La garantía del derecho a una vivienda adecuada es un tema emergente en las últimas décadas. Según el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (UN, 1992), toda persona debe vivir en seguridad, paz y dignidad en alguna parte. Pese a su importancia, se estima que en 2010 un número superior a 1.000 millones de personas no contaban con una vivienda adecuada (ACNUDH, 2010). Situaciones como los conflictos armados, los desastres socionaturales, el cambio climático global, así como la ausencia de derechos formales de la vivienda y procesos de gentrificación aumentan las posibilidades de vulneración del derecho a la vivienda adecuada, provocando desplazamientos y desalojos forzados. Frecuentemente el desalojo forzado es un proceso que implica la remoción de un gran número de personas de su lugar de residencia y en muchos casos no hay una justa compensación o alternativa para el problema de la vivienda (COHRE, 2007, 2009).
En los últimos años se ha visto un número récord de personas que se desplazan huyendo de guerras, conflictos armados y persecución, destacándose como países de origen Siria, Afganistán y Somalia (ACNUR, 2015). En Latinoamérica, sigue en aumento el déficit habitacional, los asentamientos humanos irregulares, las deudas de la reforma agraria y de la demarcación de tierras indígenas (UN-Habitat, 2005, 2015). Al mismo tiempo, los desastres socionaturales que han dejado a millones de personas sin vivienda, evidencian la gran cantidad de personas viviendo en áreas de riesgo en todo el mundo (Red Cross, 2014, 2015). En los desalojos forzados, provocados por la construcción de proyectos de desarrollo e infraestructura, destacan casos como el de la hidroeléctrica Usina Belo Monte que desaloja comunidades ribereñas, indígenas y quilombolas en la Amazonia brasileña (ISA, 2015), así como el de la realización de grandes eventos deportivos como la Copa del Mundo de fútbol y las Olimpíadas, en países como Corea del Sur, España, Estados Unidos, Grecia, China, Inglaterra y Brasil (COHRE, 2007; Comité Popular Rio, 2014). Finalmente, el cambio climático global es una amenaza para habitantes de islas pequeñas y zonas costeras bajas, así como zonas proclives a inundaciones o a la desertificación (Farbotko y Lazrus, 2012; UN, 2009). En todos estos casos, los grupos más afectados son aquellos marginalizados socialmente y poco representados en los procesos de toma de decisión, en especial quienes viven en la pobreza, los pueblos indígenas, las minorías étnicas, las mujeres, niñas y niños, las personas mayores y personas con discapacidad (Langford y Halim, 2008; Red Cross, 2014; UN, 2009).
El derecho a la vivienda es trabajado por profesionales de los estudios urbanos, principalmente desde un paradigma de solución de conflictos y consenso en la construcción de infraestructura (Chardon, 2010; Salgado, 2014; Tapia, 2015). El sentido de pertenencia, los significados al lugar atribuidos por quiénes lo habitan, sus usos cotidianos y trayectorias, han sido poco explorados. Esta resistencia de profesionales de
los estudios urbanos a incluir la emoción en sus reflexiones (Baum, 2015), implica que se ha invisibilizado la relación de las y los habitantes con su lugar, así como las transformaciones subjetivas, biográficas, familiares, sociales, culturales e históricas implicadas en el habitar. Como consecuencia de esto, hay situaciones que evidencian un contrasentido, al menos hasta que se cuestionen e incluyan aspectos subjetivos de las personas con el lugar donde viven. Ejemplo de ello son la reivindicación de seguir viviendo en una materialidad vulnerable, como la lucha por la permanencia en favelas tras la amenaza de desalojo comunitario en Rio de Janeiro, Brasil (Magalhães, 2015), o el retorno a vivir en un campamento, tras el abandono de la solución habitacional de la vivienda social en Santiago de Chile (Morales et al., 2017). También, el apoyo a obras de infraestructura y mejoramiento tecnológico, a pesar del rechazo a su construcción en las cercanías de la propia vivienda y comunidad en North Wales, Reino Unido (Devine-Wright, 2009, 2011; Devine-Wright y Howes, 2010), el retorno a vivir en una localidad en riesgo luego de experimentar un desastre socionatural como los casos del huracán Katrina el año 2005 en New Orleans, Estados Unidos; las inundaciones del 1991 en Accra, Gana y del 1997 en Bradenburg, Alemania; la erupción volcánica del 2008 en Chaitén, Chile, (Chamlee-Wright y Storr, 2009; Klopfer, 2015; Rohland, Bocker, Cullman, Haltermann y Maueslshagen, 2014; Ugarte y Salgado, 2014); o la ubicación por parte del gobierno de viviendas sociales en áreas de riesgo de tsunami en las costas del sur de Chile (Lagos, Cisternas y Mardones, 2008). Se establece así la importancia de considerar la dignidad, la seguridad y el vínculo de las personas con sus lugares (Hester, 2014; Kleit y Manzo, 2010; Manzo y Perkins, 2006), siendo este un posible camino más cooperativo para garantizar soluciones del derecho a una vivienda adecuada.
Todas las personas necesitamos un lugar al que se pueda llamar hogar (UNHR, 2014). La falta de hogar no significa solamente la falta de un techo, alojamiento y casa, sino que implica también la no pertenencia a ningún lugar, asociándose a conceptos de identidad y familia (UN, 2005). Las ciencias sociales se han dedicado a comprender la pertenencia de las personas con sus lugares, principalmente desde el comienzo del siglo XX. Los principales temas tenían relación con el sentimiento de acogida y afecto promovidos por el hogar (Bachelard, 1957), el amor hacia el territorio (Tuan, 1974), la importancia positiva a largo plazo del apego a un lugar en el desarrollo de niñas y niños (Hay, 1998; Morgan, 2010), la facilitación del cuidado, las conductas pro ambientales y la preocupación con el medio ambiente por habitantes con fuerte apego al lugar (Brown y Raymond, 2007; Carrus, Scopelliti, Fornara, Bonnes y Bonaiuto, 2014; Devine-Wright, 2009; Scannell y Gifford, 2010) y la tensión psicológica producida por la pérdida de un lugar de apego (Brown y Perkins, 1992; Dixon y Durrheim, 2004; Fried, 1963; Fullilove, 1996; 2014; Spencer, 2005).
Recientemente, se ha profundizado en el conocimiento acerca de las ambivalencias del apego a un lugar vulnerable (Manzo, 2005, 2014), la relación entre apego al lugar y movilidad como fenómenos no necesariamente opuestos y excluyentes (Feldman, 1990; Gustafson, 2001, 2014), así como hallazgos de estudios culturales, críticos y feministas, en que se amplía la concepción del hogar como un espacio de arraigo y bienestar, incorporando una diversidad de contextos y tensiones de producción material, política y cultural en que se desarrollan las experiencias con el hogar (Blunt y Dowling, 2006; Moore, 2000).
En psicología, los estudios del apego al lugar son crecientes en los últimos años, especialmente en psicología ambiental (Lewicka, 2011). Actualmente hay información abundante sobre quién, cómo y cuánto está apegado al lugar, pero sabemos relativamente poco sobre cuáles son los procesos que subyacen al desarrollo de este apego (para una revisión ver Di Masso, Vidal y Pol, 2008; Lewicka, 2011). Hemos aprendido sobre los efectos negativos de la ruptura con el lugar de apego (Devine-Wright y Howes, 2010; Dixon y Durrheim, 2004; Fried, 1963; Fullilove, 1996, 2014) pero desconocemos cómo estos procesos impactan la trayectoria de vida de las personas, sus prácticas de construcción, deconstrucción y transformación del vínculo en el contexto social y geopolítico en que es producido (para una revisión ver Di Masso et al., 2008; Easthope, 2004; Manzo, 2014; Moore, 2000).
Considerando lo anterior, la disciplina de la psicología ambiental, a pesar de sus definiciones desde una perspectiva transaccional de la persona-entorno como una confluencia de factores inseparables (Altman y Rogoff, 1987), históricamente ha priorizado perspectivas positivistas y sociocognitivistas que realizan mediciones numéricas de experiencias internas, considerando dicotómicamente el espacio y las personas. Desafiando lo anterior, recientes giros epistemológicos, metodológicos y conceptuales, parecen apuntar nuevas posibilidades tales como el giro espacial en ciencias sociales (Rosales, Garay y Pedrazzani, 2016; Walf y Arias, 2009), y el giro discursivo y socioconstruccionista en psicología social y ambiental (Gergen, 1982; Di Masso y Dixon, 2015; Wiesenfeld, 2001).
A partir de esta posición, en este artículo proponemos trabajar el fenómeno del apego de las personas a un lugar a partir de la construcción de una definición crítica. Esta definición pretende articular disciplinas que trabajan en torno a un apego al lugar entendido como una relación simbólica de las personas hacia un entorno particular, que se manifiesta a través de significados emocionales y afectivos compartidos culturalmente (Low y Altman, 1992), de un hogar que es físico y simbólico (Manzo, 2003), simultáneamente material e imaginativo, multiescalar, individual, público y político (Blunt y Dowling, 2006). Esta posición intenta ir más allá de los estudios dominantes en la psicología ambiental que han priorizado el estudio del apego al lugar desde un paradigma no comprensivo, y, siguiendo lo planteado por Andrés Di Masso y Angela Castrechini (2012), trabajando principalmente desde una lógica procedimentalista, descontextualizada y a-problemática. Como consecuencia de ello, los estudios hegemónicos del área han trabajado con generalizaciones, causalidades, desde enfoques individualistas, de un modelo empírico positivista, lo que ha llevado a ocultar relaciones de poder, el conflicto y la significación política que están implicadas en el proceso del habitar y del apego al lugar.
Así, entendiendo el apego al lugar como un elemento fundamental para la garantía de la vivienda adecuada y, al mismo tiempo, revelando la necesidad de trabajar el apego desde una perspectiva crítica, situada y problematizada tal como en situaciones de vulneración del derecho a la vivienda, el objetivo de este artículo es revisar estudios que puedan aportar a la comprensión del fenómeno del apego al lugar en contextos de vulneración del derecho a una vivienda adecuada, reflexionando sobre cómo se entiende el apego y los modos en que este ha sido estudiado. Para esto, se realizó una búsqueda amplia a las y los principales autoras y autores que investigan el tema, identificando aquellos trabajos que permitan una comprensión hacia una perspectiva crítica del fenómeno del apego al lugar. Se revisaron artículos y libros recientes. Se espera, con esta revisión, aproximarse a una comprensión crítica y compleja del apego al lugar que pueda aportar a los modos en que este es estudiado en sus dimensiones epistemológicas, metodológicas y teóricas.
Siguiendo este propósito, desarrollamos inicialmente una descripción de los criterios para que una vivienda sea considerada adecuada, develando las tensiones entre lo que son los significados locales de las comunidades en oposición a las obligaciones normativas del Estado. Para destacar la importancia de involucrar el apego al lugar en el desarrollo de soluciones habitacionales, comenzamos describiendo la importancia de los lugares para las personas, considerando el momento sociohistórico actual de gran movilidad territorial. A partir de su importancia, y con el objetivo de conocer algunos elementos involucrados en las tensiones entre los significados locales de las comunidades en oposición a las obligaciones normativas del Estado, describimos las dimensiones positivas del apego al lugar y las matizamos con aquellas dimensiones de características negativas y ambivalentes.
Sin embargo, no es suficiente conocer la importancia del apego, sus procesos de constitución y roles. Es necesario también preguntarse por los procesos subjetivos involucrados en la pérdida y transformación de los lugares, especialmente cuando consideramos situaciones como el desalojo forzado, la amenaza a la tenencia de la vivienda, el reasentamiento y desarrollo de soluciones habitacionales desde las necesidades normativas y no de la problematización por la liberación (Montero, 2004; Quijano, 1992) de las comunidades y territorios.
Luego de este recorrido, entendemos que hablar de una aproximación crítica al apego al lugar implica visibilizar distintos elementos políticos que parecieran estar ausentes de las producciones positivistas y sociocognitivistas hegemónicas. En nuestras conclusiones, desarrollamos la importancia de considerar estas ausencias, proponiendo incorporar las dimensiones de la ética y el compromiso social, el género, la raza y la clase, y los desafíos de descolonización del saber.
El derecho a una vivienda adecuada es reconocido por el derecho internacional en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (UN, 1948), en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (UN, 1992), así como en otros instrumentos como en la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, la Convención sobre los Derechos del Niño y el Estatuto de los Refugiados.
Este derecho considera que:
El derecho a una vivienda adecuada abarca libertades. Estas libertades incluyen en particular: (a) protección contra el desalojo forzoso, la destrucción y demolición arbitrarias del hogar; (b) el derecho de ser libre de injerencias arbitrarias en el hogar, la privacidad y la familia y (c) el derecho de elegir la residencia y determinar dónde vivir y el derecho a la libertad de circulación. El derecho a una vivienda adecuada contiene otros derechos. Entre ellos figuran: (a) la seguridad de la tenencia; (b) la restitución de la vivienda, la tierra y el patrimonio; (c) el acceso no discriminatorio y en igualdad de condiciones a una vivienda adecuada; (d) la participación en la adopción de decisiones vinculadas con la vivienda en el plano nacional y en la comunidad (ACNUDH, 2010, p. 3).
Considerando las libertades y derechos que incluyen la vivienda adecuada, se establecen siete criterios mínimos:
(1) Seguridad de la tenencia: La vivienda no es adecuada si sus ocupantes no cuentan con cierta medida de seguridad de la tenencia que les garantice protección jurídica contra el desalojo forzoso, el hostigamiento y otras amenazas.
(2) Disponibilidad de servicios, materiales, instalaciones e infraestructura: La vivienda no es adecuada si sus ocupantes no tienen agua potable, instalaciones sanitarias adecuadas, energía para la cocción, la calefacción y el alumbrado, y conservación de alimentos o eliminación de residuos.
(3) Asequibilidad: La vivienda no es adecuada si su costo pone en peligro o dificulta el disfrute de otros derechos humanos por sus ocupantes.
(4) Habitabilidad: La vivienda no es adecuada si no garantiza seguridad física o no proporciona espacio suficiente, así como protección contra el frío, la humedad, el calor, la lluvia, el viento u otros riesgos para la salud y peligros estructurales.
(5) Accesibilidad o gastos soportables: La vivienda no es adecuada si no se toman en consideración las necesidades específicas de los grupos desfavorecidos y marginados.
(6) Ubicación: La vivienda no es adecuada si no ofrece acceso a oportunidades de empleo, servicios de salud, escuelas, guarderías y otros servicios e instalaciones sociales, o si está ubicada en zonas contaminadas o peligrosas.
(7) Adecuación cultural: La vivienda no es adecuada si no toma en cuenta y respeta la expresión de la identidad cultural (ACNUDH, 2010, p. 4).
Los Estados que ratificaron el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales están obligados a lograr gradualmente el ejercicio del derecho a una vivienda adecuada, esto incluye: (1) obligación de respetar este derecho, previniendo la falta de techo y asegurando la tenencia; (2) obligación de proteger, adoptando medidas para que se cumplan los criterios del derecho a una vivienda adecuada; y (3) obligación de realizar, adoptando medidas legislativas, administrativas, presupuestarias, judiciales y de promoción para la plena realización del derecho a una vivienda adecuada (ACNUDH, 2010).
Los criterios mínimos propuestos para la garantía de una vivienda adecuada no son excluyentes y, en muchas situaciones, se expresan en conjunto, intensificando la gravedad de la situación a la que están expuestos las y los habitantes. Retomando la perspectiva que intentamos poner al centro de la discusión respecto a relaciones entre el apego al lugar y el derecho a una vivienda adecuada observamos que, aunque no explícitamente evidenciado en estos criterios para que una vivienda sea considerada adecuada, el apego al lugar está transversalmente implicado en cada uno de ellos. En otras palabras, el derecho a una vivienda adecuada es también el derecho a desarrollar y mantener el apego a un lugar adecuado.
Esta mirada de interrelación entre el apego y una vivienda adecuada implica una comprensión de la vivienda desde un compromiso con las personas y sus procesos subjetivos del habitar. Desde allí, emerge una relación compleja ya que, por ejemplo, las personas pueden desarrollar apego a un lugar adecuado, pero también a un lugar estructuralmente inadecuado. Ejemplo de ello, es el fuerte vínculo de apego con el lugar que presentan habitantes de áreas de riesgo (Borghetti, Kuhnen y Battiston, 2015; Rohland et al., 2014), de áreas vulnerables o de hogares con insuficiente habitabilidad e infraestructura (Manzo, 2014; Morales et al., 2017). El desafío aquí, además de garantizar una vivienda adecuada, es comprender estos vínculos complejos y subjetivos. Anne-Catherine Chardon (2010), al discutir sobre el reasentamiento ante la vulnerabilidad de comunidades expuestas a amenazas naturales, reflexiona sobre la necesidad de ir mucho más allá de la simple búsqueda de un techo seguro:
Para hablar de re-asentamiento, importa reflexionar sobre el significado de los verbos “asentar” y “asentarse” en el contexto humano, los cuales por supuesto hacen referencia al hecho de establecer o establecerse en un sitio, pero con una connotación particular, esto es la seguridad, la firmeza, la permanencia y durabilidad en el tiempo. Esta permanencia lleva a comentar que el hecho de asentarse no es repentino sino que resulta de un proceso tanto espacial o físico-espacial como social, cultural, de identidad, económico, puesto que corresponde a la fundación de un lugar, de una comunidad, de un asentamiento y finalmente de un hábitat con sentido de arraigo. (Chardon, 2010, p. 38)
Esta tensión entre lo que son los significados locales de las comunidades en oposición a las obligaciones normativas del Estado, nos acerca a un enfoque psicosocial y de derechos humanos (Wiesenfeld y Martínez, 2014), desde donde emergen inquietudes teóricas y metodológicas en torno a los modos en que se ha trabajado el apego al lugar, modos en los que las dimensiones subjetivas, biográficas, familiares e históricas parecen estar subordinadas a la dimensión físico-material.
En la clásica filosofía de Gaston Bachelard (1957), el lugar aparece con una fuerza poética. Su trabajo propone comprender filosóficamente las imágenes, memorias y experiencias emocionales del habitar, realizando una lectura del hogar como poesía, metáfora y experiencia. Aquí, el hogar tiene un tenor cálido, descrito como el primer universo humano, su rincón de protección en el mundo, el albergue del ensueño y la paz, construyendo el imaginario de la cuna y de la continuidad maternal. La imagen del hogar primordial se cristalizará en todas las otras casas habitadas, en valores y memorias permanentes. El humano, por lo tanto, se inscribe en el mundo desde sus experiencias de lugar, en un enlace entre cuerpo y el constante recuerdo de la casa inolvidable. Edward Relph (1976) también postula la importancia del lugar, definiendo que una existencia humana profunda existe por la asociación con lugares significativos.
Martin Heidegger (1951/1994), propone que existe una relación dialéctica entre el habitar humano y procesos de construcción, según el cual, “no habitamos porque hemos construido, sino que construimos y hemos construido en la medida en que habitamos, es decir, en cuanto que somos los que habitan” (p. 3), siendo el habitar un modo esencial del humano. Edward Casey (2001) rescata esta idea, trabajándola desde el concepto de habitus, originalmente propuesto por Pierre Bourdieu (1989). En Bourdieu y su constructivismo estructuralista, el habitus es considerado como el fundamento de una teoría social, de una subjetividad que es socializada a través de esquemas generativos y conformados socialmente, a partir del cual las personas perciben el mundo y actúan en él. Las prácticas de producción y su representación son, por tanto, expresiones de las estructuras de poder. En Casey (2001, 2009) y su geografía fenomenológica, el habitus también es un punto intermedio entre naturaleza y cultura, conciencia y cuerpo, self y el otro. Para él, el habitus es la base de la acción, en una relación entre lugar y self de un humano-siendo-en-el-lugar, o más bien, de un sujeto que incorpora en sí mismo un self geográfico.
Estas comprensiones (Bachelard, 1957; Casey, 2001, 2009; Heidegger, 1951/1994) se sitúan desde un paradigma fenomenológico interpretativo, que considera una ontología relativista no radical, es decir, la realidad es dependiente de los significados que las personas le atribuyen. Esto implica una comprensión del apego al lugar que está puesta en estos significados, olvidándose en ocasiones del carácter físico-material y político del habitar.
Esta comprensión del apego a un lugar parece estar fuertemente asociada al carácter de continuidad y acción para la persistencia del vínculo, especialmente de continuidad de significados y recuerdos. En este sentido, rescatando una pregunta de Maria Lewicka (2011) es interesante cuestionar si, en los tiempos actuales en los cuales los procesos de movilidad e interculturalidad son crecientes, ¿qué tan importantes todavía son los lugares para las personas?
Una respuesta posible es la de Clare Cooper (1992), para quien las memorias más poderosas en la vida de muchas personas son las que involucran lugares, tales como el lugar del primer beso, el barrio de la primera casa, la vivienda donde se crearon los hijos. La autora, desde aproximaciones de la psicología Junguiana y de la Gestalt, describe que las memorias de lugar son experiencias humanas universales, únicas, accesibles y significativas, implicando emociones y procesos psicológicos intransferibles, tales como la formación y continuidad de los recuerdos de dónde venimos y quiénes somos. Son, por lo tanto, procesos de descubrimiento, confirmación y recuerdo de la propia identidad.
Maria Lewicka (2014) también propone una comprensión de la memoria como facilitador de la continuidad y del apego al lugar, funcionando como un conector entre personas y lugares, variando en diferentes tipos de memorias, más o menos dependientes de la duración de la residencia. Desde una aproximación de la psicología ambiental sociocognitivista, Lewicka propone que una conciencia del pasado, por ejemplo, puede ser un modo exitoso de restaurar la ruptura con la continuidad de lugar en individuos con mucha movilidad territorial. Aquí parece no ser suficiente la clásica comprensión del apego al lugar que postula una relación directa entre el tiempo de residencia en una localidad y el apego hacia ella (Hay, 1998; y para una revisión, ver Lewicka, 2011). Desde los estudios urbanos, Roberta Feldman (1990), al investigar la movilidad residencial en una población de Denver, Estados Unidos, identifica que la experiencia de los vínculos psicológicos con los entornos físicos puede tener una función trans-espacial, es decir, las experiencias residenciales se mantienen a lo largo de las trayectorias de vida, generalizándose a vínculos con determinados tipos de asentamientos físicos. Per Gustafson (2001, 2014), desde los estudios de la vivienda y una perspectiva fenomenológica, nombra este proceso como una perspectiva de rutas y raíces, en que la movilidad y los significados del apego no son opuestos, sino que conforman una dinámica de complementariedad y equilibrio. En este sentido, los desplazamientos podrían resultar, por ejemplo, en nuevas experiencias de lugar que pueden configurarse en su dimensión positiva o negativa.
Otro ejemplo es el trabajo de Clare Rishbeth y Mark Powell (2012) que relacionan el apego al lugar y memoria desde las experiencias de la primera generación de migrantes en espacios públicos, posicionándose como un estudio de las interpretaciones culturales del lugar. Esta posición comienza a distinguirse por una comprensión otra, desde y hacia la interculturalidad. Sus resultados apuntan a que los lugares pueden evocar memorias de diferentes periodos de la vida, siendo la realización de actividades familiares y la reflexión sobre el valor del lugar, un modo de potencializar el desarrollo de un sentido de apego en el actual lugar de residencia. También desde una comprensión cultural, específicamente de una geografía crítica del hogar, Alison Blunt y Robyn Dowling (2006), consideran que el hogar sería así, un constructo simultáneamente material e imaginario, que involucra niveles de experiencia individual, pública y política, congruentes con procesos basados en el poder y la identidad. El hogar sería también un albergue de significados y experiencias diversas y ambiguas, de dimensión positiva y negativa, de pertenencia y alienación, intimidad y violencia, deseo y miedo, movilidad y continuidad. En un mundo en movimiento, el desafío actual es comprender las distintas expresiones del apego al lugar, desde una mirada situada y crítica, que lo comprenda en sus dinámicas y contextos, tal como en el contexto de violaciones al derecho a una vivienda adecuada.
Una expresión posible del apego desde esta mirada fue descrita por Hanaa Motasim y Hilde Heynen (2011) al trabajar la cultura material como lugar de resistencia de personas desplazadas internamente en el norte de Sudán por causa de la guerra interna. Para estas personas, el apego a estructuras físicas es considerado como una señal de vulnerabilidad y debilidad, ante un lugar percibido como amenazante. Después de múltiples desplazamientos, el hogar deja de ser un lugar de estabilidad y permanencia y pasa a ser un hábitat primordialmente simbólico, configurándose como el apego a un no-espacio.
Estos aportes permiten reflexionar acerca de la importancia de los lugares para las personas en los tiempos actuales. Desde un tránsito por distintas disciplinas, se comienza a construir una comprensión transdisciplinar de las experiencias de apego al lugar. Destacan especialmente las comprensiones culturales y críticas, que se posicionan desde ontologías realistas históricas, es decir, “asumen la existencia de una realidad moldeada por valores sociales, políticos, culturales, económicos, étnicos y de género, eventualmente cristalizada” (Guba y Lincoln, 1994, p. 110, la traducción es nuestra), desde la cual, el investigar debiera buscar develar estos valores desde un compromiso social. Esta comprensión transdisciplinar hacia la cual proponemos acercar críticamente al apego al lugar se vincula de modo especialmente importante para entender los contextos de vulneración del derecho a la vivienda adecuada. Desde dónde se elige estudiar este apego, para qué y para quién(es), no debieran ser preguntas ausentes en el quehacer investigativo en estos contextos.
Retomando las tensiones entre lo que son los significados locales de las comunidades en oposición a las obligaciones normativas del Estado, es necesario conocer cómo un lugar se vuelve hogar, es decir, cuáles son los procesos a través de los cuales se constituye el apego al lugar, especialmente y, por ejemplo, en situaciones de contrasentido, tales como el apego a una vivienda inadecuada, vulnerable, y/o ubicada en un área de riesgo.
Para Setha Low (1992), en una perspectiva que transita entre la psicología ambiental y la antropología cultural, el apego al lugar se forma a partir de seis modos de vinculación simbólica de la persona y el lugar, siendo vínculos de tipo: genealógicos —a través de la historia o los linajes familiares—; a través de la pérdida del lugar o la destrucción de la comunidad; económico —a través de la propiedad, la herencia y la política—; cosmológico —a través de relación religiosa, espiritual o mitológica—; a través del peregrinaje, celebraciones religiosas, o eventos culturales; y narrativos, a través de la narración de historias y de nombrar lugares. Proponiéndose contestar la misma pregunta del cómo se constituye el apego al lugar, Jennifer Cross (2015) se posiciona desde el interaccionismo simbólico, y describe un modelo del apego al lugar como un proceso interaccional de permanentes acciones e interacciones en las que las personas crean significado y vínculos afectivos con los lugares. Según la autora, estarían involucrados procesos de orden sensorial, narrativo, histórico, espiritual, ideológico, de mercantilización y de dependencia material. Estos procesos se manifiestan de manera diferente a lo largo del tiempo, siendo algunos más dinámicos que otros.
David Seamon (2014, 2015), interesado en lo que nombra como una aproximación fenomenológica del lugar, también describe la formación del apego al lugar, entendiéndolo como “un espectro holístico, dialectico y generativo de experiencias complementares, situaciones, acciones, y significados que permanecen fieles a la integridad vivida del lugar y de la experiencia de lugar” (Seamon, 2014, p. 11). Para el autor, el lugar no es un espacio físico separado del humano, pero un fenómeno indivisible, complejo y dinámico que incorpora las experiencias y sentidos humanos. El autor explica la formación de los vínculos persona-ambiente desde el concepto place ballet, una interacción de rutinas corporales individuales enraizadas en un entorno particular que puede convertirse en un importante lugar de significado, apego e intercambio interpersonal y comunitario (Seamon, 2014). El apego se forma principalmente por procesos de interacción con el lugar, identidad de lugar, liberación del lugar, realización de lugar, creación de lugar e intensificación de lugar. Para el autor, estos seis procesos son dinámicos e interrelacionados, y se realizan de modo impredecible, en un despliegue que puede mantener, fortalecer o socavar un determinado lugar (Seamon, 2015).
Desde los estudios culturales y críticos, Alison Blunt y Robyn Dowling (2006) describen el proceso de home making o hacer hogar. En su estudio, esta definición involucra un proceso de creación y comprensión de los modos de vivir y pertenecer que considera elementos materiales e imaginativos. Hacer hogar implica relaciones sociales y emocionales, así como creación material. El hogar es vivido, sus significados y manifestaciones son continuamente creados y recreados a través de prácticas cotidianas. Desde esta aproximación, Ranjith Dayaratne y Peter Kellett (2008) consideran que el hacer hogar no tiene ni comienzo ni fin específico, realizándose en esfuerzos continuos para construir, mantener e intensificar el sentimiento de hogar. Un ejemplo de ello es su trabajo en asentamientos humanos en Sri Lanka y Colombia, a partir de los cuales identifican las principales motivaciones para hacer hogar: constituir propiedad; adquirir imágenes populares y convenciones hacia el hogar; aceptación social y dignidad; ordenamiento del espacio según sus propias necesidades; y deseo de formar una comunidad. Dayaratne y Kellet (2008) también identifican procesos de hacer hogar en estas personas: la construcción de una estructura espacial que contenga significados y valores, percibido como un lugar ideal para la vivienda; la personalización del espacio a través de objetos que representen valores, identidades o aspiraciones de los moradores; la conformación de un hogar familiar que articule espacios para los miembros de la familia; el establecimiento de una red de lugares en que amigos y vecinos estén presentes; así como cercanía a la satisfacción de las necesidades domésticas, lugares para socializar, trabajar y educar los niños; y por último, la realización de santificación del hogar, como procesos de purificación y bendición del lugar. También en esta misma dirección, Ignacia Ossul (2015) al trabajar con moradores de los cerros de Valparaíso en Chile, describe que los significados del lugar se realizan en prácticas situadas en un entramado geopolítico y de poder de los residentes de tomas de terreno. El hacer hogar aquí se configura como una estrategia de sobrevivencia, así como un acto político de resistencia a la política estatal de vivienda.
Considerando lo anterior, la formación de apego a una vivienda inadecuada, vulnerable y/o ubicada en un área de riesgo ya no es un contrasentido. Al entender que esta relación es simbólica y construida a través de la experiencia y la cultura, la comprensión se desplaza de la explicación dominante de que habitantes de zonas vulnerables, por ejemplo, solo necesitan una edificación segura en una zona segura, hacia una aproximación en la cual, siguiendo a Chardon (2010), se debe involucrar una comprensión activa y participativa de las y los habitantes, sus modos de vivir, sus hábitos y su cultura.
Una vez realizado el recorrido por la importancia y los procesos de formación del apego al lugar, es necesario reconocer qué implicaciones subjetivas están involucradas en su experiencia. Comenzaremos entendiendo sus dimensiones positivas, es decir, los roles y emociones que son facilitados por vivir en un lugar de apego, para luego matizarlo con aquellas dimensiones de características negativas y ambivalentes.
Desde una aproximación sociocognitivista, Robert Gifford (2014) sistematiza la importancia del apego al lugar, describiendo sus cinco grandes funciones: seguridad, sentido de pertenencia, sentido de continuidad, capacidades restaurativas y facilitación de la ejecución exitosa de los objetivos. Desde lo anterior, se articulan estos roles en un enfoque de desarrollo humano (Korpela, Kytta y Hartig, 2002), describiendo que estar en el lugar favorito predispone a niñas y niños a desarrollar estrategias de auto-regulación y especialmente de regulación de la emoción y tolerancia al estrés. Los ambientes preferidos tendrían propiedades restaurativas, ya que involucrarían cambios emocionales positivos y características cognitivas de restauración. Similar a lo anterior, Paul Morgan (2010) desarrolla un modelo del desarrollo del apego al lugar cuya emergencia se da en la experiencia de la niñez con el entorno, siendo internalizado en un modelo de lugar que se manifiesta subjetivamente como una influencia positiva de largo plazo.
Esta aproximación sociocognitivista, hegemónica en los estudios del área, es sistematizada principalmente con el modelo de Leila Scannell y Robert Gifford (2010). Buscando organizar los principales avances del apego al lugar, proponen tres grandes dimensiones que lo constituyen: persona, lugar y proceso psicológico. La dimensión persona se refiere a quién y cuánto está apegado al lugar; la dimensión lugar, apunta a cuál es el objeto del apego, desde las características físicas o sociales, naturales o construidas del lugar; y la dimensión proceso psicológico se refiere a cómo el afecto, la cognición y el comportamiento se manifiestan en el apego. Desde este modelo, los autores identifican algunas funciones del apego al lugar: la supervivencia y seguridad, la realización de objetivos y autorregulación, la continuidad temporal y personal, el sentimiento de pertenencia y el desarrollo de la identidad.
Por otro lado, Setha Low e Irwin Altman (1992) se posicionan desde una comprensión holista y cultural, postulando que el apego al lugar cumple roles tanto para individuos, grupos y culturas, promoviendo sentido de cotidianeidad, seguridad y estimulación. Los lugares y objetos ofrecerían así facilidades predecibles, oportunidades de relajarse de los roles formales, oportunidad de expresar la creatividad y controlar aspectos de la propia vida. También posibilitaría el vínculo de las personas con sus amigos, compañeros, niños y parientes de modo abierto y visible, siendo esta vinculación simbólica entre las personas, la base de los recuerdos de la infancia. Los autores identifican que el lugar es un repositorio de experiencias de vida, siendo central e inseparable a ellas. Definen el apego al lugar desde su posibilidad de vincular las personas a la religión, la nación y la cultura, por medio de significados y símbolos asociados con lugares, valores, y creencias.
Estas aproximaciones teóricas de los roles positivos del apego al lugar permiten comprender su importancia en las relaciones humanas con el territorio y, por lo tanto, la importancia de estudiar estos procesos especialmente en contextos y de modos que no han sido tan estudiados. Tal como abordaremos en las próximas secciones, sería importante también historizar y culturalizar estas dimensiones positivas, lo que podría facilitar la comprensión de tensiones y contrasentidos, como los que hemos ejemplificado anteriormente.
Siguiendo esta lógica, debemos preguntarnos por su contrapunto: ¿cuáles son las implicaciones subjetivas involucradas en una experiencia emocional negativa o ambivalente con el lugar?
El apego al lugar es tradicionalmente estudiado como un afecto en su dimensión positiva (Giuliani y Feldman, 1993; Manzo, 2003), sin embargo, la comprensión de su dinamismo y la identificación de ambivalencias y afectos negativos son incipientes, especialmente desde estudios culturales, críticos y feministas.
Sherry Ahrentzen (1992) por ejemplo, identifica que el hogar no siempre es un lugar de refugio para las mujeres, sino que es un lugar de experiencias complejas que involucran, por ejemplo, el trabajo, la violencia, el aislamiento, la reclusión, la invasión de la privacidad y la vulnerabilidad. Jeanne Moore (2000) también vincula los estudios de apego al lugar a estudios críticos del hogar. Su interés en estudiar la diversidad y las tensiones en las experiencias de hogar incorpora entendimientos de la producción material, política y cultural en que se desarrollan estas experiencias. Para Beatriz González (2005), en el hogar se expresan también ambivalencias, involucrando aspectos de una topofilia y de una topofobia, es decir, que la relación de las personas con los lugares es saturada con emociones que pueden ser contradictorias de amor y miedo. En su trabajo en Extremadura, España, demuestra cómo un mismo espacio puede ser vivido diferencialmente por mujeres y hombres, evidenciando la reproducción de ideologías, estereotipos y violencias de género.
Lynne Manzo (2005), posicionándose en una perspectiva sociocultural, describe la dimensión negativa del apego al lugar a partir del análisis de entrevistas con residentes de Nueva York, Estados Unidos. Sus resultados muestran una diversidad de emociones asociadas a los lugares, incluyendo experiencias de descubrimientos y aprendizajes positivos o negativos. Los lugares queridos del pasado, por ejemplo, aunque ya no existan, pueden seguir siendo activamente importantes. La autora también identifica la importancia del género, la sexualidad y la etnia como facilitadores u obstaculizadores de uso de un determinado espacio, influyendo el sentido de autoestima de las personas. En los casos en que la vivienda es fuente de experiencias negativas, la autora identifica la tendencia a buscar una compensación a través del contacto con lugares que faciliten experiencias positivas, lo que demuestra la capacidad creativa de las personas y su rol activo en la relación dinámica con el ambiente. Recientemente Manzo (2014), al trabajar con habitantes de comunidades que experimentan procesos de reestructuración urbana en Estados Unidos —a partir del programa HOPE VI (“Housing Opportunities for People Everywhere”, en español “Oportunidades de vivienda para personas en todos los lugares”)—, describe el apego al lugar a la vivienda social de origen desde experiencias positivas y de mutuo apoyo con las redes de vecinos. La dimensión negativa del apego es considerada como un facilitador del vínculo: las y los habitantes relatan vivir un estigma social experimentado desde afuera hacia adentro de la comunidad. Este estigma fortalece el apoyo mutuo, lo que, a su vez, fortalece el propio apego a la vivienda social de origen.
Morales et al. (2017) también realizan un importante aporte a la dinámica ambivalente y negativa del apego. Al trabajar la experiencia de pobladores de Santiago de Chile que han recibido la vivienda social como solución desde una política habitacional estatal, pero que han decidido regresar al campamento, identifican un contra movimiento que es analizado como un doble sentido de resistencia y fracaso. Resistencia como el no reconocimiento de la vivienda social recibida en tanto propia, en una dificultad de apropiarse y apegarse a ella, siendo necesario una interrupción de un habitar que se hizo intolerable. Esta dificultad ocurre porque no se encuentra en la solución habitacional la concepción de buena vida y hogar, materializados en elementos tales como la calma y la seguridad. De ahí, se constituye el fracaso por no haber podido adaptarse a la solución recibida, desde una melancolía en la búsqueda del campamento como un lugar idealizado de retorno, pero que hoy ya no corresponde al hogar simbólico de estas personas.
Entender las dimensiones negativas y ambivalentes del apego al lugar amplía la comprensión dominante de la dimensión positiva, considerando especialmente su emergencia en contextos de vulneración del derecho a una vivienda adecuada. Observamos que es justamente desde aproximaciones culturales y críticas que se produce este conocimiento, invisibilizado en gran parte en los estudios hegemónicos, los que se han centrado en una comprensión dualista de la relación persona ambiente, es decir, como unidades separables, desde las cuales se busca medir relaciones de causa y efecto (Altman y Rogoff, 1987). Estos estudios hegemónicos han investigado principalmente desde paradigmas positivistas, sociocognitivistas y representacionistas, los cuales han explicado, predicho y controlado variables, desde métodos predominantemente cuantitativos.
Este matiz a lo que serían los roles del apego al lugar, se produce por una escucha a las comunidades como agentes activos en la construcción de conocimiento y transformación de sus condiciones (Wiesenfeld, 2001), permitiendo entender fracasos en políticas públicas y nuevamente, las implicaciones subjetivas de vivir los contrasentidos, por ejemplo, del apego a una vivienda inadecuada, vulnerable, y/o ubicada en área de riesgo.
Sin embargo, no basta con conocer la importancia del apego, sus procesos de constitución y roles. Es necesario también preguntarse por los procesos subjetivos involucrados en la pérdida y transformación de los lugares, especialmente cuando consideramos situaciones de desalojo forzado, amenaza a la tenencia de la vivienda, reasentamiento y desarrollo de soluciones habitacionales desde las necesidades normativas y no de la problematización por la liberación de las comunidades y territorios.
Los procesos de formación del apego en general son de desarrollo lento, sin embargo, su ruptura puede ser repentina, generando una larga etapa de elaboración de la pérdida del lugar, en una búsqueda de reparación y reconstrucción del apego (Fried, 1963; Fullilove, 1996). Estos procesos de ruptura amenazan las autodefiniciones personales enraizadas en el lugar, produciendo una reorganización del espacio y abrumando los sentidos individuales y comunitarios de estabilidad. Se intensifican sentimientos de nostalgia y tristeza (Brown y Perkins, 1992; Dixon y Durrheim, 2004; Fullilove, 1996, 2014; Spencer, 2005), y se relatan experiencias dolorosas, que involucran emociones como miedo, odio, ambivalencia y la búsqueda de recuperación del lugar querido (Fried, 1963).
Para John Dixon y Kevin Durrheim (2004), la ruptura produce transformaciones en la relación con los otros y una reorganización espacial que se expresa en alienación del lugar y pérdida de la subjetividad. Para la psiquiatra Mindy Fulillove (1996), dejar el lugar de apego tiene efectos del tipo “lucha o fuga” ante un ambiente no familiar, provocando hipervigilancia, desorientación, confusión y sentimientos de pérdida de sí mismo, producidos por la ruptura de la rutina con el lugar. Como estrategias preventivas, la autora propone la necesidad de establecer familiaridad con el nuevo lugar, reparar y reconstruir el apego al lugar y estabilizar la identidad personal. Christopher Spencer (2005) propone como estrategias de reparación el uso y cercanía a objetos físicos, sean antiguos o nuevos, los cuales pueden ayudar las personas a ajustarse al nuevo ambiente, por ejemplo: objetos con significado emocional, que expresan valores o ideales, de memoria, que evoquen experiencias de acogimiento y paz, objetos nuevos que representen deseos de transformación y que expresen la cultura de origen.
Retomando las propuestas de Low y Altman (1992), uno de los modos de formación del apego al lugar se realizaría a través de la ruptura de un apego genealógico, basado en lazos familiares e históricos con un lugar. Este vínculo creado a partir de la ruptura, la pérdida o la destrucción del lugar, puede ser motivado por el exilio, el reasentamiento, un desastre o la renovación urbana, haciendo emerger sentimientos de luto y duelo, así como el fortalecimiento del orgullo y apego hacia los elementos simbólicos del lugar perdido. La ruptura también implica pérdida de vínculos sociales y de redes de apoyo, constituyendo un sentimiento de añoranza que puede ser tan fuerte como el apego al lugar perdido. Barbara Brown y Douglas Perkins (1992), desde la psicología comunitaria y ambiental, proponen que —siendo el apego al lugar una experiencia holista y multifacética que incluye diferentes niveles de experiencias—, la ruptura con el lugar debería ser estudiada también de modo holista, multifacética y multiescalar. Su trabajo enfatiza la importancia del estudio en una perspectiva temporal, que comprenda la dinámica individuo-comunidad desde antes de la disrupción, incluyendo los procesos durante y después de la ruptura con el lugar, identificando los recursos previos y los grados de transformación. Siendo así, el proceso de pérdida del lugar de apego puede originar una tensión entre pertenencia y exclusión, afecto positivo y negativo, experiencias negativas y ambivalentes. Un ejemplo de ello es el miedo de moverse y la preocupación sobre un futuro desconocido, pero también la esperanza de comenzar una nueva vida (Manzo, 2014).
Considerando el contexto de ruptura y pérdida del lugar de apego, perspectivas culturales definen el home unmaking, o el deshacer hogar. En dicho proceso, “los componentes materiales y/o imaginativos del hogar son involuntaria o deliberadamente, temporaria o permanentemente disueltos, dañados o incluso destruidos” (Baxter y Brickell, 2014, p. 134, traducción propia). Estos procesos de deshacer hogar son parte del curso de las historias del habitar, no solamente en aquellas situaciones de desalojo forzado, guerra, desastres, sino también en los cambios de residencia, separaciones de pareja, violencia doméstica, entre otros. El deshacer hogar no implica solamente la pérdida del apego al lugar, sino que ocurre dialécticamente con procesos de hacer hogar, la reconstrucción y el rehacer hogar (Brickell, 2014; Nowicki, 2014). La investigación acerca de las prácticas del deshacer hogar, aunque todavía muy reciente, identifica cuatro importantes dimensiones implicadas en este proceso: (1) la porosidad entre la división público/privado; (2) la invisibilidad de estos procesos; (3) el rol de los diferentes agentes en reproducir o resistir a estructuras de desigualdad; y (4) la temporalidad del deshacer hogar como un proceso que ocurre en diferentes velocidades según el contexto geopolítico en el cual se inscribe (Baxter y Brickell, 2014).
Un interesante aporte en contextos de vulneración del derecho a una vivienda adecuada, especialmente en situaciones de violencia y destrucción del hogar, es la de Douglas Porteous y Sandra Smith (2001) que, desde la geografía crítica, y a partir del estudio de numerosos casos en más de 70 países, conciben el neologismo del inglés domicide, o domicidio en español. Su definición dice “la deliberada destrucción del hogar por agencias humanas en favor de objetivos específicos, que causan sufrimiento a las víctimas” (Blunt y Dowling, 2006, p. 175, la traducción es nuestra). Estos objetivos específicos se refieren a la construcción de infraestructura para el desarrollo de un país, justificándolo como un bien de interés público, por ejemplo, la construcción de aeropuertos, carreteras y represas hidroeléctricas, reflejando injusticias sociales y violación de los derechos humanos. Recientemente, la geógrafa Mel Nowicki (2014), complementa la comprensión de domicidio, incorporando nociones del deshacer hogar, procesos geopolíticos (Brickell, 2012, 2014) y ambivalencias de liberación y desempoderamiento, de normatividades de género y de procesos sociosimbólicos de poder ahí involucrados.
Lina Magalhães (2015) trabaja este tema desde la pregunta ¿por qué luchar por permanecer? con habitantes amenazados de remoción en Rio de Janeiro, Brasil, luego del anuncio de que la ciudad se convertiría en la anfitriona de la Copa del Mundo de 2014 y las Olimpíadas de 2016. La resistencia comunitaria denuncia la falta de diálogo con los que toman y ejecutan la decisión de remoción. El arraigo al territorio adquiere una expresión política de percepción de injusticia, en una lucha contra el domicidio, por el derecho a la ciudad, por la continuidad de las redes de solidaridad y confianza, por el disfrute de la vida urbana, los lugares de encuentro y servicios. La favela aquí no es un lugar de violencia, sino que un lugar de derecho, de esfuerzo y conquista.
La pérdida del lugar de apego y los procesos de deshacer hogar permiten visibilizar contextos políticos que atraviesan subjetivamente los vínculos con el lugar. La aproximación transdisciplinar facilita comprender estos procesos, que son subjetivos, así como comunitarios y geopolíticos, disminuyendo los reduccionismos y las ingenuidades totalizantes de enfoques unidisciplinares (Berroeta y Rodríguez, 2010). La vulneración del derecho a una vivienda adecuada implica también una vulneración subjetiva y simbólica, así como un sufrimiento psicosocial. Aquí emerge lo que Esther Wiesenfeld y Hilda Zara (2012) nombran de la dimensión ético-política, es decir, el necesario compromiso de las investigaciones en el área con políticas públicas y con las necesidades de la comunidad. Para trabajar estas situaciones, Wiesenfeld (2001) propone un vínculo entre la psicología ambiental y la comunitaria, enfatizando la importancia de un abordaje integral, horizontal, democrático y participativo de los problemas socioambientales.
Esta propuesta comunitaria parte de una comprensión crítica y socioconstruccionista de la realidad, es decir, el lugar no es una realidad objetiva, sino intersubjetiva, “que las personas construyen en su interacción social, que se expresa en el conjunto de significaciones que ellas elaboran a través de la comunicación y otras prácticas sociales” (Wiesenfeld, 2001, p. 7). Supone una ontología relativista, en la cual la realidad existe en forma de construcciones múltiples, dependientes de las personas que las construyen y mantienen. Así, estos significados del lugar están conformados por contextos espacio-temporales determinados, siendo influidos por las condiciones geopolíticas, económicas, históricas y sociales. Este artículo se posiciona desde esta comprensión, entendiendo un apego al lugar que es críticamente situado e intersubjetivamente construido.
Conociendo los procesos asociados a la pérdida del lugar, hay situaciones en que el lugar y la vivienda no están completamente perdidos, al menos materialmente, y lo que ocurre es más bien una transformación. Siendo así, el lugar de apego se puede transformar de diversos modos y el apego a este lugar, por consecuencia, puede modificarse. Algunos estudios sugieren que la transformación del lugar puede forzar una constante conciencia y un aumento del apego al lugar (Burley, Jenkins, Laska y Traber, 2006), especialmente si la transformación implica participación local a través del sentido de comunidad (Vidal, Berroeta, Di Masso, Valera y Peró, 2013).
Susana Batel y Patrick Devine-Wright (2014), al analizar situaciones de transformación de lugar producida por la instalación de infraestructura para producción de energías renovables, incorporan un concepto popular desde el urbanismo: NIMBY, “not in my backyard”, en español, “no en mi patio trasero”. Esto implica apoyar las intenciones ecológicas de un proyecto en la teoría, pero rechazar que este proyecto se instale y transforme el lugar cercano a la propia comunidad y vivienda. En este estudio explican que el fenómeno NIMBY es comprendido de diferentes formas, muchas de ellas culpando a habitantes locales por su oposición al desarrollo. Considerando que las transformaciones de lugar implican un dinamismo del apego, desde una perspectiva socioconstruccionista Devine-Wright (2009, 2014) propone un modelo sobre los procesos en torno a la transformación del lugar. La oposición es identificada por el autor como un modo de protección del lugar en que el nuevo desarrollo podría romper con el apego existente. Su perspectiva considera la teoría de la representación social para desarrollar un modelo de las etapas del enfrentamiento a las transformaciones del lugar, constituidas por: conocimiento de qué tipo de transformación ocurrirá en el lugar; interpretación de las implicaciones de la transformación en este lugar; evaluación de las transformaciones del lugar; y afrontamiento para responder a esta transformación y el actuar sobre esta transformación (Devine-Wright, 2009). Este modelo habla de un apego al lugar constituido por prácticas y que motiva el actuar en el territorio para evitar la transformación. Esta es una noción fuerte para el entendimiento del apego al lugar en procesos de vulneración del derecho a la vivienda, ilustrando, por ejemplo, la necesidad de conocer las interpretaciones hacia las transformaciones del lugar, su afrontamiento y prácticas hacia la transformación, involucrando activamente la comunidad en proyectos de este tipo. Según Sibila Marques, Maria Luísa Lima, Sérgio Moreira y Joana Reis (2015), la clave de estos procesos es la justicia percibida en los procesos de toma de decisión.
Otro ejemplo de transformación y que implica vulneraciones al derecho a una vivienda adecuada, son situaciones de transición urbana y declive industrial, implicando la amenaza de demolición o regeneración urbana y gentrificación. Alice Mah (2009) lo trabaja especialmente en dos regiones, Newcastle-upon-Tyne en el norte de Inglaterra y Niagara Falls, en la región del Rust Belt en Estados Unidos. Identifica que las personas construyen su hogar, en el pasado y en el presente, de un modo que expresa un sentido de devastado, pero aun así hogar. La autora alude a un fortalecimiento de la cohesión comunitaria, motivado principalmente por la lucha para la preservación de sus viviendas frente a la amenaza de demolición. Siendo así, Mah (2009) describe que, en este proceso de transformación del lugar, las y los habitantes desarrollaron la habilidad de resistir y moldear la política local en la búsqueda al desarrollo y el cambio, demostrando su habilidad de trabajar conjuntamente y soportarse unos a los otros en la red de vecinos.
Considerando la importancia del trabajo comunitario, Héctor Berroeta y Marcelo Rodríguez (2010) describen una experiencia de participación comunitaria de regeneración del espacio público a partir de la investigación acción-participativa. Este modo comprensivo de estudiar el fenómeno permitió a los autores identificar —en conjunto con los habitantes— que los procesos de vinculación con el lugar (tal como el apego al lugar), los procesos intersubjetivos comunitarios y las transformaciones materiales en los espacios están interrelacionados, enfatizando entonces que estos conceptos no son separables ni al momento de investigar, ni al momento de intervenir. Esta comprensión nos habla de un paradigma transaccional en el cual, persona y entorno se definen dinámicamente y se transforman mutuamente (Altman y Rogoff, 1987).
En este sentido, las transformaciones del lugar implican una multiplicidad de procesos en los cuales los procesos intersubjetivos comunitarios emergen como una importante dimensión para la garantía de la vivienda adecuada. Cuando preguntamos por la participación comunitaria en procesos de transformación del lugar, nos acercamos a la compleja relación entre los significados locales de las comunidades en oposición a las obligaciones normativas del Estado. Como hemos presentado, el apego a un lugar inadecuado puede presentarse en situaciones diversas, pero consideramos particularmente sensible el caso del apego a lugares en áreas de riesgo. Su particularidad se desvela cuando identificamos que las obligaciones normativas del Estado están ausentes al autorizar la construcción e instalación de viviendas sociales en áreas de riesgo, demostrando falta de conocimiento de las autoridades, incapacidad de aprender lecciones de eventos pasados, así como incapacidad de garantizar la seguridad y la calidad de vida de las y los habitantes (Lagos, Cisternas y Mardones, 2008).
Entendiendo los procesos de transformación del lugar que están implicados en situaciones de desastres socionaturales, describiremos casos que implican no solamente que el lugar se transforma, sino que también puede intensificar todos los procesos de vulneración del derecho a la vivienda: seguridad de la tenencia, disponibilidad de servicios, materiales, instalaciones e infraestructura, asequibilidad, habitabilidad, accesibilidad o gastos soportables, ubicación y adecuación cultural. En estos casos, no basta entender cómo un lugar se vuelve hogar ni las implicaciones subjetivas de la pérdida del lugar. Es necesaria una mirada compleja que considere los procesos de hacer, deshacer y rehacer lugar de modo interrelacionado.
El marco de acción de Sendai para la reducción del riesgo de desastres establecido en 2015 hasta el 2030 (UNISDR, 2015), así como los últimos informes mundiales de desastres de la Cruz Roja (Red Cross, 2014, 2015), apuntan hacia un foco en las personas y en la cultura como forma de comprender y manejar el riesgo. Los modos de vida y la cultura local tienen una importancia clave, y la discusión acerca del determinismo de algunas aproximaciones que consideran los desastres como naturales está cada vez más superada, estableciendo un paradigma socionatural (Wisner, Blaikie, Cannon y Davis, 2003), que busca una comprensión holista, con énfasis en un desarrollo más equitativo, educador y sostenible (Lavell y Maskrey, 2014).
La investigación de Andrew Gorman-Murray, Scott McKinnon y Dale Dominey-Howes (2014) sobre los procesos de deshacer hogar de población de lésbicas, gays, bisexuales y transexuales (LGBT), tras desastres socionaturales, explicita un modo crítico y cultural de estudiar la experiencia de vivir en un área de riesgo. Su análisis considera experiencias de desastres entre los años 2004 y 2012 en Asia, Estados Unidos, Haití y Japón. Los autores identifican la exacerbación de la vulnerabilidad principalmente por el estigma social atribuido a esta población y la negligencia política. La política de la reconstrucción prioriza las familias nucleares y heterosexuales, deshaciendo lugares específicos en que la comunidad LGBT se nutría de seguridad, significando pérdida de la privacidad y aumento de la discriminación y la violencia. El deshacer hogar aquí tiene características domicidas y heteronormativas. También Robin Cox y Karen-Marie Perry (2011) enfatizan la importancia de la dinámica psicosocial y cultural como un giro paradigmático en los procesos de reconstrucción postdesastres. Sin embargo, la mayoría de los trabajos del área mantienen un carácter causal. Por ejemplo, se identifica —a través de la aplicación de cuestionarios a poblaciones europeas expuestas a riesgos de inundaciones (Dominicis, Fornara, Cancellieri, Twigger-Ross y Bonaiuto, 2015), erupciones volcánicas (Ruiz y Hernández, 2014) y riesgos ambientales, sociales y económicos (Bernardo, 2013)— que el apego al lugar amplifica la percepción de los riesgos de alta probabilidad de ocurrencia, sin embargo, atenúa la percepción de aquellos riesgos con baja probabilidad. El apego al lugar funcionaría también como un moderador negativo en la relación entre percepción de riesgos ambientales y conductas de prevención, es decir, el apego al lugar disminuiría las intenciones de actuar para protegerse de los riesgos ambientales cuando asociado con una alta percepción del riesgo (Dominicis et al., 2015).
De modo a entender la ambivalencia del apego a territorios en riesgo, Mindy Fullilove (2014) propone la frayed knot hypothesis, o “hipótesis del nudo deshilachado”. Esta señala que se observan procesos de apego a un lugar en estas personas, pero que su confianza se ve fragmentada por las amenazas de desconexión con el lugar. El apego hacia un lugar inseguro y relativamente inadecuado para vivir se expresa como un apego al lugar ambivalente y limitado.
Recientes estudios han buscado comprender lo vivido por las personas habitantes de New Orleans, Estados Unidos, después del huracán Katrina (Burley et al., 2006; Chamlee-Wright y Storr, 2009; Klopfer, 2015; Menestrel y Henry, 2010) enfatizando el apego al lugar como un factor importante a involucrar en los proyectos de reconstrucción, especialmente respeto a cómo y cuáles decisiones deben ser tomadas. Anja Klopfer (2015), por ejemplo, analiza las narrativas de elegir quedarse en New Orleans como la expresión de un apego y un conocimiento íntimo de la localidad. La decisión de quedarse se conforma como una contranarrativa que reformula las relaciones de poder en la ciudad. También Emily Chamlee-Wright y Virgil Storr (2009), quienes identifican las narrativas de habitantes mayoritariamente afrodescendientes que optan por retornar a vivir en la ciudad al considerar que no hay lugar como New Orleans. En ambos estudios, la comunidad es el hilo articulador que se fortalece a partir de un apego común a la ciudad para posibilitar la reconstrucción y garantía de derechos. Más allá de un apego positivo al lugar, la raza se posiciona como un elemento primordial para el sentimiento de rechazo a otros lugares y el fortalecimiento del apego a su propia comunidad.
Desde la psicología ambiental, se describe el sentimiento de cohesión social y optimismo luego de desastres socionaturales como la fase de la “luna de miel” (Silver y Grek-Martin, 2015), seguida por una etapa de desorientación hacia los paisajes que ya no son tan familiares, y por último una reorientación y reorganización del apego.
Entender esta experiencia comunitaria es una pista para iluminar procesos de apego en situaciones de transformación socionatural. En Chile, Héctor Berroeta, Alvaro Ramoneda y Luis Opazo (2015) analizan, desde la psicología ambiental comunitaria, los efectos del desplazamiento tras el cambio residencial en situaciones de desastre y transformaciones socionaturales en dos ciudades del sur y extremo sur de Chile: Chaitén, afectada por la erupción volcánica del 2008; y Constitución, afectada por el terremoto y tsunami del 2010. Realizan mediciones cuantitativas de los niveles de apego al lugar, identidad de lugar, sentido de comunidad, participación cívica y satisfacción residencial, identificando diferentes grados de apego al lugar con relación a su barrio de origen y al barrio de residencia actual, antes y después del respectivo desastre. La comunidad de Constitución, tras mantenerse en la misma ubicación, presentó apego al lugar, sentido de comunidad y participación comunitaria significativamente más altas que las demás comunidades desplazadas. También se identificaron diferencias en los niveles de apego con el barrio de origen y el barrio actual. En Chaitén, los niveles de apego son significativamente más bajos en el barrio actual en comparación con el barrio de origen; Constitución, al contrario, presenta niveles más altos de apego en el barrio actual. Al parecer, no solamente el desastre influye en la transformación del apego, sino también la solución habitacional posterior, lo que involucra especialmente el sentido de comunidad y la continuidad del hogar en el mismo territorio de antes del desastre.
Eleonora Rohland et al. (2014), junto a un equipo de historiadores alemanes, estudian el apego al lugar a partir de las historias de vida de residentes de cuatro comunidades afectadas por desastres naturales. Los casos de estudios son: el huracán Katrina ocurrido en 2005 en New Orleans, Estados Unidos; las grandes inundaciones de los ríos en 1991 y 1995 en Accra, Ghana; la inundación del río Odra en 1997 en Brandenburg, Alemania; y la erupción volcánica de 2008 en Chaitén, Chile. La investigación realizada en Chaitén identifica una fuerte vinculación comunitaria entre los chaiteninos, lo que les permite construir un modo de vida basado en el escaso uso del dinero, valorando su entorno físico, en elementos de tranquilidad y belleza del paisaje. Aquí, los valores asociados a la ciudad física y social, claramente se valoran más que una comprensión racional de la exposición al peligro volcánico. Ana María Ugarte y Marcela Salgado (2014), psicóloga y socióloga chilenas, también realizan un estudio en Chaitén, enfatizando las transformaciones de las relaciones entre el Estado y la ciudadanía a causa del desastre. Se vislumbra un dinamismo subjetivo, especialmente en lo que se refiere a la emergencia de nuevas subjetividades políticas, tras el actuar colectivamente por la resistencia, la reconstrucción y el enfrentamiento del riesgo. Marcela Salgado (2014) también trabaja con las transformaciones producidas tras un desastre en Chile, el caso del terremoto y tsunami de 2010. Al denunciar que la reconstrucción se concentró en un paradigma positivista por las condiciones materiales de vida en oposición a los procesos de construcción intersubjetiva de territorios, la autora identifica la necesidad de proponer un nuevo enfoque epistemológico al manejar la reconstrucción. Se debe enfatizar la faceta invisible de que las y los habitantes son co-constructores de sus territorios y proyectos de vida y deben ser puestos en cena como personas con subjetividades políticas en la reconstrucción de territorios desde su historia, significados y apropiaciones.
Consideramos que acercarse a una comprensión articulada y complejizadora de los procesos de hacer, deshacer y rehacer hogar facilita comprender, no solamente situaciones de desastres socionaturales, sino las experiencias cotidianas, situadas e intersubjetivas del habitar. Tal como es propuesto por Baxter y Brickell (2014), el deshacer hogar es parte de las trayectorias habitacionales, tal como el hacer y el rehacer hogar. Este entendimiento, desde el dinamismo de los procesos involucrados, permite una mirada no naturalizada, desde la cual las personas que habitan sus territorios son protagonistas de estos movimientos.
A partir del recorrido realizado, entendemos que hablar de una aproximación crítica al apego al lugar implica visibilizar distintos elementos políticos1 que parecieran estar ausentes en las producciones hegemónicas. En estas conclusiones, presentamos la importancia de considerar e integrar estas ausencias, tanto en la comprensión del apego al lugar como en las formas para estudiarlo, proponiendo organizarlas en torno a las dimensiones de la ética y el compromiso social, el género, la raza y la clase, y los desafíos de descolonizar el saber.
Tal como es problematizado en Wiesenfeld y Zara (2012), la dimensión ético-política está desatendida en la psicología ambiental, lo que ocurre también en los estudios hegemónicos en torno al apego al lugar. Las preguntas del para qué y para quiénes se produce conocimiento son clave en esta comprensión. Retomando la crítica de Di Masso y Castrechino (2012), el modelo empírico positivista desde el cual han predominado los estudios del área ha ocultado relaciones de poder, el conflicto y la significación política del habitar, elementos pertinentes y que pueden ser aportativos en el estudio del derecho a la vivienda adecuada.
En la búsqueda por incorporar estos elementos, se muestra necesaria y fructífera la investigación transdisciplinar que, siguiendo a Manzo y Perkins (2006) implica preguntarse ¿Por qué es poco común el diálogo entre psicólogos ambientales y planificadores urbanos en la discusión de temas de desarrollo de comunidades? En este artículo, proponemos que circular entre disciplinas puede facilitar una comprensión más respetuosa y holista a los fenómenos de la relación persona-ambiente: los hallazgos de la psicología ambiental se articulan con trabajos que, desde estudios críticos y culturales, también han investigado fenómenos del apego al lugar. Estos estudios, en especial de la geografía crítica del hogar, se aglutinan bajo el concepto de hogar (Blunt y Dowling, 2006), dinamizándolo con las prácticas de hacer y deshacer hogar (Baxter y Brickell, 2014). Esta área parece nutrir de modo importante la comprensión del apego al lugar, especialmente al poner en perspectiva y tensionar el carácter estructural, de refugio y bienestar, tonalizándolo en su dinamismo y en sus dimensiones negativas y ambivalentes.
Asumimos entonces la necesidad de avanzar hacia una comprensión del apego que sea cultural, crítica y dinámica. En esta dirección, nos acercamos e inspiramos del trabajo de Di Masso, Dixon y Durrheim (2014). Estos autores, desde una perspectiva discursiva, describen el apego al lugar como una práctica social que no puede ser comprendida fuera de la interacción, la cultura y los contextos institucionales del cual se construye. Es un recurso discursivo que las personas emplean con sus interacciones cotidianas reproduciendo o desafiando el orden socioespacial. Contrastando perspectivas cognitivas representacionistas de las discursivas construccionistas, el apego al lugar deja de ser una experiencia psicológica interna y estable que cumple determinadas funciones, para ser considerada en tanto práctica social. Es un recurso discursivo públicamente disponible, construido dialógicamente y que se realiza en acciones sociales y en interacción. Esta perspectiva se acerca y se complementa bastante a los estudios críticos del hogar (Blunt y Dowling, 2006; Brickell, 2012), conformando una importante contribución a la comprensión de la relación persona-ambiente. Consideramos que esta posición abarca el fenómeno de modo más comprensivo, desde una psicología que, siguiendo a Di Masso y Castrechini (2012), debe comprometerse en ser “crítica, comprensiva y atrevida con sus propios límites” (p. 7).
Entendemos que, aunque no explícitamente evidenciado en los criterios para que una vivienda sea considerada adecuada, el apego al lugar está transversalmente implicado en cada uno de ellos, siendo el derecho a una vivienda adecuada, también el derecho a desarrollar y mantener el apego a un lugar adecuado. Según describimos anteriormente, esta mirada de interrelación entre el apego y una vivienda adecuada implica una comprensión de la vivienda desde una ética y un compromiso con las y los habitantes y sus procesos subjetivos del habitar, entendiendo que las personas pueden desarrollar apego a un lugar adecuado, pero también a un lugar estructuralmente inadecuado. Según el derecho a la vivienda adecuada, el Estado tiene la obligación de respetar este derecho, la obligación de protegerlo y la obligación de realizarlo (ACNUDH, 2010). Aquí, el desafío parece apuntar hacia el respeto, la protección y la realización del apego a la vivienda. Si miramos ciertas situaciones de vulneración a este derecho, el desafío apunta a una producción crítica de conocimiento que, siguiendo a Wiesenfeld (2003) y Wiesenfeld y Zara (2012), debe enfatizar el compromiso social con quienes habitan este territorio, en un investigar situado que debiera preguntarse por temas socialmente relevantes en contextos particulares: ¿el quehacer investigativo está comprometido con una reflexión crítica, tanto en su posicionamiento epistemológico y teórico, como en sus prácticas metodológicas?
Tanto considerando la propuesta de comprometernos con temas socialmente relevantes en contextos particulares, como considerando el último criterio para que una vivienda sea considera adecuada —es decir, que debe tomar en cuenta y respetar la expresión de la identidad cultural (ACNUDH, 2010)—, se hace evidente la necesidad de problematizar las categorías de género, raza y clase.
En esta revisión describimos cómo, desde los estudios culturales, críticos y feministas, el concepto de hogar es tensionado, ya no como un espacio de arraigo y bienestar, sino también como un lugar que es vivido diferenciadamente por mujeres y hombres, a partir de la reproducción de ideologías, estereotipos y violencias de género. Para las mujeres, el hogar involucra dimensiones del trabajo, la violencia, el aislamiento, la reclusión, la invasión de la privacidad y la vulnerabilidad (Ahrentzen, 1992; Blunt y Dowling, 2006; González, 2005; Moore, 2000).
Asimismo, identificamos que la categoría de género también implica comprender los procesos de opresión y violencia vividos por población LGBT en su relación con el territorio. Tal como es analizado por Gorman-Murray, McKinnon y Dominey-Howes (2014), la política de la reconstrucción tras un desastre socionatural es heteronormativa, priorizando las familias nucleares y heterosexuales, deshaciendo lugares específicos en que la comunidad LGBT se nutría de seguridad, significando pérdida de la privacidad y aumento de la discriminación y la violencia.
Entendiendo su importancia y su potencia en develar estructuras de poder cristalizadas, no solamente el género debiera estar presente, sino también, y rescatando la noción de interseccionalidad (Cole, 2009; McCall, 2005), las múltiples dimensiones y modalidades de relaciones sociales y formaciones subjetivas que simultáneamente se expresan. Esto nos lleva a preguntar por procesos del apego al lugar y vulneración del derecho a la vivienda adecuada de comunidades en situaciones de desigualdad, opresión e injusticia social, tal como las personas afrodescendientes, los pueblos indígenas, las personas que viven en la pobreza y en situación de calle.
Tal como hemos descrito, la raza, en situaciones de desastre socionatural, por ejemplo (Chamlee-Wright y Storr, 2009; Klopfer, 2015), es el elemento primordial para el sentimiento de rechazo a otros lugares y el fortalecimiento del apego a la propia comunidad. La clase social también es identificada como un fuerte elemento de cohesión, desde la noción de apego al lugar negativo y ambivalente (Magalhães, 2015; Manzo, 2014; Morales et al., 2017).
La ausencia de problematización frente a las categorías de género, raza y clase desde los estudios hegemónicos del área debiera ser cuestionada. La invitación de esta revisión es justamente hacia el acercamiento por una posición crítica, que debería comprometerse en contestar las relaciones de opresión y desigualdad, entendiendo el apego al lugar de modo críticamente situado e intersubjetivamente construido, donde categorías como género, raza y clase (entre otras) están fuertemente implicadas y deben por tanto ser consideradas en su comprensión y formas de estudiarlo.
Finalmente, además de la superación necesaria de los enfoques positivistas, representacionistas y apolíticos, los estudios hegemónicos del área son producidos principalmente desde y sobre los países del norte (especialmente en contextos anglosajones). Esta hegemonía nos posiciona en la necesidad de producir investigación que sea situada histórica, corporal y geopolíticamente, de epistemologías implicadas en la superación de la colonialidad del poder (Lander, 2000; Mignolo, 2010; Quijano, 1992).
Identificamos que el predominio de estudios en torno al apego al lugar, incluso en sus aproximaciones críticas, son producciones que poco desafían la colonialidad. A la diferencia del colonialismo, que se refiere al dominio político y militar para explotar las colonias en beneficio del colonizador (Restrepo y Rojas, 2010), la colonialidad es un proceso histórico que se expresa en el presente:
Se refiere a un patrón de poder que opera a través de la naturalización de jerarquías territoriales, raciales, culturales y epistémicas, posibilitando la re-producción de relaciones de dominación; este patrón de poder no solo garantiza la explotación por el capital de unos seres humanos por otros a escala mundial, sino también la subalternización y obliteración de los conocimientos, experiencias y formas de vida de quienes son así dominados y explotados (Restrepo y Rojas, 2010, p. 15)
Entendiendo este fenómeno, consideramos que, si pretendemos construir un conocimiento crítico y ético, debemos involucrar en nuestras reflexiones la historia y las relaciones de poder de modo situado, corporeizado y localizado, desafiando las tensiones invisibilizadas por la colonialidad. Abogamos así por un quehacer investigativo que desnaturalice las estructuras que vulneran el derecho a la vivienda, en una inflexión decolonial que pueda historizar las relaciones de las comunidades con sus territorios.
Asimismo, y siguiendo a Anibal Quijano (1992), es necesaria una descolonización epistemológica, hacia la liberación de la colonialidad. En este sentido, consideramos que investigar también puede ser resistencia (Potts y Brown, 2005), desafiando y visibilizando las distintas capas de opresión que se expresan simultáneamente en grupos marginados (Tuhiwai, 2012). Retomando nuestra posición, consideramos que desde dónde se elige investigar, el cómo, el para qué y para quién(es), no debieran ser preguntas ausentes en el quehacer investigativo en estos contextos.
A modo de cierre, esta revisión ha identificado estudios que postulan la importancia de trabajar activa y participativamente con las personas para la garantía al derecho a una vivienda adecuada, en una inclinación genuina hacia la comprensión y garantía de sus modos de vida, sus hábitos y cultura, su afrontamiento y prácticas.
Con esta revisión, proponemos la necesidad de desarrollar investigaciones que, por un lado, trabajen el apego al lugar desde una perspectiva cultural, crítica, situada y política, abordándolo en su complejidad, así como investigaciones que trabajen el derecho a la vivienda adecuada, involucrando una comprensión crítica del apego, con estudios que reflexionen respecto al derecho a desarrollar y mantener el apego a un lugar adecuado. Esperamos con esto, invitar a investigadoras e investigadores a aportar a la construcción de conocimiento transdisciplinar del apego al lugar, posicionándose por una problematización liberadora de las comunidades y territorios.
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