Reseña de Bernard (2017) La concurrence des sentiments

Review of Bernard (2017) La concurrence des sentiments

  • Eguzki Urteaga
Portada libro

Julien Bernard (2017)
La concurrence des sentiments. Une sociologie des émotions. Métailié.
ISBN: 979-1022606226



Julien Bernard acaba de publicar su último libro, titulado La concurrence des sentiments. Une sociologie des émotions (La competencia de los sentimientos. Una sociología de las emociones), en la editorial Métailié, cuya colección Traversées está dirigida por Pascal Dibie. Conviene recordar que el autor es profesor en la Universidad París Nanterre, director adjunto del Departamento de Sociología de esta Universidad, miembro del Laboratorio Sophiapol (Sociología, filosofía y antropología políticas) y miembro del grupo de investigación LASCO (laboratorio de socio-antropología de lo contemporáneo). Entre sus obras mas relevantes, es preciso mencionar Croquemort. Une anthropologie des émotions (2009) y la obra colectiva La parole en sociologie: recherches et débats (2006) dirigida por el sociólogo galo. En ese sentido, sus ámbitos de predilección son la sociología de las emociones, la socio-antropología de la muerte y la socio-antropología del riesgo.

El presente libro empieza con una amplia introducción que pone de manifiesto el hecho de que “la sensibilidad ocupa un lugar fundamental en nuestras vidas personales y en la vida social. Experimentamos a diario emociones y experiencias muy diversas en situaciones y a propósito de temas variados” (p. 11). En ese sentido, en la medida en que aparecen como componentes íntimos de nuestras identidades, “ese clima moral, esa afectividad, esa sensibilidad, esas emociones y esos sentimientos pueden ser compartidos y discutidos. Pueden unir u oponer a grupos y [darles] una importante [capacidad] de acción” (p. 11). Por lo tanto, “si la relación con el mundo de los individuos y de los grupos sociales está marcada por una dimensión sensible o emocional, es indispensable comprenderla para analizar objetivamente la vida social. Ésta no puede abstraerse de las experiencias afectivas que tenemos y de la interpretación que hacemos de ellas” (p. 11).

Como lo subraya el autor, “las emociones son fenómenos complejos en los cuales se pueden considerar aspectos e influencias propiamente físicas o biológicas, otros más

psicológicos, y otros (…) [esencialmente] socioculturales e históricos” (p. 12). Como consecuencia de su carácter multidimensional, “las emociones cobran todo su sentido resituándolas en sus contextos [respectivos], valorando su forma e intensidad, observando las consecuencias de su expresión [y] comprendiendo los motivos de los actores” (pp. 12-13). Así, en la vida social, “las emociones son (…) objeto de categorizaciones y de [valoraciones] a partir de las cuales son comprendidas las situaciones y los actores. Es igualmente en función de estas categorizaciones que las emociones son objeto de regulación o, al contrario, de activación” (p. 13). No en vano, “nuestras maneras de [juzgarlas] pueden estar influidas por nuestra historia, nuestros grupos de pertenencia [y] nuestras culturas” (p. 13).

A pesar de ello, las ciencias sociales mantienen una relación ambivalente con las emociones y los sentimientos. Si éstos son abordados por todas las tradiciones y corrientes teóricas, no constituyen un objeto de estudio clásico (p. 13). Esta situación resulta, en parte, de la dificultad de definir un objeto analizado a menudo desde una serie de oposiciones y de un reparto de roles implícito entre la psicología y la sociología (p. 14). A ese respecto, la tradición norteamericana es algo diferente puesto que, al estar ampliamente marcada por las obras de Simmel (2013) y Mead, ha prestado cierta atención a las interacciones y a la dinámica de las emociones. Ese interés se encarna especialmente en la reflexión llevada a cabo por Goffman (1973). Con la influencia creciente del pensamiento norteamericano, en Europa se reconoce cada vez más la importancia de “analizar sociológicamente las emociones o, [al menos], de tomarlas en consideración para explicar [las] acciones sociales”, hasta el punto de que algunos hablen de “giro emocional” (pp. 14-15).

Por lo cual, el objeto de la presente obra consiste en 1) exponer la manera en que las emociones han sido tomadas como objeto de estudio, 2) presentar algunos conocimientos producidos a lo largo de los últimos años en esta materia, y 3) sentar las bases de una sociología de las emociones a partir de las principales aportaciones de las ciencias sociales (pp. 15-16). Este libro “quiere ser igualmente una introducción a la problemática de las emociones en la vida social. (…) [Dicha] obra es también un ensayo epistemológico que intenta [demostrar] que ciertas emociones pueden ser analizadas a la vez como formas de relacionarse con el mundo producidas socialmente y como energías susceptibles de explicar la estructuración, el funcionamiento y el cambio social. (…) [Asimismo], la [presente] obra puede [leerse] como un [alegato a favor de] su necesidad y de los medios de los que disponen las ciencias sociales para [analizar] semejantes objetos” (p. 16).

En el primer capítulo del libro, el autor intenta aclarar lo que se entiende habitualmente por emoción, en particular a partir de lo que dicen las perspectivas naturalistas y psicológicas. De hecho, “el debate clásico en psicología [se centra] en el origen corporal o mental de la emoción”, oponiendo los “periferistas” a los “centralistas” (p. 21). Por su parte, el enfoque naturalista incide en dos explicaciones basadas en la universalidad de las emociones y en su funcionalidad (pp. 22-23). Precisamente, “una de las principales críticas [dirigidas al] naturalismo alude a la funcionalidad y visibilidad de las emociones. En efecto, la adaptación al entorno permitida por la emoción puede ser considerada a menudo como disfuncional, [ya que] la reacción emocional no es necesariamente la mejor respecto a la situación” (p. 25). A su vez, para los partidarios de un enfoque más cognitivo, “la concepción biológica o neurofisiológica de las emociones (…) [reduce] le emoción a un fenómeno estrictamente biológico” y sería preciso considerar las emociones como formas de valoraciones, más o menos racionales (p. 27).

Además, la relación con las emociones depende “de las condiciones de existencia, de las normas, de los deseos, de los valores o de las creencias de las personas concernidas” (pp. 27-28). En ese sentido, “la emoción y el sentimiento no dependen solamente de una relación directa (…) con el entorno. Dependen también de una interpretación de la situación relativa a las condiciones de vida, a las expectativas, a los deseos y a las preferencias, las cuales están socialmente diferenciadas” (p. 29). Otro cuestionamiento alude a la variabilidad de la relación entre emoción e individualidad, entre emoción y persona que la vive (p. 30). De hecho, si las emociones son personales, en la medida en que conciernen el cuerpo y el alma del individuo, de modo que las emociones que desembocan de ellas o que las orientan son pensadas como elementos constitutivos de su identidad, el vínculo entre “sentimientos y sí mismo es diversamente concebido según las épocas y las culturas, [dado que ciertas] influencias sociales modulan lo que debemos pensar de nuestros sentimientos y de sus relaciones con nuestra individualidad” (p. 30).

A su vez, puesto que la emoción es un fenómeno a la vez biológico, psicológico y social, conviene precisar la división del trabajo científico y superar una serie de oposiciones (natura/cultura, individual/colectivo, etc.) que no permiten dar cuenta de la complejidad del tema (p. 33). Simultáneamente, un problema teórico esencial consiste en utilizar la noción de emoción para designar fenómenos diferentes que se sitúan en una continuidad entre dos formas extremas de emoción: las emociones reactivas y las emociones más cognitivas (pp. 34-35). Eso hace que no haya consenso en torno a la definición de la emoción. Solo puede avanzarse una definición mínima de la emoción: “una modificación sentida del estado del cuerpo cuyo motivo o causa es una percepción o un pensamiento” (pp. 34-35). En ese sentido, “las dificultades para distinguir emociones reflejos y cognitivas [exige] (…) reconocer a la vez el anclaje de estos fenómenos en la naturaleza humana y en su cultura, [de modo que] conviene [admitir] la existencia de ‘programas afectivos de base’ que son comunes a todos los seres humanos” (p. 35). Pero, “estos programas son muy maleables, [puesto que] la impregnación cultural, la socialización o el control social [influyen en] su composición, sus objetos, las razones de sus desencadenamientos o sus modalidades de expresión” (p. 35).

Más aún, como lo subraya Bernard, “las sensaciones son objeto de interpretaciones, de aprendizajes y de ‘puestas en sentido’ (…) por la discriminación de los estados corporales y por el lenguaje” (p. 36). La comprensión de las sensaciones se produce progresivamente con el desarrollo del niño, sabiendo que, “en esta ‘puesta en sentido’ de las sensaciones, el lenguaje juega un rol determinante” (p. 36). Las tesis culturalistas van más allá, al considerar que “los usos y ciertas categorías de emociones están limitados a algunos contextos históricos y culturales” (p. 37). De la misma forma, ciertos términos o estados afectivos solo existen en [determinadas] culturas” (p. 37). A su vez, “hablar de variación histórica y cultural de las emociones significa que no tenemos por todas partes y en todas [las épocas] las mismas maneras de nombrar los sentimientos” (pp. 37-38). Y, “la denominación de la inscripción corporal de la emoción es igualmente muy variable” (p. 38). Por lo cual, “conviene inscribir las emociones en su contexto ordinario de comunicación” (p. 39).

Como lo pone de manifiesto el autor, la categorización de las emociones es esencial, ya que atribuir una emoción al prójimo es siempre una manera de posicionarse ante el mundo. Y es “sobre la base de la comprensión ordinaria de la emoción y de su dinámica que tienen de ella los actores (…) que se producen unos intentos de explicación de sus razones, de las justificaciones y [posteriormente] de los ajustes y de las acciones sociales particulares” (p. 41). En ese sentido, “las categorizaciones revelan valoraciones variables” (p. 43). En los países occidentales, las emociones son miradas con cierta suspicacia, dado que son categorizadas como “antítesis de la razón” (p. 43).

En cualquier caso, lo que es evidente es que “las emociones y los sentimientos mantienen (…) una estrecha dialéctica, una recursividad [al estar] en una interacción permanente. Como disposición afectiva, el sentimiento puede condicionar o facilitar el [advenimiento] de emociones correspondientes. En ese sentido, las emociones aparecen como las cristalizaciones, en un momento dado, de sentimientos más [genéricos]” (p. 45). Al contrario, “emociones y sentimientos se alimentan recíprocamente [y], en el transcurso de una interacción, pueden también sobreponerse” (p. 45). Y al autor de añadir: “a menudo pensadas y vividas como fenómenos eruptivos, e incluso disruptivos, las emociones son moduladas por unos sentimientos a más largo plazo. [Los] sentimientos y [las] emociones están también socialmente definidos y regulados. La cultura y lo social intervienen entre el cuerpo y el alma para definir el sentido y los valores de las emociones. Definen igualmente su normatividad [y] su legitimidad según sus objetos y contextos” (p. 46).

En el segundo capítulo del libro, Bernard constata que “el trabajo y la familia son dos ámbitos fundamentales de la vida diaria en los cuales se sienten numerosas emociones. Son igualmente dos de los principales valores de los [ciudadanos] y son, a ese título, unas formas de apego muy fuertes para muchos. La vida laboral y la vida familiar son por estas razones unos factores determinantes de la identidad y del bienestar de los individuos” (p. 47). Las distintas encuestas realizadas por el INSEE (Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos) permiten ver que la identidad y “la felicidad dependen mucho de las condiciones objetivas de existencia, [que varían] según las condiciones sociales. Conducen igualmente a pensar que la vida privada así como los deseos y las expectativas ante la vida, están bajo la influencia de (…) idearios” (p. 47).

Así, en materia de vínculos que nos unen y de lazos por los cuales nos relacionamos con el resto del mundo, las encuestas subrayan la importancia que tienen para la ciudadanía la familia (%86), el trabajo (40%), los amigos (37%) y el ocio (29%). Pero, “estas fuentes de identificación y de apego varían según categorías sociológicas” (p. 48). Por ejemplo, entre los factores que inciden en la identificación al trabajo figura el estatus profesional. “Los obreros son más numerosos que los cuadros (…) en citar el trabajo como elemento indispensable de la felicidad” (p. 49). Otros factores intervienen como el hecho de vivir en pareja o de tener hijos, lo que se traduce por una menor importancia concedida al trabajo (p. 49). A su vez, la edad, el título académico o el lugar de residencia inciden en la satisfacción en el trabajo (p. 52). En ese sentido, existe una relación de causalidad entre unas condiciones de vida y unos estatus sociales y la felicidad declarada por los individuos. Más allá de estos factores de determinación exterior, las concepciones de la felicidad pueden igualmente variar en función de la clase social (p. 53). Así, mientras las clases populares asocian la felicidad al “tener”, las categorías más acomodadas la vinculan al “ser” (p. 53).

Pero, si el trabajo puede ser fuente de satisfacción, los sociólogos han estudiado las emociones en el ámbito laboral desde una perspectiva crítica. “Esta crítica alude principalmente a la movilización subjetiva de los trabajadores, vista como una fuente de alienación, y a los riesgos psicosociales debidos a la complejización e intensificación del trabajo. El malestar en el trabajo hace referencia a cuestiones tanto de organización del trabajo, de gestión y de doctrina económica, como de naturaleza de las relaciones sociales” (p. 54). Es preciso recordar que Marx elabora el concepto de alienación “para designar el efecto del trabajo repetitivo, que conlleva monotonía, aburrimiento y pérdida de sentido” (p. 55). La sociología del trabajo ha recurrido ampliamente a esta noción en su estudio del trabajo en cadena.

Con el auge del sector servicios, el empleador no contrata solamente a una fuerza de trabajo sino también a una personalidad, ya que el trabajador debe gozar de competencias relacionales y de habilidades comunicativas (pp. 55-56). Puede conducir a una modificación progresiva de la personalidad del trabajador, dado que el comportamiento puede ser plenamente interiorizado (p. 56). Esto implica un trabajo emocional que alude al “esfuerzo realizado para poner en conformidad sus sentimientos con las reglas dominantes de su entorno profesional”, sabiendo que el trabajo emocional puede ser superficial o profundo (p. 57). Pero, en ambos casos, parte de una disonancia emocional que puede ocasionar un malestar en el trabajo, e incluso ciertas patologías mentales (p. 57). Entre los factores de riesgo figura el hecho de tener un trabajo en contacto con el público, dada la imprevisibilidad del comportamiento de ciertos usuarios. En ese caso, el trabajo emocional sobre sí mismo se dobla de un trabajo emocional sobre los demás (p. 57). Ese trabajo emocional, nos dice el autor, debe ser analizado en referencia a ideologías y a representaciones más genéricas, tales como las culturas profesionales (p. 58). Esa labor emocional alude también a las características sociales de los trabajadores, ya que “el trabajo emocional refleja (…) unas relaciones sociales de dominación” (p. 58).

Bernard nos recuerda, además, que “el estudio del trabajo emocional ha sido iniciado por unos sociólogos feministas [que deseaban] hacer reconocer la dimensión emocional de las actividades tradicionales [realizadas] por las mujeres” (p. 59). De hecho, la desigualdad del trabajo emocional “alude a los estatus asignados en la división social del trabajo y, de manera amplia, a la desigualdad de oportunidades de ocupar los puestos menos desvalorizados, especialmente en razón de [su] dimensión emocional” (p. 59). Así, pueden sobreponerse criterios de género, de origen social o de origen étnico en la producción de la desigualdad ante las emociones de trabajo; siendo conscientes de que ciertas categorías de personas están más expuestas al ejercicio de empleos degradantes (p. 59). En ese sentido, la emoción es un síntoma de las relaciones de poder en la organización y refleja los sistemas de clasificación que forman parte de una ideología socio-económica que supera el nivel meramente organizativo (p. 60).

A ese respecto, Aurélie Jeantet (2014) observa “el cambio de mirada del mundo laboral sobre las emociones de los empleados. Las emociones dejan de ser denegadas [para ser] tomadas en consideración. Pero, esta toma en consideración traduce la idea de que las empresas desean controlar las emociones de sus empleados e instrumentalizarlas, por un lado, para canalizar y evacuar las emociones negativas, y, por otro lado, para favorecer las emociones positivas” (p. 61). La toma en consideración de las emociones en la empresa pasa a veces por la cuantificación o por la transformación del lenguaje (p. 61).

Entre los factores susceptibles de causar ansiedad, estrés o malestar, se encuentran la intensificación y la complejización del trabajo que aluden a objetivos poco claros, irrealizables y contradictorios (p. 62). Además de la escasa calidad de las relaciones interpersonales que ponen en peligro las personalidades, los riesgos psicosociales pueden igualmente resultar de la duración y de la mala organización de la jornada laboral, de la escasa autonomía en el trabajo o de la excesiva inseguridad laboral (p. 62). Así, el estrés en el trabajo depende de tres factores básicos: la intensidad del trabajo, la autonomía a la hora de tomar decisiones y el apoyo social (p. 62). El malestar en el trabajo se produce también cuando “los trabajadores se ven obligados a hacer cosas que [son contrarias] a sus convicciones personales. Estas situaciones provocan vergüenza, culpabilidad, e incluso repugnancia” (p. 63). En casos extremos, el sufrimiento en el trabajo puede ser notable y peligroso, provocando descompensaciones ansiosas con consecuencias somáticas y trastornos psicóticos (p. 64).

La vida familiar constituye otra dimensión esencial de la vida cotidiana y de la construcción identitaria de las personas. Es a menudo asociada a las condiciones de la felicidad. Lejos de ser una cuestión meramente individual, la relación con la familia y la representación de lo que es una familia “son relativas a condiciones sociales de existencia, a contextos históricos y culturales, y a ideologías” (p. 65). Como lo indica el autor, la familia ha sido estudiada desde la perspectiva del amor y del apego. “En el inicio de su reflexión, se halla la idea según la cual la familia es una unidad básica de la sociedad, [en la medida en que es] el lugar de la socialización (…) y de la intimidad” (p. 65). De hecho, la familia se caracteriza por ofrecer “una fuerte densidad afectiva” (p. 65). No en vano, en ciertas circunstancias, la familia es sinónimo de conflictos, discusiones, sobreprotección e incluso de violencia (p. 65). Pero, en general, la familia es percibida como el lugar del afecto y del apoyo. “La familia [es] un refugio o una protección, ante una vida social y un entorno exterior percibidos como [excesivamente] individualistas, competitivos y agresivos” (p. 66). Esta concepción de la familia como fuente de felicidad es fruto de una evolución histórica particular vinculada a diversos cambios sociales que han conducido a una valorización de sentimientos positivos, tales como el amor, la solidaridad, la benevolencia o la generosidad (p. 66).

En cuanto al sentimiento amoroso, “es relativo a unos marcos sociales que delimitan su perímetro de representación, experiencia y expresión” (p. 67). En ese sentido, la evolución de los modelos amorosos traduce “la búsqueda de una intensidad de la relación por el hecho de compartir sentimientos. (…) Las interacciones deben ser densas, la escucha activa, las tomas de palabra implicadas”, etc. (p. 72). No obstante, ciertos “factores sociales y culturales influyen las disposiciones a la vida conyugal, es decir a la formación de las expectativas hacia sí mismo, el otro y la relación amorosa para cada uno de los conyugues” (p. 73). Así, “la historia del amor conyugal muestra la relativa puesta en correspondencia entre, por un lado, representaciones y obligaciones sociales que concurren a la producción de expectativas, deseos [y] dispositivos de encuentro (…), y, por otro lado, individuos potencialmente influidos por estos elementos de contexto que delimitan el campo de los posibles en materia de experiencia y de expresión de los sentimientos” (pp. 74-75).

En ese sentido, las parejas mencionan cada vez más razones afectivas a la hora de explicar su deseo de tener hijos, dado que estos últimos son asociados a la felicidad y al amor. “La representación dominante que valoriza la vida familiar y los hijos (…) tiene como consecuencia [el hecho] de favorecer la expresión de comportamientos afectivos (…) así como de limitar las posibilidades de expresión pública de las quejas y dificultades” (p. 76). De hecho, el discurso dominante minimiza “las dificultades de las jóvenes madres. Contribuyen igualmente a introducir o a mantener la norma social según la cual una mujer, para realizarse como [tal], debe querer cuidar de sus hijos” (p. 77).

De la misma forma, “las maneras de considerar la gravedad de la muerte de los seres queridos y la pena legítima que es preciso sentir o expresar no son dejadas a la libre interpretación de cada uno” (p. 83). Esto significa que “los comportamientos de duelo deben comprenderse en el seno de sus marcos históricos y culturales” (p. 84). Así, “estudiando la historia de la relación con la muerte (…), Ariés [defiende] la hipótesis según la cual [se produciría] un aumento más o menos continuo de la sensibilidad ante la muerte del prójimo y ante la idea de su propia muerte desde la Edad Media” (p. 85). En ese sentido, lo que pensamos de la muerte y de la pena que es preciso sentir y expresar “proviene de las relaciones colectivas con la muerte y los muertos que orientan, enmarcan [y] explican las orientaciones afectivas” (p. 88). A pesar de la existencia de una estructura común a los pueblos de la tierra, cada cultura tiene su propia manera de enfrentarse a la muerte y de gestionarla en función de une serie de representaciones culturales (p. 89). “Las diversas maneras de contemplar el lugar de los muertos sirven, no solamente para crear un vínculo, sino también para contractualizar la relación con los muertos” (p. 90).

En el tercer capítulo de la obra, el autor constata que “las representaciones y las formas de valorización o de desvalorización de las emociones asociadas a las identificaciones, los grupos, la felicidad o la desgracia en ámbitos tan variados como la familia, el trabajo o la relación con la muerte, dependen fuertemente de las condiciones de existencia (…) específicas, cuyas diferencias y características se observan en los niveles tanto inter-cultural (…) como intra-cultural” (p. 93). Pero, nos dice Bernard, “las representaciones se construyen también sobre la base de discursos, símbolos y factores (…) propiamente ideales, de los que forman parte los efectos cognitivos de la experiencia de las emociones” (p. 93). En ese sentido, “las emociones y los sentimientos pueden ser considerados como formas estabilizadas (…) de relación con el mundo social” (p. 93).

En general, las ciencias sociales que intentan explicar las emociones comparten la idea según la cual éstas constituyen el resultado de un proceso social y, por lo tanto, el producto de la vida social y de formas de vida particulares (pp. 93-94). Esta concepción, de corte durkhemiano, considera que “los grupos sociales disponen de una autoridad moral superior a la de los individuos en virtud de la cual estamos obligados a poner en adecuación nuestros sentimientos [con aquellos] que son socialmente valorizados por nuestra cultura. [Esto] supone una socialización de las emociones que [constituye simultáneamente] una socialización emocional” (p. 94). La fuerza de ese determinismo social de las emociones se explica por dos factores: por una parte, la presión ejercida por los miembros del grupo de pertenencia a través de la socialización y del control social; y, por otra parte, la interacción y la cooperación social (p. 95). Po lo tanto, “en la organización de la vida moral, la emociones colectivas juegan un rol preponderante e incluso fundador”, sabiendo que diversas emociones nacen de las interacciones con el grupo (p. 95). A su vez, “los sentimientos colectivos estructuran las normas sociales, las leyes [y] los preceptos” (p. 96), y son objeto de una instrumentalización que se halla en el origen de la distribución social del poder. La institucionalización de las normas produce posteriormente unas reglas emocionales (p. 97).

La socialización de las emociones aspira, en primer lugar, a regular la afectividad, a canalizar las pulsiones y a entrenar la persona a respetar las normas. Se trata de controlar los afectos que son susceptibles de desestabilizar el orden social y que pueden tener consecuencias nefastas para el individuo. En segundo lugar, esta socialización aspira a convertir las personas en seres capaces de sentir las emociones apropiadas en cada circunstancia. Es cuestión de “regular la vida emocional para que sea socialmente eficaz” (p. 98). En ese sentido, “la socialización de las emociones es un trabajo sobre las emociones [que es] él mismo emocional” (p. 98). Obviamente, “las categorías emocionales se adquieren por aprendizaje de las estructuras de interacción y de miradas [relacionadas] con el significado socialmente atribuido a las transformaciones fisiológicas observadas” (p. 99). La recurrencia de las correspondencias permite a las emociones ser transmitidas e integradas. En esta óptica, “el saber emocional es esencialmente experiencial” (p. 99). De hecho, gracias a la comunicación mantenida por el niño con su entorno familiar y amistoso, aprende progresivamente los códigos de comportamiento asociados a la experiencia y a la expresión de emociones (pp. 99-100).

Como lo indica Bernard, “anclada en la comunicación, la comprensión de las emociones (…) está asociada [de inmediato] a situaciones en las cuales se encuentran desencadenantes de emociones y expresiones emocionales típicos. La repetición de los intercambios produce así la evidencia de la normalidad de la emoción que corresponde al desencadenante” (p. 100). En esta óptica, las emociones son hábitos cognitivos y esquemas de comportamiento sociales fuertemente interiorizados (p. 100), siendo conscientes de que “la observación emocional del mundo sensible [produce] marcos de comprensión productores y reproductores de normas emocionales” (p. 101). Si la socialización a las emociones pasa por los intercambios, “la acción de los [actores] socializadores pasa igualmente por el sistema castigo/recompensa y las emociones de venganza y orgullo que [surgen de él]” (p. 101). En teoría, la recompensa debe generar orgullo, el cual incrementa la auto-estima personal, que aumenta a su vez la voluntad de conformarse a la norma social, mientras que el castigo pretende que la persona sienta vergüenza y culpabilidad (p. 101). Así, el temor de recibir una sanción, formal o informal, genera a menudo la voluntad de no desviar de las normas emocionales prescritas (pp. 101-102).

Tal y como lo pone de manifiesto el autor, “los diferentes [modelos] explicativos de la determinación social de las emociones (…) suponen la idea de la construcción de disposiciones o de hábitos típicos según las sociedades, los entornos y las características sociales” (pp. 102-103). Si Weber ha puesto en evidencia “la influencia de las creencias sobre las estructuras de la personalidad y los tipos de carácter, otros factores socio-culturales constituyen (…) la personalidad de base y sus diferentes rasgos” (pp. 104-105). La antropología ofrece numerosos datos sobre la construcción cultural de las personalidades y de los tipos de carácter, aunque pueda diferenciarse en función de la edad y del género (p. 106). De manera general, “el análisis de la construcción cultural de las sensibilidades hace aparecer el peso fundamental de la familia. Los estilos educativos moldean tipos de personalidades. Las normas y los valores dominantes son igualmente transmitidos a los niños. Pero, para que estos mecanismos de transmisión operen, es preciso que el sentimiento familiar y el apego a la familia estén duraderamente instaurados” (p. 113). En ese sentido, la combinación de estructuras sociales y de reglas afectivas permite a la familia funcionar como un todo, aunque pueda igualmente generar conflictos (p. 114).

Si las teorías expuestas explican la formación de las sensibilidades sociales, pecan por su nivel de generalidad, especialmente cuando se trata de temperamentos que son compartidos por el conjunto de los miembros de la sociedad (p. 115). De hecho, en las sociedades complejas, la variedad de los grupos sociales es mayor, de modo que los modelos emocionales son más diferenciados y dependen del lugar ocupado por los individuos y grupos en la sociedad así como de la forma de las relaciones entre individuos y grupos sociales (p. 115). Por lo tanto, es preciso afinar la perspectiva para distinguir, en el seno de cada sociedad, “culturas afectivas que solo cobran sentido unas en relación con otras y cada una con respecto a la sociedad en su conjunto” (p. 116).

Así, “los estudios cuantitativos sobre las formas de educación muestran que la cultura individualista se desarrolla y [orienta] los modelos educativos, incluso si persisten variaciones notables según los entornos sociales” (p. 118).

  1. Por una parte, se produce una uniformización de los objetivos y de las prácticas educativas como consecuencia de la difusión social de una visión más liberal de la educación que prioriza la autoestima, la autonomía, la curiosidad o la apertura al mundo del menor (p. 119).
  2. Por otra parte, la heterogeneidad de las sociedades occidentales contemporáneas se constata en las relaciones afectivas socialmente orientadas por la institución escolar (p. 119). De hecho, “la relación afectiva de los [alumnos] con la escuela varía en función de sus orígenes sociales, incluso si para todos los [menores] las emociones escolares dependen ante todo de la propia escuela. En efecto, sean cual sean sus orígenes, los [alumnos realizan] una clara diferencia entre la vivencia emocional de la escuela y la [del hogar]” (p. 120). En ese sentido, las emociones escolares más negativas dependen mucho de su contexto normativo y de la percepción de sus retos: la competencia y la nota. Pero, “estos elementos [cobran] un sentido y una amplitud diferente según las experiencias que han tenido los padres con la escuela” que resultan a su vez de la herencia cultural familiar (p. 120).

La construcción diferenciada de las sensibilidades se percibe con especial agudeza “en las relaciones con la política, la moral, el dinero o (…) la religión. Si algunos preceptos morales básicos (…) son relativamente generales, [se observan], en función de los entornos, numerosas divergencias de [carácter] ideológico que contribuyen, por la jerarquización diferenciada de los valores, a una probabilidad diferente de conmoverse, o de conmoverse con intensidad, ante cuestiones de sociedad” (p. 121). Por ejemplo, las investigaciones relativas a la socialización política muestran “una fuerte reproducción de las opiniones políticas entre padres e hijos, incluso si esta tendencia a la reproducción puede ser modulada por el cambio generacional y los contextos históricos así como por las experiencias sociales personales y las interacciones” (p. 122).

Asimismo, las diferencias de sensibilidad se manifiestan de manera diferenciada sobre cuestiones de sociedad y especialmente sobre aquellas relativas a las costumbres (p. 123). La sensibilidad ante la muerte, el sexo, la autoridad o el dinero está vinculada a una pluralidad de factores, tales como el nivel de instrucción, la edad, la clase social, el posicionamiento político y la pertenencia religiosa (p. 123). De hecho, los “sistemas de representación, al funcionar como disposiciones, determinan las reacciones afectivas típicas de aprobación y de desaprobación. Éstas entran inevitablemente en competencia y en conflicto con las demás” (p. 126). Si se produce una reproducción de sensibilidades preexistentes y existen mecanismos de reproducción, y si estos sentimientos pueden ser considerados como formas sociales relativamente estabilizadas, el adiestramiento, el formateo y el control de las emociones son incompletos. Las emociones, nos dice el autor, deben igualmente expresarse en el mundo social (p. 126). Por lo tanto, las emociones se inscriben en la historicidad y el cambio social por el impulso que proporcionan a la acción.

En el cuarto capítulo del libro, Bernard observa que, si las emociones son parcialmente previsibles, pueden ser simuladas o acentuadas en función de fines estratégicos. “La inscripción del análisis de las emociones en los niveles institucional e interaccional conduce a preguntarse sobre la expresión casi lingüística de las emociones, su comprensión, los juegos de roles que se presentan o (…) la coordinación de la acción que [resulta] de él” (p. 128). Así, Goffman pone de manifiesto el “lenguaje de las emociones [a la vez] convencional, codificado [y] controlado por los actores para dar una buena [imagen] y mantener las apariencias” (p. 129). De la misma forma, “la expresión y la comprensión de las emociones permiten coordinarse. En situación, la expresión de emociones [permite], [en primer lugar], señalar al prójimo [en función de que] su comportamiento corresponde o no a sus expectativas (…). [Señala, en segundo lugar], la reacción probable del que los emite” (p. 129). Más generalmente, en un entorno social determinado, “las reglas de los sentimientos pueden servir como guías para la acción” (p. 129). En esta óptica, “la acción es permitida por el conocimiento de la gramática de los sentimientos en tal o cual entorno”, es decir que estas reglas permiten la expresión y la comprensión (p. 130).

Según el autor, “la expresión de las emociones puede ser un intento de modificar el comportamiento del otro suscitando en él otras emociones” (p. 131). En ese juego con las emociones, “las experiencias subjetivas vividas son diferentes de las convenciones colectivas que permiten verbalizarlas” (p. 131). En ese sentido, “aunque pueda servir la cooperación y el mantenimiento del orden social y de intereses comunes (…), el juego con el lenguaje de las emociones expresa (…) a menudo unas diferencias de posicionamiento de los individuos en interacción [y] unas divergencias de estatus, valores y deseos. La dimensión del poder es, por lo tanto, fundamental” (pp. 132-133).

En ese sentido, la comunicación de las emociones es desigual. Cada uno no puede, en razón de su estatus y de su rol, expresar las mismas emociones de forma idéntica, ya que el reparto desigual del poder o las interacciones induce a menudo unos comportamientos diferentes (p. 133). Así, “las emociones en las interacciones pueden reproducir las desigualdades, funcionando como operarios de clasificación de unos y otros” (p. 133). De esa forma, la expresividad y la espontaneidad están asociadas a las clases populares, mientras que la contención y el auto-control son signos distintivos de las clases favorecidas (p. 133). Como lo subraya Bernard, “el control de sí mismo, la contención de las emociones [y] la sangre fría tienen además una importancia sociológica crucial porque legitiman el control de los demás” (p. 134).

El análisis de las interacciones muestra una necesidad de comprender “el comportamiento práctico que tienen los actores de las emociones, especialmente a partir de su conocimiento de las consecuencias de la expresión de las emociones en el espacio intersubjetivo o público” (p. 138). De hecho, las emociones provocan una forma de reflexividad, ya que “obligan los individuos y grupos a redefinir el marco de análisis de las situaciones [y] de las relaciones sociales que [se producen en su seno] así como la conducta apropiada a las circunstancias” (p. 138). En ese sentido, “la inscripción de las emociones en las interacciones conduce a un cambio de perspectiva, con respecto a los enfoques tanto sociológicos, holísticos y deterministas, como psicológicos. [En cierto modo], modifica el estatus ontológico de las emociones. [Éstas] dejan de situarse en lo social o en lo [individual] para [hallarse] en las relaciones” (p. 139). Por lo tanto, “las emociones se convierten fundamentalmente en las consecuencias de la relación y no en la expresión de un ‘yo’ íntimo” o de la sociedad (p. 139).

Las emociones y los arreglos interaccionales cobran sentido en el seno de marcos sociales como la pareja (p. 140). “La pareja en nuestra sociedad se caracteriza por una norma social de amor particular que supone la igualdad, el hecho de compartir [informaciones y experiencias], la disponibilidad hacia el otro y la expresión recíproca del afecto” (p. 140). En ese sentido, “la libertad concedida a los individuos en la elección del conyugue se ha acompañado de una nueva prescripción según la cual no puede haber una vida en pareja sin amor compartido” (p. 141). Además de la valorización ideológica del amor, las parejas se enfrentan a serias dificultades para compaginar actividad profesional y vida familiar (p. 141).

Otro aspecto esencial alude a la dimensión individualista de la relación amorosa. “En un contexto de competencia creciente, el amor se convierte en un recurso aún más importante, ya que es, a la vez, un soporte de la construcción emocional de los sujetos y un refugio ante los excesos de la competencia” (p. 142). Si cada uno siente la necesidad de afirmarse como individuo, “esta afirmación solo puede producirse gracias al apoyo y a la mirada del otro, en un reconocimiento recíproco” (p. 142). En ese sentido, se produce un doble equilibrio entre el individuo individualizado y la comunidad parcial así como entre la intimidad personal y la intimidad conyugal (p. 142). Bernard considera que “solamente el diálogo y la negociación permiten superar las contradicciones, haciendo entrar cada uno de los conyugues en una (…) construcción identitaria” común y compartida (p. 145). En suma, “las emociones conyugales están a la vez influidas por factores sociales y [son] objeto de evaluación (…), negociación y control” (p. 145).

La relación de cuidado o care representa otro campo de análisis de las emociones. Como lo pone de manifiesto el autor, “la coordinación de la acción de cuidado se basa en un contrato tácito y en la anticipación y el análisis de los sentimientos del prójimo con el fin de posicionarse y de elegir entre diferentes líneas de [actuación]” (p. 145). Así, el cuidado supone a priori que los cuidadores se preocupan “por hacer su trabajo concienzudamente y [respetando] una ética del care, de la benevolencia y del cuidado” (pp. 145-146). Por su parte, los cuidadores presuponen que los pacientes confían en sus competencias, son honestos en la exposición de sus dolencias y son serios en la toma de medicamentos (pp. 145-146). Ese modelo se basa en una visión asimétrica de la relación médica con un cuidador seguro de sí mismo, de su competencia y que controla sus afectos, y un paciente inquieto y disciplinado (p. 146).

No en vano, los cuidadores también tienen emociones. Pueden resultar de la interacción, de la relación interpersonal desarrollada con el paciente o de la confrontación con el sufrimiento, la enfermedad e incluso la muerte que pone de manifiesto su propia vulnerabilidad (p. 146). Así, los profesionales del ámbito sanitario se encuentran constantemente bajo tensión, ya que se enfrentan a imperativos contradictorios al tener que encontrar un equilibrio inestable entre la escucha comprensiva y la personalización de la relación, por una parte, y la eficacia terapéutica, la racionalidad científica y las limitaciones presupuestarias, por otra parte. Sobre la base de estos elementos, es difícil determinar cuáles son el nivel y la forma legítima o comprensible de las emociones, dado que la legitimidad de las emociones es objeto de una definición conjunta, intersubjetiva y colectiva relativamente flotante (p. 150).

En el quinto capítulo del libro, Bernard recuerda que las emociones pueden igualmente ser consideradas como factores explicativos, es decir como causas de las acciones sociales. En ese caso, las emociones forman parte del razonamiento de los actores en situación que conducen a su posicionamiento. En ese sentido, las emociones impulsan una dinámica social (p. 153). Esto significa que las emociones pueden ser instrumentalizadas, bien en el sentido de una reproducción de las estructuras, bien en el sentido de una movilización colectiva (p. 154). De hecho, “el mundo del trabajo y el mundo del ocio nos permiten ilustrar cómo las emociones pueden ser [vectores] de acción y productores de sentido, además de ser objeto de un trabajo de puesta en forma. [Este] fenómeno es igualmente patente en la vida política, donde las emociones son a la vez [un vector] de cambio (…), una dimensión a movilizar (…) y una fuerza a controlar” (p. 154).

En general, nos dice el autor, “la relación con el objeto que provoca la emoción está asociada a una voluntad de actuar y de modificar las circunstancias” (p. 154). En ese sentido, “los fundamentos de la acción emocional pueden estar vinculados a la racionalizada asociada a nuestros valores, a nuestras maneras de ver el mundo, al valor que concedemos a nuestras herencias culturales” (p. 155). No obstante, en la historia de la sociología, “los efectos de la emoción sobre la acción social han sido pensados en función de su alejamiento a una supuesta norma de racionalidad. La emoción es (…) percibida como un sesgo de la racionalidad” (p. 155). De hecho, para Weber, la emoción sería un comportamiento irracional que tendría como único fin la satisfacción de una pulsión (p. 156). Más recientemente, “ciertos mecanismos de desviación de la racionalidad imputados a la experiencia han sido precisamente estudiados por Jon Elster” (p. 156). La historia abunda de ejemplos de desbordamientos afectivos que provocan acciones aparentemente irracionales (p. 156).

No en vano, existen vínculos entre sensibilidad y racionalidad, por ejemplo, en lo que se refiere a la toma de decisiones. “Ante la imposibilidad, en ciertas situaciones, de hacer elecciones perfectamente racionales, puede ser útil fiarse de sus sentimientos” (p. 158). El otro vínculo entre emoción y racionalidad proviene de la influencia de las creencias en las emociones. En efecto, las emociones pueden aproximarse a la racionalidad moral (p. 159), sabiendo que esta última “se fundamenta en unas emociones que no se consiguen suprimir, incluso cuando la realidad [contradice] nuestros deseos o creencias” (p. 160). Ciertas acciones parecen irracionales en cuanto a sus finalidades pero son racionales en referencia a valores (p. 160). Weber ya percibió la porosidad entre acción afectiva y acción racional (p. 161).

En numerosas profesiones, existen fuentes de placer que provocan interés y motivación por el trabajo, tales como conocer a nuevas personas, viajar, ayudar a los demás o variar las actividades (p. 163). No en vano, si las emociones pueden ser un carburante y una fuente de motivación para la acción, la aparición de emociones positivas en el trabajo exige una serie de condiciones sociales, ya que deben encontrar un campo social donde puedan expresarse (p. 163). Para perdurar, “estas emociones carburantes deben (…) ser objeto de un trabajo de mantenimiento constante. Esto supone (…) diversificar las fuentes de satisfacción a lo largo del tiempo” (p. 164). En cualquier caso, la tarea de dar sentido a la actividad no incumbe solamente al individuo sino que es preciso tener en cuenta la influencia de los directivos y de la organización (p. 164). De hecho, en el mundo laboral, “las organizaciones buscan movilizar las emociones positivas de los trabajadores porque el entusiasmo aumenta (…) el rendimiento y la productividad, y porque la satisfacción [compensa] el coste [del] sufrimiento en el trabajo” (p. 165).

La situación es algo diferente en las actividades de ocio donde “la pasión se expresa en mayor medida por sí misma y por el placer, y [se encuentra] en general bajo el control del apasionado” (p. 165). Es obvio que la disminución de la jornada laboral ha propiciado el auge del ocio que se traduce por un “abanico considerable de actividades” (p. 166). Estas pasiones son presentadas habitualmente como una vía de escape “al estrés de la vida cotidiana y del trabajo. Sirven igualmente (…) para realizarse y desarrollarse en una actividad cuyos efectos sobre sí mismo son percibidos como gratificantes” (p. 166). En ese sentido, “las pasiones están consideradas [hoy en día] como lugares de intercambio y de [vivencias compartidas], a menudo enmarcadas colectivamente, que permiten realizarse y expresarse plenamente” (p. 167).

Como lo recuerda el autor, “la energía de las acciones emocionales se modula en el encuentro entre un estado [anímico] (…) y un contexto social que lo permite o lo prohíbe. Y, una vez desplazada, la energía emocional no es [abandonada] a sí misma, [sino que] es objeto de canalizaciones, reactivaciones o transformaciones” (p. 168). A nivel social, la función de la política consiste precisamente en canalizar la afectividad. De hecho, “las emociones ocupan un lugar central en la política, [ya que] ésta pone en juego unas disposiciones afectivas constituidas por la socialización y la experiencia política que se agregan o se oponen entre sí” (p. 168). Hoy en día, la toma en consideración de las emociones resulta indispensable para comprender la constitución de los movimientos sociales y la relación de la ciudadanía con la política. En otras palabras, “la toma en consideración de las emociones es importante porque pueden ser a la vez una razón de actuar (…), un revelador de las visiones del mundo, unos valores, unas normas sociales de los individuos y grupos concernidos, y un recurso [o] una energía movilizada o movilizable por sí misma y por el prójimo” (p. 171).

La sensibilidad ante cuestiones de sociedad está socialmente construida y es colectiva, dado que afecta a grupos constituidos y vinculados entre ellos por intereses comunes (pp. 169-170). Para que una cuestión social se convierta en un problema social, “es preciso hacerlo emerger como tal, eventualmente por la agitación o la violencia para unos, con la ayuda de medios o de personalidades [para otros]” (p. 170); sabiendo que todas las cuestiones sociales difieren en función de su relación con la temporalidad social y política. Si un choque moral, fuente de indignación, puede desencadenar una serie de movilizaciones, “la emoción productora de acción se integra lo más a menudo en una sensibilidad pre-construida que la favorece y que alude a la noción de “economía moral” (p. 172). Además, si los movimientos sociales pueden nacer de una frustración relativa, “para que [ese] movimiento social se instaure y se generalice, es necesario [atraer] a nuevas personas [para] ampliar y fidelizar el círculo de militantes” (p. 174).

En cualquier caso, la legitimidad de las emociones en su expresión pública es un problema central, sabiendo que “las emociones esperadas y expresadas por los [promotores de una causa] varían en función de los objetos, de los contextos sociales y de las épocas” (pp. 176-177). En ese sentido, el trabajo emocional de los dispositivos de sensibilización puede tener como fin transformar las emociones personales (p. 177). Más allá, las emociones plantean “la cuestión de la gobernabilidad, es decir de los márgenes de maniobra de los gobernantes. Obligan a tener en cuenta [las] sensibilidades, con sus exigencias y sus prohibiciones, y modifican la temporalidad política imponiéndose al funcionamiento político, más allá de los [mecanismos] de la democracia representativa” (p. 178). El trabajo emocional de los políticos se percibe “en la gestión de los sucesos y de las catástrofes de todo tipo que componen la actualidad” (p. 179). Ese trabajo se inscribe en diferentes temporalidades asociadas a registros emocionales distintos (p. 179).

En el sexto y último capítulo de la obra, Bernard recuerda que “las emociones se despliegan en el espacio público, compiten unas con otras, (…) obligan a justificaciones y a reacciones. Están, por lo tanto, [inmersas] en su época, que reflejen unos sistemas de valores constituidos (…) o manifiestan, al contrario, unas voluntades de cambio social” (p. 181). Por lo cual, “sus desencadenantes [y] sus objetos están sometidos a cambios” (p. 181). Esto significa que “las emociones están sometidas a la historicidad y a sus formas, y la intensidad de sus manifestaciones o los objetos sobre los cuales se [expresan] pueden cambiar” (p. 181).

Así, el individualismo es una tendencia histórica de fondo que traduce un cambio en la manera de considerarse como individuo. “Designa una progresiva separación de las esferas públicas y (…) privadas que se ha iniciado en el Renacimiento. Esta separación público/privado se [manifiesta] por la tendencia (…) a liberarse de las reglas y costumbres colectivas [y] a considerarse como (…) perteneciente a sí mismo” (p. 182). Esto favorece la emergencia del actor como autor de su propia existencia, que sea capaz de tomar iniciativas, tomar la palabra y posicionarse en la sociedad, pero también que sea capaz de tomarse a sí mismo como objeto de análisis y de definir su identidad (p. 182). Pero, uno de los cambios de perspectiva más relevantes con respecto al individuo concierne su “condición afectiva” (p. 183). Si para unos esa condición es sinónimo de liberación y de afirmación de sí mismo y de sus sentimientos, para otros representa un riesgo, ya que conduce a la atomización y a la anomía (p. 183).

Según Norbert Elias, “la historia de las sociedades europeas [ha] estado marcada por un proceso general, y más o menos continuo, de civilización, es decir [por] un incremento del control sobre sí mismo (…), especialmente en el espacio público. [En esa óptica], la civilidad designa la codificación y el control de las expresiones [y] la contención que conducen a un trabajo sobre sí mismo” (p. 184). “Con el control de las impresiones se construye un foro interno, un pensamiento individual, una reflexividad” (p. 184). Para Elias, el proceso histórico de civilización es lineal, aunque existan momentos de des-civilización durante las guerras y revoluciones (p. 185). “La interiorización de la obligación de controlar sus emociones sería la consecuencia de un cambio de [identificación] de las causas legítimas de placer y de desagrado” (p. 186).

En la época contemporánea, Wouters y Reddy muestran la alternancia de periodos de formalización de las conductas y de informalización de las mismas (p. 187). Así, a partir de los años 1960, prevalece la extra-determinación. Ya no es la culpabilidad la que conduce al conformismo, “sino la ansiedad de no gustar a los demás. Los nuevos cambios sociales (…) producen nuevas vías para llegar al éxito, exigiéndose a sí mismo un comportamiento más socializado, lo que conlleva unos cambios en el plano conyugal o a nivel de [una] educación más comprensiva de los hijos” (pp. 190-191). En ese sentido, “la opinión pública y la preocupación por la regulación condicionan el conformismo extra-determinado” (p. 191). Se trata de una época de alternativas donde se busca ser sí mismo, en un ambiente relajado marcado por la espontaneidad. Pero, esa búsqueda de la espontaneidad y de la autenticidad no es sinónimo de descontrol, ya que es objeto de un aprendizaje. De hecho, se observa “una demanda de auto-regulación creciente” (p. 192).

Como lo indica Bernard, “estos desarrollos sobre la relación con sí mismo y con las emociones nos indican que la inscripción del individuo en la sociedad, sus márgenes de maniobra, y la idea que puede hacerse de las posibilidades de [orientar] su vida y sus relaciones con los demás en función de sus sentimientos, la posibilidad de expresarlos o la obligación de reprimirlos, son objeto de variaciones históricas y sociales” (p. 193). Estas emociones reciben influencias sociales difusas y difieren en función de las creencias y los valores morales, ellas mismas influidas “por unos sentimientos diversamente repartidos en la estructura social” (p. 193).

La historia de la familia ofrece a ese propósito un objeto de estudio interesante, dado que el universo familiar está lleno de paradojas. “Es a la vez el lugar de la socialización, de la imposición, de las costumbres, del respeto a los demás y, por lo tanto, del gobierno de sí mismo, [así como] el lugar en el cual los individuos esperan poder desarrollarse [y] ser ellos mismos ante familiares que les procuran una seguridad afectiva” (pp. 193-194). En ese sentido, “la historia de la familia puede leerse bajo el prisma de los debates que rodean el proceso de personalización de las relaciones y de sentimentalización de la familia”, puesto que la representación ideal de la familia se centra hoy en día en los sentimientos (p. 194). Esto explica que las cuestiones sociales relativas a la familia, tales como el divorcio, el aborto o la procreación medicamente asistida, sean sumamente polémicas, porque “la representación de la familia tiene una fuerte dimensión normativa” (p. 196).

Esto significa que las normas no desaparecen, sino que “se convierten en más difusas, se debaten en los medios de comunicación y son objeto de recomposiciones. La regulación se efectúa menos por la imposición [que] por la coordinación con los demás, bajo las formas del contrato, del intercambio [y] de la negociación” (p. 201). En ese sentido, las elecciones individuales siguen estando marcadas por factores sociales, ya que pueden reflejar intereses y valores, y la cultura orienta el sentido de las expectativas del entorno en el cual se realizan las elecciones (p. 201).

En las sociedades occidentales actuales, “la historia de las emociones está (…) vinculada con la historia de las mujeres. [A ese respecto], los cambios [acontecidos en] la economía emocional, [tanto] en la pareja [como] en la familia, deben mucho a los cambios de su estatus en la sociedad y su autonomización con respecto a la tutela de los hombres” (p. 202). Estos cambios han propiciado una mayor autonomía financiera de las mujeres, condición de su autonomía plena, y una modificación de la forma de relacionarse con sus parejas, lo que se repercute en la economía emocional en el seno de la familia. Implica asimismo una conciliación de los proyectos profesionales de los conyugues y un ajuste de la economía doméstica, de cara a “encontrar un equilibrio entre vida profesional y vida familiar” (p. 202).

La emancipación de las mujeres desemboca en una mayor reflexividad y comunicación de las emociones, ya que éstas se convierten en “sustancias que se pueden interpretar, negociar y comunicar” (p. 205). No en vano, ese nuevo paradigma basado en la comunicación de las emociones tiene consecuencias ambiguas, dado que implica una intelectualización y una racionalización de la vida afectiva (pp. 206-207). “La necesidad de verbalizar las emociones ha sido también subrayada en el ámbito (…) de la salud mental”, en la medida en que constituye “la primera etapa para poder cambiar [el] comportamiento y mejorar la atención” (p. 207). En ese sentido, el aumento de las posibilidades de expresión emocional no anula la exigencia de normalidad, enmarque y justificación. De hecho, “la historia de las emociones [es] la de una dialéctica en permanente recomposición entre expresión y control, afirmación de los sentimientos y modulación en función de las circunstancias y de los entornos” (p. 209). Lo que está en juego es el equilibrio emocional entre las diferentes sensibilidades de los actores y grupos sociales.

En definitiva, como lo subraya el autor, “las emociones están por todas partes, [confundiéndose prácticamente] con la sensación y el simple deseo de vivir (…). En el sentimentalismo socialmente instaurado y estetizado, se produce una equivalencia potencial de los sentimientos políticamente y económicamente gestionados de cara a compensar los efectos de gestión (…) de la vida pública (…). Se reordenan en permanencia las fronteras que separan lo privado de lo (…) público” (p. 214). En ese sentido, “la adquisición por las emociones de una dimensión social (…), o, al contrario, la intimación a los individuos de saber gestionar las emociones que no quieren ver [irrumpir] en la escena social, aparecen como las dos caras simétricas de la condición sensible de [la] sociedad” (p. 214).

Al término de la lectura de La concurrence des sentiments. Une sociologie des émotions, es preciso reconocer la capacidad de Julien Bernard para exponer con claridad y rigor las principales teorías de las emociones, desde perspectivas psicológicas, sociológicas y antropológicas, de cara a sentar las bases de una sociología de las emociones. Lo hace en un libro bien estructurado y proponiendo un razonamiento articulado. A su vez, asocia la densidad del pensamiento con la fluidez del estilo, lo que propicia la comprensión de la tesis defendida y convierte su lectura en agradable. No en vano, y de cara a matizar la valoración positiva que merece este libro, se echa en falta la formulación sistematizada de una sociología de las emociones. El autor se conforma con exponer y discutir las principales teorías sin llevar su lógica hasta el final elaborando un nuevo paradigma o, al menos, un nuevo “estilo sociológico”.

En cualquier caso, la lectura de esta obra se antoja ineludible para cualquier persona interesada en las emociones y los sentimientos analizados desde una perspectiva sociológica.

Referencias

Ariès, Phillippe (1975): Essai sur l’histoire de la mort en Occident. París: Seuil.

Balasch, Marcel y Montenegro, Marisela (2003). Una propuesta metodológica desde la epistemología de los conocimientos situados: Las producciones narrativas. Encuentros en Psicología Social, 1(3), 44-48.

Bernard, Julien (dir.) (2006): La parole en sociologie: recherches et débats, Actes de la journée d'études « Contextes sociaux et usages scientifiques de la parole ». Poitiers: MSHS/Icotem.

Bernard, Julien (2009): Croquemort. Une anthropologie des émotions. París: Métailié.

Bernard, Julien (2017): La concurrence des sentiments. Une sociologie des émotions. París: Métailié.

Goffman, Erving (1973): La mise en scène de la vie quotidienne. París: Minuit.

Jeantet, Aurélie (2014): « Introduction », conférence au colloque Emotions et travail. París: CNAM.

Simmel, George (2013): Essai sur la vie des sens. París: Payot.