Condiciones críticas de la emergencia mapuche urbana. Chile de postdictadura y su “síntoma” indígena

Critical frameworks of an urban emergence of Mapuche people. Chilean post-dictatorship and its indigenous symptom

  • Andrés Pereira Covarrubias
En este artículo desarrollo algunas coordenadas sociohistóricas y político-culturales para comprender críticamente las condiciones de emergencia de procesos de subjetividad mapuche en las ciudades, en el entramado de la “hegemonía cultural” de Chile postdictadura. A partir de una aproximación interdisciplinaria al fenómeno de la migración mapuche, de su situación urbana y de retorno de la “cuestión indígena” en los años noventa en América Latina, discuto acerca de la trama estructural que está a la base de estos procesos. Identifico así la relación necesaria entre la violencia constitutiva de la soberanía del Estado-nación chileno y el despliegue del patrón de acumulación capitalista. Sostengo desde allí que es posible observar en las condiciones de aparición de los procesos de autosubjetivación indígena urbana, tensiones de la actualización de dicho vínculo operando como matriz de territorialización, alterización y desposesión, a la luz del multiculturalismo como su dispositivo ideológico de legitimación y dominación.
    Palabras clave:
  • Mapuche
  • Ciudad
  • Chile
  • Postdictadura
This article develops some socio-historical and political-cultural coordinates which allow for a critical understanding of the conditions of subjectivity process emergence of indigenous Mapuche from the city, within a framework of the post-dictatorship “cultural hegemony” in Chile. Starting with an interdisciplinary approach to the phenomenon of forced migration, to the situation of the Mapuche in the city, and to the return of the “Indigenous Question” during the nineties in Latin America, it interrogates the structural framework these urban process were based on. Thus, it identifies the “necessary” conjunction between the constitutive violence of the Chilean nation-state sovereign with the ever-increasing advancement of the pattern of capital accumulation. From there, it argues that it is possible to be observed in the conditions of irruption of these urban indigenous processes, tensions of the continual renovation of the mentioned link that operates as a matrix of territorialization, “othering”, and dispossession. This in light of multiculturalism as its ideological device of legitimation and domination.
    Keywords:
  • Mapuche
  • City
  • Chile
  • Post-dictatorship

1 Introducción

Promediando los años noventa en Chile, durante la llamada “transición democrática” de postdictadura, una generación de jóvenes mapuche1 de las principales ciudades del país, descendientes de migrantes del campo, comenzó a desarrollar ostensibles procesos de reflexión y autoafirmación identitaria. Un movimiento social rearticulatorio que se fue gestando en ciudades como Temuco, Osorno, Valdivia, Valparaíso, Viña del Mar, Rancagua, Cañete, Concepción, pero principalmente en la ciudad de Santiago, visibilizándose a través de la conformación de organizaciones y de la producción de diversas manifestaciones político-culturales orientadas hacia la restitución y fortalecimiento del entramado sociocultural de su pueblo. Estos procesos se desplegaron a partir de tensiones producidas por un contexto de urbanidad, consecuencia de la problemática histórica y social que signó al Pueblo mapuche con el despojo territorial, la precarización material, la desintegración comunitaria y el exilio forzado, desde fines del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX.

Dichos procesos emergentes, de marcada reflexividad identitaria y dotados de un renovado impulso solidario, pueden inscribirse dentro del movimiento de reivindicación sociopolítica y territorial indígena que se ha desarrollado de modo más acentuado en las zonas rurales del sur de Chile y en América Latina en general, principalmente desde la década de los noventa. Una resistencia permanente y ubicua contra la dominación colonial que se ha ejercido históricamente hasta el día de hoy sobre el Pueblo mapuche, provocando su atomización, dispersión y subalternización dentro de la matriz político-económica estatonacional2. En este marco, los indígenas de las ciudades comenzaron un subterráneo trabajo de rearticulación y fortalecimiento las redes entre organizaciones urbanas y comunidades del campo, promoviendo la asociatividad entre los integrantes de su pueblo y nutriendo la base político-cultural del movimiento socioterritorial que surgía a la luz de una demanda de autodeterminación como verdadera novedad histórica en este contexto.

Confluyen allí trayectorias de una subjetividad colectiva desgarrada y fragmentada por la “continuidad de la estructura colonial en Chile” (Antileo Baeza, 2013, p. 188), atravesadas por la experiencia biográfica que implica reconocerse mapuche en la ciudad y redirigir su acción en ese sentido. Procesos colectivos de “autosubjetivación” (Foucault, 2001/2011) o de (re)producción de subjetividad, que se van conformando en la búsqueda por construir márgenes de libertad, por sustraerse de las relaciones de poder e ir estableciendo una nueva relación con los discursos que los definen y con los “regímenes de verdad” que los determinan históricamente como sujetos. Modos compartidos de narrarse, de dar cuenta de sí mismos en tanto existencias que devienen

subjetividad colectiva dentro de un entramado sociosimbólico (Butler, 2005/2009) que los ha producido y situado históricamente en los márgenes sociales y culturales de la conformación estatonacional.

Se puede decir que en general estas problemáticas han ocupado mayoritariamente a la discusión dada en los estudios sobre subalternidad latinoamericana que, en sus intentos por repensar la exclusión de grupos históricamente dominados, ensaya reflexiones sobre las posibilidades de una política “efectiva” por parte de estos colectivos sociales dentro de un marco performativo de reconocimiento. Ciertamente, las lecturas más visibles sobre el movimiento sociopolítico mapuche se han esgrimido en torno a este eje, interpretando el proceso de subjetividad surgido a partir de los años noventa principalmente desde el marco de las llamadas “políticas de la identidad”. Una perspectiva que, al alero de la teoría de la performatividad, no solo se ha ido disciplinando y sofisticando teóricamente cada vez más, sino que también se ha multiplicado y expandido hasta llegar a convertirse en una suerte de “moda” académica. Y la situación paulatinamente terminó fetichizando al “objeto” de estudio, inscribiendo automatismos y afirmaciones de sentido común en la práctica de las ciencias sociales, esquivando con ello una reflexión sobre las formaciones sociales de poder que subyacen y producen los fenómenos de alterización y subalternización, dentro de las cuales esta misma mirada se reconoce.

Atendiendo a estas consideraciones, en este trabajo no busco realizar una aproximación disciplinar a los procesos de autosubjetivación indígena en las ciudades, más bien procuro ensayar interdisciplinariamente sobre las condiciones sociohistóricas y político-económicas que estructuralmente han habilitado los procesos mencionados. Un enfoque que, corriéndose de la mirada multiculturalista, permita generar una reflexión sobre la economía de violencia inherente a la matriz biopolítica que históricamente atraviesa y se actualiza en la sociedad chilena hasta el día de hoy. En este sentido, se busca vincular la particularidad de la emergencia mapuche urbana —como punto de partida y apertura— con las tensiones propias de la trayectoria expansiva de la relación social que impone el capital, sostenida fundamentalmente por dos procesos entrelazados y concomitantes, a saber: la explotación y la “desposesión” o “despojo” (Gilly y Roux, 2009). Desde allí el presente artículo propone comprender la formación de este fenómeno como “síntoma” de una dinámica estructural, no para volver sobre la particularidad social y reinscribirla en las coordenadas habituales, sino para desmarcar la mirada crítica de la fetichización deshistorizada de la problemática.

En lo que sigue desarrollaré, en primer lugar, los antecedentes sociohisóricos de la diáspora del Pueblo mapuche sobre el eje de la violencia relativa a la relación entre la conformación del Estado-nación y capitalismo apropiador. Luego realizaré una breve caracterización socioantropológica de la situación mapuche en las ciudades y sus generaciones. A partir de allí se plantearán las condiciones fundamentales que habrían motivado la aparición, intensificación y visibilización de los procesos urbanos de autosubjetivación o reafirmación identitaria mapuche, apuntando principalmente a la emergencia de la “cuestión indígena” en América Latina y al multiculturalismo como matriz de gobernanza neoliberal. En ese sentido se desarrollará finalmente la trama político-económica que está a la base de dichas condiciones y que habilitan por tanto la inscripción de los procesos de subjetividad mapuche urbanos en una dinámica estructural más amplia, compleja y conflictiva.

2 Condiciones de la diáspora y situación de urbanidad

Una de las claves fundamentales para asomarse a este fenómeno es comenzar por entenderlo en su causalidad histórica, como parte de un proceso de reagrupación y reorganización de una comunidad humana después de una larga y devastadora guerra, cuando bajo la aún dominación colonialista de un Estado-nación o situación de colonialismo interno (González Casanova, 2006), se empiezan a conformar nuevas formas de sobrevivencia y asociatividad. Modos de existencia de un colectivo social que, en este caso, ya no podrá ser definido únicamente por la pertenencia a la Ñuke Mapu (Madre Tierra, en mapudungún o lengua mapuche) —o no del mismo modo—, lo que vuelve necesario adoptar una nueva perspectiva para reconocer la apertura del proceso que implica la construcción de un pueblo y su identidad cultural: la de los llamados mapurbe3 o mapuche-warriache (gente de la tierra-gente de la ciudad; warria/kara: ciudad) (Aravena, 2003b).

Se deja de lado, por consiguiente, la categoría comúnmente utilizada de “urbanos”, pues esa definición arriesga pasar por alto la complejidad social que significa el fenómeno de la migración y el proceso de construcción identitaria en su dinámica. Un término que tiende a omitir la historicidad colectiva y el fenómeno de “ida y vuelta” que implica el proceso y las redes que en él se van estableciendo (Gissi, 2002). Mapuche-wuarriache o mapurbe devienen términos que —como diría Silvia Rivera Cusicanqui (2010)— conjugan opuestos sin subsumir uno en el otro, yuxtaponiendo diferencias concretas que no buscarán una fusión desproblematizada. Dicho de otro modo, términos que no refieren ni a una idea de identidad rígida ni a un hibridismo identitario, sino que más bien plantean una imagen inquieta del proceso que sirve para pensar la coexistencia de elementos heterogéneos, de lo urbano y su “otro”, irreductibles entre sí.

2.1 Antecedentes de la migración mapuche hacia la ciudad

Los procesos de construcción de las identidades mapuche en las ciudades responderán fundamentalmente al fenómeno de la migración y sus consecuencias sobre la sociedad mapuche actual en su conjunto. Dicho fenómeno ha sido entendido como expresión del aumento sustantivo de la “violencia intraestatal” inherente a las dimensiones culturales de la llamada globalización (Appadurai, 2006/2007), y es una de las situaciones de mayor alcance en los procesos migratorios latinoamericanos de las últimas décadas. En sincronía con la acelerada y creciente urbanización e implementación de políticas estatales para planes masivos de vivienda social, esta forma de violencia funcional a los procesos de modernización neoliberal dentro de los Estados ha significado el desplazamiento territorial de cada vez más contingente indígena del campo a las principales urbes. Pero en Chile, además de lo anterior, el proceso migratorio de la población mapuche tiene su especificidad y data de más antiguo, aunque de todos modos es relativamente reciente.

Este proceso se puede vincular directamente con la conquista definitiva del Gulumapu (territorio mapuche ubicado desde la cordillera de los Andes hasta el océano Pacífico, y entre el río Biobio y la isla de Chiloé) por parte del ejército de Chile a fines del siglo XIX, a través de la campaña llamada “Pacificación de la Araucanía”, entre los años 1862 y 1881. Dicha operación tuvo por objetivo la conquista y anexión de los territorios —hasta entonces de soberanía mapuche reconocida por la colonia hispano-europea— al mapa geopolítico del flamante Estado-nación. Su efecto inmediato fue la implementación de una política de incorporación realizada mediante el acorralamiento espacial de la población mapuche, entre 1884 y hasta 1929, también conocido como “radicación”. La “radicación” suponía la creación de reducciones o áreas cuya extensión de territorio no promediaban más de 6 hectáreas por persona, en tierras de inferior calidad agrícola y ganadera, donde sin contemplación de su propia y originaria organización socioespacial se colocarían a diferentes grupos de mapuche mezclando arbitrariamente familias de distintos lofche4 (gente del lof). Del territorio conformado por casi diez millones de hectáreas que habría sido reconocido por la corona española y la República de Chile hasta antes de la campaña de “pacificación”, solo un 5,5% quedó como propiedad indígena. De allí que las llamadas “pacificación” y “radicación” operen como ideológicos eufemismos que darían cuenta más bien de la “tenue inscripción historiográfica de la conquista del territorio mapuche por el Estado chileno” (Menard, 2011, p. 328). Una historiografía oficial que soslaya nombrar las reales operaciones de desposesión, aniquilación y subyugación llevadas a cabo por los sucesivos gobiernos republicanos para consolidar el moderno Estado-nación, omitiendo la violencia constitutiva de un proyecto que se sostiene, en última instancia y hasta la actualidad, en las “coordenadas identitarias y soberanas del pensamiento liberal moderno y su inherente razón imperial” (Villalobos-Ruminott, 2006, p. 44).

En efecto, las campañas militares que terminaron de repartir los grandes latifundios de terratenientes nacionales —previa desposesión de los indios—, son constitutivas de los procesos de formación estado-nacionales. Y estos procesos, supuestamente desplegados en un idealismo universalista abstracto, se encabalgaron sobre la dinámica expansiva del capitalismo, deviniendo un imperialismo-positivista justificado por “racionalizaciones tanto del poder adquirido como de los procedimientos despiadados para llevarlo a término” (Viñas, 1982/2003, p. 85). De este modo, la estabilización de las oligarquías, el reajuste de las fronteras y la catalización de los Estado-nacionales burgueses, estuvieron todos relacionados con la consolidación del poder sobre la exacción y una acumulación producto del saqueo.

A este respecto, el historiador mapuche Pablo Marimán sostiene que dicha situación conllevaría a un fenómeno colonial, no tan solo por:

Los efectos producidos por la pérdida de la tierra, la disgregación demográfica (desaparición, migración y concentración en reducciones) y la colonización con población chilena y extranjera, sino [por] la reproducción de la institucionalidad del estado nacional con la misión abierta de conquistar y ocupar todos los espacios: físicos, económicos, espirituales. (…) El fenómeno colonial será —y hasta nuestros días— la constante en la historia contemporánea mapuche, el que se ha edificado en tres vigas maestras: la pauperización material del territorio (enajenándose a colonos, particulares y fundos); la imposición de la gobernabilidad estado nacional (con un estado de derecho que legaliza el despojo); y la negación de derechos como pueblo y de la condición de nación Mapuche (Marimán, Caniuqueo, Millalén y Levil, 2006, p. 125).

En suma, lo anterior significó la perdida de la independencia y la autodeterminación del Pueblo mapuche. También significó la transformación de la base de su economía —hasta entonces de tipo ganadera expansiva— en un sistema de agricultura de subsistencia. Y dada además la desestabilización interna y la dispersión de su estructura social prerreduccional, la movilidad espacial del Pueblo mapuche no podrá explicarse sino como efecto directo de las condiciones de radical empobrecimiento en las comunidades de origen. Dicha situación —parafraseando a Álvaro García Linera (2009, p. 255)—, ha caracterizado una de las tortuosas “rutas” a través de las cuales avanza el modo de expropiación indirecta del trabajo indígena, incorporando su fuerza laboral en la maquinaria de acumulación capitalista.

2.2 Generación(es) de la “ruta” a la urbe

En efecto, esta “ruta” habría sido protagonizada por cuatro generaciones hasta el día de hoy, cada cual con un significado diferente respecto de la experiencia de la condición de migrante, expresado bajo distintas formas en las ciudades (Antileo Baeza, 2013; Aravena, 2003a, 2003b; Curivil Bravo, 2013; Gissi, 2002; Pairican Padilla, 2014). Un trayecto de movilidad espacial que no ha sido ni mecánico ni unidireccional, “sino que tiene sus transiciones y etapas, que poco a poco van adaptando al sujeto a nuevas condiciones económicas y socioculturales” (Curivil Bravo, 2013, p. 165), y van tejiendo una trama sociosimbólica entre el origen y el destino que construye subjetividades. Describo brevemente cada una de estas generaciones.

Una primera generación (1930-1950) conformada por un conjunto de indígenas, en su mayoría hombres entre los 15 y 30 años, que individualmente y por razones de necesidad económica extrema buscaron integrarse en la vida urbana. Casi todos analfabetos y monolingüístas (solo hablantes de mapudugun), optaron por invisibilizarse a sí mismos dentro de un escenario social urbano caracterizado como “asimilacionista” (Curivil Bravo, 2013), en el cual el sujeto originario acepta y asume la discriminación de la sociedad dominante, conservando para la esfera privada prácticas culturales como la lengua, y poder así sortear la discriminación e insertarse laboralmente en trabajos de carácter residual —también llamados “no calificados”— como panaderos, garzones, jardineros, albañiles, empleadas domésticas, etcétera.

Una segunda generación (1950-1980), en su mayoría nacida ya en la ciudad, que no es introducida en la cultura ni en las prácticas mapuche por sus mayores, siendo forzados a enmascarar su origen y a desarrollar, junto con la anterior generación, una especie de “camuflaje social” de su condición (Ancán, 1994). Esto con el objeto de integrarse al mundo laboral de la ciudad, en un período sociopolítico convulsionado en Chile y desfavorable para la expresión de la identidad étnica, especialmente durante el período de dictadura cívico-militar (1973-1990). Sería a partir de la década del 60, producto de la acentuación del proceso urbanización ocurrido en las capitales latinoamericanas en general, que los mapuche se insertarían decisivamente como minoría discriminada, de forma absolutamente fragmentada y desarraigada. Debido al proceso de deslocalización geográfica, a la desestructuración de sus lazos familiares y a la marginalización en la cadena de relaciones económicas, los mapuche en las ciudades quedan en una situación socioeconómica caracterizada por la pobreza y extrema pobreza. En la ciudad de Santiago, por ejemplo, se reconocerán ubicados en las comunas más desfavorecidas y marginales; conformando “verdaderos territorios populares urbanos, caracterizados tanto étnicamente, como por la pobreza y el desarraigo” (Gissi, 2002, p. 8).

Se reconoce una tercera generación nacida y educada en la ciudad durante dictadura en los años ochenta, que corresponderá a los nietos de los primeros migrantes. En sintonía con los procesos de configuración de una nueva militancia política en el movimiento socioterritorial mapuche, a partir de los años noventa y en un contexto continental entonces bullente para la causa indianista (Bengoa, 2000), este grupo habría sido parte de una deriva hacia lo que ha sido denominado la “mapuchización” del Pueblo mapuche (Pairican Padilla, 2014). Una idea que se expresará en la ciudad como el desarrollo de un movimiento de replanteamiento y visibilización marcada de la identidad étnica y de su proyecto político, resignificando urbanamente los hechos asociados al mal llamado “conflicto mapuche” —mal llamado en tanto se trata de un conflicto Estado-Pueblo mapuche—, que se agudizaría a partir de 1997 en los territorios rurales del sur de Chile y será influyente para los proceso de revalorización, reflexión y reafirmación identitaria. Será a partir de esta generación de mapuche que se intensificarán decisivamente aquellos procesos de autosubjetivación mapurbe que configuran la ostensible “emergencia” urbana propiamente tal, mediante la articulación y expansión de la asociatividad en torno a las organizaciones, a proyectos político-culturales de reivindicación y a proyectos etnoburocráticos —impulsados desde el Estado—, comenzando a visibilizarse en las principales ciudades de Chile, principalmente en la capital.

Finalmente, podría ya verse configurada una cuarta generación, nacida a mediados de los años noventa, que comienza a hacerse parte de los debates del movimiento indígena y a “mapuchizarse” de un modo alternativo a la generación precedente. Con un fuerte discurso de “nacionalismo mapuche” (Boccara, 2006; Pairican Padilla, 2014, p. 389) entramado en una viva y dinámica actividad político-cultural, esta generación se reconoce en la participación en organizaciones que van desde la militancia política a la conformación de bandas de hip-hop, rock y reggaetón mapuche. Esto junto con la formación de cineastas, poetas, muralistas, escultores y cantautores mapuche constituye la base de lo que hoy se denomina “el militante mapuchista” (Pairican Padilla, 2014, p. 389).

2.3 Formaciones en la ciudad

Ahora bien, para sobrevivir como pueblo luego de los procesos migratorios, la sociedad mapuche posrreduccional se vio forzada a reconstruir, en el nuevo espacio social urbano, lo que antes constituía su comunidad tradicional. Como contracara del camuflaje social, se produciría la generación de redes de asociatividad, mayoritariamente alrededor de espacios organizativos hasta entonces propios de los sectores populares, tales como sindicatos (e.g. de panificadores) y comités de lucha social (e.g. por vivienda) y más específicamente en lo que se denominó la Sociedad o Liga Araucana Galvarino de Santiago5. Pero particularmente en torno a lo que en la ciudad se denominó “organización” se generaría un sistema de nuevas formas de vínculo para sus integrantes, en cuyo seno se gestó y afirmó la identidad del mapuche-wuarriache.

Desde fines de la dictadura ya existían algunas organizaciones mapuche citadinas, particularmente en Santiago, como la fracción urbana de lo que fue la organización política Ad Mapu, que luchó contra las leyes de división de tierra de la dictadura: el Ad Mapu Metropolitano. No obstante, será a partir de los años noventa que estas organizaciones se multiplicarían en la ciudad, como parte de los procesos de “etnogénesis” (Gros, 2012) que llevan a cabo principalmente la tercera y cuarta generación mencionadas. Ello por efecto —como luego se referirá— de la revitalización política de “lo indígena” en el continente, de la agudización de la “cuestión mapuche” en Chile y del fomento estatal a la organización indígena urbana.

Entre las organizaciones que componen el “movimiento mapuche urbano” más politizado (Antileo Baeza, 2007), especialmente de la ciudad de Santiago a partir de los noventa, se pueden mencionar algunos ejemplos notables. En 1992 nacía Meli Wixan Mapu, como organización de carácter fundamentalmente político autonomista, fuertemente vinculada con los procesos de recuperación territorial de las comunidades en conflicto y con la realización de un trabajo de base para el fortalecimiento del tejido social mapuche en la ciudad. El Centro de Comunicación Mapuche Jufken Mapu que llegaba en 1993 a alterar las “ondas monolingües” del aire con su programa radial Wixage anai!, inscribiéndose dentro de la significativa resonancia que adquirían las movilizaciones políticas de las comunidades mapuche en el sur y las “nuevas comunidades urbanas” (Cárcamo-Huechante y Paillan Coñoepan, 2013, pp. 335-337). Ya entrada la década, en 1997, se reconoce la aparición de la Coordinadora Mapuche Metropolitana que articulará el movimiento citadino con los conflictos socioterritoriales agudizados en las comunidades y las reivindicaciones autonomistas del Movimiento Mapuche en el sur del país.

Una de las características más relevantes de esta nueva forma de “comunidad urbana” es que ya no estaría sujeta a límites fijos como lo era en la reducción. Muy por el contrario, la organización “hace alusión al espacio construido por los propios actores, como lugar de referencia y de autoafirmación, con independencia de su localización geográfica (rural/urbana)” (Aravena, 2003b, p. 376). El territorio en el cual se vinculan los integrantes de la organización comienza a ser más abstracto, y conjuga elementos de orden político, cultural, social, económico, los cuales será difícilmente disociables entre ellos.

No obstante, y aun cuando estas organizaciones urbanas carecieran de demarcaciones explícitas, sí pueden reconocerse en ellas ostensibles fronteras socioespaciales, establecidas principalmente por el emplazamiento marginal en el que se encuentran, de acuerdo al modo de configuración poblacional urbana que las sitúa dentro las comunas más pobres de las ciudades. En esta suerte de “reducción en la ciudad” se levantaría una demarcación de tipo simbólica, que establece una frontera entre el mundo mapuche y el no mapuche. Una frontera que puede ser entendida como efecto de la discriminación cotidiana de la sociedad chilena y su racismo implícito (Merino, Pilleux, Rapimán y Martín, 2007) —de estructura epistémológica colonialista (Van Dijk, 2003)— que jerarquiza las diferencias establecidas e impide la integración. Pero también un linde que puede ser comprendido formado por el contraste y la distinción que en el contexto de la ciudad provoca la misma recreación y reapropiación de prácticas identitarias y ceremonias rituales de mapuche: aquello que se ha llamado Admapu (costumbre de la tierra)6, referido a lo “que se considera propiamente mapuche y que se busca revivir en la ciudad” (Aravena, 2003a, p. 93). Una frontera que invoca la existencia de una memoria colectiva fundamental para la reproducción o producción de identidad del pueblo en la ciudad, compuesta por múltiples y diversas memorias individuales de la experiencia de la migración (Aravena, 2003a).

Dentro de estas delimitaciones y reterritorializaciones, lo religioso ha jugado un papel político relevante al constituir un espacio de organización sociosimbólica que conecta a los individuos con su pasado y da sentido a su existencia presente en relación a un origen común, afirmando con ello su identidad étnica. En ese sentido, la función simbólica de lo religioso constituirá aquí también un relevante mecanismo de afirmación y reivindicación de la identidad, movilizador de las relaciones sociales, lo cual llega a cumplir una función análoga y complementaria a la que ha cumplido la actividad político-cultural de “militancia mapuchista”, desarrollada por mapuche-wuarriache en las ciudades, particularmente de las tercera y cuarta generación. Se ha mostrado, por ejemplo, que es común en estas generaciones protagonistas de la “emergencia” realizar una suerte de viaje simbólico-territorial al “origen”, como rito de pasaje característico en las prácticas identitarias mapurbe: mediante la asistencia y participación en ceremonias realizadas en las comunidades rurales, los jóvenes mapuche-warriache experimentarían un paso a la visibilidad en tanto mapuche. Significan dichas instancias rituales una transición de la indefinición étnica a la afirmación de la identidad, así como también una aceptación inclusiva por parte de sus pares en las comunidades. Y si bien esta operación sigue constituyendo para estas generaciones una marca de distinción “urbana” (Kropff, 2004), posee una relativa eficacia simbólica: la de vincular los procesos de autosubjetivación del movimiento mapuche urbano con los procesos socioterritoriales de las comunidades de origen. Ello supondrá la reactivación y (re)producción, desde la ciudad, de la “imaginación” del Pueblo mapuche, entendida esta como práctica social de agencia dentro de un horizonte de posibilidad cultural (Appadurai, 1990, pp. 41-61; Yúdice, 2008).

3 La emergencia de la “cuestión indígena” y su aparición urbana

Ahora bien, más allá de las mencionadas caracterizaciones antropológicas relativas a las formaciones urbanas mapuche en su condición diaspórica, cabe establecer que esta realidad migratoria cobró visibilidad en Chile a partir de los años noventa por dos fenómenos fundamentales y correlativos. Primero, los procesos organizacionales indígena que se ven emerger con fuerza desde comienzos de esta década tanto en Chile como en América Latina, constituyeron el principal motor para la decisiva distinción del fenómeno específico en las ciudades. Esto, en principio, respecto del movimiento de reafirmación identitaria en la dimensión del entramado interno del mundo mapuche. Luego, su visibilidad se verá también impulsada por la consideración estatal de su situación como realidad social específica, la cual será en parte consecuencia de lo anterior e irá de la mano con la penetración del marco del multiculturalismo en la lógica del Estado para abordar la “cuestión mapuche” en general.

3.1 La “emergencia indígena” en América Latina

Como he señalado, los indígenas que migran del campo a zonas urbanas mantienen un vínculo estrecho con las comunidades de origen, desarrollando a partir de aquello nuevos procesos de “etnogénesis” en el ámbito de la ciudad. En este sentido se tiene que tanto las condiciones asociadas a la emergencia del movimiento mapuche urbano, así como lo que mencionaré en breve, habría sido la interpretación chilena del multiculturalismo –que potenciará dicha visibilización desde las políticas estatales–, están fuertemente motivadas por la llamada emergencia de la llamada “cuestión indígena” (Bengoa, 2000) en América Latina y consecuentemente en Chile. Esta cuestión refiere a la inédita irrupción de pueblos indígenas en las sociedades latinoamericanas que, posicionados desde la identidad étnica, a partir de los años noventa, irrumpen como un nuevo actor político a escala nacional y regional, incorporándose así a la agenda de los gobiernos.

Aunque se trata de un proceso que ciertamente se fraguaría un par de décadas antes, fue durante la década de los noventa que en varios países de Latinoamérica se observaron disruptivas movilizaciones indígenas. Sobre la base de una rearticulación de sus demandas históricas, estas llegaron a desafiar las formas institucionales del sistema político establecido durante los procesos de democratización de las posdictaduras latinoamericanas. Estos grupos sumarían progresivamente la dimensión política a sus reivindicaciones, lo que ubicó transversalmente en el seno de sus demandas ya no solo la histórica restitución de bienes materiales como tierras y recursos naturales. Tomaba cuerpo acá la noción específica de “territorio”, considerado ya no solo una condición de habitabilidad sino como un objeto de disputa de significados que se vuelven inescindibles de su dimensión material-espacial. Esto se constituiría en articulación con demandas por autonomía y autodeterminación, por derechos culturales y constitucionales en tanto “pueblos”, y por participación política (Bello, 2004). Pero será en torno al territorio, en definitiva, donde se pondrá en juego la base material, identitaria, cultural y de soberanía desde la cual se levantan demandas que comienzan a entrelazar el reconocimiento, la justicia social, derechos civiles, derechos políticos, poniendo en jaque los modelos de dominación blanca y homogenización mestiza.

Se trató de una clara “onda expansiva” que progresivamente fue alcanzando más países, siendo Ecuador, México, Chile, Bolivia, Brasil y Guatemala los escenarios paradigmáticos de movilizaciones y conflictos, principalmente por su ostensible componente demográfico indígena. El punto más álgido del inicio de este ciclo de levantamientos se reconoce en la insurrección zapatista que estalló el 1 de enero de 1994, justo el mismo día que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), entre Estados Unidos, Canadá y México. Dos años después, en 1996, se realizaba el “Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo” en Chiapas, marcando la irrupción de la cuestión indígena en el mundo globalizado (Le Bot, 2013). Se pudo constatar que América Latina comenzaba a experimentar un fenómeno de gran amplitud, señalando la entrada a una nueva coyuntura: un “proceso de movilización étnica y de politización creciente, basado en la construcción de una nueva subjetividad colectiva, una identidad positiva” (Gros, 2012, p. 98).

Existe un relativo consenso en el pensamiento social latinoamericano en torno a dos aspectos (Svampa, 2016, p. 434) que son relevantes a esta línea argumentativa: primero, respecto a que hubo efectivamente un retorno de la noción de “movimientos sociales” en un sentido fuerte especialmente identificado a partir de 1994, cuando se registra la apertura del ciclo de luchas contra la fase neoliberal de la región y sus políticas de ajuste. Lo que me interesa subrayar allí es que el inicio de dicho ciclo se ha marcado simbólica y fácticamente con la irrupción del zapatismo en Chiapas, el primer movimiento que encabeza el estallido de la resistencia contra la globalización neoliberal en la región y que es, a su vez, el hito más álgido y emblemático de la llamada “emergencia indígena” propiamente tal, en su aparición como cuestión política en los escenarios nacionales y el regional latinoamericano.

Un segundo punto de convergencia en el pensamiento social latinoamericano, relacionado directamente con el anterior, es la importancia fundamental que adquiere a partir de aquí la dimensión de “territorialidad”, constitutiva de estas movilizaciones comprendidas ampliamente como movimientos “socioterritoriales”. En efecto, dadas las transformaciones de los Estados latinoamericanos por la reestructuración neoliberal y las nuevas modalidades de la lógica del capital en espacios que devienen estratégicos en relación a los recursos naturales, los territorios se transformarán es espacio de resistencias, resignificación y creación de nuevas relaciones sociales. Los territorios toman el carácter de una “aprehensión discursiva del espacio” (Segato, 2007, p. 71). Asimismo, esta noción de territorialidad tendrá su correlato en la ciudad en los procesos de construcción de subjetivdad mapurbe, específicamente en la resignificación y territorialización de los espacios urbanos que llevan a cabo los mapuche. Particularmente en la ciudad de Santiago, se comienzan a desarrollar apropiaciones discursivas de los espacios que llegan a tensionar las dinámicas urbanas y a marcar fronteras de alteridad reflexiva. Ello se materializa, por ejemplo, en la construcción de lugares originarios y tradicionales en la ciudad tales como las rukas (casas), generando con ello dinámicas de asociatividad, fortalecimiento de vínculos identitarios y participación política (Carmona, 2018).

Se superponen de este modo las ideas de “emergencia indígena”, “territorialidad” y ciclo de resistencia contra el neoliberalismo, con el fenómeno del movimiento mapuche urbano. Un traslape que es subversivo de las lecturas transitológicas canónicas (De Sousa Santos, 2010) que han periodizado la historia oficial, ubicando la aparición política de la “cuestión indígena” en el gran bloque temporal de las postdictaduras latinoamericanas. Pero, para decirlo en términos de García Linera, hay bajo estas oleadas de lucha “un fondo común, que comprime épocas y lugares para destacar el significado concreto cambiante, pero también persistente e irreductible, de lo que se ha acordado llamar “lo indígena” (García Linera, 2009, p. 260). Un acontecer de insubordinación que se materializa de modo intempestivo, fuera de la cronología lineal de la historia, en la historicidad de las resistencias contra el avance del neoliberalismo desplegado en el mundo desde la década de los setenta —comenzando por Chile—, y que se ha denominado “emergencia indígena”. Este acontecer es el que está en la base, como magma, de los procesos de subjetividad mapuche en las ciudades, particularmente a partir de su “erupción” con la tercera generación mapurbe mencionada y sus procesos de reflexividad y autosubjetivación identitaria.

3.2 El censo de 1992 y la “Ley Indígena” en el marco del multiculturalismo

Las políticas estatales que contribuyeron de alguna manera a dar impulso a los procesos de autosubjetivación mapurbe están en relación con lo que se ha conocido como multiculturalismo. Ciertamente las discusiones sobre “multiculturalismo” son amplias y muy variadas, resultando inabarcable reconstruirlas acá. Si embargo, se puede señalar en términos generales que lo multicultural refiere a una condición que describe las características sociales y de gobernabilidad que debe enfrentar toda sociedad en la que coexisten comunidades culturales diferentes. Por otro lado, también refiere a una dimensión ideológica, o sea, a un campo teórico establecido (Hall, 2010). Un nuevo marco socioideológico y político-institucional, cuyo objeto es la administración de las nuevas identidades proliferantes en el mundo. Considerando la globalización neoliberal de fondo, este modelo deviene paradigma político-cultural hegemónico para inscribir y reinterpretar localmente las diferencias que, desde luego, variarán según cada contexto político.

Cuando este paradigma se introduce en América Latina se daba el proceso de reconfiguración neoliberal de los Estados y las intensas movilizaciones populares de la “emergencia indígena”. El multiculturalismo resultaría ser así, en ese contexto, un importante medio para generar consensos, pues garantizaba el avance en derechos y reconocimiento en tanto no se vieran amenazados los objetivos del Estado ni de la economía global. De hecho, es interesante que mientras la comunidad internacional continuaba debatiendo sobre el estatus jurídico de los indígenas, el Banco Mundial elaboraba las ordenanzas más avanzadas sobre reconocimiento de derechos en materia indígena. Desde esta perspectiva entonces los Estados latinoamericanos tendieron, reactivamente y alineados al orden internacional, a subrayar la diversidad y garantizar una medida limitada de autonomía comprendiendo, sin embargo, las demandas de distribución radical, autonomía territorial y autogobierno como su piedra de tope, contraproducentes para una sociedad multicultural (Richards, 2010, p. 66).

La orgánica que adquirió el multiculturalismo en las políticas estatales concretas ha respondido por supuesto a las particularidades de la sociedad que lo interpreta. Y en Chile esta matriz ideológica se adecuó a su historia particular, así como a las demandas del movimiento mapuche erigidas desde el retorno a la democracia, inscribiéndose en las políticas estatales como un “multiculturalismo neoliberal” (Antileo Baeza, 2014; Hale, 2005; Richards, 2010). Este “multiculturalismo neoliberal” se habría constituido como una precisa y flexible forma de gobierno ante los conflictos, que se ha desarrollado mediante la creación tanto de espacios de negociación como de los sujetos que transitan o habitan dichos espacios. Como ha argumentado Charles Hale (2005), el núcleo del proyecto cultural del neoliberalismo no se sostiene, en última instancia, sobre el individualismo radical sino más bien sobre la producción de subjetividades que se autogobiernen conforme su lógica. En este sentido el “multiculturalismo neoliberal” habría operado fijando límites para la efectiva participación política indígena, contribuyendo consecuentemente con ello a la (re)producción de subjetividades identificables dentro de márgenes establecidos. Este es el marco político-institucional que está a la base del censo de población de 1992 en Chile y de la promulgación de la llamada “Ley Indígena”.

Durante la primera administración civil de la posdictadura, con Patricio Aylwin a la cabeza (1990-1994) la discusión en torno a la cuestión mapuche se centró principalmente en la elaboración desde el Estado de una legislación indígena y en las posibilidades de reconocimiento constitucional. Ello conforme a parámetros establecidos por el derecho internacional, como el Derecho Indígena formulado por el Grupo de Trabajo Sobre Poblaciones Indígenas de Naciones Unidas y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 1989. Dicha discusión, entablada sobre la base del compromiso pactado en el llamado “Acuerdo de Nueva Imperial” de 1989 que firmó el entonces candidato Aylwin con los pueblos indígenas, contó con una amplia participación de un mundo mapuche entonces involucrado masivamente para la formulación de sus derechos. Si bien dicho pacto prometía cambiar la relación que hasta entonces mantenía el Estado con los pueblos indígenas, este decantó finalmente en el desarrollo de una política estatal planteada como neoindigenista7 en el discurso pero que se verificó integracionista en la práctica (Saavedra Peláez, 2002).

Uno de los hitos antecedentes que marcaría este proceso hacía la formulación del cuerpo legal, fue el censo de población de 1992. Su relevancia, más allá de las discrepancias metodológicas que suscitaría respecto de los criterios para la definición identitaria, radicó en que fue el primer instrumento que permitía estimar la población indígena en el territorio nacional tal como lo conocemos hoy. Este tomaba en cuenta a indígenas ubicados no solo en comunidades o reducciones, sino también a quienes estaban ya fuera de su comunidad de origen y se autoreconocían como mapuche. Se identificaba así, con cifras concretas, la situación de urbanidad: de 928.060 personas autoidentificadas como mapuche (6,95% de la población total de Chile), significativamente un 79,2% ya vivía en zonas urbanas (Espina, Oyarce, Pérez Lachaud y Sabag, 1998). Un guarismo que por primera vez arrojaba luces para el Estado sobre la magnitud del fenómeno indígena en zonas urbanas.

Por otro lado, este proceso desembocó en la promulgación de la llamada “Ley Indígena”. Se trataba de una nueva normativa que reconocía y confirmaba el estatus de “indígenas”, habilitando a la posibilidad de existir, de organizarse y de asociarse como indígena más allá de los límites de la comunidad rural, lo que configuraba un nuevo modo de regular la relación del Estado con los pueblos nativos. Los indígenas ya no estarían determinados a residir en su comunidad originaria —antes la legislación desconocía como mapuche a quien dejaba de pertenecer a la comunidad— estableciendo “Disposiciones Particulares para los Indígenas Urbanos y Migrantes” (Ley No 19253 de 5 de octubre de 1993), sobre la base de su adscripción étnica.

A partir de esta ley se reconoce e incentiva la conformación de nuevas formas de asociatividad indígena, estableciendo la posibilidad de constituir Asociaciones Indígenas Urbanas o Migrantes bajo formalidad legal. Se busca así constituir instancias “de organización social, desarrollo cultural, apoyo y mutua protección y ayuda entre los indígenas urbanos o migrantes, respectivamente” (Ley No 19253 de 5 de octubre de 1993, Art. 76). Consiguientemente se reconocían o configuraban en términos legales espacios de sociabilidad y organización, los cuales promoverían en consecuencia la reproducción y recreación de la identidad mapuche, a partir de la actualización de tradiciones, ceremonias, prácticas y ritos en la ciudad. A la vez, esto supuso —como se mencionó más arriba— la posibilidad de acceder a un conjunto de beneficios estatales y privados mediante la personalidad jurídica que otorgaba el marco de esta ley (Aravena Reyes, 2014). Todo esto redundaba en la ampliación de márgenes institucionales que contribuiría a la multiplicación de organizaciones y, por ende, a la (re)producción de los procesos de etnogénesis en las ciudades.

Sin embargo, en términos generales cabe señalar que la reestructuración institucional no terminó por representar los intereses políticos colectivos del movimiento mapuche, el cual reivindicaba principalmente su facultad de definir un proceso centrado en aspiraciones autonomistas. Aspiraciones que estaban siendo reforzadas por efecto de la maduración del discurso étnico a nivel latinoamericano, de una toma de conciencia sobre las consecuencias relativas a la consolidación del sistema neoliberal y del peso histórico de la relación conflictiva mantenida con el Estado nacional y sus instituciones (Marimán et al., 2006). Así las cosas, las “instituciones mediadoras Estado-indígenas” como la CONADI —órgano estatal creado por la ley para la formulación y la implementación de la política indígena, y para establecer relaciones con dirigentes y organizaciones de los pueblos originarios (Vergara, 2005)—, no encarnaron para los mapuche una posibilidad real de afectar positivamente las derivas de su propio proceso colectivo. Lejos de ello, generaron un marco normativo que limitó la competencia de los indígenas, sus organizaciones y comunidades. Quedaban así relegadas a la administración del Estado las principales decisiones referidas tanto a los territorios como a su población. De hecho, durante la formulación y puesta en debate de estas políticas en el Congreso Nacional, se marginó de tal manera a los indígenas de la discusión —particularmente en materias relativas a la autonomía y al reconocimiento constitucional— que ni se ratificó el Convenio 169 de la OIT (Chile suscribirá recién en 2008) ni tampoco se pudo establecer su estatuto de “pueblo” en el texto de la ley, en el cual solo quedó establecida la figura de “etnias”.

Ahora bien, particularmente respecto de los mapurbe, cabe señalar que aparte de pequeñas iniciativas para los indígenas de la ciudad de Santiago, hasta el inicio del siglo XXI, el asunto mapuche urbano fue tratado como marginal en relación con la gestión de los conflictos por la tierra. Ello no obstante la apertura de posibilidades que habría significado para el proceso de subjetividad mapurbe el nuevo, aunque limitado marco jurídico de los noventa. Sin embargo, este asunto irá adquiriendo progresivamente un lugar clave en la estructura del Estado al punto de poder reconocerse, a mediados de los años dos mil, la definición de un verdadero “enfoque estatal indígena urbano” (Antileo Baeza, 2014, p. 146). No es este, en todo caso, el lugar para analizar detalladamente cómo operará dicho entramado discursivo institucional ya entrado el siglo XXI, toda vez que —como señalé— apunto acá específicamente a las condiciones de emergencia y no al posterior desarrollo de los procesos de subjetividad mapuche en la ciudad. Dicho de otro modo, si bien el Estado “engulle” el concepto de mapuche urbano surgido en el seno del movimiento mapuche santiaguino y se apropia de sus múltiples necesidades sociales (Antileo Baeza, 2013), institucionalizándose en un enfoque de políticas públicas, esto ocurre solo cuando los procesos de autosubjetivación mapurbe ya han emergido con fuerza la década anterior. Por consiguiente, dicha institucionalización tendría más que ver con una implementación ex post, es decir, con la administración de un acontecer, que con sus condiciones histórico-estructurales de emergencia.

4 De violencia y economía política

El marco sociohistórico inmediatamente asociado a la emergencia de la “cuestión indígena” en Chile, que repercute fuertemente en los procesos de autosubjetivación del movimiento mapuche urbano, remite al inicio de los gobiernos elegidos democráticamente después de la última dictadura cívico-militar en Chile (1973-1990). Tiempos en los que en Chile se comenzaba a construir un relato de nación ejemplo de excepcionalidad institucional, política y económica para la región, por su transición pacífica a una democracia sólida, madura y liberal. De ahí que el surgimiento de la “cuestión indígena”, en tensión con la agenda política de los gobiernos, no haya significado sino una obstrucción a esa imagen autocomplaciente del moderno Estado-nación chileno.

En este sentido, lo que en rigor se llegaba a poner en juego en las dinámicas institucionales para administrar la “cuestión indígena” en la posdictadura chilena era una operatoria de custodia y reedición democrática del sistema económico de libre mercado heredado, que confirmaba el profundo “ajuste” estructural (y cultural) impuesto la década anterior. Cabe señalar que el radical giro económico-político de Chile en los setenta significó un tempranísimo abandono del modelo de Estado regulador y redistributivo (de hecho, el más temprano producido en la región), el fin al modelo de integración indigenista y una muy acelerada y profunda incorporación al sistema de libre mercado, adoptando una estrategia económica revolucionaria para su época “tanto en su intensidad como en su contenido” (Solimano, 2012, p. 18).

Esto se traducía en que el entramado neoliberal devino no solo discurso económico dominante sino hegemonía cultural (Cárcamo-Huechante, 2007) y la excepcionalidad de estos procesos en Chile arraigarían menos en su celebrado “éxito” económico-institucional que en el shock traumático que implicó el revés de este “experimento”. Y es que el mencionado ajuste estructural, implacablemente puesto en marcha por la élite militar y tecnocrática chilena necesitó de terrorismo de Estado, del imperio de un absoluto “estado de excepción” para efectuarse sin resistencias, inoculándose en la sociedad durante el período más sangriento y represivo de la dictadura, a saber, en su primera etapa entre 1973 y 1979: “violencia constituyente” (Salazar, 1990/2006, p. 91) que derivó en la Constitución Política de 1980, vigente en términos sustanciales hasta el día de hoy.

El pueblo mapuche no quedó ajeno a esta traumática coyuntura y, al igual que el resto de las organizaciones sociales de base, a partir del Golpe de Estado de 1973 y los años que le siguieron, padeció de la represión y desarticulación social perpetrada por los militares. Una violencia que se dirigió principalmente en contra de sus comunidades con el fin de perseguir a dirigentes y militantes vinculados a la izquierda o que hubieran participado del proceso reivindicativo de tierras promovido por la política de expropiación de la Reforma Agraria8, la que tuvo su última etapa de desarrollo durante el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. En esta materia, además de la represión sufrida en las comunidades, se retrotrajeron también los escasos logros alcanzados gracias a dicha reforma mediante un proceso de “devolución” obligatoria de tierras a los propietarios chilenos expropiados. Un proceso conocido como la “contrarreforma”, encabezado por el Comité Ejecutivo Agrario (CEA) implementado por el gobierno de facto. De este modo, la dictadura cívico-militar no solo procedió a una nueva usurpación de las tierras del Pueblo mapuche para otorgársela a los wingka9, sino también lo privaría de todo medio de producción.

Junto con la represión sistemática y la supresión de todo lo que se había desarrollado hasta entonces a la luz del indigenismo como política estatal10, la dictadura retomó en 1979 la estrategia de desintegración de las comunidades mapuche, bajo el Decreto Ley 2568 conocido como “ley de división de tierras”, que regularía de ahí en más un sistema de tenencia individual. Es decir, se dejaba sin efecto el reconocimiento de la forma comunitaria como modalidad colectiva de propiedad, afectando directa y nuevamente las estructuras político-culturales internas de la organización social mapuche. Ello los convertía en propietarios individuales y terminaba “con las restricciones sobre sus tierras, para de esa forma homogeneizar a la población mapuche junto al resto de pequeños propietarios agrícolas” (Marimán et al., 2006, p. 208). Al establecerse por consiguiente que los propietarios ya no serían considerados como indígenas ante la ley, se constituía lo que ha sido entendido como una nueva forma de “etnocidio”. En otras palabras, la avanzada de hegemonización neoliberal de la cultura necesitó en sus inicios de la atomización del cuerpo social, y ante su objetivo de generar las condiciones para una sujeción a la lógica individualista de mercado, la vida comunitaria mapuche suponía un problema por antonomasia.

De esta manera se iban estableciendo, a punta de represión y decretos de ley, las condiciones jurídicas para el despliegue local de una dinámica económica en mundialización, que implicaba —nuevamente— despojo de tierras, de bienes naturales y de territorios. Una fase político-económica que generaría nuevas formas de dependencia, dominación y acentuación de movimientos migratorios. Era, en definitiva, una de las caras de la pavimentación del camino para el flamante paradigma económico de crecimiento “hacia afuera”, neoliberal y extractivista. Y en Chile este modelo tuvo, y tiene actualmente, como uno de sus principales motores la explotación forestal, especialmente bosques de pino y eucaliptus de tierras indígenas. Esto último, potenciado por el Decreto Ley 701 sobre fomento forestal, que se promulgaría rápidamente en 1974, durante el primer año de dictadura, implicando bonificaciones directas y onerosas a la iniciativa privada empresarial —hasta hoy altamente concentrada— para la forestación de amplias extensiones de terrenos con especies exóticas. Y si bien es cierto que este shock neoliberal no originó los conflictos sociales vinculados con la implementación de políticas forestales en Chile, sí los agravaría radicalmente al desalojar campesinos e indígenas pobres de predios públicos y privados y, sobre todo, al ver en la industria forestal una oportunidad de “moldear” y civilizar a los díscolos sujetos de “la frontera” (Klubock, 2014).

Se instauraba así un modelo político económico basado en la desposesión como proceso no solo característico de su concreción en Chile como experimento neoliberal, sino inherente a lo que se comprende como uno de los fundamentos de la expansión mundial de la acumulación capitalista (Dörre, 2016; Harvey, 2004; Roux, 2008); antes en la constitución del Estado-nación, ahora reeditado en su fase de reestructuración neoliberal de la economía mundial. En esta dirección, la explotación intensiva y a gran escala de bienes naturales y estratégicos supuso la reprimarización de la economía y su subordinación a un orden comandado por los precios internacionales de las materias primas y bienes de consumo, crecientemente demandados por los países de capitalismo avanzado y potencias emergentes. Luego, y como correlato de aquello, se desarrollará una contradictoria política de concesiones microeconómicas redistributivas o asistencialistas —neoindigenistas— de parte de los gobiernos de la “transición democrática”, que estuvo aparejada con la inauguración de nuevas formas de autoritarismo y represión.

Consecuentemente este modelo dispuso el involucramiento de actores sociales, políticos, económicos con diversos intereses y desiguales márgenes de acción e influencia en un entramado multiescalar de relaciones donde se comenzaron a poner en juego lo local, lo estatal y lo mundial (Svampa y Viale, 2014). Aquí se expresará lo que fue la reformulación del Estado en función de la gobernabilidad política bajo la hegemonización neoliberal. A este respecto se observa que, si bien desaparecería el principio fundamental de soberanía y el poder de coerción para la regulación de la sociedad, no se le habría privado al Estado de su papel “metarregulador”, vale decir, como entidad responsable de crear las condiciones para la legitimidad de reguladores no estatales (De Sousa Santos, 2007). Así, la forma que se imprime a la intervención estatal durante las primeras etapas del neoliberalismo en América Latina se orientó a la creación de espacio legal para la generación de marcos jurídicos a favor de la implantación de capitales extranjeros, garantizando la institucionalización de derechos para las grandes corporaciones y la alineación con normativas creadas en espacios transnacionales (Cf. Svampa, Sola Álvarez y Bottaro, 2009).

Allí una definición estratégica, en virtud del relieve multidimensional que adquieren los conflictos socioterritoriales, ha sido la localización de estos, vale decir, el tratamiento circunscrito en tanto problemática en las zonas en torno a los enclaves de extracción. Esto redundaría en la agudización de la vulnerabilidad de la comunidad local y de sus derechos frente a agentes globales de gran influencia, toda vez que el campo de decisión queda fijado finalmente más allá de los términos que se disputan ideológicamente por las posiciones domésticas.

Y será justamente una consecuencia de esta estrategia de “encapsulamiento” de la conflictividad socioterritorial, que se observará en Chile la agudización de la resistencia y reivindicación del movimiento mapuche. Específicamente a partir de 1997, esta será gatillada por hechos puntuales asociados al avance geográfico del modelo de explotación económica: la inauguración de la central hidroeléctrica Pangue y el inicio de la construcción de la central Ralco, en 1998. Ambos fueron megaproyectos impulsados por el gobierno de Eduardo Frei y realizados sobre territorio habitado por comunidades mapuche-pehuenche en el Alto Biobío. Por otro lado, se identifica también la quema de tres camiones de la forestal Arauco en la comuna de Lumaco, Región de la Araucanía en 1997, atribuida a la Coordinadora de Comunidades en Conflicto Arauko-Malleco (CAM), hecho que ha sido percibido como el inicio de una renovación del carácter militante de las subjetividades mapuche en la transición democrática (Pairicán Padilla y Álvarez, 2012; Tricot, 2009). En síntesis, todos estos fueron hitos de entrada a un nuevo ciclo de movilizaciones; radicalización de acciones reivindicativas desplegadas al margen de las mentadas instituciones mediadoras Estado-indígenas, que darán el impulso decisivo a los procesos de reafirmación identitaria de los mapuche tanto en las comunidades como en las organizaciones en las ciudades, principalmente —como se mencionó más arriba— a partir de la tercera generación.

Se configuraba así, en el aparentemente excepcional y consensuado paisaje nacional, una mancha, acaso su primer “síntoma” postdictatorial. Una situación conflictiva que se caracterizó principalmente por la irrupción de subjetividades de pensamiento emancipatorio autonomista, con estrategias de confrontación directa, tales como las de la CAM y otras organizaciones de identidad territorial. Se desarrollará a partir de entonces un entramado subterráneo y silencioso tejido por los vínculos persistentes entre mapuche-warriache y sus comunidades de origen. Una trama de correlaciones entre el fenómeno de autoafirmación y territorialización que se da en las ciudades, la activación de esta fase contenciosa en los territorios del sur de Chile y el proceso político-económico de desposesión sufrido por las comunidades rurales vecinas a las empresas forestales e hidroeléctricas.

El conflicto socioterritorial desencadenado y agudizado será desde entonces interpretado por el Estado como un problema principalmente de orden público, administrado a través de la criminalización y persecución judicial de la causa indígena, primero bajo la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado (ley N° 12.927) —que sancionaba delitos contra la Soberanía Nacional y la Seguridad Exterior e Interior del Estado—, y luego mediante la internacionalmente cuestionada ley “antiterrorista” (ley N° 18.314). De este modo, sobre la base de un concepto jurídico-político de “enemigo” y, por tanto, marcando una distinción respecto de una noción jurídico-gubernamental de “persona” o “ciudadano”, la ley “antiterrorista” habría hecho converger una lógica racista con una lógica de carácter securitaria (Díaz Letelier, 2015). Esto irá en el reverso de la incorporación de la lógica neoliberal del multiculturalismo y su encarnación en la idea del “indio permitido” (Hale, 2005).

Sucede que el multiculturalismo “a la chilena” se ha desplegado como un dispositivo moldeable de poder y gobernabilidad que (re)produce diferencia interna estableciendo límites que van a definir, en los momentos de agudización de la conflictividad socioterritorial, dos tipos de subjetividades genéricas: por un lado, el mapuche “permitido”, como aquel que se adecua y participa activamente de las políticas estatales promotoras de la diversidad; y, por otro lado, el mapuche “insurreccional” que no calza con el estereotipo, y se define en el contexto de ocupación de tierras, incendios y otras formas de protesta. La dicotomía permitido/insurreccional deviene excluyente y es la que ha primado en la gobernabilidad chilena posdictatorial ante los conflictos socioterritoriales. Como recuerdan Guillaume Boccara y Paola Bolados,

El vigor de las movilizaciones indígenas de los años 1990 constriñó al gobierno a actuar prontamente. Las recuperaciones de tierras explotadas por las empresas forestales, las ocupaciones de oficinas estatales, las marchas y protestas y la transnacionalización de las luchas de los pueblos nativos tendieron a perturbar la buena marcha del modelo de exportación de recursos naturales a la vez que dañar la imagen de país estable, en vía de reconciliación y donde era seguro invertir que los distintos gobiernos de la Concertación se empeñaban en construir. (Boccara y Bolados, 2010, p. 654)

Ante la crisis de legitimidad del modelo económico que supuso el desborde de los parámetros establecidos por el multiculturalismo neoliberal dado el aumento de la conflictividad Estado-Pueblo mapuche a partir de 1997, los gobiernos han respondido desde entonces con políticas punitivas conforme a lo que se ha identificado como una lógica de “neoliberalismo de guerra”, la cual “defiende por las armas una política que ya no puede defender con las argumentaciones de 'la ciencia única' ni con los enredos del Bando Mundial” (González Casanova, 2002, p. 178). Bajo esta lógica, que se dirige sobre el “afuera” del “multiculturalismo neoliberal” —hacia el mapuche “insurreccional”—, se terminó por redefinir bajo la categoría de “terrorista” no solo las resistencias radicalizadas de confrontación directa, sino toda indocilidad o descalce a la forma de gobernabilidad multicultural. Su lógica, necesaria para mantener la legitimidad del modelo económico y sus inherentes operaciones de explotación y desposesión, se complejizará ampliando progresivamente sus márgenes de negociación. Consecuentemente buscará cooptar y (re)producir dentro de su matriz de “indio permitido”, los ya gatillados procesos de autosubjetivación en el movimiento mapuche urbano.

Será esta operación entonces un desplazamiento clave que permitirá comprender la mayor relevancia y visibilidad que van adquiriendo progresivamente procesos de subjetividad mapurbe entrando el siglo XXI. Ya no solamente como correlato de la intensificación de la conflictividad socioterritorial en el sur de Chile, que habría sido su principal motor dentro del ciclo de resistencias al despliegue neoliberal en la región, encabezado por la insurgencia indígena. También se añade el efecto productivo de una operación biopolítica expresada en la centralidad que comienza a tener la situación indígena urbana en el enfoque de las políticas estatales y en la estructura del Estado neoliberal chileno, como respuesta ante la crisis de legitimidad del modelo político económico y su hegemonía cultural.

5 Conclusión

Las coordenadas sociohistóricas y político-culturales desarrolladas a partir del fenómeno de la migración y emplazamiento urbano mapuche-warriache permiten enmarcar más ampliamente y dar espesor crítico a la comprensión de sus procesos de construcción de subjetividad, visibilizados e intensificados a partir de la década de los noventa. Claves que remiten a la violencia estructural y performativa consustancial a la sinergia entre el moderno Estado-nación —su genealogía y devenir—, la constitución de sus otros internos y la expansión mundial de las fronteras del capital en su fase neoliberal.

Resulta evidente que las condiciones de pauperización extrema, de exclusión política y social del Pueblo mapuche —al igual que las de los más de cuatrocientos pueblos indígenas de Latinoamérica— han sido activamente producidas por las dinámicas que sostienen este orden político-económico. Allí la diáspora y los asentamientos mapuche en las zonas empobrecidas y marginales de las ciudades no son sus consecuencias “inevitables” ni su “externalidad negativa”; son muestra del flujo necesario de capital humano para la incorporación y explotación de la fuerza laboral indígena en la división jerarquizada del trabajo de la sociedad chilena actual. Vale decir, la expresión de la relación entre la etinifcación de la fuerza de trabajo y la modernización capitalista. No tan evidente ha sido, sin embargo, el complejo vínculo entre las configuraciones mapuche-warriache emergentes, es decir, sus procesos de autosubjetivación identitaria, y los procesos de desposesión inherente a la fase neoliberal del capitalismo mundializado.

Ciertamente dichos proceso de subjetividad mapurbe no son solo relativos a la consecuencia natural de una trayectoria colectiva de migración y emplazamiento en las ciudades, sino que han sido habilitados e impulsado por una trama histórico-estructural compleja que desborda el territorio nacional. La mayor intensidad y luego visibilidad que adquieren estos procesos de reafirmación identitaria en la situación mapuche en las ciudades se vincula claramente con la tensión entre las luchas por la autonomía de los pueblos indígenas en América Latina y el multiculturalismo como marco de gobernanza neoliberal y embrague del avance extractivo sobre los territorios. La consecuente adopción y sofisticación de la matriz multicultural por parte del Estado de Chile y sus efectos sobre la situación mapuche urbana queda comprendida a la luz de los intentos por defender, ante la bullente y progresiva resistencia indígena, la legitimidad y hegemonía cultural por parte del sistema político-económico de acumulación por desposesión.

La posibilidad de aportar a una crítica desfetichizada de los procesos de (re)producción de subjetividad mapurbe necesita considerar insoslayablemente las dimensiones político-económicas como factores que han hecho a la realidad indígena contemporánea del subcontinente y sintomáticamente a su aparición afirmativa urbana en Chile. Esto debe comprenderse menos en tanto puro “contexto” de emergencia que como parte de una dinámica estructural que gatilla, habilita y produce el fenómeno en cuestión. Busca asimismo ser leído menos como problemáticas particulares de “lo étnico”, en términos de lo que pueda ser etnográfica y disciplinariamente verificable, que en clave de análisis cultural en relación con la totalidad social, con vocación orientada a una crítica de la dimensión universal de/desde las distopías capitalistas.

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