Entre las clases y los nuevos movimientos sociales. Una interpretación a partir de la relación entre acumulación, bienes comunes y conflictos

Between classes and new social movements. An interpretation from the Relationship between Accumulation, Commons and Conflicts

  • Guido Pascual Galafassi
El objetivo de este artículo es reflexionar críticamente sobre la producción teórica relativa al conflicto social para desde ahí iniciar un proceso de aproximación y explicación alternativo, que partiendo del carácter dialéctico del proceso social trate de interpretar los conflictos y la aparición de diferentes movimientos y organizaciones sociales en relación con el modo de acumulación en el cual se gestan y emergen, y fundamentalmente como expresión de un proceso histórico que se interpenetra con las dimensiones y dinámicas de los mecanismos de apropiación de bienes comunes y de construcción de dinámica socio-políticas.
    Palabras clave:
  • Clases
  • Movimiento social
  • Acumulación
The aim of this article is to reflect critically on the theoretical production relative to social conflict to start an alternative process of approximation and explanation. The focus is the dialectical character of the social process and the objective is to explain the action of clases and social movements take into acount the relationship between accumulation, commons and socio-political dinamyc.
    Keywords:
  • Class
  • Social Movement
  • Accumulation

1 Introducción

Renovados hechos de conflicto y movilización social, que se han desarrollado en las sociedades industriales avanzadas de Occidente desde los años 60, han motorizado y al mismo tiempo servido como oportunidad política para promover una renovación de las teorías sobre el conflicto social, ancladas en la perspectiva del actor y del sistema social. A su vez, los procesos de conflictos, resistencias y movilizaciones sociales en América Latina en las últimas décadas, han traído a estas latitudes intelectuales y académicas aquellas renovadas formulaciones teóricas. El foco se construye, en estas concepciones derivadas de las llamadas “teorías del orden”, desde una mirada fenoménica basada en una conjunción entre sistema social e individualismo metodológico, y está puesto en pensar el conflicto bajo las categorías de “acción colectiva” y “movimiento social” (y sus sucedáneas “protesta” y “nuevos movimientos sociales”), contraponiéndose a las visiones más dialécticas que implican considerarlos como procesos de antagonismo social. Antagonismo social que, en cambio, regiría las “teorías del conflicto”, y que se expresa en los procesos de transformación y contradicción social que constituyen dinámicas inherentes al proceso social en su conjunto, siendo las clases y la lucha de clases las categorías de análisis fundantes. La disputa económica, política e ideológica sería la clave tanto de la propia realidad como del análisis de la misma.

Las interpretaciones mayoritarias sobre el conflicto social en el Occidente moderno que lo veían, a principios del siglo XX, en tanto desajustes del sistema, se fueron complejizando y superando a sí mismas para explicar al conflicto como funcional —primero (Coser, 1954; Dahrendorf, 1962)— y como expresión —luego— de la natural puja entre intereses individuales (rational choice, movilización de recursos, etc.), siendo el sujeto colectivo y su construcción de identidad y organización un fenómeno en sí mismo a ser explicado e interpretado, por cuanto en la base siempre se considera al individuo por sí sólo (sea más o menos egoísta) como la unidad de todo proceso social.

Es mi intención con este artículo iniciar un proceso de aproximación y explicación alternativo que, partiendo del carácter dialéctico del proceso social, trate de interpretar los conflictos y la aparición de diferentes movimientos y organizaciones sociales en relación con el modo de acumulación en el cual se gestan y emergen y, fundamentalmente, como expresión de un proceso histórico que se interpenetra con las dimensiones y dinámicas del sujeto social particular y los correlacionados procesos de construcción de subjetividades.

En escritos previos1 inicié un trabajo de análisis crítico de las teorías del individualismo metodológico que sustancializan al movimiento social y lo convierten en un sujeto particular con límites precisos y demarcados2. El propósito de este artículo apunta a intentar interpretar y explicar las distintas fases del conflicto social en los

países Occidentales y los movimientos y organizaciones colectivas, en tanto relación dialéctica, con el modo de acumulación dominante y la construcción ideológico-cultural de la época; analizando al mismo tiempo el rol que juegan los antagonismos entre clases, sumado a identificaciones socio-culturales y políticas en la diferente sucesión y tipología de conflictos3. Esto no implica minimizar o dar por superada la contradicción capital/trabajo, sino considerar otra serie diversa de contradicciones que se expresan a través de luchas y protestas sustentadas en antagonismos de otra índole (género, etnia, cultura, política), interpelando permanentemente al proceso de construcción de identidades colectivas y conciencia social, a partir de pensar la dialéctica unidad-diferencia, a partir de desde la noción de articulación y contextualismo trabajada por varios miembros de los llamados Estudios Culturales Británicos (Hall, 2010).

A priori, se puede observar fácilmente una correlación entre, por ejemplo, la centralidad de la clase obrera europea y americana como sujeto líder de las luchas, en los momentos y en los espacios de fuerte desarrollo industrial, potenciando la formación de una conciencia clasista a través de la experiencia (Thompson, 1963), o el desarrollo de conflictos agrarios, campesinos y de pueblos originarios, con sus identidades particulares, en aquellos espacios poco o nada industrializados, fundamentalmente de América Latina; o, en cambio, encontrar movimientos de desocupados, tan característicos de la reciente transición secular en Argentina, justamente cuando la tasa de industrialización y empleo bajan drásticamente. James O´Connor (2001), por ejemplo, vincula movimientos ambientales y urbanos en relación con la descomposición de las condiciones de la producción en los países industrializados, razón por la cual estos movimientos emergieron con fuerza en los años 60, a pesar de haber existido en germen desde mucho antes, momento histórico, por demás especial, dada la confluencia de matrices de ideas marcadamente antisistémicas y contraculturales. La fuerte presencia de los movimientos campesinos en América Latina a lo largo de todo el siglo XX —en desmedro de un movimiento obrero amplio y diversificado, salvo algunas regiones y épocas como Bolivia de 1952, Brasil o la ya mencionada Argentina— se puede correlacionar, a su vez, con el fuerte carácter agrario y de dominación latifundista de esta región, creando, al mismo tiempo, un imaginario de transformación y liberación social vía los sujetos del campo, de ahí, por ejemplo, la sucesiva emergencia de guerrillas rurales en los años 60.

2 Acumulación y comportamiento colectivo

Las ciencias sociales nacen entre el siglo XVIII y XIX al calor de los procesos de movilización y transformación social que darán origen al capitalismo en Europa, intentando interpretar y legitimar el proceso de cambio y modernización basado en la economía de mercado y la democracia liberal, por un lado, o proveyendo una fuerte crítica a ese capitalismo naciente junto a la propuesta de superación del mismo por otro. Pero si los debates marxistas se renovaron durante todo el siglo XX manteniendo su crítica al capitalismo, las corrientes del orden, en cambio, que señalarán la línea oficial de las ciencias sociales en las sociedades, cuna de la modernidad, van dejando de lado el análisis del cambio, pasando a ser la estabilidad y el equilibro social sus ejes predominantes a partir de la consolidación del funcionalismo. Ya quedaba claro que las ideas sobre la movilización social iban de la mano con el devenir de los modos de acumulación: la hegemonía moderna y capitalista que se enfrentaba en los inicios del siglo XX con el peligro de la expansión del socialismo y la lucha de la clase obrera, necesitaba una teoría que le hiciera frente y pudiera dar cuenta de las bondades del equilibrio de intereses individuales propios de la democracia liberal. Es así que toda disrupción social será vista negativamente y como resultado de un comportamiento político no institucionalizado que amenazaba la estabilidad de los modos de vida establecidos.

Sin lugar a dudas será el estructural-funcionalismo de Talcott Parsons y seguidores aquel esquema de análisis social que carecerá de mayores herramientas para hacer frente a las situaciones de conflicto, desde el momento que consideraba a éstos como simples “tensiones” generadas por el desarrollo desigual de los varios subsistemas de acción. Parsons tendrá básicamente una mirada macrosociológica de la sociedad moderna altamente diferenciada, que el estudiará y legitimará con sus escritos, llegando a afirmar que los Estados Unidos representan la “sociedad de plomo” que culmina el proceso evolutivo por él analizado y legitimado (Parsons, 1971)4. Su perspectiva (derivada de Emile Durkheim y Max Weber) de planos o niveles diversos en la relación individuo-sociedad lo llevó a interpretar los cambios sociales propios de los procesos de modernización y racionalización (industrialización, secularización y democratización liberal) como, en cierta forma, ajenos u ocurriendo a espaldas del plano individual de los sujetos, afectándolos diferencialmente, por lo cual, estos podían desacomodarse y tomar posiciones contrarias. Todo este mecanismo es entendido en término de disfunciones y tensiones estructurales, pudiéndose así diferenciar un comportamiento colectivo institucionalizado (acciones sociales que conforman y acompañan positivamente los procesos de cambio) y un comportamiento colectivo no institucionalizado (acciones sociales que no se guían por normas sociales existentes, sino que se forman para enfrentarse con situaciones indefinidas o no estructuradas, como reacción a las tensiones)5.

La llamada Escuela de Chicago, en cambio, le quitará toda característica disfuncional al conflicto y al comportamiento colectivo. Será Robert Ezra Park (1946, p. 226) quien primero definirá al comportamiento colectivo como “la conducta de los individuos bajo la influencia de un impulso que es común y colectivo, un impulso, en otras palabras, que es el resultado de la interacción social”. Se rechaza aquí todo determinismo de la acción social dándole importancia central al hecho práctico de la interacción. Lo social, más que un hecho determinado por las estructuras, subsistemas o los procesos de acumulación (la historia o las condiciones productivas), resultan un proceso creativo y, en consecuencia, con una fenomenología múltiple y cambiante.

Herbert Blumer (1969), a partir del interaccionismo simbólico, será quien terminará por definir las diferencias con el estructural funcionalismo respecto a las características y papel del conflicto en la sociedad. A la clásica interpretación, en tanto disfunción sistémica o tensión estructural funcionalistas, el interaccionismo simbólico propondrá una explicación alternativa y muy diferente. Bajo la premisa de la interacción social, el significado particular que cada actor otorga a cada objeto y hecho de la realidad —junto a la asociación como construcción consciente, evaluada e interpretada por cada uno de los sujetos— hará que el conflicto no aparezca como algo dado, como una tensión preestablecida y posible de deducir de las disfunciones estructurales. Por el contrario, el conflicto, y los movimientos sociales que pueda generar, es dinámico, libre de cualquier sobredeterminación conceptual, y será sólo el resultado de la interacción social de ese tiempo y espacio particular.

Es en este sentido que estas dos corrientes no necesitan iniciar un diálogo profundo con cuestiones que tengan que ver con las influencias o determinaciones de los procesos de acumulación o la historia, por cuanto ésta se encuentra en cierta forma naturalizada y cristalizada en su formación capitalista, en donde la democracia de mercado es entendida como la etapa que llegó para quedarse.

Pero si consideramos que los conflictos sociales se correlacionan dialécticamente con el modo de acumulación, el problema se complejiza y enriquece, obligándonos a ampliar la mirada, involucrando nuevas categorías de análisis. Incorporar el modo de acumulación implica abordar la articulación entre un determinado modo de producción y proceso de desarrollo y un marco institucional en el que intervienen aspectos legales, culturales y normativos. Partiendo de la ley general de la acumulación capitalista, podemos sin embargo diferenciar períodos históricos o recortes espaciales en donde la acumulación adquiere características específicas, debido justamente a la particular combinación de los factores arriba mencionados (Luxemburg, 1988; Marx, 1974). Es esta especificidad la que intentamos conceptualizar como modo de acumulación6.

La primera distinción, obviamente a tener en cuenta en el proceso de acumulación, es aquella que hacía Karl Marx (1974; 2004) entre reproducción simple y reproducción ampliada, más, la por él llamada, “acumulación originaria”. Si dejamos de lado la reproducción simple por su carácter básicamente hipotético y heurístico, tenemos a la reproducción ampliada (o acumulación propiamente dicha) como la forma básica que adquiere la acumulación del capital, una vez producida la separación del trabajador de sus medios de trabajo y una vez instalada —al mismo tiempo— la propiedad privada de los medios de producción. Individualismo jurídico, libertad contractual e igualdad de oportunidades, todo normativamente establecido, serían el componente político de la reproducción ampliada que se asienta en mercados competitivos, en donde lo que se intercambian son mercancías, siendo el mismo trabajo una mercancía más. El Estado, a la vez que facilitador de los mecanismos de mercado es el garante de las condiciones de “paz, propiedad e igualdad” (Luxemburg, 1988; 2007) para que la acumulación se lleve adelante bajo formas regladas en donde la explotación queda desdibujada y oculta bajo la forma legal del trabajo y la mercancía. Ocultamiento que no era tal en la llamada acumulación originaria o primitiva, por cuanto, en ésta, está fuertemente presente la estrategia de la apropiación por la fuerza tanto de las vidas humanas, así como del territorio y sus recursos; y que en sus formas más clásicas se situaría en un supuesto “estado originario” (Marx, 2004) o en todo caso como algo “externo” al sistema capitalista (Luxemburg, 2007). Sin embargo, diversos autores sostienen hoy la pervivencia de varios de los componentes esenciales de la llamada acumulación originaria, de tal manera de conjugar, incluso tanto las características de los inicios del capitalismo —así como los mecanismos presentes en las áreas periféricas que permitieron el posterior desarrollo de aquel: la separación de las poblaciones respecto de sus medios históricos de producción, la aparición del trabajo asalariado y la constante reproducción de los mecanismos de acumulación, el cercamiento de los bienes comunes, diferenciando viejos de “nuevos cercamientos, etc. (Midnight Notes Collective, 1990; De Angelis, 2001; Bonefeld, 2001; Perelman, 2000)— o lo que otros definen sencillamente como acumulación por desposesión (Harvey, 2005; Roux, 2007).

La continuidad de varios de los componentes de la acumulación originaria, en los países occidentales, nos obliga entonces a establecer ciertos puntos centrales que nos permitan identificar y al mismo tiempo diferenciar procesos para, de esta manera, poder establecer correlaciones con tipologías de conflictos, sujetos y demandas. Tanto en la reproducción ampliada (acumulación propiamente dicha) como en la llamada acumulación originaria, se produce la separación entre productores y medios de producción, pero, mientras la primera implica la reproducción (continua) a escala ampliada de dicha separación, en la acumulación originaria podemos hablar de la creación ex novo de dicha separación (de una vez y para siempre) (De Angelis, 2012; 20-24). A su vez, mientras en la reproducción ampliada esta separación se da y se mantiene “naturalmente” en base al juego conjunto consenso-coerción impuesta por las relaciones económico-políticas, en la acumulación originaria la separación es creada, principalmente, por fuerza directa extraeconómica (que se complementa y/o transforma en indirecta, por vía político-legal, en la continuidad de los mecanismos de este modo de acumulación, como veremos más adelante). Y, por último, podríamos establecer también que, mientras en la reproducción ampliada lo que predomina son los mecanismos de explotación (extracción de plusvalía como componente esencial), en la acumulación originaria sería el mecanismo de expropiación (vía la fuerza) el predominante. La continuidad de los mecanismos de la acumulación originaria7 hace que esta conviva actualmente con los procesos de la reproducción ampliada, manifestándose una serie diversa de contradicciones y antagonismos, además del neurálgico capital-trabajo, de tal manera que es posible identificar correlaciones con la conflictividad social que vayan bastante más allá de una simple tipología de sujetos (nuevos o viejos movimientos sociales, por ejemplo). Esta continuidad hace que, en el presente, la aparición de procesos y componentes de la acumulación originaria respondan a una estrategia del capital, con la intención de avanzar sobre aquellas áreas de las relaciones sociales, todavía no del todo incorporadas al mercado en lugar de su papel “primitivo” en la fundación del capitalismo. Así, los mecanismos de la acumulación originaria representan en el presente no ya aquello que ocurre antes de la emergencia del modo de producción capitalista, sino más bien la base y la precondición para que la reproducción ampliada (o acumulación propiamente dicha) pueda llevarse a cabo con mayor amplitud. Massimo De Angelis apela al concepto de “doble movimiento” de Karl Polanyi, en el sentido de resistencia por parte de las instituciones sociales de protección ante el continuo embate del mercado por avasallar aquello todavía no mercantilizado. De esta manera, el proceso de cercamiento propio de la acumulación originaria puede fácilmente ser identificado en todas las políticas neoliberales (tanto en la periferia como en los países centrales) que se llevaron por delante las áreas de protección en términos de derechos comunes creadas tanto por el Estado de Bienestar europeo como por los programas populares-reformistas de la periferia, especialmente de América Latina (Federici, 1990; Harvey, 2004; Levidow, 1990; Riker, 1990),

3 Los nuevos movimientos sociales y la renovación teórica

Los “años 60” (que, como aquí los entendemos, empiezan en los 50 para extenderse hasta los 70) representaron para el mundo entero una década de rebeliones, protestas y revoluciones en más de un sentido, no solo político y económico, sino también y sobre todo cultural-ideológico, subjetivo y simbólico8. Si, como dice Marshall Berman (1988), en la modernidad todo lo sólido se desvanece en el aire9, en esos años la modernidad parecía potenciarse y entonces todo se desvanecía más rápido. Si las revueltas en Europa eran comunes desde hacía ya varios siglos (al ser la cuna de todas las revoluciones modernas, sean capitalistas o socialistas), en esa década tuvieron una impronta particular, representando un cierto y relativo punto de inflexión respecto a las anteriores décadas de vanguardia obrera y socialista, cuestionando, ya no sólo al capitalismo, sino también a todo el estilo productivista-consumista de vida que encorsetaba la libre manifestación de la subjetividad y la condición humana en toda su complejidad. Fueron también los más “tradicionales” EE.UU. (con una mayoritaria clase obrera que desde hacía tiempo estaba integrada al sistema y carente de todo objetivo revolucionario) quienes de alguna manera dieron la nota con procesos de movilización y conflictos de diversa índole, desde las llamadas protestas por los derechos civiles de los negros, hasta la resistencia frente a la invasión norteamericana sobre el territorio vietnamita. Junto a éstas, tuvimos también las importantes y masivas revueltas estudiantiles en las universidades, el hipismo y los beatniks denunciando el materialismo consumista moderno justamente en su lugar de máxima expresión, y hasta la llamada nueva izquierda o liberalismo radicalizado, que se animaba por primera vez a avanzar sobre los tradicionales tópicos políticos del bipartidismo histórico (Cantor, 1973; Guarnaccia, 2000; Kurlansky, 2004).

América Latina, que al igual que Europa mantenía una larga tradición de conflictividad social y política, renueva su potencialidad de “desvanecimiento de lo sólido” haciéndose eco, por un lado, de la dinámica de conflictos de los países centrales y su discusión entre capitalismo y las diversas corrientes de interpretación del marxismo, tomando incluso la veta rebelde anti productivista-consumista, y su propuesta de nuevas subjetividades (Oteiza, 1997; Pujol, 2002); para al mismo tiempo proponer toda una serie de revueltas propias, asentadas en su particularidad histórica, en tanto complejo entramado de acumulación agrario-industrial, con sus sujetos sociales y culturas asociadas. Se ponían cada vez más en jaque, no sólo la dominación interna, sino la relación de dominación imperial histórica a la que se veía sometida. La Revolución Cubana y toda la compleja dinámica guerrillera de la época, junto a las movilizaciones estudiantiles, campesinas, obreras y toda una propuesta de renovación en el arte, son sólo ejemplos más que evidentes de estos procesos dialécticos (Andujar y D´Antonio, 2009; Anzorena, 1998; Balvé, Murmis y Marín, 2005; Guevara, 2013; Prieto, 2007).

Focalizando por el momento en los países centrales, todo este conjunto de revueltas de los años 60 darán origen a lo que hoy mayoritariamente se denominan como “nuevos movimientos sociales” —NMS— (Offe, 1985; Tarrow, 1997; Touraine, 1978). Estos procesos de renovación de las revueltas se asentaron sobre cambios en los modos de acumulación que reconfiguraron, no solo los procesos productivos, sino también las relaciones sociales y los imaginarios culturales y colectivos; cambios sin los cuales no es posible entender la renovación de los conflictos y de las identidades participantes. Con la aparición de lo que se ha dado en llamar el Capitalismo Monopolista de Estado en su fase Keynesiana, este se erige en agente económico de vital importancia, propiciando una relativa “desmercantilización” de lo social a partir de la irrupción y consolidación del Estado de Bienestar. Se produce paulatinamente una mayor diferenciación de la clase trabajadora como consecuencia del incremento de la división social del trabajo. Una parte mayor de las inversiones y ganancias se ubican en servicios: educación, sanidad, atención social, etc., generando el desarrollo de profesiones en la esfera de lo social-estatal. Crece a su vez la redistribución de plusvalía que realiza el Estado y se observa una clase media en expansión que conquista cuotas crecientes de autonomía social, acceso a conocimientos especializados y a ciertos resortes de decisión dentro de las sociedades keynesianas. Se ensancha la conciencia de clase media entre la fuerza de trabajo, y se produce una paulatina fragmentación de la clase obrera, así como una pérdida de la conciencia de tal por parte de amplios sectores de la población (es la clase media subjetiva universal).

Se puede observar entonces una correlación entre la aparición de los llamados “nuevos movimientos sociales” y la estabilización de la fase Keynesiana del llamado capitalismo monopolista de Estado, consolidándose durante la etapa siguiente del llamado capitalismo monopolista transnacional. Para esto fue clave el pacto capital-trabajo en el que ingresaron las tradicionales organizaciones sindicales de los países centrales una vez que el primer mundo reorienta su economía redistribuyendo parcialmente ganancias, que pudieran en parte contrarrestar las propuestas de superación de la tradición obrero-clasista, refortalecidas a partir de las diversas revoluciones socialistas y el crecimiento del marxismo en el mundo. En este contexto, además de las demandas de des-burocratización de la izquierda, de las reivindicaciones clasistas y autónomas de la clase obrera y la movilización radicalizada de los estudiantes —que darán origen, por ejemplo, al Mayo Francés como movimiento estudiantil y obrero y al Otoño Caliente Italiano como gran resurgimiento del clasismo obrero (Balestrini y Moroni, 2011; Martinez, Duscio y Vazquez, 1998; Negri, 1972/2004; Tronti, 1966/2001)— crecen y se fortalecen una gran diversidad de organizaciones y movimientos ecologistas y ambientalistas, que habían sentado sus bases décadas atrás, junto a una revitalización del feminismo demandando la igualdad de géneros, motorizando a su vez la Guerra Fría, el surgimiento de movimientos pacifistas en contra, fundamentalmente, de la instalación de misiles nucleares en Europa Occidental (Agra, 1999; Galafassi, 2006a; Martín Gamero, 1975; Ruiz Jimenez, 2006; Simonet, 1980). Todos se encontraban fuertemente interrelacionados e imbuidos de una crítica a la concepción sesgadamente material de la existencia, aunque sobre una base esencialmente no clasista. Las principales aportaciones de estos llamados nuevos movimientos sociales estarán focalizadas en la órbita de la politización de la vida cotidiana para intentar dar respuesta a la colonización del mundo de la vida, en tanto dinámica de extensión mercantilista a todos los aspectos de la existencia. Esto implicará denunciar y desafiar el pacto de clase Capital-Trabajo que olvidó las denuncias de explotación o desigualdad, tanto en las relaciones de género o división sexual del trabajo, como en la instrumentalización mercantilista del hábitat humano y de la naturaleza en su conjunto, o la división internacional del trabajo y el militarismo; así como en la férrea moralidad sexual, de relaciones afectivas y de control sobre el cuerpo. La reconstrucción y resignificación de los valores culturales y de la propia subjetividad implicó también focalizar, fundamentalmente, en las relaciones de dominación y reproducción ideológica, promoviendo la construcción de un concepto extendido de ciudadanía con nuevos derechos sociales, incluyendo la incorporación de los ecológicos; defendiendo las identidades elegidas contra la estandarización y alienación; y promoviendo la desmercantilización de ciertos consumos esenciales, de tal manera de frenar la invasión de la esfera privada por las relaciones sociales de producción capitalista (Piqueras, 2002). Esta rica serie de movilizaciones de los años 60 y 70 expresó un renovado intento de resistencia y protesta frente a la sociedad disciplinaria —presente desde el primer al tercer mundo— que incubó en parte las tragedias del siglo XX.

A la luz de toda esta serie de protestas de los años 60 en el primer mundo es que se reconfigura la conceptualización sobre el conflicto, emergiendo definitivamente la categoría movimiento social como pilar del individualismo metodológico. “Movimiento social” pasa a ser la categoría de agregación colectiva necesaria de la concepción individualista de sociedad, categoría indispensable para poder analizar el conflicto social desde un marco teórico que no cuenta con la noción de clase como eje del análisis. El comportamiento desviado y el desajuste funcional son dejados de lado definitivamente y los movimientos sociales son vistos como actores “racionales” que definen objetivos concretos y estrategias racionalmente calculadas. Surge así el enfoque de la “elección racional” (rational choice) de raíz fuertemente individualista. Lo que explicaría la acción colectiva sería el interés individual por conseguir beneficios privados, motivando esto la participación política en grandes grupos. Mancur Olson (1965), el principal mentor de esta corriente, elaboró un modelo de interpretación en donde los individuos participan en acciones colectivas siempre que exista una racionalidad básica basada en el hecho que los “costos” de su acción tienen que ser siempre menores que los “beneficios”, y es este cálculo de costos y beneficios lo que le da el carácter de racional al comportamiento. Aparece en este contexto el “problema del gorrón” (free-rider) por el cual cualquier sujeto, que incluso coincida y racionalmente vea que sus intereses son los del colectivo, puede tranquilamente no participar, pues obtendría igualmente los beneficios gracias a la participación de los demás.

En este marco, surge la teoría de la “movilización de recursos” (ressource mobilization), que es, por mucho, aquella que ha cosechado la mayor parte de los adeptos y aquella que se mantiene vigente hasta la actualidad. La diversidad de matices es muy grande, pero podemos mencionar a modo de ejemplo los siguientes autores afines a esta línea: McAdam (1982), McCarty y Zald (1977), Tarrow (1997), Tilly (1978; 1990), Craig Jenkins (1994), etc. Aquí, la preocupación parte del individuo y llega a la “organización”. Se pregunta cómo los individuos reunidos en organizaciones sociales gestionan los recursos de que disponen (recursos humanos, de conocimiento, económicos, etc.) para alcanzar los objetivos propuestos. Ya no interesa tanto descubrir si existe o no insatisfacción individual por cuanto se da por sentado su existencia, por lo tanto, lo importante para este cuerpo teórico es analizar cómo, en los movimientos sociales, se da una organización capaz de movilizar y aunar esta insatisfacción individual. Esta pregunta es necesaria por cuanto la unidad de análisis sigue siendo el individuo y, al ser el movimiento social una entidad colectiva —que se gesta por sobre la unidad social básica— se vuelve indispensable explicar su conformación y persistencia a través de la organización. El énfasis en la gestión y lo organizacional los lleva a definir un concepto clave, que es la figura del “empresario movimientista”, como aquel sujeto individual o grupal que toma la iniciativa precisamente para la organización del movimiento. Los movimientos sociales surgen como resultado de la acción colectiva en un contexto que admite la existencia de conflictos y estos, por sí solos, ya no son vistos como anormalidades del sistema. Una sociedad moderna y capitalista está atravesada por conflictos, que por sí solos no desestabilizan al sistema. Sigue siendo fundamental el concepto de acción colectiva y ya no se establecen diferencias entre una acción colectiva institucional (normal) y otra no institucional (patológica). Esta acción colectiva involucra la búsqueda racional del propio interés por parte de grupos, es decir que estamos ante una socialización del principio de “elección racional”. No se abandona este supuesto, sino que se lo somete a la acción de grupos, en lugar de relacionarlo únicamente con una acción individual. El agravio es considerado un motor fundamental de la acción colectiva, entendiendo por tal, a toda manifestación del sistema que perjudique a individuos o grupos. Pero como los agravios y sus reacciones son resultados permanentes de las relaciones de poder y por tanto no pueden explicar por sí solos la formación de movimientos, esta depende, más bien, de cambios en los recursos con que cuentan los grupos, de la organización y de las oportunidades para la acción colectiva. Es decir que, dado un agravio, se generará un movimiento social en tanto los individuos y los grupos cuenten con los recursos organizacionales necesarios para la formación del mismo. La movilización puede involucrar entonces organizaciones formales burocráticas de gran escala y con propósitos definidos.

Una categoría clave que se suma a las anteriores es la de “nuevos movimientos sociales” (Galafassi, 2012b). La preocupación fundamental radica en diferenciar los movimientos sociales post 1968 de los anteriores y es así que surge la teorización sobre estos “nuevos movimientos”. Alain Touraine (1985; 1991), Clauss Offe (1985, 1996) y Alberto Melucci (1984; 1994) son tres de sus representantes más conspicuos. Este énfasis en la figura de “nuevo movimiento” lo relacionan con transformaciones fundamentales de las sociedades industriales, siendo sus casos de estudio los movimientos pacifistas, ecologistas, feministas, etc., que emergen con relativa fuerza en la Europa de los años 60 y 70. Mientras los “viejos” movimientos sociales eran organizaciones institucionalizadas centradas casi exclusivamente en los movimientos de la clase obrera, los nuevos movimientos, por oposición, poseen organizaciones más laxas y permeables. Esto lo relacionan estrechamente con la diferenciación entre un viejo y un nuevo paradigma político. Los contenidos del viejo paradigma se relacionan con el crecimiento económico y la distribución, la seguridad militar y social y el control social; y en el nuevo, con el mantenimiento de la paz, el entorno, los derechos humanos y las formas no alienadas de trabajo. Los valores se orientan hacia la libertad y la seguridad en el consumo privado y el progreso material dentro del viejo paradigma; y hacia la autonomía personal e identidad en oposición al control centralizado, para el nuevo paradigma. Por último, en los modos de actuar, para el viejo paradigma se daba una organización interna formalizada con asociaciones representativas a gran escala y una intermediación pluralista en lo externo, unida a un corporativismo de intereses basado en la regla de la mayoría junto a la competencia entre partidos políticos. En cambio, en lo interno el nuevo paradigma se basa en la informalidad, la espontaneidad, el bajo grado de diferenciación horizontal y vertical, y en lo externo, se caracteriza por una política de protesta basada en exigencias formuladas en términos predominantemente negativos.

A estos autores también se los llama “teóricos de la identidad” pues esta categoría es clave en sus análisis. Así, mientras para la movilización de recursos lo fundamental para definir un movimiento social es la forma de la organización, para estos enfoques europeos, la cuestión de la identidad, que se construiría a partir del agregado de individuos en organizaciones sociales, constituye el foco a dilucidar, siendo aquella equivalente a la organización, en cuanto son los conceptos clave por los cuales se explica un movimiento social. Un movimiento social implica para esta corriente un proceso de interacción entre individuos con el objetivo fundamental de encontrar un perfil identitario que les permita ubicarse en el juego de la diversidad social. El movimiento social consumaría su razón de ser a partir de la asunción de una identidad. Esta corriente dice responder así al “reduccionismo político” de las interpretaciones clasistas dominantes hasta los años 70.

4 La diferente y diversa realidad latinoamericana y la consecuente reconceptualización de la conflictividad social

Nuevos movimientos sociales”, “movilización de recursos” y “acción colectiva” son todas maneras concurrentes de referirse a los procesos de conflicto, que como se dijo más arriba, eligen una forma más fenoménica de describirlos. Pero también el conflicto puede leerse desde una perspectiva más dialéctica, analizando los actos fenoménicos en sus relaciones socio-históricas en donde las “novedades rupturistas” podrían más bien entenderse como procesos de cambio y de renovación en tanto características intrínsecas a la modernidad capitalista. Al mismo tiempo, la realidad latinoamericana y de toda la periferia nos muestra sin tapujos una confrontación abierta entre sectores y bloques sociales, en donde la vieja contradicción capital-trabajo (reproducción ampliada) se conjuga más abiertamente con la contradicción capital-condiciones de producción (acumulación originaria), tornando quizás insuficiente aquel análisis a partir de categorías básicas y predominantemente subjetivistas y organizacionales. Pero al mismo tiempo, sería una equivocación desaprovechar los llamados de atención que conllevan, no sólo los cambios en los procesos socio-históricos de conflicto, sino también la insistencia de las perspectivas del actor que provocan abiertamente a las miradas cerradamente estructuralistas y economicistas. Éstas nos deben invitar, por lo tanto, a reflexionar también sobre y a partir de la interacción dialéctica sujeto/proceso social; subjetividad/historia; cultura/economía, y política/acumulación.

América Latina es rica y obvia al mostrar profundamente todas estas interacciones socio-históricas, socio-estructurales, simbólicas y culturales, tanto en su diversidad exterior, así como en sus relativas determinaciones en común. Los mecanismos de la acumulación originaria interactúan en un juego permanente pero renovado con las definiciones de la reproducción ampliada dominante, conformando así una complejidad histórica y espacial de los procesos de conflicto que no puede ser ignorada, ni tampoco reificada, en tanto ausencia de nodos tendencialmente dominantes.

Pero vale destacar que toda la diversa serie de procesos de conflictividad social en América Latina de la última década ha generado una muy numerosa literatura que intenta, precisamente, explicarlos principalmente en base a los esquemas teóricos del mundo desarrollado, centrados en lo fenoménico y lo organizacional. Estos conflictos nos sirven gráficamente para problematizar las distintas categorías de interpretación, tanto del individualismo metodológico como de las perspectivas dialécticas vistas más atrás. Para el caso de Argentina, tomaremos solo dos series de conflictos a modo de ejemplo entre la diversa conflictividad social que se dio con organizaciones estudiantiles, de trabajadores, de desocupados, de campesinos, de pueblos originarios, de pequeña burguesía, de asambleas barriales, de movimientos ambientales y territoriales (cfr. por ejemplo: Di Marco y Palomino, 2003; Fajn, 2003; Giarraca, 2001; Massetti, Villanueva y Gómez, 2010). Quizás lo más destacado hayan sido los numerosos cortes de ruta de fines de los 90 y principios de los 2000, llevados a cabo por trabajadores que habían perdido recientemente su trabajo y que sirvieron como acicate fundamental para volver a poner el conflicto social en un lugar destacado del análisis sociológico (Galafassi, 2012b). Primero en Cutral-Co y Plaza Huincul (Neuquén) y luego en Gral. Mosconi (Salta) se producen fuertes puebladas que tienen básicamente como protagonistas a trabajadores desocupados, para extenderse luego al resto del país. La crisis de producción y de trabajo como consecuencia de las políticas neoliberales implementadas en los años 90 por el gobierno justicialista de Carlos Menen, dejó en la calle a decenas de miles de trabajadores que adoptaron el corte de ruta como modalidad principal de protesta. La abundante producción académica de la época los define rápidamente como los primeros representantes de los llamados “nuevos movimientos sociales” en el país marcando así un corte fundamental con todo proceso de conflicto previo (Cfr. Auyero, 2004; Giarraca, 2001; Schuster, 2005; Svampa y Pereyra, 2003). Pero remarquemos que se trata de conflictos protagonizados fundamentalmente por ex trabajadores que en el momento se encontraban en una situación de desocupación al ser en su mayoría despedidos en el marco de la racionalización económica. Pero si nos remitimos entonces a un análisis basado en la correlación conflicto-acumulación, podemos vislumbrar la riqueza analítica encerrada en estos procesos de conflicto. Es que los sujetos parten de la condición de trabajador industrial ocupado, posición clásica de la reproducción ampliada; para pasar a ser trabajadores desocupados a través de un proceso de “cercamiento” de los “bienes sociales comunes” (que remite a los componentes de la acumulación originaria que persistirían) vía las políticas de privatización y financiarización de la economía.

Respecto al carácter continuo de los procesos de cercamiento y a los bienes comunes sociales, vale remitirse por un instante a un trabajo de Massimo De Angelis (2012, p. 33):

Enfatizar sus características comunes nos permite interpretar lo nuevo sin olvidarnos de las duras lecciones de lo viejo. […] el actual proyecto neoliberal, que de diversas maneras se propone avanzar sobre los bienes comunes sociales creados en el período de posguerra, se establece a sí mismo como una moderna forma de cercamiento, que algunos denominan como “nuevos cercamientos”. Así, la comprensión del carácter continuo de los cercamientos ilumina dos cuestiones cruciales. Primero, el hecho de que existe un sustrato común entre las diferentes formas fenoménicas que adoptan las políticas neoliberales y que, por lo tanto, las poblaciones del Norte, Este y Sur están enfrentando estrategias de separación de sus medios de existencia, posiblemente diferentes en apariencia, pero sustancialmente similares en sus lógicas profundas. Segundo, esto nos permite identificar la cuestión esencial que cualquier debate sobre las alternativas en el marco del creciente movimiento global anti-capitalista debe plantearse: el problema del acceso directo a los medios de existencia, producción y comunicación; el problema de los bienes comunes.

Los bienes comunes sociales a lo que hace referencia Massimo De Angelis aparecen en escena en el marco de los conflictos y antagonismos característicos de la reproducción ampliada. Serán estos bienes comunes sociales conquistados los que son “expropiados” vía mecanismos de la acumulación originaria (“nuevos” cercamientos), al entrar en vigor el modo de acumulación neoliberal. Se produce de nuevo una separación, ya no quizás entre el trabajador y sus medios de producción originales, sino entre el trabajador y sus condiciones de vida mejoradas gracias a la conquista de los bienes comunes sociales.

Para los casos de los conflictos de General Mosconi y Cutral-Co, mencionados más arriba, la empresa petrolera YPF, de propiedad estatal, constituía el eje del desarrollo regional. Además de ser una fuente de trabajo, asumía toda una matriz de desarrollo local ligada a la intervención del Estado, ya sea, vía la misma empresa, o a través de organismos y procesos vinculados a otras áreas complementarias, motorizando y sosteniendo a su vez una red de mercado capitalista regional creando así “polos de desarrollo” en donde la desocupación era marginal. Al privatizarse YPF, se desmorona todo este entramado de contención, al imponerse un “nuevo cercamiento” sobre las condiciones de existencia en base a “bienes sociales comunes” (que promovía la YPF estatal) ganando la desocupación la primera plana, al expulsar trabajadores dejándolos sin trabajo, y al hacer desaparecer el mecanismo de promoción de políticas de bienestar y sostenimiento regional. Una serie sucesiva de grandes procesos de conflicto fue la consecuencia (puebladas de 1996 y 1997 en Cutral-Có; Plaza Huincul, Neuquén y 1997-2001 en Tartagal; Gral. Mosconi, Salta), en donde los trabajadores (ayer ocupados, hoy desocupados) y todo su entorno familiar y comunitario se rebelaron ante esta situación demandando trabajo y la recuperación de los bienes sociales comunes perdidos.

Recordemos que se caracteriza al proceso de la acumulación originaria como la separación del trabajador de sus medios de producción. En el propio contexto de la reproducción ampliada, con una parte importante de la clase trabajadora regional en condición de desocupación, podemos trazar un paralelismo y observar un proceso de reedición de esta separación, a través del despojo de sus medios de ingreso (salario). El resultado es el mismo: dejar al trabajador a merced de las ofrendas del sistema, trabajo asalariado en los inicios de la industrialización o subsidios para desocupados en el contexto de la privatización. El paralelismo se orienta en sentido del despojo de sus medios de producción al despojo de sus medios de ingreso. Así es como podrían entenderse los procesos de cercamiento de los bienes sociales comunes extendiéndolo al trabajo como un “derecho”, según varias interpretaciones progresistas. Los movimientos de trabajadores desocupados y los de fábricas recuperadas interpretaban al trabajo como un “bien social común”, como un derecho, como la condición básica para constituirse en asalariado, para constituirse como clase; a pesar de ser el trabajo asalariado sinónimo de creación y transferencia de valor —de explotación—, es el único medio de subsistencia para los trabajadores en las sociedades capitalistas y de ahí que su ausencia vía el despojo originaba el reclamo por recuperar un “bien común”, un derecho perdido vía la política de la privatización.

En síntesis, podemos ver cómo —desde procesos enrolados en la reproducción ampliada al introducirse condiciones y situaciones de “despojo por la fuerza” (característicos de la llamada acumulación originaria)— se termina en conflictos en donde los sujetos siguen siendo aquellos característicos de los procesos de la reproducción ampliada. Muchas situaciones nuevas se suceden, pero, sin embargo, no podemos hablar cabalmente de nuevos sujetos o nuevos movimientos, sino del cambio de condición de un mismo sujeto, el obrero, en la medida que van cambiando los parámetros y procesos de las formas en que se desenvuelve el modo de acumulación en su evolución. Sobre estas premisas básicas del análisis, se podrán considerar toda una serie de procesos de subjetivación, organización del movimiento y construcción y reconstrucción de identidades en tanto sucedáneos de los procesos de conflicto dialécticamente relacionados a los cambios en el modo de acumulación.

Por su parte, y como segundo ejemplo, las movilizaciones de campesinos y de pueblos originarios que se vienen gestando a lo largo de toda América Latina desde el mismo momento de la conquista, reivindicando la recuperación de sus tierras, así como los más recientes movimientos para oponerse a los proyectos megamineros, intentaron e intentan poner un freno al “saqueo” del territorio (cfr. Revista Theomai nº 25 y 26) que afecta de modo directo la continuidad de la vida de cientos o miles de comunidades. El avance de los cultivos industriales y altamente tecnologizados como la soja y otras nuevas formas ambientalmente resistentes, así como todo el proceso de corrimiento de las fronteras agrarias, vienen arrinconando cada vez a las comunidades campesinas y de pueblos originarios a las áreas más marginales, despojándolos de las tierras que ocupaban y saqueando su forma de vida y subsistencia (Giarraca y Levy, 2004; Leguita y Galafassi, 2014; Sanchez, 2011). Por otro lado, el desarrollo de la llamada megaminería que hace rentable la explotación de minerales dispersos, que hasta pocas décadas atrás no lo eran, ha generado también el rechazo de las poblaciones lindantes a esas regiones por el alto nivel de impacto, al destruir literalmente el territorio con enormes intervenciones a cielo abierto y contaminar fuertemente las tierras y las aguas por las sustancias tóxicas involucradas en los procesos de extracción (Delgado Ramos, 2010; Dimitriu 2010; Galafassi, 2010) . Todas estas organizaciones se posicionan entonces tomando al territorio y la naturaleza como un bien común, adoptando de esta manera el papel histórico más tradicional en la argumentación sobre los fenómenos de despojo por la fuerza, vinculado a los procesos de la clásica acumulación originaria. Territorio y naturaleza en tanto bienes comunes remiten directamente a los postulados de Karl Marx y Rosa Luxemburgo, pero también al tratamiento que hiciera el ecologismo de los años 60 sobre el tema, con los planteos referidos a la tragedia de los comunes (Hardin, 1968) o los planteos actuales que recuperan la discusión sobre la pervivencia de los mecanismos ligados a la acumulación originaria (Galafassi, 2012c; Composto y Roig, 2012).

Bienes comunes naturales y sociales comparten posiciones y condiciones en la historia de la civilización y así también lo hacen desde la conceptualización teórica todas aquellas organizaciones y movimientos que se inscriben en esta tipología de conflictividades, al ser la atomización mercantilista de lo humano aquello que está en juego. Tanto los pueblos originarios y campesinos que parten de su organización más comunitaria y su uso común de la tierra y los recursos10, como el movimiento Neozapatista, el Movimiento sin Tierra, las tesis del Buen Vivir, las asambleas que se oponen al saqueo ambiental del presente, junto a la histórica organización comunitaria y cooperativa de la clase obrera en tanto “clase para sí”, o las más recientes prácticas organizativas y productivas de movimientos de desocupados, asambleas ciudadanas u organizaciones de fábricas recuperadas, comparten varias premisas que rescatan la idea de bien común; premisa esta que es obturada, vía los cercamientos y la privatización (ya sea temprana o tardía), tanto por los mecanismos de la acumulación originaria como por los mecanismos de la reproducción ampliada.

Las tierras y pasturas comunales mantenían vivo en la comunidad un vigoroso espíritu cooperativo; los cercamientos lo hambrearon. Históricamente, los campesinos tenían que trabajar juntos amigablemente, para acordar la rotación de cultivos, la utilización de pasturas comunes, el mantenimiento y la mejora de sus pastos y prados, la limpieza de las zanjas, el cercado de las tierras. Trabajaban intensamente codo a codo, y caminaban juntos del campo al pueblo, de la granja al brezal, en la mañana, la tarde y la noche. Todos dependían de los recursos comunes para obtener su combustible, su ropa de cama, y forraje para su ganado, y poniendo en común muchas de las necesidades de subsistencia, eran disciplinados desde la primera juventud para someterse a las reglas y costumbres de la comunidad. Luego de los cercamientos, cuando cada hombre pudo apropiarse de una porción de la tierra y expulsar a sus vecinos, se perdió la disciplina de compartir las cosas con los vecinos, y cada hogar se convirtió en una isla en sí misma. (Thirsk, 1967, p. 60)

Los así llamados “nuevos movimientos sociales”, a la vez que han descentrado las demandas desde la contradicción básica capital-trabajo a la contradicción capital-condiciones de producción, han puesto sobre el tapete muchos mecanismos de alienación cultural y también la problemática de los bienes comunes más allá de la cuestión de clase (Galafassi, 2012a). Con la consolidación, en los países centrales, del pacto keynesiano entre capital-trabajo se desplegaron toda una serie de luchas fragmentadas, que continúan hasta nuestros días, en pos de reivindicaciones contra la alienación más allá del estricto campo material de la explotación salarial (alienación cultural, simbólica, ideológica, cotidiana, ambiental, etc.)11; luchas en el marco de la reproducción ampliada pero que excedían y exceden aquellas perspectivas estrechas de la contradicción capital-trabajo, que veían y ven a la clase obrera como el único sujeto válido en los procesos antagónicos de las sociedades modernas.

Se viene dando una lucha por la “desmercantilización” de ciertos consumos y esferas de la vida, intentando reconstruir un espacio de bienes comunes por fuera de los mecanismos del mercado, quitándolos, separándolos de la reproducción ampliada, aunque, como se dijo, en muchos casos los propios involucrados en el conflicto no lo argumenten en este marco de totalidad sino primordialmente en términos de una lucha focalizada y puntual. Es que el neoliberalismo representa la inteligente y eficaz estrategia para volver a reconstruir cercamientos —vía las privatizaciones y la liberalización del mercado— a los bienes sociales comunes que se habían “recuperado” con el estado benefactor, o los ámbitos aún no privatizados de la periferia, fragmentando aún más los procesos de lucha al exacerbar la perspectiva individualista y competitiva de la vida.

Se hace necesario entonces un ejercicio teórico de re-unificación de las fragmentadas protestas y luchas, retomando los horizontes integradores de las diversas teorías críticas no dogmáticas. Si los movimientos pacifistas, ecologistas y estudiantiles de los países centrales en los años 60 denunciaban, por un lado, el carácter alienante de la sociedad de consumo que excedía el marco de explotación del puesto de trabajo, los movimientos de liberación nacional y social del Tercer Mundo mostraban, por otro, que la lucha de clases no se restringía exclusivamente al obrero industrial y tomaban la bandera de los bienes comunes sociales, políticos y económicos —aunque no lo plantearan en estos términos— como reivindicación principal con el objetivo de reconstituir lazos comunitarios igualitarios.

Los movimientos antiglobalización de los años 90 sitúan más explícita y nominativamente la problemática de los bienes comunes, y las infinitas protestas de campesinos, asambleas vecinales, movimientos autoconvocados y pueblos originarios en America Latina y otros puntos del subdesarrollo vuelven a situar la cuestión de la tierra y el territorio como un aspecto insoslayable de los procesos de acumulación. La democracia deliberativa de los muy diversos movimientos asamblearios a lo largo del mundo ha vuelto a reaparecer en tanto un bien común organizativo básico de todo movimiento antisistema, como reacción primaria a la burocratización y dogmatización de la izquierda y los sindicatos. Al incrementarse exponencialmente la mercantilización de la vida con el neoliberalismo, el rescate del concepto de bien común posibilita rever el proceso original y característico de todos los modos de acumulación bajo el reinado del capital, que implican necesariamente la separación del trabajador de sus medios de existencia. Pero esta separación hay que entenderla en toda su complejidad, por cuanto no se limita exclusivamente al proceso de intervención manual sobre el objeto de trabajo en el puesto laboral, sino que abarca a las diversas dimensiones complejas que estructuran la vida de los hombres dentro del modo de acumulación capitalista. Al ser la separación la marca de origen, luego se manifiesta en cada uno de los aspectos cotidianos que van siendo paulatinamente cercados y privatizados para poder así el capital administrarlos. Estado y capital administran estratégicamente este proceso. Así, ante el avance del comunismo soviético en el primer mundo —o su expresión vernácula en el tercer mundo—, la respuesta fue el Estado de Bienestar o el reformismo populista (quienes se encargaron de recrear espacios comunes vía el pleno empleo y el consumo amplio, por ejemplo) que dejaba fuera, temporalmente, ciertos procesos de cercamiento. Pero luego y rápidamente se desandan estos pasos una vez la instalación de las últimas dictaduras en América Latina o la caída del muro de Berlín en Europa, y el individualismo creciente se impone con las recetas de cercamientos neoliberales. Cercamiento y despojo se suceden entonces a lo largo de la historia del capital, manteniendo vivos ciertos mecanismos de la acumulación originaria que se interpenetran con la contradicción básica de la reproducción ampliada constituida por la relación capital-trabajo.

5 Consideraciones finales

Los conflictos y las luchas deben entenderse entonces en el marco de este juego siempre dialéctico, que puede asumir características arquetípicas de la reproducción ampliada (conflictos del mundo del trabajo, clase obrera, salarios, desocupación, etc.) o de la persistencia de los mecanismos y componentes de la acumulación originaria (privatización de bienes comunes); o de las diversas combinaciones complejas entre ambos. Pero los conflictos son a su vez construidos socialmente en términos de su significación y de su legitimación identitaria y simbólica, así como las estrategias de protesta y de lucha. Esto hace que históricamente varíe la conformación, tanto de las formas y características en que se dan los modos de protesta y lucha, como las razones más específicas que motivan los conflictos. Es muy distinta la conflictividad social en un contexto político-ideológico-cultural que potencia la construcción colectiva de herramientas de cambio que cuando lo que prima es la máxima hobbesiana de la supervivencia individual. Existe ciertamente una legitimación hacia aquello que puede ser o no objeto de protesta, aunque obviamente esta legitimación se construye históricamente a partir de la interacción entre el entramado complejo de las relaciones de producción y los procesos de subjetivación y construcción de sentidos, que en una sociedad de clases estarán siempre mediados por los procesos de dominación y hegemonía (Galafassi, 2011). Así, cualquiera sea el caso particular, la norma general será el conflicto en el marco de la pervivencia de la lucha de clases, entendida esta en términos claramente dialécticos, dinámicos y complejos, en donde la clase también se construye a sí misma. Porque la división de la sociedad en clases, los procesos de antagonismo y la lucha entre clases permean toda la dialéctica social, todo agregado y proceso social. Pero esto de ninguna manera implica que cada situación presente en la sociedad pueda explicarse directa y simplemente como lucha de clases a prima facie y de manera mecánica. Por el contrario, junto a la lucha de clases y en la lucha de clases en sí misma (entendida como proceso antagónico capital-trabajo) se manifiestan toda otra serie de antagonismos (étnicos, de género, de status, culturales, etc.) que se interpenetran con la contradicción entre clases, pudiendo ser valioso volver a discutir el juego dialéctico entre contradicción y sobredeterminación. Es decir, que las contradicciones estructurales (básicamente capital-trabajo) están sobredeterminadas por otras instancias que a su vez tienen autonomía relativa respecto a las primeras. Así, contradicción pasa a ser una totalidad compleja en donde lo estructural es precisado permanentemente por antinomias de origen cultural, ideológico, político, socio-ambiental, etc. De esta manera los conflictos sociales no pueden explicarse exclusivamente en base a una mecánica interpretación de la lucha de clases (aquella que identifica clase exclusivamente con obrero industrial) ni mucho menos en base a una mirada reducida desde el individualismo metodológico. Mucho más si tomamos en cuenta las advertencias de Franco Berardi (2007) respecto de que las nuevas formas productivas se asientan en la recombinación y la flexibilidad más que en la totalización, descentrando el poder y por lo tanto debiendo repensar las estrategias de resistencia cuestionando incluso la máxima moderna del “tener más” y la “necesidad material”.

Cada situación, cada proceso de conflicto, se construye social e históricamente, estando siempre permeado por condiciones de lucha en el mundo productivo, pero a su vez se enriquece y hasta es determinado primariamente, en base a otros antagonismos más o menos difusos y a complejas relaciones de poder12, dando de esta manera un abanico diverso de situaciones que van desde conflictos con claros y evidentes rasgos de antagonismo “clásico” (conflictos de la clase obrera industrial, por ejemplo) hasta otros en donde la superposición y complejidad de antagonismos es más que evidente (ecologismos policlasistas, protestas de las clases medias, movimientos antiglobalizción, por ejemplo). En esta diversidad de situaciones, sin embargo, las condiciones del modo de acumulación serán un componente siempre presente, interactuando dialécticamente con la serie de antagonismos en disputa. Crea, cuanto menos, el marco del conflicto, encaminando las individualidades y su expresión diversa y marcando los límites para un determinado tejido de relaciones materiales, políticas y socioculturales que definirán coacciones sociales que van más allá de las decisiones individuales y que interactúan con estas. Esta dinámica es lo que hace que la novedad sea permanente, sucesiva y recurrente, de tal manera que fijar a un determinado conflicto o movimiento social como nuevo “per se” constituye una herramienta heurísticamente superficial que sólo mira el costado estático de la compleja realidad social.

Los conflictos sociales entonces sólo podrán entenderse en este entramado complejo y dialéctico, y en razón de sus procesos de construcción sociohistóricos. Esto significa abandonar definitivamente cualquier intento de monismo teórico-metodológico para ser reemplazado por una primacía de las relaciones, de relaciones dialécticas, descartando así también la simple trama de relaciones sistémicas sin jerarquías. Sólo un proceso de conocimiento basado en la comprensión y explicación de las relaciones dialécticas asentadas en la presencia de antagonismos nos permitirá superar los reduccionismos dominantes.

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