Mientras la industria alimentaria actual proporciona respuestas adecuadas al imperativo de alimentarse rápidamente, intensificando la individualidad contemporánea, algunas tendencias de la alta gastronomía tratan de reinventar los modos de degustar y de compartir la comida. El proceso de “artificación” de la cocina —que va cobrando más y más importancia desde la segunda mitad del siglo veinte— se conjuga con una peculiar estetización del acto mismo de comer. Cenas pop up, espectáculos culinarios, cenas experimentales, performativas o clandestinas tratan de provocar experiencias gustativas colectivas en espacios inusuales. A pesar de lo que el filósofo Paul Virilio llama “la prisa perpetua” que se apodera del individuo, y de las estructuras rígidas dictadas por la comensalidad clásica (Fischler, 2012), algunas propuestas actuales abren nuevos espacios-tiempos e imaginarios gastronómicos, proponiendo unas maneras de comer renovadas, más interactivas y adaptadas a las exigencias complejas del huésped contemporáneo.
Nos interesaremos por tres restaurantes gastronómicos españoles galardonados con una estrella en la guía Michelín. En Madrid, el joven chef Javier Aranda, formado en el restaurante “Sant Celoni” del famoso —hoy desaparecido— Santi Santamaría, abrió La Cabra en abril del 2013. En la capital española también se trabajará sobre la propuesta del restaurante Dstage abierto en julio del 2014 por Diego Guerrero, el previamente Chef del prestigioso y madrileño Club Allard. Por fin, nos interesaremos por el ya famoso Dos Palillos de Albert Raurich, que empezó en ElBulli de Ferran Adrià para crear, en 2008 en el barrio de la Merced de Barcelona, su innovadora propuesta de restaurante de tapas asiáticas.
¿En qué medida los dispositivos gastronómicos que ofrecen estos restaurantes, al propiciar modos de estar juntos flexibles y dinámicos, nos proponen otras maneras de comer?
Para llevar a cabo esta reflexión sobre las dimensiones propiamente teatrales —y así pues, artísticas— de la escenografía de los restaurantes en cuestión, será necesario primero indagar en las vicisitudes de la relación entre gastronomía y creación artística a lo largo de la historia, a través de la lenta conversión de la labor creativa de algunos cocineros en una labor artística institucionalizada y por lo tanto, oficializada. Luego, trataremos de aplicar la noción de cuarta pared, herramienta teórica de análisis dramatúrgico, al estudio de los tres dispositivos inventados por los chefs J. Aranda, D. Guerrero y A. Raurich. La cuarta pared remite a este “muro” imaginario, más o menos opaco, que separa la sala y la escena en el teatro. Con la ayuda de esta noción, veremos en qué medida la puesta en escena del acto de cocinar y de comer, los intercambios renovados entre huéspedes y cocineros, la generación de flujos nuevos dentro del restaurante, la participación activa de los comensales en el acabado de los platos, reve
lan una manera de abordar la experiencia estética de la degustación como un ritual espectacular y colectivo.
A lo largo de los siglos, algunas formas culinarias han ido “artificándose”, al empezar la gastronomía a ser objeto de teorización artística y a empezar el chef a ser considerado artista, más aún desde el principio del siglo XXI, detrás de Ferran Adrià, figura tutelar de la cocina de vanguardia, cocinero catalán que fue chef ejecutivo del famoso restaurante ElBulli cerca de Cadaquès. F. Adrià fue el primer cocinero invitado como artista en la Documenta de Kassel 2007.
De la misma manera, aparece también desde el punto de vista formal y metadiscursivo que la gastronomía contemporánea tiene mucho que ver con la noción de “escena”. No sólo la comida en sí sino también el momento de la degustación son cada vez más trabajados como una auténtica puesta en escena. No olvidemos sin embargo que la búsqueda de lo espectacular no es nueva: fueron muchos los cocineros artistas del pasado que ofrecieron a sus huéspedes verdaderos espectáculos culinarios: el maestro Chiquart, el pastelero Antonin Carême, el intendente François Vatel…
En el día de hoy en España, se encuentran varias propuestas de cenas-espectáculo: citemos “Sublimotion”, el restaurante immersivo de Paco Roncero en Ibiza; “Heart”, el espectacular concepto de bar-restaurante de Ferran Adrià y de Guy Laliberté (fundador del Cirque du Soleil) en Ibiza… Los tres hermanos Roca, chefs del restaurante “El Celler de Can Roca” en Gerona, idearon en marzo de 2014 la cena El Somni (El Sueño). Esta ópera gastronómica, espectáculo culinario total, reúne varios medios (audiovisual, musical, gastronómico, libresco) y una multitud de talentos y de géneros artísticos, con el fin de generar una cena polisensorial cuyo objetivo es llegar a provocar unas emociones paroxísticas en los doce comensales invitados a esta ocasión (Aleu y El celler de Can Roca, 2014). El Somni resulta ser, además de un espectáculo, un objeto artístico y mediático muy complejo (Yemsi-Paillissé, Acosta, 2018, p. 1269), en línea directa con los fundamentos de la cocina tecnoemocional, cuyo objetivo es abrir caminos de investigación y de creación, estimular los sentidos y las emociones de los huéspedes (Arenós, 2011, p. 65).
Para ir más lejos de las meras dimensiones espectaculares e indagar en las dimensiones propiamente teatrales de lo culinario, hace falta plantear primero que la comida de alta gastronomía tiene una serie de puntos en común con la representación dramática. Ya lo defendió Erving Goffmann y los interaccionistas en los años 70: la mesa es un escenario dramático peculiar entre los múltiples “escenarios” que nos rodean en la vida cotidiana (Goffman, 1973). Luego se trata de comprobar que las herramientas de los estudios teatrales pueden ser pertinentes para aproximarse a los dispositivos gastronómicos. Ya se han hecho paralelos entre lo dramático —es decir “lo que se adapta bien a las exigencias de la escena” (Pavis, 2002, p. 357) y a la convergencia de unas miradas exteriores (siendo el theatron en griego “el lugar hacia donde el público mira”)— con la cena gastronómica. En otros términos, el paralelo entre el drama teatral (la puesta en escena de unas acciones ficticias) y la cena gastronómica (la actividad de degustación de manjares sofisticados en compañía) ya ha sido realizado por unos estudiosos. Daniel Sauvaget escribió:
La comida tiene un potencial dramatúrgico aún más fecundo en la medida en que supone una arquitectura, una ordenación del espacio y del tiempo, una presentación de los platos, unas maneras de mesa, un modo de consumo, unas prescripciones específicas, y por fin, una duración.1 (2009, p. 85, Traducción de las autoras)
Por su materialidad, su desarrollo, por las reglas que las rigen, la cena gastronómica y la escena dramática tienen mucho que ver. En este sentido, más allá del mero espectáculo, la cena puede ser comparada con un auténtico drama que cuenta una historia —destinada a ser puesta en escena ante un público— con exposición, pausas, peripecias, trampas/obstáculos, desenlace y final.
También diremos con Michel Maffesoli que la mesa es a menudo el lugar de la oposición, e incluso del conflicto. Hablando del sentido cósmico y de la eficiencia simbólica de la mesa, el sociólogo concibe la mesa como lugar de conflicto y de puesta en escena de “un cosmos”: “la mesa es la expresión perfecta de una confusión ordenada lo cual es el hecho del cosmos, así como el hecho de lo social”2 (Maffesoli, 2013, p. 120, traducción de las autoras). Traducción de los autores. Por cierto, la esencia misma de las dramaturgias de la acción es este mismo conflicto. Como lo escribe Patrice Pavis, “el conflicto ha pasado a ser la marca específica del teatro” (2002, p. 65). De la misma manera que el teatro, la mesa sería en algunos casos el lugar de expresión de la diferencia, de la divergencia, desde el debate de ideas hasta la discusión, y, así pues, un ámbito idóneo para la socialización.
Vayamos un poco más lejos: el arte dramático estriba en el pasaje de la horizontalidad del texto escrito a la verticalidad escénica, en la realización efímera, siempre renovada y en tres dimensiones, de un texto anteriormente fijado en las dos dimensiones del papel. La cena gastronómica también estribaría en este pasaje de lo horizontal y lo yuxtapuesto a la verticalidad y la sucesión. Un festín, son numerosos elementos de naturaleza diversa, prefijados (vajillas, decoraciones, manjares, entremeses, pausas) que finalmente convergen en una “obra”, la cena. Este montaje único y transitorio, a la vez que se desarrolla, acaba poco a poco con los diferentes elementos que lo componen. Como una obra de teatro.
Ya se ha comprobado que hoy en día, la cena gastronómica llega a ser objeto de reflexiones escenográficas que van más allá del mero trabajo decorativo para extenderse y designar otros tipos de escenografías: museales, urbanas y, en nuestra perspectiva, gastronómicas. El objetivo de la escenografía de la cena gastronómica consistiría pues, por ejemplo, en pensar el espacio del restaurante en su conjunto, recurriendo a una variedad de prácticas como el diseño, las artes plásticas y el teatro, con el fin de crear una escenografía que considere la cena en su globalidad, desde una perspectiva pluridisciplinar. En la actualidad, Ferrán Adrià es uno de los chefs que más ha iniciado y desarrollado el juego entre la realización del plato, la estructura de la comida y la puesta en escena del conjunto, inspirándose en técnicas de creación venidas de varios géneros artísticos (la música, el diseño, la pintura…). Uno de los platos más sorprendentes de ElBulli, son los “Dos metros de parmesano”: se le propone al huésped comerse de una vez, sin la ayuda de ningún cubierto, un largo espagueti traslúcido. Según Stéphanie Sagot y Jérôme Dupont, esta realización lúdica recalca la reflexión de F. Adrià sobre la gestualidad en la degustación (2009, p. 11).
Al comprobar la estrechez de las relaciones entre la dramaturgia y algunas formas vanguardistas de gastronomía, parece entonces pertinente intentar aplicar un concepto de teoría y de análisis de la escenografía teatral a la escenografía de restaurantes de alta cocina actuales.
En esta relación entre escenografía y gastronomía, el espacio mismo de los restaurantes cobra otros significados y otras dimensiones simbólicas, al participar ampliamente en la propuesta culinaria, poniendo énfasis en la puesta en escena gastronómica y en el imaginario así convocado.
La noción de “cuarta pared” fue utilizada primero por Denis Diderot en el siglo XVIII francés (De la poésie dramatique, 1758); remite a la pared imaginaria que separa la escena teatral y el salón de butacas. Esta pared se situaría en el emplazamiento del telón frontal. En la época de Diderot, la cuarta pared era un muro invisible, pero infranqueable que separaba el escenario y la sala y que hacía del espectador un “voyeur” omnisciente, testigo ignorado de la acción, pasivo ante la imagen perfecta que se representaba. Emmanuelle Hénin explica que fueron los teatros a la italiana, con su escenario explícitamente separado del salón de butacas, los que dieron luz al dispositivo dicho de la cuarta pared (2003, p. 78).
Sin embargo, esta cuarta pared opaca, separadora, no es el único modelo de separación entre sala y escena, ni la única forma de relación teatral que encontremos. Las formas y las funciones otorgadas a esta separación entre “ficción” y “realidad” han evolucionado a lo largo del tiempo. Citemos por ejemplo otros dispositivos escénicos tales como los dispositivos circulares de los corrales de comedias medievales, o más recientes, los dispositivos polifrontales del teatro en apartamento. Estos dispositivos conforman otros tipos de cuartas paredes, más borrosas, más porosas, y otras relaciones teatrales, más estrechas e interactivas. En cualquier caso, lo importante es considerar que la manera como se concibe la cuarta pared configura la relación teatral que se establece entre la sala y la escena, entre los actores y los espectadores.
Utilizaremos el concepto de cuarta pared como herramienta de análisis de las escenografías de restaurantes, para una mejor comprensión de la relación que se establece entre la cocina (concebida aquí como el lugar de una representación) y la sala del restaurante, donde se sientan los huéspedes para asistir al drama culinario que se les presenta. ¿En qué medida el dispositivo escenográfico del restaurante traduce un modo de gestión de la mirada del espectador/huésped?
Diremos primero que aparentemente no existe ningún restaurante en el que la cuarta pared sea una “frontera” opaca propiamente dicha, ya que los camareros, al franquear físicamente y repetidas veces el límite entre cocina y sala, garantizan el vínculo entre el huésped y la cocina. Sin embargo, sí notamos diversos grados de porosidad de la cuarta pared de los restaurantes.
En el restaurante de J. Aranda, La Cabra, la cocina ha sido colocada al fondo del restaurante. Pero se ha elegido abrir tres grandes vidrieras totalmente transparentes para que los comensales puedan contemplar el trabajo in vivo de los cocineros (Ver Figura 1).
Figura 1
Vista de la cocina vidriada desde la sala del restaurante La Cabra, Madrid (octubre 2015)
Al asomarse a los grandes ventanales, el huésped puede observar una parte o un aspecto de la vida en las cocinas de La Cabra. La acción del chef y de su plantilla es a la vez hipervisible, puesta de manifiesto, pero es también invisible en su totalidad e intangible: no lo vemos todo ni tampoco oímos las palabras de los cocineros-actores, ni olemos las fragancias de los platos que serán servidos. Este dispositivo visual podría ser comparado con un marco, que proporciona una parcela del fenómeno total, de lo que podría ser la representación en su conjunto. Por consiguiente, las paredes transparentes de La Cabra< generan un deseo de ver más, un anhelo por entrar más adelante en la magnífica y misteriosa cocina.
Algunos chefs ya han derribado totalmente esta cuarta pared que separa la cocina del comedor, remplazándola por varios dispositivos. En el restaurante Dstage, de Diego Guerrero, encontramos la escenografía ya clásica de una cocina abierta hacia la sala: ofrece a los comensales el espectáculo del chef y de su equipo en plena acción. Notemos que Dstage sería la pronunciación a la española del inglés “the stage”, que significa “el escenario” … (ver figura 2).
Figura 2
Vista desde de la cocina abierta de la sala del restaurante Dstage, Madrid (noviembre 2015)
En el caso del restaurante Dos Palillos de A. Raurich, el dispositivo central es una mesa-bar, en forma de U, en torno a la cual los huéspedes se sientan (ver figura 3).
Figura 3
Vista de la sala-cocina de Dos Palillos, Barcelona (agosto 2016)
Han desaparecido los camareros, suplantados por los cocineros que trabajan y evolucionan del otro lado del bar, a la vista permanente de los huéspedes. Ya no se trata de cocina, ni de sala, sino de una sala-cocina única, en la tradición japonesa de la cocina kaiseki. Además de materializar el emplazamiento de la cuarta pared, la mesa-bar, elemento central del dispositivo, genera relaciones múltiples entre los diferentes actores de la comida o de la cena. Tal disposición acarrea otra forma de comensalidad, en la medida en que todos los protagonistas de la comida (cocineros-camareros, huéspedes) comparten, de alguna manera, la misma mesa. En efecto, la mesa-bar permite intercambios intensivos y frecuentes entre los cocineros y los huéspedes. Además, los huéspedes se encuentran más cercanos los unos de los otros y están más implicados no sólo en su propia comida, sino también en la comida de los otros comensales desconocidos, sentados a su lado. Cada uno puede sentir (y ver, oír, oler) los platos servidos a los demás huéspedes alrededor de la mesa-bar, con la sensación de vivir un momento atemporal, sin principio ni fin, porque cuando uno termina de degustar su tapa, la contempla y la huele otra vez, esta vez servida a la pareja recién llegada, sentada a su lado.
Los dos restaurantes que acabamos de presentar cuestionan la cuarta pared como frontera entre dos espacios tradicionalmente separados: la cocina y la sala. La escenografía misma del restaurante revela pues una metamorfosis de la dimensión espacio-tiempo, al introducir a los huéspedes en otro pliegue de la realidad. Es más, “el lugar genera lazos”, “le lieu fait lien”, como lo indica Maffesoli (1994), porque el lugar hace posible esta dinámica, esta atmósfera de convivencia y de socialidad. Utilizamos aquí a propósito la noción de Maffesoli, la socialidad, que se refiere a la solidaridad orgánica que se opera entre grupos, entre personas, de un modo más cercano en lo cotidiano (1994, p. 103), que dista de la mera sociabilidad, que se refiere a las relaciones sociales en una perspectiva más contractual y racional.
En este sentido, los comensales de Dos Palillos, al compartir un imaginario común, dialogan en torno a lo que vivencian juntos. Las conversaciones que emergen en estos espacios giran inicialmente en torno a la propia experiencia en curso de realización. Impulsados por la experiencia gastronómica, los diálogos se hacen más presentes, hablan del momento, revelan expectativas, opiniones y sentidos. Por ello, podemos señalar el paso del logocentrismo al lococentrismo (Maffesoli, 2009, p. 44), es decir, de un espacio institucional centrado en el logos, a un espacio que se vive centrado en el mismo lugar, en el ambiente y el presente de “estar aquí” juntos. Se revela otra manera de estar juntos, otro clima de relación más centrado en lo colectivo. Esto subraya la existencia de una “erótica social” donde se expresa un “sensualismo local” según Maffesoli, por la complicidad y lo afectivo que une los que conviven en el mismo espacio y comparten la misma propuesta. Felix Guattari (1989) nos habla de “eros del grupo”, que se refiere a una implicación afectiva de las personas en un pequeño colectivo. Esta dimensión grupal producida por la efervescencia ofrece un ambiente propicio a lo colectivo, donde la experiencia es singular y común, estimulando a relacionarse con los demás, favoreciendo así una socialidad viva.
En Dos Palillos, la mesa-bar que une la cocina con la sala, espacios tradicionalmente separados, genera un espíritu de contagio, de curiosidad compartida, donde la persona más próxima se vuelve cómplice de lo que sucede. Esto fomenta otro estadio del estar juntos, de dialogar y compartir, de experimentar una convivencia más cercana. En este sentido, un aspecto esencial de este dispositivo gastronómico, es la escenografía del lugar que participa totalmente en la experiencia. Es un territorio donde los horarios no imperan; olvidamos la dimensión del tiempo para introducirnos plenamente en el espacio y en la propuesta gastronómica. Esta diferencia se ilustra en la distinción de Augustin Berque (1987) entre el topos y la chôra. En efecto, el topos es el espacio abstracto que hace abstracción de lo que designa, mientras que la chôra es el espacio propio, subjetivo, que implica apropiarse del lugar donde se conjuga presencia física y fenómeno. La chôra es entonces el lugar de concreción del imaginario, como estos restaurantes donde las personas participan en la efervescencia de estar aquí, donde se funden en un lugar percibido como un territorio a la vez personal y colectivo.
La relación de los comensales para con la gastronomía se ha modificado sustancialmente. En efecto, se nota que el comer ya no es solamente un acto de supervivencia ni de conveniencia, sino que se experimenta ahora como un espacio, un descubrimiento sensorial y una nueva forma de socialidad. El huésped establece otras relaciones hacia la misma comida y hacia los otros comensales, favoreciendo un encuentro, una interacción polisensorial enraizada en el acto de comer. Georg Simmel indicaba en la Sociología de la comida que el acto de comer se limita a la esfera individual, porque lo que cada uno come, no lo puede comer el otro bajo ninguna circunstancia (1986, p. 263). Comer se acerca a lo más primitivo del ser humano, por satisfacer necesidades básicas, pero al mismo tiempo esta actividad viene cargada de significaciones sociales: comer es estar juntos, es encontrarse con otro. Compartir una comida puede permitir la reunión de personas totalmente diversas, opuestas, sin intereses comunes, pero la universalidad de este acto favorece la convergencia de lo disímil. Históricamente y según ciertos rituales, religiones o culturas, la comida es el lugar y el momento de fraternizar, de dialogar y acercarse. Desde esta realidad, la comida es un acto estético, regulado mas allá de lo individual según criterios sociales, colectivos, supraindividuales, según Simmel (1986, p. 265), en donde la forma de consumir da la perspectiva o la estructura del encuentro.
Los modos de converger alrededor de la comida cobran valor y por ello, toda cultura regula el acto de comer, según horarios, modales que incluyen los utensilios que acompañan y el ritual que se instala. Dentro de esta estructura, el comensal adquiere una situación pasiva, donde recibe lo que le sirven, responde a unas normas formales establecidas por encima de su necesidad vital de comer. No puede mostrar impaciencia o avidez, al contrario, convierte el acto de comer en experiencia estética que lo relaciona con los otros desde una conveniencia. Este sometimiento a normas y comportamientos no tiene fin particular, sino el hecho de superar la dimensión individualista y primaria del acto de comer y convertirlo en un estado estético y social. El hecho de encontrarse con personas que exhiben modales comunes o comportamientos similares, favorece la unión, el sentimiento de identificación y lo colectivo, porque se reconoce una educación común. Tal conveniencia y reconocimiento mutuo son los factores que acentúan la dimensión social de la comida, como lo indica Pierre Mayol (De Certeau, Giard y Mayol, 2006, p. 15), estos comportamientos hacen que la comida se acerca al espacio del otro. Desde ello, nuestra entrada en un sitio requiere el reconocimiento del otro en su dimensión social, en una gestión simbólica de nuestras interacciones con nuestro entorno. Por ello, el restaurante es un espacio donde se acentúan estos comportamientos, este reconocimiento, más aún en la alta gastronomía que siempre ha requerido unos modales, unos códigos y una educación que permitan participar en la propuesta culinaria.
Sin embargo, en la gastronomía contemporánea se trata de introducir al comensal en otra dimensión, de proponer otra configuración que desestabiliza los huéspedes y las normas en las cuales suelen evolucionar. Por ejemplo, unas propuestas diversas, a veces sorprendentes, llevan a relacionarse con los demás de una forma renovada. En un restaurante de lujo como Dstage, los comensales ya no están sentados alrededor de una mesa sino de pie, a la barra, durante un momento de la cena; en Dos Palillos, los huéspedes comparten la mesa con unos desconocidos. Estos cambios invitan a interactuar con los demás y con el espacio y por ello a entrar en la dimensión estética del compartir.
Desde el momento de la reserva, y luego al entrar en el restaurante de vanguardia, el huésped contemporáneo tiene unas esperas distintas y peculiares. Lo nota Mónica Oliva Lozano en su tesis doctoral:
La predisposición de la mayoría de los comensales que van a el Bulli no es la misma con la que se acude a un restaurante cualquiera, sino que responde a la misma actitud contemplativa y expectante con la que se va a una exposición, a una obra de teatro o a una performance en la cual se toma parte, como las analizadas en el eat art. (Oliva Lozano, 2013, p. 343)
Hay algunos restaurantes a los que uno acude como si acudiera a una representación dramática. Muchos de los nuevos dispositivos gastronómicos tratan de reintroducir la emoción en la experiencia. El término ya citado de “cocina tecnoemocional” tiene en su raíz misma la alusión a este afán fundamental para los cocineros de vanguardia actuales. También notamos la participación creciente del cuerpo del comensal, un cuerpo más y más solicitado. Tal fenómeno puede evidenciarse en el trabajo sobre la circulación sensible de los huéspedes en el espacio del restaurante. El comensal está invitado a levantarse de su silla, a deambular por el lugar, incentivado por la propuesta gastronómica que le invita a desplazarse.
En el restaurante Dstage, se ofrecen múltiples recorridos que invitan al comensal a deambular por el espacio. En este sentido, se vivencia una combinación de varios tipos de comensalidad: el aperitivo se sirve en un espacio de bar-salón cómodo, con sofás, sillones con mesas bajas a menudo compartidas entre diferentes grupos de huéspedes; los entrantes se sirven de pie en el bar y finalmente los platos principales y postres se degustan en la clásica mesa redonda y privativa. Para ir al baño, hay que realizar un auténtico recorrido, pasando por unas estrechas escaleras de hierro, un patio con flores, y parándose en una fuente para lavarse las manos. El momento de pausa se convierte en un agradable paseo. El recorrido se hace pues a la vez sensual, intelectual y corporal: es una invitación a descubrir el espacio no sólo desde la degustación sino desde la deambulación, lo que implica aún más al receptor en el ambiente. El huésped entonces incorpora el contenido de los platos servidos a la vez que está incorporado en un experimento gastronómico más amplio.
Al referirse Adrià a un goce intelectual inscrito en la degustación que él propone, el acto de comer en el restaurante da un paso más en el proceso de su intelectualización. Ferran Adrià crea sus propuestas con la idea de que la comida no sólo se dirige a los cinco sentidos —otro fundamento de la cocina tecnoemocional— es decir la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato: también implica un sexto sentido. Adrià define este disfrute de la razón, o “sexto sentido”, de la siguiente forma:
Cualidad que se basa en provocar emociones en nuestra cocina, recurriendo a la ironía, la provocación, los recuerdos de la infancia, la descontextualización, etc., con el fin de incluir un nuevo componente en la gastronomía: El intelecto; es decir, la capacidad de disfrutar de la cocina no solo con el paladar sino también con la inteligencia. (Werber-Lamberdière, 2010, p. 143)
Gracias al impulso dado por el trabajo culinario hecho en ElBulli, no sólo la cocina en sí, sino también el discurso gastronómico, entran en mutación: se nutren de los aspectos performativos asociados a una nueva recepción artística del acontecimiento alimentario. La comida ya no es comida para gozar sino también “comida para pensar”, para retomar el título del libro coordinado por Richard Hamilton y Vicente Todolí (Hamilton y Todolí, 2009).
El nuevo comensal no quiere abandonarse a la contemplación, desea implicarse mucho más que con la simple mirada o el deleite: debe “proporcionar de modo creciente su intervención activa, e incluso su creatividad, en la recepción de las propuestas artísticas” (Jiménez, 1998, p. 13). En este sentido, José Jiménez afirma que podemos hablar de “nuevo espectador”, de un público nuevo, que necesita participar y con más exigencia, que actúa como elemento central en los cambios y transformaciones del arte y de la cultura. De aquí la necesidad de replantear los sistemas de recepción de los dispositivos artísticos, incluyendo la gastronomía. En el campo de la gastronomía que se entiende como dispositivo artístico, se trata de incluir el comensal en un momento del proceso de fabricación, es decir, que pueda intervenir en la propuesta culinaria, ya sea desde la preparación o el acabado del plato o desde la interacción en la degustación. El propósito de algunos cocineros actuales es ofrecer esta posibilidad que permita al huésped apropiarse de la propuesta, entrar en ella, introducirse en el mundo del chef y así acercarse a su trabajo y su imaginario. Al participar en la elaboración, el comensal es parte de la creación, y así vive un ritual sensible que lo acerca al otro. Por lo tanto, la comunión desde una propuesta culinaria sensible refuerza el vínculo social e invita a la colaboración.
Un ejemplo de esta interacción directa entre el comensal y el cocinero a través del acabado del plato, sería el shabu shabu del mar en Dos Palillos. Es un plato dónde se sirve todo crudo, y aparte, el cocinero trae un caldo hirviendo. Normalmente los shabu shabu se hacen con carne y verduras, pero Dos Palillos lo propone de mariscos y algas. El cocinero le explica al comensal cómo debe cocer todos los ingredientes del plato antes de comérselos, uno a uno. Después de esa degustación, el cocinero delante del cliente y en directo, le hace un arroz de cangrejo con el caldo que se ha ido infusionando con las algas y el marisco que ha cocido el comensal. La preparación del shabu shabu convierte al huésped en un auténtico ayudante del cocinero, un participante en la preparación de los manjares (ver figura 4).
Figura 4
Un shabu shabu de mar, servido en Dos Palillos (agosto 2016)
Este ejemplo es comparable con una experiencia artística que sumerge a su receptor activo en el proceso, implicándolo además con todos los sentidos. El huésped está inmerso en un “arte de participación”, en donde el receptor no sólo transforma la obra por la interpretación de su significado, sino que modifica “la obra misma como objeto sensible, material dotado de cierta forma” (Sánchez, 2005, p. 11). Por ello, hablaremos de espectactor: el comensal es activo en la creación continua de la propuesta gastronómica, incluso puede llegar a ser el “co-autor” del plato propuesto, lo que también modificará el estatuto del creador, que puede ser creador o participante en su obra. En fin, el acercamiento multisensorial del plato y, sobre todo, su incorporación final, le otorga al comensal el estatus extraño de espectador, de espectactor y de algún modo, de destructor de la obra efímera propuesta.
En este trabajo, hemos podido confirmar la existencia de relaciones estrechas entre la gastronomía, el espectáculo y el drama. Hemos puesto a prueba una noción teórica teatral, la cuarta pared, como herramienta para acercarnos a las propuestas escenográficas de tres restaurantes españoles actuales. La cuarta pared es un muro invisible que separa el escenario de teatro y la sala, y extendida al campo gastronómico, la cuarta pared separa la cocina de la sala.
Nos hemos dado cuenta de que las propuestas escenográficas de Dos Palillos, de Dstage y de La Cabra confirman la apertura de la cocina sobre la sala: la cuarta pared ya no es una pared, sino une espacio de intensa circulación y de intercambio, entre huéspedes, cocineros y camareros. Los tres restaurantes se cambian pues, en diversos grados, en lugares de interacciones renovadas y de intercambios, de una “socialidad” nueva, más lúdica y emocional; por lo tanto, parecen proponer una alternativa al individualismo reflexivo —inducido, por ejemplo, por los múltiples flexitarismos contemporáneos— y a la pasividad de la recepción que las escenografías más clásicas de restaurantes a menudo generan.
De modo que la gastronomía actual, como forma artística presencial, como propuesta estética cotidiana y colectiva, favorece la renovación de unas formas arquetipales de estar juntos, en las que la socialidad ocuparía un lugar más central.
Las tres propuestas estudiadas toman en cuenta la dimensión espacial y la propuesta gastronómica en su integralidad, implicando al comensal en una experiencia polisensorial y activa. No sólo explican de manera racional o científica los ingredientes o la forma de preparación de los platos, sino que implican al comensal en el proceso de creación de la comida, dejándole ver las cocinas, invitándolo a pasear por el restaurante, a hacer preguntas acerca de los manjares propuestos, a acabar la cocción de algún plato… Por ello, estas tendencias actuales de la gastronomía podrían desvelar un deseo de recuperar unas formas rituales de reunión, de relación, incluso quizá, de comunión. Por consiguiente, la gastronomía se presenta como una experiencia estética que nos acerca a una atemporalidad efímera, a una forma de viaje interactivo con posibilidades de abrirse al otro.
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