Sufrimiento y agencia política: pesquisa sobre la condición de víctima en Bojayá, Colombia

Suffering and political agency: an inquiry into the condition of victimhood in Bojayá, Colombia

  • Ximena Castro-Sardi
  • Cristian Erazo
Las víctimas han adquirido una legitimidad social y política inédita en el mundo contemporáneo. A la luz de dicho fenómeno y los debates que ha generado en las ciencias sociales y humanas, en este artículo analizamos cómo se construye la identidad de víctima en Bojayá, un municipio del litoral pacífico colombiano donde fueron masacradas más de ochenta personas en 2002 durante un combate entre las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo) y las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). Apoyados en entrevistas y datos de campo, argumentamos que el trauma social de la masacre y el sufrimiento son el motor de la agencia política de las víctimas y el medio que les permite devenir sujetos políticos. A partir de conceptos del psicoanálisis lacaniano, concluimos que la nominación de víctima en Bojayá posibilita que sus habitantes —antes invisibilizados— existan para el Otro de la nación y del escenario internacional.
    Palabras clave:
Victims have acquired an unprecedented social and political legitimacy in the contemporary world. In light of this phenomenon and the debates it has generated in the social and human sciences, in this article we analyze how victimhood is constructed in Bojayá, a municipality on the Colombian Pacific coast, where more than eighty people were massacred in 2002 during a combat between the FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo) and the AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). Supported by interviews and field data, we argue that the social trauma of the massacre and suffering are the cause of political agency of the victims and the means for becoming political subjects. Based on conceptual categories coming from Lacanian psychoanalysis, we conclude that the nomination of victim in Bojayá is fundamental for its inhabitants –previously invisible– so that they can be recognized by the Other of the nation and the international scene.
    Keywords:

1 Introducción1

Después de un trauma, hay que reinventar un Otro que no existe más.
Eric Laurent (2002, p. 5).

Los derechos de las víctimas del conflicto armado colombiano no eran reconocidos antes de la promulgación de la Ley 1448 de 2011, o Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Por más de 40 años, varios millones de personas desplazadas, desaparecidas, sobrevivientes de secuestros y masacres, estuvieron invisibilizadas en un país con fracturas sociales, políticas y territoriales (Giraldo, 2017). La brecha entre las grandes ciudades y el campo, el desdén de las élites urbanas ante los fenómenos violentos que afectan las zonas rurales y el abandono estatal de las regiones apartadas, dieron lugar a una construcción ideológica que durante casi una década contribuyó a la construcción de un enemigo terrorista que teníamos que combatir militarmente, ignorando las condiciones estructurales de desigualdad y las adversidades que afrontaban, en particular, los pobladores de la región chocoana del Medio Atrato: la guerra, el narcotráfico, las bandas criminales, la minería ilegal, los enfrentamientos entre las guerrillas y los paramilitares.

En 2011 empezó el proceso de restablecimiento de los derechos vulnerados de millones de personas en Colombia, o el reconocimiento de las víctimas a fin de proveer mecanismos para su reparación y ofrecer garantías de no repetición por parte del Estado. Con el objetivo de lograr un viraje fundamental en un país que tiende a no recordar y repetir de forma incesante sus ciclos de violencia, en el marco de la Ley de Víctimas se creó el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), cuyo objetivo es contribuir al deber de hacer memoria y al derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y toda la sociedad. Uno de los primeros trabajos del Centro consistió en reconstruir acontecimientos excepcionalmente violentos, como la masacre de Bojayá, a través de investigaciones centradas en los testimonios de las víctimas.

Dicha masacre ocurrió durante un enfrentamiento entre el Frente 57 de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo) y el Bloque Élmer Cárdenas de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). El combate tuvo lugar en Bellavista —la cabecera municipal de Bojayá— y Vigía del Fuerte —un municipio vecino que integra el departamento de Antioquia— desde el 20 de abril hasta el 7 de mayo de 2002 (CNMH, 2010). Los paramilitares, apoyados por la fuerza pública, deci

dieron disputar el dominio territorial de la guerrilla en el Medio Atrato. En la mañana del 2 de mayo, la guerrilla atacó con cilindros bomba a un grupo de paramilitares que se encontraban cerca de la parroquia San Pablo Apóstol a sabiendas de que ahí, en una capilla de cemento, se resguardaban alrededor de 300 personas que esperaban sobrevivir en la casa de Dios (Gómez, 2012). Un cilindro bomba rompió el techo de la iglesia y estalló en el altar. El Gobierno recibió múltiples alertas tempranas de organismos de control, la Diócesis de Quibdó y varias ONG debido a la falta de fuerza pública y la incursión de actores armados ilegales, pero no protegió a la población civil (Vanegas, 2017). Aquel día, hace quince años, murieron más de 80 personas2.

Agrupados en torno al Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, los sobrevivientes de la masacre llevan más de una década trabajando a favor de la reparación de las personas afectadas con el apoyo de entidades del Estado, académicos y organizaciones de asistencia humanitaria internacionales y locales. La labor sustancial de este Comité ha repercutido en la formación y la legitimación de la identidad de víctima, entendida como una condición de existencia subjetiva, social y política. La finalidad de este artículo es analizar qué significa ser víctima en Bojayá: ¿en qué consiste? ¿Cuáles son las implicaciones subjetivas y políticas? ¿Cómo es la relación de las víctimas no solo con los responsables de la masacre, sino también con los actores que pretenden ayudar? En últimas, pretendemos que este análisis contribuya a profundizar la comprensión del entramado singular que se ha originado entre el sufrimiento y la agencia política de las víctimas.

Las preguntas que orientaron este trabajo investigativo, así como las reflexiones presentadas en el texto, surgieron y se desarrollaron en una serie de salidas de campo del equipo de investigación a la región de Bojayá, Chocó, entre abril de 2016 y mayo de 20173. Se empleó una metodología basada en un enfoque hermenéutico-interpretativo (Ricoeur, 2000), utilizando principalmente producciones narrativas (Balasch y Montenegro, 2003). Los relatos y narrativas co-construidos por los investigadores y los participantes de la comunidad en conversaciones temáticas, así como las notas de campo, la revisión de archivos y las entrevistas realizadas por los diferentes miembros del equipo de investigación, incluyendo aquellas que se grabaron para la producción de dos productos audiovisuales4, se analizaron a partir de las siguientes categorías: identidad de víctima, significación de la masacre, y representaciones del Estado y agentes humanitarios.

2 ¿Qué es ser víctima hoy? Coordenadas de un debate

La condición de víctima en la actualidad, tal como lo afirman Didier Fassin y Richard Rechtman (2009), ha adquirido una legitimidad política y social inédita. Algunos autores hablan del “empuje a la victimización generalizada” (Caretti, 2015), la “nueva visibilidad o centralidad de las víctimas” en nuestra época (Arias, 2012; Gatti y Martínez, 2017) o la “inflación del discurso victimizante” (Leguil, 2015) para señalar que la identidad de “víctima” se ha legitimado como un modo privilegiado de inserción social en un mundo caracterizado por la incertidumbre y la disolución de los referentes y las narrativas identitarias de las sociedades tradicionales y modernas. Desde una perspectiva en ciencias sociales y humanas, de influencia francófona, también se señala la desresponsabilización y pasividad asistencialista como consecuencia de la solidificación de dicha identidad en el campo de las relaciones sociales (Wieviorka, 2003). Otra mirada, de influencia anglosajona principalmente, considera que el sufrimiento de las víctimas ha dejado de ser insignificante o sospechoso, subvirtiendo así el aislamiento simbólico, la invisibilidad política y la incomunicabilidad del dolor de las víctimas; esto introduce una nueva economía moral en torno a la centralidad del sufrimiento de aquellos que han sido objeto de injusticias y acontecimientos traumáticos en contextos de vulnerabilidad y exclusión social (Kleinman, Das y Lock, 1997; Ortega, 2011).

El debate contemporáneo sobre la condición de víctima oscila entre estas dos posiciones: la primera se centra en la importancia de desvictimizar para poder asumir la postura de un sujeto político, y la segunda, en la necesidad de reconocer y atender el sufrimiento de quienes han padecido múltiples formas de exclusión y violencia (Gatti, 2016). De manera que tal debate se enfoca en la relación entre ser ciudadano o ser víctima. ¿Es posible asumir una ciudadanía plena siendo víctima? Gabriel Gatti y María Martínez (2017) proponen que la condición de víctima sea considerada como una identidad paradójica: las víctimas hablan y a la vez no hablan, pues muchas veces son otros los que hablan por ellas en los lenguajes expertos que componen el campo de la asistencia humanitaria y los derechos humanos. La misma lógica se aplica a su posibilidad de actuar colectivamente: están asociadas a la pasividad, pero se han convertido en sujetos de acción en ámbitos sociales, políticos y jurídicos.

¿Cómo entender la agencia de las víctimas si estas son definidas por su condición de mero objeto de adversidades y catástrofes? Alán Arias (2012) señala que la noción de víctima, cuya etimología alude a un “ser vivo sacrificado a un dios” (p. 36), arrastra hasta nuestros días un sentido asociado a una corporalidad postrada y sacrificada que impediría cualquier posibilidad de asumir una posición autónoma y empoderada. Como salida a dicho impasse, este autor propone trabajar en la construcción de un “concepto crítico de víctima que trascienda el cuerpo sufriente —y su espectáculo— por vía de un proyecto de resistencia y emancipación, que incorpora pero que no se agota en la queja y en la reparación” (p. 36).

Desde la perspectiva del psicoanálisis lacaniano, algunos autores señalan la tensión ética entre “ser sujeto” y “ser víctima” (Botas, 2015; Caretti, 2015): lo primero se refiere a una posición asumida y decidida respecto a un deseo propio que implica una responsabilidad subjetiva, y lo segundo, a un objeto de la maldad o de la ayuda humanitaria del Otro5. Pero la noción de víctima no agota la noción de sujeto, pues responsabilizarse de sí mismo es un acto que excluye reducir el sujeto a ser objeto-víctima del Otro. Según este punto de vista, la legítima y necesaria asistencia de las víctimas debe estar “orientada por el sufrimiento de un sujeto que está en situación de víctima, que habla desde el lugar de víctima que circunstancialmente ocupa”. Es una forma de intervención que considera “la diferencia entre las condiciones del ser y las condiciones del estar, localizando al sujeto que se encuentra allí” (Botas, 2015, p. 4), pero sin desconocer la responsabilidad jurídica del victimario.

Víctima o sujeto, sujeto sufriente o sujeto político, víctima o ciudadano. Cualesquiera que sean los términos usados, los pensadores e investigadores de diversas disciplinas que se han interesado por el lugar central que tienen las víctimas en la contemporaneidad se debaten entre el necesario reconocimiento del sufrimiento de las víctimas y su consecuente tratamiento mediante dispositivos asistenciales, por una parte, y la importancia de concebir las víctimas como sujetos con voz propia, capaces de movilizarse colectivamente y agenciar la construcción de un mundo más justo, por otra. Sin ser excluyentes, las diferentes posturas suponen énfasis distintos y modos de intervención social diversos. Pero hay un asunto que es común a todas las formas de entender la condición de víctima en este momento histórico: su relación intrínseca con la noción de trauma.

Para Didier Fassin y Richard Rechtman (2009), víctima y trauma son dos nociones indisociables y la condición contemporánea de la víctima está asociada a la vivencia de un acontecimiento externo, ajeno a la voluntad del sujeto, contingente y sorpresivo. Lo particular del paradigma victimizante actual no solo es el énfasis en la intensidad del acontecimiento y en cómo afecta de manera generalizada y homogénea a quienes han estado expuestos, sino también que los sujetos desprotegidos, vulnerables, sufrientes y traumatizados encuentran en la categoría víctima una vía legítima de inclusión social en la medida que tienen derecho a auxilios estatales y humanitarios. Lo interesante del argumento de estos autores es que el trauma y el sufrimiento de las víctimas, verificado y certificado por discursos expertos (psiquiatría, psicología, derecho, etc.), es el medio para que el Otro reconozca a alguien como una víctima. A raíz de este reconocimiento, muchas personas que han estado excluidas e invisibilizadas socialmente, además de haber padecido un acontecimiento traumático, obtienen un lugar en el mundo, una identidad. Según Rechtman, en una entrevista realizada por Clotilde Leguil (2015), la víctima es hoy “la portadora de una verdad sobre el acontecimiento histórico, sobre lo intolerable y lo indecible” (p. 54). Su voz es escuchada sin el filtro de sospecha que la acompañaba en otros tiempos. Debido a la dialéctica entre la víctima y el trauma, es relevante hacer una revisión del último concepto y de sus desarrollos en las ciencias sociales y humanas.

Francisco Ortega (2011) nos recuerda que el concepto de trauma proviene del griego traumat, que significa herida en el tejido humano, y que, si bien su uso en medicina se registra desde el siglo XVIII, su auge se sitúa en los estudios sobre el sistema nervioso y el impacto de las emociones en el comportamiento humano hacia finales del siglo XIX, en particular los que se referían a los síntomas nerviosos producidos por accidentes ferroviarios en Europa. Hoy en día es un término popular, no solo porque suele “desdoblarse en un registro metafórico tanto en el ámbito académico como en la arena pública más amplia” (Ortega, 2011, p. 57), sino también porque se ha convertido en una categoría ineludible para analizar los efectos psíquicos y sociales de la violencia desde las grandes guerras del siglo pasado (Caruth, 1995). En nuestra opinión, dicha categoría posibilita superar la mirada dicotómica que separa los aspectos subjetivos de los sociopolíticos cuando se abordan las heridas simbólicas que dejan los sucesos violentos.

Asimismo, el concepto de trauma ocupó un lugar central en las teorías de Freud: además de considerar los síntomas histéricos como manifestación de una experiencia sexual traumática de la infancia, propuso una teorización innovadora sobre la repetición de los sueños traumáticos en los excombatientes de la Primera Guerra Mundial. El psicoanálisis, con Freud y después de este, es una de las disciplinas que más ha contribuido a la conceptualización del trauma fuera del campo médico; ciertamente, es una referencia obligatoria para diversos pensadores sociales que retoman la idea de que el trauma es la respuesta de un sujeto ante un evento del mundo externo que trae un exceso imposible de asimilar. Desde esta perspectiva, el énfasis no está en el evento, sino en el aspecto subjetivo de la respuesta ante él y en la imposibilidad de asimilación psíquica que demanda un trabajo de elaboración posterior (Arciniegas, 2012; Castro-Sardi, 2019).

En las décadas de 1970 y 1980 comienza la teorización acerca la dimensión colectiva del trauma, acuñándose el término trauma social o trauma cultural para designar:

Los procesos y los recursos socio-culturales por medio de los cuales las comunidades encaran la construcción, elaboración y respuesta a las experiencias de graves fracturas sociales que se perciben como moralmente injustas y que se elaboran en términos colectivos y no individuales. (Ortega, 2011, p. 30)

Según Ortega (2011), existen dos tendencias en los estudios sobre el trauma social. Algunos investigadores de las ciencias sociales insisten en que “hay eventos extremos o límites cuya experiencia no es fácilmente asimilable por la comunidad por sus efectos desestructurantes, su capacidad de infligir sufrimiento, su mismo carácter socialmente inédito” (p. 32). En cambio, otros piensan que los traumas sociales conllevan un “proceso mediante el cual colectivamente se define el daño doloroso, se determina la víctima, se atribuye responsabilidad y se asignan las consecuencias morales, ideológicas y materiales” (p. 33). Los primeros se enfocan en el “evento abrumador”, y los segundos, en el “sujeto abrumado”. Para Ortega, la noción de acontecimiento es útil para superar esta oposición, entendida como “un momento de ruptura y transformación en las coordenadas tiempo-espacio a la vez que nos remite a un entramado de hechos —más que a un hecho individual— que expresan una lógica social compleja” (2011, p. 35). Los acontecimientos permiten “acceder a las experiencias de aquellos que sufren, participan y reaccionan a la crisis social” (p. 37), pero también comprender los escenarios sociales por medio del sufrimiento, la participación y la reacción de las víctimas.

Además, para hablar de traumas culturales no basta con que un proceso sea representado como algo devastador. Es necesario “que se produzca una memoria colectiva del suceso como evento traumático” (Ortega, 2011, p. 39). En este sentido, los testimonios y relatos producidos por las víctimas son idóneos para explorar los acontecimientos traumáticos. Un testimonio, fuera de nombrar los actos violentos, posibilita el trabajo de duelo y permite recuperar lazos sociales: “forja una comunidad coral, una memoria viva que recupera el presente al construir una memoria colectiva” (Ortega, 2011, p. 53). Por su parte, la imposibilidad de dar testimonio demuestra que el trauma implica tanto una experiencia afectiva de gran intensidad como una crisis de representación. Los traumas rechazan la narración de acuerdo a las categorías existentes, tal como lo expuso Walter Benjamin (1924) en su reflexión sobre el silencio de los excombatientes de la Gran Guerra6. En palabras de Jacques Lacan (1912/1970), es un Real “que no cesa de no escribirse”7 y que insiste en su intento de elaboración por medio del lenguaje, dejando siempre un resto sin representar (Castro-Sardi, 2019). La voz hablada, silenciada y a veces escuchada de las víctimas, en lenguajes propios o traducidos por expertos, nos muestra esta paradoja que habita el trauma: no sabríamos nada sobre el acontecimiento sin los relatos de las víctimas como testigos de lo imposible de decir.

3 La masacre de Bojayá como trauma social

En Bojayá existe una relación intrínseca entre la configuración de la identidad de víctima y la masacre del 2 de mayo de 2002. Pero ¿tal acontecimiento puede considerarse como un trauma social? Para Francisco Ortega (2008), los acontecimientos traumáticos, además de ser destructivos, dejan una marca indeleble en las víctimas y se vuelven perturbadores para sus protagonistas y los descendientes de estos, aun después de años y décadas. Son capaces de desbordar los referentes de previsión de las comunidades y cuestionan “no solo la viabilidad de la comunidad sino la vida misma” (p. 31). En suma, “el mundo tal y como era conocido en el día a día es arrasado [cursivas añadidas]” (Veena Das, citada por Ortega, 2008, p. 31).

Según Ortega (2008), las características de los traumas sociales son: a) la capacidad de desestabilizar categorías socialmente establecidas; b) son experiencias que presentan un carácter inconcluso: se transforman en referencias tan influyentes que los proyectos colectivos tienden a legitimarse a partir de estas; c) son capaces de estructurar el presente, incluso de forma tácita o implícita. Ahora bien, consideramos que la masacre de Bojayá es un acontecimiento traumático no solo por su dimensión devastadora y sorpresiva, sino también porque derrumbó algunos de los criterios establecidos en la vida social. En una entrevista realizada por Marcelo Franco y Carlos Penagos (2016) durante la elaboración del documental Promesas de paz, el párroco de la iglesia San Pablo Apóstol de Bellavista, Álvaro Hernán Mosquera Asprilla, trata de narrar el horror que se vivió el 2 de mayo de 2002 y la huella que dejó:

Cuando se hace una reconstrucción de todo lo que se vivió, todo el proceso, traer la imagen a la memoria y recordar todas esas cosas produce estupor […]. La narración —toda la que hace la gente, el padre Antún, el mismo padre Janeiro Jiménez Atencio— es que ese momento pensaron que ya, que el mundo se acababa porque... la gente no esperaba nunca: los sorprendió. El impacto los sorprendió, el estallido del cilindro los sorprendió [cursivas añadidas]. Se contabiliza todas las personas que estaban allí: 119 personas […]; reconocidas en este momento: 79 quedaron allí, contando los niños —muchos niños—; mujeres embarazadas también que quedaron allí. Y hubo mucha gente que, precisamente desde afuera, pudieron ellos mismos… cuando escuchan el estallido, vienen corriendo. Aquí hay una señora también que estuvo allí: ella empezaba, ayudó muchísimo a sacar los cuerpos también. Y hubo un momento en que una señora se levanta… sin cabeza […]. Otros sin brazos, sin piernas. Eso fue, como se dice, una carnicería humana completa (10:02-16:17).

Es una tensión muy fuerte que la comunidad vivió. Cuando uno habla con cada persona que estuvo en ese lugar, en ese sitio, de los que pudieron sobrevivir a esa masacre, se revive nuevamente el dolor. El dolor que sigue haciendo mella y que va marcando en las personas ese estigma en que no puede todavía salir de ese dolor y que no ha podido reconstruir su tejido social […]. Nunca el templo se pensó o se creyó que podía ser tocado un lugar sagrado y que esta gente podía, de alguna manera, atentar contra ese lugar [cursivas añadidas], contra ese sitio, sabiendo que tantas personas estaban ahí inocentes: que no formaban en ningún momento parte de la guerra, no eran combatientes. (05:01-09:29)

Aunque muchas víctimas coinciden en que hubo un recrudecimiento de la confrontación entre grupos armados desde el año 2000, el ataque a la iglesia fue inopinado: estaba por fuera de cualquier previsión socialmente establecida. A pesar de que algunos piensan que el suceso del 2 de mayo fue una “tragedia anunciada” o el resultado de una “bomba de tiempo”, era inconcebible que una expresión de violencia extrema ocurriera en el refugio por excelencia de los pobladores creyentes de Bojayá.

Los relatos de los sobrevivientes de la masacre, además, sugieren que ese acontecimiento estableció —quizás para siempre— un antes y un después, y en ciertos casos, se puede percibir una añoranza del pasado, narrado como un tiempo originario y mítico donde las comunidades vivían en paz y armonía con la naturaleza. Son recordadas con nostalgia las relaciones con la pesca, el río y otras actividades agrícolas debilitadas por el conflicto armado y el desplazamiento forzado. Mercedes de Jesús Valbuena Téllez, misionera agustina de la Diócesis de Quibdó (las misioneras agustinas llevan alrededor de treinta años en Bojayá), da cuenta de dicha perspectiva nostálgica cuando se refiere a la posibilidad del perdón y la reparación tras el traslado del viejo al nuevo Bellavista8:

Bueno, para mí, basada en la respuesta, en la inquietud de tantas personas, eso [el traslado al nuevo Bellavista] para muy pocas personas ha significado reparación. Porque realmente los sacaron del medio en el cual ellos siempre se desenvuelven. Si ustedes se dan cuenta, todas las comunidades siempre están por el río: son comunidades ribereñas. La vida es el río [cursivas añadidas]. Allí donde los han llevado están muy distantes del río, el costo de vida se ha hecho mucho más alto porque por todo tienen que pagar y no se sienten identificados con ese tipo de estructura. Ya se han ido acostumbrando, mas no se sienten identificados con ello. Ellos siempre continúan soñando cómo hubiese sido el continuar aquí en el pueblo, con que les hubiesen arreglado sus calles, les hubiesen subido las viviendas [cursivas añadidas], etcétera. Eso es lo que ellos realmente sueñan y anhelan, pero que ya lo ven como algo perdido. ¿Cuál es el mayor sueño o como la mayor necesidad que hay en la población? El vivir en paz. El sueño grande de ellos es poder volver a vivir como se vivía antes [cursivas añadidas]… que sabemos que realmente es un sueño, ¿no? (Franco y Penagos, 2016, 01:52-03:59)

Joel Valencia, un sobreviviente de la masacre que aún vive en Bellavista, narra cómo ha cambiado su cotidianidad desde 2002 debido a la presencia permanente de los grupos armados. Para él, la persistencia del riesgo y las amenazas genera un clima de desconfianza; en efecto, en su entrevista se percibe la manera como el “miedo al otro se transforma en el otro aterrador” (Ortega, 2008, p. 26), exponiendo la degradación del tejido social propia de múltiples situaciones de violencia extrema:

Desde el 2002 pa’cá eso se transformó diferente: ya uno no podía andar trabajando como antes [cursivas añadidas]. Uno primero se iba por allá a las comunidades a buscar su… a trabajar por allá, a comprar su cerdo. Así, vainas así. Ya uno no puede salir… porque… la delincuencia: no solamente que un grupo, no, todos tienen la culpa […]. Si no se encuentran los dos o los tres, no hay problema; pero siempre y cuando haya esos conflictos de dos o tres grupos […], las cosas siempre andan mal. Porque si uno se iba por allá a trabajar, si uno viene, si de pronto uno vio otro grupo por allá, vienen a preguntarle [cursivas añadidas]. Ya tenía uno el problema encima […]. Por eso acá en este medio uno cuida mucho pa ponerse a estar hablando cosas por ahí [cursivas añadidas]. (Franco y Penagos, 2016, 00:57-01:44)

Es notorio que el deseo de restablecer un tiempo pasado armónico y pacífico se expresa con más fuerza en los relatos de los representantes de la iglesia: “Oramos, rezamos, celebramos la eucaristía pidiendo al Señor que dé la oportunidad para que nuestras comunidades vuelvan a ser lo que eran antes”, dijo el párroco Álvaro (Franco y Penagos, 2016, 43:19-44:03). Al contrario, el discurso de Leyner Palacios, el líder del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, se aleja del tono nostálgico. Para él, a pesar de todo lo que se perdió en la masacre y lo que se sigue perdiendo por la presencia de diversos grupos armados, las comunidades de Bojayá continuaron su vida social y económica guiados por la esperanza de una paz posible:

Recordemos que aquí hay un déficit de Necesidades Básicas Insatisfechas muy alto, entonces eso hace que la gente tenga muchas dudas y muchas desesperanzas, sobre todo en la parte de la juventud. Sin embargo, también la gente hoy vive del plátano, de la pesca, de la realización de sus actividades cotidianas. También la gente de Bojayá vive hoy la esperanza, la esperanza que se materializa en la medida que este proceso de paz se concrete. Yo creo que el mensaje que la gente de Bojayá le da al mundo es que es posible la paz, a pesar de tanto sufrimiento, a pesar de tanta tragedia. (Franco y Penagos, 2016, 02:42-03:35)

La masacre de Bojayá puede concebirse como un trauma social porque llevó a muchas víctimas a replantear sus proyectos individuales y colectivos a la luz de este acontecimiento: mientras que algunos añoran un tiempo pasado idílico, otros pusieron en marcha una agencia política moldeada por el sufrimiento (el tema del próximo apartado).

4 Las voces de las víctimas de Bojayá: sufrimiento y agencia política

Hablar de las voces de las víctimas podría parecer contradictorio. Varios autores piensan que el sufrimiento es inherente a la condición de víctima en el mundo contemporáneo (Arias, 2012; Fassin y Rechtman, 2009; Gatti y Martínez, 2017): por una parte, las víctimas suelen ser percibidas y reconocidas a través de sus dolores, y por otra, el dolor se ha convertido en el porqué del lugar central que ocupan en espacios políticos, judiciales y mediáticos. Según David Morris (1997), la asociación del sufrimiento con la falta de palabras o el silencio, aunque es un cliché moderno, alude a que sufrir es una experiencia que muchas veces posee una “dimensión no verbal irreducible” (p. 27, traducción de los autores): algo que rebasa el lenguaje, algo que no podemos entender ni describir porque elude nuestras herramientas lingüísticas y conceptuales. De manera que no es posible que las víctimas verbalicen por completo sus sufrimientos.

Este autor también considera que la mediatización actual del sufrimiento, entendida como la globalización y la comercialización de imágenes de personas adoloridas por una u otra razón (epidemias, conflictos armados, desastres naturales, etc.), intensifica el silencio de quienes sufren porque a menudo no tiene en cuenta ni sus voces ni los contextos culturales ni las relaciones sociales que influyen de forma significativa en sus experiencias. En consecuencia, Morris afirma: “es axiomático que las víctimas no hablan” (p. 28, traducción de los autores). Y, sin embargo, las víctimas sí hablan. Lo hacen con tanta frecuencia que alguien podría invertir la frase de Morris: es axiomático que las víctimas hablan. Pero ¿cómo? ¿En qué idioma? ¿Siempre son escuchadas o lo que dicen solo es atendido cuando utilizan ciertos modos de hablar?

Dentro de las políticas de paz y memoria contemporáneas —como la justicia transicional—, las víctimas poseen un rol prescrito: si se pretende conocer la “verdad” sobre un acontecimiento violento y definir las reparaciones materiales y simbólicas, estas son buscadas para que narren “la manera en que vivieron los crímenes perpetrados contra ellas o sus parientes” (Lefranc, 2017, p. 141). Lo que se espera de una víctima es un lenguaje de lamentación que pueda ser canalizado por medio de grupos terapéuticos, testimonios colectivos, encuentros entre víctimas y victimarios y otras prácticas enfocadas en la reparación. “Para ser buena, esto es, audible y comprensible, la palabra de la víctima ha de emitirse enmarcada y canalizada” (Gatti y Martínez, 2017, p. 10). Pero no debemos olvidar que las víctimas también demandan, y algunas no cesan de demandar. Dado que ahora la condición de víctima es una vía de acceso a derechos y beneficios como el reconocimiento y la visibilidad política y social (Fassin y Rechtman, 2009; Gatti, 2016), es común escuchar un discurso jurídico, versado en los derechos humanos, cuando la mayoría de las víctimas realizan reclamos y demandas en la esfera pública.

La manera en que las víctimas de Bojayá narran el acontecimiento del 2 de mayo de 2002 expone cómo se entrelaza la manifestación del sufrimiento con un discurso político-jurídico que exige la reparación. Según la descripción que se encuentra en su página web, el Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá procura “mejores condiciones de vida” y “la reparación integral de la comunidad del municipio de Bojayá, con un enfoque étnico y territorial” (Comité de Víctimas, 2015, 1-2). Además, el Comité se encarga de tratar con entidades del Estado, organizaciones locales e internacionales de ayuda humanitaria, académicos y periodistas. Si bien dicho comité tiene una diversidad de integrantes y cada uno podría hablar de la masacre de forma diferente, hace algunos años existe un relato compartido que se corresponde con los intereses de su organización: por ejemplo, para hacer efectiva “la reparación integral” es indispensable establecer quiénes son los responsables y quiénes son los afectados.

El 6 de diciembre de 2015, las FARC-EP reconocieron su responsabilidad en la masacre y les pidieron perdón a las víctimas en el viejo Bellavista. En aquella reunión, tres miembros del Comité leyeron un texto que empezaba por resaltar la esencialidad sus derechos: “Los derechos a la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición que tienen las víctimas del conflicto armado son una base para construir la paz territorial” (Comité de Víctimas, 2015, p. 1). Luego de describir la masacre, señalaron a los responsables:

En este hecho de guerra que tuvo su máxima expresión contra nosotros el 2 de mayo de 2002, existen varios responsables y como lo dijimos en su momento, al igual que la Diócesis de Quibdó y la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, son responsables: la guerrilla de las FARC-EP que siguió el combate en medio de la población civil y lanzó varias pipetas, una de las cuales cayó en la capilla donde se refugiaban centenares de personas. Los paramilitares por haber tomado a la población civil de escudo humano. Y el Estado colombiano, por no haber atendido las alertas tempranas que oportunamente se enviaron pidiendo su intervención para prevenir estos hechos, así como por la abierta connivencia de la fuerza pública con los paramilitares. (Comité de Víctimas, 2015, 1-2)

En una entrevista con María Pascuala Palacios, una de las integrantes del Comité, ella habló acerca de cómo vivió ese día en compañía de sus familiares más cercanos; sin embargo, lo que enfatizaba, en varios casos, era lo relacionado con el relato que ha construido la organización de las víctimas de Bojayá para referirse a tal acontecimiento:

Te cuento que fue algo muy, muy espantoso el ocurrido del 2 de mayo. ¿Por qué? Porque nosotros… Esto fue un aviso donde el Gobierno, tranquilamente… Por eso yo digo que aquí hay varios responsables a todos los espacios que voy […]. Recuerdo tanto: subí para Quibdó, dejé las niñas con mi mamá, y en la bajada de Quibdó ya nosotros veníamos viendo que estaba situado de gente armada todo esto alrededor […]. Mirando que había paramilitar, entonces nosotros lo que dijimos fue: “Esto va a ser una guerra mundial para nosotros”, porque nosotros ya estábamos con el miedo y el temor de lo que podía pasar […]. Al Gobierno se le hizo una alerta temprana para que le colocara, como decimos nosotros, cortapisa a la situación, pero eso no pasó. (Franco y Penagos, 2016, 07:30-13:59)

“Por eso yo digo que aquí hay varios responsables a todos los espacios que voy”, recalcó María Pascuala. Y es cierto lo que dijo: en calidad de víctima, ella subraya con frecuencia que la masacre de Bojayá tiene “varios responsables”: las FARC-EP, los paramilitares y el Gobierno. Tras denunciar a los responsables, el discurso de María Pascuala se transforma en una historia desgarradora de lo vivido tras la masacre y del sufrimiento que ella y su familia han padecido, incluidos los parientes que murieron. Es un relato donde el dolor se une con varias demandas al Estado en el marco de la reparación:

Mi mamá [quien murió en la masacre] un día llegó donde mí, y estuvimos hablando. Me mostraba la dentadura incluso […], me mostraba la ropa y me decía cosas que de verdad, no sé, me descompusieron mucho […]; después que ella habló conmigo muchas cosas, se vomitó, se vomitó, ya la vi que se vomitó. Mi papá también llegó un día y también trató de hablar conmigo. O sea, nosotros sentimos que todas esas cosas pasan porque ellos están en una situación de pena [cursivas añadidas]. La verdad, lo que es esa situación de la identificación de cadáveres y la situación de los heridos que quedaron aquí en Bojayá, que hoy día están sufriendo tanto y se nos están hasta muriendo, quisiéramos que hubiera […] un apoyo, que nos dijeran: ‘Vea, nos vamos a llevar este lesionado, le vamos a traer una brigada de salud’ […]. Vea, yo sufro por mi familia, pero también sufro una situación grande cuando veo que mi hermanita no escucha [cursivas añadidas]… no escucha. Incluso hay días que amanece y nos dice que le están doliendo mucho los oídos, que miren cómo me amaneció el pie… O sea, yo ando metida en esto, pero no tengo palabra […]; no tengo nada que decirle, de verdad que no [cursivas añadidas] (27:34-31:11).

Yo digo, vea, es triste que haya muerto ese poco de gente ahí, pero también es triste la gente que quedó lesionada, que se ha ido poco a poco muriendo porque no sabemos qué contenido tiene ese cilindro bomba […], qué tenga eso para afectar a una persona que le haya caído ese poco de esquirlas [cursivas añadidas] (07:30-13:59).

Leyner Palacios también habló acerca de los lesionados el 6 de diciembre de 2015:

Las heridas de todos y todas han quedado abiertas y no se han podido sanar, pues el dolor continúa al ver que entre nosotros quedaron alrededor de 110 lesionados por efectos de esa pipeta explosiva, sus cuerpos maltratados con hendiduras, cicatrices, inmovilidades y demás señales de dolor, nos recuerdan que nuestras almas no han recobrado la calma (Comité de Víctimas, 2015, pp. 2-3).

El reconocimiento de responsabilidades —de los actores que son responsables del proceso de reparar a las víctimas—, “la situación de los heridos” —una expresión de María Pascuala— y la exhumación e identificación individualizada de los muertos. Estas son piezas recurrentes del discurso de las víctimas de Bojayá en torno a la masacre: son indispensables para su reparación porque les causan dolor. Respecto a la necesidad de enterrar a quienes murieron de forma apropiada, María Pascuala dijo lo siguiente:

Casi todas las personas venimos en una réplica: que sentimos que ellos todavía están penando [cursivas añadidas] porque esa gente quedó molida, fueron recogidos con pala […]. Es hasta feo pronunciarlo porque esa gente toda se recogió… con pala y se echó en una bolsa […]. Entonces eso lo cogieron y lo llevaron a una fosa común que queda allá en Bojayá, adentro […]. Nosotros hemos venido replicándole a los responsables de esto que nosotros lo que queremos es que esos muertos ya descansen tranquilos, haciéndoles rituales, haciéndoles una parte sagrada donde ellos puedan estar tranquilos ahí. De allá de la fosa los sacaron y los trajeron aquí a Bellavista, pero esa gente está así: revuelta […]. Nosotros lo que queremos es que el Gobierno se comprometa con todo su gabinete de gente y nos vaya a hacer la exhumación de cadáver otra vez […], nos identifiquen esa gente y nos la pongan en una parte sagrada. Para que ellos puedan sentirse bien, cómodos y reparados, como ellos se lo merecen [cursivas añadidas]. Cuando ya ustedes nos hagan ese trabajo, entonces nosotros sentimos que nos están […] reparando un duelo que llevamos muy adentro de ver que nuestra gente está ahí, en una revoltura, tirada. (24:48-27:20).

La narrativa de las víctimas, en especial la del Comité, enlaza eficazmente el sufrimiento con las reivindicaciones políticas, evidenciando el carácter paradójico de la condición de víctima en el mundo contemporáneo: ser víctima a la vez que se es ciudadano (Gatti y Martínez, 2017). En el caso de Bojayá, pensamos que dicha identidad conlleva la posibilidad de devenir ciudadano por el hecho de ser víctima. Por ende, víctima y ciudadano no son figuras opuestas. No hace falta abandonar una postura de sujetos sufrientes para llegar a ser agentes políticos, pues la condición de víctima consiste en un sujeto doliente que no solo es capaz de juntar los lamentos con las demandas, sino que también necesita su existencia y reconocimiento como víctima para poder ejercer sus derechos y deberes como ciudadano.

Esta condición también se manifestó el 19 de septiembre de 2016. Ese día, en Bellavista, representantes de todas las comunidades de Bojayá se reunieron para discutir qué hacer con el Cristo Negro, un inesperado gesto de perdón entregado por las FARC-EP a las víctimas y elaborado por el artista cubano Enrique Angulo. La reacción inicial fue un rechazo ante aquello que parecía “ajeno, impuesto”, con un aspecto “feo”, “espantoso”, y sobre todo incapaz de sustituir al Cristo Mutilado, “el verdadero Cristo”, el que se encontraba en la iglesia cuando ocurrió la masacre, el que sobrevivió a pesar de perder los brazos y las piernas. No obstante, después de varias horas de discusión, el resultado fue una aceptación condicionada. Una de las asistentes señaló, con una expresión de dolor en el rostro, las marcas visibles en sus piernas a causa de las esquirlas del cilindro bomba que estalló hace quince años, y exigió una atención médica que nunca ha recibido. Esto detonó una serie de peticiones incluidas en una carta redactada por Leyner Palacios y enviada tanto a los líderes de la guerrilla como a los funcionarios del Gobierno (Notas de campo, septiembre de 2016).

Entonces pudimos observar cómo el Comité, encabezado por Leyner, realizaba una ligazón discursiva entre las expresiones de sufrimiento y la formulación de un conjunto de demandas en un lenguaje inteligible para el Estado (atención médica para los lesionados, construcción de un sendero de la memoria, exhumaciones e identificaciones individualizadas, etc.). Pero también presenciamos la asociación del Cristo Mutilado con la acción política de las víctimas de Bojayá. Durante la reunión, el Cristo, iluminado por cirios, ocupó un lugar central del salón comunitario (Notas de campo, septiembre de 2016). La decisión de no restaurar con prótesis las piernas y los brazos que perdió el día de la masacre, según Leyner Palacios, se debe a que:

Es el símbolo que representa cómo quedaron nuestras vidas [cursivas añadidas]: lesionadas; cómo quedaron las personas de Bojayá: heridas […]. Entonces el símbolo constituye esa herida que tiene la gente, pero también esa posibilidad de protegernos: nosotros creemos que el Cristo salvó mucha gente, así como los que quedamos vivos también podemos contribuir a seguir salvando vidas [cursivas añadidas]. (Franco y Penagos, 2016, 09:40-13:33)

Consideramos que el Cristo Mutilado es el núcleo de la configuración discursiva de la identidad de víctima en Bojayá. En primer lugar, es una figura polivalente: un cuerpo sufriente y martirizado y, al mismo tiempo, un hacedor de milagros, un símbolo de salvación y resurrección. En segundo lugar, aunque la búsqueda de la reparación sea la base de las demandas de las víctimas en el ámbito jurídico, conservar la forma mutilada del Cristo implica prolongar lo que representa y constituye: la herida, el trauma. En términos psicoanalíticos lacanianos, el Cristo Mutilado es un objeto que muestra un Real: no solo es imposible de reconstruir, sino que hay una intención de sostener su irreparabilidad. Porta un Real, un “no cesa de no repararse”9 (Castro-Sardi, 2019). Ahora bien, esto nos permite agregar que la condición de víctima en Bojayá se deriva de un trauma social vivido, el cual conduce a las víctimas a la búsqueda del reconocimiento del Otro para devenir ciudadanos y acceder a un conjunto de derechos.

5 Existir para el Otro: del Otro victimario al Otro humanitario

En sus propias palabras, Leyner Palacios también expresó la idea de que los bojayaseños son visibles para el Otro en la medida que son víctimas:

Bueno, yo creo que, primero, el mundo vino a darse cuenta que nosotros existíamos y vivíamos… y cómo vivíamos, ¿cierto? Toda esta tragedia, a partir del 2 de mayo, es una explosión donde el mundo conoce la realidad que estábamos viviendo antes [cursivas añadidas]; que el mundo haya conocido eso ha sido importante para mostrar la barbarie de la tragedia, pero también para mostrar que es necesario parar, ¿cierto? (Franco y Penagos, 2016, 01:42-02:37)

Entendemos la condición de víctima en Bojayá como una manera de inscribirse en el Otro del país, pero ¿cómo ocurre esa inscripción? Ciertamente, Bojayá se ha convertido en un foco de atención y las víctimas son buscadas para que den sus testimonios. En una entrevista publicada en Verdad Abierta el 28 de febrero de 2016 (“Es un mito que…”, 2016), Paco Gómez Nadal —un periodista español que, fuera de cubrir el conflicto armado en Colombia durante varios años, ha escrito sobre la masacre de Bojayá basado en las perspectivas de las víctimas— asegura que, si bien “la situación de guerra en este momento es mucho más dura en San Juan que en el Atrato” debido a los choques entre el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y el Clan Úsuga10, “el mito que se ha abandonado a Bojayá es mentira […]: todas las agencias, las ONG y cooperación internacional querían estar en el Atrato”. Enseguida añade una frase que no es desarrollada: “Uno piensa en esa intervención y ha sido brutal, pero todo ha sido un desastre” (párr. 25), pero puede a unirse a la opinión de María Pascuala Palacios:

La gente venía, nos tomaban las entrevistas […], y arrancaban y se iban. Hoy día, nosotros logramos las asambleas con la gente y lo primero que nos dicen es: “No queremos que vengan otra vez los desfiles de chalecos”. Porque aquí han venido de distintos chalecos, y a nosotros no nos ha quedado nada [cursivas añadidas]. (Franco y Penagos, 2016, 27:34-31:11)

Chalecos de entidades del Estado, chalecos de organizaciones no gubernamentales locales e internacionales. Esto no solo evidencia un desencuentro, una brecha entre las necesidades de las víctimas y lo que ofrecen los programas de reparación, sino también una representación del Estado y los organismos de ayuda humanitaria: los otros que realizan un ejercicio narcisista y extractivista, pues buscan a las víctimas para satisfacer sus propios intereses (Castro-Sardi, 2019). En un reportaje acerca de los 15 años de la masacre de Bojayá publicado en La Silla Vacía, la periodista Natalia Arenas (2017) relaciona la frase “el desfile de los chalecos” tanto con la objetivación de las víctimas como con la ineficiencia del Gobierno:

La situación es tan repetitiva que los bojayaseños le pusieron un nombre: “el desfile de los chalecos”. Cinco palabras que resumen, en esencia, un sentimiento común a los ires y venires de instituciones y organizaciones locales e internacionales que llegan a Bojayá a imponer a las víctimas unas soluciones que se ajustan a los formatos de sus proyectos de cooperación, con criterios de medición y seguimiento de resultados, pero que pocas veces se interesan siquiera por preguntar por las necesidades que los aquejan […]. Es, en últimas, el síntoma de la ineficiencia [cursivas añadidas]. (párr. 22)

La autora refuerza este argumento con un comentario del padre Sterlin Londoño, quien pronunció un sermón durante una misa destinada a la conmemoración de los 15 años de la masacre: “Nos han hecho mucho daño. Demasiado chaleco. Demasiado ego que no reconoce al otro como una víctima del conflicto armado sino a un objeto con el cual interactúo, pero para que haga lo que yo digo” (párr. 23). Así pues, las víctimas se inscriben en el Otro como objetos de la ayuda humanitaria y se quejan a menudo de la revictimización.

Según Álvaro Hernán Mosquera, lo que ocurrió el 2 de mayo de 2002 causó un dolor que “no solamente fue de Bojayá, del Chocó. No, fue Colombia. Universalmente hablando, eso trascendió, y sigue, sigue todavía —a pesar de los años que han transcurrido— haciendo sus efectos” (Franco y Penagos, 2016, 17:35-23:43). Uno de esos efectos ha sido la llegada multitudinaria (Álvaro la llamó “volcamiento”) de la “ayuda profesional” a Bojayá en razón de un dolor que no es ajeno, sino compartido. Desde este ángulo, el Otro que busca ayudar a las víctimas (llámese entidad del Estado, ONG, Diócesis de Quibdó o academia) actúa de tal manera porque también se siente adolorido. Lo interesante es que la abundancia de actores que pretenden ayudar, para muchas víctimas, no ha generado un mejoramiento de sus condiciones de vida. María Pascuala lo expresó de este modo:

No ha habido una reparación como tal. Como yo te decía ahora rato, la gente no es que ha estado en la mejor situación […]. Por eso ahorita la gente se está haciendo mezquina, casi no quiere hablar; la gente ya no quiere decir nada de esto porque esto a nosotros se nos volvió […] un negocio. (Franco y Penagos, 2016, 27:34-31:11)

“Porque aquí han venido de distintos chalecos, y a nosotros no nos ha quedado nada” … “Distintos chalecos” se volcaron con Bojayá; sin embargo, eso no produjo una “reparación como tal”, sino un “negocio” cuya rentabilidad se basaba en los testimonios de las víctimas. De modo que el desfile de chalecos y la falta de reparación son dos fenómenos que coexisten.

Si bien en el trauma habita lo irreparable, es un deber ético del Estado y de la sociedad civil despejar el camino truncado de la reparación, sin la cual no habrá paz posible. Existen recursos políticos, jurídicos y pragmáticos explicitados en la Ley de Víctimas; hay instrumentos internacionales en el marco del DIH (Derecho Internacional Humanitario); están las buenas voluntades de múltiples actores nacionales e internacionales que desean contribuir a la reparación mediante una pluralidad de estrategias, programas y proyectos, y hay profesionales de la salud y de las ciencias sociales dispuestos a trabajar en pro de dicha reparación con un ánimo altruista. Lo más importante: hay víctimas que necesitan, demandan, desean y tienen derecho a una reparación integral.

6 Conclusiones

Los relatos de las víctimas sobre la masacre, así como lo que sucedió el día de la reunión para definir qué hacer con el Cristo Negro, muestran cómo se entrelaza de forma significativa el sufrimiento con las reivindicaciones políticas. Este empalme nos permite ver que ser víctima no es lo contrario a ser ciudadano en el mundo contemporáneo (Gatti y Martínez, 2017): las víctimas de Bojayá son sujetos sufrientes que producen un lenguaje que mezcla los lamentos con las demandas y, sin embargo, dependen de su existencia y reconocimiento a través de la categoría víctima para ser escuchados y tenidos en cuenta. Al comienzo de este artículo nos preguntamos en qué consiste y cómo se configura la condición de víctima en Bojayá. Basados en el planteamiento de Fassin y Rechtman (2009), argumentamos que esa condición se deriva tanto de un acontecimiento traumático como del sufrimiento que este ocasiona. El trauma y el dolor constituyen una vía legítima de inclusión social, un modo de existir para el Otro: “El mundo vino a darse cuenta que nosotros existíamos y vivíamos”, en palabras de Leyner Palacios.

En definitiva, la estrecha relación que existe entre los conceptos de víctima y trauma es un punto de partida que posibilita abordar la importancia actual de las víctimas desde un punto de vista que vincula los aspectos subjetivos y sociopolíticos asociados a sucesos violentos como la masacre de Bojayá. En este artículo afirmamos que tal acontecimiento puede considerarse como un trauma social por su capacidad para derrumbar criterios sociales establecidos (Ortega, 2011), pues para nadie era concebible que un cilindro bomba cayera en la iglesia donde resguardaba una gran parte de la población civil, y también porque ha moldeado el presente de muchas víctimas —quienes sueñan con vivir como vivían antes del recrudecimiento del conflicto armado que desembocó en el 2 de mayo de 2002— y se ha transformado en una pieza indispensable de una agencia política basada en el sufrimiento (Kleinman, Das y Lock, 1997).

Ahora bien, la inscripción de las víctimas de Bojayá en el Otro (es decir, su relevancia en la esfera pública, en espacios judiciales, políticos y mediáticos donde actúan y son escuchadas por otros actores: Estado, academia, organismos locales e internacionales de ayuda humanitaria, etc.) no ha causado un mejoramiento de sus condiciones de vida ni una reparación integral. El Otro humanitario suele tratar a las víctimas como objetos de su ayuda para satisfacer nada más que sus propios intereses. De ahí lo que se conoce como el “desfile de chalecos”: un chaleco tras otro, una entidad tras otra. Pero ¿qué queda luego de que desfilan? Si bien existe la intención de sostener la irreparabilidad de la masacre —o las heridas del Cristo Mutilado— y las demandas de reparación no cesarán por la misma lógica del trauma (Castro-Sardi, 2019), es esencial que el desfile no se alargue más con las próximas intervenciones sociales. Sin duda, esto es un desafío que debe superarse para llevar a cabo las labores asistenciales en salud y la rehabilitación psicosocial que están pendientes. Esta última, según nuestra perspectiva, debería prestar atención a la manera como las víctimas se han relacionado con quienes pretenden ayudarlas y estar orientada por una escucha ética de sus voces en sus propios lenguajes: atenta a sus tonos, ritmos, modos singulares e invenciones frente a lo Real del trauma.

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