El código espiritualista de la autoayuda: la felicidad negativa

The spiritual code of self-help: the negative happiness

  • Helena Béjar
El artículo que sigue es un análisis crítico de la autoayuda contemporánea para lograr la felicidad. Estudio la autoayuda dentro de lo que llamo la vía negativa a la felicidad, como ausencia de turbulencias internas o serenidad. Dicha vía se opone a la vía positiva, lenguaje moral primario de la felicidad que proclama la psicología positiva, frente al lenguaje secundario de las espiritualidades del yo y su autoayuda. Sigo a Norbert Elias en su análisis de los diferentes códigos de comportamiento. Como él, analizo las legitimaciones o justificaciones de sus mandatos. Asimismo, las influencias de la autoayuda espiritualista, como la psicología positiva, el neobudismo y la neurociencia. Se discuten críticamente los mandatos sobre el control de las emociones y el pensamiento, y sus tensiones internas. De ello resulta una amalgama contradictoria sobre el concepto del yo y las recomendaciones para alcanzar la felicidad negativa.
    Palabras clave:
  • Felicidad
  • Espiritualidad
  • Autoayuda
  • Mindfulness
The following article is a critical analysis of the contemporary self-help literature centered upon reaching happiness. I analyze the self-help literature of what I have called the negative route to happiness. Happiness here is identified with lack of inner troubles, as tranquility. This route is opposed to the positive one, that I consider the primary moral language on happiness, theorized by positive psychology. Contrariwise, the negative route is a secondary moral language, and it is related to the self-spiritualities. I follow the work of Norbert Elias, and his analysis of the different codes of behavior. I analyze the legitimations or justifications of the mandates. I study the influences of spiritual self-help, such as positive psychology, neobudism and neuroscience. I also analyze the directions about emotional self-control and style of thinking, and its inner tensions. This self-help produces a motley and contradictory notion of the self, and the recommendations directed to reach happiness in its negative sense.
    Keywords:
  • Happiness
  • Spirituality
  • Self-help
  • Mindfulness

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El artículo que sigue analiza el concepto de felicidad dentro de lo que llamo espiritualidades del yo contemporáneas. Estudia la cultura emocional (Stearns, 1994) de la modernidad líquida, que incluye las reglas del sentimiento (Hochschild, 1983), que dictan cómo se deben sentir y mostrar los sentimientos en la interacción social y en soledad. La cultura emocional comprende el estudio de las mentalidades, que incluye el sentido común. Es misión de la sociología disolver lo que pueda parecer natural y apartarse de lo familiar convertido en “segunda naturaleza” (Bauman, 1993; Elias, 1979). Pues bien, el sentido común contemporáneo está imbuido por la persecución de la felicidad como un deber individual.

La búsqueda de la felicidad se manifiesta en dos vías, la positiva y la negativa. Comprende dos códigos y tres legitimaciones. El código psicológico positivo, que contiene la legitimación mentalista y la psicológico-positiva. La vía negativa lleva al código y a una legitimación espiritualistas. La vía positiva constituye el lenguaje moral dominante —más que moral psicológico— sobre dicho ideal contemporáneo. La felicidad se entiende como un estado interior “positivo”, activo y poseído por un sujeto voluntarista (Béjar, 2015). La vía negativa es el lenguaje moral secundario, en el cual la felicidad se identifica como serenidad. Apunta a una dicha “negativa” y restrictiva, como ausencia de turbulencias internas. Analizo las espiritualidades del yo, término que prefiero al de “espiritualidades de la vida” (Heelas, 2008) porque los textos que estudio se refieren sobre todo a un yo que ha de seguir normas, y no tanto a un ideal de vida. La vía negativa a la felicidad está influenciada por el neobudismo. Pero en su repertorio de significados recoge también las aportaciones de la psicología positiva, marco del que bebe el lenguaje primario sobre la felicidad, así como de la neurociencia actual.

Voy a analizar la vía negativa a la felicidad de manera discursiva, a través del análisis crítico de la autoayuda contemporánea, que considero el material idóneo para hallar el ideal actual de la felicidad. Considero el género de la autoayuda el equivalente de los manuales de conducta que Norbert Elias estudió. Los códigos de urbanidad y cortesía que Elias analizó poseían legitimaciones, esto es, justificaciones de las emociones y acciones a seguir. Del mismo modo, los libros de autoayuda contienen sus propias legitimaciones. Aquí se estudia la espiritualista. La literatura de autoayuda funciona como “literatura inspiracional” (McGee, 2005) y prescriptiva. Es un instrumento esencial para la difusión de la cultura psicoterapeútica (Furedi, 2004; Illouz, 2008; Rieff, 1966; Rose, 1990). La penetración de la psicología en el sentido común contemporáneo descansa en tres principios. Primero, que la felicidad es una noción puramente psicológica, habiendo perdido su contenido moral. Segundo, una aproximación mentalista según la cual el pensamiento es la clave para el bienestar o el malestar personal. Tercero, la promesa de un cambio interno a través de técnicas centradas en el autocontrol de la

emoción y la voluntad. Si el primer principio es sobre todo propio de la vía positiva, los otros dos son comunes a las dos vías.

A la postre, la felicidad es una cuestión de método. Quien no la consiga es el único responsable por no haber sabido aprenderlo. La internalidad sustituye al peso de los factores externos. Ello conduce a la condena de la infelicidad juzgada como una incapacidad para controlar pensamiento, emoción y acción. Ese es mi supuesto principal, que coincide con la vía positiva, más exigente en la responsabilidad autoatribuida y más radical en su condena de las emociones “no positivas” que la vía que ahora se estudia.

El otro supuesto es que la nueva forma de salvación toma la forma precisamente de la búsqueda de esa felicidad que se logra con el cambio interno. Y que el lenguaje psicológico ha colonizado al espiritualista. La psicología es la nueva religión que ofrece la salvación a través de una felicidad que en este discurso aparece como serenidad. Que éste, entendido como un cambio psicológico, es posible, se ha convertido en una creencia cultural que da sentido a las vidas de los hombres y mujeres de la sociedad individualizada.

El artículo que sigue expone en primer lugar el contexto donde surgen las espiritualidades del yo en una sociedad destradicionalizada. Se menciona el estilo de pensamiento y su difusión por los carriles de la cultura psicoterapeútica. Se alude brevemente a las tres olas de espiritualidad, que forma parte de una religión de búsqueda. En segundo lugar, y ello constituye el grueso del artículo, se analizan los presupuestos del discurso espiritualista, los filosóficos, los éticos, los psicológicos y los sociológicos. Asimismo se analizan los mandatos de la autoayuda espiritualista, especialmente las tensiones y contradicciones de aquéllos, debidos a las distintas influencias de la misma. Los mandatos apuntan a un concepto del yo, del sufrimiento y de las relaciones con los otros. En tercer lugar me aproximo a la técnica más importante para hallar la felicidad negativa o serenidad, la meditación, convertida ahora en mindfulness en la que penetra la influencia de la neurociencia. Ello profundiza las tensiones en los mandatos de la autoayuda. Por último trazo unas conclusiones que resumen los puntos principales del artículo.

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La senda moderna hacia la felicidad en su sentido negativo lleva a la práctica de la espiritualidad y a la autoayuda que la difunde. Dicha espiritualidad es producto de la destradicionalización, que supone un cambio de autoridad “de fuera a adentro”. En las sociedades tradicionales y comunales las creencias en torno a la vida buena, así como la orientación de la acción y la resolución de problemas, la proveía la tradición, fuente de autoridad por encima del individuo. Por el contrario, en las sociedades destradicionalizadas, modernas e individualizadas, hombres y mujeres se vuelven hacia sí mismos para organizar sus prioridades y valores, así como para buscar las fuentes de sentido de sus vidas (Heelas, 1996, p. 2). También para enfrentar el desorden interno que conlleva el sentimiento de incertidumbre cuando todo descansa en uno mismo.

Desde un yo formado por la interiorización de las normas sociales de la sociedad tradicional se pasa a un yo interno y “auténtico” de la sociedad moderna. De un yo cuya conducta se rige por el autocontrol que exigen las instituciones a otro dirigido por el impulso (Turner, 1976, p. 991). De uno centrado en la acción social regulada a un poseedor de una identidad frágil cuyo marco simbólico no es el de la certeza sino el de la contingencia. La transformación de la concepción del yo se refleja en la psicología popular. Dentro de ésta se halla la autoayuda de la espiritualidad.

La destradicionalización forma parte de la modernización. También la pluralización de los “mundos de la vida” (Berger, 1973; Berger y Luckmann, 1997) en virtud de la cual la vida, la carrera matrimonial, la ocupacional y la del tiempo de ocio, antes pautadas por las normas sociales, se presentan ahora como un mapa de caminos alternativos, como un menú de opciones a elegir. Algo que se extiende a la religión.

La pluralización, paralela a la progresiva importancia de la vida privada, tiene una afinidad electiva con un estilo de pensamiento que se da en “racimos de conciencia” compuestos por varios elementos. En primer lugar, la perspectiva del “problem-solving”, por la cual la realidad se encara como algo que el individuo debe aprender a resolver, como si fuera capaz de superar todo, incluidos los límites del mundo social. Hay que aprender a gestionar la vida como si se tratara de un mecanismo y uno fuera un “ingeniero emocional” que puede y debe resolver cuantos problemas se le presenten. En caso de ansiedad ante una carga tan pesada se debe acudir a las agencias especializadas en “procedimientos psicoterapeúticos”. Y la autoayuda es parte de éstos.

El segundo elemento de este estilo de pensamiento es la “progresividad”, la idea de que “las cosas siempre pueden mejorar”, lo que conlleva una visión del mundo “onward and upward” que implica el imperativo cultural del esfuerzo continuo. La paradoja es que esta forma de pensar no genera una sensación de dominio sino, por el contrario, un profundo sentimiento de falta de sentido, de vivir en un mundo sin hogar, sin techo ni resguardo. La cultura de la autonomía, valor clave de la modernidad, engendra su propio malestar.

Tal estilo de pensamiento se difunde no por instituciones primarias —familia, Estado— que constituían las fuentes principales de una certeza bienhechora en la sociedad industrial, primera modernidad o modernidad sólida. Con su declive se sustituyen por instituciones secundarias, como la educación, los medios de comunicación de masas y las asociaciones, desde las religiosas hasta las de ocio. También por un nuevo carril secundario que difunde el discurso psicoterapeútico:

Firmas periodísticas, literatura de inspiración que va desde opúsculos del pensamiento positivo a revistas del tipo de Playboy, divulgaciones de psicología a lo Reader´s Digest, crónicas de sucesos populares y demás articulan lo que de hecho son elementos de significado “último” (Luckmann, 1973, p. 115).

Así, las fuentes de sentido se encuentran en los libros de bolsillo “los libros de bolsillo sobre psicología popular (...), en la literatura oriental mística, las secciones de astrología, la oferta de bioenergía y meditación, y cosas por el estilo” (Luckmann, 1973, p. 75). En esta gama variopinta de instituciones secundarias se hallan las espiritualidades del yo.

Estas entran dentro de un “medio cúltico”, “un conjunto de sistemas de creencias no ortodoxas y desviadas, junto con sus prácticas, y que constituyen una unidad en virtud de una conciencia común de su estatus desviado, y de su orientación receptiva y sincrética” (Campbell, 1972, p. 134). Dicho medio se mantiene vivo por las revistas, libros, panfletos, conferencias, manifestaciones y reuniones informales en las cuales se discuten y difunden creencias y prácticas. Su creencia básica es que la verdad —o la “iluminación”— sólo se adquiere a través de una preparación adecuada. La religión privatizada ofrece un conjunto de significados “que eliminan la rutina de la vida diaria del individuo y dan sentido a la determinación brutal de la crisis de la vida” (Luckmann, en Heelas, 1996, p. 83).

La religión invisible se retoma desde el marco de la individualización, que engendraría un “dios personal” (Beck, 2009). Y en este marco cobran fuerza las espiritualidades del yo que toman prestados sus contenidos y prácticas de diversas religiones. Las espiritualidades del yo actuales, inspiradas en las religiones de Oriente, se proponen alcanzar la felicidad a través de la vía negativa —la ausencia de turbulencias interiores— y se sitúan en el cambio de modelo desde una espiritualidad de morada a otra de búsqueda (Wuthnow, 1998). La primera, propia de tiempos estables, pertenece a un individuo con una identidad “establecida” para el cual la fe es algo dado. Se desarrolla sobre todo en los años cincuenta en los Estados Unidos, en un marco de una estabilidad económica, social y conyugal. Religiosidad estable y orden social coinciden. La pertenencia a una comunidad supone la aceptación de los valores colectivos, incluyendo los religiosos. La espiritualidad de búsqueda es, por el contrario, propia de tiempos inciertos, la practica un “explorador” con una identidad fluida.

Pero ¿qué se entiende por espiritualidad? Habría habido varias olas en dicha cultura: el movimiento romántico del siglo XIX, la contracultura de los años sesenta del siglo XX y la espiritualidad holística del bienestar subjetivo actual (Heelas, 2008). La cultura de la espiritualidad se remonta al llamado giro subjetivo, con su énfasis en el sentimiento como centro de la moral frente a la razón, núcleo del pensamiento ilustrado. Del giro expresivista surgen los valores del autodescubrimiento y la autoexploración, cuyos ecos resuenan hasta hoy. Asimismo, el de la autenticidad, por el cual el interior tiene un valor intrínseco (Taylor, 1989). En la década de los sesenta, durante un periodo de prosperidad económica en los Estados Unidos, tiene lugar el New Age, que ofrece una visión optimista del yo, como agente que experimenta un viaje lleno de experiencias. El cambio cultural de la revolución juvenil y el New Age hace que los valores del individualismo expresivo, la autenticidad en especial, penetren en el imaginario social. Por su parte, la psicología humanista de Maslow y Rogers desarrolla el valor de la experimentación y sobre todo el de la autorrealización, clave en la autoayuda de aquéllos años (Brogan, 2013). La última ola de la cultura de la espiritualidad se daría en los dos últimos decenios 1.

Tanto en las espiritualidades del New Age como en las actuales destaca el presentismo. Sus defensores insisten en un argumento pragmático: las espiritualidades “funcionan” porque transforman la calidad de vida de sus practicantes. “¿Por qué la felicidad y el placer no pueden pertenecer a lo sagrado?” (Heelas, 2008, p. 180). “Trabajar la espiritualidad se entiende y experimenta como si sirviera por encima de lo secular, por tanto, como si fuese capaz de mejorar los asuntos intramundanos” (Heelas, 2008, p. 187). Por el contrario, para sus críticos, la práctica de la religión invisible, del dios personal y de las espiritualidades orientalizantes forman parte de la cultura psicoterapeútica, centrada ahora en el imperativo de la felicidad (Carrette y King, 2005).

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No es fácil especificar los presupuestos de la autoayuda de las espiritualidades del yo, tanto por su contenido ecléctico como por las tensiones internas de dicha vía a la felicidad. Se entiende más por lo que niega que por lo que afirma. Se pueden esbozar, en primer lugar, los presupuestos filosóficos. Las llamadas “selling spiritualities” tienen a la vez una trascendencia ontológica, que apunta a una realidad no empírica, y una trascendencia personal que busca la mejora psíquica del individuo. Frente al dualismo de la tradición occidental, que enfatiza la separación entre mente y cuerpo, espíritu y materia, las espiritualidades se sustentan en un monismo que prioriza mente y espíritu. Cada ser humano es parte de un organismo mayor lleno de una vaga “energía”. Esta es a veces un motor de la acción, un “campo”, otras una fuente de “esperanza”, una virtud que da un sentido a la vida. El cambio de energía se hace “a voluntad”. “Somos conciencia pura (...) tu cuerpo existe en tu conciencia, campo de todas las posibilidades y de la creatividad infinita” (Chopra, 1996, p. 23). Vinculado al monismo, propio de las religiones orientales, se afirma un vago holismo en la unión entre mente y cuerpo que explica salud y enfermedad. Dicha conexión se conecta con la creencia en la curación, física y psíquica, a través de la mente. Así, se defiende un mentalismo clave en el relato espiritualista del yo y en la concepción de la felicidad. Hay que vencer al dolor físico, que es para la medicina holística un signo de la disfunción entre cuerpo y mente, y un mensaje para iniciar el camino del cambio personal. Y sobre todo hay que sobreponerse al dolor psíquico.

Tres son las ideas centrales de dicho mentalismo, que coinciden con la tradición del pensamiento positivo. Primero, que los pensamientos son “fuerzas” que irradian energía y pueden transformar el mundo exterior, atrayendo o repeliendo personas y acontecimientos. Segundo, que son las creencias las que causan las enfermedades del alma y del cuerpo; por tanto, si se cambian aquéllas vendrá la curación. Frente al modelo biomédico, que entiende la enfermedad como un proceso fisiológico, las espiritualidades holísticas siguen un modelo organicista, como resultado de un desequilibrio en el organismo humano. La enfermedad tiene pues causas psicológicas y espirituales. Así, la curación deviene una experiencia trascendente. Y la liberación del sufrimiento adquiere un componente salvacional. La clave es, como en la vía positiva a la felicidad, la actitud de la mente, que sanará si mudan las condiciones psicoespirituales que causaron el malestar. Tercero, que el pensamiento puede controlar la realidad exterior. De ello se deriva una poderosa sensación de dominio:

Cuando defiendes algo con fuerza en tu mente y tienes asociaciones positivas con ese pensamiento que atrae cosas hacia tí, y yo tengo muchas, muchas pruebas de eso, es realmente un buen sistema (...) Es una creencia muy pagana. Tienes que tener un sentido de responsabilidad muy fuerte en cada situación (...) Tienes el control. Mucha gente cree que es víctima de una situación, pero en realidad atraes hacia ti aquello que es más afín. (Mercadante, 2014, p. 149, énfasis mío)

En cuanto a los supuestos psicológicos destaca la importancia de la curación y el crecimiento interno. Hijas de la cultura expresivista y del valor de la experiencia, las espiritualidades del yo recalcan que el camino que ofrecen redunda en un crecimiento interior y el desarrollo que ofrece nuestro “potencial”.

Un supuesto que comparten con la tradición del pensamiento positivo es que la mente es moldeable. Ello contiene la promesa del cambio interno, imán principal de la autoayuda: “Hoy quiero ser nuevo” (Chopra, 2010, p. 306); “la fe es la seguridad interior de que el cambio radical puede suceder y sucederá” (Chopra, 2010, p. 237). Si desarrollamos nuestro potencial tendremos la clave para modificar las vivencias y acceder a una realidad distinta, la que nosotros creamos: “Tú eres el creador del mundo interior y del exterior” (Chopra, 2012, p. 118). El supuesto de que creamos nuestra realidad a través de creencias y actitudes conduce al mandato de ser activos para mejorarla. Así, el proyecto de cambio personal confiere sentido a la vida, un objeto y dirección en las sociedades destradicionalizadas:

Que la vida no tiene sentido no es más que otra creencia limitadora y paralizante. Si nosotros hemos creado nuestra realidad podemos usarla como un espejo. Podemos preguntarnos por qué ciertas cosas aparentemente sin sentido e “injustas” nos suceden, en vez de elegir el camino fácil de culpar al resto del mundo (o de <atribuirles> su carácter “absurdo”). Podemos descubrir que, bajo la superficie de acontecimientos aparentemente desconectados y sin sentido, existen pautas emocionales profundamente asentadas en nuestro pensamiento y conducta que han actuado para traer dichos acontecimientos. Todas las circunstancias en nuestras vidas no son pues casualidades sin relación sino lecciones profundamente significativas sobre nosotros mismos. (Hanegraaf, 1996, pp. 245-6)

Que creamos nuestra realidad porque ésta es consecuencia de nuestras acciones es evidente. Pero la literatura de autoayuda radicaliza esta obviedad. Y afirma que si mudamos nuestra forma de pensar y de sentir la realidad exterior cambiará en nuestro provecho, según la cita de Chopra de más arriba. Además, la desdicha no será ya resultado de circunstancias ajenas a nuestra voluntad sino de un patrón subjetivo susceptible de mejora. Su control no sólo nos libera de nuestra suerte, sino que da a nuestras circunstancias un componente de transitoriedad. Lo que nos sucede es resultado de cómo somos, es decir, posee un sentido subjetivo, una lógica interna psicológica, que podemos modificar. De ahí que el cambio interno para conseguir la felicidad negativa sea la nueva forma de salvación.

Dichas creencias no implican que la realidad deba ser alterada. Por el contrario, el constructivismo de la autoayuda espiritualista se alía con una actitud pasiva. Transformamos nuestro interior y aceptamos el exterior traduciendo lo social a un lenguaje psicoterapeútico. Cuanto nos suceda ha de ser aceptado y visto como una “oportunidad” para profundizar en nuestro camino. No hay nada ni nadie a quien culpar de nuestra felicidad o desdicha, de nuestra suerte. Nuestros patrones cognitivos y emocionales explican nuestro lugar en el mundo. A quien sigue las espiritualidades del yo se le ofrece un camino de salvación. A quien no, le espera la angustia, ampliada por saber que sólo uno es responsable de cuanto acontezca.

Para lograr el cambio interno y el crecimiento espiritual es menester seguir unas técnicas. La mecánica de la transformación implica repetir afirmaciones (tales como la aceptación incondicional de sí mismo) o “visualizaciones” positivas. (En esto la autoayuda espiritualista no se distingue de la vía positiva a la felicidad). Es conveniente aceptar los problemas, cejar en la lucha y evitar el conflicto: en ello insiste la autoayuda influenciada por el budismo. La creencia de que cada cual es responsable de su estado físico y anímico resulta muy funcional en el marco de la individualización de la propia salud y el cuidado de los otros. Cuando las instituciones —el Estado, la iglesia— y el apoyo de los demás —la familia, la pareja, el círculo de amigos— se debilitan, la ideología de que uno es responsable de sí es muy útil para la industria de la felicidad.

Todo ello enlaza con los supuestos éticos. La responsabilidad de cuanto me ocurra es sólo mía, no cabe mirar afuera ni a los otros. Con ello se disuelve el daño: “Si cada uno crea su realidad externa entonces ya no puedo hacer responsables a los demás de mis problemas; por el contrario, uno se apercibe de que si se le hiere es porque en cierta medida, se permite que así sea” (Hanegraaf, 1996, p. 301). La responsabilidad reflexiva, la atribución a mí mismo de cuanto me ocurre hace que el daño desaparezca y pierda su sentido moral para adquirir un carácter psicológico. El daño no es el resultado del mal que me infligen los otros sino la manifestación de una mente débil, producto de una autoestima insuficiente. El sujeto fuerte no permite el abuso de los demás ni se resguarda en una identidad de víctima, que “crea protagonismo y rechazo”. Nada ni nadie exterior pueden dañar, a nada ni a nadie se puede culpar por el propio dolor “porque lo que se comparte con el otro no es una opinión ni una creencia. Es un sendero” (Chopra, 2010, p. 139). Ni daño, ni ofensa.

Por su parte, el sufrimiento no se entiende sino como un problema psicológico. Liberarse del sufrimiento no es una empresa moral orientada por el faro de la fortaleza, como defendía el estoicismo, la escuela antigua más importante en la vía negativa a la felicidad, sino la tarea principal para transformar el yo. El sufrimiento proviene sobre todo de “acciones egocéntricas” y de “creencias erróneas”. La supresión del dolor es el centro de la autoayuda. La eliminación del sufrimiento era crucial en la tradición positiva de la felicidad. Pero en la vía negativa resulta forzada. Sobre todo en las espiritualidades influidas por el budismo, que lo acepta plenamente.

Con la interpretación psicologicista de la ofensa, el daño y el sufrimiento, el mal que infligen los otros desaparece. Asimismo, la distinción entre el bien y el mal: “No voy a decir que sea malo matar a alguien. Eligen hacerlo. No va a servir para la evolución de su alma. No se van a poner en el carril más rápido... pero llegarán independientemente de cuantas desviaciones tengan que tomar” (Mercadante, 2014, p. 139), afirma un practicante de la mindfulness. Defensa de un relativismo moral en su insistencia en no juzgar —ni siquiera el asesinato— las acciones ajenas. Frente a la afirmación de una ley moral (el mandamiento de “no matarás”) se apela a la libertad (“eligen hacerlo”). Y la libertad de elección es el marcador cultural esencial de nuestro tiempo. Ello enlaza con una moral emotivista en la cual las preferencias, los deseos y los gustos individuales constituyen el criterio del juicio: “Creo que los humanos tienen potencial (...) No diría que los seres humanos son inherentemente egoístas o amables: diría que tienen capacidad de elección” (Mercadante, 2014, p. 145).

Las espiritualidades de yo enfatizan, más que otros códigos, el valor de la autoaceptación. Hay una tensión entre los mandatos de que hay que cambiar y a la vez aceptarse. Lo primero sigue la tradición del pensamiento positivo. Lo segundo se relaciona con un trato “compasivo” con uno mismo, más propio de las espiritualidades del yo. El cambio no iría en pos de un yo afirmativo sino de una mentalidad abierta a comprender los propios fallos. Es preciso deshacerse de pautas negativas de pensamiento, sentimiento y acción. Otra tensión está en la necesidad de autosuficiencia y a la vez de sentirse protegido. El mandato de ser fuerte se ve en la imagen de uno como un niño. “Reemplaza el sentimiento de los niños con un sentimiento de fuerza actual (Hanson y Mendios, 2011, p. 110). Y al tiempo se recomienda la ternura autorreferenciada: “vete a ti mismo como a un niño digno de cuidado”. Mensajes contradictorios: necesidad de mantener la fortaleza y de reconocer la propia vulnerabilidad. Confusa es también la recomendación del código espiritualista del perdón. Primero hacia uno mismo, un perdón autorreferenciado y entendido como una comprensión genérica de nuestras debilidades psicológicas. Segundo hay que seguir el mandato del perdón a los demás, en donde entran consideraciones utilitarias. El perdón resulta beneficioso para uno mismo, y es superior a la dilapidación de energía que supone estancarnos en el resentimiento. El perdón no es pues un mandato moral sino psicológico.

Tras los supuestos filosóficos, psicológicos y éticos, cabe esbozar los supuestos sociológicos. El objetivo del New Age y de las espiritualidades de la vida es superar al yo, o al ego, al que prefieren referirse los libros de autoayuda. La persona es una máscara, se dice, un “falso yo” sujeto a “condicionamientos”. El yo está lleno de pensamientos que no le son propios: “Has asimilado cientos de voces de un ambiente más amplio (familia, amigos, medios masivos y sociedad en general) para que te hablen desde el interior de tu mente” (Chopra, 2010, p. 165). Tales voces nos han hecho adquirir una imagen propia falsa, con frecuencia negativa, así como “hábitos rígidos” y creencias falsas. Por ello necesitamos enfrentarnos al statu quo y desprogramarnos (Chopra, 2010, p. 165). Esto es, reestructurar las creencias, liberarnos del pasado y del juicio ajeno: “El propósito externo es sólo un juego que juegas por gusto” (Tolle, 2006, p. 122). Por tanto, debemos trascender las reglas y normas sociales, vigas de un teatro del engaño donde desempeñamos un rol que oculta el auténtico yo. “Dependemos de aquel ‘como si fuéramos niños’” (Chopra, 2012, p. 56). No ofenderse con tales opiniones nos haría “invulnerables” (Tolle, 2006, p. 228). En este distanciamiento de la sociedad hay que alejarse de las relaciones dañinas y en general de los apegos, en lo que insisten las espiritualidades inspiradas en el budismo. De manera más radical, es necesario “despojarnos de nuestra imagen en el espejo”, es decir, de la mirada del otro, que es lo que constituye la identidad desde un punto de vista sociológico. Una perspectiva que la autoyuda ignora. Libres de dependencias, debilidades y miradas, tendremos menos “turbulencias”.

La necesidad de despojarse del yo social, así como la imagen del espejo y las normas sociales, que sólo crean “condicionamientos”, conduce a una idea de la sociedad como el ámbito de la manipulación y la dependencia. “Todo se describe como si la realidad exterior, la acción, los demás seres humanos y el peso de las situaciones no existieran en absoluto” (Revel, 1998, p. 92). Lo importante es el crecimiento interno, la paz espiritual y la ausencia de conflicto, que remiten al ideal de felicidad negativa.

La autoayuda espiritualista contiene dos conceptos de felicidad. En primer lugar, el positivo, propio del New Age y relacionado con la energía y su poder para atraer bienestar y riqueza. El segundo y más importante, negativo. El sentido positivo se encuentra sobre todo en Deepak Chopra, que defiende que el dominio sobre uno mismo proveerá abundancia, dinero y éxito (Chopra, 1996, p. 122). “Si usted sabe generar, almacenar y gastar la energía de manera eficiente, podrá crear cualquier cantidad de riqueza” (Chopra, 1996, p. 69). La energía es un estímulo para el éxito. Nada es posible en ausencia de energía, puesto que “las esperanzas, los deseos y los sueños deben alimentarse de luz, de luz del sol” (Chopra, 2010, p. 278).

Enlazada con la energía se encuentra la felicidad, “finalidad de la vida, meta de todas las metas”: “Nuestro estado natural es la alegría, la tranquilidad, la realización espontánea. Cuando no experimentamos este estado es porque hay contaminación (...) resultado de emociones, relaciones o hábitos tóxicos” (Chopra, 2010, p. 66). Que la felicidad resulta clave para el éxito era una creencia propia de la vía positiva a la felicidad. Se repite ahora a través de la vinculación entre el logro mundano y la superación de los impedimentos, siempre internos, para el desarrollo de una identidad sana: “Las personas infelices no son exitosas porque interpretan las frustraciones como problemas mientras que las felices las entienden como retos, y no hay logro ni dinero alguno que pueda modificar esta ecuación” (Chopra, 2012, p. 12). El concepto positivo de la felicidad se alía ahora con el éxito y el logro social.

Esta concepción expansiva de la felicidad está íntimamente relacionada con el triunfo y éste con un yo fuerte y seguro. “Me cuido a mí mismo por mis logros. El éxito es la única alternativa. La fe en uno mismo está en relación con el logro” (Chopra, 2010, p. 226). La base de tal optimismo es el poder omnímodo de la conciencia. Así, se puede elegir ser feliz y ello moldea el cerebro, aunque esté programado para la infelicidad si la infancia ha sido desgraciada (Chopra, 2010, p. 15). Dicha afirmación, que pretende vencer el determinismo, familiar y genético, se vincula estrechamente con la libertad de elección.

Siguiendo con el ideal afirmativo de la felicidad, además del poder de la energía, que consigue el rejuvenecimiento y el triunfo, hay que obedecer a la “ley de la entrega”, por la cual se esboza una identidad tendente a la generosidad donde circula la energía: “Cuanto más entregue usted, más recibirá, pues mantendrá circulando en su vida la abundancia del universo” (Chopra, 1996, p. 43). Junto a este concepto del yo seguro, orientado al logro, Chopra esboza el ideal contrario, un yo sin contornos, fluido y espiritual: “No tengo autoimagen. La gente se siente atraída por mí en términos de alma a alma”. Desde este otro yo se desarrolla un ideal de felicidad negativa y restrictiva que domina las espiritualidades de vida, centrada en alcanzar la paz interna. Es precisamente el empeño por ser felices lo que nos lleva a la desdicha. Asimismo, los constantes esfuerzos por eliminar la inseguridad, la incertidumbre o el fracaso, entre otros estados de ánimo “negativos” que agravan la ansiedad. Si el veneno que la tradición del pensamiento positivo inocula es el imperativo de ser feliz, su antídoto estaría compuesto por la aceptación y la serenidad.

Con la felicidad en su sentido negativo viene la necesidad de desapego: de los vínculos, de las posesiones y del propio yo. Ello conlleva la anulación del deseo, clave en el estoicismo. La actitud de desapego o el ejercicio de “soltar” en vez de poseer, conduce al mandato del distanciamiento en relación a las propias emociones: “Sé observador y no luches contra el sufrimiento porque se creará más conflicto interno” (Chopra, 1996, p. 66). Se repite la conminación a controlar la mente: “El sufrimiento lo creas tú mismo mientras la mente no observada dirija tu vida” (Chopra, 1996, p. 64). De nuevo el sufrimiento es resultado de la ausencia de control mental, un fallo psicológico.

Vinculado al desapego y al distanciamiento emocional se encuentra el mandato de cesar en la lucha, “incluso aquélla para conseguir la felicidad, la comodidad, la sabiduría y la salvación” (Trungpa, 1985, p. 217). El camino al conocimiento, inseparable de la paz interna, exige paciencia; constituye una suerte de revelación, la iluminación que se busca a través de la meditación. En los antípodas del racionalismo humanista occidental, centrada en la acción del individuo, que ha de domeñar el mundo externo y el interno, las espiritualidades del yo recomiendan la suspensión de la razón y el análisis, incluso del debate en la vida cotidiana. Con ello también desaparece una de las fuentes de conflicto: “Nunca nadie ha sido feliz al demostrar que tenía la razón. El único resultado es el conflicto y la confrontación (...) No existe tal cosa como la única perspectiva correcta. Lo correcto es lo que se ajusta a tu percepción” (Chopra, 2012, p. 84). En una equiparación simplista entre el debate racional y el enfrentamiento, y conectándolo con la felicidad, se afirma el relativismo cognoscitivo. Se trata de no discutir y por ende no defender nada para no generar choques con el otro y desazón interna. La racionalidad se sustituye por una vaga recomendación de que la sensación domine al análisis: “Siente el mundo en vez de tratar de entenderlo” (Chopra, 2010, p. 306). Asimismo, se aconseja que uno se tome la vida “de forma no personal” para “mantenerse en la superficie”, apuntando a un sujeto maleable.

La prédica del desapego se une a la de la “rendición” a los empeños del ego, al deseo, al resultado de la acción:

No busques ningún estado diferente del que tienes; así no producirás conflicto interno ni resistencias inconscientes. Perdónate por no estar en paz. En el momento en que aceptes completamente tu falta de paz la no-paz se transformará en paz. Este es el milagro de la rendición. (Tolle, 2006, pp. 228-9)

Tal mandato de rendirse entronca con el valor de la fortaleza interna. Pero la afirmación de uno mismo se contradice con el proyecto de borrar el ego. O el yo se rinde y se anula, o se afirma para controlar una mente que le hace padecer. Esta es una tensión no resuelta en este tipo de autoayuda: “Podrás decir: “yo me basto a mí mismo” (Chopra, 2010, p. 313), de otro modo te faltará siempre algo. Así quien emprenda el camino de la rendición “se encuentra donde todo encaja como debe ser” (Chopra, 2010, p. 225).

Se encuentran críticas a las emociones negativas, muy parecidas a las de la tradición del pensamiento positivo. Se condenan la ira, la desesperación y “la negatividad”: “la energía negativa es contagiosa” y produce “contaminación psíquica” (Chopra, 2010, p. 224), “la infelicidad se transmite más fácilmente que las enfermedades físicas”. Asimismo, se critica la queja, que le convierte a uno en víctima, y la autocompasión: “Exprésalo si es necesario pero no crees un guión mental con el dolor”. Hay pues un mandato contradictorio en un mismo autor. De un lado se critica la queja y el dolor como “energía negativa”. Por otro se acepta el dolor, enlazado con la compasión con uno mismo, que adquiere a veces una naturaleza religiosa: “Si no puedes aceptar la situación externa, acepta la interna (...) Ríndete al dolor, a la desesperación, al miedo, a la soledad o a cualquier otra forma que adopte el sufrimiento. Abrázalo. Esta es tu crucifixión. Deja que se convierta en tu resurrección y ascensión” (Chopra, 2010, p. 258). El uso de la metáfora religiosa no anula la naturaleza psicológica del sufrimiento “autoinfligido”: “es un guión mental”. ¿Hay que entregarse al dolor como ofrece el discurso espiritualista y la vía negativa a la felicidad como serenidad? ¿O reconocer que es “un guión mental”, como lo explica el cognitivismo de la psicología positiva?

“Creo que el movimiento primordial de nuestra vida nos encamina a la felicidad”, entendida como armonía (Dalai Lama y Cutler, 2004, p. 25), que necesita un entrenamiento y una severa disciplina. La felicidad “se relaciona más con la mente que con el corazón”, y exige que la mente (que se equipara con la “psique” o “espíritu” y que incluye sentimiento, corazón, intelecto y cerebro, en una llamativa amalgama) transforme su perspectiva. Así se conseguirá el equilibrio y la liberación del sufrimiento. Hay que evitar los extremos —según el valor budista de ecuanimidad—, eliminar los sentimientos negativos —el odio, la cólera— y abrazar los buenos, la afabilidad, el “espíritu de amistad” y la compasión, “abrirse al sufrimiento de los otros” (Dalai Lama y Cutler, 2004, p. 218).

Para lograr la armonía es necesario transformarse. Como todas las tecnologías del yo las espiritualidades demandan el cambio de aquel y el abrazo de un nuevo estilo de vida. Los partidarios de la vía negativa proponen un abandono de la existencia orientada al logro y a la consecución de las metas. En especial de las específicas, medibles, alcanzables y limitadas temporalmente. Estas metas SMART —specific, measurable, attainable and time-bounded—, nos alejan de la incertidumbre, condición que hemos de aceptar.

La autoayuda espiritualista incurre en toda suerte de tensiones. Los mandatos contradictorios se explican por el maridaje de autores con repertorios de sentido opuestos. En El arte de la felicidad se mezclan la visión espiritualista del Dalai Lama con la cientifista del neurólogo de orientación “positiva” Howard C. Cutler. Así, se afirma: “si logramos abordar los problemas con decisión y centrar nuestras energías en encontrar una solución, pueden transformarse en un desafío” (Dalai Lama y Cutler, 2004, 163). Por el contrario, la inspiración budista del texto insiste en superar el “egocentrismo”, la importancia que la cultura occidental concede al individuo, y que genera una “confianza falsa” basada en el poder y el éxito. Por ello propone la liberación de todo apego, así como la dependencia de los demás para escapar a la vulnerabilidad.

La mente es maleable y es preciso dirigirla. En un proceso de ascesis donde el ejercicio de la meditación resulta clave, los conflictos internos se dejan atrás y se alcanza la armonía. Pero, a pesar de la insistencia en la autoaceptación y la compasión, la vía negativa espiritualista aboca a la misma conclusión que la positiva: “Si la felicidad es un estado que depende de condiciones internas, cada uno es responsable de reunirlas” (Ricard, 2005, p. 55). Elegimos la felicidad o la desdicha: hay que desaferrarse de las emociones que nos convierten en juguetes “de nuestros estados de ánimo y corrientes de pensamiento” (Ricard, 2005, p. 134). (¿Dónde queda el abrazo del sufrimiento y la comprensión de nosotros mismos como seres dolientes?). Se insiste en que la desdicha se debe al egocentrismo. Se combate interesándose por los demás, por lo cual “nuestra mente se amplía (...) y nuestros problemas y sufrimiento nos parecen insignificantes” (Dalai Lama, 2010, p. 51). Y sin embargo la compasión y el interés por el otro apenas se desarrollan. La paz interna surge con el desapego y acuña un yo acomodaticio, que ni se queja ni demanda atención, y que se difumina con la eliminación de las referencias a los otros, a los vínculos, a la sociedad. En suma, a las fuentes del sufrimiento.

Quejarse es siempre no aceptar lo que es, y conlleva invariablemente una carga de inconsecuencia y negatividad. Por tanto, cambia la situación emprendiendo una acción o expresando lo que piensas siempre que sea posible; abandona la situación o acéptala (...) Si no puedes hacer nada, abandona la resistencia interna. (Tolle, 2006, p. 115)

Como en la vía positiva, la autoayuda espiritualista condena la queja, la crítica y la desdicha. En su intolerancia con quien no consigue transformarse coincide con aquélla: “al falso yo infeliz que se identifica con la mente <en vez de vivir el ahora> le encanta sentirse desgraciado, resentido o compadecerse de sí mismo no puede sobrevivir” (p. 116). La infelicidad se entiende como una treta. Una treta tendida hacia un vacío puesto que los otros quedan reducidos a sombras de la dramaturgia social o no se les debe pedir ayuda. No se entiende cual sea el beneficio de ese “yo falso infeliz”. Sólo a uno mismo se puede atribuir la infelicidad cuando ésta se vincula a causas psicológicas, a la incapacidad de domeñar la mente, de dejarse llevar por las emociones, de ser vulnerable a los embates de los vínculos.

Además de liberación de conflictos y de armonía con uno mismo y con el mundo, la felicidad es plenitud. “El poder del ahora es el de tu presencia, tu conciencia liberada de las formas de pensamiento” (Tolle, 2006, p. 123). Pero esta acepción de la felicidad apenas se desarrolla. Quizá porque lo que promete la vía negativa es una ascesis, un camino donde la plenitud es la “iluminación” que la meditación puede conseguir. Un estado reservado a los pocos.

4

Así sucedía en Asia, donde la meditación era un ejercicio que practicaban sólo los monjes, como parte de una enseñanza espiritual que llevaba toda una vida, en un marco monástico de renuncia y desapego (Wilson, 2014). Como ascesis de la mente, la meditación pretende una paulatina eliminación del deseo, de todo anhelo y apego. Ello debe llevar a la superación de la lamentación y la consternación, sustituidas por la aceptación de cuanto nos acaece. Según la traducción de los primeros autores americanos interesados en la meditación, a mediados del siglo XIX, se buscaba entrenar la conciencia, y ya por entonces se pueden encontrar textos que mencionan la “awareness” como facultad de discernir la realidad. La atención sobre el proceso, más que el contenido, del pensamiento, es el objetivo de la meditación. Pero en la adaptación de los textos budistas que tiene lugar en los Estados Unidos se va dejando de lado el sentido religioso de la meditación para subrayar sus beneficios psicoterapeúticos, como la relajación y la eliminación de la tristeza.

Durante el siglo XX, en especial durante los años sesenta, tiene lugar la adaptación cultural de la meditación reservada a los monjes budistas, a la mindfulness como técnica para aliviar las tensiones de la vida cotidiana y al alcance de todos. En dicha traslación influyen tres movimientos. Primero el Human Potential Movement, del que forman parte, entre otros, Alan Watts, Aldous Huxley y Allan Ginsberg. Segundo, la psicología humanista, centrada en los “peak moments” que teoriza Abraham Maslow. Ambos movimientos influyen en el tercero y más importante, el New Age. Desde los años cincuenta del siglo XX los libros dedicados a la meditación subrayan su aspecto práctico, un ejercicio que contribuye a proporcionar más energía, fuerza y felicidad; también quietud, autocontrol y equilibrio. Si el New Age recomendaba la meditación durante los años sesenta y setenta, desde una cultura expresivista que busca la experimentación en los “estados de conciencia” (Martin, 1981), desde los años noventa y hasta hoy los defensores de dicha práctica olvidan el contexto monástico en el que nace y por ende su naturaleza religiosa.

Se produce así una transferencia de autoridad de lo religioso a lo secular a través de la colonización del discurso espiritual por parte del psicológico. Para ello se opera una limpieza semántica de contenidos esenciales budistas (la inevitabilidad del sufrimiento, la reencarnación, la rueda del Kharma, entre otros) y la meditación se convierte en la mindfulness o conciencia plena, una técnica para la mejora psíquica. La mindfulness es un medio tanto para alcanzar la felicidad en su sentido negativo, como quietud, como para lograr metas positivas como la energía y la eficacia en el trabajo:

La psicología industrial, que se transformó en el vehículo para el movimiento de la mindfulness, también tenía profundas raíces en la cultura americana, de modo que hacia la mitad de siglo <XX> las perspectivas psicológicas habían devenido parte de la visión del mundo general de los americanos contemporáneos. (Wilson, 2014, p. 30)

La mindfulness constituye una técnica para aliviar la ansiedad —un síntoma del estrés, la enfermedad psíquica contemporánea— y saldrá del recinto laboral para convertirse en el camino para curar todo mal:

La práctica budista se ha sacado del ámbito de la religión y se ha transformado en la propiedad de psicólogos, médicos, científicos o consejeros de dietas, contratados por clientes más que por creyentes que no esperan encontrar refugio, leer las escrituras, creer en el karma o en la reencarnación, ni hacerse budistas. (Wilson, 2014, p. 104)

Las motivaciones de la práctica de la mindfulness son múltiples y van desde un vago interés por la espiritualidad, pasando por la mejora de la salud psíquica, la búsqueda de apoyo emocional y la ampliación de los contactos sociales. Los manuales recomiendan que la meditación se haga en grupo.

Uno de los responsables más importantes de esta adaptación cultural es la de Jon Kabat-Zinn. Propone todo un programa de reducción del estres (el MBSR o Mindfulness-Based-Stress-Reduction, aplicado en clínicas por todos los Estados Unidos), y confiere a la mindfulness un carácter médico-psicoterapeútico. En sus múltiples textos Buda aparece como una suerte de sanador, eliminando conceptos esquinados para el lector occidental, como la reencarnación y el nirvana. La práctica de la meditación pasa por la relajación y se centra en el control de la respiración. Para lograr “la atención al sufrimiento y el potencial para la felicidad” se induce al practicante a aceptar lo que le sucede. Asimismo, se insiste en que la meditación ha de extenderse a todos los dominios y momentos de la vida cotidiana; se puede meditar andando o lavando los platos, por ejemplo. La práctica de la meditación logrará una “práctica de la comprensión” (Kabat-Zinn, 2008, p. 99) y un estilo de vida centrado en el presente y más pausado, que enfatiza la importancia del “momento”.

Como en todas las espiritualidades del yo son clave la curación y la emancipación. Se pretende conseguir la armonía interna y una existencia libre de ansias y ataduras. Con la emancipación de todo apego se insiste en que la vida cotidiana puede convertirse en un “milagro” si cada acción se tamiza por la mindfulness. Al cabo, el budismo popularizado deja de ser una religión para reducirse a una práctica. La meditación para las masas:

No requiere ni gurús ni iniciaciones, ni silencio ni devoción, ni restricción moral ni creencias (...) ni paciencia (...) ni comunidad (...). De ser propiedad de los monjes pasa a serlo de los maestros entrenados en métodos tradicionales, posteriormente no tradicionales, para caer finalmente en manos de promotores entrenados prioritariamente como médicos, psicoterapeutas, counsellors, nutricionistas y demás. Eventualmente ha acabado en manos de los autores de la autoayuda. (Wilson, 2014, p. 73-4)

Los gurús más importantes de la vía negativa a la felicidad afirman que la meditación no es una mera técnica. Pero también que no hay nada especialmente budista en la mindfulness. Es “una forma de ser” (Kabat-Zinn, 2008, p. 9) que nos transforma a nosotros y al mundo: “La práctica hace al músculo” (Kabat-Zinn, 2008, p. 15). Con esta metáfora deportiva la meditación muta en gimnasia mental. Es a la vez un medio y un fin: “La vida se convierte en la práctica y ésta nos crea a nosotros” (Kabat-Zinn, 2008, p. 63). La práctica es la herramienta que produce el cambio interior. El marco, ideológico o religioso, de esta nueva “forma de ser”, queda difuso.

Dentro de esta panoplia de vaguedades es cuanto menos curioso que hasta el Dalai Lama considere dicha práctica como no religiosa (Dalai Lama, 2010, p. 141). Otros afirman que pensar se ha convertido en una enfermedad y que hay que “desidentificarse”, domar la mente para anular el yo. Hay que alcanzar la quietud, “acallar el diálogo interno para que no se vuelva compulsivo, escapar a la esclavitud de la mente que se convierte ‘en una verdadera adicción’” (Tolle, 2006, p. 48). Se postula un distanciamiento de las “emociones perturbadoras” y del “ruido mental incesante que impide encontrar el reino de la quietud interior”. Con tal fin no hay que tomar todos los pensamientos en serio sino considerarlos como fenómenos transitorios (como “un clima interno”) y no como “certidumbres permanentes” (André, 2012, p. 74). La metáfora del clima se repite en las enseñanzas de la meditación: las fases bajas de la vida son una suerte de tormenta que pasará. Hay que embridar no sólo las emociones —como defendían los estoicos, enemigos de las pasiones— sino el pensamiento para disolver el yo racional. Así se alcanza la quietud o felicidad negativa. En los grados más elevados de la experiencia meditativa, el practicante logrará desdibujar los límites del yo: “La respiración es tuya (...) Ello delimita tu actitud mental. El poder constructivo o destructivo está dentro” (Dalai Lama, 2010, p. 55).

Así se trasciende la “vanidad” y uno se convierte en espectador de su pensamiento que, suspendido por la atención a la respiración, nos libera del yo. “Respirar en la adversidad es hallar un refugio para la mente” (André, 2012, p. 224). La técnica se ha autonomizado. Se ha convertido en un fin: “No debes intentar modificar lo que sientes ni tratar de consolarte o serenarte. Sólo estar presente. Respirar bien, no “querer” otra cosa que pegarte a la respiración, observando lo que sucede en ti” (André, 2010, p. 74).

El adelgazamiento del contenido religioso se acentúa en los últimos años con las aportaciones de la neurociencia. En los textos de autoayuda espiritualista se solapan repertorios de sentido diferentes; así, el psicológico, el espiritualista y el científico. Hasta ahora la promesa que se hacía al lector era el cambio del yo, centrado en el estilo de pensamiento y la orientación emotiva. Dicho cambio traería felicidad. La autoayuda espiritualista actual, que se inviste de legitimidad científica, avanza un paso más: promete no sólo la mudanza del carácter sino también la plasticidad del cerebro. Y con ello se ofrece la liberación de otro determinismo, tras el del entorno social.

“Nuestras redes neuronales pueden encender la satisfacción, la amabilidad y la paz” (Hanson y Mendios, 2011, p. 11). Así, los objetivos de las prácticas contemplativas contienen una mezcla de realización espiritual —lograr serenidad, sabiduría, amor— y psicológica: satisfacción, amabilidad. Este híbrido entre la psicología y la espiritualidad encaja con un fuerte eclecticismo teórico. Puesto que el budismo es más un conjunto de técnicas que una religión, cabe la ambigüedad entre el agnosticismo y la espiritualidad. “Creemos en algo trascendental implicado en la mente, llámese Dios, Espíritu, Naturaleza, Buda, la Tierra. Sea lo que fuese, está más allá del universo físico. Como no puede probarse (...) es importante (...) respetarlo como posibilidad” (Hanson y Mendios, 2011, p. 17). Tal declaración de principios permite transitar del lenguaje cientifista al espiritual, primando ya las técnicas, ya los valores.

Se trata de “reprogramar el software”, de transformar la conciencia. “Cuando cambias el cerebro cambias tu vida; por tanto, tienes tu vida en tus manos” (Hanson y Mendios, 2011, p. 11). El discurso científico llega a las mismas conclusiones que el resto de la autoayuda: si la felicidad o el bienestar dependen de nosotros, somos los únicos responsables de su ausencia. Sólo nuestras carencias explican el sufrimiento, consecuencia de la renuencia a practicar los métodos para deshacerse de él. Las causas profundas del dolor no se contemplan, sólo sus manifestaciones, que pueden ser aminoradas. El sufrimiento se identifica con la ansiedad y la irritabilidad, unidas a una “mente confusa, no preparada”: “El sufrimiento es físico: atraviesa tu cuerpo a través del sistema nervioso simpático y el eje hipotalámico-pituitario-adrenocortical-endocrino” (Hanson y Mendios, 2011, p. 59). La legitimación científica del código de conducta espiritualista hace más coactivo el mandato de deshacerse del sufrimiento cuyo origen es, siempre, psicológico, pero que se espesa, por así decirlo, dejando una huella física, mnénica.

El mensaje está claro: cambiar el cerebro. Los medios son modificar el estilo de pensamiento—el llamado software— y lograr la desidentificación, trascender el ego: el hardware. Pasar de un estilo de pensamiento negativo a uno positivo. (Con ello se recupera en el discurso espiritualista el voluntarismo optimista de la vía positiva a la felicidad). Frenar la actitud continua de alarma y de alerta, estimular las inclinaciones optimistas, e inhibir de la conciencia las pesimistas: “Deposite el contenido negativo en las viejas heridas, suavizando los sitios doloridos con un bálsamo cálido, rellenando huecos” (Hanson y Mendios, 2011, p. 79). También hay que “recuperar los tonos sentimentales de la maquinaria del ansia, neutralizando sus reacciones” (Hanson y Mendios, 2011, p. 113). Se trata de pertrecharse de un “blindaje sentimental” que logre un parachoques ante los sentimientos extremos, y lograr la “ecuanimidad” (Hanson y Mendios, 2011, p. 113) budista.

La ganancia derivada de estos ejercicios es la fortaleza. Pero de cómo se alteran los malos recuerdos, que se codifican con la repetición de los eventos en grupos de neuronas, se dice poco. Nada nuevo con respecto a las técnicas al uso: afirmaciones repetidas de la propia valía, “visualizaciones” de una imaginación positiva, diarios de estados de ánimo y sobre todo meditación: “Convoca el tiempo en el que te sentías verdaderamente fuerte (...) Fuerza en tu respiración, energía en tus brazos y en tus piernas. Esa misma energía bate hoy en tu poderoso corazón” (Hanson y Mendios, 2011, p. 110). Los textos con legitimación científica vuelven así a los mandatos del pensamiento positivo que persistía en la voluntad para la mutación. De nuevo, mensajes contradictorios por la coexistencia de repertorios distintos: el científico, que ordena la fortaleza, de un lado; y el espiritualista, que preserva el valor de la vulnerabilidad, de otro. También se mezcla el psicológico, que remite al peso de la infancia, con el espiritualista, que aconseja la autoaceptación: “Sustituye la vinculación de tipo inseguro, evitador o ansioso, propio de la infancia, por el de la seguridad; en tus relaciones busca personas protectoras o fiables” (Hanson y Mendios, 2011, p. 97). Hay que ser fuertes, como adultos que somos, y reconocer la propia vulnerabilidad, como niños que fuimos.

Puesto que el cerebro se puede modificar, la legitimación cientifista afirma que es posible cambiar el estilo de pensamiento, que se origina en la infancia. En concreto, en la vinculación con los padres que, si fue “desconectada”, nos creará “pautas apego desorganizado”. Los consejos para superar estas trabas y lograr la felicidad transitan entre la recomendación de buscar relaciones “seguras y merecidas”, a cambiar la narración de nuestra vida (Siegel, 2011), como si el propio relato, dependiente de las vivencias, pudiera modificarse a voluntad. También se recomiendan buscar toda suerte de “refugios”, como darse un baño prolongado, ir a un templo, buscar a la pareja, a los amigos o a un “maestro” (Jesús, Moisés, Buda, Mahoma) (Hanson y Mendios, 2011, p. 99). Todo vale para mudar el cerebro. No está claro cómo conseguir borrar las huellas mnémicas que deja una infancia desgraciada. Pero se sigue afirmando que somos responsables de nuestro sufrimiento: “Somos carceleros de nuestra propia prisión”.

Se insiste en que, para evitar sufrimiento por la llamada desidentificación, se precisa el desapego del yo: “Cuanto menos yo hay más feliz eres” (Hanson y Mendios, 2011, p. 203). Hay que hablar poco de uno mismo, ser humildes en vez de buscar la alabanza. Pero también se reconoce la necesidad de la aprobación y el respeto de los otros, fuente de seguridad en uno mismo: “La empatía, la alabanza y el amor de los demás se internalizan en las redes neuronales que soportan las sensaciones de confianza y autovaloración, especialmente durante la niñez” (p. 217). Por tanto, quien no ha poseído ese apoyo, “tendrá un agujero en el corazón” (p. 215). Para llenarlo “hay que renunciar a ser importante. Siente la paz de la rendición”. Es decir, negación de la asertividad.

Pero el lector de la autoayuda vive en sociedad. De ahí la necesidad de reconocimiento. La asertividad logra una comunicación efectiva, por eso se recomienda hablar echando el cuerpo hacia delante y alzar los hombros. La asertividad también se vincula con la “dicha de la ausencia de culpa o remordimiento” (p. 147), en una llamativa condena para el discurso de las espiritualidades del yo que sostienen una perspectiva moral del mundo. Recordemos que el discurso espiritualista bebe de fuentes religiosas. La asertividad se vincula también con el distanciamiento de la sociedad: “no importa lo que hayan hecho los demás, su conducta no te controla a ti” (Hanson y Mendios, 2011, p. 147).

A pesar de estas tensiones, el discurso espiritual-científico defiende la compasión. Primero, desde una perspectiva utilitaria la compasión es una virtud de conveniencia: “aumenta la probabilidad de que otros te traten bien en correspondencia. Y (...) te coloca en un punto de superioridad moral” (p. 148). Segundo, es la disposición a ser conmovido por otro, y por ello tiene valor moral. La compasión se enlaza con la benevolencia y ésta con la felicidad; compasión y altruismo generan un sentimiento de unión (Dalai Lama y Cutler, 2004, p. 199). Por el contrario, cuando “mi visión permanece atascada en la pequeña casilla es cuando sufro” (Boorstein, 2010, p. 97). Tercero, y sobre todo, se entiende como la atención a uno mismo, como autoaceptación. Por ello se recomienda ponerse la mano en la mejilla o en el corazón (p. 165) y enlaza con la “amabilidad” hacia sí. La compasión con uno mismo, mandato propio de una literatura dirigida a gente que sufre, ha de sentirse también por los demás, los animales y las plantas, así como por los “grupos: niños, enfermos, socialistas y populares” lo que amplía la idea de “nosotros”. Desidentificación —valor budista— y compasión inespecífica van de la mano. La compasión en su segundo sentido, como sufrir con otro y por tanto entender el valor de los demás, se difumina. En esta amalgama de sentidos de la compasión, tanto autorreferenciada como social, se funden “el calor y los buenos sentimientos”: “ábrete a la sensación de que estás recibiendo compasión: en el interior de tu cerebro, la fuente real de los buenos sentimientos no importa mucho; tanto si la compasión viene de ti como de otro, deja que te invada la sensación de ser cuidado y acariciado” (Boorstein, 2010, p. 54, énfasis mío). La compasión, no es un sentimiento moral sino una actitud psicológica.

La compasión es sobre todo autorreferenciada. Cuando la mente se siente confusa y asaltan el sufrimiento y el dolor hay que decirse: “Cariño: estás sufriendo: relájate. Respira. Vamos a analizar profundamente lo que está pasando y (...) averiguar lo que podemos hacer” (p. 7). Del mismo modo, “si se me notifica que mi mejor amiga se está muriendo, la instrucción adecuada es: “Presta atención al sentimiento de angustia” (p. 181). No hay alusión a la tristeza por la pérdida de un ser querido, porque el otro no se menciona. Lo importante es el autocontrol del pensamiento perturbador y el desapego del yo. Incluso la muerte de un próximo es una oportunidad para ejercitar la fortaleza: “Recordad que la voluntad que mantengo con cualquier situación, incluyendo la respuesta emocional, se encuentra bajo mi control” (p. 160). Vuelve el valor nuclear de la vía positiva a la felicidad, la voluntad. Vuelve el autocontrol de la emoción. ¿Dónde queda el desapego del yo?

Para familiarizarse con el proyecto de desidentificación hay que abrazar la idea budista de impermanencia, de que nada dura y de que, por tanto, no cabe asentar la felicidad en lo exterior. Así —se dice— ocurre con los hijos, que acabarán por independizarse; con la carrera profesional, que antes o después decepcionará; incluso con la propia respiración, que llegará a su fin. A parecidas conclusiones llegaban los estoicos. Lo paradójico es reencontrarlas en textos que concatenan la defensa de la espiritualidad con argumentos científicos. La meditación se presenta como el remedio del ansia. Y lleva tanto a la suspensión del yo como a su fortalecimiento. La búsqueda de la felicidad negativa pasa asimismo por rituales de origen budista como son la repetición de mantras, que ayudan a la autosugestión: “Espero poder librarme de la ansiedad y el peligro, espero tener felicidad mental, espero sentir el alivio del bienestar” (Boorstein,2010, p. 68). Al cabo, las espiritualidades centradas en la meditación, reducida a una mente centrada en la respiración, abocan a un objetivo místico: “piensa para ti mismo: “¡Que aparezca el éxtasis. Que aparezca la dicha¡” (Hanson y Mendios, 2011, p. 100). El difícil encaje entre una legitimación científica y una moral, donde el otro aparece y desaparece, produce mandatos híbridos.

5

El contexto de la búsqueda de la felicidad es la sociedad destradicionalizada e individualizada. En ella se afirma una cultura psicologista que afirma que todo problema tiene solución, así como la libertad de elección como marcador cultural clave. Ello encaja sobre todo con la vía positiva a la felicidad y su sujeto voluntarista y emprendedor. Pero también, en el marco de la destradicionalización, tiene lugar la vía negativa a la felicidad, como búsqueda de serenidad y de ausencia de inquietud interna. La autoayuda de legitimación espiritualista bebe del budismo y expresa una religión invisible, que confiere sentido a la incertidumbre y contingencia de la modernidad tardía. La liberación del sufrimiento, materia de la felicidad en su sentido negativo, será la nueva salvación moderna, no ya en un sentido religioso como psicológico, porque de lo que se trata es de cambiar el yo. La salvación tiene una naturaleza psicológica porque el cambio del yo —del pensamiento y de la emoción— dota de un sentido a la desdicha, resultado de una forma de ser individual transformable, y no de circunstancias sociales ni determinaciones genéticas.

De la autoayuda espiritualista se infiere que el dolor tiene una naturaleza puramente psicológica y es afín a un yo disminuido, ya que a nada ni a nadie se puede hacer responsable de la propia dicha o desdicha. La sociedad se ha puesto entre paréntesis, los otros —causantes del sufrimiento como creen los clásicos de la felicidad negativa, como los estoicos, Hobbes o Freud— se han desvanecido. Sólo queda un yo del que es preciso desprenderse —como indica el budismo— pero que también se puede moldear, como informa la neurociencia. Por tanto, uno solo es responsable de alcanzar la serenidad, de controlar los pensamientos invasivos y la comparación social que añaden desdicha. La sociedad, la comparación con los pares, las metas sociales y la persecución del logro han desaparecido.

La autoayuda espiritualista abunda en contradicciones por la mezcla de lenguajes que maneja. En primer lugar, la psicología positiva y su sujeto voluntarista; en segundo lugar, y ello pretende ser el corazón de su discurso, el neobudismo y su designio de borrar el yo, los deseos y los apegos, y en tercer lugar la neurociencia, que abraza la meditación convertida en una técnica como clave, la mindfulness, para deshacerse de toda tensión interior. Así, los mandatos predican a la vez la necesidad de cambiar y aceptarse, de dejar de ser un niño que se queja y de convertirse en él para experimentar un cuidado autorreferenciado para la supervivencia. La compasión es simultáneamente abrirse al sufrimiento de los demás —en clave religiosa, budista— y ser amable con uno mismo, así como el perdón es una actitud conciliadora con los otros y a la vez una herramienta de superioridad moral en una sociedad que sólo aparece en huecograbado, pero que exige una presentación asertiva. La mindfulness aconseja tanto la serenidad del monje como la asertividad del trabajador en una ocupación inestable.

No sólo es contradictorio el mandato de cambiar y aceptarse plenamente. También el del control y el del distanciamiento de sentimientos y pensamientos, considerados como una “adicción”. El autocontrol remite a la condena de la queja y al consejo de “cesar en la lucha”. En la búsqueda del logro y del reconocimiento de los demás que, como muy bien sabe la sociología, constituyen la fuente de la identidad. Y por ende de la felicidad. Por su parte, el mandato de control emocional recuerda a la vía positiva y al empeño en la mutación del estilo de pensamiento “negativo” al “positivo” y a un sujeto racional que embrida sus pasiones. Pero la autoayuda plantea un individuo no racional, que trata de deshacerse del yo y sus apegos. El mandato de distanciamiento abandona todo empeño y se rinde al sufrimiento esperando encontrar la paz interna, la serenidad, única felicidad posible. Estas tensiones se explican por la colonización del lenguaje espiritualista, que tiene al budismo como marco, por parte del psicológico. Por si fuera poco, la autoayuda espiritualista marida extraños como el budismo y la neurociencia, haciendo de la meditación el ancla de la tranquilidad, del desapego, de la disolución del yo. Pero la convierte en un ejercicio gimnástico de una respiración liberadora sin sentido más allá de sí misma.

La vía negativa a la felicidad expresada en la autoayuda espiritualista deja al individuo de la modernidad tardía sólo frente a unas fuentes heteróclitas donde domina una psicología —no la religión ni la espiritualidad— que quiere beber de la ciencia. La vía para la serenidad es, a la postre, respirar para contener una identidad inestable que pugna por desvanecerse, a falta de apoyo social que procure el reconocimiento necesario para mantenerse firme frente al dolor. Y cae en un solipsismo producto de haber puesto entre paréntesis a la sociedad, a los otros, fuentes de sufrimiento, pero también de reconocimiento, baluarte de una identidad plena.

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