Estado, usos y demandas. Gramáticas penales de las víctimas de inseguridad en la Argentina contemporánea

State, uses and demands. Grammars of the insecurity´s victims in Argentina

  • Mercedes Celina Calzado
En las sociedades contemporáneas, una parte de la identidad colectiva se legitima mediante la interpelación de las instituciones políticas y judiciales tradicionales. En estos escenarios, los grupos de víctimas de la violencia urbana latinoamericana cobran un papel fundamental. Un recurso retórico utilizado por esos colectivos es la exigencia de cambios de las estructuras estatales y la modificación de normas penales. De allí que la reflexión sobre el rol del ciudadano/víctima se haya convertido en parte de la discusión de la teoría social contemporánea. En este artículo, en primer lugar, revisamos los abordajes teóricos y metodológicos que forman parte de esta literatura. Luego, desde una perspectiva cercana al interpretativismo, analizamos un conjunto de entrevistas realizadas grupos de víctimas de la inseguridad en Argentina. Siguiendo la hipótesis según la cual la ciudadanía/víctima es una subjetividad de una época caracterizada por la disolución de identidades políticas fuertes, aportamos elementos acerca de las características discursivas de estos actores en su vínculo con el Estado.
    Palabras clave:
  • Violencia urbana
  • Poder
  • Discurso
  • Castigo
In contemporary societies, collective identity is legitimized by questioning the traditional political and judicial institutions. In this sense, groups of organized victims of urban violence have a crucial role in Latin America. One resource generally used by the victims is the requirement for changes of state structures and to ask for modification on criminal laws. The definition of the citizen/victim is established as part of contemporary literature in social theory, although with theoretical definitions and diverse theoretical approaches that we review in this article. From a perspective close to interpretivism, we work with some interviews with groups of victims of insecurity in Argentina. Following the hypothesis that citizenship/victim is a subjectivity of an era characterized by the dissolution of strong political identities, the aim is to analyze the discursive characteristics of these actors in their link with the State.
    Keywords:
  • Urban Violence
  • Power
  • Discourse
  • Punishment

1 Introducción

Las víctimas de la inseguridad se convirtieron en actores centrales de la vida democrática de la Argentina contemporánea. Los familiares de la violencia delictiva adquirieron una visibilidad mediática y social tan relevante que su voz logró, en más de un caso, traspasar la imagen de las pantallas televisivas y convertirse en palabras definitorias de las acciones estatales. Ellos y ellas fueron protagonistas de masivos reclamos al Estado durante las últimas décadas, a veces tomando dinámicas y lógicas cercanas a las utilizadas por los colectivos de víctimas del terrorismo de Estado en Argentina, otras procurando conscientemente distanciarse. Estos espacios pueden ser tan diferentes como los hechos que los produjeron y los vieron nacer. Sin embargo, tienen la similitud de reclamar al Estado mediante narrativas propias que este trabajo busca reconstruir. Ante la percepción de peligro, la profundización del sentimiento de impotencia y la desconfianza hacia las instituciones, se despliega una novedosa identidad política: ciudadanía/víctima.

Este proceso debe revisarse a la luz de algunos cambios de no tan larga data. En Argentina, en las últimas dos décadas, se incrementaron las denuncias de robos y homicidios. Según el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Nación, a inicios de los noventa se registraron alrededor de 480 delitos cada 100 mil habitantes, tasa que escaló hasta alcanzar un pico de 3.573 en 2002. Pese a la baja en los homicidios y en otros crímenes a partir de 2003, en 2017 la foto general de la seguridad urbana parece haber no cambiado demasiado (la tasa de delitos total alcanzó un 3.434, según datos publicados por el Ministerio de Seguridad de la Nación en 2017). Mientras que las denuncias no aumentaron drásticamente, la percepción sí lo hizo: en 1999, el 10 por ciento creía que el delito era el problema más grave del país, y en 2015 este número alcanzó el 35 por ciento de los encuestados por Latinobarómetro (2015). A la vez, para el 85 por ciento de la población local el sentimiento de inseguridad fue grave o muy grave en 2017 (INDEC, 2018). Estos datos apoyan la hipótesis planteada por la literatura acerca de que la sensación subjetiva de inseguridad y la inseguridad objetiva corren por carriles contrapuestos (Dammert, 2012, Kessler, 2009).

En este contexto, no debemos dejar escapar las particularidades de un sistema mediático que en las últimas décadas profundizó la producción de contenidos policiales y amplificó la voz de las víctimas. En paralelo a la evolución de la estadística criminal, aumentó la circulación de noticias sobre la violencia urbana en los medios de comunicación locales, especialmente a partir de la aparición de las cadenas televisivas que transmiten 24 horas información, en muchos casos, policial. Según un informe realizado por la Defensoría del Público de la Nación (2016), las señales de cable cuentan entre su programación el 18,5 por ciento de noticias policiales, en tanto el 28,2 por ciento de la duración de la programación responde principalmente a este tópico, por sobre la in

formación deportiva y política. Los protagonistas centrales de estas historias no son delincuentes ni policías, son las víctimas.

El fenómeno de los reclamos de la ciudadanía/víctima dista de ser sólo local. En algunos países latinoamericanos la criminalidad tiene raíces más concretas que en otros, al menos según lo que indican las estadísticas oficiales.1 Pero uno de los elementos más interesantes para analizar la crisis de seguridad en la región es el temor de convertirse en una víctima, tal como lo indican Lucía Dammert y John Bailey (2005). Según Latinobarómetro (2016), el 25 por ciento de los latinoamericanos cree que la inseguridad es el mayor problema de su país (luego de los temas económicos). La diferencia de las tasas de delitos de cada país y la percepción de temor varían, y no es posible identificar con facilidad un elemento que explique esta tendencia, más bien hay que revisar las particularidades históricas, sociales y culturales. Pese a estas divergencias, el porcentaje de latinoamericanos preocupados centralmente por la delincuencia es mayor en la actualidad que en la década del noventa, algo que contrasta con la tasa de victimización que se mantuvo relativamente estable desde entonces (entre el 31 y el 44 por ciento de 2004 a 2016, según Latinobarómetro, 2016).

Las historias de las violencias, las percepciones y las causas e impactos políticos son múltiples en cada contexto territorial. También son diversas las formas en que la ciudadanía interviene. Pero algunos autores se atreven a asegurar que, a pesar de estas diferencias, la victimización es un factor de participación social y política fuerte. Es decir, haber sido tocado por la violencia es una variable potente para convertirse en un actor social activo (Bateson, 2012). En Argentina las masivas movilizaciones por el asesinato de Axel Blumberg —convocadas por su padre, Juan Carlos Blumberg, a partir de 2004— marcaron un clivaje en la forma de analizar la noción de víctima y de considerar las articulaciones entre estos individuos, los agrupamientos de ciudadanos/víctimas y el Estado (Calzado, 2015). México también es un ejemplo de este tipo de reclamos e identidades transformados en multitudinarios. El grupo México Unido contra la Delincuencia, creado por la madre de un muchacho asesinado, organizó en 1997 la primera marcha masiva contra la inseguridad (Morera, 2017). En 2011 otra gran movilización inundó 37 ciudades de México protestando contra la violencia urbana (Bailey, 2014). Javier Sicilia, padre de un joven asesinado y convocante de la protesta, se pronunció por entonces: “Estamos hasta la madre de ustedes, políticos (…), porque en sus luchas por el poder han desgarrado el tejido de la nación” (Sicilia, 2011). Ecuador tiene algunos otros ejemplos interesantes, entre ellos la “Marcha de las camisetas blancas”, convocada por Andrés Cordovez, de la Corporación Acción por la vida y la Seguridad (Ojeda Segovia, 2017).

En los países de la región los casos son múltiples y también lo son sus características. Colectivos numerosos o víctimas individuales con un cartel con la fotografía de su familiar; grupos que producen cambios legales fuertes o pequeños; espacios de vecinos preocupados con baja visibilidad. Todos se identifican con una etiqueta a través de vocablos que se asemejan y les permiten construir la legitimidad de sus reclamos. El habla construye comunidad. Es complejo establecer una matriz unificada para entender la ciudadanía en clave de víctimas en América Latina. Pero nuestro propósito es brindar herramientas que aporten claves para revisar un fenómeno complejo que, pese a las diferencias, se une en un lenguaje común: el reclamo al Estado por “más seguridad” y la identificación de sus referentes y participantes como víctimas. Nuestra hipótesis de trabajo es que la ciudadanía/víctima emerge como una subjetividad de época en la que las identidades políticas se fragmentan y la voz de los que sufrieron un delito adquiere una legitimidad fuerte en la interpelación al Estado. Los recursos discursivos de las víctimas revelan su dimensión impolítica (Espósito, 1988/2006) y dan cuenta de los límites de la capacidad protectora del Estado.

Para revisar este proceso encaramos un trabajo de búsqueda de las voces de algunos protagonistas de estas escenas contemporáneas. El proceso de esta investigación no siguió estrictas reglas del trabajo etnográfico, aunque sí fue guiado por su espíritu. Especialmente porque intentamos desentrañar las características de las subjetividades de la ciudadanía/víctima desde las tramas de significación presentes en sus configuraciones. Esto implica revisar los recursos discursivos que los definen como sujetos y desde los cuales se movilizan. Nuestro faro es la búsqueda interpretativa de las expresiones enigmáticas presentes en los discursos de los grupos sociales de víctimas. Porque, como explicita Clifford Geertz:

Lo que en realidad encara el etnógrafo (…) es una multiplicidad de estructuras conceptuales complejas, muchas de las cuales están superpuestas o enlazadas entre sí estructuras que son al mismo tiempo extrañas, irregulares, no explícitas, y a las cuales el etnógrafo debe ingeniarse de alguna manera, para captarlas primero y para explicarlas después. (1999 p. 23)

Esta perspectiva ilumina la forma en la que procuramos analizar las claves particulares de la interacción verbal, las formas de nominalizar a los actores sociales, al Estado y de establecer los contornos de lo legal y lo ajeno de una comunidad de víctimas.

De allí a que revisemos estas estructuras conceptuales y aportemos algunas explicaciones a partir de observaciones y de un conjunto de entrevistas realizadas víctimas individuales y colectivos de la inseguridad de la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano Bonaerense (Argentina). También incorporamos materiales documentales producidos por estos colectivos. Realizamos la recolección de este corpus, la selección de los grupos de víctimas y las entrevistas entre 2009 y 2010, aunque las observaciones a las movilizaciones de víctimas comenzaron en 2004.2 A más diez años de haber encarado el trabajo de campo, algunos de estos sujetos y grupos siguen existiendo en el espacio público, otros en cambio ya no tienen visibilidad social. Pero nuestro interés no está dado por la particularidad encarada por estos referentes o colectivos. Más bien buscamos en estos pequeños espacios elementos desde los que sea posible extraer significaciones más amplias que surjan de ellos y los atraviesen, a la vez que los excedan y permitan revisar el presente. Por eso, consideramos que las estructuras conceptuales que captamos e interpretamos —gracias al acercamiento a estos grupos de víctimas hace años—, siguen siendo útiles para revisar su actualidad. No porque los sentidos sean extrapolables sin más, pero sí porque las interpretaciones que realizamos resuenan en nuestra escucha actual y permiten revisar algunas de las características que asumen los vocablos de los ciudadanos/víctimas en las sociedades latinoamericanas.

Entre las dimensiones que destacamos en la interpretación de estas estructuras de sentidos se encuentran las características que adquiere la interpelación de estos actores a los Estados locales y nacionales. Desde allí presentamos parte de los resultados de una investigación en la que buscamos caracterizar las prácticas y discursos de las víctimas frente al Estado, procurando relevar el modo en que definen a las instituciones, los rasgos discursivos de sus reclamos y las modalidades de interacción con los niveles políticos. El fin, en este sentido, es dar cuenta de las demandas realizadas al Estado en clave discursiva y la utilidad que consiguen a través de su vínculo en tanto configuración de una identidad propia. Para ello, en la primera parte de este artículo, revisamos las discusiones de la literatura sobre las víctimas como un fenómeno contemporáneo. Luego, analizamos las características discursivas de las víctimas hacia un Estado convertido en paradestintario. En la tercera sección, repasamos los rasgos penales que adquieren los vocabularios de las víctimas. Desde allí anclamos los nexos entre estos grupos organizados y el Estado para pasar, por último, a algunas consideraciones finales sobre las regularidades y tensiones alrededor de las subjetividades victimizantes de los contextos inseguros.

2 Ciudadanía/víctima

Las víctimas son un tipo de figura identitaria de larga data, pero que en los últimos años adquiere características novedosas. Por identidad entendemos, siguiendo a Hall, el:

Punto de encuentro, el punto de sutura entre, por un lado, los discursos y prácticas que intentan interpelarnos, hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de decirse” (2003, p. 20)

¿Cómo se dicen las víctimas? ¿Cómo se produce la sutura entre el modo en que son interpelados y el modo en que hablan de sí?

Las víctimas hoy pueden ser parte de pequeños o grandes relatos, de sucesos personales o colectivos. Hasta hace algunas décadas las víctimas eran mártires, sujetos que pasaban a la historia por sufrir “violencias trascendentes” que “ayudaban a elaborar narrativas extraordinarias, las que constituyen lo común cuando es grande y se escribe con mayúsculas (naciones, patrias, países, pueblo)” (Gatti, 2016, p. 117). Perseguidos políticos, víctimas de genocidios, muertos por violencias terroristas. En la historia de Argentina las víctimas del terrorismo de Estado se constituyeron como una de las voces más fuertes de la política reciente.

El estallido de los grandes relatos también generó una explosión en las subjetividades sociales, culturales y políticas. La dimensión de la víctima no podía quedar fuera de estos cambios. En estos contextos, los ciudadanos comenzaron a ser interpelados desde su condición de víctimas por los medios de comunicación (Latte, 2012), por los políticos en campaña, por los funcionarios de gobierno (Garapon y Salas, 2007) y por los expertos (Dodier, 2009). Un tipo de interpelación contemporánea que produjo subjetividades victimizantes. El trabajo del antropólogo y sociólogo francés Didier Fassin se ocupó de entender cómo las intervenciones humanitarias en momentos de crisis políticas producen a las víctimas. Para este autor, los sujetos y las subjetividades políticas se definen en la interacción social, tal como Louis Althusser lo ejemplificaba al recordar qué sucede cuando una persona escucha a un policía gritar “Ey, ud”, se da vuelta sin pensarlo y se reconoce en el llamado de la autoridad sin que su nombre forme parte de la palabra. Para Fassin este ejemplo puede generalizarse a cualquier hecho social relevante culturalmente construido:

La designación constituye tanto un sujeto que es llamado a identificarse a sí mismo, a veces en contra de su voluntad, con la forma en que es designado, y una subjetividad que se ajusta, al menos en parte, a este mandato. En este sentido, el trauma produce a la persona traumatizada del mismo modo que el humanitarismo produce a la víctima. (Fassin, 2010/2011 p. 202, traducción propia)

Posiblemente este proceso implique depender de un discurso que el individuo no elige activamente, pero el cual, a la vez, le permite insertar su constitución social en tanto sujeto (Butler, 2010).

Los individuos al ser nombrados se configuran en tanto actores que interpelan al espacio social como víctimas, un sustantivo que parece legitimar casi cualquier reclamo. Porque, como también recuerda Fassin, las víctimas “toman esta subjetividad precisamente en función de demandar aquello que les ha sido negado: el estatus político de sujetos” (2010/2011, p. 222, traducción propia) y a partir de allí ingresan en el espacio público para interpelar al Estado. En este doble circuito, interpelados e interpelantes, se revela una novedosa subjetividad del espacio público: los ciudadanos/víctimas. Víctimas de delitos en las calles (Galar, 2017), de genocidios (Jelin, 2007; Vecchioli, 2005), de la violencia institucional (Pita, 2010), de femicidios (Vallejos, 2013), de catástrofes naturales (Schillagi, 2017), de “linchamientos” (Hernández, 2014), o de accidentes de tránsito (Alfieri, 2014). Tantas víctimas posibles como dolores imaginables. Como destaca Gabriel Gatti (2016) el sustantivo víctima se convirtió en ordinario, en común, desde hace alrededor de dos décadas. En esta democratización de la subjetividad, la víctima deja de ser una definición pasiva para convertirse en actante de su propia historia, en soledad o junto a otras víctimas de dolores similares.

La literatura que analiza estos cambios es amplia. Quienes han realizado algunas sistematizaciones (Gatti, 2016, Lefranc, 2017) plantean que hay dos vertientes centrales en el estudio de los movimientos de víctimas. Por un lado, análisis que son sensibles al dolor de las víctimas y que revisan centralmente las experiencias, el sentido de comunidad y sus lenguajes. Algunos de estos trabajos recuperan el valor de una etnografía comprometida con las experiencias del sujeto que sufre, por sus particularidades y los modos en que se expresan las vivencias a través del lenguaje (Das, 2001). El investigador colombiano Francisco Ortega explica este compromiso:

Se hace necesario (…) examinar el fenómeno de la violencia desde la perspectiva, el lenguaje y las prácticas de los sufrientes, los modos en que estos padecen la violencia, negocian y obtienen reductos de dignidad (…) y sobrellevan la huella de la violencia. (2008, p. 21)

Por otro lado, existe una línea bibliográfica que reflexiona sobre la víctima como una identidad negativa, como una ciudadanía inmadura incapaz de promover un desarrollo democrático amplio. “La promoción de la figura de las víctimas acompaña el declive de la soberanía”, recalcan desde esta perspectiva Antoine Garapon y Denis Salas (2007, p. 75, traducción propia). Es decir, la soberanía del Estado pareciera desaparecer a manos de las definiciones de quienes se erigen como víctimas. Para estos autores, la moralidad es un eje de las interpelaciones y de los reclamos de las víctimas, y esta legitimidad sin márgenes se convierte en un riesgo para los procesos sociales. Quien es etiquetado cómo víctima puede tener una autoridad social completa que le permita accionar sobre la totalidad del cuerpo soberano. “¿Cómo informar científicamente los procesos que existen socialmente a través del filtro de las calificaciones morales? Hablar de víctimas puede equivaler a decidir sobre la legitimidad de sus afirmaciones”, recalcan críticamente Sandrine Lefranc y Lilian Mathieu (2009, p. 12, traducción propia). De allí a que esta tradición recuerde los modos peligrosos en que la justicia deja de centrarse en el delincuente y pasa a hacerlo en la víctima (Garapon y Salas, 2007; Pitch, 2003; Zaffaroni, 2008). Ésta es, en alguna medida, la “doctrina del derecho de la víctima al castigo del autor” y los riesgos que este proceso implica para el principio de legalidad y la democracia (Silva Sánchez, 2008).

No obstante, es interesante rescatar que esta línea que mira de reojo las constituciones de movimientos de víctimas a veces recuerda la importancia de revisar la disputa por el uso de este concepto.

Hay otras maneras de interpretar la violencia (no solo a través del trauma sino, por ejemplo, en términos de dominación y resistencia); además, al rechazar toda interpretación unívoca, afirmo que existen múltiples sitios de identificación (no sólo como víctimas, sino también como combatientes o mártires). (Fassin, 2010/2011 p. 203, traducción propia)

Si bien la categoría de víctima es central para entender experiencias sociales complejas, para estos estudios la batalla es deconstruir una funcionalidad riesgosa para los procesos democráticos. Como aclara Lefranc, el fin de estos análisis es “denunciar cuando ese sufrimiento no se abre al de los demás, convirtiéndose en el caballo de Troya del comunitarismo, en una brecha en la ciudadanía y en una amenaza para la unidad nacional” (2017, p. 141).

Parte de la literatura de la acción colectiva tendió a descartar la posibilidad de revisar la categoría de víctima, por no ser pensada como sujeto de acción, de movilización (Piven y Coward, 1979). Pero si, como veremos a lo largo de estas páginas, estos sujetos reclaman ante el Estado, ante la justicia, ¿cómo revisarlos sólo como pasivos y no considerar su acción individual o colectiva? Estas “solidaridades a posteriori” de un evento trágico común (Vilan y Lemieux, 1998, p. 136) colaboran en acciones más o menos organizadas que apuntan a encontrar lenguajes que den sentido a un sentimiento individual. Y en esa acción común se constituyen como un actor que reclama al Estado. ¿Son pasivos porque incluyen en sus repertorios los mismos vocabularios de la economía moral de aquellos que los interpelan como pasivos, la política y los medios de comunicación? ¿Estos espacios los interpelan realmente como sujetos pasivos? Tendemos a creer que los interpelan como sujetos fragmentados por sus múltiples y diversas vivencias como víctimas, que los ubican pasivamente frente a lo que los invade por fuera pero que, a la vez, los llama a intervenir desde ese lugar moral en el espacio público. Aunque muchas veces esta intervención pueda ser tildada de “política”, de tener una intención externa al dolor, de ser acción. En estos casos “la víctima como actor movilizado deja paso a la sospecha (una sospecha moral): si se moviliza, si recurre a recursos y al cálculo, su mismo estatus de víctima se fragiliza” (Lefranc y Mathieu, 2009, p. 23, traducción propia). Si se moviliza ¿deja de ser víctima?, se preguntan Gabriel Gatti y María Martínez (2017). El problema es pensar a la ciudadanía/víctima por fuera del mapa de lo político. Otra paradoja quizás de estas nuevas subjetividades en la que el estatus moral está tensionado por su cercanía o lejanía de la acción propiamente política. Una paradoja que, como veremos, responde a las dificultades contemporáneas de la política.

Al enunciarse en el espacio público, la víctima deja de ser pasiva y se vuelve un ciudadano/a que da batalla a partir de su estatus de víctima. Ciudadanía/víctima. Y rescatamos el valor de la barra. Como Héctor Schmucler precisó sobre la relación entre comunicación/cultura, la barra “genera una fusión tensa entre elementos distintos de un mismo campo semántico” (1984, p. 7). Una barra que tiene en cuenta la distinción entre los dos elementos pero que, para analizar el objeto de forma compleja, los trata de manera conjunta, como un todo.

La palabra nominaliza sus acciones y define sus identidades de cara al mismo Estado que los interpela. En este proceso de ser hablados y hablarse se define su identidad política. Posiblemente en la lectura de las siguientes páginas resuenen algunas de los sonidos de la literatura crítica sobre las víctimas. Pero lejos de creer que estamos ante un fenómeno de configuración de subjetividades despolitizadas, quejosas y críticas de los canales institucionales, consideramos que el modo en que la ciudadanía/víctima se posiciona responde a una nueva forma activa de ser interpelado y de interpelar en el espacio público. Si bien, como trabajamos a lo largo del artículo, los posicionamientos de quienes se enuncian como víctimas suelen buscar alejarse de “la política” (porque en ese caso pueden perder su legitimidad “moral”), estos procesos de subjetivación muestran una manera de tensionar los márgenes de la política. La categoría es una vía de acceso a la condición de ciudadanía, un modo de intervenir en el espacio público con la legitimidad de quien sufrió y siendo parte de la misma comunidad lingüística del que interpela (la política, los medios). “El deseo de ser víctima invade la sociedad contemporánea: otorga reconocimiento, ayuda a salir de la invisibilidad social y colectiva… permite existir a quienes, si no, instalados en otras categorías, raramente serían audibles” (Gatti, 2016, p. 120). Un fenómeno que Fassin (2010/2011) denominó “economía moral del humanitarismo”, porque no sólo el que sufre es víctima, todos somos potencialmente eso que no queremos ser y, por tanto, somos una ciudadanía que reclama en tanto posee un estatus moral y legítimo de víctimas.

Por eso, como plantean Gatti y Martínez (2017), víctima y ciudadano/a dejaron de ser figuras antagónicas, y se convierten en:

Un sujeto que para ser una cosa ha de ser también su contrario, que es pasivo y agente, que es silente y parlanchín, que es ruidoso y sensato, que hace del dolor, del sufrimiento, de lo que despojaba de derechos y destituía de la condición de sujeto, de ciudadano, lo que precisamente lo constituye como ciudadano. (2017, p. 9)

La condición de ciudadanía/víctima implica un posicionamiento moral que puede tener su inicio en la pasividad del ataque externo, pero que se va definiendo en el entramado de sus acciones (vinculadas con los modos legítimos de interpelación política y mediática del exterior) y su actuar sólo puede enmarcarse (así muchas veces lo rechace) en el marco de la política, de la acción, de la ciudadanía. “La de víctima es hoy una posición buscada para acceder a la ciudadanía, y en ese reclamo se despliega acción” (Gatti y Martínez, 2017 p. 11). Revisemos los lenguajes desde los que se enuncian como actores legítimos del espacio público.

3 Dictámenes

En las democracias latinoamericanas contemporáneas se despliegan cotidianamente diagnósticos y juicios sobre el Estado, sobre sus fines y sobre las modalidades de resolución de la violencia. En estos escenarios, las voces de los grupos de víctimas contra la inseguridad adquieren un rol en las críticas y reclamos de cambio institucional. La percepción indica que el umbral social del peligro se ha franqueado y el diagnóstico de la opinión pública de la región es la imposibilidad de seguir tolerando los índices actuales de violencia. Las víctimas asumen una voz central en los pedidos al Estado para que intervenga eficazmente. La situación —resuena en el eco social que amplifican los medios de comunicación— ha llegado a un punto del cual no hay retorno.

Aquí se revela la paradoja de los discursos de las víctimas: el Estado debe desplegar sus extremidades e intervenir; pero el Estado es inepto, torpe y hasta inerte. Palpamos en estos significados una frustración securitaria, tal como diagnostica Robert Castel (2003/2008). Cualquier herramienta propuesta por las autoridades tendrá sabor a poco. Para las víctimas, la “clase política” es el paradestinatario, el responsable de la crisis de seguridad. Pero, a la vez, es el agente capaz de escuchar a la ciudadanía y producir modificaciones. Son calificaciones y propuestas paradójicas, a veces incompatibles. La vara de la ciudadanía/víctima marca las salidas y soluciones posibles que debe implementar un Estado ausente.

Ahora bien, si el Estado en su versión clásica es el administrador de los peligros, la violencia parecería ser la mayor muestra de su ineficacia. En muchas voces se alza la calificación de la incapacidad estatal: “Este es el problema que tenemos, la Argentina del habla y del no construir, no generar, no ser ejecutivo, no dar soluciones”, resalta uno de los referentes de las víctimas organizadas de la Ciudad de Buenos Aires, Aníbal Gómez (entrevista personal, marzo 2010), y pone en sus palabras las definiciones de gran parte de los entrevistados para esta investigación.

Pero no sólo es incapaz. También el Estado es enunciado como impune. La impunidad es un vocablo repetido: “¿Es lógico que una mujer, una mamá, una familia tenga que estar desesperadamente atrás de todo buscando justicia porque el Estado no te la brinda?”, se pregunta la fundadora de Asociación de Víctimas de la Delincuencia (AVIDEL), Mirta Pérez (entrevista personal, febrero 2010). El Estado ineficiente-impune corre en paralelo a la percepción de desconfianza. “Y antes se podía denunciar, vos veías algo raro en tu barrio y denunciabas. Hoy si veo algo raro, me meto adentro, cierro las cortinas, las ventanas y le meto llave a la puerta. ¿Cuál es la razón? Porque los mismos que vos viste robando, a la noche te vienen a buscar… entonces tenés que cerrar la boca”, reflexiona Nelly Arata, miembro de Madres y Familiares de Víctimas (MAFAVI), una ONG de la zona de Castelar, en el conurbano bonaerense (entrevista personal, noviembre 2009). Como las películas de cowboys, los pistoleros polulan afuera, la gente de bien se debe refugiar dentro de sus hogares. No ver nada, no escuchar nada, esa es la receta de la tranquilidad.

La única seguridad es que “también te puede tocar”. La violencia en ese sentido es “democrática”. En democracia, cualquiera puede ser el próximo: “Esta juventud muerta es de la democracia. Hay mamás que tienen dos hijos asesinados y no tienen justicia. El Estado tendría que estar para contener a los que quedan. ¿Dónde están los asistentes sociales, los terapeutas? El Estado no existe, está colapsado”, afirma Linda, mamá de un joven baleado en la Ciudad de Buenos Aires y militante de la causa de la seguridad (entrevista personal, diciembre 2009). El dominio estatal de la administración de la vida está colmado, en crisis. Tanto que Silvia Irigaray, fundadora de la Asociación Madres del Dolor, se sorprende (entrevista personal, diciembre 2009): “Hace dos horas que no suena el teléfono. ¡Es muy raro! Ojalá fuera porque se calmó y nadie murió en este rato. Pero eso no es así, en estos minutos seguro hubo algún hecho violento, alguna mamá que no sabe qué hacer con su dolor”. La intención inmunitaria de la política parece esfumarse. Roberto Espósito (2002/2005) desnuda el modo en que la política procura salvar la vida a través de la inmunización de los riesgos que la amenazan. La percepción victimológica es inversa: El peligro está ganando la batalla, y el teléfono seguirá sonando.

El diagnóstico es compartido, aunque no las causas. “Argentina es un país violento desde hace muchísimos años, violenta fue la represión militar y siguió después por otros carriles, habiendo una violencia y una criminalidad cada vez mayor”, afirma Alicia Angiono, de MAFAVI (entrevista personal, noviembre 2009). Una violencia que también, para su compañera de ruta Marta Anselmo (entrevista personal, noviembre 2009), se puede entender a partir de la crisis de 2001: “Capaz me equivoco, pero 2001 y la terrible crisis económica de ese año fueron detonantes”.3 “Esto no se soluciona con más policías en las calles. Es un problema social también vinculado con la droga”, considera Nelly Arata (entrevista personal, noviembre 2009). Ella misma inserta su caso en las causas estructurales de la criminalidad:

El padre de uno de los asesinos de mi hijo está en el negocio de los desarmaderos clandestinos. Se supone que (cuando lo mataron) querían el auto. Era la época a full de los desarmaderos. Pero todo esto también es responsabilidad de la sociedad que va y compra los repuestos porque son baratos. Y esos repuestos tienen la sangre de nuestros hijos.

Otras visiones se alejan de esta dimensión estructural del problema de la seguridad y confluyen en una explicación más propia de la fórmula: Delito = Individuo asocial. La violencia extrema se explicaría por el perfil de los sujetos y su falta de códigos sociales. En esta línea discursiva, todo tiempo pasado habría sido mejor. Gabriel Lombardo, presidente de Vecino Alerta de Lomas del Mirador (VALOMI), luego de sufrir decenas de asaltos, asegura: “A mí me asaltaron 39 veces. Antes había códigos, no te golpeaban, no te mataban, entendían que, si no tenías más dinero, no tenías. Ahora el mismo cuadro delictivo ha llevado a que estemos en presencia de una violencia mucho mayor que no respeta nada. Si te pueden matar o violar lo van a hacer” (entrevista personal, enero 2010). Simplemente, hoy los criminales son más violentos. El Estado, entonces, debería también serlo en su respuesta. “Nosotros estamos rodeados de villas y si uno dice que ahí hay malandras, es porque ahí hay malandras”. Un cerco a los que nos cercan. La figura del mal, del vicio. El traidor o agresor, personajes centrales del género melodramático, son caracterizados como diablos secularizado, como un Fausto vulgarizado (Barbero, 1987/2010). Despojado de rasgos aristocráticos o burgueses, el agresor es un personaje de lo terrible que produce miedo y hace sufrir a la víctima. Cobra vida la sospecha de animalidad detrás de la criminalidad. “Cualquier criminal, después de todo, bien podría ser un monstruo, así como antaño el monstruo tenía una posibilidad de ser criminal”, aclara Michel Foucault (1976/2000 p. 83). La monstruosidad manifiesta la contra naturaleza, la muerte. Extrañeza que aniquila.

¿Cómo, entonces, profesar derechos para el monstruo? Esteban, otro miembro del grupo de Lomas del Mirador, rescata un elemento: los derechos humanos existen sólo para unos pocos. “¡Los derechos humanos no asisten a las víctimas de la delincuencia!”. Y esto se explica porque “vos salís a decir algo sobre bajar la edad de imputabilidad y ya te salen las Abuelas o las Madres (de Plaza de Mayo) o los derechos humanos diciéndote cualquier barbaridad” (Esteban Z., entrevista personal, enero 2010). Las víctimas-politizadas usan argumentos bárbaros para defender a los bárbaros. Las víctimas-auténticas están convencidas: urge separar al sujeto de la amenaza. ¿Derechos, entonces, para quién? Por el mismo carril corre Mirta Pérez (entrevista personal, febrero 2010): “Son abolicionistas”, denuncia. La justicia es benévola con los criminales. “Vemos todos los días cómo los jueces dan libertades condicionales graciosamente. Es el pensamiento de estos jueces designados por los gobiernos de turno que creen que el delincuente es víctima de la sociedad”, denuncia. Y agrega: “Zaffaroni4, el abolicionista más grande del Código Penal dice que la prisión preventiva es una pena adelantada, o sea, plantea que nadie vaya preso. Tiene fallos increíbles. Por ejemplo, si la persona deja el auto en la calle y se lo roban, él dice que es abandono de objeto en la vía pública”. Una justicia que “es para llorar”, asegura Juan Carlos Blumberg, fundador de la “Fundación Axel Blumberg, por la vida de nuestros hijos” (entrevista personal, diciembre 2009): “Las causas las mandan rápidamente a archivo. ¡No investigan nada!”. “Los actores se presentan y devienen aceptados como sujetos débiles, a quienes el Estado está obligado a tutelar ampliando su esfera de intervención en su defensa”, diagnostica la criminóloga italiana Tamar Pitch (2003, p. 138). El sujeto débil nunca puede ser el victimario. La defensa debe resolverse a favor del ciudadano/víctima, de la auténtica-víctima, de la humanidad que, en la tormenta, se quedó sin derechos.

En consecuencia, existen dos visiones contrapuestas entre las víctimas: las que argumentan que la violencia existe por causas estructurales y los que responsabilizan a los criminales. En este punto hay, sin dudas, que matizar una caracterización general de la ciudadanía/victima en Argentina (y en otros países de Latinoamérica). No todas las argumentaciones utilizan un lenguaje lombrosiano. No todas consideran que sea preciso diferenciar seguridad de derechos humanos. No todas indican que el otro amenazante sea eliminable. Estos son quizás los posicionamientos discursivos más extremos. Como ya indicamos es complejo identificar un tipo de recurso verbal absolutamente compartido entre todos los individuos y espacios que se ven interpelados y que interpelan desde la categoría de víctima. Las disputas son parte de las regularidades de estas comunidades de habla. Pese a ello hay una frecuencia en los vocablos que sí parece compartida, ya que la definición de la impunidad del Estado se repite, incluso en las visiones más contrapuestas dentro de los grupos de víctimas. Quizás aquí se empiece a perfilar el límite del Estado, el límite de la política contemporánea. Nelly reflexiona: “Normalmente van a agarrar a un perejil y eso te da a pensar que la delincuencia es un negocio para algunos y un drama para otros”. Recalca Nelly (entrevista personal, diciembre 2009): “La justicia no hace nada, está comprada. Igual la policía”. Aunque de la crítica de la abstracción institucional, muchos familiares pasan a identificar la causa con el comportamiento individual: “La justicia no es el problema, los hombres, porque yo digo la institución policial no es un desastre, son los hombres, la corrupción y la connivencia política, judicial y policial es terrible, plata o algún poder político está en juego”, sostiene Alicia (entrevista personal, diciembre 2009) siguiendo una hipótesis cercana a la “manzana podrida” que individualiza al responsable sin considerar los entramados estructurales.

La responsabilidad puede estar en las instituciones, para algunos, o los sujetos para otros. Y el tipo de terminología que usarán las víctimas en un caso u otro es diferente. No obstante, más allá de los antagonismos, la diagnosis común es la ineficiencia e impunidad estatal. Si en las sociedades de seguridad el Estado se legitima mediante su capacidad de proteger y reproducir la vida, las voces de los heridos sólo pueden ser una muestra de la crisis. Los dispositivos de seguridad son incapaces de fijar los límites de lo aceptable y ubicar los conflictos en una serie de acontecimientos probables. Carecen de la posibilidad de gobernar la vida. Gobierna el relato de la muerte, se administran las retóricas de la crisis y la vulnerabilidad. Espósito (2002/2005) rotula el eje del conflicto: hipertrofia de los aparatos de seguridad. Sufrimos de un síndrome autoprotector. Si prima la impunidad, si el Estado no interviene, hay que reclamar el ejercicio del poder soberano. En tanto, sólo queda hacerse cargo del uso de las herramientas de investigación policial, judicial. La ciudadanía/víctima debe tomar las prácticas institucionales por las astas. Estela cuenta:

Sabemos el nombre de los asesinos. Sé todo y no tengo respuestas… y aporté… y ahora yo como madre tengo que tener una coraza y no estoy todavía en duelo. Estoy en tratamiento psiquiátrico por la pérdida de mi hijo y tengo que estar investigando, sacando la patente, colores de coches, direcciones, lugares. La causa está encaminada, son más de 500 hojas por lo que pasó con mi nene yo no paré hasta ahora. Adelgacé nueve kilos, no me importa, yo no voy a parar hasta que se haga justicia, no voy a parar hasta que los asesinos de mi hijo estén presos. Presos. (Entrevista personal, diciembre 2009)

El oficio de investigador. La víctima se posiciona como detective, interviene de la forma que cree que el Estado no está haciendo. “Ella se tuvo que disfrazar, ir a una bailanta (local bailable) con sus hijas, distraer al asesino, llamar por teléfono a la policía y decirles estoy acá, vengan”, cuenta Nelly sobre uno de los casos de sus compañeras de ruta. Buscan signos. La misma involucrada relata: “Me disfracé para verlo y certificar que andaba suelto. Di con él y por dentro me hervía la sangre. Sólo pensaba en matarlo. Y si la justicia no hace nada lo voy a matar. Porque no puedo soportar que mi hijo esté bajo tierra y él esté libre”. “Yo soy la más interesada en que haya justicia —aclara— pero ese es trabajo de la justicia, no mío” (entrevista personal, diciembre 2009). El temor se produce no sólo en la ineficacia de los dispositivos preventivos; también de los mecanismos de castigo. Si no hay justicia ni Estado que la garantice, la forma en que transitan la experiencia traumática es asumiendo el rol de las instituciones que diagnostican están fallando.

Investigan por la imagen del que no está y por la presencia de los que pueden convertirse en víctimas. Testimonia Héctor Ibarra, fundador de la ONG “LI-MAY”: “Yo me dediqué a investigar al abusador de mi esposa. A pesar de que me puse fuertemente a buscarlo, cometió otro hecho más que fue el número 25 y no pudimos llegar a tiempo, pero no por culpa de mi compromiso sino por la falla judicial. Yo declaro y aviso dónde estaba esta persona; me dicen «quedáte tranquilo que va a ser monitoreado, filmado y controlado y no va a salir de su casa». Él estaba en libertad condicional y volvió a hacer lo mismo” (entrevista personal, marzo 2010). La víctima se transforma en un justiciero cuya función es “desenredar la trama de malentendidos y revelar la impostura haciendo posible que la verdad resplandezca” (Barbero, 1987/2010, p. 134). Indagar es el compromiso de la víctima. No creen en la justicia y no ven avances en las causas. Por eso son familiares que investigan sus propios casos y ayudan a otros. Con los años, Blumberg cuenta que se debió convertir en un investigador que visita los domicilios de otros afectados con menos herramientas.

La vez pasada me llama una vecina y me dice: “Blumberg, necesito urgente que venga, anoche hubo en los techos un tiroteo terrible”. Voy y encuentro un arma. Dos tipos se habían escapado por las tejas. Fue la policía con los bomberos, iluminaron y no vieron nada. Y después ella encontró un arma. Le pregunté: “¿Usted la tocó?” Me contestó que no y le propuse que llamáramos a la policía para que ellos retiren el arma. Ella me dijo: “¡acá la policía no entra”. “¿Cómo?, le pregunté. Y me contestó que no, que no entraban porque robaron casas, entre ellas la suya y cuando fue a hacer la denuncia a la comisaría el que la había robado estaba ahí. Decidí agarrar el arma y llevarla yo mismo a la fiscalía. (Juan Carlos Blumberg, entrevista personal, diciembre 2009)

Estos relatos se repiten. Los familiares, a costa de su propia experiencia, se convierten en detectives. “Vos escuchás un crimen en el noticiero y nos ponemos en investigadoras. Miramos y decimos: ʻSí, porque fijáte que entonces por ahí fue el marido, pero el marido por ahí…ʼ y empezamos a buscarle la vuelta”, destaca Silvia Irigaray (entrevista personal, diciembre 2009). Si no hay justicia, si el Estado no sólo garantiza la impunidad, sino que es ineficaz, los colectivos de víctimas consideran que deben investigar con sus propias herramientas. El Estado no brinda protección; el Estado no brinda justicia; el Estado no brinda castigo. Por eso la víctima debe reclamar protección, justicia y castigo. El lenguaje de la demanda es común: el penal.

4 Vocabularios penales

Impunidad, criminal, justicia, ley. Las diagnosis se configuran a partir vocablos similares, dicciones análogas, castigos dispuestos en gramáticas. “Construir un problema en términos de delito implica considerar que la respuesta penal es la más adecuada”, afirma Tamar Pitch (2003, p. 135). La investigadora italiana considera que desde la solución penal se persiguen tres objetivos: la amenaza del castigo y la disminución del problema; la asunción simbólica del conflicto como un mal general y la legitimidad de la demanda de castigo como universal, y, por último, el cambio de los modelos dominantes. Los vocabularios criminalizantes son los mayores legitimadores de la identidad colectiva. El abanico ideológico de las víctimas es amplio. Pero el vocabulario de intervención es similar. El uso simbólico de la justicia penal funciona como un imán. El problema en muchos de estos casos se simplifica a la intervención del sistema criminal y la redefinición de herramientas penales.

Los infinitivos recorren las palabras de las víctimas. Es un modo de establecer los objetivos, los fines que desean alcanzar a través de los canales institucionales. La táctica de intervención consiste en accionar sobre el puño del legislador. Este es uno de los puntos de contacto entre varios grupos. “Está mal, está todo mal. Yo pienso que alguien tiene que cambiar un poco las leyes porque si sigue esto así no sé dónde va a llegar”, asegura Nelly (entrevista personal, diciembre 2009). Cuando el problema se simplifica es posible la negociación política. Demandar castigo implica aceptar el terreno y las reglas de resolución del conflicto a través de la autoridad del sistema de justicia penal. La identidad colectiva se legitima mediante la interpelación de las instituciones políticas y judiciales tradicionales.

Los petitorios, presentados por Juan Carlos Blumberg tras el secuestro y el asesinato de su hijo Axel en abril 2004, se convirtieron en un vademécum de las reivindicaciones de castigo de numerosos grupos de ciudadanos/víctima5. En primer lugar, reclamaba castigos más duros a través de la modificación del Código Penal y el Procesal Penal de la Nación: penas no excarcelables para sujetos que portaran armas; penas más altas para casos de homicidios, secuestros y violación; sumar sin límite máximo y asegurar el cumplimiento de las penas perpetuas. Varios de estos puntos fueron aprobados durante turbulentas sesiones legislativas en 2004, en medio las mayores movilizaciones tras el regreso de la democracia en 1983, convocadas por Blumberg tras conocer la muerte de su hijo. A este grupo de modificaciones se sumó el cambio de las leyes vinculadas con menores de edad, otro comodín de los vocabularios penales de las víctimas que se retoma cada vez que se mediatiza un crimen violento protagonizado por un joven. En segundo lugar, los petitorios solicitaban modificaciones en la política criminal del Poder Ejecutivo: cambios en la elaboración del documento nacional de identidad, un registro de teléfonos móviles, una ley de información pública, el fortalecimiento de los planes de trabajo en las cárceles, el armado de una oficina federal de investigaciones similar al FBI norteamericano. En tercer lugar, los petitorios planteaban la urgencia de agilizar y efectivizar la administración de justicia y alcanzar una mayor independencia y un aumento presupuestario para el área. Especialmente, estos reclamos se presentan en el segundo petitorio dirigido al Poder Judicial de la Nación. “Juicios por jurados ya”, demandaban los tres documentos. Pero no todos los vocabularios son penales y las presentaciones de Blumberg se atreven a solicitar una reforma política; la desaparición de listas sábanas (listas cerradas cuyos candidatos se deben votar en bloque) y la sanción de una ley de financiamiento de partidos políticos, objetivos institucionales que, en principio, se distancian de los reclamos securitarios.

Los elementos temáticos de los petitorios nos acercan a retóricas que despliegan componentes prescriptivos, rasgos que en el discurso político se asumen como el orden del deber. Un deber ser manifiesto desde un territorio impersonal, como un imperativo capaz de universalizarse. Por ejemplo, el primer petitorio propone “proveer una reforma integral del sistema penal en Argentina” o conformar “juicios por jurados”. Implementar esto, poner en funcionamiento aquello. María Elena Leuzzi de la Asociación de Víctimas de Violaciones (AVIVI) describe su lucha a partir otro deber ser: poner en marcha un registro de ADN de violadores.

Presentamos un proyecto que tiene media sanción de Diputados para crear un banco de huellas genéticas que está durmiendo, encajonado porque siempre hay otras prioridades. La creación de las fiscalías especializadas es una necesidad, el registro de violadores también por el alto grado de reincidencia que hay. Ni siquiera tenemos que salir a conseguir firmas, ni siquiera discutirlo, esto se tiene que hacer ley. Y no porque lo diga yo, sino porque lo exige la calidad de vida que estamos llevando. (María Elena Leuzzi, entrevista personal, noviembre 2009)

Un deber ser biopolítico. Qué mejor modo de recuperar la seguridad perdida que volver sobre la gestión de la vida. Reforzar los dispositivos de las sociedades de seguridad. La estrategia estatal debe centrarse en la especie humana y revelarse sobre lo monstruoso con las herramientas de control de la especie. No sólo verificar las huellas genéticas puede ser un modo de prevenir los ataques; también, quién sabe, puede manifestarse como una lupa que descubra los rasgos biológicos de esos sujetos. Lombroso en la era genética. Las Madres del Dolor militan un proyecto similar. Ellas son conscientes de que la aberración recorre la sangre oculta de algunos cuerpos. La anormalidad se puede exhibir con muestras biológicas. “Hablamos con un genetista y nos dijo que no tienen cura, no sirven más, aunque pasen muchos años esos hombres no sirven para ser buenas personas” plantea Silvia Irigaray (entrevista personal, diciembre 2009). Blumberg no se queda atrás: “En la provincia de Córdoba logramos el banco de ADN. Allá hay nivel intelectual, el de los cordobeses es el más elevado de toda la Argentina” (entrevista personal, diciembre 2009). ¿Qué se espera para que la biotecnología ingrese como herramienta de control criminal? ¿Más víctimas? Para frenar la amenaza, los colectivos de familiares bucean incluso por las aguas de modalidades de intervención fuertemente discutidas. Pero si ellos las promueven, si ellos apoyan los proyectos, ¿alguien se atrevería a dudar de su buena voluntad? Si el Estado no instaura este tipo de mecanismos sólo puede ser acusado de ineficaz o defensor de los criminales. Y, claro, de bárbaro.

Mirta Pérez es un caso paradigmático por haberse convertido a través de su caso en un personaje mediático y, luego, haber sido electa diputada de la Nación entre 2003 y 2007. Su gramática penal se convirtió en acto. Ella misma transmuta su dolor en el puño parlamentario: “Un día fui al Congreso por la derogación del “dos por uno”6 y dije ¡se terminó!, no le pido más nada a nadie, la próxima voy a estar yo ahí adentro, cambiando las leyes” (entrevista personal, febrero 2010). Mirta Pérez y Juan Carlos Blumberg pueden ser caracterizados, en este sentido, como “emprendedores morales” (Becker, 1973/2009), individuos capaces de definir los términos del conflicto mediante construcciones significantes en torno al castigo. Los suyos son discursos que, en el caso de algunas de las protestas protagonizadas por las víctimas, se pueden transformar en campañas de ley y orden. Blumberg se convirtió en experto en este proceso. Estas campañas demandan criminalización y se establecen como un llamado al conflicto. En ellas, los discursos suelen ser plurales, con líneas argumentales que se mezclan y hasta confunden, define el jurista Raúl Zaffaroni (1993). Reconstruyen un actor colectivo y proponen la identificación de un enemigo visible. Se ocultan las diferencias discursivas y prácticas, se instaura un binarismo nosotros/ellos y se establece un escenario de dramatización. Los vocablos se cargan de emociones. El terreno de lucha, el objetivo concreto, realizable, es el cambio de la letra de la ley. La complejidad de los planteos de las víctimas más progresistas no resiste la seducción de la herramienta penal. Un fin realizable es la modificación del Código Penal y las prácticas judiciales son el objetivo compartido. Linda considera:

El primer cambio que hay que hacer es a nivel judicial, hay un montón de cosas por modificar, en principio una cuestión de derechos. Lograr ser parte del proceso judicial. Antes el único que representaba la víctima era el Estado a través del fiscal. Nosotros estamos luchando por tener cada vez más derechos a través de la figura del damnificado querellante que se fue incorporando en los códigos procesales provinciales. Si no tenés patrocinio gratuito, estás en una situación de desventaja frente a cualquier imputado en una causa. (Entrevista personal, diciembre 2009)

Los derechos de unos o de otros: “Pedimos que nos pongan abogados, o que nos ayuden, ¿por qué los delincuentes tienen abogados gratis y nosotras no?”, cuestiona María Z., otro miembro de MAFAVI (entrevista personal, diciembre 2009). La impunidad requiere justicia: “Justicia, justicia por los asesinos que están sueltos, que están cerca. En el barrio, se los ve. La gente misma los ve. La gente tiene miedo”, relata Estela (entrevista personal, diciembre 2009). La visibilidad de los oscuros tribunales es uno de los espacios donde arremeten los colectivos de víctimas. La justicia no hace justicia. Explica María Elena Leuzzi:

Y somos bastante jodidas, bastante respetadas, bastante odiadas por el sistema porque donde ellos quieren meter la basura debajo de la alfombra, nosotros levantamos la alfombra, demostramos las miserias humanas que tiene el sistema. Entonces en algunos lugares somos bastante odiadas también y molestas. Disentimos mucho con la justicia o con lo que se dice llamar justicia que muchas veces no lo encontramos y jodemos con escritos, apelamos… (María Elena Leuzzi, entrevista personal, noviembre 2009)

Hay que agilizar y efectivizar la administración judicial, incrementar los márgenes de independencia, aumentar el presupuesto. También crear juicios por jurados. La exigencia de cambios en la justicia penal es uno de los recursos más utilizados por las retóricas de las víctimas porque posee un fuerte potencial simbólico.

Se promueven cambios drásticos como el banco de huellas genéticas, la figura del particular damnificado, la sumatoria de penas. Estos no dejan de ser discursos de móviles punitivos (Melossi, 1992), a través de los cuales cada grupo de víctimas tendrá un reclamo penal de máxima. Entre otros, el de Juan Carlos Blumberg es el juicio por jurados. En la provincia argentina de Córdoba se puso en marcha: “Fue un trabajo grande y está funcionando bien. Para eso trajimos gente de Estados Unidos”, aclara. Este tipo de intervenciones diferencian la territorialidad en que se mueve cada grupo de las víctimas. Las posiciones más duras solicitan incluso la pena de muerte. Por ejemplo, Esteban, participante de VALOMI, la apoya:

Cada vez hay más gente convencida de que una de las principales soluciones para ir cortando toda esta ola de violencia es la pena de muerte, le guste a quien le guste. Es como cuando hay un cáncer, ¿qué es lo primero que se hace? Tratamos de individualizarlo, localizarlo y luego sacarlo, tenés que operar, una operación que tiene que ser sí o sí. Querés salvar una vida, querés salvar el país. (Entrevista personal, enero 2010)

Cáncer. Enfermedad. Contagio. Las creencias de contaminación acarrean una carga simbólica y expresan una visión general del orden social, sostiene la antropóloga Mary Douglas (1966/2007). Hay que excluir, extirpar ¿Reeducar? No. Hay que eliminar. El Estado debe salvar vidas, desinfectar el territorio. No es la vida individual la que está en peligro, es un país en emergencia. Cuando la crisis es cercana, el orden parece poco palpable. “Cuando el espacio político se reduce por el recurso a una política y retórica de emergencia y orden público [teoriza Pitch], el uso simbólico de la justicia penal deviene aún más atractivo” (2003, p. 143). A mayor número de personas que conozcan y entiendan el sacre códice de las leyes, menor la frecuencia de los delitos, supo pregonar Beccaria (1764/1983). Tres siglos después, la ley penal está lejos de ser un dispositivo de prevención. Las palabras del castigo brotan por doquier, las modalidades que define la ley se transmiten sin cesar por los medios de comunicación. Las víctimas militan con las palabras que deberían haber prevenido su herida. Todos conocen la ley, todos hablan con y desde la norma. La prevención sigue lejos de los vocablos del código.

5 La elasticidad frente al poder

El carácter prescriptivo de los vocabularios penales difícilmente incluya una densidad programática. Los enunciadores no buscan el Palacio de Invierno para instaurar las reformas. Es la clase política quien debe viabilizar las modificaciones propuestas por la ciudadanía/víctima. Como sostienen los petitorios de Blumberg: “Ellos juraron cuidarnos, protegernos, y proveer el bienestar común”. “Ellos” son los representantes, ellos deben legislar. Ellos son los jueces, ellos deben castigar. El vínculo con este “ellos” es complejo y, a la vez, elástico.

La interpelación prescriptiva del deber hacer define una ligadura con el Estado. La relación con el campo político es tensa. En algunos casos y momentos más cercana. En otros un tanto más distante. No obstante, difícilmente sea nula. La construcción de los representantes del Estado es un punto destacado en la forma en que se produce la institución de sentido. Siempre y cuando el “político” haga lo que le indica la “mayoría silenciosa”7, seguirá perteneciendo al nosotros. La figura del representante como parte constitutiva del nosotros es flexible: no hay críticas definitivas, en principio hay necesidad de convencer. Por ello es un vínculo que oscila entre tensiones, potencialidades y riesgos. La víctima no deja de ser profana, no comparten las reglas del campo político. Pero desde sus mecanismos de definición vivencial establecen un vínculo, en principio, tenso. “Cuando hicimos la marcha y empezamos a decir todas las cosas que nos habían prometido y no cumplieron, se molestaron conmigo y pasé a ser enemigo, de colaborador a enemigo”, enfatiza Blumberg. El “político”, en principio, es visualizado como ineficaz. Blumberg es uno de los más vehementes: “Estamos en manos de improvisados, de ineptos que nunca hicieron nada”. “¡No hay voluntad política!”, denuncia. Es más, hay gente que “calienta la silla”.

Hay diputados que son un desastre, terroríficos. Mirta Pérez, por ejemplo, peleaba, pero no tiene ningún nivel intelectual. En 2004 yo hablaba con ellos. ¡Las cosas que les dije! Les grité que estaban calentando la silla, que no tienen estudio, que vayan a la biblioteca. ¡Terrible! (Entrevista personal, diciembre 2009)

El conocimiento de las víctimas resitúa la frontera entre lo que se debe y se puede decir y hacer. Pierre Bourdieu (1981) identifica una línea que demarca el campo político y su manejo de las reglas del habla y el espacio exterior conformado por los profanos. Las víctimas poseen criterios particulares. Uno de ellos es la intervención en los territorios políticos a partir de los vocabularios penales y las narrativas legitimantes de la experiencia. Las víctimas ingresan en los márgenes de los espacios políticos. No se quedan afuera y aprenden con velocidad las particularidades de sus normas de acción.

Este ingreso marginal (o no tanto) al campo político hace que corran una serie de riesgos. “Cuando entra a mediar la política siempre se corren riesgos. No vamos a pedir que un funcionario tenga los mismos objetivos que nosotros. Pero siempre te terminás dando cuenta que ellos aspiran a otra cosa”, considera Silvio Dobrila, fundador del Plan Alerta (entrevista personal, octubre 2009). El Plan Alerta creado por los vecinos del barrio de Saavedra hacia fin de los noventa como modo de intervenir localmente en temas de seguridad, colaboró con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA) en el armado del Plan de Prevención del Delito.8 Una relación que Silvio no duda en revisar a la luz del tiempo como “desmovilizante”.

El GCBA quiso hacer algo parecido al Plan Alerta y nosotros con buena voluntad empezamos a trabajar con ellos. Pero ¿de qué nos dimos cuenta? De que era desmovilizador. Primera reunión 150, segunda 100, tercera 50 y después éramos ocho. ¿Por qué? Porque el vecino se cansa. Entonces, en vez de movilizar, te desmovilizan. Lo planteamos muchas veces, hasta que llegó un momento que ni nosotros íbamos. Y después ya no hacían nada. Para el vecino no sirve para nada. Eso es lo que nos pasaba cuando entrábamos en esas roscas con los políticos. (Entrevista personal, octubre 2009)

Entrar en las reglas de la política (“esas roscas”) implica “nadar entre tiburones”. Mirta es una experta, ella es la que habitó más el centro y el margen del campo político.

Hay que estar muy lúcidos para que no te confundan. ¡Es nadar entre tiburones! Te ofrecen cosas, no estoy hablando a nivel monetario, pero te desestabilizan porque resulta que no tenés nada que ver con esto y te encontrás con propuestas de partidos, de esto o de lo otro, de cosas que te hacen preguntar: “¿estaré obrando bien o mal?”. Tal vez tenés la mejor intención y no sabés hasta qué punto estás haciendo bien con lo que hacés. Pero yo me guío por mi intuición, como hice siempre. (Entrevista personal, febrero 2010)

Según la percepción de las víctimas, la política saca provecho de sus intervenciones. En sus territorios pueden quedar encantados por algo que no es lo que parece: es el reino de la apariencia engañosa. Como le sucedió a Odiseo con el canto de las sirenas, deben cuidarse y taparse los oídos para no quedar encantados por las palabras de los representantes estatales. Pero si la víctima está atenta a estos encantos engañosos, desde el margen puede utilizar las bondades del poder. “El Plan Alerta se relaciona con el Estado. Cuando el juego está bien manejado muchas veces conseguís cosas puntuales, por ejemplo, toda la iluminación que se hizo en Saavedra”, aclara Silvio (entrevista personal, octubre 2009). Las Madres del Dolor también están en contacto permanente, un trato que les permite avanzar para que sus vocablos penalizantes se conviertan en castigos prácticos.

Nosotros acompañamos y apoyamos los proyectos. Les damos fuerza desde la institución. Vienen con distintas propuestas y tratamos de elegir la que creemos más completa. Entonces los periodistas dicen “la diputada tal que nos ayudó con el reclamo del ADN, acompañada por las Madres del Dolor”. Nosotros por ahí no tenemos una preferencia que sea tal diputado o tal diputada. No, no, no, el tema es que salga. (Silvia Irigaray, entrevista personal, diciembre 2009)

¿Quién mejor que Blumberg para revelar esta tensión y las potencialidades del vínculo? Durante la entrevista en su Fundación, rodeado de imágenes de su hijo y de fotos de él mismo con el Papa, despliega la solapa izquierda de su saco, desliza su mano derecha sobre el bolsillo interno y extrae un pilón de papelitos. La sorpresa de la maniobra difícilmente pudiese superar la intriga sobre el contenido. “¿Ve esto? Esta es mi agenda porque yo tengo el teléfono intervenido”. “Acá anoto todo. Lo tengo al ministro Stornelli9, el teléfono de su oficina, sus celulares. También el de su casa. Si quiero lo llamo ahí”. El comisario tal, el juez tal, el diputado tal. Los vínculos en las servilletas. En palabras de Silvio: “Tenemos muchos años de relación con los políticos y casi siempre termina mal. Pero igual decís: tiro diez mil tiros para arriba, a algún pato le voy a dar” (entrevista personal, octubre 2009). En el microcosmos del campo victimológico, en el margen mismo del campo político, los contactos son un bien preciado. Números telefónicos, proyectos de ley. Algún tiro preciso al pato. Deben intervenir en la definición de lo que es decible públicamente. El profano de la clase política, la víctima, quiere entrar. Porque las víctimas disputan los contactos con el centro del campo político y los contactos con los medios de comunicación. Desde estas interacciones se legitiman y definen una identidad desde la que puede visibilizar sus reclamos.

6 Reflexiones finales

Las percepciones que surgen del lenguaje de las víctimas indican la incapacidad del Estado de vaticinar el peligro. Los aparatos de seguridad desnudan su hipertrofia y desaparece la posibilidad de hacer públicos índices de eficacia en el gobierno de las poblaciones. Las palabras configuran subjetividades para las cuales el único presagio es la potencialidad del ataque. La víctima es el plano visible de la falta de previsión, de la imposibilidad del Estado de gestionar todos los planos de la vida. Los medios, igual que las víctimas, critican al Estado por su inoperancia. ¿La gestión política es sólo una apariencia engañosa? Quizás sus actos sean sólo visibles como ineficiencia.

En estos escenarios, las víctimas apelan a un Estado cuyo rol central debería ser reforzar las barreras de contención entre lo que denomina como monstruoso y como humano. La búsqueda del Estado es procurar ser eficiente a través de la visibilización política de gestión de la seguridad. Y si bien para la ciudadanía/víctima la única salida legítima del conflicto vinculado a la violencia urbana es la norma, tampoco ella parece ser suficiente.

La subjetividad de época se despliega, entonces, como carnalidad del sufrimiento. Entre la fragmentación y la disolución de identidades políticas, los ciudadanos son interpelados como víctimas. Y se definen como una comunidad hablante que sólo puede ser analizada en el contexto histórico y político de su constitución. Un actor político construido a través de, y gracias a, sus narraciones legitimadas en la experiencia del sufrimiento y a los recursos discursivos que en consecuencia pone en juego. La víctima se agrupa con sus pares sobre la base común de haber sido dañados, su similitud discursiva genera una comunidad. Difícilmente estos colectivos sean masivos, pero con seguridad dan un nuevo lugar al ser ciudadano que reclama al Estado. El dolor muchas veces es público cuando el reclamo de compensación no alcanza respuestas institucionales que organicen el duelo privado. Cuando se desvanecen las políticas públicas de reparación del daño (sobre todo hacia los sectores más marginales) la constitución de la subjetividad se vigoriza desde lo colectivo en tanto víctimas de la inseguridad. Grupalidades que irrumpen en un proceso de descolectivización. Descolectivización que no deja de ser un tránsito colectivo. El miedo al no futuro, el dolor ante la violencia del presente son sentimientos individuales que se socializan en el conjunto que lo nomina (“víctimas”). Grupos que se canalizan mediante subjetividades homogéneas, en tanto parten de una percepción común (el miedo) y cimientan desde ella un ente abstracto, peligroso, indefinido, pero presente a diestra y siniestra.

Pero, como si le tocó a uno le puede tocar a cualquiera, todos somos ciudadanos/víctimas. Un modo de ciudadanía que no sólo ordena a los sujetos del sufrimiento sino a todas las potenciales víctimas. De la víctima a los ciudadanos/víctimas. Del dolor individual al temor de un porvenir degradado. El golpeado por la violencia y el perseguido por el miedo. Ambos caminan juntos bajo el mismo manto inseguro. Terreno de una común constitución subjetiva que cierra su proceso en la colectivización del temor a partir de un reclamo al Estado. La reacción no es individual. La reacción y la acción pasa a ser colectiva, o así se percibe. Con pares del dolor, con pares del pavor. Ello es posible por la breve y, a la vez, abstracta homogeneidad identitaria que permite la categoría de víctima. Cuando esto sucede, cuando la identidad se constituye socialmente, la víctima reacciona en la arena pública y se transforma en actor político: ciudadanía/víctima. Todos con ellos y con ellas. Quienes se convirtieron en referentes por haber vivenciado el dolor de la violencia urbana reclaman al Estado en representación de un todo ciudadanía/víctima que se encuentra incógnito. La mayoría silenciosa. Los referentes que están del lado de adentro de la pantalla televisiva (porque sus casos se mediatizaron) luchan por los que los ven desde el cielo; también por los que los miran desde los cómodos sillones del living. La identidad, entonces, se ubica en un doble plano: la víctima y la potencial víctima; ambas reunidas en la identificación de ciudadanía/víctimas.

De este modo, la ciudadanía/víctima emerge como una subjetividad de época que revela los límites contemporáneos de la política. Los discursos de las víctimas muchas veces son explicados como apolíticos. Las convocatorias, incluso, son propuestas como apolíticas, desde las víctimas, desde los discursos mediáticos. La vivencia los ubicaría al costado de la política: más allá del bien y del mal. ¿Pero, los grupos de víctimas no interactúan con los territorios políticos? ¿No terminan en muchos casos en los márgenes internos de la política? ¿Por qué, entonces, afirmar que estas narrativas son sitios donde se desnuda el límite de la política?

Rotemos el concepto y apuntemos: los discursos de la victimización son parte de una dimensión impolítica. Espósito recalca la diferencia entre lo impolítico y la antipolítica. “Lo impolítico no comporta un debilitamiento o una caída del interés por la política sino, por lo contrario, una intensificación y radicalización de la política” (1988/2006, p. 11). Vale decir, la antipolítica no es más que la imagen invertida de la política, ya que implica hacer política contraponiéndose a ella. La apolítica, por su parte, imprime un sentido que intenta distanciarse, pero sin dejar de ser política. La dimensión impolítica, en cambio, no puede nunca definirse desde fuera de la política, nunca la niega. “En lugar de chocar con el conflicto político, o de negar la política como conflicto, la considera como la única realidad y toda la realidad” (1988/2006, p. 14). La impolítica es el cuerpo de la propia finitud de la política. La finitud de la política, su límite constitutivo, se adivina en las voces de las víctimas de la violencia. Reclaman intervención a un Estado que, así se inmiscuya, se señalará como inútil. La política es la previsión. La impolítica hace estallar la burbuja de la posibilidad absoluta de prever los riesgos. En las narrativas impolíticas de la seguridad se exhibe la finitud constitutiva del Estado, el límite de su capacidad de acción. La hipertrofia de los aparatos de seguridad expresa esa incapacidad del Estado de accionar sobre su base constitutiva: la protección. Las víctimas de la violencia componen hoy la cara más visible de la imposibilidad de acción del Estado protector hobbesiano. Víctimas en el podio de la visibilidad gracias a la jerarquía que imprime el ojo mediático y extiende al conjunto del aparato perceptivo.

El vacío en el cual la política explica esas muertes (seleccionadas periodísticamente) es testimonio del desenlace de su capacidad de previsión absoluta. Las demandas de vidas jerarquizadas (porque son muertes dignas de ser mostradas) evidencian un territorio crítico al que la política parece no responder. Esas muertes (las visibles) dan cuenta de que el Estado no consigue proteger la vida. La crisis se ubica en la finitud constitutiva de los objetivos del Estado moderno, en su imposibilidad de cobijar las biografías individuales. La categoría de lo impolítico nos devuelve la posibilidad de reflexionar sobre estas demandas de orden, más que como reclamos por fuera de la política, como una muestra de la necesidad de la propia política de regresar sobre su modo de pensarse. La dificultad para alcanzar la conjura del peligro y el control del miedo, indica el brete en el que se hallan las armas de la política. Lo impolítico nos vuelca sobre corazón del conflicto de la política, sobre su crisis constitutiva. En los momentos en que parece estar resuelto que el Estado debe gobernar el peligro y hacer vivir, la finitud que anuncian estos reclamos señala que la pregunta central sigue siendo el modo en que la política protege la vida (y qué vidas protege).

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