Si bien oficialmente vivimos en el Holoceno, cada vez resuena con más fuerza la propuesta de referirnos a nuestra era mediante el término “Antropoceno” (“Anthropocene” en inglés). La elección del término tiene por objeto destacar el papel de nuestra especie como nueva fuerza geológica, debido a la intensidad y extensión de los cambios que estamos provocando en el planeta. No hay rincón de su superficie terrestre, de sus océanos o de su atmósfera, que, de un modo u otro, en mayor o menor grado, no se vea afectado por nuestra frenética e incesante actividad. Constituyen tristes ejemplos de tal impacto la destrucción continuada de la biodiversidad o la alteración del sistema climático global. Además, la tecnología, con la proliferación incesante de entidades materiales y virtuales, está creando una realidad omnipresente, ubicua. Es un segundo entorno que nos envuelve cada vez más, que sustituye al entorno natural, y que a menudo, a tal fin, lo parasita.
Cuando menos, para una parte de la tradición humanista, y con mucha más certeza para el más reciente movimiento transhumanista, la anterior constatación no tiene por qué ser en si misma negativa. Reflejaría únicamente el resultado de una dinámica de suyo evidente, a saber, la de las problemáticas relaciones entre la realidad natural y la humanidad, ya sea desde los primeros pasos de nuestros ancestros sobre la tierra, ya —poco importaría a efectos prácticos— desde algún punto en la cronología algo más adelantado. El Homo sapiens no ha intentado por lo general adaptarse sin más al entorno. En el grado en el que ha podido, ha optado —lo escribió hace muchos años José Ortega y Gasset (1939/2004)— por construir un entorno a su medida, un cobijo que le ofreciera protección frente a un medio natural con frecuencia hostil, explotando sus “recursos”. La historia de la humanidad sería, esencialmente, la de una liberación: obtener el suficiente poder para emanciparse, mediante el conocimiento teórico y la tecnología, con respecto a una madre con demasiada frecuencia desprovista de generosidad, una madre exigente, caprichosa y hasta cruel. El imparable avance tecno-científico al que asistimos supondría la resplandeciente evidencia de que el hijo rebelde se encuentra por fin en situación de dominar la naturaleza por completo (de ser el “amo y señor” de Gaia). A partir de ahora, todo lo más, la tratará benevolentemente, pero siempre de manera subordinada a sus necesidades y deseos, en una palabra: domesticada.
Situado en apariencia en el extremo opuesto, observamos un movimiento creciente que anhela “retornar a lo salvaje”. Este retorno a lo salvaje supone restablecer nuestros vínculos con el mundo natural en un doble movimiento: el primero es una forma “radical” de restauración ecológica, en la que se reintroducen en un hábitat especies hace tiempo desaparecidas del mismo —especialmente grandes herbívoros y depreda
dores—-; el segundo consiste en hacernos más salvajes a nosotros mismos (y a nuestros hijos, caso de tenerlos). El movimiento de vuelta a lo salvaje se conoce en inglés cada vez más a menudo como “rewilding”, palabra de difícil traducción al castellano. El rewilding cuenta con muchos partidarios y programas en marcha a nivel mundial, pero también con un buen número de detractores. En este trabajo no vamos a detenernos en las polémicas suscitadas por el rewilding (para ello, véase, por ejemplo, de Cózar, 2014). Nos interesa más bien preguntar por el empleo de la tecnología emergente en el rewilding de los ecosistemas, especialmente la biología sintética y sus modernos métodos de desextinción. Y en un plano más general nos plantearemos si tiene algún sentido un rewilding en el Antropoceno o hemos ya entrado irreversiblemente en la era de la domesticación efectiva del ser humano y de la naturaleza.
Por ello comenzaremos analizando brevemente lo que se entiende opuesto a lo salvaje, esto es, lo domesticado y el correspondiente proceso de domesticación. Después encararemos la polémica conjetura sobre la auto-domesticación del ser humano dentro un marco ideológico más amplio, que es el proporcionado por el conflicto (aparente) entre la tradición humanista y el reciente transhumanismo. Ambos persiguen de una manera u otra un cierto grado de domesticación de los seres humanos, pero mientras el humanismo desconfía de la moderna tecnología para llevarlo a cabo, el transhumanismo la abraza con entusiasmo (incluida la eugenesia, con todos los matices que se quiera poner). A continuación, se describe el proyecto del rewilding y el papel que la biología sintética podría jugar en el mismo, como herramienta para la desextinción de ciertas especies y, en consecuencia, de restauración del elemento salvaje perdido por la acción del hombre. Inmediatamente, sin embargo, se ofrecen razones a nuestro juicio de peso para desconfiar de esta propuesta de la biología sintética. En la última sección se lleva a cabo una discusión más general donde confluyen las principales líneas de reflexión que se habrán seguido anteriormente. Esa discusión tiene como escenario el mundo que está comenzando a aparecer ante nuestros ojos en el Antropoceno, donde domesticación y rewilding pueden acabar encontrando sus distintas justificaciones. Por último, se extraerán unas sucintas conclusiones.
A pesar de que en apariencia sus planteamientos se encuentran en polos diametralmente opuestos, es importante notar que tanto la domesticación de inspiración transhumanista, como las proclamas de vuelta a lo salvaje (de manera tal vez menos obvia), son discursos con un claro componente tecnoutópico. Cada uno a su manera “fetichiza” las nuevas tecnologías. Ambos pretenden constituir una salida ante la problemática ambiental actual, la crisis ecológica y el colapso de un modelo de civilización. Volveremos sobre ello.
Para determinar acertadamente el significado y alcance del movimiento actual de rewilding es conveniente comenzar por lo que se considera habitualmente lo opuesto a lo salvaje, a saber, lo domesticado, en su sentido más literal y común. Cuando un animal se torna “asilvestrado” o “feral”, lo que se quiere constatar fundamentalmente es que está revirtiendo el proceso de domesticación, “retornando” a las condiciones de un estado salvaje propio de sus antepasados no domesticados. La domesticación consiste en un proceso en el cual los animales o plantas silvestres adquieren ciertas características genéticas, morfológicas, fisiológicas o de comportamiento mediante la selección (en principio directa e intencional) del hombre. Se procura eliminar las características indeseadas, favoreciendo en cambio las que sirven a necesidades humanas específicas, es decir, la selección respondería a un objetivo prefijado. Por ejemplo, se consigue que los frutos de una planta sean cada vez más grandes y dulces o, en el caso de los animales, que pierdan su agresividad, puedan criarse bien en cautividad y no muestren temor al ser humano. Las evidencias de domesticación a gran escala se remontan a entre unos 12.000 y 9.000 años, con la paulatina creación de asentamientos permanentes y el desarrollo de la agricultura y la ganadería. Sin la domesticación no se comprendería la evolución de las sociedades humanas. En gran medida, la historia humana, al menos a partir del Neolítico, sería justamente la de una lucha sin cuartel contra un mundo salvaje, cuyo resultado, con innegable éxito, habría sido la domesticación de numerosas especies animales y vegetales. Ese es el relato que hemos heredado.
Pero conviene hacer un par de matices. Cada vez más, se afirma que muchos rasgos de las plantas y animales domesticados no son el producto de la acción directa y deliberada del ser humano, sino efectos imprevistos del proceso de domesticación que se revelaron útiles posteriormente. Algunos autores sostienen, asimismo, que la domesticación no ha ido en un solo sentido. Según esta hipótesis, los seres humanos, en cierto modo, han sido domesticados por los seres vivos a los que domesticaban (Hare y Woods, 2013, pp. 265 y ss.). A cambio de sus servicios, los perros obtuvieron alimento y refugio. Los humanos que fueran menos agresivos, más tolerantes, con los primeros lobos que se acercaron a ellos habrían logrado ventajas relevantes de la colaboración entre las dos especies, como un mayor éxito en la caza.
También se piensa que algunas especies, más que ser domesticadas, se “auto-domesticaron”. Sería lo que habría ocurrido con los primeros “proto-perros”, criados a partir de esos lobos menos temerosos que se aproximaron a los asentamientos. Diferente es el caso de los bonobos, una de las dos especies que componen el género de los chimpancés. Los bonobos se auto-domesticaron, pero no para acabar conviviendo estrechamente con poblaciones humanas. Fue en la convivencia con sus congéneres, resultando ser mucho más sociables con los grupos de extraños, mucho menos agresivos que sus “primos” más grandes, los chimpancés comunes (Hare, Wobber y Wrangham, 2012).
Lo que se ha detectado en los bonobos puede ser igualmente válido para nuestra especie. Homo sapiens, tal y como lo comprendemos en la actualidad, sería el producto de un largo proceso de auto-domesticación (Gibbons, 2014; Hare y Woods, 2013, pp. 212 y ss.). Así se explicaría el extraordinario desarrollo de las habilidades humanas que tienen que ver con la colaboración, la coordinación, la comunicación, la tolerancia, el razonamiento inferencial y la planificación. En definitiva, el desarrollo de la “cognición social” mediante la auto-domesticación podría haber supuesto una transformación radical en el curso de la historia humana. La hipótesis relativa a la auto-domesticación de nuestra especie no es nueva. Se contempla desde los tempranos desarrollos del paradigma evolucionista (en realidad, el mismo Darwin ya la mencionó, aunque sin llegar a una conclusión clara). Lo que es más preocupante, dicha hipótesis se asoció, en las primeras décadas del siglo pasado, al movimiento eugenésico y al racismo (Brüne, 2007). Auto-domesticación y civilización irían de la mano. El progresivo acrecentamiento de un poder centralizado desde el surgimiento de las primeras civilizaciones llevaría paulatinamente a domesticar a la población con objeto de mantener el orden interno y el control, así como facilitar la gestión y la realización de grandes proyectos arquitectónicos o de ingeniería. Se inhibiría la agresión dentro del grupo (aunque no necesariamente hacia el exterior) y se favorecería la docilidad de los individuos. Por supuesto, con ello se minimizaría de paso el riesgo de revueltas.
La domesticación del ser humano, caso de que finalmente se pruebe dicha hipótesis, aumentaría la tolerancia y la cooperación en los colectivos humanos. Mayores cantidades de personas podrían vivir juntas, coexistir de manera más o menos pacífica, y colaborar en la realización de tareas comunes a gran escala. Un buen ejemplo de ello es lo que se observa en ciudades densamente pobladas, a pesar de todos los inconvenientes y problemas que presentan. La innovación y la productividad tecnológica irían de la mano de estos factores. En pocas palabras, la auto-domesticación habría contribuido de manera significativa a la innovación y al desarrollo en nuestras sociedades altamente pobladas y tecnologizadas.
Obsérvese que ello tiene una doble lectura, positiva o negativa, según el caso. Así, es evidente que las grandes obras de ingeniería y de planificación a gran escala en nuestras sociedades, con sus altos niveles de control del entorno, son algo a lo que pocos estarían dispuestos a renunciar. Por otro lado, cabría argumentar que la creación de organizaciones más pobladas y complejas ha llevado aparejado con frecuencia un mayor nivel de sufrimiento para sus integrantes, del mismo modo que lo ha ocasionado la domesticación de los animales. En el caso de estos, la obtención de alimento con regularidad —a veces incluso mediante ingesta forzada— no compensaría el maltrato físico y el estrés al que son sometidos durante su existencia y sacrificio, especialmente con el uso de las modernas técnicas en las explotaciones ganaderas y mataderos. Estos problemas los describe vivamente Yuval Noah Harari en dos de sus populares libros (Harari, 2014, pp. 111-116; Harari, 2016, cap. 2).
Por si fuera poco, la complejidad y la eficacia organizativas facilitan el exterminio de los extraños, de aquellos que quedan fuera de los deberes de tolerancia y cooperación; baste recordar la maquinaria nazi o estalinista diseñada y puesta en marcha para el genocidio y en las siniestras similitudes de los campos de exterminio con los mataderos industriales.
Otro efecto altamente negativo del gradual proceso de auto-domesticación sería el descomunal impacto que estamos causando en el entorno natural. Dicho proceso estaría tras el enorme poder alcanzado por nuestra tecnología, al potenciar la cooperación y la resolución de problemas mediante la “cognición social” de grandes grupos de individuos. Como resultado, cabe argüir que el ser humano se ha convertido en el principal causante de la actual crisis ecológica. Es una situación que ocasiona a nuestra especie grandes perjuicios, tal vez irreparables, pero también —no lo olvidemos— al resto de seres vivos que pueblan el planeta.
En su célebres Normas para el parque humano, publicadas en alemán en un ya lejano 1999, Peter Sloterdijk tomaba como pretexto el análisis de la “Carta sobre el humanismo” para llevar a cabo un ajuste de cuentas no solo con Heidegger, sino con la tradición humanista al completo (Sloterdijk, 1999/2003). Cuando menos constata la inoperancia del humanismo a la hora de evitar o paliar los desastres causados por la agresión de unos hombres a otros y, en cualquier caso, su rápido declive. Según Sloterdijk, el tema latente del humanismo es “el rescate del ser humano del salvajismo” mediante una lectura que “domestica”. El credo humanista incluye el convencimiento de que los seres humanos son “animales bajo influjo” o, en otras palabras, animales que pueden ser convenientemente domesticados neutralizando sus “tendencias bestializantes”. La naturaleza humana consistiría en elegir los medios domesticadores para el desarrollo de la propia naturaleza. Sin embargo, la historia de la humanidad (en la que trágicamente destacan los conflictos bélicos y genocidios del siglo XX) y el anacronismo de la cultura literaria en los tiempos que corren ponen en entredicho el poder de las humanidades para domesticar al ser humano. El humanismo habría naufragado en tanto escuela domesticadora humana. Los textos clásicos humanistas, el “canon”, ya no cumplen su función de “cartas a los amigos”, dentro de una comunidad que comparte creencias y valores a través de los tiempos. Más bien quedan arrumbados en los estantes. Todavía los leen algunos, pero ya no constituyen una influencia relevante en nuestra cultura. Se han convertido poco menos que en simple material de archivo.
Pero es que, además, el humanismo nunca ha querido asumir plenamente —sigue aquí Sloterdijk a Nietzsche— que su proyecto era el de la domesticación de la masa por unas élites. Unos crían y disciplinan al resto. Esto conecta con lo dicho antes: la domesticación humana tiene una lectura ambivalente. Pueden destacarse sus factores positivos, como la cooperación o la coexistencia pacífica, pero igualmente su lado más siniestro (el injusto sometimiento de unos hombres a otros). Sloterdijk cita aquí nada menos que a Platón (y su diálogo Politikos), para quien el buen gobierno equivalía al quehacer del pastor, o sea, el “libre cuidado de los rebaños”.
En esta tesitura, Sloterdijk deja la puerta abierta a que en un futuro indefinido se pongan en acción métodos más eficaces de (auto-)domesticación del ser humano. Son lo que llama “antropotecnologías”, entre las cuales estarían aquellas capaces de modificar el genoma humano, la “reforma de las propiedades de la especie”. Entraríamos en el espinoso terreno de la eugenesia.
En su texto “De la domesticación del ser humano a la civilización de las culturas”, Sloterdijk regresó a la pregunta por la capacidad de la humanidad para autodomesticarse” (Sloterdijk, 2016/2018, pp. 32-41). El escrito proviene en concreto de una conferencia impartida en 2010. Tras distinguir cinco sentidos del concepto de domesticación, Sloterdijk no se muestra muy esperanzado sobre la autodomesticación del ser humano en un futuro cercano. A su juicio, todas las previsiones para la primera mitad del siglo XXI apuntan a excesos que recordarán a los del siglo XX. Supondrán pérdidas y daños incalculables en el modo de vida, la moral y la cultura. A más largo plazo, sin embargo, cree que que podemos ser más positivos, aunque sin abandonar la cautela.
Desde que se publicó Normas para el parque humano, los avances científicos y tecnológicos han sido enormes, entre ellos, en el estudio de nuestra genética. Además, un movimiento cultural e intelectual ha ido avanzando con rapidez: el transhumanismo. Este movimiento saluda con entusiasmo el uso de la moderna tecnología para transformarnos en profundidad física y mentalmente. Durante décadas la eugenesia constituyó una especie de tabú científico y social, después de los horribles experimentos llevados a cabo por los nazis (aunque no fueron los únicos ni mucho menos con programas eugenésicos). Ahora ha resurgido con fuerza. La diferencia es que la expresión que se emplea con mayor frecuencia es la de “mejora humana”, o “mejoramiento humano” (“human enhancement” en inglés). Bajo este paraguas se contemplan no solo los conocimientos y las tecnologías de manipulación genética. Se emplearía todo tipo de herramienta científico-técnica que permitiera minimizar el sufrimiento humano, acrecentar nuestras capacidades, mejorar nuestro bienestar físico y psicológico y aumentar nuestra esperanza de vida, cuando no soñar con ser inmortales. (Diéguez, 2017 ofrece una excelente panorámica del transhumanismo). Los campos de investigación e innovación más destacados por los transhumanistas son la inteligencia artificial, la nanotecnología, la robótica y la neurociencia, además —por supuesto— de su tecnociencia más reciente y emblemática: la biología sintética.
Así, en relación a la cuestión principal que estamos tratando, es posible contemplar el transhumanismo —y las ciencias y tecnologías que lo amparan— como el más flamante y ambicioso proyecto de domesticación del ser humano. La mejora humana podría plasmarse en una mejora de la convivencia entre las personas. A algunos les producirá un escalofrío solo el pensarlo, pero tal efecto se podría intentar, por ejemplo, mediante la administración de sustancias o tratamientos neurológicos eficaces; o bien suprimiendo o inhibiendo genes “indeseables”, como los que estarían detrás de una agresividad y violencia excesivas e injustificadas, de acuerdo con los criterios éticos imperantes. En teoría, podría mejorarse también nuestra relación con el entorno natural. Mentes más inteligentes, equilibradas y serenas mejorarían no solo la convivencia entre los seres humanos; sus actitudes y capacidades podrían operar un cambio drástico en la situación de nuestro amenazado planeta.
A este planteamiento se le puede dar todavía otra vuelta de tuerca. Cabe imaginar un escenario distinto, uno en el que, caso de proseguir así el avance de la Inteligencia Artificial (IA), llegue el momento en que las “máquinas” nos superen hasta tal punto que ejerzan sobre los humanos un control benevolente (o esperemos que al menos lo fuera). En otras palabras: seremos domesticados por la IA, de manera más o menos voluntaria y consciente. Podremos dedicarnos a vivir entonces una vida despreocupada, cultivando la ciencia y la cultura, entre otras aficiones y actividades. Ese sería nuestro futuro, a no ser que optemos por una solución más radical, que parte de los transhumanistas defienden, a saber, la integración del ser humano con la IA (Kurzweil, 2005). Se daría paso a un ser nuevo, que, por supuesto, ya no sería humano; acaso, ni tan siquiera “superhumano”. No obstante, adquiriría tal poder que podría combatir cualquier intento de domesticación. Ese combate con éxito contra una futura dictadura de la IA también podrían emprenderlo humanos con una inteligencia mejorada biológicamente hasta niveles ahora inconcebibles. Naturalmente, todo lo dicho pertenece al terreno de la futurología y la especulación, pero ello no es razón suficiente para descartarlo como un mero delirio. Primero, porque podría ocurrir después de todo, y segundo, porque a día de hoy estas visiones del futuro ya establecen, hasta cierto punto, la agenda de la investigación científica, la innovación, la estrategia empresarial y las políticas públicas. Por lo demás, expresan de manera reveladora un imaginario social en plena construcción.
A continuación, vamos a presentar un movimiento académico y cultural que, en apariencia al menos, camina en dirección opuesta a aquella por la que discurren las empresas de domesticación animal y humana que se acaban de describir.
Lo que se conoce en inglés como "rewilding" no tiene equivalente sencillo en castellano. Sería algo cercano a “asilvestrar”, pero esta palabra no se usa con frecuencia, y cuando se hace lo es a menudo con connotaciones negativas. Según el diccionario de la RAE: “asilvestrarse” es volverse inculto, agreste o salvaje. Se están comenzando a encontrar en internet los neologismos “resilvestrar” y “resilvestrado” como verbo y sustantivo, respectivamente, propuestos para la traducción de “rewilding”, aunque de momento con muy escaso uso2. De modo que en este artículo preferimos emplear el término inglés, que es la práctica habitual en la literatura.
El rewilding persigue recuperar o acentuar los aspectos salvajes de un área o incluso de nosotros mismos. Aquí solo voy a tratar el rewilding en tanto una variedad de restauración de los ecosistemas, y no su aplicación a los seres humanos como antídoto frente a la domesticación de la que serían objeto (cfr. Abram, 2010). Con el fin de restaurar las funciones y procesos de los ecosistemas degradados, el rewilding recurre típicamente a la reintroducción de megafauna en grandes espacios conectados por corredores naturales, lo que ocasiona una serie de efectos positivos en cascada en las cadenas tróficas y en el hábitat sujeto a la reintroducción (Svenning et al., 2016).
Como ejemplos de rewilding cabe citar la reintroducción de los lobos en el Parque Nacional de Yellowstone en los años noventa del pasado siglo. Reintroducciones de lobos ha habido recientemente en varios países europeos, así como aumentos significativos en las poblaciones de este emblemático depredador en aquellos en los que continuaban existiendo, incluidas las del norte y oeste de España (por ejemplo, en la Sierra de la Culebra en Zamora). Una reintroducción muy conocida y de éxito es la de grandes herbívoros en Holanda (caballos salvajes y ciervos, entre otros), que comenzó en los años ochenta (Oostvaardersplassen). Los bisontes se han reintroducido asimismo en diversas zonas del continente europeo3. Por su parte, grandes tortugas han sido reintroducidas en varias islas del pacífico, incluida Hawai (Corlett, 2016; Lorimer et al. 2015; Svenning et al., 2016).
¿Pero qué sucede si las especies "originales" se han extinguido? Entonces se puede proceder a repoblar con especies cercanas genética o funcionalmente. Lo que se conoce como “desextinción” permitiría, al menos en teoría, recuperar una especie con objeto de reintroducirla en un área para recrear el ecosistema del que en el pasado formaba parte (Seddon, 2017). Así pues, es fácilmente concebible una alianza entre los programas de rewilding y los de desextinción.
La desextinción (o des-extinción) tiene por objeto "revivir" o "resucitar" especies que se extinguieron, ya sea recientemente, ya en un pasado remoto. Con tal fin se comenzó usando la cría selectiva. Por ejemplo, con los uros, un antiguo proyecto europeo que ha sido actualizado en los últimos años. Posteriormente se han ensayado las técnicas de clonación, pero éstas presentan una variedad de problemas nada simples de resolver. Por eso en los últimos años, la biología sintética —el diseño y construcción de componentes y sistemas biológicos— se ha ido incorporando a este campo. Ofrece la promesa de reconstruir los genomas de especies extintas a partir del material genético que se conserva de dichas especies, usualmente combinándolo con el de parientes próximos suyos que sobreviven en la actualidad. Otro enfoque metodológico es el de la manipulación genética de especies actualmente existentes para "retrotraerlas" a sus ancestros (para una revisión reciente de los pros y contras de los distintos métodos, véase Shapiro, 2017).
Se han depositado muchas esperanzas en la nueva herramienta de edición genética CRISPR (en referencia a ciertas secuencias repetidas de las bases que forman el ADN). Esta herramienta permite cortar el genoma en los lugares oportunos de una manera “sencilla”, eliminando los genes que no se desean e introduciendo las mutaciones deseadas. Por ejemplo, el conocido genetista estadounidense George Church aseguró que mediante la técnica CRISPR podría obtener embriones de mamut lanudo en pocos años, uniendo partes del ADN de mamut que se conservan con otras de ADN del elefante africano (“Woolly Mammoth on Verge of Resurrection, Scientists Reveal”, 2017).
Así pues, y hasta donde se sabe, todavía no ha habido ningún programa de desextinción que haya tenido éxito (si dejamos aparte que un bucardo o ibex pirenaico al parecer naciera de una cabra común y sobreviviera durante diez minutos), pero se espera que para la próxima década se haya conseguido que al menos una especie extinta vuelva a la vida gracias a los avances de la biología sintética. En realidad, siendo realistas, no sería exactamente la misma especie, lo cual no es factible (aunque solo sea porque el embrión debe ser gestado dentro de un “huésped” o ejemplar de una especie viva en la actualidad que sustituya a la extinta, además de que el fenotipo de un organismo es la consecuencia de la interacción entre su genotipo y el ambiente en el que se desarrolla y vive), pero sí sería lo más parecida posible a la original (Shapiro, 2017).
La desextinción es apoyada esgrimiendo diversas razones. Unas son de índole científica, al destacar la enorme oportunidad que representa para el avance del conocimiento en genética; otras, conservacionistas, al contribuir a la lucha contra la pérdida de la biodiversidad; otro grupo de razones sería el de las éticas: se plantea como una cuestión de justicia o de reparación ante el daño causado por la acción humana; y otras, en fin, apelan al atractivo popular que supone poder contemplar especies extintas, junto a los beneficios económicos que ello traería consigo (Oksanen y Siippi, 2014; Sandler, 2014).
La controversia está avivándose en esos mismos campos. Así, se sostiene que el conocimiento obtenido no compensaría la pérdida de recursos en otras áreas de la conservación y de la investigación científica biológica en general, llegando incluso a ser contraproducente (Bennett et al., 2017). Además, se duda de la posibilidad de una desextinción exacta de la especie perdida (se obtendrían aproximaciones en el mejor de los casos) y de su encaje en el ecosistema en el que se reintroduce. En el plano ético, es cuestionable que tengamos la responsabilidad de resucitar especies extintas, apuntándose en cambio al posible daño infligido a los animales con los que se experimenta y a la responsabilidad para con las especies todavía no extinguidas. Por último, se subrayan los riesgos para la salud humana y animal (como las epidemias) y para los ecosistemas (por los posibles efectos imprevistos e indeseados) (Cohen, 2014; Donlan, 2014; Sandler, 2014).
Uno de los argumentos que con más fuerza se esgrimen a favor de la desextinción es el papel positivo que podría tener en el plano ecológico. La extinción de una especie dentro de un ecosistema, especialmente de las que desempeñan una función clave en el mismo, provoca alteraciones a menudo graves e irreversibles. Una especie “revivida” podría reintroducirse en el ecosistema del que formaba parte, promoviendo así la recuperación de las funciones ecológicas perdidas, así como la mejora de la estabilidad y resiliencia de dicho ecosistema (Seddon, 2017).
Ahora bien, las reintroducciones no son sencillas, incluso en el caso de especies que existen a día de hoy pero que desaparecieron de una zona hace solo unos años. En unos casos puede ser por la incapacidad de los animales reintroducidos de adaptarse a la vida fuera de cautividad, o porque se han producido cambios significativos en el hábitat, o porque los animales reintroducidos provocan efectos negativos sobre las especies actualmente presentes. Es de esperar que las dificultades sean mayores con especies hace tiempo extinguidas y que realmente no son idénticas a las originales. Por ello, parece más prudente recurrir a especies que se encuentren próximas en su rol ecológico a las extintas, en lugar de experimentar con especies “desextinguidas”. Además, muchos científicos creen que la desextinción se va a concentrar en especies con un gran valor simbólico y comercial y que tendrá poco impacto en la restauración de los ecosistemas a nivel global. Dada la magnitud de la crisis ecológica, es improbable que los programas de desextinción colaboren significativamente en la tarea de hacer que el mundo vuelva a ser salvaje, o que al menos lo sea más que ahora (Bennett et al., 2017). Uno de los primeros proponentes del rewilding, el ecólogo norteamericano C. Josh Donlan, se muestra cauto respecto al impacto real que finalmente tendrá la desextinción para los programas de rewilding y de conservación de la biodiversidad, pero no se opone completamente a ella, porque piensa que puede servir para atraer el interés de la opinión pública y más recursos en un escenario en el que parece que el interés popular —y el consiguiente apoyo político— a los temas ambientales está declinando (Donlan, 2014).
Pero la crítica en la que deseo centrarme aquí apunta a las causas más profundas que se encuentran tras la concepción y desarrollo de la biología sintética4. La biología sintética puede definirse como la construcción de sistemas biológicos artificiales (como células, organismos y genomas). A tal fin, identifica, crea y utiliza componentes biológicos, como “cajas de herramientas” (European Group on Ethics in Science and New Technologies, 2010, p. 14; Schmidt, 2015). Su aproximación conceptual y metodológica revela claramente el énfasis puesto por la biología sintética en los elementos de diseño y de producción de entidades. La búsqueda del conocimiento por sí mismo queda en un lugar subordinado. En cualquier caso, esa comprensión se produciría “haciendo”, “produciendo”, “fabricando” sus objetos de estudio.
La biología sintética es una tecnociencia emergente, con promesas desmedidas de innovaciones en el campo biomédico, energético, alimentario y ambiental (Grunwald, 2015). A fin de cumplir dichas promesas, la biología sintética aspira a rediseñar o incluso reinventar la naturaleza. Busca la creación de formas artificiales de vida dando prioridad al control técnico sobre la comprensión científica de los procesos, para lo cual se sirve de herramientas como la reducción del genoma (lo que se denomina “genoma mínimo”), la ortogonalización (evitar que dos sistemas se influencien mutuamente, manteniendo así la funcionalidad), la evolución dirigida (fomentar la variabilidad para seleccionar posteriormente las mutaciones de mayor interés) y las simulaciones de ordenador para modelar la complejidad de los sistemas vivientes (Giese, Pade, Wigger y von Gleich, 2015).
Así pues, la biología sintética persigue el control de la realidad natural mediante el diseño, pero difiere de los enfoques clásicos de la ingeniería y de la tecnología en que para ello no necesariamente debe simplificar la complejidad de su objeto convirtiéndolo en un conjunto de partes más simples, aunque también lo hace cuando es posible (Nordmann, 2015). En cualquier caso, causa desasosiego que, a fin de obtener ese control se siga manteniendo el viejo sueño de la ciencia moderna de la domesticación de la naturaleza. Eso sí, ahora se hace por otros medios, más tecnológicos que teóricos, y con un ropaje más “biologicista”, “naturalizado” o “biomimético” que mecanicista o determinista. La maniobra se confía a simulaciones informáticas y a otros métodos de ingeniería que buscan el control absoluto de su objeto, si es necesario construyéndolo desde la nanoescala (átomo a átomo, molécula a molécula), explotando la capacidad natural de autoorganización de los sistemas vivientes, equiparando la complejidad del modelo o sistema tecnológico al sistema natural que quiere reproducir o recurriendo a otras estrategias (Giese et al., 2015).
El lenguaje ingenieril de la biología sintética se encuentra epistemológicamente vinculado a una visión “tecnologizante” del mundo, a mi juicio, a una injustificada confianza en el poder de la tecnología para controlarlo y transformarlo. A pesar de su juventud, su hybris es heredera de la que frecuentemente ha acompañado la ciencia y la tecnología desde el inicio de la Modernidad. No obstante, sabemos desde hace tiempo que las soluciones tecnológicas no bastan para resolver los problemas de la humanidad, problemas a menudo ocasionados por el propio desarrollo tecnológico. Para agravar la situación, pensemos que la biología sintética encaja bien dentro del paraguas de la bioeconomía (no en la benévola versión económica ecológica del término, sino en la del capitalismo avanzado), con sus intentos de apropiarse de cualquier entidad viviente o parte de la misma que pueda resultar beneficiosa desde el punto de vista económico.
Por lo dicho, es de temer que la biología sintética, con la finalidad de desextinguir especies para el rewilding, constituya un planteamiento tecnológicamente agresivo, basado en el viejo paradigma de dominación de la naturaleza, que priorizaría la imposición sobre la cooperación con la agencia natural. Por ello no parece la mejor compañera para unas iniciativas que, empleando con mesura los medios científicos y técnicos, perseguirían lo contrario de lo que simboliza la biología sintética. Por supuesto, se puede contraargumentar que el rewilding también emplea la ciencia y la tecnología en sus proyectos, y que incorpora un inevitable componente de intervención y de artificialidad. La respuesta a esta objeción es que el rewilding puede caer en efecto en el mismo error, pero no forzosamente. Hay programas de rewilding que pretenden la mínima intervención posible, incorporan una actitud respetuosa hacia la naturaleza, persiguen colaborar con ella, no imponerse en el más tradicional estilo prometeico.
Por lo demás, es cuestionable que algo artificial como sería una especie resucitada mediante técnicas punteras de la biología sintética se haga pasar por “natural” o por “salvaje”, puesto que ello conduce a engaño. Por las razones aludidas no parece sostenible la afirmación de que la innovación tecnológica, en la forma de biología sintética para la desextinción, pueda llegar a ser una aliada de lo salvaje, de lo no domesticado. Bajo ese disfraz, la biología sintética, como las anteriores biotecnologías, producción de transgénicos, intervenciones genéticas de mejora, etc., no es ajena al sueño de la domesticación a gran escala de lo viviente.
Como se indicó al comienzo de este trabajo, tanto el proyecto de domesticación como el de rewilding, que en apariencia se encuentran en polos opuestos por los fines que persiguen y los medios que utilizarían para conseguirlos, comienzan a revelar tras una mirada más detenida algunos atributos sorprendentemente similares. Es verdad que no resulta sencillo elaborar un listado de puntos en común sin las necesarias precauciones. Cada uno de ellos agrupa numerosas variantes, desde las más moderadas hasta las más radicales, ya sea en el plano político, ya en la fe en el poder tecnocientífico para alcanzar sus metas. El discurso transhumanista, por razones obvias, deposita en la ciencia y la tecnología una confianza muy alta, normalmente de carácter optimista. Sin embargo, no debemos olvidar que en otras ocasiones se aproxima claramente al pesimismo y al catastrofismo, atendiendo a los efectos indeseables que los avances científicos y tecnológicos puedan traer consigo, lo que incluye la domesticación abusiva del ser humano (Diéguez, 2017). También el rewilding otorga a la realidad tecnocientífica un enorme poder. En muchos casos, la acusa de ser la causante de la mayoría de los males que aquejan al planeta y sus habitantes. Hay posturas de vuelta a lo salvaje que ven en la civilización tecnológica el enemigo a batir, propugnando un regreso a tiempos en los que los humanos llevaban vidas más sencillas y, supuestamente, más felices (Zerzan, 2008/2016). Esa cosmovisión primitivista se ve contrastada por otros enfoques que buscan en el conocimiento científico y la intervención técnica los aliados que harán de la naturaleza lo que fue en el pasado. Para estas modalidades, rewilding y civilización moderna no están contrapuestos; al contrario, la misma ciencia y tecnología que habría causado los problemas ambientales sería la responsable de resolverlos.
Así pues, tras los programas de domesticación transhumanista y de rewilding se encuentran de manera manifiesta elaborados discursos tecnoutópicos (o, en su caso, tecnodistópicos), pero no parece que haya una ideología única asociada a la producción de dichos discursos. Lo que sí cabe es rastrear interesantes conexiones con una visión excesivamente simplista y confiada en el poder transformador de la ciencia y la tecnología, ya sea para bien o para mal. La mayoría de los males sociales y ambientales actuales estarían causadas por ellas; también en ellas se depositaría la esperanza de solucionarlos. Se ignora así de forma injustificada la mayor parte de la historia de la ciencia y de la tecnología en la modernidad, que revela lazos mucho más complejos de ambas con las estructuras culturales, económicas y materiales vigentes en cada época, y sobre todo con el desarrollo del capitalismo (Boltanski y Chiapello, 1999/2002; Jameson, 1989). Por ejemplo, como se ha sugerido anteriormente, es posible argumentar cómo los discursos de algunas tecnologías emergentes, y más en concreto en apoyo a la biología sintética, se insertan en un modo de producción bioeconómico que amenaza con convertir en mercancía cualquier aspecto de lo viviente. Las sociedades capitalistas contemporáneas producen discursos legitimadores que se disfrazan a menudo de descripciones científicas objetivas de la realidad y de los medios técnicos más eficientes para cumplir los fines fijados. La crisis ecológica global ha revelado, entre otros muchos procesos de cambio, que esa visión del mundo ya no es sostenible. Aunque no es el objetivo de este trabajo, sin duda una tarea valiosa es la de situar los diferentes discursos de la domesticación y el rewilding en el marco económico y social de su producción.
Oficialmente todavía vivimos en la época geológica conocida como "Holoceno" (perteneciente al periodo cuaternario). Pese a ello, está más y más extendido el situarnos en el "Antropoceno" ("Anthropocene" en inglés). El término fue propuesto en el año 2000 por el Nobel de química Paul Crutzen para resaltar el impacto de la actividad humana en el planeta durante los últimos siglos (a partir de la revolución industrial) o incluso milenios (con la aparición de la agricultura). La magnitud y extensión de tal impacto —especialmente en el clima y en la destrucción de los ecosistemas— haría de Homo sapiens una especie de fuerza geológica a escala global. En general, esto se percibe como algo negativo, como una crisis ambiental de corte catastrófico, pero para algunos tecnófilos, como por ejemplo los proponentes de la geoingeniería, la situación es apreciada más bien como si de una extraordinaria oportunidad se tratara: estaríamos llegando al punto en el que la tecnología nos permitirá modificar, según nuestras necesidades y caprichos, una realidad mucho mayor que la de nuestro entorno cercano. Diseñaremos a placer el planeta entero. El mismo Paul Crutzen (2006) se muestra partidario de utilizar métodos de geoingeniería a gran escala como un mal menor para luchar contra el cambio climático; pero no está ni mucho menos solo en el empeño. El reputado astrofísico y geoingeniero Lowell Wood afirma con una mezcla de inocencia y vanidad (según Basarab Nicolescu, quien lo cita críticamente): “Hemos transformado todos los ambientes que nos rodean. ¿Por qué no hacer lo mismo con el planeta?” (Nicolescu, 2016, p. 81).
A mi juicio los programas de desextinción impulsados por la biología sintética encajan perfectamente en el marco del Antropoceno, ya que reflejan, junto con otros proyectos más o menos megalómanos (como los de la geoingeniería), la voluntad férrea de transformar sin límites la Tierra y todo lo que contiene. En caso de fracaso, el plan b, cada vez más aireado, ¡es el de escapar a otro planeta, eso sí, preferiblemente terraformado con anterioridad! Pareciera que las únicas alternativas disponibles fueran el desastre ambiental sin paliativos o el sometimiento completo y efectivo de la naturaleza por parte de nuestra especie.
Como vimos, la domesticación consiste básicamente en la selección artificial (por contraposición a la selección natural) de ciertas características de animales y plantas que responden a nuestras necesidades y deseos, desde las necesidades nutricionales al placer obtenido al poseer un bello pura raza. El control sobre la selección natural, tanto tiempo codiciado, ya comenzaría a ser posible con las modernas tecnologías genéticas. Pero es interesante extender la idea de la domesticación para abarcar cualquier transformación deliberada de la naturaleza de acuerdo a nuestros fines. Así, un paisaje natural convertido en una explotación agrícola o en un parque recreativo sería ejemplo de entorno natural domesticado. Lo natural se convierte en artificial (al menos en parte); lo salvaje en doméstico. Con demasiada frecuencia, esa domesticación no es perfecta, ya que provoca numerosos efectos indeseados. Pensemos, por reiterar el ejemplo, en la transformación del clima del planeta por causas antropogénicas. Así las cosas, la naturaleza del Antropoceno sería una naturaleza domesticada o en vías de domesticación. El planeta al completo sería transformado para ponerlo a nuestro servicio, si es que podemos controlar los efectos indeseados de tan descomunal empresa.
Si se contempla por un momento ese escenario, ¿qué sentido tendría promover lo salvaje en la era de la domesticación antropocénica? ¿Es siquiera posible? En la presente situación de interferencia humana global en los procesos naturales —también denominada "el fin de la Naturaleza", según la afortunada expresión de Bill McKibben (1989)—, ¿tiene algún sentido acuñar la expresión "rewilding del Antropoceno"? Además, cabría sostener que no es coherente atacar la desextinción por sus negativos efectos antropogénicos a la vez que se defiende el rewilding, que, a la postre, también actúa técnicamente sobre la naturaleza para transformarla, y que por si fuera poco sería inviable en su intento de recuperar un pasado que ha sido irreversiblemente alterado por la acción del ser humano, por las fuerzas naturales o por una combinación de ambas.
Veamos una posible línea de respuesta. En lugar de buscar la vuelta al Pleistoceno o en todo caso a un pasado más o menos remoto, lo cual es problemático, si no lisa y llanamente imposible, el rewilding tendría como objetivo el de extender lo salvaje en las condiciones presentes y con una visión de futuro. El primer paso es reconocer la ingenuidad que supone buscar una naturaleza "prístina" e "intacta", una naturaleza supuestamente libre de cualquier grado de intervención y control humanos. Hoy en día, ya sea la superficie terrestre, el océano o la atmósfera no hay lugar que sea ajeno a los efectos de la agencia humana, como son la contaminación, la agricultura, los asentamientos urbanos, las infraestructuras y, por supuesto, el calentamiento global. Sin embargo, la intensidad de esas interferencias y modificaciones varía enormemente, y de ninguna manera implica que los procesos naturales ya no funcionen, como lo demuestra claramente el rewilding espontáneo de las tierras abandonadas.
Este planteamiento es más sencillo de comprender si pensamos en la domesticación de animales y plantas no como, forzosamente, una agresión a lo salvaje, un pecado que rechazar en nombre de puros e intocables ideales ecologistas. Es la línea defendida por Donna Haraway (2008): la domesticación podría ser vista, al menos en ciertos casos, como una colaboración entre especies, que se “utilizan” o co-producen en el proceso. Tal sería el caso de los perros y las personas que los acogen y cuidan a cambio de un bien tangible (pastoreo, defensa, comida en tiempos de hambrunas) o algo más elusivo (fidelidad incondicional). Pero es que, en este sentido, el rewilding también requiere una colaboración entre especies. Los lobos reintroducidos lo pueden ser porque en su supervivencia colabora el ganado que es depredado. Asimismo colaboran diversos tipos de humanos: los ganaderos que aceptan las subvenciones a cambio de las pérdidas sufridas, los cazadores que acatan las prohibiciones y vedas, los turistas que pagan por ver a los depredadores reintroducidos en un área hasta hace poco exclusivamente rural, los ecologistas que velan celosamente por el cumplimiento de los objetivos del programa y la normativa de protección, etc. Dicho de otro modo: un animal domesticado está inmerso, y coproduce, una red con actores humanos y tecnología; un animal salvaje, también. La diferencia es la índole específica de dicha red: los objetivos que se van estableciendo, las relaciones que se crean y modifican, los compromisos que se alcanzan, las habilidades que se van desplegando, los heterogéneos elementos que (como diría la teoría del actor-red de Bruno Latour) se van enrolando paulatinamente. Este enfoque no supone renunciar a los principios éticos, como los relativos al maltrato o explotación animal. Lo que pide es no aplicarlos en abstracto, sino situadamente, y no solo entre seres humanos.
Por mucho que pensemos en términos de un control absoluto sobre la naturaleza, realmente ignoramos cómo va a evolucionar la moderna tecnología (IA, robótica, bio, nano, cogno) y, por consiguiente, si vamos a conseguir alcanzar y mantener dicho control tecnológico ubicuo o se nos va a ir de las manos más pronto que tarde. Incluso cabe la posibilidad de que la tecnología acabe controlándonos a nosotros en muchos más aspectos que en el presente, produciendo un entorno artificial que al final resulte ser algo parecido a una prisión. Aunque solo fuera por eso, porque la ilusión del control absoluto es insostenible, hay que dejar espacio para lo salvaje. Pero hay que abogar por lo salvaje de una manera que no sea dogmática o ingenua. Lo salvaje tiene su propia dinámica y autonomía, pero necesita de nosotros. Si todos somos partícipes en la creación simultánea de naturaleza y cultura, esta constatación es todavía más innegable en el Antropoceno. Se requiere mejorar la “intimidad entre los seres” por todos los medios de los que dispongamos.
En suma, el rewilding en el Antropoceno podría significar la colaboración con la agencia y la espontaneidad de la naturaleza, en lugar de la imposición de nuestra voluntad a toda costa. Una colaboración decidida, a gran escala y con el tiempo que fuere preciso, podría acabar produciendo un cambio drástico en la trayectoria de colisión de nuestra especie con el planeta. Por todo lo dicho, es deseable volver más salvaje el Antropoceno. Afortunadamente, no hay razones para pensar que sea una tarea imposible (aunque sí extremadamente difícil).
La llegada del Antropoceno inaugura una disyuntiva epocal de una magnitud casi impensable. O apostamos por hacernos más salvajes (y volver más salvaje el planeta) o por domesticar la naturaleza hasta sus últimas consecuencias. El humanismo intentó domesticar la naturaleza y a nosotros mismos. Lo primero lo consiguió a medias, y en lo segundo parece haber fracasado definitivamente. El transhumanismo nos promete una mejora del ser humano cuyas consecuencias para el resto del mundo natural pueden ser devastadoras, o al menos, tremendamente inciertas.
Hay, pues, un creciente movimiento hacia el retorno a lo salvaje, o rewilding, que tiene por objeto restaurar una dinámica natural degradada por la acción humana, mediante la reintroducción en grandes áreas de especies desaparecidas de la zona o de sus parientes evolutivos más próximos, al tiempo que persigue los beneficios físicos y psicológicos que se obtienen de una inmersión más prolongada y profunda de las personas en los entornos naturales. Aquí se ha sugerido que el uso de la biología sintética de la desextinción para el rewilding sería más pernicioso que positivo, atendiendo al paradigma tecnocientífico en el que se sustenta dicha disciplina. En cualquier caso, los enormes avances tecnológicos en los últimos años están dando alas al sueño humano de mejorarse a sí mismo para vencer las limitaciones naturales (enfermedades, debilidad, muerte) y, de paso, obtener un control absoluto sobre el mundo natural en su totalidad. Es decir, se contempla una domesticación total de la naturaleza, eliminando cualquier reducto donde pudiera esconderse lo salvaje.
Quizás sea paradójico, pero tal parece que la vía más prometedora para evitar el colapso humano y ecológico, si no la única, es la de domesticarnos y hacernos más salvajes simultáneamente. Debemos volvernos todos (también las elites) seres más domesticados, si eso supone una disminución del afán desmesurado de poder y de la agresión injustificada, reduciendo, con ello, el sufrimiento de la humanidad y de otros seres sentientes (incluidos los animales domesticados y los que corren libres); debemos volvernos más salvajes, si ello significa restablecer los lazos de convivencia y compromiso que hemos estado perdiendo con el resto de seres vivos. Con ellos necesariamente hemos de “reconectarnos” como es debido. El riesgo cierto, en caso contrario, es el de abocarnos a nuestra propia extinción, o a lo que no se sabe si podría ser incluso peor: un declive inimaginable de nuestra civilización. ¿Qué quedaría después del Antropoceno?
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