Reseña de Vidal y Ortega (2017) Being Brains. Making the Cerebral Subject

Review of Vidal y Ortega (2017) Being Brains. Making the Cerebral Subject

  • José Carlos Loredo Narciandi
Portada libro

Fernando Vidal y Francisco Ortega (2017)
Being Brains. Making the Cerebral Subject. Fordham University Press.
ISBN: 978-0823276073



La colaboración transatlántica entre Fernando Vidal, de la Universidad Autónoma de Barcelona, y Francisco Ortega, de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, ha dado lugar a un libro interesante y nutrido, lleno de información útil para distanciarse de una moda científica y popular totalmente pervasiva, aunque no del todo nueva: la moda de lo que Marino Pérez denomina cerebrocentrismo en una obra que por desgracia no aparece citada, El mito del cerebro creador (publicada en 2011 por Alianza Editorial). Se trata de la idea, que en muchos ambientes se considera casi de sentido común, de que la clave explicativa última del comportamiento humano reside en el cerebro. Una ingente cantidad de producciones académicas, divulgativas y periodísticas, de las que Vidal y Ortega proporcionan numerosos ejemplos, suponen que existe una flecha causal unidireccional desde el sistema nervioso central hasta la conducta, de manera que todo aquello que suele denominarse mental o psicológico se reduciría, en última instancia, a una mecánica que las neurociencias al fin estarían descubriendo, sobre todo a través de las técnicas de neuroimagen.

Para Vidal y Ortega, lo que acabo de llamar cerebrocentrismo consiste en el prejuicio de que el cerebro atesora el secreto de la naturaleza humana. Y lo primero que hacen es poner ese prejuicio en perspectiva histórica, mostrando que, lejos de deberse exclusivamente a hallazgos científicos, la moda de lo neuro hunde sus raíces en concepciones de la subjetividad humana individualizantes y psicologizantes ya evidentes a finales del siglo XVII (ellos otorgan una importancia central a John Locke); concepciones, en todo caso, no menos filosóficas que científicas. En el capítulo primero, que se presenta como genealógico, se explora esta cuestión y se revisan los planteamientos que, en el siglo XIX y de la mano del determinismo positivista, dieron carta de naturaleza a la identificación entre el cerebro y el yo .

Recurriendo expresamente a Foucault, los autores se preguntan además qué consecuencias tiene, en términos de relaciones de poder y prácticas de subjetivación, creer que la esencia humana y la identidad personal residen en el cerebro. Para responder se adentran, a lo largo de los capítulos siguientes, en el fenómeno de la proliferación de disciplinas que añaden el prefijo “neuro” a ámbitos tradicionalmente propios de las ciencias humanas (capítulo segundo, donde resulta especialmente interesante el análisis de la neuroestética); en los tratamientos reduccionistas de algunos trastornos psicológicos (capítulo tercero, donde resulta especialmente interesante la cuestión de la neurodiversidad y las políticas identitarias asociadas a ella); y en la conexión entre cerebralismo y cultura popular a través de películas y obras literarias (capítulo cuarto, donde resulta especialmente interesante el análisis de la ambivalencia de los productos artísticos, y donde por cierto he echado de menos la alusión a El Doctor Lerne, imitador de Dios, de Maurice Renard, de quien sí se menciona Las manos de Orlac).

El enfoque del libro se basa en una perspectiva según la cual “conocimiento y práctica circulan en todas direcciones” (pag. 14). Dicho en pocas palabras y simplificando, el asunto es que la influencia entre la práctica científica y su contexto sociocultural es bidireccional. No obstante, a veces me ha dado la impresión de que se maneja una concepción demasiado sencilla del funcionamiento de las ciencias, como cuando se afirma que “lo neuro acaba por servir a una multiplicidad de intereses en contextos regidos más por consideraciones políticas o económicas … que por los ideales de la lógica, la verificabilidad y la objetividad que, al menos desde una concepción abstracta de la ciencia, gobiernan la producción del conocimiento” (pág. 11). ¡Muy abstracta ha de ser la concepción de la ciencia para sostenerse en esos términos!

La separación entre razones e intereses ya no es asumible. El problema no es que el neurorreduccionismo se extralimite: es que ni siquiera es válido dentro del ámbito donde supuestamente tiene sentido (el de la neurología). Como en el propio libro se muestra cuando se señalan los prejuicios teóricos que arrastra el reduccionismo neural –teóricos y prácticos, habría que subrayar, pues afectan al funcionamiento mismo de los dispositivos experimentales en juego–, las producciones científicas incluyen ya –y no puede ser de otro modo– presupuestos sobre la relación entre estructuras nerviosas o procesos neurofisiológicos y funciones ligadas a nuestra actividad. Por eso he echado de menos, quizá, una cierta profundización en algo que además casaría bien con el argumento del libro, llevando éste más allá de la constatación –acertadísima– de que la ideología de lo neuro posee raíces históricas y culturales profundas. Me refiero a la cuestión –ontológica, si queremos llamarla así– de qué diantres es, después de todo, el cerebro. ¿Qué se produce exactamente en laboratorios y publicaciones, en técnicas médicas y aparatos, cuando se produce “cerebro”? ¿Qué clase de objeto es un cerebro? No entendido como realidad a describrir, claro está, sino justamente como producto sociotécnico.

El libro posee un tono antireduccionista que todos suscribimos, aunque en ocasiones puede que ese antirreduccionismo vaya de la mano de un cierto humanismo que no hay por qué asumir: es como si se pensara que las ciencias sociales o humanas gozan de una legitimidad epistémica propia, un objeto de estudio o un campo específico. En la página 5 se señala que “los registros de células individuales de animales no son lo mismo que los estudios de neuroimagen acerca de las diferencias culturales o la experiencia religiosa”. En cierto modo es obvio que no son lo mismo, pero es que a determinado nivel sí son lo mismo, porque comparten idénticos presupuestos sobre la relación entre estructuras neurofisiológicas y funciones aparentemente causadas por ellas. Más adelante leemos que, “aunque presentadas una y otra vez como una vía para resolver enigmas centenarios u ofrecer soluciones a una pretendida crisis de las humanidades, estos nuevos campos [las ‘neurodisciplinas’ de la cultura] aplican métodos que son intrínsecamente inadecuados a los objetos y fenómenos que dicen abordar” (pág. 8). ¿Acaso hay objetos previos a las disciplinas, y por tanto métodos predefinidos para estudiarlos? Es como si se aceptara que hay un nivel básico de investigación respetable –que entonces aparece cajanegrizado– y por encima de ese nivel surgiera aquello que sí hay que criticar: las extrapolaciones a las ciencias humanas.

Una pregunta que podríamos formular si descajanegrizamos la investigación neurológica es la siguiente: ¿el cerebro es un intermediario o un mediador? Esta distinción la utiliza Bruno Latour y es útil para pensar “ontológicamente” el cerebro. Un intermediario es algo que forma parte de un curso de acción sin intervenir en él. Un mediador es algo que forma parte de un curso de acción e interviene en él (modificándolo, creando bifurcaciones, catalizando novedades…). Seguramente el problema de base del reduccionismo neurocientífico resida en una concepción lineal o causalista de la acción, en virtud de la cual tuviera que existir un centro o un objeto agencial del que emanaran las cosas. El cerebro sería ese centro y de él se derivarían la mente o el comportamiento. Adoptando otro punto de vista, en cambio, no hay centros, sino cursos de acción en los cuales, según la situación o el contexto, pueden ser igual de importantes unos u otros objetos. ¿Por qué presuponer que una estructura cerebral o una liberación de neurotransmisores es más importante que –pongamos por caso– una disposición legislativa, una tecnología del yo o una infraestructura de transporte? ¿Por qué buscamos explicaciones de lo que hacemos en lo primero y no en lo segundo? El libro nos proporciona claves para responder a esta pregunta y creo que podría seguirse el hilo de su argumento más allá del mismo, que parece detenerse ante la verdadera ciencia y dirigirse sólo contra la falsa.

Vidal y Ortega acusan al reduccionismo neurocientífico de ser, en la práctica, puramente retórico: las descripciones de la actividad humana siguen necesitando conceptos no específicamente neurológicos, y ni siquiera la gente de la calle es consecuente en su vida ordinaria con la autoimagen cerebralista que a menudo interioriza a través de productos divulgativos. De hecho, al menos en lo que atañe a las versiones soft de lo que estos autores denominan neuroascesis, que no implican cirugía, incluso si las seguimos al pie de la letra no hacemos otra cosa que modificar nuestro comportamiento, nuestros pensamientos, nuestras rutinas cotidianas. La transformación cerebral se la presupone, y de ahí que la declaración de reduccionismo cerebralista no sea más que eso, una declaración, sin efecto directo alguno.

Ahora bien, mi verdadera crítica no se refiere al contenido del libro sino a su materialidad. Quizá sea un problema del ejemplar que tengo, pero la encuadernación, pese a llevar una respetable tapa dura, es pésima: las hojas no están cosidas, sino pegadas, y hasta la página 23 ya se me han soltado todas. Es algo que debería solucionarse en la próxima reimpresión.

Por lo demás, se trata de una obra que merece la pena, fruto de un trabajo riguroso, bien escrita e informativa. Incluso podría utilizarse como obra de consulta gracias a su completo índice analítico, aunque también puede leerse de principio a fin como un entretenido y sugerente ensayo narrativo.