho, a menudo se les tilda de tal), porque prefieren presentarse en público, en vez de como dueños de una ocurrencia inédita e inaudita, más bien como los depositarios y los continuadores de la herencia de los ancestros, con lo que la representación social busca insertarse en la historia más o menos oficial de la psicología social, apareciendo ellos como su coronación. Hasta aquí todo bien, y apropiado a cualquier corriente que busca el reconocimiento dentro de su disciplina; pero, al hacer esto, eligen, sin proponérselo —o proponiéndoselo, a saber—, la institucionalización, y todos, psicólogos sociales o no, ya sabemos cómo se las gastan las instituciones, acartonando, esquematizando, jerarquizando, oficinizando, burocratizando, organigramando cualquier conocimiento, y sí, los psicólogos sociales de la representación social se vieron de pronto envueltos en un berenjenal de maestrías y doctorados y sus sucursales, de asociaciones y foros y congresos, de reuniones y contactos y relaciones, con lo cual tuvieron que dedicarse a cosas ahora sí inéditas e inauditas como buscar la consolidación oficial de su teoría, o tener que elucidar cuestiones de método y otras puntillosidades de iniciados. En el pecado va la penitencia pero la penitencia salió más cara que el pecado. Esta rama quería volver a las raíces.

Y a partir del 5º centenario del descubrimiento de América, o más bien de la llegada de los muy extraños europeos aquí, oleadas de psicólogos sociales se desplazaron de sus países americanos a los centros del saber, o a las ramas antedichas, para hacer sus estudios de maestría y doctorado; y luego todos regresaron —o no regresaron— para hacer una psicología social más suya y más acorde a sus propias realidades ciertamente acuciantes, constituyendo una tercera rama de la psicología social crítica, la que hablaba español, muy activa, interactiva también, de la que resulta, además de la superexpresividad y de los abrazos que acostumbran propinarse todo el tiempo, el entusiasmo, y en no menor grado, la impaciencia.

Ciertamente, los psicólogos sociales que hicieron la psicología política, la psicología comunitaria y la psicología de la liberación, podían tener impaciencia por todos lados, no sólo por acudir a una realidad que los reclamaba, sino también por el poco tiempo —año y medio, tres— y el poco dinero —becas exiguas— con que contaban para realizar sus planes, y podía resultar encantador eternizarse en las tardes leyendo teoría densa, pero muy poco práctico a todas luces, de modo que había que portarse pragmáticos. Y, se sabe, no leer es muy pragmático, en toda la regla, porque si, según el pragmatismo, los conceptos y el conocimiento solamente valen cuando se integran a la experiencia de la vida, que es donde se decide cuál es el tipo o contenido de conocimiento que hay que tener, de modo que las únicas verdades que cuentan y que existen son las que necesitamos o las que queremos para vivir o para cambiar la vida o la realidad o la sociedad, entonces la verdad reside en su utilidad, y por lo tanto se puede prescindir pragmáticamente de todo lo anterior, de la verdad, del conocimiento, del concepto, de la teoría densa, y de la lectura, ya que ésas no son reales, porque lo real es la experiencia, las ganas, las necesidades y los deseos, y por ende se puede proceder a involucrarse en la transformación de la América Latina sin mayores miramientos teóricos o intelectuales: la buena palabra pragmatismo se cambió por la mala palabra pragmático.

Y queda la sensación de que en aras de la radicalidad se obtiene un antiintelectualismo, el de que no da tiempo de estudiar porque es más urgente transformar la realidad. Y así, muy pragmáticamente, todos los psicólogos sociales se ponen a trabajar con los grupos en su vida cotidiana, muy empíricamente, con el modelo de la investigación-acción participativa —por si quedara duda—, y al hacer esto se dedican a las relaciones interpersonales, y al hacer esto se vuelven a positivizar, y al hacer eso, el punto de vista y el sustrato de explicación regresan a ser los del individuo y el individualismo, es decir, justo todo aquello de lo que se quería escapar, con la justificación de que la realidad no da tiempo para más. Regresan las ideas del viejo mundo para con ellas hacer un nuevo mundo, o, como alguien menciona, la psicología social latinoamericana es radical pero no crítica (Íñiguez, 2003).

El resultado es que la psicología de la liberación, la psicología comunitaria y la psicología política son aburridísimas. La idea de que están haciendo algo serio hace que a veces se parezcan a los libros escolares de texto que hay que aprenderse, y a veces parecerse a los libros de superación personal, en el sentido de que se tienen que escribir y publicar uno después de otro porque el anterior no fue efectivo (si la superación personal sirviera entonces ya todo el mundo se hubiera autoayudado y no se necesitaría otro libro más). Y esto no produjo ningún beneficio, aunque tampoco ningún daño. Y finalmente, a veces se parece a sus enemigos, esto es, a los discursos impostados, engolados y solemnes de los políticos latinoamericanos con los que dan atole con el dedo a la población; y se parecen también en que ambos están fascinados por el poder —siempre hay un capítulo sobre el poder—, el que se tiene, el que se odia, el que se carece, el que se quiere, pero siempre el poder.

Como dice el mismo alguien de hace un párrafo (Íñiguez, 2015), es sintomático que los psicólogos sociales —ni los críticos ni los ortodoxos— no sean tomados en cuenta ni participen en la conformación de la opinión pública: lo que digan, o no cuenta o no lo dicen. Y a este respecto, la psicología social latinoamericana probablemente pasó por alto un detalle incluso fundamental, que es el de que ella viene del mismo lugar y la misma época que el boom literario latinoamericano, ése de Carpentier y Cortázar y Rulfo, que permite imaginar que al temperamento latinoamericano que quiera hacer una psicología social propia, no se le da tanto la literatura de revista de investigación indexada a menudo bastante iletrada, y que, a la mejor, para hacer una psicología social, no norteamericana ni europea, se podría intentar que fuera más literaria, ensayística y narrativa, que sería por supuesto una manera de hacer teoría de otro modo: no una psicología social de ciencia natural ni de ciencia social, sino una letrística, letrada, de humanidades. Esto suena a oponerse a lo que viene del norte desde la raíz, o desde sus propias raíces. Mientras que la psicología social europea comenzó siendo filosófica, y la norteamericana comenzó siendo científica, la psicología social latinoamericana comenzó, desde principios del siglo XX, siendo literaria: novelas y ensayos (Cfr. Rodríguez Preciado, 2014). Pero, en todo caso, ésta es la rama que quiere alcanzar el cielo.

Como una forma de hacer que la psicología social quede canonizada, o sea, dentro del canon, y dogmatizada —dentro del dogma—, para que ya no se mueva tanto, como si ya fuera hora de encontrar en vez de ponerse a buscar, los psicólogos sociales —acto seguido— empezaron a redactar manuales y libros de texto, que es como una manera desapegada y neutral de avisar que esto que hay aquí es la psicología social —y es todo lo que hay—, o que ya se acabó el período de dudas e investigación y empieza el de certezas y docencia. O como intento de consolidación. Y por lo común estos manuales se pueden reconocer por el uso del papel bond —ése blanco oficinezco—, el tamaño cuartilla —A4—, y que son de McGraw-Hill o algo que se le parezca (que se le parezca en el tamaño y el papel), y que son el tipo de editoriales que se aseguran que este libro los profesores se lo van a recetar a sus estudiantes.

Y en fin, en las ramas siempre hay nidos, y en los años noventa todos los psicólogos sociales cumplían como 40 años —hasta los que tenían 20—, que es la edad en la que uno empieza a buscar un acomodo para de hoy en adelante, alejado del barullo y del bullicio de la crisis y la creación; a buscar su chez moi, algún rinconcito donde seguir trabajando ya más a la segura, menos a la intemperie, y entonces, todos se pusieron a inaugurar nichos (que es la misma palabra que nido) que, dadas las épocas, fueran por una parte lo suficientemente posmodernos para que siguieran teniendo actualidad durante un rato más o menos largo, y por la otra lo suficientemente estables como para que no se les desmoronaran a la mitad de la carrera; o sea, como nichos de expertez lo suficientemente especializados como para que nadie llegara a deshacérselos a la primera, o sea, con ciertas dotes de marca registrada o copyright, incluso con siglas, como logos para posicionarse en el mercado (Cfr. Billig, 2013): surgieron, brotaron, se afincaron nombres de teorías, corrientes, ideas con ganas de quedarse; hubo de todo: giro afectivo, giro hermenéutico; postestructuralismo, postcapitalismo (los conservadores son más recatados para sus prefijos de combate: usan neo-, como neoconservador o neoliberal). Y luego, así sucesivamente, además de cyborgs, rizomas, actantes, parásitos, extituciones; teorías feminista, poscolonial, queer; y en suma, nichos, despachos, cubículos, discursos, amigos, donde cada uno de todos los psicólogos sociales se puede colocar para seguir ya sin sobresalto hasta el próximo milenio haciendo aquello con lo que se encontró más a gusto y que los demás digan misa. Seguramente es un exceso que hay que tomar con una pizca de sal, pero se puede decir que los psicólogos sociales, ésos que al principio no saben nada de nada, ya se encuentran en posición de saber todo de algo.

Y entonces, más o menos en estas circunstancias, es que aparecen en la psicología social los libros, que pueden ser manuales o no, no ya colectivos, sino más bien gregarios, que, igual, están escritos por muchos autores, pero que, mientras que los colectivos se debían a que todos querían entrar en la discusión, en los gregarios cada quien va por su lado sólo que todos juntos. Para que se capte la diferencia, el proceso de producción de un libro gregario es que, pongamos, hay un cierto presupuesto, o un congreso, y una necesidad de engrosar el curriculum vitae, y en una de ésas, por lo común en una plática de sobremesa, por lo común a dos, se les ocurre hacer un libro colectivo sobre tal o cual cosa: los coordinadores, a la hora de hacer la lista, piensan que Fulanito de Tal, tal vez, quizá podría escribir sobre cierto tema, que lejanamente se parece a lo que él hace (por decir, a Fulanito de Tal le gusta el futbol, entonces se le puede pedir un capítulo sobre psicología social del deporte, o sobre cricket y exclusión social, total también es deporte), así que se lo solicitan, y Fulano de Tal responde que por qué no mejor escribe uno sobre el juego de pelota en los aztecas desde el punto de vista de los sacrificios humanos. Y al último entrega cualquier cosa que ya tenía escrita (verbo y gracia: el sistema de salud y el locus de control). Y de similar manera el resto de los autores. Al final lo que queda son unos revoltijos de chile de dulce y de manteca con portadas feas y ediciones que parecen informes de oficina, que el día de la presentación lo presentan como libro colectivo.

4 Lo psicosocial de la psicología social

A comienzos del siglo XXI se cayeron las torres gemelas y ahora sí los norteamericanos dijeron que sí existían los onces de septiembre, cosa que los latinoamericanos ya sabían desde 1973 (y los catalanes desde 1714), y con ello, al consumismo desaforado siempre alegre se le agregó el miedo, y el neoliberalismo, al que siempre le había atraído el capricho como su estilo de vida, hubo de añadir a tanta felicidad el orden, el control, la vigilancia, la seguridad, como parte de sus negocios, entre los cuales estaban las universidades, a las que el control entró en la forma de evaluaciones, puntajes, auditorías, y a los académicos los hicieron trabajar de entonces en adelante como si fueran empleados de Microsoft o de Apple, o sea, dizque sonrientes y distendidos, pero estresados y a marchas forzadas cumpliendo con su trabajo de ventanilla donde atienden tesis, exámenes, asesorías, comisiones y otros encargos, y, en horas oscuras sacando a destajo su mercancía: artículos, ponencias y otros productos tangibles y verificables, siempre amenazados, muy amigablemente y por su propio bien, por la competencia y el subempleo. Uno es al mismo tiempo el cocinero y el mesero de este restaurante donde el negocio es el turismo. Y, en fin, por decirlo de algún modo, el mundo se ha vuelto demasiado interesante.

Con todo, da gusto decir que, si al comienzo de la historia de las cuatro o cinco últimas décadas de la psicología social podía anticiparse la redacción de un final —como siempre— desgarrado y pesimista, la conclusión, para sorpresa propia, es la otra: Hoy en día los psicólogos sociales tienen una disciplina enormemente enriquecida, por la cantidad de lecturas de tantos libros y autores provenientes de todos los saberes, por las múltiples, inacabables y divertidas discusiones y conversaciones sobre psicología social y cualquier otro tema; y, especialmente, por el hecho de que nadie tiene la razón, lo cual es la mejor noticia, ya que, al final, la psicología social no terminó en una nueva ortodoxia que todos acataran y con la que todos se aburrieran y perdieran la chispa de los ojos, sino con el acontecimiento de que parece ser una disciplina paradójicamente sólida y consolidada pero a la vez no canónica, ni dogmática, esto es, que todavía se puede decir lo que cualquiera tenga a bien decir al respecto, sin que nadie le diga que eso no se hace así, o, dicho en otros términos, todavía debe ser una disciplina teórica ya que todavía nadie sabe exactamente qué es. Es decir, que mientras otras disciplinas ya tienen que ponerse a enseñarlas o aplicarlas o rentabilizarlas, aquí, en la psicología social todos todavía pueden (arañándole tiempo a los deberes y a los familiares y a los fines de semana) sentarse a pensar qué es lo que estudian. Y si hubiera tiempo para pensar, la sociedad mejoraría.

La psicología social en estos años ganó mucho; concretamente, tres cosas: primera, la terceridad; segunda, la desdisciplina; tercera, una posibilidad.

La primera, la terceridad: Quién sabe si la hayan tomado de Peirce o de Hegel o de la Santísima Trinidad, pero el caso es que la realidad de la terceridad no solamente se planteó, sino que se produjo: le brotó como medioambiente, como aire que respirar, toda vez que si la psicología social iba a ser algo, tenía que ser en una terceridad: la idea de terceridad no es la de un término medio o lo que está entre dos extremos, ni tampoco un promedio, ni una bisagra —como se decía al inicio de la crisis— entre sujeto y objeto, o entre individuo y sociedad o entre psicología y sociología, ya que en rigor eso es mera empiria, y la terceridad no es empírica. Ciertamente, la psicología social no es una ciencia empírica en el sentido de que hay allá afuera, en la realidad física o social, un campo que ocupar, un territorio que adueñarse, una cosa o un problema que ponerse a investigar. Más bien, la terceridad se tiene que fantasear, imaginar, inventar. No se trata de averiguar qué es la psicología y luego qué es la sociología, y luego, eureka, sumando o restando o promediando o algo así saber qué es la psicología social, porque de esa manera siempre se anularía.

La idea de fondo de la terceridad es que, estando ya la realidad completa, estando ya todo constituido e instituido, teniendo ya consignado lo existente y por ende sin lugar para nada más, así las cosas, poder plantear algo que no está considerado dentro de todo eso y que, sin embargo, exista y sea real. Y parece que el término terceridad es adecuado porque es algo que no es lo que se dice, ni tampoco lo contrario: no es algo ni su opuesto, sino otra cosa, un tercero, que no se rige por la lógica ni de lo positivo ni de lo negativo, ni de lo objetivo ni de lo subjetivo, sino por otra, propia, suya, independiente.

Así, pues, la psicología social no es una rebanada del pastel que se reparten los académicos para que a todos les toque un cachito de presupuesto, sino que es un heurístico: la heurística, palabra que viene del griego pero que es moderna, tiene la curiosidad de que significa literalmente encuentro, pero que se refiere más bien a la búsqueda, o sea: encontrar como forma de buscar, y, en efecto, se refiere al encuentro de una zona, u objeto, o idea, que no se sabe si existe (o se sabe que no existe) pero que permite ponerse a buscarla, a escudriñarla, y con eso, terminar por inventar lo que no existía, que no es lo que se buscaba ni lo que no se buscaba, sino algo tercero. La piedra filosofal es un heurístico; también los príncipes azules.

Este no lugar donde quedarse a vivir es lo que se denominó, al principio la psicología social, como puerta giratoria, que al parecer es una región autónoma, esto es, que no es el paso de un lugar a otro, como da a menudo la impresión, sino que en sí misma es el lugar de partida y de llegada —giratoria, pues—, o donde quedarse. Pero que tiene el riesgo empiricista de que si uno se descuida tantito, la puerta lo avienta ya sea para la sociología, que, según toda apariencia, de lo que se trata es de averiguar cómo se constituye lo social, o para la psicología, en donde la verdad parece que no hay nada excepto una serie de individuos ahí parados, con cerebros, información, conductas, trastornos de atención e hiperactividad, pero sin tema para constituir una disciplina, aunque, según toda apariencia también, como se verá en la siguiente página, sí lo tenían, pero no supieron qué hacer con él.

La segunda cosa, la desdisciplina: Si en vez de salir los psicólogos sociales de su puerta giratoria donde se han inventado a sí mismos, a la puerta giratoria le empiezan a entrar elementos de afuera y más allá, se convierte técnicamente en una licuadora, que mezcla todo lo que cae en ella; y algo así son los libreros, repisas, estantes, rimeros, descargas y tablets de los psicólogos sociales, que están repletos de libros que no les competen, de libros ajenos, ya sean de teoría social, historia, novela, física cuántica, periodismo y demás ingredientes que entren en la licuadora; si faltan algunos libros, por lo común son los de psicología por esa razón ya fácil de entender, e incluso de psicología social, por simple descuido. Y es que desde el inicio de la crisis todos los psicólogos sociales se fueron acostumbrando como modus vivendi a hacer lecturas que vinieran de no importa dónde, lo cual de paso los volvió cultos, algo insólito en las lides académicas, y al final del día ya se les han vuelto propios, y pueden leerlos sin darse cuenta de que no son de su especialidad, porque los psicólogos sociales no son lectores especializados, sino precisamente desespecializados, y no es que no sepan qué leen, sino que saben perfectamente que casi cada libro, cualquier libro, hasta los de cocina, hasta Corín Tellado, es de psicología social, porque su lectura lo transforma en eso. Los disciplinarios se miden por todo lo que no les importa, que es mucho; los desdisciplinarios porque le interesa hasta lo que no les importa.

Y se entiende: si la psicología social no es una ciencia territorial, en donde en efecto cada paso más allá de sus límites se juzga como una invasión de campos, porque así es la geografía política y así son los botines, entonces, en rigor, la psicología social no conoce sus propias fronteras, porque éstas son las de lo que le interesa y en ciertos casos parece no tener límites; y así, estrictamente hablando, la psicología social nunca se está metiendo donde no debe, aunque sí donde no la llaman, porque la idea de desdisciplina no es la de meterse en otros territorios, sino la de deshacerlos, empezando por el mismo campo de la psicología social. Y esto, esta desdisciplina congénita, nacida en una noche de pesadilla de 1972, la convierte automáticamente en capaz de filosofía, tanto porque si la psicología social es crítica, esto es reflexiva y autorreflexiva, que piensa en sí misma y se pregunta cosas al respecto, ello la hace que se ponga filosófica, entendido en el sentido más original y coloquial del término —en el sentido en que los niños son filosóficos, y en el sentido en que la filosofía analítica ya no lo es—: filosofar ha de ser el acto de decir todo lo que se pueda decir, lo más que se pueda decir, de algo, sin romperlo en pedacitos como lo hace la ciencia: ponerse filosófico es muy parecido a ponerse pensativo, cavilante, reflexivo, meditabundo, cuestionador, filosófico pues. En fin, tanto por esto como porque la filosofía es de suyo y desde siempre, y por lo menos hasta el siglo XVIII, un conocimiento descaradamente desdisciplinario, ya que se aboca, sin tapujos, a toda la vida y a todo el mundo, y por lo tanto se arroga el permiso de tematizar cualquier asunto que le interese. Por ello pudo alguna vez haber filosofía de la naturaleza o de la sociedad. Tal vez otra manera de decir que la psicología social es filosófica es diciendo que es literaria, en el sentido en que los novelistas, poetas y periodistas se permiten saber del tema que desean tratar, sea política, futbol o narcotráfico, sin que nadie les pueda decir que eso no es del campo de su especialidad.

Y después de esto, ya los psicólogos pueden discurrir sobre temas que, desde una perspectiva disciplinaria, ya sea inter, multi o trans-, les dirían que esos son territorios de la sociología, la historia, la antropología, la música, el urbanismo, la estética, la filosofía o la psicología, aunque, hagan lo que hagan, también siempre les dirán que eso no es disciplinariamente psicología social.

Tercera cosa, una posibilidad: esta puerta giratoria que resulta siempre una licuadora, esta terceridad desdiciplinada, parece ser más bien una intemperie, sin norte y a merced de los meteoros, y por ello, la psicología social quizás necesite una frase que la ampare, que la cobije: Por ejemplo: ésta: la sociedad es un pensamiento (la realidad es una conciencia, el mundo es una comprensión, por ejemplo), que debe significar a la letra que la ciudad, con sus barrios, sus gentes, sus quehaceres, sus memorias, no son sólo eso, sino que son en conjunto la configuración de un pensamiento. La frase no es demasiado extraña: James Jean, el físico teórico, dice que el universo se comporta como un pensamiento; Darwin dice que los instintos son la mentalidad de los animales; y bien vista, la historia describe a la sociedad como si fuera un pensamiento, razón por la cual la puede narrar. Lo más extraño de la frase sería que hace aparecer, de repente, a la psicología, ésa a la que ni se le invitó ni se le espera, porque en las últimas cuatro o cinco décadas la psicología social crítica se había decantado públicamente por la sociología y las ciencias sociales, y había desdeñado olímpicamente, por razones de todos conocidas, a la psicología, que lleva su mismo nombre; y resulta que al final de la historia se vuelve a aparecer.

Según se vio, los psicólogos sociales hablan con bastante gusto del conocimiento, pero quién sabe por qué no conectan conocimiento con pensamiento: la razón es que de algún modo la palabra pensamiento remite a la psicología, y los psicólogos sociales prefieren distanciarse de la psicología. Pero la verdad es que, lo que la psicología general hizo con el pensamiento, obligaría, por elemental humanidad, a salvarlo de sus garras, ya que lo que la psicología general, normal, canónica y dogmática, hizo con el pensamiento, fue convertirlo en una protuberancia mental que les sale a los cerebros, y que al manosearla la redujeron a la infortunada noción de inteligencia que solamente se ocupa de la ingeniería de realización de tareas, consecución de metas y resolución de crucigramas, algunos muy difíciles, es cierto. No hay sitio ni tiempo —ni capacidad ni pertinencia— para desarrollar una disquisición sobre el pensamiento, pero, de entrada —y de salida—, puede decirse de él que es algo —quién sabe qué— que está alojado en todas partes, en las ideas, en las cosas, en los cerebros —si se quiere—, en el lenguaje, en las relaciones, en las obras —de arte, de gobierno, de urbanismo, de caridad, de lo que sea—, pero que siempre es algo que sorprende, que cambia, que sale con domingo siete, que es inesperado, que tiene su propio albedrío, que después de todo lo que se diga de él, todavía no es eso porque siempre resulta ser algo diferente y sorpresivo, o, en suma, que no se puede predecir. Pero que, al mismo tiempo, no obstante, no es un azar, una aleatoriedad al tuntún, sino que registra continuidad e ilación, como si en efecto tuviera una coherencia y congruencia que pegara unas partes con las otras en un solo mismo pensamiento; o, en suma, que aunque no se puede predecir sí se puede seguir. Una maraña que tiene madeja.

Eso que sea el pensamiento es algo que no se puede separar de sus componentes, que no puede deslindar el proceso —pensar— del resultado —pensamientos—, ni aislar sus causas y sus efectos, ni dividirse en ideas, imágenes, palabras, símbolos, significados, sujetos y objetos. Si se puede hablar, por ejemplo, del pensamiento del siglo XXI, de corrientes de pensamiento, de pensamientos escritos en papeles, de lógicas de pensamiento, de pensamiento mágico, de un pensamiento práctico, de que el arte, las ciudades o los gestos expresan los pensamientos, de pensamiento social, de pensamiento científico, de pensamiento cotidiano o del pensamiento de la psicología social, entonces, el pensamiento que pueda pensar la psicología social no puede ser para nada el pensamiento que se halla en ciertos individuos, casi se diría, un pensamiento que alguien tenga que pensar, sino, más bien, un pensamiento como realidad autónoma, un pensamiento por sí mismo, un pensamiento completo, total. Un pensamiento como catedral gótica. Una entidad suspensa en el mundo, que a veces se puede aprehender en el conocimiento, pero las más de las veces se pasa como la vida: ese flujo sin pausa hecho de palabras, imágenes, actos y cosas en el que vamos envueltos todos. De no saber nada de nada, a la mejor con esto los psicólogos sociales alcanzan el estatus de ser los que saben algo de todo.

Pero entonces, lo que ya no sabría decir la psicología social, es cuál es, o qué es, una psicología individual, porque los individuos, o las personas —suena mejor—, no sólo lo que piensan ni cómo lo piensan ni con qué lo piensan, sino sus cuerpos mismos y su ropa y demás adminículos, ya estarían formando parte del corpus completo del pensamiento total, que es de verdad el único objeto que puede tener la psicología, y que es social. Y no solamente incorpora a los individuos de la psicología individual, sino que nos incluye a nosotros, los que en estos momentos estamos pensando qué diablos es el pensamiento, lo cual implica que el pensamiento —como cualidad intrínseca— es algo que nunca termina, o que es trascendente, que se rebasa a sí mismo, porque hay algo que siempre se escapa al pensamiento, a saber: el pensamiento que lo está pensando, porque, aunque se le incluyera, siempre seguiría restando el pensamiento que decidió incluirlo, pero que obviamente no está dentro de lo incluido, y así sucesivamente: siempre hay un pensamiento que no queda dentro de lo que se piensa, un resto de pensamiento que excede al pensamiento mismo. Cuando uno se pregunta qué es el pensamiento, por el solo hecho de preguntarlo, ya no puede responder, porque uno mismo se queda atrapado en la pregunta. O algo así tan filosófico. O sea, en suma, el pensamiento es lo que hace doler la cabeza.

Y primera, segunda y tercera cosas todas juntas: es bonito que exista algo que se llame psicología social, pero parece que eso de que sea una desdisciplina y al mismo tiempo se ocupe de algún objeto de estudio, como el pensamiento o cualquier otro, tiene un poco de contradictorio, y no obstante, da la impresión de que se necesitan las dos cosas porque si no la psicología social, ésta, la de todos los psicólogos sociales, se rompe; y es bonito que exista. Si se ejerce a lo torpe lo de tener un objeto de estudio, tratando de encerrar el pensamiento —o lo que fuera— dentro de una disciplina, ésta, más temprano que tarde, se especializaría, con los resultados nefastos que ya se conocen; y esto a ningún psicólogo social le gustaría. Y al revés, si se ejerce la desdisciplina a lo tonto, tan quitada de todas las disciplinas que ni siquiera dejara a la misma psicología social, ésta simplemente dejaría de existir. Y es bonito que haya algo que se llame psicología social.

Probablemente, por la única razón de que todos los psicólogos sociales lo queremos, no se trata de desaparecer a la psicología social. Sino que preferimos que dure como un corpus de conocimiento o lo que sea. Pero, sobre todo, no se trata de establecer un canon, un código, ni siquiera una jerga oficial como credencial de membresía. Simplemente, o tercamente, de lo que se trata es que haya algo que permita reconocer que eso es psicología social, aunque no se sepa en qué consiste o cómo se reconoce, ni lo sea sólo porque se citen a los mismos autores o cosas así. Tal vez se trata de ponerse a leer, hablar o escribir de cualquier tema, pero que siempre se viera ese tema como si fuera un pensamiento. A los grupos se los puede mirar como si fueran una sociedad, como harían los sociólogos, pero también se los puede mirar como si fueran un pensamiento, y eso harían los psicólogos sociales; a las modas se las puede ver como si fueran una mercancía o un cobijo o una presunción, pero se las puede ver como si fueran un pensamiento. Una ciudad puede ser un emplazamiento geográfico, pero puede ser un pensamiento; a los barrios, las conversaciones, los géneros, la publicidad, se los puede mirar como conglomerados, luchas, danzas, economía, naturaleza, política, poder, etcétera, pero se los puede ver como siendo un pensamiento. Con esto, la psicología social se volvería aquella mirada que mira todo como si fuera un pensamiento, aunque al pensamiento mismo no sepa cómo verlo, porque, en esta posibilidad, el pensamiento no es un objeto de estudio, una cosa ahí que investigar, sino que es una especie de atractor, es decir, algo que está quién sabe dónde, pero que nos funciona como centro de gravedad y que hace que todo lo que pueda reconocerse como psicosocial es aquello que, de algún modo, muestre la presencia o existencia, lejana o cercana, cierta o incierta, distinta o borrosa, de un pensamiento. O sea que la definición de la psicología social se parece a la de Dios (en la edad media, y a la del universo en el renacimiento): una esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna.

Y una cuarta cosa: cuando se dice con autosuficiencia —o con posmodernidad— que la psicología social no sirve para nada, se la está inscribiendo en el terreno de las ciencias —que sirven o no sirven—, pero las humanidades, ni sirven ni no sirven.

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