Miedo y seguridad. Dispositivos de la contención conservadora y de la modulación neoliberal

Fear and security. The dispositive of conservative containment and neoliberal modulation

  • Antón J. Fernández de Rota Irimia
  • Carlos Diz
La crisis global de los años 1970 se llevó por delante el sistema internacional establecido en Bretton Woods, dinamitó la confianza en el modo de regulación keynesiano y sumió al Estado de Bienestar en un largo proceso de reforma, conducido a través de la doble vía de la privatización y la empresarialización de sus estructuras y procedimientos. El welfare keynesiano fue un inmenso aparato securitario. Tras dominar las llamadas “décadas doradas” del siglo XX, otro dispositivo securitario bifronte se ha hecho fuerte. Sus dos rostros responden respectivamente a la lógica del ethos neoliberal y al pathos neoconservador. Nuestro objetivo consiste en delinear una crítica general de este dispositivo. Precisaremos las diferencias entre las dos partes de la máquina y resaltaremos tanto sus mutuas incompatibilidades como la solidaridad estratégica que fraguan en ciertos puntos. Para comprender el dispositivo, como veremos, el miedo deberá ser ubicado en el centro del análisis.
    Palabras clave:
  • Miedo
  • Seguridad
  • Neoliberalismo
  • Neoconservadurismo
The global crisis of the 1970s dismantled the International System established in Bretton Woods, dynamited confidence in the Keynesian mode of regulation and plunged the welfare state into a long process of reform, conducted through the double way of privatization and the entrepreneurization of its structures and procedures. Keynesian Welfare State was in itself an immense security apparatus. After dominating the so-called “golden decades” of the 20th Century, another double-faced security device has become strong. Its two faces respond respectively to the logic of the neoliberal ethos and to the neoconservative pathos. This article aims to outline a general criticism of this device. We will clarify the differences between the two parts of the machine and highlight both their mutual incompatibilities and the strategic solidarity that they forged in certain points. To understand this device, as we shall see, fear must be placed at the center of the analysis.
    Keywords:
  • Fear
  • Security
  • Neoliberalism
  • Neoconservatism

1 Introducción

La crisis de la década de los 1970 supuso una drástica reconfiguración del ordenamiento planetario. Sacudidas por las continuas luchas coloniales y por la larga marcha de la descolonización iniciada tras la Segunda Guerra Mundial, las economías japonesas y del Atlántico Norte chocaron las unas contra las otras ya en los años sesenta, cuando la reconstrucción postbélica quedó finalizada. Las economías exportadoras, niponas y germanas, entraron en competencia directa con su acreedor americano, productivamente excedentario: en el 1945 casi los dos tercios de la producción mundial salían de este país (Hobsbawm, 1995/2000 p. 261). EE.UU. reciclaba sus excesos de liquidez y productos a través de la triangulación con Europa y Asia. Una vez saturados los mercados, la supresión del patrón oro y de su convertibilidad en dólares dio la primera estocada, si acaso un golpe mortal ya en el 1971, al sistema económico internacional acordado en el 1944 en Bretton Woods. Con el desafío de los países de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) y el súbito encarecimiento del crudo, con la economía sumida en una continuada estanflación y los movimientos sociales y los sindicatos redoblando en Occidente sus demandas, el modelo nacional de regulación keynesiana, sustentado sobre los principios del Estado de Bienestar, hizo aguas durante la segunda mitad de los setenta y los primeros años de la década de los ochenta. De esta manera sucumbieron los dos grandes aparatos de seguridad implementados por las potencias euro-norteamericanas: el welfare nacional y el sistema de reciclaje internacional.

Desde entonces se produjo un rápido proceso de deslocalización industrial y una drástica financiarización de la economía, así como una serie de ofensivas políticas destinadas a reducir y reformar en esencia el Estado social. Este artículo tiene por objeto el análisis y la crítica de los aparatos securitarios que han cobrado fuerza en la región del Atlántico Norte a partir de aquella crisis. Nos limitamos a estudiar dos: el dispositivo que llamaremos neoconservador, que es movido por un pathos que encuentra su sentido en la contención y la conversión de las materias políticas en fenómenos que entiende desde el punto de vista de la guerra; y el dispositivo neoliberal, que se acomoda a la lógica del control-por-modulación, siendo avivado su ethos por la empresarialización subjetiva y el tratamiento económico de las cuestiones políticas y sociales. Ambos dispositivos son heterogéneos, incluso antagónicos, y no obstante una y otra vez han llegado a firmar acuerdos. Nuestra intención consiste en precisar sus diferencias al tiempo que mostramos su carácter solidario en ciertos puntos estratégicos.

Por supuesto, no son estas dos las dos únicas máquinas securitarias vigentes. Por más que debilitado y fuertemente cuestionado, el welfarismo está lejos de desaparecer, y aunque tanto desde el lado conservador como desde el liberal se intente minarlo y transformarlo, es mucho lo que pervive de los formatos ideados a mediados de la pasada centuria (Garland, 2016; Pierson, Castles y Naumann, 2000). De igual modo, podría

ser rastreada la emergencia de formas securitarias que fugan más allá de la tríada hasta aquí mencionada.1 El colectivo Tiqqun (2001/2015; también Comité Invisible, 2014), por ejemplo, ha creído ver nuevas formaciones saliendo del embrión de la cibernética, ensambladas en una suerte de “poder logístico”. En este sentido, concluyen que “a partir de ahora, el liberalismo es solamente una justificación remanente, la coartada de un crimen cotidiano perpetrado por la cibernética” (Tiqqun, 2001/2015 p. 65).

Lo que está en juego, para estos críticos, es una transformación de la subjetividad, de la economía y las tecnologías, algunas de las cuales —como el big data y el Internet de las Cosas, la simulación de escenarios, el profiling, etc.— también serán tenidas en cuentea en nuestro texto. Aunque coincidimos en que, después del ya bastante viejo “nuevo liberalismo” —su momento fundacional tuvo lugar en el 1938 (Dardot y Laval, 2009/2013)— las maquinarias del poder ciertamente no han dejado de mutar, discrepamos en cuanto a considerar los «viejos» aparatos como meras justificaciones. Por el contrario, a lo Michel Foucault (2004/2006), asumimos un pluralismo. Asumiendo esta pluralidad, trataremos a continuación las aventuras de los dispositivos neoliberales y neoconservadores en tiempos recientes, tomando la temática referida al miedo como el hilo conductor del análisis.

2 Contención, bloqueo y represión

Fortificar, amurallar, levantar muros y fortalezas: la segregación sistemática mediante las arquitecturas ostentosas de la violencia se riñe con el buen uso de la inteligencia en política, o al menos así lo creía Nicolás Maquiavelo. Son conocidas sus críticas al respecto. Dentro del espacio acorazado se gestan los miedos que, proyectados hacia fuera, descargan sus efectos sobre quienes dirigen sus odios contra el muro que los enfrenta. No es que las fortificaciones sean inútiles, es que resultan contraproducentes cuando se las levanta para proteger al príncipe de su pueblo: estar fortificado “te hace más rápido y dispuesto a la hora de oprimirlo, y esta opresión enciende a tus súbditos y los pone en disposición de causar tu ruina” (Maquiavelo, 1531/2012 p. 274). El florentino llegaba a cuestionar incluso la utilidad defensiva de las barreras empleadas contra los enemigos externos. Nunca sirvieron de gran cosa, afirma, aún menos cuando el horizonte se ve poblado por las sombras de la artillería. La mejor defensa es una buena política. La fortificación es el signo de su ausencia: “mientras Roma vivió libre —escribe, sin duda idealizando el pasado— y siguió sus ordenamientos y sus virtuosas constituciones, nunca edificó ninguna para conservar una ciudad o una provincia, sino que, al contrario, las libró de las que ya estaban edificadas” (Maquiavelo, 1531/2012, p. 274).

Pero las críticas y consejos de Maquiavelo parecen haber caído en el olvido hoy. Durante las últimas décadas la ingente industria securitaria se ha dedicado a erguir un muro tras otro. El trazado de la globalización perfila, a la manera descrita por Olivier Razac (2009/2015), Wendy Brown (2010/2015) y Stephen Graham (2011), una topografía escindida por construcciones que se extienden sobre el territorio por cientos sino miles de kilómetros; como en el conjunto de muros, rejas, chapas corrugadas, rollos de concertina, drones y sensores desplegados a lo largo de más de la tercera parte, mil doscientos kilómetros, de la frontera que separa México de los Estados Unidos. Cada vez hay más muros entre los Estados y en el interior del territorio soberano que una vez se quiso liso y homogéneo. Muros incluso dentro de cada hogar, protegidos los usuarios por anti-virales y firewalls virtuales que no cesan de advertir acerca del peligro de estar siendo espiado por el big data o infectado por el malware, interrumpiendo a cada poco, este software policial, la navegación por el ciberespacio.

Buena parte de los amurallamientos contemporáneos comparten una característica. Los envuelve una teatralidad perversa. La seguridad que escenifican porta consigo los detonantes que expandirán la inseguridad. Los muros fronterizos nacionales son el anillo superior de un complejo anular mucho más fino. Las fronteras amuralladas entran también en las ciudades. Algunas son circunstanciales, como las vallas con las que se pretendía mantener a los activistas fuera de las Zonas Rojas en las que el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio celebraban sus cumbres. Otras quisieran permanecer donde están. En el marco de la lucha contra las bandas y las drogas, en Padua fue levantado el muro de la vía Anelli para segregar uno de los barrios a los que iban a parar los migrantes. Aquel muro cayó, las poblaciones católicas y protestantes siguen no obstante separadas en el Ulster. En São Paulo un famoso muro se levanta entre el barrio de favelas irónicamente llamado Paraisópolis y el lujo de sus vecinos, que en cada terraza cuentan con piscinas y, a ras de suelo, canchas de tenis pegadas a la muralla. La Sudáfrica post-apartheid no está libre de estas segregaciones acompañadas de los checkpoints que alcanzan el paroxismo en tierras palestinas. Una similar escenografía bélica fue llevada hasta las capitales globales, como efecto boomerang de lo ensayado en la postcolonia. Tras los ataques del 11-S colocaron en el centro de New York y de Washington jersey barriers similares a las empleadas en Bagdad por el ejército. Más recientemente las tropas francesas tomaron las calles de París ante la amenaza terrorista, así como el ejército belga lo hizo en Bruselas.

Los escenarios del miedo salpican la vida cotidiana citadina más allá de eventos puntuales. En este tablero amurallado, el miedo pasa a menudo por el filtro de la cuantificación para ser regulado por los criterios poco sofisticados de la simple aritmética. Como es el caso de los migrantes en las metrópolis occidentales, criminalizados por el mero hecho de ser inmigrantes, por estar en la calle, en éste o aquél barrio (Brandariz, 2010, 2011; Iglesias Skulj, 2011). A un lado y otro del Atlántico se han visto sometidos en varias ocasiones al arbitrio de un cupo mensual de detenciones prescrito a los agentes; y al cupo de razzias contra el top manta del que cada año debe dar cuenta el equipo del alcalde, extraoficialmente, ante los comerciantes de las céntricas calles peatonales de las ciudades europeas.

En los encadenamientos de los temores se despliega y repliega un miedo acorralado en la distancia, recogido en un hueco que se quiere impenetrable: mixofobia, la de los ricos y las clases medias, que se apartan y aíslan en sus distritos-burbuja para no contaminarse (Bauman, 2003/2006, 2016/2016). De este modo nacen y se consolidan a lo largo del planeta otro tipo de fortificaciones, los condominios privados, las gated communities o urbanizaciones enjauladas, y su contrapartida, las no-go-zones, la banlieue, le lieu du ban.2 Toda una trama de microciudades en postciudades (Soja, 2008), celdas en espacios urbanos difícilmente contorneables, casillas, ciudades de muros —para decirlo con Teresa Caldeira (2000/2007)— que salpican la difusa retícula urbana con ciudades fortaleza incrustadas, a la manera descrita por Mike Davis en su estudio de Los Ángeles (1990/2003 y 1992/2001), con una mezcla de disciplina espacial y control difuso, en la aniquilación del espacio común, con la segregación del centro financiero —Bunker Hill— y de las viviendas de sus gestores, lejos de las zonas degradadas.

El relato del miedo urbano así sedimentado en el trazado de la ciudad, implica una serie de conflictos entre las formas de vida y la representación de las mismas. La paranoia alimenta las exigencias securitarias que, a su vez, dando el giro completo en el círculo vicioso, reproducen ampliados los miedos con los que todos, paradójicamente, terminan por sentirse más inseguros. Solución a la desesperada o muy bien calculada: mano dura, como la tolerancia cero que hizo célebre el conservador Rudolph Giuliani para reconquistar el centro neoyorkino, multiplicando en la periferia los focos de ansiedad y los yacimientos del miedo (De Giorgi, 2000/2005). Limpiar la ciudad y fortificarla, un sueño en el que perseveró su sucesor, el alcalde Michael Bloomberg, millonario fundador del portal financiero homónimo: hacer de Manhattan la más grande gated community. Y su pesadilla: el terror bárbaro del que no es posible defenderse mediante una simple política de frontera urbana a nivel del suelo (Smith, 1996/2012), pues llega desde los aires, invocando al dios que no puede ser aceptado por sus víctimas, con la caída de los aviones desde el Nowhere celestial.

Si el temor crece en relación a los peligros foráneos, la represión no se encarniza menos con los “individuos peligrosos” al interior de las naciones. Tanto en Europa como en Estados Unidos el complejo penal ha conocido una notable expansión durante las últimas cuatro décadas (Harcourt, 2011). El temor a lo que puedan hacer los presos que salen de prisión, la lucha contra la reincidencia por la vía de la severidad represiva, la ampliación del número de las causas legales que llevan a alguien a quedar sujeto al complejo universo de lo penal, no consiguen más que multiplicar la cantidad de sujetos a los que temer.

En el Estado español, desde que se inició el colapso escalonado del por lo demás raquítico welfare state, se pasó de 22.802 presos en 1985 a 45.341 en 1993; 71.778 en 2008; más de 76.000 durante el 2010 (Brandariz, 2009 p. 36; Brandariz, 2017, p. 153). En los Estados Unidos eran 391.000 los encarcelados en el 1972 (Bonczar, 2003). A comienzos de la crisis en el 2008 rozaban los 2,5 millones y el número total de aquellos bajo algún tipo de supervisión correccional llegó a superar los 7 millones (U.S. Department of Justice, 2016), mientras el sistema carcelario privatizado demostraba ser un buen negocio (Davis, 2003; Wacquant, 2009). Una misma tendencia, aunque no tan acentuada como la norteamericana, se ha observado en Italia, Francia y el Reino Unido (Harcourt, 2011).

Solo la escasez de fondos durante la crisis y el desvío de la centralidad de los temores, desde la delincuencia cotidiana hacia el terrorismo internacional y los ciudadanos movilizados, han revertido la curva ascendente de la población carcelaria. En los últimos años se ha precipitado hacia abajo tanto en los Estados Unidos como en la media de la Unión Europea (Brandariz, 2017; Colmenero, 2017). Ante la masificación y el descenso de los recursos, hubo que buscar otras soluciones. Desplazar ciertas infracciones —principalmente las relacionadas con el tráfico de drogas— desde lo penal hacia lo administrativo, sancionándolas con multas en vez de con privación de libertad. Lo cual no significa, sin más, un relajamiento de la represión, sino, antes que nada, una apuesta por la reducción del gasto y el aumento de la recaudación, en absoluto contraria a las agendas conservadoras. En España, la Ley de Seguridad Ciudadana aprobada en el 2014, conocida popularmente como la “Ley Mordaza” por su endurecimiento de las sanciones económicas contra los disidentes y la pérdida de garantías que acarrea a los acusados, ejemplifica la lógica punitivo-fiscal, la “buro-represión” (Ávila et al., 2013), priorizada en tiempos de austeridad presupuestaria: recaudar por la vía de la criminalización del repertorio de la protesta —escraches, bloqueo de desahucios, etc.— para atemorizar mediante la multa a quienes no tienen trabajo o temen perderlo. La crisis tampoco evitó los recortes a la libertad de expresión y el encarcelamiento selectivo de ciertos activistas mediáticos —músicos, las más de las veces— con fines ejemplarizantes.

En tiempos de crisis, el negocio del miedo avanza aunando la paranoia de los más ricos con las desgracias de los más pobres, precisamente aquellos dos grupos situados en las antípodas del problema: los que menos y más posibilidades tienen de acabar siendo golpeados de un modo u otro. En Francia el ojo estuvo puesto en la banlieue migrante. En España, la legitimación para la extensión de las medidas punitivas a los activistas —la Ley Mordaza— no gozó de popularidad. Pero el discurso del populismo punitivo se abrió camino. Lo hizo a través de la explotación mediática de crímenes de baja frecuencia cometidos por sujetos altamente triviales. Tuvo especial relevancia el caso de una adolescente violada y asesinada por sus compañeros de barrio en Sevilla a comienzos del 2009. Si durante los siglos XIX y XX el imperialismo occidental avanzó a sangre y fuego por los territorios colonizados con un pretexto humanitario, “salvar (los hombres blancos) a las mujeres de color de los hombres de color” (Spivak, 1985/2010), la guetización y el encarcelamiento masivo, requerido por la paranoia adinerada, se sirve de los casos más abyectos para avanzar ahora salvando a las pobres mujeres de los hombres pobres, a la mujer precaria del hombre precario, resarciendo a unos padres impotentes que, olvidado el welfare y sus discursos penales bienintencionados, prescindiendo asimismo de las políticas sociales y de género, ya sólo saben pedir más mano dura y policía. Los padres se arrimaron al partido conservador para liderar un movimiento por la cadena perpetua, logrando que fuese legislada seis años más tarde.

A este monstruo le declara la guerra el populismo conservador. No busca tanto atenuar las causas como cercenar los efectos con medidas que se tienen —aun sin pruebas al respecto— por disuasorias. Como se sabe, cuando el populismo punitivo triunfa, lo que legisla para los extremos termina siendo aplicado en espectros más amplios. La monstruosidad sirve de coartada. El viejo tema decimonónico del “criminal monstruoso” logra reencarnarse en el precariado trivial de una sociedad de clases medias en decadencia que, precarizada, teme caer ella en la categoría más baja. Explotación de una figura liminal que difumina la separación entre lo normal y lo monstruoso; monstruosidad virtualmente cualquiera, opuesta a la excepcionalidad del caníbal y del depredador sexual del siglo XIX con el cual comenzó la criminología (Foucault, 1999/2001); opuesta de igual modo al psycho killer, a lo Alfred Hitchcock durante el periodo welfarista, interpretado por aquel entonces a través de la grilla analítica del psicoanálisis, atrapado conceptualmente en la panoplia de terciopelo normalizador compuesta por el conjunto de servicios del bienestar (Valverde, 2006). Ahora el monstruo criminal, trivial y anodino, toma la forma de una sociabilidad universal saturada de sexo ciberespacial disperso, falta de expectativas laborales y degradación institucional generalizada.

3 Control, modulación y conducción

Los muros, la segregación, las políticas de “tolerancia cero” y el caso de la niña violada ejemplifican un polo del dispositivo securitario, su componente populista-conservador, o simplemente, neocon. Cada caso mediatizado por esta vía es una inyección de miedo aderezado con el tipo de resentimiento denunciado en su momento por Friedrich Nietzsche (1887/2007), la reivindicación como propios de los valores del amo, ahora funcional a los intereses de los acaudalados y temerosos amantes de lo carcelario. Los propios depauperados se movilizaron en Sevilla y en el resto de ciudades aplaudidos por el partido en el gobierno, para exigir la propia represión de su clase y de sus barrios. La forma de pensar de las gated communities, el cerebro moldeado por la “comunidad” sin-común que se encierra en sí misma y encapsula a cada cual en su casilla —antítesis de la utopía en red de los hackers con la que arrancó en Europa el movimiento de los indignados y Occupy Wall Street al otro lado del Atlántico (Diz, 2013; Fernández de Rota, 2013)— se esfuerza por asumir el mando.

Ahora bien, más allá del viejo welfare y junto a este componente conservador hay que precisar un elemento irreductible a este último, si bien entre ambos se fraguan continuas alianzas, y que propiamente podríamos llamar “neoliberal”3, en el sentido de las políticas públicas diseñadas a partir de las ideas de las escuelas austríaca, de Chicago y de Virginia.4 La gestión neoliberal del miedo se contrapone en numerosos puntos a la conservadora. No pide más represión y encierro. Tampoco cimienta su política con los ladrillos de la moral. No es la guerra del bien contra el mal, como la de George W. Bush o el Tea Party, sino una pragmática fundada en el cálculo económico. En lugar de reclamar más mano dura y más encierros, busca obtener el máximo resultado a través de la mínima coacción. Acondiciona el medio, es decir, los recursos materiales y las normas del juego de la ley y el orden, y regula el sistema de premios y castigos para modular los estímulos y a través de ellos las conductas, a partir de una racionalidad económica: extrapolación del análisis de la oferta y la demanda para diseñar y ejecutar las políticas sanitarias, educativas y penales; auditorías y análisis de costes-beneficios para hacerles seguimiento y evaluarlas.

El neoliberalismo es fruto y a su vez productor de todo un nuevo conjunto de conocimientos. Si el neocon vive aún en una Sociedad de la Moral que comprende desde el prisma de las guerras —la guerra contra la droga, contra el crimen, el choque de civilizaciones, las guerras culturales— el neoliberal vive en una Sociedad-Empresa donde todos, para decirlo con Foucault, devienen o son tratados como empresarios-de-sí de facto o en potencia: sujetos que invierten en sí mismos, en su yo como si fuese una empresa, y exigen los medios necesarios para realizar esta inversión en su “capital humano” y auto-monitorizarse (Foucault, 2004/2007). Pat O’Malley (2000) habla de un “prudencialismo del emprendimiento”. El sujeto prudente neoliberal minimiza su exposición al daño realizando inversiones de todo tipo. Inversión en fondos de inversión, en seguros privados, en planes de jubilación, en seguros médicos, más o menos onerosos, con chequeos médicos rutinarios siempre acompañados de índices de riesgo a contraer una enfermedad hereditaria, a desarrollar el feto tal enfermedad durante el embarazo. Inversión de “x” cantidad de dinero, tiempo y energías en la elaboración de su curriculum vitae, para eludir la precariedad o el paro, asumiendo préstamos para realizar este o aquel otro estudio o para poner en marcha este o aquél otro emprendimiento, valorando los riesgos de endeudamiento y de bancarrota personal, y si lo esperado compensa, asumir las posibles eventualidades (Brökling, 2007/2016; Brown, 2015; Lazzarato, 2013/2015; Mirowski, 2013).

En la vida metropolitana el prudencialismo pasa por minimizar la inseguridad, entendida también como una variable zonal, determinada, entre otras cosas, por el nivel de renta, y por tanto marcadora de diferencias. Valga decir que “tiene menos que ver con la protección que con el grado de aislamiento personal en los entornos de residencia, trabajo, consumo o viaje, respecto de los grupos e individuos indeseables” (Davis, 2003 p. 194). Este aislamiento material y subjetivo no es menos el resultado de una dinámica espacial que el de una representación mediante el lenguaje, constructora de categorías y sujetos a los que temer (Caldeira 2000/2007). Los individuos peligrosos o indeseables, los individuos estereotipados a los que se les adjudica también un índice de riesgo para el orden estatal y ciudadano, han de ser constantemente identificados y puestos en aviso mediante técnicas dispares que no son tanto de encierro como de cercamiento: law enforcement alrededor del sujeto y su barrio, implementado luego de conocer las probabilidades de infracción, y una vez calculado el coste de emprender dichas acciones.

Las disimetrías se incrementan mediante la distorsión reflejada en las láminas porosas que regulan los accesos, valiéndose de una conjunción feroz de cálculo de probabilidades y posibilidades, diseño urbano, arquitectura y maquinaria policial. Las viejas “instituciones totales” (Goffman, 1961/1970) características de lo que Zygmunt Bauman (1999) llamó la “modernidad sólida”, las instituciones disciplinarias —cárcel, hospital, fábrica, escuela— del panoptismo decimonónico (Foucault, 1975/2005), tienden a ser reconfiguradas por formas de control abierto, flexible, continuo y modulable: “como una suerte de moldeado autodeformante que cambia constantemente y a cada instante, como un tamiz cuya malla varía en cada punto” (Deleuze, 1977/1999 p. 279). Así como la empresa sustituye a la fábrica, y la temporalidad en la contratación laboral al trabajo asegurado, así como la mentalidad del emprendedor se impone sobre la funcionarial —incluso lo hace, desde los años noventa, en la función pública, con el New Public Management— y de la misma manera que buena parte del sistema carcelario expandido deviene portátil con las pulseras magnéticas y las “celdas” externalizadas por el arresto domiciliario, las fronteras proliferan a lo largo y ancho de un tamiz de geometría variable que organiza dinámicamente el espacio: son levantadas en cualquier lugar, en cualquier momento, manifestándose en un instante allí donde no estaban para luego desaparecer, según los requisitos de la retícula del control por modulación (Ávila y Malo, 2007).

Gilles Deleuze (1977/1999) bautizó esta realidad como la Sociedad de Control. En ella la modulación de los estímulos negativos y positivos, plural y singularizada, cortoplacista pero continua, tiende a imponerse sobre el encierro y la disciplina uniforme y discreta. La declaración del alcalde de Filadelfia en los años sesenta tras las revueltas negras anunciaba los nuevos tiempos: “A partir de ahora las fronteras del Estado pasan al interior de las ciudades” (en Virilio, 1984/2008 p. 7). Pero las fronteras ya no son lo que eran (Balibar, 2005; Casas-Cortés, Cobarrubias y Pickles, 2015). Bien puede imperar la forma del bloqueo y de la contención, si es que rige la lógica del conservador, o bien la del control y de la modulación, cuando toma el mando el neoliberal. En este último caso, “la propia frontera deviene una cadena rota de eventos, ya no una serie de encierros” (Amoore, 2013 p. 118). La imagen recurrente de la América o de la Europa fortaleza —enfatizada muy especialmente con la llamada “crisis de los refugiados” en el viejo continente, y al otro lado con la llegada de Trump— esconde la realidad de esta segunda lógica, que también está ahí, que retrocede o avanza según el momento, y que tiene más que ver con un control continuo y diferencial, por el cual, tras un primer corte estadístico en el acceso establecido por cupos, el inmigrante queda atrapado a lo largo de una serie que modula su status; una lista de pasos que, según su comportamiento y logros, lo hacen avanzar o retroceder en su derecho de permanencia.

Si para unos la frontera es antes que nada un muro, de concertina o de olas marítimas, a veces terrible y definitivamente mortal, para otros la frontera es un módulo temporal y flexible. En cualquier caso, la cultura de frontera tiende a multiplicarse al interior del espacio soberano. Hay fronteras invisibles que proliferan y que se activan periódicamente aquí, en esta calle o autopista, para cazar ilegales; en este barrio, cuando la estética de los jóvenes responde a la prevención del delito en términos de profiling: si por ejemplo se está en la franja de edad oportuna, vestido con cierta ropa, escuchando reggaetón, trap o hip-hop, más aún si la piel de uno responde además a ciertas pigmentaciones.

El sistema penal ha aceptado que el delito no es reducible a cero, del mismo modo que tras el colapso del keynesianismo fue abandonada la máxima del pleno empleo. Aunque no es la única lógica capaz de gobernarla, la razón neoliberal se acomoda bien a los principios de la Sociedad de Control. Dicta establecer un cálculo de costes-beneficios para gestionar diferencialmente lo inevitable. Como en las propuestas de Gary Becker (Becker, Murphy, Grossman, 2006), que optará por modular las reglas de la oferta y la demanda para contribuir a minimizar ciertos comportamientos y sus efectos adversos. Con respecto a las drogas, en las antípodas de la política neocon, la propuesta de la Escuela de Chicago consistía en legalizarlas todas o casi todas, acabar con los monopolios ilegales, crear un libre mercado de empresas sujetas al derecho, a la tributación y al control sanitario, y establecer una política de precios: altos para las drogas blandas, cuya demanda es elástica, de forma que desalienten el acceso de los no enganchados; precios bajos, por el contrario, para quienes sean adictos a las drogas duras, de demanda inelástica, para que puedan acceder a ellas sin tener que delinquir. En definitiva: utilizar los mecanismos de mercado para modular el acceso al mundo de la droga y disuadir, minimizando la coerción directa; esto es, emplear dichos mecanismos para gobernar la inseguridad regulándola entre límites estadísticos de tolerancia.

El control de los riesgos a cielo abierto, con las cámaras de videovigilancia y el seguimiento por GPS y bits de información, prima en la ciudad física y virtualmente sobreexpuesta a la transparencia de la mirada, comercial y policial (Virilio, 1984/2008). Dejado atrás como objetivo la supresión de la delincuencia lo más que puede y debe hacer el gestor neoliberal es cercar y gobernar el foco del mal acotándolo, identificar los patrones, actuar sobre esas poblaciones de riesgo definidas en los perfiles policiales; prevenir a partir de la predicción; actuar en el medio y sobre la conducta, ya sea con incentivos, ya sea con disuasiones, activando aquí y allá el sinfín de fronteras, físicas y categoriales, hechas de controles puntuales o simplemente precios que regulen los accesos, colocadas dichas medidas alrededor de los grupos y en el interior de los individuos (de Giorgi, 2006; Garland, 2005; Harcourt, 2007).

Algunas de las formas del control son generalistas, como los pasos que monitorean el acceso por autovía al centro urbano. Otras son particulares. Pero, en cualquier caso, tienden a extenderse al conjunto social. A finales del siglo XIX fueron utilizadas fotografías para identificar a los reincidentes, como en los “retratos hablados” de Louis-Adolphe Bertillon, también las huellas dactilares aconsejadas por Francis Galton (Ginzburg, 1986/2008). Más tarde las huellas y los retratos pasaron a los documentos de identificación que todo ciudadano debía portar consigo. De la misma manera, el perfil armado por el investigador policial y la imagen tomada de perfil al sospechoso en la comisaría, se vuelven ahora ubicuos. En las redes sociales somos los propios usuarios quienes nos abrimos en canal para ser perfilados. Colgamos nuestra foto de “perfil” como selfie en un “muro”, incitados a confesar buena parte de nuestros actos y algunas de nuestras intimidades (Pasquaele, 2015; Peters, 2015; Raunig, 2016).

Las formas de la contención y del control, y las lógicas neoliberales y neoconservadoras, son ciertamente heterogéneas. Pero, aunque no pocas veces se combatan y resulten difícilmente reconciliables —en lo referido a las drogas, la permisividad neoliberal topará con la moralidad prohibitiva conservadora— convergen en numerosos otros puntos. La mixofobia, por ejemplo, avanza en el entrecruzamiento de los dos vectores, de manera evidente en los centros urbanos: la razón de ser de las gated communities, sitas en los márgenes, se impone en el centro por medio de la gentrificación (Peck, 2010; Smith, 1996/2012), tanto a través de las medidas bélico-conservadoras —a lo Giuliani— como utilizando el discurso más amable y neoliberal de las “ciudades creativas” (Florida, 2005/2009) y su apuesta por maximizar en ellas el “capital humano” (Glaeser, 2011). Lo mismo ocurre con el profiling policial y con el énfasis por someter a los individuos a la vigilancia. También en la frontera. Aunque para ella sean postuladas dos políticas muy distintas —Gary Becker (2005) proponía emplear incluso aquí los mecanismos de mercado, haciendo del pago de un monto monetario el único criterio para validar el acceso de migrantes y refugiados— el ethos neoliberal y el pathos conservador pueden encontrar acomodo.

Ya se apueste por la modulación porosa o por la fortificación, en la frontera que es este barrio migrante o este aeropuerto o este linde estatal, nacen y se desarrollan las técnicas del control comunitario a través de perfiles y los dispositivos biométricos que más tarde se generalizarán para reducir las identidades individuales a una serie de parámetros biológicos constantes y, por lo de ahora, infalsificables (Agamben, 2009/2011). De estos laboratorios de estereotipos surgen las pesadillas que serán temidas e instrumentalizadas por el populismo conservador. Como la cárcel y tantos otros lugares heterotópicos, en la obsesión securitaria por mantener la normalidad y el orden las fronteras funcionan como verdaderas fábricas del mismo miedo que pretenden exorcizar. No es de extrañar que surjan allí, en el confín amurallado que arranca junto al océano entre San Diego y Tijuana, las milicias anti-migrantes, los “vigilantes”, y los equipos colaborativos entre la policía y las comunidades de vecinos. Todos estos son grupos auspiciados por el populismo neocon, pero pueden ser reconciliados con el requisito neoliberal de la generalización del emprendimiento individual y la constitución de una “active society” (Dean, 1995).

En el 2008, al inicio de la crisis, las autoridades londinenses lanzaron una agresiva campaña securitaria. En una suerte de inversión de la cartelería bélica contra los quintacolumnistas, se promovía la delación generalizada, la activación policial de cada cual; vecinos contra vecinos, el enemigo interior, la liberación del rumor punitivo, convertirse cada cual en un agente activo de la seguridad ciudadana: If you see or hear anything suspicious tell our staff or the police inmediately. Trust your senses. El Ministro de Interior de España, en la misma línea que tantos otros, abrió más tarde el portal “Stop Radicalismo” para que el ciudadano pudiese denunciar a cualquiera que se pasase de la raya. Dicho de otra manera, con el pretexto del terrorismo, ¡actívate! ¡Da rienda suelta a tus temores!

4 Gestión de los riesgos y mutaciones del miedo

La seguridad combate el peligro. El peligro alimenta los miedos que socialmente se miden en riesgos. En última instancia el miedo tiene como telón de fondo la preocupación por la integridad del cuerpo. La historia del miedo está ligada inevitablemente a la historia del horror y de la muerte. En su Carta sobre el humanismo Martin Heidegger sostuvo que tan solo el humano muere. Solo para este animal, distinto de los restantes, la muerte significa algo, al estar destinado como lo está a pensar la esencia de su ser, es decir, el ser-en-el-mundo en su finitud: “«mundo» es el claro del ser, en el que el hombre está expuesto por causa de su esencia arrojada” (Heidegger, 1964/2010 p. 68). Lo que la muerte es en el mundo, cambia con las metamorfosis mundanas. Así, una nueva muerte nació a comienzos del siglo XIX en las reflexiones de fisiólogos como Xavier Bichat —tan caro a Georges Canguilhem (1968/2009), Foucault (1963/2003) y Deleuze (2014)— quien definiendo la vida como “el conjunto de funciones que resisten a la muerte” (Bichat, 1800/1843 p. 2), hizo de la muerte algo coextensivo a la vida. Ya no el instante en el que termina la vida sino una fuerza que no cesa de llegar, plural y parcialmente; muchas pequeñas muertes y no una sola, hasta la definitiva inoperatividad de todas las funciones.

A finales del siglo XX, una década antes de que Paul Crutzen (Crutzen y Stoermer, 2000) acuñase el término “antropoceno” para describir la era en la que vivimos —aquella en la que la tecnología y el peso demográfico de la humanidad se convierten en factores de una incidencia sobre el planeta tal como los más bastos fenómenos naturales— Michel Serres (1990/1991, 1998) certificó el nacimiento de una muerte novedosa. Hace poco más de ciento cincuenta años nos dimos cuenta, gracias a la teoría de la evolución, de la irremediable finitud biológica no solo de los individuos sino también de las especies, atestiguada históricamente en el siglo siguiente dando lugar a nuevas formas de temor y miedo. Fue entonces cuando se constató la recurrencia de la hecatombe, de las extinciones generalizadas, de los repetidos casi-reseteos de la vida animal sobre el planeta, que se suceden como en una macabra cuenta atrás. Al ir identificando uno tras otro episodios similares, contemplamos con ansiedad cómo se acercaban los números al presente: una primera gran extinción hace 550 millones de años y otras hace 440, 370, 250, 210, 65. Una muerte inaudita, la muerte global, la extinción total, se hizo así presente apropiándose del futuro próximo, incluso del futuro inmediato con la pesadilla nuclear, luego de lo acontecido en Hiroshima y Nagasaki, por más que esta última muerte haya sido eclipsada, quizá sólo momentáneamente, por el miedo sentido hoy hacia el “calentamiento global”.

Se ha argumentado que ante el miedo a una eventual extinción humana el planeta que ha fragilizado el antropoceno nos une ahora en una ineluctable comunidad de intereses. Según Jürgen Habermas (1996/1997) esta debilidad temerosa es la única opción disponible para actualizar, en la altamente depauperada “modernidad” que defiende, la cosmopolita paz kantiana. Sí es cierto que los peligros son percibidos cada vez más como globales y que el Estado-nación se queda pequeño para darles respuesta. El mencionado calentamiento global, el terrorismo internacional o las epidemias lo confirman. Todos estos son fenómenos que ponen en cuestión —no menos que lo hacen las macro-economías de las corporaciones transnacionales o la ingobernabilidad del capital financiero que circula en la forma de productos derivados o que se esconde en los paraísos fiscales y las Zonas Económicas Especiales— la competencia y solvencia de las mal envejecidas formas de soberanía desarrolladas tras la Paz de Westfalia.

Ahora bien, los efluvios provenientes de los yacimientos y fábricas globales del miedo afectan de manera desigual a las poblaciones. No nos une una comunidad de intereses. Esta ecología global del miedo nos enfrenta a una distribución asimétrica de riesgos y vulnerabilidades (Beck, 1992/2006). En el plano urbano no hace falta más que atender a lo que pasó en la ciudad del blues y el jazz con el Katrina, lo que ocurrió en los barrios negros de Nueva Orleáns en claro contraste con su repercusión sobre los barrios blancos (Adams, 2013; Klein, 2007; Lipsitz, 2011); o a nivel nacional, pensar quién pagó las consecuencias de Chernóbil (Petryna, 2002), para percatarnos y quedar advertidos contra el optimismo de Habermas. Incluso cuando se desea realizar esta nueva ecúmene y se proponen los medios no cesa de manifestarse el agonismo situacional y de intereses. Recientemente la República del Ecuador abogó por un derecho internacional, cobrar una renta global, pagada por los países más industrializados y contaminantes, a cambio de no explotar el crudo que yace bajo su suelo amazónico, y por tanto, a cambio de dejar producir a la selva salud planetaria. La reivindicación tan sólo pudo hacerse explicitando este antagonismo bajo la fórmula recogida en la expresión “deuda ecológica” —el Sur global, monetariamente endeudado, cuyas materias primas fueron históricamente esquilmadas por el Norte, se reivindicaba como acreedor ecológico. Pero al no acceder el primer mundo a pagar esta “deuda”, los yacimientos comenzaron a ser explotados (Fernández de Rota, 2014).

Hasta la fecha los temores y el deseo de seguridad, sea en la ciudad, en el interior de la nación o a nivel planetario, no nos han unido tanto como nos han separado (Bauman, 2001/2003). Michaël Foessel (2010) concluye que en este sentido nuestro mundo dista mucho de ser hobbesiano. El autor del Leviatán distinguía entre el temor y el estar atemorizado. Lo segundo provoca la huida, la reclusión, intentar acabar como sea con ese agente del cual emana el miedo; es decir, la división y el enfrentamiento más agresivo. El temor que funda el contrato social era para Thomas Hobbes muy distinto: debía unir, pacificar y armonizar los intereses. Implicaba una racionalidad, un cálculo, una transacción, delegar parte de la libertad para recibir la protección del Estado-Leviatán, y así evitar males mayores. Pero no es esto lo que ocurre hoy. Distinción hobbesiana fundamental: el estar-atemorizado separa y confronta, mientras que el temor racional une a todos en un pacto. División conceptual con un reverso oscuro, ciertamente, pues —como señalaba Carlo Ginzburg (2008/2009)— luego del pacto, para que el temor fuese funcional debía convertirse en otra cosa. La palabra que emplea Hobbes para nombrar este otro afecto es awe, similar en su significado al yir’ah hebreo, es decir, el temor que linda con el terror y que por ser hijo de la reverencia y la admiración hacia lo que teme, ese “Dios mortal” que es el Leviatán, implica el sometimiento absoluto.

Pero nuestro mundo tiene poco ya de hobbesiano. El Leviatán dejó de ser suficiente hace mucho. En Francia, el Terror de la Revolución fue la respuesta al awe absolutista. En la fundación de los Estados Unidos el Estado de los ciudadanos se abrió paso por vías quizá menos sanguinarias, salvo para las poblaciones de color. La Ilustración y el liberalismo económico dieron un vuelco al proyecto de Hobbes en otro punto decisivo: en lugar de contentarse con reprimir las pasiones del “estado de naturaleza” bajo el peso del Estado, debían ser liberadas y aprovechadas. Esta es la idea tras la fábula de las abejas de Bernard Mandeville y la que está detrás de la “mano invisible” de Adam Smith —hacer que los egoísmos actúen, aún sin saberlo ni planearlo, para el beneficio de todos— presente asimismo en la Astucia de la Razón de Hegel. Aquellas mismas pasiones que eran la fuente del temor y del miedo debieron volverse productivas. En la liberación de estas pasiones, confundidas con el interés económico, encontró su justificación la dinámica constituyente de una sociedad civil, sustraída del fundamento hobbesiano para el Estado (Véase Fernández de Rota, 2014; Hirschmann, 1977/2014).

Por lo demás, la lógica hobbesiana se vio superada en términos de escala. El Gran Autómata o Dios Mortal terminó por mostrarse impotente, demasiado pequeño, tanto en la forma imaginada por Hobbes como en las ulteriores versiones del Estado-territorial. Así, a finales del siglo pasado, los modos de actuación del Estado welfarista dejaron de ser efectivos cuando un creciente número de amenazas globales desbordaron las capacidades de su cálculo estadístico, circunscrito a lo nacional, no pudiendo ser visibilizadas ni predichas en su manejo de las probabilidades (Desrosières, 1993/2000).

Para la gestión de los miedos, de los peligros y de los riesgos, en la actualidad, lo que Louise Amoore (2013) llama las “políticas de la posibilidad” ganan terreno y transforman los campos de actuación regulados por las “políticas de la probabilidad”, es decir, aquellas que fueron hegemónicas desde su implantación a finales del XIX hasta el fin del periodo del Estado de Bienestar keynesiano en los años setenta u ochenta del siglo XX. Valga de ejemplo lo relativo al sistema de salud pública. La “seguridad de poblaciones”, característica del Estado Social, se articula en torno a la higiene pública, con la prevención como racionalidad normativa, la estadística como herramienta privilegiada y los eventos de ocurrencia regular —epidemias de gripe, p.ej., con un impacto anual conocido y diferencial según los grupos de riesgos identificados— como principal tipo de amenaza a combatir (Lakoff, 2008; Lakoff y Collier, 2008). Por el contrario, las políticas dirigidas al control de las posibilidades han de vérselas con amenazas que no pueden ser conocidas por la estadística porque carecen de un registro de casos previos. Su gobierno es un gobierno de la ignorancia, destinado a propiciar la toma de decisiones imaginando futuros desconocidos pero posibles.

En los EE.UU. la importancia de estas políticas se ha incrementado de manera considerable en los inicios del presente milenio, luego del crack de las empresas “punto com”, del escándalo de ENRON, del 11-S y de la crisis financiera ulterior. Los grandes temores que atraen la atención de los medios de comunicación y de los políticos tienen que ver, cada vez más, con eventos de “bajas probabilidades, pero altas consecuencias” (Amoore, 2013). Tras la Gran Recesión las mismas preocupaciones se adueñaron de Europa adquiriendo una elevada publicidad: las políticas nacionales se vieron a merced de los impredecibles eventos financieros que Nassim Taleb (2007/2008) ha llamado “cisnes negros”. Gobernar futuros posibles significa tratar con aquello que no ha ocurrido, que se desconoce, que es impredecible, pero que podría llegar a ocurrir y causar perjuicios catastróficos. Tales posibles han de ser anticipados por simulaciones informáticas y predicciones de escenarios hipotéticos que articulan sus elementos en conjuntos inestables: las partículas liberadas, la intensidad y dirección de los vientos y otros meteoros que puedan incidir en los niveles de radiación nuclear liberada; la posibilidad de mutaciones desconocidas de las cepas víricas, y su posible recombinación con otras especies; formas de terrorismo que, según se dice, transforman las anteriores formas de guerra, y cuyas amenazas provienen de cualquier parte y pueden golpear donde menos se espera; también, las evoluciones de la deuda soberana, la “confianza de los mercados” y las calificaciones dadas por las agencias de rating; desde el fin del patrón oro en el 1973, investigadores del FMI ha contabilizado 124 crisis financieras (Laeven y Valencia, 2008).

Con la generalización de las políticas de la seguridad muta a su vez el objeto de la seguridad. Ya no es ni el individuo, como en la normación de los dispositivos disciplinarios —rehabilitando a los “sujetos peligrosos” mediante el trabajo carcelario, por ejemplo— ni las poblaciones estadísticas, cuyas curvas de normalidad permitían tomar acciones para normalizar las desviaciones y así gestionar la distribución desigual de los riesgos5. El riesgo posibilístico no trabaja ni con individuos ni con poblaciones sino, para decirlo con Deleuze, con dividuos, fragmentos recombinables que, lejos de representar un sujeto individual o un colectivo discreto, construyen su conjunto, al modo de los derivados en la economía financiera —esos paquetes compuestos de deudas de alto y bajo riesgo, constantemente reevaluados— a partir de elementos heterogéneos, solamente significativos en función del cálculo de riesgos futuros proyectados como imaginación matemática.

En este nuevo tipo de riesgo, llamémosle riesgo derivado, el componente probabilístico pierde importancia frente a las lógicas asociativas de las partes y sus posibilidades futuras. Con sus cálculos no se trata de precisar lo que algo es, sino lo que puede llegar a ser formando una constelación contingente de elementos heterogéneos; no ofrecen una imagen fija, sino una asociación cambiante que fluye en el tiempo y el espacio: “no buscan establecer categorías como «el consumidor», «el viajero», «este migrante», «el solicitante de un visado», sino que intentan reconocer cuerpos y objetos en movimiento” (Amoore, 2013 p. 73). La suya es, como en el gobierno de Internet y de las computadoras, la lógica de los algoritmos: “si x en asociación con y, donde w está copresente, entonces z” (Amoore, 2013 p. 160; Galloway, 2006). Si un virus proveniente de la especie x, muta y se recombina en la especie y, en un contexto social w, entonces, z. Pero cada paso es hipotético. Cada conexión, una apuesta.

Al aproximarnos en el epígrafe anterior al polo neoliberal del dispositivo securitario enfatizamos las técnicas actuariales que utiliza. El origen de estas técnicas se remonta en los siglos, estando ya presentes en los seguros marítimos del Renacimiento, sino antes. En el ámbito penal comenzaron a extenderse durante la década de los 1920 para predecir el éxito o fracaso de la “libertad condicional” (Harcourt, 2007 p. 39). Más tarde el neoliberalismo las incorporó a su racionalidad de gobierno. La lógica actuarial no es más que una de las formas predictivas de las políticas de la probabilidad. Pero la razón neoliberal, ya sea para su gestión de la salud o de la economía financiera, etc., combina tanto técnicas probabilísticas como aquellos formatos posibilistas que se volvieron posibles gracias a la informática, necesaria para una simulación compleja de escenarios futuros. Las políticas de la posibilidad, bajo la lógica de los derivados, del big data y del control mediante algoritmos, ofrecen un conjunto novedoso de técnicas para la gestión de unos riesgos que ya no son como los de antes. No solo propician un cambio técnico con respecto al riesgo, sino también ético. Más allá de la predicción, se rigen por un principio de precaución posibilista frente a la ignorancia asumida, al tiempo que se ven en la obligación de estar siempre preparados y prestos a tomar decisiones: quien asuma la decisión será juzgado incluso por no haber sospechado que algo pudiese pasar y, por tanto, por no haberlo evitado (Ewald, 2002).

El miedo-ambiente contemporáneo es el producto de todas las técnicas biopolíticas hasta aquí mencionadas, disciplinarias, probabilistas y posibilistas, en la articulación de las distintas máquinas que componen el dispositivo securitario6. A propósito del funcionamiento y de la creciente importancia de su modalidad posibilista, a diferencia del temor razonado entre los individuos contratantes hobbesianos, bien puede afirmarse lo que Foessel (2010):

Los miedos de hoy aíslan a los individuos porque no designan a ningún otro claramente definido como peligro, sino que hacen desconfiar de la realidad misma. Los muros de hoy muestran que el miedo ya no es el origen de un deseo comunitario, sino que invita a hacer secesión de un mundo que se juzga globalmente patógeno. (p. 137)

Nada que ver con Hobbes. Ni el temor cimienta la comunidad, ni la seguridad es el producto de la entrega de ésta a un Estado que logra protegerla. La seguridad tan solo puede pensarse como aminoramiento del temor a partir de estrategias fundadas en la asimilación de la ignorancia. No ha de extrañar, por tanto, el éxito reciente de conceptos como el de la resiliencia, término que tiene su origen en la ecología de los sistemas complejos, y que más recientemente ha viajado por la microbiología, la psicología, el management, las finanzas, la estrategia militar y el urbanismo, hasta ser popularizado y vulgarizado por la psicología, el coaching y los libros de auto-ayuda (Lentzos y Rose, 2009; Walker y Cooper, 2011; Evans y Reid, 2014). La resiliencia está en el centro de la articulación de los dos rostros del dispositivo aquí analizados. Conviene, por tanto, dedicarle unas palabras.

Aplicada al polo conservador, forma parte de la preparación psicológica de la población. El populismo neocon convierte los problemas sociales en cuestiones bélicas. Pero también emprende guerras reales, cuya violencia se vuelve contra las poblaciones de los países agresores. La ciudadanía es cada vez más el objeto de la guerra, y la ciudad, su principal escenario. El espacio bélico, que un día se apostaba mayormente junto a las murallas de las más antiguas ciudades, y que se abría a los campos de batalla, a mediados del siglo XX quedó suspendido en los aires por encima del territorio sobre el que caían las bombas. Ahora se adentra y se asienta entre las fibras de la cotidianidad urbana: actualmente, en las ciudades de Iraq, de Siria o de Palestina; también, en las repetidas incursiones de la policía militarizada por las favelas y villas miserias latinoamericanas. En todos estos casos los bloques de viviendas, las zonas industriales, los supermercados, las alcantarillas, las calles, se convierten en los lugares de combate (Graham, 2011; Virilio, 2004/2006; Weizman, 2007/2012). Cuando esta violencia vuelve desde las periferias planetarias para vengarse de los centros del sistema en Occidente, la resiliencia hace su aparición.

En Nueva York, en Londres, en París, en Bruselas, tras cada atentado y derramamiento de sangre, la ciudad sacudida por el terror ha de reponerse ante la adversidad y combatir el trauma de inmediato; eludir la reflexión, sacar fuerza, ondear las banderas patrias, mostrar una mezcla de confianza en sí misma y creencia en un futuro que será mejor, mostrar entereza, y tras dejar unas flores en los lugares del espanto, proseguir con la vida cotidiana como si nada hubiese pasado, esto es: continuar trabajando y consumiendo. Business as usual. Siempre se repite el mismo mantra: “sentir miedo es claudicar ante los terroristas”. De esta manera se elude el problema. La política del miedo solo fue verdaderamente rechazada una vez: en el 2004, tras el atentado yihadista en Madrid, cuando las multitudes tomaron las calles, rompieron el encanto del discurso y terminaron por expulsar al gobierno neoconservador que, bajo el mando de los Estados Unidos, se había lanzado a una campaña de exterminio en el Oriente Próximo.

A su vez, desde la perspectiva del polo securitario neoliberal, la resiliencia no es menos importante. Cuando se impone el ethos neoliberal del emprendimiento arriesgado, y cuando la inevitable ignorancia solo puede ser gestionada asumiendo como horizonte las implicaciones del riesgo derivado, se vuelve imperativo ser capaz de sobreponerse, de adaptarse y regenerarse en una vida que hay que anticipar y aprender a vivir peligrosamente (Evans y Reid, 2014). Emprendimiento, prudencialismo y resiliencia forman un conjunto inseparable.

5 El pathos neconservador y el ethos neoliberal

Tras la crisis de la seguridad welfarista en los años setenta, el doble dispositivo hasta aquí descrito se ha hecho fuerte. Sus dos brazos convergen en puntos cruciales. Pero, como hemos argumentado, dicha máquina no puede funcionar sin fricciones, dada la heterogeneidad y a menudo el antagonismo de las dos lógicas que lo componen. Entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo, entendidos como formas securitarias generales, existen diferencias de naturaleza. Su reacción ante los peligros y sus búsquedas de seguridad emprenden caminos diversos. El control define al primero. La contención, al segundo. Cabe incluso definir lo que mueve la máquina neoliberal como un ethos, siendo el carburante del neoconservadurismo un pathos. En lo que sigue desarrollamos estas distinciones, para terminar este artículo aclarando la diferencia conceptual que existe entre ambos.

El dispositivo securitario neoconservador funciona mediante una lógica no sólo de bloqueo o de encierro sino, antes que nada y más importante aún, de contención bélica. El neocon va a remolque de los acontecimientos. Su potencia es reactiva. Depende siempre de la agenda de otros que vuelve contra sus otros. Reacciona militarizando los acontecimientos. Los convierte en casus belli. Así, por ejemplo, los refugiados, sistemáticamente expulsados de sus vidas y de la sociedad (Sassen, 2014/2015), devienen sospechosos de terrorismo, o de ser invasores económicos que ocultan su carácter migrante bajo el disfraz del refugiado político. Son vistos como el caballo de Troya, como un ejército hecho de sombras que esconde sus armas. El neoconservadurismo forja con sus fantasmas nuevos tipos de guerra. Estas guerras recapitulan el programa que edifican dentro de sus contenedores.

El neoconservadurismo forma parte de la familia extensa del populismo. No solo por su componente paranoico de base (Deleuze y Guattari, 1972/2004), en tanto que trascendentalización de los vínculos de la alianza-filiación clánica o parental en la abstracción soberana del pueblo —pues en esto no se distingue de los viejos conservadores— sino por su estrategia y objetivos. A diferencia del viejo conservadurismo, el pueblo ya no está dado. El objetivo del populismo consiste en controlar su representación y hacerlo existir mediante la conquista de la realidad empleando significantes flotantes (a la manera propuesta por Laclau, 2005, con independencia de cuál sea su valencia ideológica). Ya se trate de un populismo neocon o del populismo de izquierdas, siempre nos encontramos con una lucha que apunta hacia la realidad, y que busca redefinirla e imponerla encarnada en el pueblo que constituye. Su estrategia es análoga a la guerra de posiciones. Al populismo neocon no le gustan menos que a los gramscianos las metáforas militares. Cuando falla el blitz o victoria al primer asalto, de lo que se trata es de conquistar y acumular hegemonía mediante la larga marcha de la persuasión a través de las instituciones (Kristol, 2011). Una política de construcción de pueblo a golpe de significantes vaciados de política, pero llenos de moral, anima su paranoia.

El muro es paradigmático para este tipo de populismo neoconservador. Los muros de la paranoia son levantados para cercar la frontera nacional, para separar rutas o zonas en las ciudades, para aislar urbanizaciones, para acondicionar el medio edificando burbujas securitarias. Lejos de ser su función rechazar sin más aquellos monstruos políticos o morales que dicen enfrentar —el terrorista, el drogadicto, el depravado sexual, el inmigrante inasimilable, todos aquellos que ponen en peligro la integridad de la familia y de la nación— producen el contenedor dentro del cual éstos han de cobrar sentido en tanto que protagonistas de las guerras que los ideólogos construyen a su misma medida: la Guerra contra el Terror, contra las Drogas, contra la Delincuencia, las Cultural Wars, el Choque de Civilizaciones, etc.

La operación propia del dispositivo popular-conservador es la contención. Ahora bien, por contención suele entenderse evitar el desborde, frenar, mantener el peligro del otro lado. Pero solo se comprende la función de los cierres conservadores al atender a la polisemia de la palabra. Contener es aquello que refrena, aquello que empuja en dirección contraria para mantener fuera lo ajeno; pero también es la acción emprendida para asegurar la forma, para englobar unos contenidos y sujetarlos albergándolos en su interior. Esta forma ha de ser constituida y constituyente, se fabrica intramuros, en negativo, a partir del catálogo de las monstruosidades. La contención se da así como una introyección del Otro para constituir, en negativo y como forma reactiva, el sí-mismo con una contención negativa.

Valga de ejemplo la proliferación de muros entre países. El número de fronteras fortificadas se ha disparado durante las últimas tres décadas. En el 1989, tras el derribo del Muro de Berlín, no había más que una quincena. En el 2015 llegaron casi a las setenta (Jones, 2016). Cierto que los amurallamientos han sido impulsados por gobiernos de ideologías dispares. Las fortificaciones levantadas en Europa para frenar a los migrantes y a los refugiados políticos —entre Francia e Inglaterra, en Hungría, Grecia, Noruega, Bulgaria, Eslovenia o Austria— han tenido como ejecutores partidos que van desde el centro-izquierda a la extrema derecha. El dispositivo de la contención conservadora traspasa los encuadres partidarios. Valga otro ejemplo. Trump quiere levantar ahora un muro entre los Estados Unidos y México reforzando el que ya existe. Pero los tramos iniciales de esta fortificación fueron la obra conjunta de un republicano, Bush padre, y de un demócrata, Bill Clinton. Entonces el muro se limitaba a unos pocos puntos calientes sitos entre las metrópolis transfronterizas. Un republicano, Bush hijo, proyectó el muro a lo largo de la frontera, y otro demócrata, Obama, se encargó de completar lo planificado —batiendo a su vez el record de deportaciones ostentado por su predecesor. Este amurallamiento puede considerarse la máxima realización del ideal neoconservador. Encarna, sin duda, “la realidad que lo asalta” —por decirlo parafraseando la célebre expresión de Irving Kristol— y le da forma.

La escena fundamental tiene lugar en los extremos, en los confines que regulan los límites del cuerpo político. Allí donde, como diría Mary Douglas (1966/2007), se debate la contraposición entre la pureza y el peligro; donde acucia la cuestión de la penetrabilidad, la integridad y el pudor; la higiene del orificio; el temor a la profanación del pliegue oscuro donde lo propio e impropio se arriesgan a quedar confundidos. El espacio construido hacia el interior es trabajado de espaldas, con la cabeza vuelta hacia el exterior mientras lo arman. En tanto que contenedor rebosante de proyecciones imaginarias, opera como una máquina ensamblada para la fabricación paranoica de un pueblo que habrá de ser persuadido por el belicismo, la mano dura, el nacionalismo y los miedos recapitulados en la militarización de la política que, en definitiva, define el pathos neoconservador.

Por su parte, hemos descrito el ethos neoliberal en la composición de tres elementos: empresarialidad-de-sí, prudencialismo y resiliencia. A lo que cabe añadir, si acaso, un nuevo elemento utópico. Llamémosle con una paradójica expresión: la sociabilidad sin-contacto. Sirvan dos anuncios de Barklays Bank para ejemplificar este tipo de sociabilidad. Lo que el banco publicitaba en ellos era su tarjeta de crédito equipada con chips RFID para el “pago sin contacto”.

En el primer anuncio, que data de los inicios de la Gran Recesión, un hombre sale de su casa para llegar a su oficina. En el siguiente, otro oficinista recorre el camino pero en dirección inversa. La ciudad se confunde aquí con aquello que a su vez ya está confundido: el parque de atracciones y el centro comercial. El oficinista que sale del trabajo se mete en un gigantesco tobogán acuático que serpentea entre los edificios, pasa por un supermercado y se adentra y atraviesa los túneles del metro. No tiene más que agarrar los plátanos y, sin bajarse del tobogán, acercar la tarjeta al lector para pagar; lo mismo en el metro. El segundo oficinista abandona su hogar y aprieta el botón de lo que semeja la puerta de un ascensor, pero que en realidad es la entrada a una enorme montaña rusa. Subido en ella viaja en paralelo al tren de cercanías y pasa por encima del puente de Brooklyn. Da varios giros y se alza hasta la altura de las ventanas tras las cuales observa a un anciano leyendo el periódico y luego a una hermosa joven que acaba de salir de la ducha, como quien relee las noticias de sus contactos en las redes sociales y después se detiene a hojear los websites con mujeres desnudas. Compra su desayuno sin tener que parar y llega al fin a su destino. Suena la canción “More Than a Feeling” de los Boston: "I closed my eyes and I slipped away".

Louise Amoore (2013) se ha valido de estos anuncios para ejemplificar lo que denomina la contactless security y que nosotros, modificando su interpretación, extendemos a la sociabilidad. No detenerse, no esperar haciendo filas, ni en el supermercado ni en el metro, no tener que exponerse a la interacción humana cara-a-cara si no se desea, tales serían las máximas: hacer del espacio urbano el calco de las compras por Internet. Este es el sueño del aparato securitario en la Sociedad de Control, una ensoñación sin duda no contenida en las doctrinas neoliberales, incluso contraria a lo que se propusieron sus pensadores urbanos —desde el ordoliberalismo alemán hasta los teóricos de las ciudades creativas y del desarrollo urbano mediante el capital humano— pero que, al menos en parte, se extrae de sus políticas como una consecuencia imprevista. Amazon Go, el supermercado sin cajeros humanos, la máquina expendedora habitada por usuarios bajo la vigilancia de todo tipo de cámaras y sensores, como utopía; o, para sus críticos, como distopía del “Internet de las Cosas”, pues la libertad de movimiento en estos espacios deja necesariamente un reguero de datos que sirven tanto a fines logísticos —control de las ubicaciones y de los comportamientos mediante el big data sensorizado— como económicos —publicidad personalizada, etc.— como político-represivos: Edward Snowden no hizo más que desvelar un Secreto Público. “Lo que no te dicen [escribía de manera premonitoria William Gibson (1981/1987, p. 17), en una de sus novelas a comienzos de los ochenta] es que es imposible moverse, vivir, operar a cualquier nivel que sea sin dejar trazos, bits, fragmentos de información personal en apariencia insignificantes. Fragmentos que pueden ser recuperados, ampliados”.

Recordemos una vez más los tres elementos del ethos liberal: empresarialidad-de-sí, prudencialismo y resiliencia. La ciudad contact-less, forma extrema, irreal, utópica o distópica, imprevista, no desea, pretende minimizar la exposición al daño del modo más puro, casi angelical, así como se relaciona el clero con los embarazos indeseados y las enfermedades venéreas. Aunque en este caso se trata de una ausencia de contacto selectiva y funcional tanto para el consumo como para el rendimiento productivo. Ofrece un espacio-tiempo que minimiza la exposición al peligro derivado del contacto con los otros, pero que también minimiza el peligro inherente al individuo: no dedicar suficientes fuerzas y horas al ejercicio de su empresarialidad: tiempo perdido. Grado máximo, por tanto, del prudencialismo urbano, prudencia de sí y hacia los otros, afín a los requerimientos de la empresarialización de la vida; prudencia, no obstante, simbolizada en un elemento ambiguo, pues lo que minimiza la exposición al peligro, el lanzarse a la vorágine de la competencia, no es precisamente un símbolo de seguridad y protección.

Por último, podemos identificar también en estos anuncios el tercer elemento de la ética neoliberal. Está ahí, implícito, pero velado: I closed my eyes and I slipped away. La fantasía: toboganes con caídas de varias decenas de metros, fluir a toda velocidad en la montaña rusa metropolitana, esquivando multitudes y edificios. La realidad: invertir en la producción del curriculum vitae personal abismándose en los universos del crédito y de la deuda; empresarializar el hogar familiar y tornar activos los pasivos inmobiliarios con los que especulan los mercados secundarios; lanzarse a la aventura arriesgada siempre, pero sin las redes de seguridad del welfare: vivir peligrosamente y volverse resiliente.

Son estos tres ­—empresarialidad, prudencialismo y resiliencia— los elementos que perviven del neoliberalismo en su post securitario utópico-distópico.

El miedo es, en definitiva, lo que se oculta detrás de estos dos dispositivos que a menudo se juntan para adquirir un aspecto bifronte. Es el elemento que alimenta y organiza la paranoia del neoconservador. Lo necesita para la contención. Su pathos se nutre de este asalto a la realidad de un mundo que adquiere inteligibilidad y sostén moral a través de la perspectiva bélica y el temor a sus monstruos. El ethos neoliberal, por su parte, tampoco puede zafarse de los temores. En la ética neoliberal la exposición al peligro, vivida con ciertas dosis de temor cuando no de miedo, se convierte en un valor positivo, funcional al modo de gobierno. La pesadilla y el sueño forman parte de un mismo compuesto onírico, inseparable. La otra cara del emprendimiento-de-sí, el efecto negativo, el mal que intenta manejar el prudencialismo sabiendo no poder atajarlo completamente, es lo que la resiliencia trata a posteriori y lo que define a priori como causa positiva o bien: sólo la exposición al peligro asegura la continuidad y el crecimiento de una vida que, por tanto, le exige al sujeto aprender a vivirla peligrosamente. Por supuesto, no es que el miedo estuviese ausente de los dispositivos anteriores. Es sabido lo que le debe el Estado de Bienestar al temor que suscitaba a ambos lados del Atlántico la “amenaza comunista”. Su primer objetivo, por lo demás, fue no repetir los errores que se cometieron en los convulsos años de entreguerras, aquellos que alumbraron el Crack del 1929 y el auge de los llamados totalitarismos, para desembocar luego en la guerra y el genocidio. Durante el periodo de instalación del welfare las revoluciones internas e incluso una tercera guerra mundial parecían probables. Había que forjar un dispositivo de seguridad capaz de dar respuesta a todos estos temores. El dispositivo bifronte que ha cobrado fuerza durante las últimas décadas no ha hecho más que recuperar el miedo, transformando sus lógicas y mecanismos, para enfrentarlo a aquel “bienestar”, con la guerra de nuevo en el horizonte y con la competencia azuzando la peligrosidad de las vidas.

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