La memoria, como parte del proceso de producción de identidades y como parte de los procesos de producción científica o de “saber”, posee proyecciones políticas evidentes. Dado que el lenguaje es la vía de existencia y soporte de las memorias, están estas siempre mediadas por el proceso de comunicación que se establece en lo social, a la vez que son circunscritas y determinadas por el marco cultural de su circulación. Michael Pollak, señala al respecto: “Entre aquel que está dispuesto a reconstruir su experiencia biográfica y, aquellos que le solicitan hacerlo o están dispuestos a interesarse por su historia, se establece una relación social que define los límites de lo que es efectivamente decible” (Pollak, 2006, p. 56). En esta medida la memoria es un producto cultural y social con una alta proyección política. Visibilizar los relatos de la memoria y las reflexiones en torno a su producción, difusión y usos reviste una importancia manifestada no sólo en el gesto político de resignificación histórica que involucra, sino que también en la posibilidad de plantear los aportes críticos que ellos ofrecen, desde las experiencias que se han insertado en un marco oficial de relatos. La memoria contiene una fuerza simbólica que la posiciona como un espacio cultural relevante con potencial de enriquecer las formas de narración de distintos grupos y sujetos, así como de influir sobre su construcción identitaria, aportando a la configuración de nuevos escenarios políticos (se plantea ello en nociones como “memoria e identidad”, “memorias subterráneas” y “experiencia límite”, Pollak, 2006). La producción de memorias a contracorriente y la apertura de este campo, se inscribe en el marco epistemológico y metodológico feminista, que siguen algunas de las corrientes de pensamiento dentro de los estudios de género y cultura en América Latina.
El carácter social y político de las memorias se expresa plenamente en la existencia de las narrativas y memorias oficiales, que construyen imaginarios e identidades, legitiman ideologías o procesos políticos e influyen en un espectro amplio de las construcciones sociales y culturales. Por esto, aunque la memoria se origina en el espacio íntimo de los recuerdos y significados personales, su configuración siempre está mediada y enmarcada a la vez en una cultura determinada (“marcos sociales de la memoria”, Hallbawchs, 1964/1995). Esta última otorga en lo público las valoraciones simbólicas a los relatos, tanto como los modifica, los estimula o los anula según sea su contenido. Podemos afirmar, desde esta aproximación primera, que la memoria opera como productora de sujetos (Troncoso y Piper, 2015) y de subjetividades, diríamos; lo que la posiciona como componente central de las batallas que se libran en lo político, y que han implicado, históricamente, luchas de poder (Jelin, 2001). La trama tejida en las memorias, se revela como una cartografía, donde se establecen los puntos y desplazamientos del recordar en lo colectivo. De esta forma, las memorias señalan qué es lo que se recuerda, cómo se recuerda y cuándo se recuerda. Desde la ritualidad y el es
pectáculo de las conmemoraciones públicas, hasta el modo en que se ejecuta desde las memorias oficiales estatales, por ejemplo, han señalado los caminos del recuerdo, construyendo unas memorias hegemónicas y otras “subalternas”. La temporalidad, colonizada y manipulada mediante los relatos, interviene sobre los sentidos y sobre la posibilidad de agencia de los individuos y grupos que recuerdan y que activan ese recuerdo y su significado en, con y a través del tiempo, develando la historicidad característica de la memoria en todo contexto. Su plasticidad, sumada a lo ya dicho, nos revela el potencial que la memoria posee para enfrentar, cuestionar y criticar nociones como el tiempo mismo, concepciones relativas al género y la sexualidad, las representaciones políticas y los valores culturales, entre otros elementos (“saber/poder: insurrección”. Foucault, 1992).
En Chile, desde el fin de la dictadura militar se han llevado a cabo procesos de producción de memoria en lo público, en lo privado y en lo colectivo, siguiendo diferentes caminos en el proceso del “recordar” y significar. En este sentido, el Estado de Chile se muestra como uno de los productores de memoria más visible, configurando la llamada “Memoria Oficial”, como un relato aceptable acerca del período dictatorial.
En un momento inicial, al despuntar la década de 1990, el Estado tuvo la obligación de conducir procesos de “búsqueda de verdad”, “reparación”, “justicia” y recomposición social. Durante este período, la metáfora que se instala en lo público sería una aparente oposición entre el “recordar y el olvidar”: de un lado, las “víctimas” que clamaban por justicia y se oponían al olvido y, por otra parte, los “victimarios” que señalaban la necesidad de dar vuelta la página y mirar “al futuro”. Aquí consideraremos que esta oposición responde a una ficción, generada en lo público con el fin de delimitar las posiciones que a este respecto existían y acotar su espacio de visibilización. Isabel Piper ha vinculado la hipótesis foucaultiana de Historia de la Sexualidad con la producción de relatos de memoria en Chile, al respecto indica que esta vinculación:
Implica entender dicho proceso [el de constitución de memorias] en el ámbito de las prácticas de poder en las que se produce. Describir y justificar las memorias abstrayéndolas de las prácticas sociales que las instituyen, tiene efectos de verdad (Foucault, 1976) que conducen a acciones políticas que contribuyen a promover y mantener las condiciones sociales que hicieron posible el golpe de estado y la dictadura militar. Abandonar la hipótesis represiva en este caso, implica ir más allá de la polémica olvido v/s recuerdo analizando más bien, los saberes que se han construido sobre tales acontecimientos. (Piper, 2005, p. 46)
Un ejemplo concreto de memoria producida como práctica de poder lo constituye la elaboración de los Informes de las Comisiones de Verdad en Chile (1990 y 2004), a partir de los cuales se configuraron relatos estables sobre el pasado, que han trascendido al espacio público, no solo como una verdad socialmente aceptada, sino que también como un componente más de la política del consenso que ha caracterizado a la transición política chilena. En estos Informes se han elaborado relatos funcionales al objetivo de reconciliación política, con lo que se ha configurado una memoria instrumental y no trascendente.
En un segundo momento, para el caso chileno, desde mediados de la década del 2000 —luego de la elaboración y publicación del Informe Valech—, podemos señalar que el Estado ha asumido el discurso del “Nunca Más” como estandarte1, ya no de un proceso de recopilación total de los hechos o de búsqueda de la verdad, sino que en un esfuerzo de resignificación de la historia nacional.
Por otra parte, fuera de la memoria oficial, han corrido varios flujos de memoria. Encontramos, por ejemplo, los relatos vinculados con las distintas Agrupaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos y de Ejecutados Políticos, con los movimientos en el Exilio y otras colectividades2, que han dado paso a un proceso de memoria diverso y rico que ha permeado diferentes ámbitos de lo social, lo cultural y lo académico. Durante la década de 1990, estas agrupaciones bregaban tanto por el esclarecimiento de los crímenes y el castigo de los asesinos, como por la recopilación de información que les permitiese conocer el paradero de los detenidos, de los desaparecidos y ejecutados. Todo ello mientras el discurso del Estado mantenía los restringidos límites de la “justicia en la medida de lo posible”. Durante la década siguiente, las memorias de estas agrupaciones aproximaron sus posiciones a la de la memoria oficial, y, en sentido inverso, el Estado acercó sus discursos a los de una posición de defensa irrestricta de los DD.HH. Este ejercicio atenuó la potencia crítica de la llamada “memoria activista de DD.HH.” (Richard, 2010), hecho que actuó en detrimento de su significación dentro de lo público-nacional.
Para la racionalidad occidental y el discurso político democrático liberal, la humanidad está representada por un “universal” que es masculino (Scott, 2013). “El hombre” es lo mismo que la humanidad en su conjunto, con su riqueza, diversidad, bondad y vileza. Este marco es el que define conceptos como “ciudadanía”, Derechos Humanos y otros provenientes del ámbito jurídico, que se aplican a diario en la convivencia social y política. Los principales ejes narrativos o tramas de la memoria de la historia reciente en Chile, se han definido en función de este lenguaje, en apariencia, universal, que se compone de una serie de convenciones que otorgarían cohesión a nuestra percepción del mundo. Según Cornelius Castoriadis:
Para que haya un ‘nosotros’ se requiere contar con un esquema de referencias significadas compartidas por los miembros de aquél, en primer lugar, con respecto al espacio cohabitado (y lo que éste contiene, material e inmaterialmente) pero también con respecto al tiempo coexistido, a comenzar por aquél ya vivido y experienciado socialmente. (Castoriadis, citado por Baeza, 2011, p. 85)
Este esquema de “referencias” tiene un sustento histórico y social, pero también contiene un flujo de poder. Este flujo actúa en función de mantener la estabilidad política, asentando discursos, ideologías y posiciones asignadas a ciertos sujetos o grupos. En los relatos dominantes de memoria de la historia reciente en Chile, se observa en general un lenguaje vinculado con estos discursos universales. En el ámbito de las retóricas de género presentes, estas cumplen con el marco normativo, en la medida que es este patrón el que hegemoniza el contexto cultural en el que esta memoria se ha producido.
Se observa que en la mayoría de los relatos de memoria los discursos generizados que aparecen, se encuentran cargados de contenidos que no rebasan los límites del marco normativo de sexo-género. Estos relatos de memoria son los que han alcanzado mayor visibilidad en el espacio público, en general. Así, es posible observar que aquellos componentes que la cultura tradicionalmente atribuye a la masculinidad (heroísmo, fuerza física, gallardía) están mayormente significados en los relatos “masculinos” (Piper, 2002). Asimismo, los relatos de memoria de las “mujeres” también cargan con estos estereotipos, en la medida que se muestran vinculados a nociones como pasividad, victimización, fragilidad y experiencias de vida desplegadas mayormente en el ámbito doméstico-privado. Al respecto, Isabel Piper indica que:
Los relatos de la dictadura construyen a los hombres-héroes y a las mujeres como víctimas traumatizadas. Las imágenes nos muestran hombres muertos o desaparecidos en combate, versus las viudas vestidas con las fotos de sus hombres-héroes perdidos. Las memorias del sufrimiento son femeninas y las memorias de lo heroico son masculinas. (Piper, 2002, p. 42)
Esta dicotomía, entendida como una forma de organización de los discursos en los relatos, ha sido planteada como un aspecto observable en la mayoría de los relatos de memoria en Chile.
Con esto no se afirma que no existan otros tipos de memoria, sino que este marco restringe las formas de enunciación de otras memorias y/o de otros modos de organizar los relatos. En este sentido, Nelly Richard plantea —desde el campo de la crítica cultural— que en la organización de los discursos de memoria en lo público se observa esta dicotomía, que presenta lo femenino y lo masculino en una relación asimétrica, en la cual el dominante siempre es el masculino (Richard y Moreiras, 2001). Si esta idea se expresa en términos narrativos, podríamos señalar que la trama central del relato sería siempre la masculina, mientras que las experiencias de los otros sujetos ocuparían un espacio excéntrico y excepcional. Richard, define este carácter especial de lo femenino con el concepto de “marca” (Richard, 2010), el que podría operar tanto opresiva como subversivamente.
La relevancia de considerar la influencia de la matriz cultural patriarcal sobre la organización de los relatos de memoria, estriba en la posibilidad de observar el influjo que estos relatos han tenido sobre la construcción de identidades que se proyecten en lo político. Así, en la medida que el pasado se configura y resignifica desde el presente, el relato de memoria compone una trama en la que se distribuyen relaciones de poder que se actualizan en la narración. Aparece la relación entre memoria, identidad y género como una tríada compleja, que puede potenciar o suprimir posiciones de género que parecían fijas.
Lelya Troncoso e Isabel Piper, al respecto señalan que:
La relación entre memoria y género se articula necesariamente con la noción de identidad. Es a través de determinadas prácticas de memoria que nos damos sentido a nosotras mismas como sujetas sociales, y que construimos sentidos de pertenencia y diferencia que dotan de cierta coherencia a nuestras identidades que son a su vez siempre generizadas. (Troncoso y Piper, 2015, p. 70)
Este planteamiento permite reflexionar sobre la importancia que las memorias han tenido, tanto para la configuración identitaria personal como para aquella que se construye social y colectivamente.
De esta manera, no sólo los relatos de memoria se constituyen de modo generizado sino que también las prácticas de memoria, en un sentido amplio, contienen discursos de género producidos en un contexto histórico cultural determinado. Asimismo, se plantea que la identidad otorga sentidos sociales y políticos a nuestro accionar y a nuestras decisiones. Estos aspectos se encuentran vinculados de manera estrecha con el género, en la medida que el campo que consideramos aceptable para nuestro accionar político y social, está generalmente vinculado a nuestras concepciones de género. Desde allí, se afirma que la identidad es siempre generizada. El ordenamiento en lo social de los sujetos y de sus identidades, señala la existencia de relaciones de poder y roles que sujetos y grupos asumen como “dadas” o bien como aceptables. La naturalización de estas relaciones contribuye a la perpetuación de las mismas, rigidizando su puesta en práctica en la experiencia social y cotidiana.
Desde el punto de vista de las narrativas de los relatos, éstas manifiestan las relaciones e identidades sociales y políticas, a la vez que las reafirman cuando los relatos son difundidos en lo público. Esta idea nos conduce a reflexionar acerca de la importancia que adquieren los relatos de memoria y sus discursos para configurar, por ejemplo, imaginarios que brindan cohesión y orden a la sociedad. Cornelius Castoriadis señala, acerca de la estabilidad que otorgan las convenciones en lo social:
Lo que mantiene a una sociedad unida es evidentemente su institución, el complejo total de sus instituciones particulares, lo que yo llamo la ‘institución de la sociedad como un todo’: aquí la palabra institución está empleada en un sentido más amplio y radical pues significa normas, valores, lenguaje, herramientas, procedimientos y métodos de hacer frente a las cosas y de hacer cosas y, desde luego, el individuo mismo, tanto en general como en el tipo y las formas particulares que le da la sociedad considerada (y en sus diferenciaciones: hombre/mujer, por ejemplo). (Castoriadis, 1998, p. 67)
Es decir, este orden que se establece, no sólo a partir de los discursos, es también particular de cada sociedad y se compone de múltiples elementos. A partir de esta composición, algunos rasgos se asientan y se convierten en dominantes, en lo que respecta a formas de actuar, identidades, posiciones sociales y políticas y también acerca de manera específicas de recordar.
Si planteamos la existencia de modos de recuerdo que pueden denominarse como “dominantes”, como contraparte, también indicamos que existen otros que no lo son y que se oponen a los hegemónicos. Las formas de recordar “no dominantes” tienen el potencial de deconstruir a las maneras más aceptadas de memoria, en la medida que planteen discursos y prácticas disruptivos. Ana Forcinito (2004) señala al respecto que aquellos relatos de memoria que se constituyen a partir de la experiencia y los sentidos de grupos, que no son los dominantes en los relatos oficiales, tienen el potencial de subvertir los discursos que han hegemonizado el campo de los relatos de memoria. La autora denomina como “memorias migrantes” a estos relatos, los que además podrían potenciar la visibilización de identidades políticas no fijas. Dentro de sus análisis, trabaja de modo especial con algunas memorias feministas, las que categoriza con el concepto de “nómadas”. Les atribuye esta condición, porque son relatos que no se han asentado en los espacios de la memoria oficial o de los Estados, manteniendo su carácter móvil y su potencia crítica. Por otra parte, sobre estas memorias, Ana Forcinito destaca que ellas han logrado brindar un espacio a identidades marginales y a las luchas políticas de grupos que no están habitualmente presentes en los discursos públicos. Finalmente, la autora señala la importancia que estos relatos pueden tener en dirección de deconstruir discursos oficiales o dominantes: “intento recuperar la potencialidad nomádica de estas memorias y las propongo como zonas en constante transformación que ponen en cuestionamiento la (i)legalidad del discurso hegemónico, sea éste el discurso patriarcal, heterosexista, (neo)colonial, euro/anglocéntrico, clasista, racista o dictatorial” (Forcinito, 2004, p. 15). El cuestionamiento a los discursos hegemónicos constituye un planteamiento relevante para pensar en los posibles aportes que los relatos de memoria pueden realizar a la interrupción de los discursos de género normativos, lo que representa una apertura valiosa para continuar en el desarrollo de una propuesta teórica que analice la importancia que estos relatos podrían alcanzar.
De manera concreta, con esto se alude a los relatos y genealogías de los feminismos, en el rescate de la memoria indígena o en el trabajo de las memorias locales (en contraposición al discurso de la nación), como espacios de materialización de estas ideas. En lo que respecta al género y la sexualidad de manera específica, para el caso chileno, consideramos que un aporte valioso en este sentido podría constituirse a partir de la visibilización de la memoria del movimiento artístico y político de disidencia sexual, presente en nuestra historia popular desde la década de 1980. La memoria oficial ha excluido totalmente estas experiencias de su marco de relatos. Consideramos que en este esfuerzo se puede visualizar el potencial desestabilizador que estas memorias tienen, tanto para la consideración de la naturaleza misma de lo político, como para el marco cultural de sexo-género.
Para examinar adecuadamente el potencial que la articulación entre memoria y género posee para contribuir a la configuración de nuevos discursos, es necesario realizar una precisión referente al marco teórico de género que este trabajo considera.
En este sentido, debemos decir que esta reflexión comprende al género como un marco amplio que atañe no sólo a la dimensión cultural de la constitución de una identidad de género, sino que también al carácter relacional, histórico y cultural de este concepto. Además de la amplitud de la categoría género en sí misma, es necesario considerar a ésta en su interacción e imbricación con otras igualmente opresivas. Es decir, al observar la realidad de América Latina, resulta imposible comprender en profundidad la actuación del marco de sexo-género aislándolo de otras categorías y realidades propias de la historicidad y el contexto de la región. El concepto de interseccionalidad3, abarca en toda su complejidad este tejido de relaciones e interacciones, en la medida que vincula la opresión de género (y sus retóricas) con las de clase, religión, raza y sexualidad, entre otras (Lugones, 2008; Romero, 2010).
La perspectiva interseccional puede enriquecer las retóricas del género y su presencia en los relatos de memoria, en la medida que pone en vínculo no sólo el sexo con el género, o las prácticas sexuales con la identidad, sino que introduce en el espacio simbólico componentes de clase y raza, por ejemplo, los que para el caso de Chile y América Latina son especialmente relevantes. El concepto de interseccionalidad se ha insertado y desarrollado en el ámbito del pensamiento latinoamericano, mostrándose útil para la observación de las particularidades y complejidades históricas de nuestro contexto.
Los relatos de memoria dominantes en el ámbito de lo público en Chile han visibilizado a los sujetos —preferentemente— desde concepciones normativas en lo que respecta a la sexualidad y el género. En este sentido, estos relatos actúan no sólo como un espacio de constitución de saberes acerca del pasado, sino que también reproducen normas, valores y concepciones relativas a un radio más amplio que el de la memoria propiamente tal. Observamos así, que las memorias contienen discursos y símbolos que hegemonizan el espacio público, con lo cual imposibilitan la entrada de elementos no dominantes o que provienen de la identidad y el accionar de grupos minoritarios o marginales. Este planteamiento nos conduce a señalar que no existe una distribución equitativa de la representación y enunciación en lo público para todos los grupos sociales y políticos. El concepto de forclusión (acuñado originalmente por Lacan, 1999; reutilizado por Butler, 2003; y adaptado por Rita Segato, 2010); se adecúa para describir esta exclusión, ya que alude a la acción de negar una realidad o un nombre con el fin de suprimirlo del espacio simbólico o bien con el objetivo de otorgarle un significado “erróneo”, por decirlo de alguna forma:
La negación efectuada por el mecanismo de forclusión en más radical que la efectuada por el mecanismo de represión. Si ésta última consiste en rasurar algo dicho, aquélla es la ausencia misma de inscripción. Una ausencia que, con todo, determina una entrada defectuosa en el simbólico o, dicho en otras palabras, determina la lealtad a un simbólico inadecuado que llevará ciertamente un colapso cuando ocurra la irrupción de lo ‘real’, es decir, de todo aquello que no es capaz de contener y organizar. (Segato, 2010, p. 27)
Según Rita Segato, el proceso de forclusión va más allá de silenciar cierta identidad o grupo específico. Para esta autora, este ejercicio propicia la “entrada defectuosa” del grupo/sujeto al universo simbólico, con lo cual esta realidad forcluida ingresa inmediatamente a la casilla de lo “inestable” o inaceptable.
No obstante, tanto el proceso de forclusión, como las prácticas de exclusión u omisión ejecutadas por los discursos y redes de poder, pueden ser subvertidos desde algunos planteamientos teóricos y desde algunas prácticas políticas. A continuación, reflexionamos en torno a perspectivas teórico políticas que pueden contribuir a este ejercicio de subversión.
Durante la década de 1980, el trabajo académico de Julieta Kirkwood y el activismo político desarrollado por ella en el contexto del movimiento feminista chileno, representan puntos de quiebre generativos (o fisuras) en la narración/acción de lo femenino en lo público. En esta medida, tanto su trabajo de sistematización de la experiencia secular del feminismo en Chile4, como el rescate de su propio accionar político, serían un aporte a la constitución de relatos de memoria críticos de los discursos imperantes. La perspectiva que Julieta Kirkwood instaló a través de su trabajo propone una interrupción de la cadena de significados que venía forjándose en la cultura, en un proceso de larga duración. Esta discontinuidad y la propuesta de un nuevo argumento, serían contribuciones importantes para la composición de nuevas memorias con componentes feministas y críticos. Alejandra Castillo, conceptualiza este aporte como una:
Política de interrupción de las representaciones de lo femenino en el espacio público […] Pensemos en una frase de Julieta Kirkwood donde dice ‘El feminismo soy yo’, donde lo que hace ella es generar una política feminista donde es el propio cuerpo de la mujer lo que va a interrumpir ese orden patriarcal, ya no sólo buscar una política de acceso y de reconocimiento desde la trama estatal sino que interrumpir esas tramas, esas narraciones de las mujeres desde ese posicionamiento. Desde esa enunciación feminista, de ese lugar el feminismo soy yo y desde ahí cuestionar ese orden y esa distribución del espacio de lo común. (Castillo, 2012, p. 4)
En este planteamiento, Alejandra Castillo enfatiza en dos aspectos importantes de considerar: por un lado, el cuerpo como espacio de lo político y de construcción de la diferencia, diríamos, y, por otro lado, en vínculo con el cuerpo, la idea de la posibilidad abierta de tomar por sí mismas —o por sí mismo como feminismo— el espacio de representación, adquiriendo capacidad propia de enunciación y circulación en lo público. Es decir, se destaca que no es necesario apelar al reconocimiento de la fuente de poder estatal para ingresar en el mundo de lo simbólico desde los espacios de acción política. Así, es planteada una reflexión valiosa para pensar en identidades autoconstruidas y autoenunciadas; que se difunden en lo político y también en los espacios cotidianos de interacción social. Estos planteamientos, cuando pueden ser traspasados al ámbito de la acción política, abren posibilidades de cambio o interrupción en el ámbito de los relatos de memoria que incluyen o excluyen a distintos grupos y sujetos, y no sólo a las mujeres o al feminismo. En este sentido, además de la inclusión de sujetos “marginales” se propone también la posibilidad de narrar (narrar-se) desde otros conceptos. Es decir, el aporte puede ser doble: la posibilidad de entrada a los relatos sumada a la capacidad de autorrepresentarse desde contenidos propios y críticos.
Durante los últimos 20 años, el cuerpo ha estado visibilizado en los relatos de la memoria traumática, especialmente por los movimientos políticos vinculados con la defensa de los DD.HH. durante el período de post dictadura. Los relatos de memoria vinculados con la violencia física, con la tortura y la desaparición han tenido centralidad dentro del ámbito de las memorias en el Cono Sur. Los efectos de la tortura, sin embargo, no sólo se han manifestado sobre los cuerpos, ya que los relatos y sus repercusiones en lo social develan los profundos traumas que estos procesos históricos han impreso en nuestros países. Juan Pablo Aranguren ha investigado en profundidad la articulación entre corporalidad, trauma y retóricas. Respecto a las consecuencias de estos procesos, señala:
Se trata, por lo tanto, de reconocer que los efectos significativos que la tortura tiene sobre el cuerpo de las víctimas, son también marcas e inscripciones constitutivas del cuerpo social y, por lo tanto, síntoma contemporáneo y presente de las sociedades latinoamericanas. Una investigación tal reclama para el cuerpo una subjetividad… que emerge en resistencia a los discursos que pretenden su control y sometimiento y que en medio de esa tensión perpetua no-se-da-todo al ordenamiento hegemónico (Aranguren, 2008, p. 5)
Juan Pablo Aranguren plantea que las consecuencias que los traumas corporales tienen en los sujetos han dejado una herida simbólica en el cuerpo social, la cual ha influido en la configuración subjetiva de los individuos y grupos. Esta influencia puede actuar en diferentes sentidos. Si consideramos que las “marcas e inscripciones” de los cuerpos pueden transmitirse, como experiencias límites al colectivo, podemos reflexionar en torno al potencial transformador que posee la transmisibilidad de esta experiencia traumática, como medio de actualización de las memorias y traspaso del compromiso político. Este planteamiento nos permite considerar la potencialidad del cuerpo como vehículo de memorias y como lugar de inscripción de discursos, en un sentido doble: por una parte, el cuerpo lleva la marca del discurso del poder (de la muerte y de la represión) y, por otro lado, la misma marca de la tortura y la violencia brindaría a esa corporalidad —puesta en lo colectivo— la posibilidad de contribuir con la transmisión de ese dolor. La tortura como sufrimiento físico y emocional comunicado, puede incorporarse a los relatos como experiencia política cercana a los grupos en el presente. De esta manera, se actualiza no sólo en la experiencia de quien la sufrió, sino que también en la acción política del hoy. La transmisión del “horror” no sólo produce empatía e impacto, sino que también puede resignificar los sentidos de las vivencias dentro de los relatos, y, con ello, dentro de la experiencia personal y colectiva. La historicidad de la memoria y del cuerpo, que les es propia y que no necesariamente se rige por un tiempo lineal, puede subvertir las marcas, tanto las físicas como aquellas subjetivas y sociales. Esta rica dimensión del cuerpo en lo político y en el relato de las memorias ha enriquecido las perspectivas de los estudios acerca del período dictatorial, así como también ha densificado el horizonte de retóricas posibles en este sentido (Taylor, 1997; Valdés, 1988).
Sin embargo, no es sólo a través de la experiencia traumática que el cuerpo es visibilizado en la memoria. También está presente mediante prácticas que intentan desestabilizar algunos discursos normativos, sobre todo en lo referente a la sexualidad y al género. En este sentido, debemos recoger los aportes realizados por el activismo político contracultural, señalando que la performance artística ha jugado un papel importante como recurso crítico de visibilización de memorias marginales.
Como reflexión teórica previa, Diana Taylor define la performance de la siguiente manera: “’Performance’ en un nivel, constituye el objeto de análisis de los Estudios de Performance — incluyendo diversas prácticas y acontecimientos como danza, teatro, rituales, protestas políticas, funerales, etc., que implican comportamientos teatrales, predeterminados, o relativos a la categoría de ‘evento’” (Taylor, 2001, p. 5). Estos acontecimientos incluyen el uso de la exacerbación de rasgos corporales, producciones estéticas, parodias, relatos, música y materiales de distinto tipo. En otra acepción o uso, performance también puede utilizarse para analizar y mirar ciertas acciones desde el punto de vista de las ciencias sociales o los estudios culturales y del arte. Así lo expone Diana Taylor, cuando indica que:
Las conductas de sujeción civil, resistencia, ciudadanía, género, etnicidad, e identidad sexual, por ejemplo, son ensayadas y reproducidas a diario en la esfera pública. Entender este fenómeno como performance sugiere que performance también funciona como una epistemología. Como práctica in-corporada, de manera conjunta con otros discursos culturales, performance ofrece una determinada forma de conocimiento. (Taylor, 2001, p. 7)
Exhibiría la performance, de esta manera, una doble faz: en una, nos muestra el artificio y la ficción que se despliegan en el acto artístico, mientras que, con la otra, nos indica su enraizamiento en lo “real”, denotando su aspecto más cotidiano.
La performance artística, utilizando recursos como la exacerbación y la reiteración de actos, problematiza aspectos de la cotidianidad, de la política y de la cultura. Con este ejercicio, el cuerpo vehiculiza estas tensiones, mostrándose como raíz de las mismas, a la vez que como un lugar privilegiado desde el cual exponer la vivencia material de las contradicciones y componer el acto mismo de enunciación y crítica que propone. En esta medida, completa la reflexión en torno a sus posibilidades de levantar memorias corporales críticas, ya que abre espacios para la narración desde la disidencia y la marginalidad. El efecto performativo de los relatos que estos actos producen, es logrado tanto por el carácter corporal-en vivo de su soporte, como por la susceptibilidad de registro y reproductibilidad que le constituye. Ambas características contribuyen a la extensión de su radio de acción más allá del círculo del arte y la cultura, proyectando sus efectos a la política y las manifestaciones sociales y colectivas. A partir de este rasgo, es posible pensar en los aportes que realiza la performance (artística y política) al campo de las memorias y de los movimientos políticos de disidencia sexual.
En Chile, desde fines de la década de 1970, la performance artística ha estado presente en el circuito cultural. Luego de la profunda ruptura que significó el golpe militar y el período de dictadura, desde fines de la década de 1980, la performance artística retomó su fuerza y adquirió nuevos bríos (Sutherland, 2009). En un movimiento que heredó la fuerza de antaño, trabajos como los de las Yeguas del Apocalipsis5 contribuyeron críticamente a la proyección política de la performance:
Se puede recitar en la propia genealogía de la performance en Chile y sus dispositivos de cuerpo, parodia, censura y ambigüedad, los trabajos realizados en los años setenta por dos firmas relevantes del arte y la performance en Chile, Juan Dávila y Carlos Leppe. Las Yeguas del Apocalipsis recogieron la posta neobarroca, cruzaron géneros para responder con un activismo cultural des-estetizante en los álgidos tiempos que se vivían en el país (Sutherland, 2009, p. 119)
En este sentido, la fuerza crítica de las Yeguas (P. Lemebel y F. Casas) fue relevante en su contemporaneidad como lo es hoy para la construcción de nuevos relatos de memoria y de “historia”.
En general, la performance artística y política abre la posibilidad de encarnar el tiempo pasado, “traerlo” al presente (eliminando la linealidad del tiempo histórico), reconstruirlo y revivirlo. Con esto, nos sitúa corporalmente en “la línea genealógica”, en la herencia de una lucha continua, tal como afirma Diana Taylor (1997). Por otro lado, la performance tiene potencial para cuestionar el discurso estatal-nacional, el heteronormativo y el patriarcal. Aunque no “es narrativa” o, más bien, como señala Mauricio Barría, “no tiene la obligación de narrar” (Barría, 2014, p. 17), la provocación que ejecuta desde el “hacer” sí genera una interrupción de las tramas y argumentos discursivos dominantes. “Se devela una retórica de la performatividad” (Barría, 2014), capaz de revelar las contradicciones de los discursos desde la experiencia encarnada. La exposición de lo abyecto y lo inmundo, de lo marginal que se esconde tras la promesa de pulcritud del horizonte heteronormativo, aparece como producción disruptiva ejecutada desde el cuerpo. Estos usos se plantean como puntos de discontinuidad o contradicción dentro de las tramas de las memorias, que pueden posibilitar su ingreso y su visibilización como experiencias vinculadas a lo disidente y a una subjetividad determinada. La experiencia disidente puede emerger en la performance y quedarse en los relatos de memoria. De igual manera, los discursos que se proponen en la performance tienen el potencial para criticar algunos puntos problemáticos en lo que respecta al marco de género y de sexualidad. Por ejemplo, podrían emprender la crítica a la normatividad y objetivación de los cuerpos; o bien poner en escena los placeres “prohibidos” o cuestionar la hetero y la homosexualidad normadas. Asimismo, podrían visibilizar el desafío de componer memorias de movimientos políticos como los feminismos no institucionales, problematizar la construcción de la categoría “mujer” en lo público o bien cuestionar la concepción patriarcal de familia, que persiste en América Latina.
En el ámbito de las memorias traumáticas, las performances pueden operar como “actos de transferencia” (Taylor, 1997), ya que a la vez que comunican el trauma y su experiencia, lo resignifican en el presente y transmiten el compromiso político también. Desde esta postura, se admite que la performance tiene la capacidad de resituar el trauma en lo público, en el tiempo presente, haciéndonos parte del drama nacional-colectivo. Esta capacidad puede desplegarla al encarnar otros dramas u otras experiencias, sean traumáticas o no. Este poder, le permite proyectarse como herramienta política y trastocar los modos tradicionales de configurar las memorias. El ejercicio de “recordar” para resignificar, sería reemplazado o complementado con el hacer-vivir-revivir para resignificar y marcarse con la experiencia, posicionándose en la línea misma de sucesión de las experiencias-memorias.
De allí, derivarán memorias que tendrán un potencial político y subversivo, con historicidad situada y encarnada. Podrían componerse relatos de memoria constituidos por un tejido permeable, que acepte las transformaciones y actualizaciones históricas de la memoria. Desde lo artístico, la memoria puede emerger como un lugar cultural de resistencia que enuncie nuevos: ¿qué recordar?; ¿cómo recordar?; ¿cuándo recordar?
La performance apunta, de esta forma, a la politización crítica de sus contenidos. La memoria se transforma en producción performativa, dejando de ser mera “representación”. Esto último, pone en relieve y profundiza, a la vez, su capacidad de transformarse asumiendo su historicidad.
La trama en los relatos de memoria cuando es normativa no solo crea un pasado funcional a esa normatividad, sino que también refuerza en el presente esas identidades roles y nociones acerca del género y el sexo en su dimensión política. Fija y estabiliza esas actuaciones y hace estáticos los discursos que las determinan. En este sentido, excluiría a las identidades nómades que mencionamos más arriba.
La dimensión performativa de la memoria ofrece la posibilidad de modificar este marco estático de recuerdos. Con esto, planteamos que es posible cuestionar el concepto de representación, presente en los análisis de los relatos de memoria, para sustituirlo por el de performatividad, esto en la medida que las memorias, más que “hablar” acerca de un pasado o narrarlo, lo producen. Por otra parte, también producen el universo simbólico que lo resignifica y a los sujetos que lo habitan o transitan por él. Judith Butler (2007) ha trabajado en profundidad el concepto de performatividad aplicado al campo de los estudios de género (Butler, 2003, 2007). De manera sintética, podemos señalar que ella define lo performativo del siguiente modo: “En el marco de la teoría del acto del habla, se considera performativa aquella práctica discursiva que realiza o produce lo que nombra” (Butler, 2007: 34). Su trabajo en torno a la noción de performatividad hace referencia a la “teoría de los actos del habla” desarrollada por John L. Austin, y también al principio de iterabilidad planteado por Jacques Derrida.
En John L. Austin, lo performativo refiere al momento en que las palabras “producen lo que nombran” (Austin, 1990), mientras que Jacques Derrida subraya la importancia de la “apelación a la cita” dentro de lo performático, es decir, de la repetición de la referencia a un código que se encuentra situado en un marco o contexto que lo hace inteligible (Derrida, 1989). Judith Butler, profundiza en la performatividad y la explica como el “poder reiterativo del discurso para producir los fenómenos que regula y que impone” (Butler, 2007, p. 18), aplicándola al plano del proceso de materialización de las categorías de sexo y género, el que considera fundamental para la regulación de las “prácticas identificatorias” que mantendrán a los sujetos dentro de la matriz de inteligibilidad del sexo-género. Por otra parte, para Diana Taylor lo performativo podría estar más vinculado al plano discursivo, aunque suele confundírsele con términos como performático o performance. Al respecto, la autora puntualiza que:
En esta trayectoria el performativo deviene menos una cualidad (o adjetivo) de ‘performance’ que del discurso. A pesar de que tal vez ya sea demasiado tarde para reclamar el uso del performativo en el terreno no discursivo de performance, quiero sugerir que recurramos a una palabra del uso contemporáneo de performance en español —performático— para denotar la forma adjetivada del aspecto no discursivo de performance… es vital para señalar que los campos performáticos y visuales son formas separadas, aunque muchas veces asociadas, de la forma discursiva que tanto ha privilegiado el logocentrismo occidental. (Taylor, 2001, p. 3)
Para el planteamiento que aquí se expone, atribuimos un “carácter” performativo a los relatos de memoria, que puede ser explotado en beneficio de subvertir y enriquecer las tramas dominantes en este campo. Este carácter performativo podría tener una proyección a través de actos de habla performáticos (si asumimos este último término como adjetivo).
Al seguir esta sucesión de significados, es posible atribuir cualidades performáticas a los actos corporales y performatividad a los discursos. En el ámbito de los relatos de memoria, lo performático puede aportar en el plano de las memorias políticas traumáticas, en el camino que ha seguido desde la década de 1990 hasta hoy. La ritualidad de los actos públicos de recuerdo, la reiteración de acciones corporales individuales y colectivas y el agenciamiento político que se potencia a través de la apropiación y construcción de lugares de memoria (Sepúlveda, Sepúlveda, Piper y Troncoso, 2015); si se mantienen en constante renovación, pueden contribuir a una modificación de los discursos presentes en los relatos en lo público, en lo colectivo e incluso en lo personal de los sujetos. DianaTaylor (1997) con la idea del ADN de la performance, enfatiza en la importancia de los actos corporales y de simulación política dentro de los procesos de composición de relatos de memoria. Estos actos, transmiten una conciencia y profundizan en una posible genealogía del compromiso político o social, que trasciende el momento o el espacio en que se ejecutan.
Para el caso chileno, hacemos mención nuevamente al trabajo de las Yeguas del Apocalipsis, el que combina el componente de protesta política y denuncia, con el de la política contrasexual, es decir, introduce a la sexualidad y el cuerpo sexuado en la política. En los relatos de memoria en Chile, se ha obliterado en general la presencia de lo sexual y del género, cuando estas nociones rebasan los límites del binarismo de sexo género. Se ha llegado incluso a identificar la perspectiva de género con la visibilización de la mujer en los procesos históricos y políticos, en una visión simplista y acotada de las relaciones de género y de la dimensión sexual de la política en general.
Finalmente, es relevante señalar la importancia del abandono de las tesis represivas cuando nos disponemos al análisis de los relatos de memoria. En este sentido, más que referirnos al fenómeno del olvido o el silenciamiento, consideramos que en la actualidad debiésemos poner atención a la producción de discursos como dispositivos de saber-poder, en el sentido foucaultiano6. Esta producción involucra a los discursos y símbolos, con lo que se configura un determinado “saber” relativo a ese pasado, contribuyendo además a la producción de subjetividades y prácticas acordes a las tramas que propone. Este aspecto, patente, por ejemplo, en los relatos de las memorias oficiales o estatales, implica una posición de poder y una postura que se proyecta en lo político. Esto no quiere decir que la producción intencionada sea cualidad exclusiva de las memorias oficiales. En Chile, por ejemplo, la memoria activista de DD.HH., desde 1990 aproximadamente, construyó una trama de memoria sobre la base de la figura de la “víctima”, la que en un primer momento operó de manera estratégica dentro del proceso de judicialización, reparación y búsqueda de verdad y justicia que emprendió la institucionalidad del país, con la presión constante de los movimientos sociales vinculados a los crímenes de la dictadura y la implantación del neoliberalismo. Para este caso, el discurso operó visibilizando y posicionando la extrema vulnerabilidad de los grupos afectados, así como su temple para continuar en una lucha justa que, aunque nunca alcanzaría la reparación a la que aspiraba, se vinculaba estrechamente con el naciente discurso del “Nunca Más”, que apareció en lo público hacia principios de la década del 2000.
En ambos casos, las tramas de los relatos constituyeron versiones acerca del pasado que, con distintos ritmos y en diferentes espacios, se han posicionado en lo público.
Aranguren, Juan Pablo (2008). Las Inscripciones significantes en el cuerpo y la memoria. Reflexiones conceptuales y metodológicas sobre el testimonio, el cuerpo y la violencia política (Documento de trabajo no publicado).
Austin, John L. (1990). Cómo hacer cosas con las palabras. Palabras y acciones. Buenos Aires: Paidós.
Baeza, Manuel A. (2011). Memoria e imaginarios sociales. Imagonautas 1(1), 76-95. Obtenido en, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4780894
Barría, Mauricio (2014). Intermitencias. Ensayos sobre performance, teatro y visualidad. Santiago: Editorial Universitaria.
Butler, Judith (2003). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Buenos Aires: Paidós.
Butler, Judith (2007). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Barcelona: Paidós.
Castillo, Alejandra (2012). Entrevista. Observatorio Cultural, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Gobierno de Chile. Obtenido en, http://www.observatoriocultural.gob.cl/wp-content/uploads/2014/05/entrevista-alejandra-castillo.pdf
Castoriadis, Cornelius (1998). Los dominios del hombre. Las encrucijadas del laberinto. Barcelona: Gedisa.
Derrida, Jacques (1989). La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos.
Espinosa, Yuderkys. Gómez, Diana & Ochoa, Karina (Eds.) (2014). Tejiendo de otro modo: Feminismo, epistemología y apuestas descoloniales en Abya Yala. Popayán: Editorial de la Universidad del Cauca.
Forcinito, Ana (2004). Memorias y nomadías. Géneros y cuerpos en los márgenes del posfeminismo. Buenos Aires: Cuarto Propio.
Foucault, Michel (1992). Historia de la sexualidad, Vol. 3. Voluntad de saber. Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.
Hallbawchs, Maurice (1964/1995). La memoria colectiva. Barcelona: Siglo XXI.
Jelin, Elizabeth (2001). Los trabajos de la memoria. Barcelona: Siglo XXI.
Kirkwood, Julieta (1986). Ser Política en Chile. Las feministas y los partidos. Santiago de Chile: FLACSO.
Lacan, Jacques (1999). Escritos I. Barcelona: Siglo XXI.
Lugones, María. (2008). Colonialidad y género. Tabula Rasa, 9, 73-101. Obtenido en http://www.scielo.org.co/scielo.php?pid=S1794-24892008000200006&script=sci_abstract&tlng=es
Piper, Isabel (2002). Memoria colectiva y relaciones de género: ¿Prácticas de dominación o resistencia?. Realidad 85, 31-43. http://dx.doi.org/10.5377/realidad.v0i85.4057
Piper, Isabel (2005). Obstinaciones de la memoria. La dictadura militar chilena en las tramas del recuerdo. Tesis doctoral sin publicar, Universidad Autónoma de Barcelona.
Pollak, Michael (2006). Memoria, Olvido, Silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite. La Plata: Ediciones Al Margen.
Richard, Nelly (2010). Crítica de la memoria (1990-2010). Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.
Richard, Nelly & Moreiras, Alberto (Eds.) (2001). Pensar en la postdictadura. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
Romero, Carmen (2010). Indagando en la diversidad. Un análisis de la polémica del hiyab desde el feminismo interseccional. Revista de Estudios de Juventud 89, 15-38. Obtenido en, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3650996
Scott, Joan (2013). Un libro sobre paradojas, un libro paradojal: Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944. Buenos Aires: Siglo XXI.
Segato, Rita (2010). El Edipo Brasilero: La Doble Negación de Género y Raza. Disponible en: http://www.redfeminista-noviolenciaca.org/sites/default/files/documentos/Segato_edipo_brasileiro.pdf
Sepúlveda, Mauricio; Sepúlveda, Andrea; Piper, Isabel & Troncoso, Lelya (2015). Lugares de memoria y agenciamientos generacionales: Lugar, espacio y experiencia. Última Década 42, Proyecto Juventudes: 93-113. http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22362015000100005
Sutherland, Juan Pablo (2009). Nación Marica. Prácticas culturales y crítica activista. Santiago de Chile: Ripio ediciones.
Taylor, Diana (1997). “You Are Here”: The DNA of Performance, New York: Hemispheric Institute.
Taylor, Diana (2001). Hacia una definición de performance. Obtenido en: http://performancelogia.blogspot.com/2007/08/hacia-una-definicin-de-performance.html
Troncoso, Lelya & Piper, Isabel (2015). Género y memoria: articulaciones críticas y feministas. Athenea Digital, 15(1), 65-90. http://dx.doi.org/10.5565/rev/athenea.1231
Valdés Teresa (1988). Venid, benditas de mi Padre. Las Pobladoras, sus rutinas y sueños. Santiago de Chile: FLACSO.