El punto de partida preliminar de nuestro trabajo bien podría enunciarse a través de una doble e interrelacionada interrogante: ¿Qué pueden aportar los “imaginarios sociales” —en adelante IS— a una Sociología de la acción colectiva?, ¿cómo podrían acercarnos a una comprensión de aquello idéntico y comúnmente operativo en los movimientos sociales (en adelante MS)?
En lo sucesivo, en lo tocante a esta interrogante, hemos preferido emplear la calificación, más amplia, de MS en detrimento de la, más estrecha, de movimiento político, dado que sustancia una mayor concordancia con el propósito argumental de nuestro trabajo. Entendemos que la calificación de movimiento político lleva imperiosamente incluida la objetivación de un fin político, aunque pueda ocurrir que su caracterización como tal movimiento no se ciña stricto sensu a unos delineamientos en el cuadro de lo habitualmente concebido como lo político. Mientras que la calificación de MS no necesariamente. Así, la premisa —lógicamente cuestionable— de la cual partimos y que aquí prevalecerá consiste en concebir todo MS como una variante de movimiento inmersa y subsumida en los cánones de una lógica común regidora de la actuación del conjunto de los movimientos colectivos. Como luego se verá, esto no es, en modo alguno, aleccionador de una pretensión por minusvalorar o desprestigiar la objetivación del fin político acogido en ciertos MS. Más bien, se estaría instando a un reconocimiento de la insuficiencia de este fin para conectar con la sinergia de unas demandas emanadas íntimamente de lo social en caso de no estar éste provisto del amparo y del acompañamiento de la imbricación en una estructura formal de naturaleza microsocietal.
La respuesta a las interrogantes antes señaladas reclama una previa clarificación en torno a cómo, desde un enfoque sociológico, pudiera ser diferentemente concebida la acción colectiva. A este respecto, cuando menos desde la segunda mitad del siglo XIX, por no retrotraernos al pensamiento de la Grecia Clásica, el afán por desentrañar los invisibles códigos del comportamiento colectivo ha enfrentado a dos visiones decididamente divergentes. Por una parte, una de calado racionalista, según la cual sí existiría una lógica de fondo, aunque más o menos explícita, en el objeto sociológico denominado como acción colectiva. Paralelamente, la tarea asignada al desvelamiento de dicha lógica sería patrimonio de la idiosincrasia del saber científico. Un saber éste certeramente autentificado sobre la base de las credenciales de una racionalidad interna en virtud de la cual se nos confesaría la esencia de su objeto. Por otra parte, otra de calado, llamémosle así, “no-racional”, según la cual la acción colectiva sería algo en sí mismo reacio a una constricción bajo corsés categoriales lógico-racionales. Vana, pues, sería la pretensión de destapar una coherencia en lo social y, más aún, de embargarse por el espejismo de que pueda haber un tipo de saber, bendecido por un patrón epistemológico cercenado a un canon explicativo-causal, responsable de tal empresa.
Aquí, maticémoslo, utilizamos el término “no-racional” y no el de irracional con el ánimo de rebasar la dicotómica simplificación en donde a lo racional se le opondría lo irracional. Especialmente si aceptamos los parámetros en los que se mueve la definición canónica, en términos sociológicos, de acción racional como aquella «ocupada de hallar el mejor medio para fines dados» (Elster, 1989/1996, p. 33). Así visto, un MS descansa en una oculta dinámica socio-antropológica que, no por la resistencia ofrecida a su constricción en unos cánones racionales, deja por ello de albergar su propia racionalidad.
La perspectiva incoada por los IS, sin el ánimo de impugnar o desdecir la primera visión, pondrá su acento en la segunda, entroncando en este aspecto con las reconsideraciones de la sustancia del lazo colectivo de índole bien sea moral o racional, como es la paradigmáticamente propugnada en fechas relativamente recientes por Ernesto Laclau (2005). En este empeño, Laclau (2005, pp. 10-11) pretenderá sobrepasar una serie de estériles dicotomías categoriales arraigadas firmemente en el pensamiento social y político descendiente de la modernidad, tales como las articuladas sobre los ejes: Individuo/Colectividad, Racionalidad/Irracionalidad o Normalidad/Anormalidad. De ahí que, al igual que nosotros, esquive el empleo del término irracional como catalogación para un elemento afectivo, entrevisto como un “exceso inasimilable”, inherentemente constitutivo en la misma cimentación de lo social. Por eso, su “razón populista”, a contracorriente de una visión de lo colectivo equivalente a una “comunidad racional”, estimará significativamente el elemento “no-racional” que fuera encumbrado, como luego veremos con mayor detalle, en el legado transmitido por la Psicología de las masas y, sin embargo, marginado desde las concepciones de cuño racionalista. E igualmente, por aquello mismo, entenderá que la desestimación en el trato concedido al populismo será un reflejo indicativo de las serias limitaciones en el abordaje de la cuestión de cómo los agentes sociales “totalizarían” el horizonte de su experiencia política (Laclau, 2005, p. 16).
El acento puesto por la perspectiva antes mencionada no obedece a una búsqueda de afiliación en torno a una u otra de las dos visiones presentadas, sino que, más bien, estaría comprometiéndose con la evidencia de ciertos flecos pendientes de resolución en la primera. Si bien la toma en consideración de la preeminencia sociológica de los IS no se apropia de la tan ambiciosa intención de subsanarlos sí que, empero, podría actuar como un complemento resolutivo para sus insuficiencias; y, de paso, alumbrar una nueva mirada para encarar el estudio de la gestación, el dinamismo y la cristalización de los MS. Por lo demás, como luego veremos con mayor detenimiento, esta toma en consideración de los IS se ensamblará perfectamente con la apropiación de ese inexcusable componente “no-racional” albergado en toda “lógica” colectiva. Con frecuencia a lo largo de nuestra exposición añadimos intencionadamente el entrecomillado al término “lógica”. Ello no obedece a ningún gesto de arbitrariedad, como tampoco al propósito de provocar un contrasentido. Debiera ser interpretado como un énfasis por remarcar que la connotación aquí atribuida al término acoge “un algo” esencial “no-racional” y, empero, ajeno o incluso contrapuesto a los cánones usuales de la racionabilidad caracterizadora de la Lógica, cuando menos a los inaugurados con la silogística aristotélica. Sin duda el escudriñamiento de esta “lógica” podría quedar a merced de las prerrogativas de la Psicología Social. Empero, ocurre que, salvo honrosas excepciones —entre las que cabe subrayar cierta tradición francesa, liderada por Serge Moscovici (1981/1985), que sí se habría mostrado especialmente sensible a la relevancia de este elemento “no racional” apegado a la dinámica colectiva—, en ella han imperado en las últimas décadas, bajo el influjo de una hegemónica herencia anglosajona, modelos de corte teórico racionalista inhabilitados de partida para tal cometido.
A este respecto, continúa siendo útil la proposición teórica elaborada por Vilfredo Pareto (1916/1919, pp. 785-821) a inicios del siglo pasado. En ella se preludiaba la desvirtuación de una fingida racionalidad de la acción colectiva, instándosenos al relieve de un decisivo componente “no-racional” encubierto en toda acción humana y, lógicamente, social. A juicio de Pareto, el problema gnoseológico esencial que debiera encarar la edificación de una rigurosa Teoría Social estribaría en que, al acometer una indagación en torno al por qué y al cómo de la acción social, toparíamos, irremisiblemente, con una especial combinación de elementos que se deslizarían entre los intersticios de una programática “lógico-experimental” —la que habría proporcionado unos indudables éxitos en el dominio de las ciencias usualmente encasilladas como “duras”— obstaculizadora de dicha indagación. Para él, todo ideario ideológico estaría subrepticiamente contagiado por el espíritu de un ilusorio, aunque velado, autoengaño colectivo. Siguiendo una estela nietzscheana, tras el disfraz de toda pseudológica racionalización intelectual, subyacería una carga pulsional. De esta guisa, hará célebre su distinción conceptual entre “residuos” y “derivaciones”. Por medio de una retórica de marca decimonónica, sostendrá que los “residuos” son el fundamento causal “primario” y “no-lógico” de la acción colectiva. A posteriori, las “derivaciones” serían su disfrazada sublimación “secundaria” como racionalizado discurso. Los “residuos”, que son los que auténticamente gobiernan la mecánica de las acciones humanas, responderían a soterradas motivaciones de índole sentimental, afectiva y emotiva; además de caracterizarse por el mantenimiento de una repetitiva invariabilidad histórica y cultural. Por su parte, las “derivaciones” enmascararían los “residuos” bajo una aprehensión de principios intelectuales aunados en un fingido corpus doctrinal, bien sea religioso, moral o político, presentándose mediante innumerables modulaciones. En consecuencia, la raíz profundamente subjetiva de toda acción colectiva acabaría mutándose y siendo significativamente interiorizada como una elaboración discursiva revestida y auto-justificada en base a un cimiento objetivo, amén de encajada en una sistemática doctrinal. Así, Pareto se obstinará en la confección de una compleja taxonomía fruto de un combinado entrelazamiento en la aplicación de sus dos emblemáticos conceptos. Para lo específicamente tocante a nuestro interés, él afirmará que, en la precisa coyuntura en la que la “derivación” pierda su imbricación natural con un persistente “residuo”, adolecerá, de inmediato, de vitalidad para entrar en una sinergia con las aspiraciones colectivas.
Nuestro autor ilustrará sus tesis con una extensa gama de ejemplificaciones históricas. Sirvámonos de una de ellas. Para aclarar la significación social de las “derivaciones”, una bien aleccionadora, es el singular maridaje “no-racional” contraído por la feligresía cristiana con el mensaje bíblico.
A partir del siglo XVIII se ha combatido la Biblia con una formidable artillería de ciencia, erudición y crítica histórica. Se ha demostrado, de manera totalmente evidente, que un gran número de pasajes de este libro no pueden ser tomados en un sentido literal. La unidad del libro ha sido destruida, y en el lugar del magnífico edificio que tanto se ha admirado no quedan más que materiales informes. Y bien, no se ve disminuir ni la admiración ni el número de creyentes. Estos se cuentan todavía por millones, y hay gentes que, aún criticando la parte histórica de la Biblia, caen de rodillas ante el libro y lo adoran. Las derivaciones cambian, los residuos subsisten. En nuestros días, unas bravas gentes se han imaginado poder destruir el cristianismo, tratando de demostrar que Cristo no posee realidad histórica: ellos han dado un bello golpe de espada en el agua. No perciben que sus elucubraciones no salen de un círculo muy estrecho de intelectuales, y que ellos mismos no llegan a la gente, a un gran número de creyentes. En general, no convences más que a aquellos que están ya convencidos. (Pareto, 1916/1919, pp. 819-820)
Si se pudiese esquivar la aversión política que, sin duda, suscita la versión de la acción colectiva paretiana, junto a los principios epistemológicos de los que su examen parte, hallaríamos encerrada en ella una notable fuente de fertilidad sociológica. En su visión de lo social, se transparenta un sustrato “no-racional” con un anclaje socio-antropológico, perseverante a lo largo de las fluctuaciones históricas y que hallará su transmutada traducción en una diversidad de expresiones societales. Es más, de esta visión se destila qué poca fiabilidad albergarían unos hipotéticos análisis de la realidad cautivos en una subestimación o en un silenciamiento de este sustrato. En este sentido, la irreverencia contenida en la propuesta de Pareto puede servir al menos como contrapunto, ciertamente si cabe transitorio, frente a un desmedido énfasis en una explicación en clave racionalista de la acción colectiva. Y en este aspecto, como abordaremos en un más detenido examen, puede entroncar, sirviéndole además de subsuelo, con la perspectiva sociológica en torno a los MS alentada a partir de los IS.
Dada la amplitud de la producción en torno a la temática centraremos nuestra atención en aquellos modelos teóricos canónicos con una mayor especificidad, relevancia o resonancia sociológica, eludiendo otros con una impronta descansada sobre premisas ligadas a la Economía, la Politología y la Psicología Social. Con todo, en el marco de nuestras fronteras, la aportación más clarificadora a un desglose de estos modelos es, sin duda, la llevada a cabo por Enrique Laraña (1996), abrazando el enfoque fenomenológico y el interaccionista simbólico. Comencemos diciendo que, prácticamente desde sus orígenes, la Teoría Sociológica ha encarado el problema de a qué obedece que se desate y cómo se articula socialmente un dinamismo según el cual de la interacción de un heterogéneo elenco de individuos logre conformarse una agregada entidad colectiva del cariz que fuese y en unas determinadas coordenadas situacionales. Como tal dinamismo éste ha dado pruebas más que hipotéticas de una recurrencia histórica que lo dota de un estatuto universal más allá, aunque nunca al margen, del singular contenido religioso, moral o político objetivado en cada MS particular. Se trata de un proceso socio-antropológico en el que se insinúa la persistente presencia de un “algo común”, de una estructura formal, inherente a todo MS. Los teóricos de la sociedad y de los MS han ofertado un crisol de opciones explicativas de distinto orden acerca del problema señalado; que no es otro que el enigma, anteriormente indicado, de la génesis, el desarrollo y la cristalización de un MS. Con la alusión a esta estructura formal estamos desvelando una de las fuentes intelectuales inspiradora de nuestro trabajo, a saber: la original atribución dada a la noción de “forma” en la retórica sociológica simmeliana. Conviene evocar que Georg Simmel (1908/1999, pp. 43-46), (1917/2002, pp. 36-37, 78-79) la entendía como un “a priori socializador” con una invariante función societal, emanado de las “acciones recíprocas” entretejidas entre los miembros de un determinado grupo (Carretero, 2005). Por nuestra parte, guiados por el afán de un mayor afinamiento conceptual, aquí utilizaremos la noción de socialidad. Por lo demás, nuestro empleo del término “forma” se atendrá al simmeliano y no a una connotación sociológica muy al uso sinónima de “formal”.
Una emblemática opción teórica a la hora de encarar el problema del dinamismo societal será la propuesta forjada, a mediados del siglo XIX, desde el marxismo clásico, marcada por un sello de corte economicista. La clase social será adoptada como el referente analítico y paradigmático del funcionamiento de una agregación colectiva. El vínculo contraído entre sus integrantes estaría condicionado por la coparticipación en unos intereses comunes opuestos objetivamente a los de un tercero e inscritos en unas mismas “condiciones materiales de existencia”. Su sostén será, lejos de una unión basada en una relación entre individuos como tales individuos, la establecida entre ellos en tanto miembros de una idéntica clase (Marx y Engels, 1848/1974, pp. 82-90). Al menos, pensaban Karl Marx y Friedrich Engels, mientras el proletariado, como grupo encargado de edificar un tipo de sociedad liberado de una confrontación entre clases, no consiga adueñarse del control de los medios de producción, permitiendo equiparar su interés de clase con el interés general de la sociedad.
Se les podría objetar, de la mano de Cornelius Castoriadis, que unos intereses están siempre ajustados a unas necesidades a las que buscan dar respuesta. Y ambos, conjuntamente con unas “condiciones materiales de existencia”, presuponen ipso facto un “IS instituido”. Su génesis, señalando una limitación en la ontología heredada del legado de Marx y Engels, no se reduciría exclusivamente a motivaciones de índole económico.
Cuando se afirma, en el caso de la institución, que lo imaginario no juega en ella un papel sino porque hay problemas «reales» que los hombres no llegan a resolver, se olvida, pues, por un lado, que los hombres no llegan precisamente a resolver estos problemas reales, en la medida en que lo consiguen, sino porque son capaces de imaginario; y, por otra parte, que estos problemas reales no pueden ser problemas, no se constituyen como aquellos problemas que tal época o tal sociedad se da como tarea resolver, más que en función de un imaginario central de la época o de la sociedad consideradas. (Castoriadis, 1975/2013, p. 175)
Es más, se diría que en la entidad misma de una clase social es requisito sine qua non una “imagen del mundo” y una “imagen de sí misma” en el mundo que son dependientes de un particular IS. Por eso, siguiendo el hilo discursivo del pensador griego, la defensa de los intereses de clase por medio de una tentativa de resolución de los problemas “reales”, los que atañen a una desfavorecida posición económica en el organigrama de las relaciones de producción capitalistas, pasaría por la mediación del IS y se ventilaría en su interior.
Imagen del mundo e imagen de sí mismo están siempre con toda evidencia vinculadas. Pero su unidad viene dada a su vez por la definición que brinda cada sociedad de sus necesidades, tal como se inscribe en la actividad, el hacer social efectivo. La imagen de sí que se da la sociedad comporta como momento esencial la elección de los objetos, actos, etc., en los que se encarna lo que para ella tiene sentido y valor. La sociedad se define como aquello cuya existencia (la existencia «valorada», la existencia «digna de ser vivida») puede ponerse en cuestión por la ausencia o la penuria de semejantes cosas y, correlativamente, como la actividad que apunta a hacer existir estas cosas en cantidad suficiente y según las modalidades adecuadas (cosas que pueden ser, en ciertos casos, perfectamente inmateriales, por ejemplo la «santidad»). (Castoriadis, 1975/2013, p. 195)
En los años veinte del siglo pasado, Georg Lukács (1923/1975, pp. 49-64) aceptó el reto de subsanar las estrecheces economicistas instaladas en la tradición marxista, teniendo como punto de mira una reinterpretación de la dinámica identitaria en la que participaría la clase proletaria. El pensamiento de Lukács significa un punto de inflexión filosófico-sociológico en la teoría marxista clásica de la sociedad. Aquí se esgrime y enfatiza que el enfrentamiento de base económica se habría desplazado al campo ideológico, dirimiéndose ahora en el ámbito de la “consciencia”. Por ello, utilizando el arsenal de la dialéctica hegeliana, introducirá la noción de “consciencia de clase”, de signo precisamente nada materialista ni economicista, como pieza decisiva en la convergencia y en la vertebración de una clase. “Consciencia de clase” que, en su rango dialéctico de verdad y no de “falsa consciencia”, señalaría una “captación racional en referencia a la sociedad como un todo”. Piénsese que, en cuanto factor esencialmente constitutivo de una determinada clase, resultará, además, determinante en un autorreconocimiento identitario facilitador de una praxis histórica de clase. De ahí que, a efectos prácticos, los intereses comunes entre los miembros de una clase lograrán ser vehiculados y finalmente cristalizados en la medida en que gocen del respaldo de una “consciencia de clase”.
Involucrado en el escenario histórico de Lukács, Antonio Gramsci (1924/2004, p. 10), separándose de las atribuciones conferidas a la vanguardia intelectual en el leninismo, reasignará a la figura del “intelectual orgánico” la responsabilidad de dotar a la clase proletaria de “homogeneidad y conciencia de su propia función”. En su proyecto de “Filosofía de la praxis”, esta figura, al servicio del “Partido” —del “Moderno Príncipe”—, tendrá encomendada una tarea básicamente pedagógica: una “reforma intelectual y moral” del proletariado encaminada a convertirlo en una clase ideológicamente “hegemónica”. Era, en última instancia, una oferta de solución al controvertido problema de cómo inocular en la clase proletaria una “consciencia” en la que se traducirían su posición e interés en el marco de las relaciones de producción. Pero también era, rebasando las estrecheces de un economicismo implantado en la ortodoxia marxista, una reivindicación de la importante funcionalidad de lo cultural en el seno de la dialéctica de clases.
A finales de los años sesenta del siglo pasado irrumpirá en el espectro académico de la sociología la definición de Sociedad Postindustrial. Se trataba de un calificativo teórico con el que redefinir un emergente modelo social irreconocible en la fisonomía del industrialismo, encabalgado sobre la tecnocracia y donde el antagonismo de clases parecía haberse anestesiado. Alain Touraine (1973, 1978) afrontó la tarea de repensar el significado de las nuevas luchas colectivas en este decorado. Lo hizo blandiendo fidelidad a una concepción de la sociedad en donde el conflicto ocupa el epicentro de su nudo argumental. No obstante, un conflicto visto ahora como manifiestamente irreducible a una dialéctica de clases al modo descrito por el marxismo clásico e inadmisible de acuerdo a una centralidad exclusiva de la clase obrera como Sujeto histórico. Así, en la Sociedad Postindustrial el conflicto no sería, según él, patrimonio del movimiento obrero, sino que se extendería por otras localizaciones y se transformaría en algo más heterogéneo, acogiendo a una múltiple gama de actores sociales. De esta guisa, con su proposición de MS, Touraine busca reciclar cierta parte del andamiaje conceptual marxista para reacomodarlo a un innovador escenario. Sustituirá las atribuciones concedidas anteriormente al movimiento obrero por las de los MS. Subrayemos la designación del vocablo “social” con una carga semántica ensanchada, excediendo una delimitada circunscripción contentada al dominio de lo económico y de lo político. En concordancia, en este punto, con la tesis ampliamente desarrollada por Jürgen Habermas (1981/1987, pp. 554-562) a inicios de los años ochenta del pasado siglo. De acuerdo a la cual los nuevos conflictos se desencadenarían no en torno a problemas de distribución, sino en torno a cuestiones relativas a la “gramática de las formas de la vida”, como signos de resistencia ante una creciente tendencia a una racionalizada colonización del “del mundo de la vida” por los ”subsistemas” administrativo y económico, y ubicándose en los puntos de sutura entre ambas esferas. O, asimismo, con la de Claus Offe (1988/1992, pp. 67-73), para quién los MS se decantarían por resolver las lagunas dejadas por el vacío funcional de los partidos políticos tradicionales. Con la diferencia de que su programática no estaría incentivada por una adquisición de ventajas posicionales en el terreno económico o en el de la representación política mediatizada por una confrontación entre partidos. Y sí por la defensa de una singular identidad colectiva, impulsada por la protección de la autonomía de una esfera de la vida, la más fundamental, de los envites del mercado y el Estado.
En rigor, la concordancia en este preciso punto de estos tres autores los distanciaría de otras formulaciones teóricas vigentes de impronta neomarxista en donde el móvil principal inspirador de los MS residiría en una naturaleza y perseguiría una intencionalidad de tipo político, subordinado a una transformación de las bases estructurales de un capitalismo postfordista y a una radicalización de la democracia. Aquí son imprescindibles las aportaciones de Michael Hardt y Toni Negri (2004/2004) y de Paolo Virno (2001/2003). En efecto, ambas, apoyándose en una original lectura política del spinozismo y ansiando reconvertir el leitmotiv del papel antaño asignado al movimiento proletario, exaltan una referencia a la categoría de “multitud” como catalizadora de un MS, aunque atravesada por una consideración de la movilización colectiva, así como un tipo de encauzamiento de ella fijados estrechamente a lo político. Otra apuesta teórica reciente en donde también se recarga un unilateral acento de reivindicación política impreso en la dinámica organizativa de los MS es la de Charles Tilly y Lesley J. Wood (2009/2010).
Pues bien, para Touraine estos nuevos actores sociales, como en otra hora lo hiciera el movimiento obrero, pugnarían, en oposición frente a otros actores, por adueñarse de la “orientación de sentido práctico” de lo social, por el control de un horizonte de posibilidades a consumar. Empeño que incumbiría, en exclusividad, a su protagonismo histórico. Ellos batallan, en su retórica discursiva, por la “historicidad”, por el poder de “autoproducción de la sociedad”, en virtud de un proyecto por materializar sus expectativas. De acuerdo a lo cual, un MS vendría dado por «una acción conflictual de agentes de clases sociales que luchan por el control del sistema de acción histórico» (Touraine, 1973, p. 347). Pese a su posterior sofisticación y complejización, el modelo teórico de Touraine, sostenido sobre una triangulada integración de principios de Identidad, Oposición y Totalidad, se esforzó por incorporar una dimensión cultural. Y esta dimensión, determinante en un MS, será la explorada con una mayor profundidad por uno de los continuadores de su pensamiento sociológico, Alberto Melucci. Concretamente, Melucci (1989) revalorizará el consustancial nexo dado entre MS e Identidad —evidentemente con una carga simbólico-cultural— en donde éste hallaría un asidero. Los MS serían escenarios de construcción y expresión de identidades por parte de unos actores que van tejiendo una orientación de sentido a sus acciones a partir y como resultado de sus interacciones. A través de estas identidades se redefinirían los límites de los marcos de significado, así como los códigos operativos, establecidos desde el orden de lo político. Los MS delatarían una problemática en el nudo central de las relaciones sociales, siendo su móvil la preservación de una autonomía personal, e instaurando para ello una recodificación de la estructura simbólica dominante. En este cometido, para Melucci el sentimiento de pertenencia, la interrelación e implicación —tanto afectiva como emocional— en el interior del microcosmos de un MS resultará determinante. Y no es ocioso recordar que esta dimensión cultural había sido orillada, o incluso neutralizada, en el marxismo más economicista en su intento por dar cuenta de la idiosincrasia de los MS de raíces contestatarias. En suma, Alain Touraine ha buscado reorganizar el viejo legado teórico de la lucha de clases marxista, con la pretensión de asentar unos pilares bien articulados y organizados a las variadas demandas de rechazo a la modalidad de capitalismo postindustrial.
Un modelo teórico bien distanciado, cuando no realmente antitético en relación al de raigambre marxista, será el Estructural-Funcionalista. Modelo entramado en el concierto académico estadounidense de los años cincuenta del pasado siglo bajo la égida de la sistematización teórica de Talcott Parsons (1951/1984, pp. 274-280). Dejamos aquí premeditadamente a un lado la versión renovada y actualmente más sofisticada del Estructural-Funcionalismo: la codificación teórica avalada por la Teoría de Sistemas, ampliamente desplegada a partir de los años sesenta del siglo XX por Niklas Luhmann (1984/2007). El motivo puntual es su alejamiento del hilo conductor sobre el que se articula nuestro trabajo. Dado que, en las coordenadas de su marco sistémico, la operatividad de cualquier MS parece impensable que pudiera divorciarse de una restringida conceptualización como fórmula organizacional. En rigor, la proposición de Parsons, presidida por una lógica encomendada al equilibrio social dentro de unos límites del modus operandi del “Sistema”, estará declaradamente gobernada por las categorías metodológicas de “conformidad” y de “desviación”. De manera que, bajo un sello institucionalista, aquellos MS conflictivamente disruptivos lo son debido al hecho de poner bajo sospecha, desafiar e independizarse, en relación a unos patrones normativos comunes que codirigen las acciones socialmente compartidas y garantizan una integración colectiva. Serían unas orientaciones comunes de la acción desviadas de una conformidad con los valores institucionalizados. Su energía radicaría en gozar del apoyo de una legitimación recíproca instada a partir de la interacción dentro de los márgenes de una subcultura alternativa, en donde se verá reforzada una aunada motivación canalizada precisamente hacia la desviación. De manera que un MS que lograse inocular una dosis de disenso en el cuerpo social perturbaría el “Sistema”, atentando contra un orden que, aun siendo sustancialmente inestable, todo “Sistema” reclama para su sobrevivencia. Finalmente, el disenso forzará al “Sistema” a un reajuste interno cuyo móvil será su autorregulación con unos fines adaptativos.
Con Robert K. Merton (1949/1992, pp. 240-274) se atempera la rigidez funcional del modelo institucionalista de Parsons, concediéndole un lugar a la contradicción sistémica y la necesidad de un conflicto en aras de su resolución. La génesis de la conducta divergente no obedecerá, sin más, a una disfunción funcional. En la tipología derivada de las diferenciadas modalidades de adaptación en conformidad con la interiorización de las “metas valorativas” y “normas institucionalizadas” alentadas por un modelo social, se le concederá una relativa justificación a la “anomia”, liberándola de una unidireccional connotación peyorativa ceñida a un sesgado corsé de raigambre durkheimiana. De ella podría surgir, circunstancialmente, una potencial fuente de inflexión histórica encauzada a través de movimientos instigados por la “rebelión”, al poner en evidencia las contradicciones realmente existentes entre las “metas” socialmente definidas y las “normas institucionales”. Un MS impulsado por la “anomia”, a diferencia de los restantes delineamientos tipológicos adaptativos, podría originar innovación en la Estructura social, nutriéndose de los déficits internos generados en el Sistema social.
Piénsese que la premisa de un aproblematizado mantenimiento del orden estará permanentemente incólume en los inconfundibles enfoques Estructural-Funcionalistas en torno a los MS. Neil J. Smelser (1962/1996), si bien sofisticando el modelo de Parsons, se mantendrá fiel a una consideración del funcionamiento del Sistema social sobre la base de una autorregulación interna retroalimentada por aquellas tendencias de disenso que testimonian sus desajustes o disfunciones estructurales y que, como contrapartida a ellos, ofertan una tentativa de solución. El cambio exigido por una lesión en un ámbito del Sistema es metabolizado, consistiendo a priori su destino final en ponerse al servicio de un reequilibrio encaminado a una reproducción del orden. Los MS no institucionalizados brotarían del anhelo por resolver una manifiesta situación de tensión interna en el seno de la Estructura social. Ellos perseguirían una reconfiguración de la acción social que, orientada hacia normas, valores y procesos socializadores garantes de una adaptación a lo social, es alentada desde el vértice de las instituciones. Y lo harán en una coyuntura en donde los “medios institucionalizados” sean percibidos como ineficaces para entrar en una adecuación y dar una respuesta de facto a las expectativas ocasionadas en ciertos grupos a consecuencia de drásticas modificaciones en el perfil de la Estructura social. Los MS encuentran un necesario punto de apoyo en un previo paso de adscripción a una generalizada creencia. En función de la fisonomía de ésta, sus miembros se fijarán a unas determinadas normas o valores, dando como ineluctable resultado la precipitación de una tipología organizativa de MS diferente. De cualquier modo, el Sistema social se readaptará, y con ello se renovará, por medio de una absorción de sus demandas.
En los años sesenta irrumpe con fuerza en el escenario sociológico, primero en el estadounidense y poco después en el europeo, una exitosa importación de códigos teóricos procedentes del campo de la Economía. Desde esta óptica, la acción social pasará a ser prioritariamente examinada a partir de la noción de “interés”, primariamente individual e indirectamente colectivo. El corpus doctrinal deducido de esta óptica será catalogado como las Teorías de la elección racional. En su contexto, se parte del axioma según el cual una acción social será contemplada como racional si, como resultado de ella, busca satisfacerse una maximización de beneficios. Su óptica se obstinará en partir de un individualismo metodológico, para desde ahí trasladarlo como patrón gnoseológico a una explicación de la práctica colectiva. El mayor escollo con el que topó, y con el que se enfrascó en arduas controversias, es cómo se alcanza un concierto de intereses individuales entre actores que, o bien por una voluntaria decisión o bien por un imperativo circunstancial, hubieran decidido agruparse. Y hacerlo justamente con el objeto estratégico de hacer valer en común y de la manera más beneficiosa estos intereses individuales.
En este cometido, James S. Coleman (1990) se esforzó en la tarea de proporcionar una sistemática formalización en la que se acogerían las entrecruzadas preferencias opcionales adoptadas por los individuos en la toma de decisiones disponibles. En la teorización de la elección racional, el problema de cómo pudiera ser pensada la cooperación entre los miembros de un grupo, de cómo conciliar adecuadamente los intereses individuales y los comunes, pasó a situarse, entonces, en un primer plano. La Teoría de juegos como marco analítico, junto a la ejemplificación del conocido “dilema del prisionero” como recurso didáctico, servirán de base para la elucidación de la racionalidad explícita en las estrategias de cooperación guiadas por intereses negociados, añadiéndosele luego una versión más sofisticada en donde se admitirá un racional instrumentalismo de las normas morales socialmente pautadas (Elster, 1989/1996, pp. 115-124).
Para lo que nos concierne, un MS será explicado en virtud de la coincidencia en un interés común entre una gama de actores sociales. Bajo el beneplácito de que este interés será la fórmula más eficaz para hacer valer varios intereses individuales conjuntamente asociados. Esta lógica cooperativa estará regida por un equilibrado cálculo racional de preferencias entre los costes y los beneficios por ella reportados. Mancur Olson (1965/1992, pp. 15-75; 1982/1986, pp. 35-55) entenderá que, debido a insalvables obstáculos de una índole ligada a una estratégica defensa de sus intereses, los individuos no dirigirán espontáneamente su comportamiento en favor de una comunión en unos intereses cooperativos. Si realmente lo hacen es porque se ven sometidos a presiones grupales en esa dirección. Para él, la coparticipación en un interés común potencialmente promotora de un MS sólo podría ser realmente plasmada a través de la utilización externa de “incentivos”, tanto “positivos” como “negativos”. Sin ella, la cooperación sería viable, exclusivamente, en grupos con un escaso número de integrantes. A medida que aumenta la extensión del grupo, la negociación en torno a intereses comunes se complejiza, necesitando invocar a “incentivo” para su mantenimiento. En su totalidad, las distintas variantes de la Teoría de la elección racional aceptarán, a modo de denominador común que les sirve de presupuesto, una visión decididamente —y estrechamente— racionalista de la acción colectiva.
Por último, una invitación teórica a los MS bien distinta de las anteriores es la suscitada a partir de un análisis psico-antropológico del fenómeno de “las masas”. En contraste con las propuestas anteriores, tendrá la osadía de poner de relieve la preeminencia de un componente “no-racional” en el dinamismo interno de todo MS. Con razón se le ha reprochado a Gustave Le Bon que su lenguaje, enmarcado en la primera parte del siglo XX, descubra el recelo con que los grupos hegemónicos, más específicamente las clases burguesas, observaban con preocupación el inicio de la participación de las clases populares en la vida pública. En este diagnóstico conviene tener presente que la coyuntura histórica, la marcada por la aparición de una febril frivolidad de las masas en la escenografía de la época, dividirá taxativamente el juicio del mundo intelectual. En España, por ejemplo, el pensamiento de José Ortega y Gasset, mutatis mutandis, se verá alcanzado por el calificativo de “aristocratismo elitista”, obviando que para que un tal juicio hiciese auténticamente justicia a su perspectiva necesitaría ser refrendado por el cultivo de una equivalencia entre “masa” y “clase” en tanto sinónima de la polaridad entre “minorías” y “muchedumbres”. Cuestión, dicho sea de paso, ciertamente improbable de una rigurosa autorización a tenor de una lectura atenta de su posicionamiento, tal como podría ratificarse en Ortega y Gasset (1929/1983, pp. 39-44). Y la extrapolación de un análogo juicio a las motivaciones impulsoras de la obra de Jean Gabriel Tarde merecería, como en el caso de la del anterior, un examen más detenido y, quizá, menos sobrecargado de prejuicios. No obstante, el dictamen calificador de conservadurismo sí resultará oportuno para el caso de Le Bon. Con todo, el planteamiento de este último (Le Bon, 1895/2000, pp. 27-34), a contracorriente de las sistematizaciones teóricas anteriormente abordadas, poseerá la virtud de mostrar las insuficiencias a la hora de pensar los MS desde unos estrechos parámetros racionalistas. Su esfuerzo intelectual se consagrará a dar valor a un decisivo elemento “no-racional” inequívocamente entrevisto con la aparición de la unidad de un “alma colectiva”, abocada en una idéntica dirección y, a la postre, encarnada como MS. En la constitución de esta química empática se daría pie a la oleada de una arrastrante turba en la que se envolverían e imantarían los miembros de un grupo, desdibujándose los rasgos singulares de cada uno de ellos. A tal efecto, la circulación de una contagiosa sugestión granjeará la intensificación de un lazo emocional y afectivo favorecedor de la forja de un transitorio, aunque fuerte, sentimiento grupal. En verdad, la visualización de las masas en su objetivación como desorbitado tumulto testimonia la debilidad, por su inhibición, de la razón cuando ansía erigirse en auténtica guía de la acción colectiva.
Y así, en la línea de valoración de este elemento “no-racional”, Sigmund Freud (1921/1986, pp. 31-37) da un paso más incisivo que Le Bon. Apoyándose en él, hipotetiza que el nexo vinculante en un “alma colectiva” responde a una comunión libidinal, al trabajo ligamentoso de un Eros difundido afectivamente entre los miembros de un grupo. Se trata de una fuerza atractiva, adherente, desencadenada por un ligamen genuinamente “amoroso” entre aquellos con los que se siente un tipo de hermandad en la proximidad. Hermandad que agrega horizontalmente a un elenco de individuos entrelazados por un igual “amor” profesado, verticalmente, por un “Padre simbólico” sobre cada uno de ellos. Un “amor” recíprocamente correspondido por todos hacia la figura de este “Padre”. De este mutuo y generalizado intercambio “amoroso” entre el “Padre” y sus acólitos “Hijos” se urdirá un nudo fraternal en donde ellos acabarán entrelazándose, con la consiguiente forja de un sólido lazo de unión grupal. En esto radicará, en síntesis, su tesis explicativa de la ligazón trabada entre los integrantes de una agregación colectiva, bien sea visto como “masa espontánea” —al estilo de la retratada por Le Bon— o como “masa altamente organizada” (ejemplificada en el Ejército, la Iglesia u otras variantes similares). Sólo la desaparición o el descrédito de la figura simbólica del “Padre” podrían fracturar dicho vínculo, precipitando una situación de “pánico” y dando pie a una peligrosa inclinación disgregadora (Dupuy, 1991/1999).
La revisión del desglose de las propuestas teóricas más relevantes que han concentrado su atención en un desvelamiento de la naturaleza y funcionalidad de los MS revela una serie de rasgos que, en gran medida, resultarán afines a todas ellas. Estos rasgos obstaculizaran un penetrante abordaje teórico-metodológico de los MS, al estar contaminando sus postulados de partida. Por medio de ellos se delata que, desde su origen, la ciencia sociológica, en la mayoría de sus heterogéneas versiones imperantes, no habría conseguido desasirse nunca del todo de la sobrevaloración de unas premisas economicistas que continuarían sobrevolando, de manera explícita o implícita, sobre ella. Si bien admitiendo que la aportación procedente de la Psicología de las masas presenta unos trazos claramente distintivos de las restantes, dado que ahí sí tendría cabida, como ya se ha dejado apuntado, un elemento “no-racional” en el núcleo de sus presupuestos. En su caso, sin embargo, el descubrimiento de la presencia de una dimensión “instituyente” en los MS no sobrepasará el rango de una mera intuición.
En síntesis, estos rasgos pueden ser condensados del siguiente modo:
a. Racionalismo: Se presume que el surgimiento, la materialización y el despliegue de un MS obedece a algún o algunos opacos motivos causales que, normalmente adoptando la variante de intereses, pueden ser descifrados con la ayuda de un utillaje categorial de índole lógico-racional. Un utillaje, empero, con limitaciones en su aplicabilidad a dominios como pudiera ser el de las creencias, por esencia “no-racionales”, y, por tanto, intrínsecamente refractarios a un encorsetamiento en dicho utillaje.
b. Institucionalismo: El análisis de los MS no consigue desprenderse de una referencia institucional, no logra substraerse al marco de actividad de unas instituciones que son adoptadas como punto de mira en donde los MS buscan reflejarse. Y esto no solamente en su vertiente “instituida”, es decir ya hecha, sino, también, en aquella “instituyente”, la que está haciéndose. Con esta última se tendrá una limitada condescendencia únicamente a cambio de que se preste a ser subsumida en un marco de juego y unas coordenadas explicativas diseñadas desde lo institucional.
c. Planificación ajustada a un marco organizacional: Se entienden solamente los MS de acuerdo a los códigos de una moldura organizativa, resultando inconcebible otra consideración indiferente a ellos. Así se realza una visión de los MS en tanto en cuanto entidades propiamente cercenadas y sujetas a una obligada ordenación burocrático-racional, orillando, en consecuencia, un valioso e inmanente componente, propiamente fluido, de desorden contenido en la esencia de todo MS.
En un rebasamiento de las propuestas antes desglosadas funge otra cuya originalidad se encontrará en poner énfasis sobre la dialéctica entre “lo instituyente” y “lo instituido” que atraviesa lo social. En ella, como luego veremos con mayor detalle, se subrayará el papel sociológicamente determinante concedido al IS. Nos consta, además, que el mejor antídoto conocido ante la flaqueza de los rasgos señalados sigue siendo un acercamiento a la comprensión de la coexistencia de lo social provisto del andamiaje teórico diseñado por Castoriadis, y más concretamente desde su noción de “magma”. A tenor de ella, la lógica de lo social no se dejaría encorsetar en el esquematismo de la Teoría de Conjuntos, se escaparía, ineluctablemente, de toda organización basada en un legein conjuntista (Castoriadis, 1975/2013, p. 234). Sin embargo, en las propuestas anteriores se habría pasado por alto tanto este aspecto como el significado de la dialéctica mencionada.
La sociología de los movimientos religiosos es un inigualable punto de partida sobre el que pudiera apoyarse una analítica de los MS. Un recorrido a través de ella muestra un doble estadio secuencial, repetitivo e inscrito por doquier en toda conformación religiosa (Bergson, 1932/1996, Desroche, 1973). Un primero en ebullición, delirante y estimulado por un élan creador. Un segundo adquiriendo una codificada reglamentación como doctrina y práctica institucionalizada. La intención por extrapolar la fenomenología de este doble estadio a cualquier modalidad de MS, traspasando la demarcación religiosa, halla una justificación en la reiterativa constancia en el devenir evolutivo inherente a todo MS; tal como, en otro contexto, ha sido sopesado como idea fuerza por Enrique Carretero (2008a).
En este punto, el examen del “carisma” consagrado por Max Weber (1922/1993, pp. 193-204) se torna singularmente paradigmático. Aquí se muestra cómo, en la declinación de parte de los MS, hay un revelador parangón a lo ocurrido en los movimientos propiamente religiosos. Weber muestra cómo, en una primera fase, se produce en los adeptos una fiel adhesión y seguimiento, una entrega entusiasta de rostro delirante, a la ola desatada por las directrices de un profético líder carismático. Es una fase necesariamente transitoria en la que la irracionalidad se adueña de ellos, embargados o poseídos por lo que crea y anuncia el líder con su profético halo magnético. En una fase consiguiente, el “carisma”, al verse obligado a medirse con la adaptación a una reglamentación administrativa y económica, desemboca en una fórmula “rutinizada”. Esta última fase es de encaje en las prerrogativas cotidianas, y evolutivamente conducente al destino de una racionalizada burocratización. Por otra parte, esta institucionalización, como la mutación de cualquier acontecimiento en ella, surge de una demanda de la vida social. Su razón de ser habría que encontrarla en un normalizado asidero para una “tipificación recíproca” en la orientación de sentido conjunto de la acción colectiva, sorteando la imaginable incertidumbre generada en una agregación societal abandonada a expensas de un permanente reinicio de ella (Berger y Luckmann, 1966/1986, pp. 76-77).
De lo que se induce el reconocimiento de que la primera fase de un MS sólo existe en una fisonomía in statu nascendi. Desde un prisma eminentemente sociológico, este aspecto ha sido escrupulosamente estudiado por el sociólogo italiano Francesco Alberoni a finales de los años setenta. Alberoni (1977/1984) ha distinguido entre dos formas sociales complementarias: “Estado naciente” e “Institución”.
La primera es vista como el estado propio de un MS contagiado por el arrebato en manos de un sentimiento de delirio generalizado. Sus participantes se ven embargados y arrastrados por la sensación provocada por un fascinador encuentro con un torrente extraordinario y mágico insuflador de una “poesía colectiva” a la vida cotidiana. Se sienten embrujados por la singular ucronía de sentirse protagonistas en una auténtica trascendencia de una monocorde cotidianidad. Bajo el hechizo de la ilusión contaminada por una adhesión a un advenido ideal, brota y circula un desmedido flujo de ímpetu creativo, emanado del estallido de un magnetizador “erotismo de grupo” sobre el que se fragua una variante sui géneris de enamoramiento colectivo (Alberoni, 1979/1994, p. 10). De hecho, Alberoni equiparará la deriva del paroxismo germinado en el “Estado naciente” en “Institución” a la del enamoramiento en su desenlace en matrimonio. El “Estado naciente” es una forma social forzosamente transitoria, pero poderosamente promotora de innovación.
La segunda es vista como una forma social consolidada, consiguientemente, del “Estado naciente”, y finalmente transformada en un institucionalizado proyecto histórico. Ella se correspondería con una situación desenlazada en donde los participantes en un “Estado naciente”, inevitablemente perdedores en el enfrentamiento con la utilidad reinante en el mundo social, son presa definitiva de una vuelta a la ordinariez cotidiana.
El destino evolutivo del “Estado naciente” en “Institución” es presentado como una ley universal, como un ciclo necesario, en todo MS. Según Alberoni, el estatuto de universalidad de esta ley, de espaldas a las diferencias de cada marco cultural o mismo de una concreta historicidad, certificaría su acreditación como estructura de un común funcionamiento en cualquier MS. En palabras del sociólogo italiano: «El movimiento queda así definido como un proceso histórico que se inicia en el Estado naciente y que termina con la reconstrucción del momento cotidiano-institucional» (Alberoni, 1977/1984, p. 56). La Cultura Oriental, en especial el Hinduismo y el Budismo, habrían exorcizado el “Estado naciente”, considerándolo un ficticio Edén sólo procurador, a la postre, de dolor. Así, eluden la fijación a un absoluto, religioso, político o el que fuese, vacunándose ante los estragos destilados del seguimiento a una insensata esperanza (Alberoni, 1979/1994, p. 163). No así la cultura occidental, cuya modulación, en un permanente propósito por reinstaurar una urgente renovación de lo social, se dejaría seducir y empujar por las expectativas abiertas por el “Estado naciente”.
Sin duda, la tesis propuesta por Alberoni encierra un potencial grado de riqueza para el estudio del dinamismo propio de los MS. El motivo es que en ella aparecerá esbozada la doble faceta pautada en la lógica de oposición y complementación que, establecida entre “lo instituyente” y “lo instituido”, rige, estructuralmente, los MS. En congruencia con las directrices de esta lógica, cabría distinguir en la ecuación de todo MS, por una parte, una condición “instituyente”, y, por otra parte, otra “instituida”. Es lícito designar un paralelismo entre la tensión relacional dada en ambas con el manejo de la dialéctica desorden/orden abrigada en lo social. El primero caracterizado por un estallido de la creación de formas socialmente innovadoras, entre las que debiera ser incluido el estado de ebullición de un MS. A éste se le ha dado un variado repertorio de denominaciones: “potencia instituyente” (Maffesoli, 1979/1982), “imaginario instituyente” (Castoriadis, 1975/2013), “anomia creadora” (Duvignaud, 1973/1990), “caos creador” (Bergua, 2016). El denominador común a todas es el poner de relieve que, en circunstancias coyunturales, se produce la activación de una alquimia societal impulsada por una incesante autocreación albergada en lo más profundo de la tectónica de lo social. El segundo por una transición de lo anterior a una traducción concluyentemente institucionalizada de MS. Que es lo mismo que decir devenida en una traducción socialmente codificada y, por tanto, ajustada a unos cánones reglados y normativos. En la terminología de Castoriadis (1975/2013), en un incuestionable “IS instituido” que, favoreciendo un autorreconocimiento identitario, propiciará la concretización de un MS con un sello comunitario que adquirirá una traducción institucionalizada (Anderson, 1983/2000).
El viejo legado de la sociología de los movimientos religiosos resulta paradigmático de cómo pudiera reescribirse la acción colectiva de los MS ateniéndose a una relevancia preasignada al dominio de la configuración cultural. Entre otras virtudes, reaviva la importancia de contar con el orden de “lo ideal” en el acontecer de lo social, así como rescata del olvido y reactualiza una lógica universalmente recurrente, aparentemente arcaica o en desuso y sistemáticamente depreciada a consecuencia de la consagración de la racionalidad moderna como unidimensional herramienta explicativa de lo real en un sentido general. Este legado supone un freno con el que topan las concepciones de la acción social marcadas por un signo excesivamente oscilado hacia el racionalismo, y que, en consecuencia, apuestan, como ya se ha señalado, por una lectura de los MS en la que prevalecerá la organización sobre la acción.
Pues bien, es sabido que el proceso de secularización puesto en marcha en Occidente logró fracturar el maridaje convenientemente anudado a lo largo de la historia entre lo político y lo religioso. Sin embargo, lo que en verdad no consiguió fue despojar a lo social de la operatividad de unas, ahora soterradas, claves socio-antropológicas de signo íntimamente apegado a lo religioso; las cuales habrían llegado a hallar un resguardo en el seno mismo de lo político, manifestándosenos en un acervo ritual, simbólico o mitológico, fehacientemente evidenciado en escenarios puntuales en donde éste reclama imperiosamente una exteriorización o transparenta su eco litúrgico en el marco de una congregación ceremonial. Se trata de “un algo” que no fue lo suficientemente apreciado por parte de las teorías contractualistas enarboladas en la modernidad, “un algo” que tanto precede como excede a un pacto social estrictamente gobernado por una supuesta racionalidad de los agentes en éste aparentemente comprometidos. Por otra parte, “un algo”, como se ha reiterado, “no-racional”, al cual sobremanera la sociología norteamericana de los MS, forjada sobre bases economicistas, ha sido muy poco o nada sensible. Que la meta o fin racional de un MS quede orillada es tan incoherente como que acabe siendo consagrada, convirtiéndose en su unívoca seña de identidad. Como ocurre, paradigmáticamente, con la Teoría de movilización de recursos (McCarthy y Zald, 1973; Tilly, 1978), en donde el “algo” mencionado no tiene, en modo alguno, cabida, puesto que la única posible consideración de la acción social es la ceñida a una lógica estratégica e instrumental que, guiada por hacer valer unos intereses combinadamente compartidos, solicitará la puesta en funcionamiento de una eficacia de recursos encaminada a la resolución de conflictos en pugna. Nuestra aportación, como se habrá advertido, rescatando el papel atribuido a ese “algo” “no-racional”, va en dirección contraria.
Con todo, para ser realmente útil sociológicamente, la analogía establecida entre los movimientos religiosos y los MS merece ser puntualizada. Fundamentalmente, porque, a sabiendas de lo expuesto, no es abiertamente equiparable la fisonomía de los movimientos religiosos anteriores a una secularizadora modernidad a la de los MS desplegados en un nomos en donde ya la razón, con mejor o peor tino, ha sido finalmente implantada. Esto último ejerce como un factor condicionante a tener decididamente en cuenta en la misma singularidad de un MS. Básicamente debido a la aparición de una individualidad con unas mayores cuotas de autonomía con respecto a la tradición y de unos cauces en vías de institucionalización por los que encarrilar sus demandas. En este sentido, siendo históricamente escrupulosos, es indudable que los MS son hijos legítimos del mundo moderno, actuando de catalizadores de los sentimientos de protesta colectivos sintomáticamente enmarcados en un decorado cultural con unos trazos secularizados o en proceso de secularización. Ligado a ello, la puntualización a la analogía anteriormente indicada apuntaría directamente al carácter de “tipo-ideal” acogido en la propuesta weberiana. Como tal “tipo-ideal” no es más que una construcción teórica facilitadora de un manejo para la interpretación de la complejidad de una amalgama de hechos sociales, fungiendo como una propuesta apriórica, preestablecida, que incurriría en un grave error si pretendiese encasillar la índole morfológicamente magmática de la realidad social a ella, o mismo si, como peaje por esta tentativa, sacrificase por el camino las particularidades y concreciones históricamente circunstanciales que incidirían en la idiosincrasia tanto de la génesis como del despliegue de un siempre singular MS. Con esta puntualización se estaría cuestionando, pues, la posibilidad de una lectura de los MS parangonada con la ofrecida en el estudio de los movimientos religiosos de espaldas a una obligada concreción coyuntural añadida por elementos tales como los relativos a la diferente caracterización del conflicto —sea éste estructural o no—, al tipo de motivaciones movilizadoras de la acción o a las condiciones de facto en donde ella se encuadra. De manera que no resultaría nada insustancial el complemento que, de esta guisa, la visión centrada en la “estructura de las oportunidades políticas” de Sidney Tarrow (1994/1997) podría brindar a un enriquecimiento del emblemático análisis weberiano. Con su presencia, la tipología elaborada por Weber podría ser matizada, así como subsanadas sus limitaciones, reincorporando una serie de factores coyunturales e históricos, incluyendo la admisión, entre otras variables, de aquellas propiamente afincadas en el interior de un contextuado sistema político, de las brotadas en un tipo de acción social no precisamente institucionalizada o de las derivadas del modo en cómo diferentes actores procuran establecer un también diferente nexo entre sus oportunidades y sus expectativas.
En las dos últimas décadas, gran parte de la literatura sociológica ha insistido en recalcar la disolución de los lazos socialmente vinculantes como, en sí mismo, uno de rasgos definitorios fraguados a consecuencia de la implantación de un modelo social acorde a un capitalismo avanzado, con el empleo de un variado abanico de adjetivaciones para éste definidoras. Y, en efecto, como tal, esta inclinación resulta difícil de desmentir. Pero ello no se contradice, paradójicamente, con una tendencia dirigida en una dirección contraria. Otra en donde se deja vislumbrar la erupción de unas nuevas modalidades de vínculo colectivo que, eso sí, no se reconocen en las pautas regladas para tal cometido desplegadas en un tiempo histórico precedente. De manera que, aunque pudiera parecer sorprendente, el lazo colectivo no estaría tan definitivamente volatilizado como, a menudo, en los discursos sociológicos actuales se nos intentaría hacer ver, sino, más bien, como se dice de la energía, transformado.
Para entender el modus operandi actualmente significativo en los MS es preciso tener en cuenta el brote de lo que Fernando García Selgas (2006, pp. 21-25) ha denominado una “socialidad postsocial”. Con esta denominación él ha buscado subrayar la eclosión de un modelo social que, al arbitrio de la fluidez y la inestabilidad, nos incita a repensar la quintaesencia del nexo vinculante, huyendo de categorías analíticas en donde el sujeto sea figurado como el vértice por antonomasia sobre el que pivota la agregación colectiva. Esta descentración del sujeto induce a concebir la multiforme expresividad de la socialidad actual, dirá García Selgas (2006, p. 24), no en base a una predisposición sustancialmente constitutiva del ser humano sino en virtud de una cualidad situacional y sumamente flexible. Y en este escenario cobrará auge un elenco variopinto de socialidades que, aprovechando como asidero la generalizada semiotización de lo social, reaviven la trascendencia de una extendida relacionalidad mutua. Esta mutación en los perfiles de la socialidad resultará clave para entender correctamente las sinergias internas que, actualmente, son decisivamente operantes en los MS.
El justo realce asignado a la “relacionalidad” no debiera desestimar que una fidedigna comprensión de ella exigiría ver las particularidades de su vigente acomodo en unas concretas pautas culturales, así como, sumergiéndose en un registro socio-antropológico, el sostén de su más íntima naturaleza. Así, Tzvetan Todorov (1995/2008, pp. 199-213), apoyándose, primero, en el bagaje psicológico elaborado por el Interaccionismo simbólico de George H. Mead y en la Estética dialógica de Mijaíl Bajtin, y, segundo, en una revisión de la hegeliana guerra “amo”/“esclavo”, concluirá aseverando que el reconocimiento por parte de “un otro” constituye un auténtico universal antropológico. Con el convencimiento de que es una variable nunca del todo explorada, pero que atesoraría unas sugerentes posibilidades interpretativas de la acción social. Si, como anhela Todorov, pudiera ser factible desligar la noción de reconocimiento de su usual confinamiento en la hegeliana lucha por el poder, entonces se destaparía una reconsideración del “yo” como un algo indisociable de la coexistencia con la alteridad de “un otro” y, es más, de un “autorreconocimiento” precisamente otorgado por parte de éste. Puesto que, según Todorov (1995/2008, pp. 43-44), la dialéctica hegeliana bloquearía el realce de la fecundidad socio-antropológica encerrada en la noción de autorreconocimiento en base a un reconocimiento por el otro, debido a la imposibilidad de divorciar a éste de los designios de una voluntad desplegada por un ánimo de autoafirmación; vale decir que dominada por un anhelo de poder. De ahí que, siguiendo hasta el final el hilo conductor de Todorov, se nos descubra la imposibilidad de una captación de la génesis y naturaleza de la identidad del “yo” desentendida de una construcción relacional sustentada sobre la socialidad.
Sin duda el contrapunto decisivo en el esclarecimiento de las particularidades culturales de este relacionismo societal ha sido el dado por Peter Sloterdijk (1998/2003). Con su apelación metafórica al término “burbujas”, pretende evidenciar cómo uno de los trazos idiosincrásicos de las sociedades actuales residiría en la inclinación a una inclusión de los individuos en el interior de unos auto-creados plegamientos micro-esferológicos, que les servirían de resguardo protector ante un desangelado y hostil mundo exterior. Y aquí ellos compartirán experiencias comunes adosados a “algunos otros”, ensamblados mediante una forma de socialidad nacida de una afinidad vivencial. En su conjunto, una pléyade de individuos se vería inmersa y coparticiparía en una atmósfera empática que los envuelve y en unos flujos de sinergia intragrupal circulante en donde se entrelazarían. La pertenencia a una “burbuja” entraña una adscripción de acogimiento en un “receptáculo autógeno” sellado por una fluida comunicación interna y en donde alguien quedará de lleno contenido, además de ligado, junto a otros. En su seno se hallará una imaginaria topografía comunitaria excitadora de una “climatización simbólica”, de la que, vivida en una íntima reciprocidad, se desprenderá una pronunciada solidaridad interna gestada entre sus partícipes.
Es lógico que, en efecto, los MS sean vistos en función de una movilización proyectada hacia la exterioridad. Pero esto no es óbice para que, sin embargo, sea paralelamente plausible que ellos puedan ser vistos como receptáculos de contención de un número de individuos entrelazados en una socialidad sostenida sobre la adhesión a unos retraídos pliegues de un común mundo interior.
Con todo, hacía falta cerrar todavía un importante fleco socio-antropológico: el de hallar una base sólida sobre la que fundamentar la socialidad. La respuesta llegó en fechas relativamente cercanas de la mano del Programa naturalista aplicado al ámbito de las ciencias sociales. Mediante un recurso a cómo ella es abordada a partir de los descubrimientos recientes, proporcionados desde los campos de la filogenética y de la psico-biología evolucionista, la aportación teórica elaborada por Laureano Castro Nogueira, Luis Castro Nogueira y Miguel Ángel Castro Nogueira (2016) ha supuesto un giro inflexivo en la averiguación de la más honda esencia en la que se inscribe la socialidad. Y con este propósito, movidos por la intención de dar fe a la voz de lo psico-biológico inscrito en lo social, plantearán la noción de “homo suadens”. Un testimonio de la perseverancia de una socialidad “originaria” que, debido a lo inescrutable de su condición, es reacia a ser capturada, en términos epistemológicos, bajo un molde lógico-racional. Un aspecto éste, el redescubierto por el Programa naturalista, que, inintencionadamente, nos vendría a corroborar la trascendencia de una subterránea operatividad de instancias psico-antropológicas que ya Pareto, a falta de un mayor afinamiento en su retórica de la época, había denominado “residuos”.
De acuerdo a lo anterior, una constante antropológica anclada en una lógica evolutiva estrictamente adaptativa -aquella intimada con el ansia de un reconocimiento por parte del grupo más cercano- será la llave realmente decisiva que, en gran medida, podría decantar el porqué de la adhesión a un u otro ideario doctrinal y, por ende, a un u otro MS. Una posición teórica que, obviamente, no deja en buen lugar a cualquier proyecto de indagación del nexo colectivo presuntamente cincelado sobre una sobreestimación de las directrices de un unidireccional racionalismo. Como contrapartida, concederá un sobresaliente papel al significado de las creencias comúnmente compartidas. No precisamente ellas signos, al menos en apariencia, de una fácil acomodación con la racionalidad. Por lo demás esta lógica evolutiva, universalmente operativa, se habría transmitido culturalmente a través de un peculiar modo de aprendizaje que será denominado ”assessor".
Huelga decir que, en la mayoría de los análisis explicativos de la filiación ideológica, moral, religiosa o política, cualquiera que fuera su dirección adoptada, se habría sistemáticamente minusvalorado u omitido un factor muy a tener en cuenta: la trascendencia de una dimensión emocional, afectiva y sentimental imbricada en el bipolar sentimiento de aprobación o rechazo incitado entre aquellos con quienes se guarda una mayor interacción en la proximidad. Como también, consiguientemente, el correlativo placer o displacer dispensado a consecuencia de este bipolar sentimiento. El énfasis en esta dimensión es una de las virtudes puesta de relieve en el naturalismo propuesto en la obra de los hermanos Castro Nogueira. Una circunstancia que estará contagiando, fuertemente, la forja de una singularizada socialidad y, asimismo, la pertenencia a una también singularizada modalidad de MS. Piénsese que este factor condicionante será el que luego, subrepticiamente, inducirá la adicción de una determinada carga valorativa a unos contenidos doctrinales, siempre experimentados en un microcosmos de solidaridad grupal.
De manera que los así adheridos a cualquier MS se verán, dirían ellos, “co-implikados”, contrayendo un fuerte lazo de solidaridad interna. En lo sustancial, la persistencia de esta condición señalada se hallará, omnipresente, en la dinámica prototípica de todo MS. Añadiríamos algo más, sumamente concluyente: del éxito o del fracaso en el logro de conseguir despertar o activar este fundamento psico-antropológico sobre el que se asienta la socialidad dependerá, en buena medida, el éxito o el fracaso en la implantación y en el despliegue de un MS.
Del IS puede decirse, parafraseando lo que Aristóteles, al comienzo del Libro IV de su Metafísica, afirmaba del “Ser”: que “se entiende de muchas maneras”. Si bien, en rigor, no remiten a más de dos, o a lo sumo tres, sentidos (Carretero, 2010; Carretero y Aliaga, 2016). De antemano, conviene explicitar, empero, la noción de IS de la que aquí nos apropiamos, que no es otra que la desplegada en la sistematización teórica llevada a cabo por Castoriadis. Veamos el modo en cómo él la habría formulado:
Toda sociedad hasta ahora ha intentado dar respuesta a cuestiones fundamentales: ¿quiénes somos como colectividad?, ¿qué somos los unos para los otros?, ¿dónde y en qué estamos?, ¿qué queremos, qué deseamos, qué nos hace falta?: La sociedad debe definir su «identidad»; su articulación, el mundo, sus relaciones con él y con los objetos que contiene, sus necesidades y sus deseos. Sin la «respuesta» a estas «preguntas», sin estas «definiciones», no hay mundo humano, ni sociedad, ni cultura pues todo se quedaría en caos indiferenciado. El papel de las significaciones imaginarias es proporcionar a estas preguntas una respuesta, respuesta que, con toda evidencia, ni la «realidad» ni la «racionalidad» pueden resolver (Castoriadis, 1975/2013, p. 192).
A este respecto, en una profundización del anudamiento existente entre estas “significaciones imaginarias” —que son irreales en términos objetivos— y la peculiaridad de los fenómenos identitários —hilo conductor de fondo de nuestra exposición— resulta altamente pertinente refrescar la perspectiva sugerida por Castoriadis.
Que el nacionalismo sea una mistificación, ¿qué duda cabe? Que una mistificación tenga unos efectos tan masiva y terriblemente reales, que se muestre mucho más fuerte que todas las fuerzas «reales» (comprendido entre ellas el simple instinto de supervivencia) que «hubiesen debido» empujar desde hace mucho tiempo a los proletarios a la fraternización, éste es el problema. Decir: «La prueba de que el nacionalismo era una simple mistificación, y por lo tanto algo irreal, es que se disolverá en el día de la revolución mundial», no es tan sólo vender la piel del oso antes de haberlo matado, sino que equivale a decir: «Vosotros, hombres que habéis vivido de 1900 a 1965 —y quién sabe hasta cuándo todavía—, y vosotros, los millones de muertos de las dos guerras, y todos los demás que las habéis sufrido y que sois solidarios con ellos —todos vosotros, inexistís, habéis siempre inexistido para la historia verdadera—; todo lo que habéis vivido eran alucinaciones, pobres sueños de sombras, no era la historia. La historia verdadera era ese virtual invisible que será, y que, a vuestras espaldas, preparaba el fin de vuestras ilusiones». Y este discurso es incoherente, porque niega la realidad de la historia en la que participa (un discurso no es, sin embargo una forma de movimiento de las fuerzas productivas) y porque incita por medios irreales a esos hombres irreales a hacer una revolución real.
Asimismo, cada sociedad define y elabora una imagen del mundo natural, del universo en el que vive, intentando cada vez hacer de ella un conjunto significante, en el cual deben ciertamente encontrar su lugar los objetos y los seres naturales que importan para la vida de la colectividad, pero también esta misma colectividad, y finalmente cierto «orden del mundo». Esta imagen, esta visión más o menos estructurada del conjunto de la experiencia humana disponible, utiliza cada vez las nervaduras racionales de lo dado, pero las dispone según, y las subordina a, significaciones que, como tales, no se desprenden de lo racional (ni, por lo demás, de un irracional positivo), sino de lo imaginario. Esto es evidente tanto para las creencias de las sociedades arcaicas como para las concepciones religiosas de las sociedades históricas; e incluso el «racionalismo» extremo de las sociedades modernas no escapa del todo a esta perspectiva (Castoriadis, 1975/ 2013, pp. 194-195).
Íntimamente asociado a lo anterior, y en lo que aquí más concierne, nos acucia mostrar la ligazón e interdependencia mutua coexistente entre el IS y la socialidad; el porqué de la insostenibilidad de un acercamiento al modus operandi del uno sin la otra y viceversa. Repárese en que, en virtud de la fundamentación antropológica de la socialidad auspiciada desde las nociones de “homo suadens” y de “aprendizaje assessor”, el sentimiento de aprobación por el grupo más cercano se decantará como un factor esencial en la identificación y en la adscripción a un determinado MS. Ello es lo que servirá de empuje para la imantación de un elenco de individuos en torno a un análogo leitmotiv encarnado y orientado como proyecto colectivo conjunto. Ello es, a mayores, lo que propiciará la liberación de fuerzas centrípetas, tendentes a la atracción y a la fusión, entre un de principio amorfo y fragmentado conglomerado de individuos. Y este acoplamiento de individuos, a priori socialmente dispersos, en una misma unidad colectiva será únicamente viable en función de un entretejimiento relacional. Éste, inspirado en una entrecruzada circulación de afectos, emociones y sentimientos, coliga a quienes, según las prerrogativas de un intercambio de reconocimiento dictadas desde la condición del “homo suadens”, se adhieren en una particular expresión de socialidad junto con “algunos otros”.
Es aquí obligado subrayar que, sin lugar a dudas, la propuesta sociológica en torno a los MS elaborada por Melucci (1989, 1996), a partir de la década de los ochenta, es la más colindante con la aquí expuesta. También en ella se plantea una ruptura con las concepciones tanto economicistas, heredadas del legado marxista, como con las de corte racionalista, basadas en un juego estratégico de intereses en pugna. Su novedad fundamental radica en que pondrá de relieve la trascendencia prestada a la construcción de identidades colectivas a la hora de interpretar el dinamismo de los MS. Para ello revalorizará el papel central desempeñado por la cultura en este cometido, dado que el campo de operaciones de los MS será el del trabajo de redefinición de los significados colectivamente aceptados. De ahí la importancia atribuida a la forja de unas interacciones inductoras de la adscripción a unos códigos de solidaridad simbólico-identitários. Una incorporación de la construcción de identidad que será ahora esencial para desvelar la singularidad funcional de los MS, y que nacerá de un autorreconocimiento conjunto en una “definición de sentido” colectivamente compartida. Con este realce del papel asignado al sentimiento de pertenencia identitaria en un MS entrará declaradamente en juego un importante compromiso “no racional” de carácter emocional, afectuoso y pasional despertado entre sus miembros. Y en este aspecto, el específicamente ligado a la cristalización y dinamismo de una identidad entretejida por el afecto en un MS, la coincidencia con la perspectiva alumbrada desde los IS es, qué duda cabe, notoria. De hecho, ésta no sólo pudiera, sino que debiera ser vista no en términos de ruptura sino de continuismo y complementación en relación a la antes desglosada, incidiendo, no obstante, en la prevalencia significativa de unos factores determinantes que, aun cuando no habrían sido todavía demasiado explorados sociológicamente, aquí sí son fehacientemente explicitados como decisivos para la construcción de la identidad en un MS. De alguna manera, por otra parte, la perspectiva incoada por los IS, enfatizando una común “lógica” colectiva de naturaleza socio-antropológica actuante en los MS, servirá de armonioso contrapunto operativo a la comprensible acentuación que la aportación de Melucci confiere al elemento conflictual como movilizador de fondo de un MS.
Pues bien, retomando nuestro hilo argumental, la socialidad difícilmente cuajará y se mantendrá incólume a los caprichosos avatares del tiempo sino se viese complementada por la implicación de un IS. De suyo que el IS será el soporte inmaterial que, aún concretizado de facto materialmente a través de símbolos, garantice la identidad colectiva incoada a raíz de la socialidad. A colación de ello, Michel Maffesoli (2003; 2006) ya ha mostrado el papel intrínsecamente constitutivo asignado al IS en los procesos caracterizados por una “lógica de la identificación”, así como las expresiones societales del IS que, in statu nascendi, inundan nuestra época (Maffesoli, 1988/1990, 1992/2007), tal como ha sido analizado en Carretero (2003). Empero, nos serviremos sobremanera de la noción de “significación imaginaria” para aclarar el compromiso identitario instado por el IS. Sin ningún asomo de duda, esta noción es la sociológicamente más fructífera desprendida del planteamiento acerca del IS en Castoriadis. Con ella se posibilita la percepción de que la esencia y existencia de la singularidad de una colectividad depende de una institución llevada a cabo mediante una “magmática significación”. De manera que la similitud entre el orden de estas “significaciones imaginarias” y el de lo sagrado resulta harto evidente. En ambos casos, se sustantiva una inviolable “matriz de sentido” comúnmente compartida y traducida simbólicamente que servirá como argamasa para un colectivo. Ella expresa un IS instituido articulador de una identidad.
He aquí algunas indicaciones preliminares sobre el papel de las significaciones sociales imaginarias en los campos evocados más arriba. Primero, el ser del grupo y de la colectividad: cada una se define, y es definido por los demás, en relación a un «nosotros». Pero este «nosotros», este grupo, esta colectividad, esta sociedad, ¿quién es?, ¿qué es? Es ante todo un símbolo, las señas de existencia que siempre intercambió cada tribu, cada ciudad, cada pueblo. Es ante todo seguro que es un nombre. Pero este nombre, convencional y arbitrario, ¿es realmente tan convencional y arbitrario? Este significante remite a dos significados, a los que une indisociablemente. Designa la colectividad de la que se trata, pero no la designa como simple extensión, la designa al mismo tiempo como comprensión, como algo, cualidad o propiedad. Somos los leopardos. Somos los aras. Somos los Hijos del Cielo. Somos las descendientes de Abraham, pueblo elegido que Dios hará triunfar sobre sus enemigos. Somos los helenos —los de la luz. Nos llamamos, o los demás nos llaman, los germanos, los francos, los teutsch, los eslavos.
Somos los hijos de Dios que sufrió por nosotros. Si este nombre fuese símbolo con función exclusivamente racional, sería signo puro, y denotaría simplemente los que pertenecen a tal colectividad, designada a su vez por referencia a unas características exteriores desprovistas de ambigüedad («los habitantes del distrito XX de París»). Pero no es el caso sino para los recortes administrativos de las sociedades modernas. De otro modo, para las colectividades históricas de otros tiempos, se comprueba que el nombre no se limitó a denotarlas, sino que al mismo tiempo las connotó— y esta connotación remite a un significado que no es ni puede ser real, ni racional, sino imaginario (sea cual sea el contenido específico, la naturaleza particular, de este imaginario)—.
Pero, al mismo tiempo o más allá del nombre, en los tótems, en los dioses de la ciudad, en la extensión espacial y temporal de la persona del rey, se constituye, cobra peso y se materializa la institución que ubica la colectividad como existente, como sustancia definida y duradera más allá de sus moléculas perecederas, que responde a la pregunta por su ser y por su identidad refiriéndolas a unos símbolos que la unen a otra «realidad». (Castoriadis, 1975/2013, pp. 193-194)
Ahora bien, valga aquí una breve digresión, es preciso subrayar que Castoriadis todavía piensa la sociedad en términos de una única “significación nuclear”, de un IS, que, desde su posición de centralidad, irradia “sentido” por la totalidad del cuerpo colectivo, vertebrando así el funcionamiento de sus diferentes partes constitutivas. Si bien reconociendo que de este IS manarían “representaciones imaginarias” tales como ciudadanía, mercancía o propiedad, íntimamente complementadas entre sí y en continuismo con la “significación nuclear”.
Castoriadis, pues, concibe lo social de acuerdo a un marco unitario, holístico y homogéneo; o, dicho de otro modo, en virtud de una visión típicamente premoderna y moderna en donde el “sentido” solamente podría pivotar sobre un exclusivo eje referencial. Pues bien, el despliegue de la modernidad habría precipitado una inevitable fragmentación y pluralismo de “sentido” (Berger y Luckmann, 1995/1997, pp. 119 y ss.), y, por ende, la coexistencia conjunta de un elenco de “significaciones imaginarias” en disputa por adueñarse de la centralidad hegemónica en la producción de sentido colectivo. Castoriadis no habría tenido la ocasión de diagnosticar certeramente que el “mundo simbólico-social”, en su totalidad, ha dejado de estar sujeto a una sólida y a-problematizada unicidad interpretativa, que su destino pasa por verse irremediablemente abocado a una plausible diversidad de interpretaciones. Éstas derivarían de la constancia de su dependencia con respecto a la multiplicidad de posibles construcciones sociales que de este “mundo” potencialmente pudiera hacerse, muchas de ellas en competencia o en un difícil acomodo. Tanto es así que las variadas luchas de poder que actualmente atraviesan el cuerpo social se dirimen en un campo más representacional que propiamente objetivo, orientándose al esfuerzo por hacer valer una determinada definición de la realidad con rango de hegemonía (Pintos, 1995). En suma, nuestro autor no habría tenido suficientemente en cuenta la tendencia histórico-cultural encaminada a un reemplazo de los grandes (macro)IS por los (micro)IS.
En rigor, Castoriadis sí habría apreciado algo sumamente concluyente: que ciertamente lo sagrado social habría sobrevivido en el curso de la modernidad bajo un rostro transmutado y recurriendo a la institución simbólica de “significaciones nucleares” erigidas en novedosos ejes referenciales de “sentido”, tales como la democracia, la nación, la racionalidad productiva o el dominio científico-tecnológico. Sin embargo, justificándose por el momento histórico en el que desarrolló su propuesta, no alcanzaría a contemplar que lo anterior no es óbice para que, paralelamente y en dirección creciente, hubiera irrumpido un politeísta mosaico de interpretaciones del mundo, de (micro)IS, interrelacionados y reincorporados cada una de ellos a la idiosincrasia de una heterogénea gama de grupos y actores sociales, incluyendo, obviamente, a los MS. Esto confiere una legitimidad a la asunción, para una posterior utilización sociológica, del término IS en un uso plural. Buena muestra de ello son los planteamientos desarrollados, en esta línea, por Maffesoli (1988/1990) o Georges Balandier (1985/1988) entre otros varios.
Volviendo a nuestro hilo discursivo, también resultaría realmente disparatada la posibilidad de admisión de un IS que, como tal soporte inmaterial, pudiera enorgullecerse de prescindir no sólo de una fijadora concreción en una determinada socialidad, sino, lo que sería aún más contraproducente, del “aprendizaje assessor” que le sirve de asiento antropológico. Básicamente, en ello consistirá la simbiosis en donde se retroalimenta el idilio entre socialidad e IS.
Urgía el hallazgo de un articulado encaje de una doble dimensión coincidente en la acción colectiva. La primera enraizada en un universal antropológico revelado por la condición del “homo suadens”. La segunda afincada en un ámbito representacional apuntalado por el IS. En el descubrimiento de un armónico ajuste entre ambas se hallará una llave resolutiva para dar cuenta de la “lógica” imperante en los MS.
A mayores, la inseparable urdimbre entre IS y socialidad sería difícilmente comprensible sin tener en cuenta los perfiles de una “relacionalidad” puesta en juego en la vinculación de todo MS. Y es en este aspecto en donde se revaloriza la labor conferida a un siempre singular entretejimiento de interacciones intragrupales que, bastante impredecibles e incontrolables, nunca pueden ser del todo gestionadas desde instancias externas al propio MS. Se concreta en la inmanencia del contacto con otros, de lo que emerge una corriente de generalizada empatía circundante. De ahí que la entidad de un MS halle su dilucidación en una triangulada simbiosis entre socialidad, “relacionalidad” e IS. La socialidad, brotada de la necesidad antropológica de reconocimiento grupal, se concretiza y despliega por medio de una “relacionalidad”, para objetivarse en términos ideacionales en un IS.
En los albores del pasado siglo, Émile Durkheim (1912/1982, pp. 396-398) ya lo intuyó, al apuntalar que el afianzamiento de la pertenencia a una hipostasiada “comunidad moral” exigía, imperiosamente, un acto ceremonial de reunión face to face en donde se estrechasen e hilasen las emociones y sentimientos entre sus copartícipes. De esta manera, se catapultaría la aparición de una atmósfera colectivamente vinculante. Si bien Durkheim fue el precursor en adoptar este principio operativo como herramienta explicativa para la específica eficacia de las congregaciones de índole religiosa, también ofreció trazos acerca de su fertilidad para adentrarse en una tentativa de extrapolación a cualquier modalidad de vínculo colectivo. En un entorno histórico coetáneo al de Durkheim, esto mismo fue, paralelamente, entrevisto por Tarde (1890/1907, pp. 84-115). Distante teóricamente de Durkheim en ciertos aspectos, convergirá en este punto, sintomáticamente, con él. La fuerza, dirá, de lo que él llama “imitación” estriba en el peculiar lazo de unión por ella generado. Su modus operandi será la génesis de una convergente corriente colectiva de origen simpático y afectivo entre distintos individuos, que, favoreciendo un estrechamiento de la interacción intragrupal, es mantenida y amplificada en virtud de un contagioso e insondable magnetismo interno.
El renombre concedido a la anteriormente señalada “relacionalidad”, componente ineluctablemente arraigado en el dinamismo interno de todo MS, no se propone apostar por un empeño específico en deslucir o en desdeñar el valor o validez del contenido doctrinal conllevado en un MS. No obstante, sí que pone al descubierto la esterilidad societal de tal contenido en la medida en que apareciese des-implicado de un espíritu fraternal segregado al calor de la proximidad. Fraternidad perfectamente compatible, por otra parte, con una relación a distancia mediada por el universo digital.
En otro contexto, bajo la inspiración de Castoriadis, se ha indagado en la doble vertiente, tanto “instituyente” como “instituida”, ligada a las atribuciones sociológicas asignadas al IS (Carretero, 2008b, pp. 11-38). Merece la pena recordar cómo el filósofo y sociólogo de origen griego ha hecho pivotar esta doble vertiente indicada en torno a la idiosincrasia propia del IS.
Lo social es una dimensión indefinida, incluso si está cerrada en cada instante; una estructura definida y al mismo tiempo cambiante, una articulación objetivable de categorías de individuos y aquello que, más allá de todas las articulaciones, sostiene su unidad. Es lo que sé da como estructura, forma y contenido indisociables de los conjuntos humanos, pero que supera toda estructura dada, un producto imperceptible, un formante informe, un siempre más y siempre tan otro. Es lo que no puede presentarse más que en y por la institución, pero que siempre es infinitamente más que institución, puesto que es, paradójicamente, a la vez lo que llena la institución, lo que se deja formar por ella, lo que sobredetermina constantemente su funcionamiento y lo que, a fin de cuentas, la fundamenta: la crea, la mantiene en existencia, la altera, la destruye. Hay lo social instituido, pero éste supone siempre lo social instituyente. «En tiempos, normales», lo social se manifiesta en la institución, pero esta manifestación es a la vez verdadera y de algún modo falaz —como lo muestran los momentos en los que lo social instituyente irrumpe y se pone al trabajo con las manos desnudas, los momentos de revolución—. Pero este trabajo apunta inmediatamente a un resultado, que es darse de nuevo una institución para existir en ella de manera visible y, a partir del momento en el que esta institución es planteada, lo social instituyente se enmascara, se distancia, está ya también en otra parte. (Castoriadis, 1975/2013, p. 144)
En esta línea, a continuación, desgranaremos como lo anterior se expresaría en la “lógica” de los MS a partir de su ya retratada ligazón con la socialidad y la “relacionalidad”. Y en el cometido clarificador de esta “lógica” nos ajustaremos, nuevamente, a la doble vertiente antes señalada.
Por una parte, la eficacia “instituyente” de un IS en un MS dependerá de su capacidad para instaurar, despertar o dinamizar una fórmula de socialidad a través del ejercicio de una “relacionalidad”. En ello se cifrará su éxito para precipitar la aparición de formas sociales incipientes que ansíen una renovación de las formas instituidas. La fase inaugural en la eclosión de los procesos revolucionarios es, a este respecto, paradigmática, puesto que refleja como los MS se congracian con un arrojo de “lo instituyente” volcado a una absoluta regeneración de las estructuras socialmente instituidas. Los requisitos para la visualización de este fenómeno son la renuncia a una explicación de la acción colectiva contentada en una lógica causal de raigambre puramente económica y el redescubrimiento de la trascendencia inherentemente atesorada en el IS para destapar unas larvadas energías colectivas. Esto último imbricado en aquella fenomenología que se nos revela cuando se produce una agitación de las masas. En unas muy precisas coordenadas históricas, se hace ostensible el rostro de una turba que, mediante actos subversivos, desencadenará una disolución de “lo instituido”. Probablemente, la manifestación puntualmente más emblemática es la descrita por Hippolyte A. Taine en Los orígenes de la Francia contemporánea, en donde se narran los eventos acontecidos en el fragor de la efervescencia revolucionaria francesa. No sin motivo, Laclau (2005, pp. 49-50) la convertirá en relato paradigmático de cómo ha sido frecuentemente abordado un detonante irracional incrustado en el desenfreno histórico de las masas.
Sobran ilustraciones fehacientes en donde la tesis que liga el registro «instituyente» de un MS con la triangulada simbiosis entre IS, socialidad y “relacionalidad” podría refrendarse.
Originariamente, el Cristianismo se sirvió de la representación de un “Dios común” para propiciar una reunión de devotos y, así, una santificación de la unidad colectiva entre ellos gestada. Su unificación como MS, alzada del caldo de cultivo germinado por la proliferación de una miscelánea de sectas, tendrá su anclaje en “un algo” convergente que, materializado simbólicamente en la figura de “Dios”, estrechará los lazos de fraternidad colectiva (Simmel, 1908/1999, pp. 168-174).
El Anabaptismo, el más genuino movimiento revolucionario brillante en la modernidad, consiguió encender la llama para una movilización del campesinado alemán pregonando la idealizada representación de un “comunismo originario” que ayudará a tomar cuerpo a un solidario espíritu comunal, encontrado un fervoroso asiento en el protoproletariado asentado en la zona minera de Mansfeld (Bloch, 1921/1968, pp. 120-122).
En el fulgor, nuevamente, de la Revolución Francesa, el movimiento revolucionario hará un llamamiento a una abstracta idea de Nación, para desde ella concentrar en una unidad de acción el clima paroxístico de exaltados y descontrolados tumultos transgresores que inundan la coyuntura histórica vivida en la Francia del momento. Dicha idea propiciará una auténtica comunión colectiva momentáneamente estimulada por una liberación conjunta de la sujeción a toda regla (Duvignaud, 1974, pp. 75-78).
A mediados del siglo XIX, correspondiéndose con las primeras fases del movimiento obrero, la figuración mítica de la “huelga general” actuará como resorte en el vínculo de unión que aglutinará a las energías revolucionarias del proletariado, entrando en una sinergia con las demandas liberadoras socialmente reprimidas y catapultando una profunda excitación hacia una unificada revuelta (Sorel, 1935/1978, pp. 128-130).
Por último, en los años inmediatamente consiguientes a la Revolución de Octubre en la Rusia contemporánea, el “mito revolucionario”, utilizado por el movimiento bolchevique, se apoyará en una gran promesa utópica de futuro que logrará galvanizarlo, instaurando, con arreglo a ello, excepcionales experiencias de vida comunitaria (Baczko, 1984/1991, pp. 111-112).
Por otra parte, la triangulada simbiosis anteriormente mencionada también dará cuenta de la perduración en el curso del tiempo de un MS, de su registro instituido. Todo MS, una vez ya adquirida una fisonomía definitivamente instituida, pivota sobre un IS garantizador de su unidad e identidad. El IS, así entrevisto, actúa como el cemento simbólico mediante el cual puede llegar a cristalizar la singularidad definitoria de un determinado MS. Es la seña identitaria sobre la que se conforma aquello más propio de un MS, diferenciándolo de otros. De un modo análogo a lo que ocurre, a un nivel macrosocial, en el armazón de una identidad nacional (Anderson, 1983/2000, pp. 22-39; Beriain, 1996, pp. 187-212; Castoriadis, 1975/2013, pp. 193-196).
Para ser más precisos, para despejar la operatividad de este registro instituido del IS habría que recalcar aquí su dimensión plural, en detrimento de su aceptación como una entidad única; que es aquella que, como ya se ha expuesto, decidía la consideración de su operatividad instituyente. Habría que hablar de (los) IS más que de (un) IS, aún a sabiendas de que (los) IS remiten, en última instancia, a un fondo común antropológico de (un) IS que aquí será momentáneamente obviado sólo por dar una ocasional primacía a una perspectiva sociológica sobre otra antropológico-filosófica. De manera que, en lo que focaliza nuestra atención, a cada MS le corresponderá un sólo IS que lo articulará. Si bien puntualizando que la sustancia de este IS suele ser menos monolítica de lo que aparenta, abundando estar compuesta por una entrecruzada fusión de subclases de IS constituyentes. En este sentido, el IS será una instancia definida y definidora de un MS.
El mantenimiento de la unidad identitaria de todo MS dependerá de la fecundidad de su IS para conservar viva la socialidad sobre la que se apoya y la “relacionalidad” sobre la que se entreteje. En su cumplimiento o incumplimiento estará en juego, por otra parte, nada más y nada menos que el grado de cohesión interna en un MS. De ahí que la intención de prolongar en el curso del tiempo la entidad de un MS exija, a modo de imperativo, una necesidad de revitalización periódica de un espíritu de comunión colectiva, exclusivamente realizado por medio de prácticas cotidianas y ritualizadas en torno a ciertos símbolos. Aquí, el vigor comunitario condensado en el símbolo, tantas veces reiterado desde la óptica proporcionada por la disciplina antropológica, radicará en que encarna el IS sostenedor del MS. Durkheim (1912/1982, pp. 321-325), una vez más, lo verificó en la evaluación de la funcionalidad de lo que denominó el “culto positivo” en las religiones primitivas. Pero su tesis, saliéndose de la circunscripción del campo específicamente religioso, es perfectamente generalizable —y así él nos habría dejado pistas suficientes para entreverlo— en el funcionamiento de cualquier variedad de MS. Mediante estas ritualizadas prácticas, en las que un destacado elemento de “relacionalidad” entrará en escena, se recrea, reafirmándose, una socialidad encarnada en un anudador sentimiento de fraternidad colectiva, reavivándose, a la postre, el lazo societal que sirve de estructura formal a todo MS.
Al haberse englobado la tentativa de elucidación de la práctica totalidad de los MS en una “lógica” común imperante en todo movimiento colectivo, pudiera haberse contribuido a generar la percepción de que el fin político acabaría siendo disuelto, al quedar éste explicativamente secuestrado bajo los designios de una soterrada “lógica” societal. De manera que, inintencionadamente, se daría pie a pensar que dicho fin no sería otra cosa que un disfraz o coartada subrepticiamente subordinada a la honda inspiración instigada por la socialidad. Empero, esta equívoca lectura no haría realmente justicia a la esencia y a las motivaciones impulsoras de gran parte de los MS. Maticemos, luego, tanto el significado como las consecuencias de la tentativa señalada. En primer lugar, en un tipo de MS en donde el fin político no está objetivado, parece inexistente o resulta imperceptible, nuestra aportación alentaría a la conveniencia de explorar a fondo las posibilidades sociológicas encerradas en la hipótesis de trabajo según la cual el auténtico fin sería no más que el de una socialidad enmascarada bajo un otro, aunque aparente, fin; o, dicho de otro modo, la que incide en que el aparente fin se agotaría y quedaría reabsorbido en una complacencia a las soterradas prerrogativas de la socialidad.
En segundo lugar, no obstante, en el tipo de MS presididos por un fin político claramente objetivado, el redescubrimiento de un posible engarce, por transposición, de un fin político a los fines de la socialidad debería plantearse, ciertamente, con un mayor grado de cautela, dando cabida a la admisión de otras variables significativas de diferente índole circunstancial que habrían de tenerse necesariamente presentes. En este caso, pues, no equiparando, en absoluto, este engarce a una hipótesis explicativa única y central, pero, tampoco, sin obviar su relevancia como utillaje desde el cual dar cuenta del dinamismo identitario —también éste marcado por una impronta socializadora, imaginaria y “no-racional”— latente en este subtipo de MS. En cualquier caso, de la reintroducción epistemológica de este utillaje no tendría por qué deducirse, en modo alguno, una consiguiente infravaloración o un vaciado de contenido de la consigna catalizadora del fin político albergado en un MS, como tampoco, consiguientemente, un soslayo de la razón de ser del conflicto desencadenante de este fin. Más bien, se trataría de transparentar que el fin, así como el conflicto del que se inspira y que lo destapa, resultarán ambos operativamente ineficaces sin el acompañamiento y el respaldo de la estructura formal puesta en juego por la socialidad, coaligada, además, con un IS y una “relacionalidad”.
Y ello debido a que, como se ha buscado recalcar a lo largo de este trabajo, el don o la capacidad para activar y solidificar la presencia de una expresiva socialidad, en connivencia con un IS, es una condición sine qua non inscrita en la misma entidad y en la singular identidad de cualquier MS, así como un importante condicionante en el logro de las expectativas de éxito que éste se cifrase.
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