El Uruguay progresista: entre la soberanía y el biocontrol

Progressive Uruguay: Between Sovereignty and Biocontrol

  • Marcelo Rossal
A partir de un largo proceso de investigación etnográfica con usuarios de drogas en situación de extrema pobreza, presento un recorrido del tratamiento que distintos sectores del Estado uruguayo otorgan a los ciudadanos que se encuentran en sus márgenes: personas en situación de pobreza extrema, encarceladas o con usos problemáticos de drogas. Uruguay, un país entendido como progresista y liberal, con leyes que en los últimos años han regulado el acceso de las personas al cannabis, al matrimonio igualitario y de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo, tiene una contracara tutelar y vigilante que exige la obediencia de los sujetos para otorgar el ejercicio de los derechos y los cuidados. Al igual que en otras partes, el Estado uruguayo se debate entre las amenazas a su soberanía y el ejercicio de formas contemporáneas del biocontrol.
    Palabras clave:
  • Etnografía
  • Violencia Estatal
  • Pobreza
  • Uso de Drogas
Since having carried out a long ethnographic research process with extremely poor drug users, I outline the paths of treatment provided by different Uruguayan State sectors to citizens who are marginally situated: extremely impoverished, imprisoned or problematic drug users. On the one hand, Uruguay is a country considered liberal and progressive, during the last years laws that regulate the access to cannabis, same-sex marriage and voluntary interruption of pregnancy have been passed. On the other hand, the country has a tutelary and watchful facet that demands obedience from subjects in order to actually habilitate their exercise of some rights and the access to care. Likewise other countries do, the Uruguayan State debates whether to submit to sovereignty threats, or to the practicing of contemporary forms of biopower control.
    Keywords:
  • Ethnography
  • State Violence
  • Poverty
  • Drugs Use

1 Introducción

En tiempos de biocontrol, con la totalidad del ADN de las personas privadas de libertad acumulado en un banco1, distintas agencias del Estado trabajan para establecer la soberanía de distintos territorios, especialmente en la cárcel, la calle y los cantes2.

Sin embargo, mientras el Estado mapea la totalidad del ADN de quienes infringen la ley con consecuencias penales, algunos de ellos pagan y cobran “sangre por sangre”3 desafiando, en la calle, la cárcel y los cantes, la soberanía del Estado y la multiplicidad de sus esfuerzos por mitigar la violencia interpersonal4.

Considerando una mediana duración, el Estado uruguayo, reconfigurado a principios del siglo XX, desarrolla un temprano Welfare state, teniendo en la salud pública, la seguridad, la educación y las empresas estatales (seguros, refinación de petróleo y producción de alcoholes, electricidad, comunicaciones, transporte ferroviario y suministro de agua) el grueso de su actividad, funcionarios y presupuesto. Hacia los años cincuenta del siglo XX, ese modelo civilizatorio estadocéntrico llega a un momento de importante desarrollo y consenso social, político e identitario. Uruguay obtenía nuevamente el campeonato mundial de fútbol en Brasil (1950) y la frase “como el Uruguay no hay” era parte del sentido común en el país (Achugar, 1992). La estrategia de desarrollo mediante la sustitución de importaciones iniciada una década antes junto con los Consejos de Salarios (negociación colectiva tripartita sobre salario y condiciones de trabajo) y distintos instrumentos de protección social habían extendido el mercado laboral, aumentado los salarios reales y minimizado la pobreza. Era consensual una estrategia civilizatoria de mitigar la violencia y proteger a una amplia mayoría de los ciudadanos. De todas formas, la violencia policial era destinada a los pobres que vivían en la informalidad y la violencia tutelar internaba en Colonias alejadas de la ciudad a quienes eran diagnosticados por trastornos mentales y eran abandonados por sus familias.

Sin embargo, desde inicios de los años sesenta se empezaron a quebrar consensos sociales y políticos y el primer atentado terrorista que dio como resultado una persona muerta fue un ataque con armas de fuego de sectores de derecha a la salida de un acto en el Paraninfo de la Universidad de la República. En ese acto político, Ernesto “Che” Guevara proclamó la necesidad de defender el Estado de Derecho en Uruguay y sus li

bertades públicas. Antes del acto de masas, había estado en la casa de veraneo del Presidente del Consejo de Gobierno uruguayo, Eduardo Víctor Haedo, compartiendo, al modo rioplatense, mates y asado.

Hacia finales de la década, la radicalización política llegó al gobierno uruguayo, aumentándose la violencia represiva y discursiva del gobierno. Llegándose a la prohibición de nombrar a los tupamaros, negando cualquier posibilidad de interlocución con los “subversivos” (Rico, 1989). El Otro más radical para el gobierno pasaba a ser el subversivo, por lo general un joven de alto capital cultural, entendido como un infiltrado del comunismo internacional, enemigo de la nación y tratado mediante la violencia más pura del Estado.

Para el presente artículo, me baso principalmente en la investigación con usuarios de drogas y técnicos del campo de la salud y la seguridad pública en distintos escenarios etnográficos de Uruguay, especialmente cárceles y calles de la ciudad de Montevideo. En todos los casos los nombres de los interlocutores fueron modificados a los efectos de preservar sus identidades5.

2 Un recorrido de la violencia estatal

“El pichi6 ese, murió”, estas fueron las palabras del policía sobre Heber Nieto, estudiante de la Escuela de la Construcción de Montevideo muerto por la policía uruguaya en 1971. Las armas que dispararon a los estudiantes de la Escuela de Construcción fueron donadas por Estados Unidos a partir de las gestiones realizadas por el agente Dan Mitrione, quien, además de gestionar donaciones de armas, enseñó cómo torturar “científicamente” a represores uruguayos, a los efectos de aumentar la eficacia en la lucha contra la guerrilla urbana y otros opositores. La sangre derramada por el Estado uruguayo y la desvalorización en tanto que ciudadanos pasaba de los —siempre castigados— pichis, a los habitantes modélicos de la polis. Como muestra Álvaro Rico (1989), en 1969 había ocurrido un cambio discursivo importante desde el gobierno: había gente con la que no podía hablarse, de la que no podía hablarse, un Otro innominable, abominable. Esto representaba un cambio sustancial en el discurso político del gobierno uruguayo. Del afán civilizatorio de incluir a todos se pasaba a la construcción de un Otro lo suficientemente radical como para prohibir su nominación7.

Un Otro ya había, claro está, se trataba, como dije, del pichi. Los tupamaros, innombrables en el país ya desde la etapa predictatorial, venían a configurarse en ese Otro, pero como novedad, este Otro provenía de los centros mismos de la polis, de eso que Amparo Menéndez Carrión (2015) llama “el nodo medio”, ese amplio arco de ciudadanos de la polis (desde obreros que tenían asegurado consumo abundante de carne vacuna cada día hasta profesores que ganaban altos salarios) que iba desde los barrios obreros a muchos pueblos del Interior del país pero no llegaba a Bella Unión, ni a los cantegriles, ni a los pueblos de ratas, a esos lugares donde “se vive como se puede”8.

Esa civilización urbana había parido a unos orejanos que enfocaban a Bella Unión, a los cantegriles y a los pueblos de ratas. Pero seguro que estos jóvenes no se distinguían mucho de aquellos civilizadores de diez años atrás9, refiero a las experiencias de la educación rural, a los ácratas que publicaron anónimamente el libro sobre los cantegriles, a quienes hacían extensión universitaria tratando de erradicar las viviendas insalubres. Más allá del diagnóstico que hicieran o las ideologías que profesaran, los uruguayos hijos de su polis querían civilizar, llevar la salud y el progreso a todos los rincones del paisito10.

En los años setenta se impuso en Uruguay una dictadura cívico militar que encarceló a miles de militantes políticos y suprimió el funcionamiento de partidos políticos y sindicatos. Entre 1973 y 1985, los militares normalizaron el uso de la tortura, sistematizaron la vigilancia a toda la sociedad y cancelaron buena parte de las actividades culturales, tanto es así que buena parte de los artistas uruguayos debió exiliarse, puesto que estaban imposibilitados de trabajar en el país. De todas formas, el intento de la dictadura por legitimarse fracasó: la consulta plebiscitaria para establecer una reforma a medida del gobierno de facto fue derrotada, ya que la amplia mayoría de los ciudadanos votó el No en noviembre de 1980. Luego de una transición democrática en la que el sistema político y los distintos movimientos sociales quisieron retomar la senda incluyente del país, el primer presidente democrático luego de la dictadura, Julio María Sanguinetti, retomó los discursos que oponían el orden al caos, logrando imponer la impunidad para los violadores de los derechos humanos y reprimiendo a la primavera democrática que se expresaba de formas diversas entre los jóvenes (Panizza, 1988). Razzias y represión de eventos culturales alternativos marcaron la construcción de una nueva alteridad: el joven drogadicto (Fraiman y Rossal, 2009; Macadar y Carassale, 2004).

Hacia los años noventa, el gobierno de Luis Alberto Lacalle Herrera intenta aplicar un programa neoliberal, que es amortiguado por la acción de los movimientos sociales y los instrumentos democráticos instituidos en el país: mediante referéndum de iniciativa popular, la ciudadanía deja sin efecto buena parte de las privatizaciones previstas en la Ley de Empresas Públicas (Moreira, 2004).

Por otra parte, a pesar del crecimiento económico, los delitos contra la propiedad aumentan, al igual que la desigualdad y las personas viviendo en asentamientos irregulares (cantes). El aumento de las penas de 1995 favorece el desarrollo de un espiral punitivo: aumento constante de las penas, de las personas encarceladas y de los delitos (Paternain, 2008).

Hacia 1999 se inicia una recesión económica con creciente emigración de jóvenes uruguayos hacia distintos países entre los que destacan España y Estados Unidos. Ese año el Partido Colorado vuelve a ganar las elecciones nacionales, elevando a la primera magistratura al Dr. Jorge Batlle. Durante su presidencia, en el año 2002 se produce una crisis bancaria y de la recesión se pasa a una crisis económica y social generalizada. La cercanía del presidente uruguayo con los Estados Unidos de George Bush y la credibilidad que el país tenía entre los círculos del poder financiero internacional opera para obtener un préstamo rescate que evita la entrada en default del país y, a diferencia de Argentina —la crisis uruguaya vino un año después de la argentina—, Uruguay siguió participando del sistema financiero internacional, pagando su deuda externa. También, a diferencia de Argentina, el Presidente Batlle es respaldado por todo el sistema político y termina su mandato constitucional. Sin embargo, desde el punto de vista económico y social, aumenta el desempleo, la pobreza y la indigencia, la violencia social, la emigración y los suicidios (González y Hein, 2016). En ese contexto, al mismo tiempo que disminuye la oferta de cannabis, en el mercado ilícito aparece la pasta base de cocaína y, ya durante el año 2002, los primeros pastosos11.

3 Violencia estatal y drogas

Como fue dicho, otrora era común torturar a los pichis, tanto es así que el informe de la comisión parlamentaria sobre torturas (1969-1970) señaló que:

1) Está probado que el sistema de aplicación de trato inhumano y torturas a los detenidos por la Policía de Montevideo es un hecho habitual (…) 4) Que estos malos tratos y torturas se han aplicado a inocentes de todo acto delictivo a quienes no se sometió a la justicia, a inocentes que fueron procesados por la confesión (…), a personas que fueron más tarde procesadas y resulta usual y frecuente con delincuentes habituales; y se han hecho frecuentes con estudiantes y dirigentes sindicales, últimamente. (Rico y Duffau, 2012, p. 31, el subrayado es mío)

La novedad era castigar a los habitantes de la polis.

Mientras la represión cruenta contra ciudadanos que hacían oposición política a la dictadura continuaba hasta su final, se desarrollaban otras formas de control y violencia estatal hacia distintos colectivos sociales, especialmente jóvenes. El uso de drogas de algunos jóvenes de clases medias y altas los hacían objetivo de formas de violencia estatal propias de una dictadura, que incluso continuaron cuando la dictadura ya había terminado.

Guzmán Castro (2015), Álvaro Rico y Nicolás Duffau (2012) y Diego Silva (2016) muestran la fundación, por parte del Estado uruguayo bajo la dictadura, de un dispositivo para controlar el tráfico y el uso de estupefacientes. Si bien la Ley no criminalizaba a los usuarios de drogas, los ponía a merced del sistema judicial a los efectos de, supuestamente, proteger su salud. Lo cual era, para uno de estos usuarios, el basquetbolista Tato López, una forma de vejar y reprimir a los jóvenes, en su caso, de clases medias.

En su obra autobiográfica, López muestra el funcionamiento de un país vigilado en el que, en relación a los usuarios de drogas ilícitas, su Estado ensamblaba una unidad policial derivada de Inteligencia Policial (la Brigada de Narcóticos), “Toxicomanías”12, el Hospital Vilardebó y el Poder Judicial.

Sobre la Brigada de Narcóticos y el Viladebó señala:

De la Brigada sólo podías salir estropeado: los que declaraban mal o alguien los mandaba, iban a la cárcel; los que consumían y no eran procesados pasaban unas vacaciones en el Vilardebó, conocido como el Loquero.

Estábamos en dictadura y el Loquero era peor que la cárcel. Los botones ­[policías] tenían derecho legal de mantenerte ahí todo el tiempo que quisieran. La Brigada por dentro era una humillación en sí misma y Uruguay un país vejado (López, 2006, p. 170)

Y también apunta sobre cómo se vejaba a los ciudadanos, haciendo de Uruguay un país vigilado y castigado13:

“Había una forma de no ir preso y también zafar del Loquero.

El Jefe le dio al Pachi un frasco grande lleno de algo.

—Olelo. Es marihuana.

Pachi lo abrió, lo olio y dijo:

—¿Y esto para qué es?

—Esto es para vos.

—No, no, no, yo no quiero nada, después de esto yo no quiero ni fumar. No quiero fumar nada.

—Esto es para vos. Lo único que tenés que hacer es, de vez en cuando, tirarnos un datito; nos contás algo de lo que pasa en la calle. Vos podés fumar tranquilo, no vas a tener nunca más un problema. Simplemente un datito cada tanto. (López, 2006, p. 170)

Sobre “Toxicomanías” dice:

La doctora Mengele, con tono de sugerencia y amenaza, habló de las bondades de la recuperación, de cuán posible era si uno lo deseaba. En ningún momento le respondí. Luego de su exposición, con cara de quien ha perdido la totalidad de sus neuronas, le pregunté:

—Doctora, ¿puedo hacerlo con un particular?

—¡Qué deseos de recuperarse! –dijo la doctora

—Sí, doctora, tengo muchos deseos –lo único que me faltaba era que un hilo de baba empezara a caer por la comisura de mis labios.

—Está bien, tienes que traer un informe mensualmente.

… El cartel seguía estando ahí, ahora sabía qué significaba “Toxicomanía”: nido de maniáticos. (López, 2006, p. 234).

Castro (2015) muestra la forja estatal del “problema de la droga” en base a las pautas establecidas desde Estados Unidos. Si Estados Unidos, a partir del trabajo de funcionarios como Dan Mitrione, había contribuido a la formación de los agentes de inteligencia uruguayos, desde otras oficinas norteamericanas, como el Bureau of Narcotics and Dangerous Drugs, se promovía la producción de brigadas antidrogas. De hecho, eran agentes de la Dirección de Inteligencia los que perseguían a los usuarios de drogas a inicios de los años setenta:

En febrero de 1973, el diario El País informaba sobre el procesamiento de un ‘drogadicto… hippie [e] integrante de un controvertido espectáculo musical… por tenencia y distribución de estupefacientes’. Al momento de ser arrestado, Luis Alberto Salas, de 21 años, tenía consigo ‘cierta cantidad de marihuana’ que según la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (dnii) había sido utilizada no solo para su consumo personal, sino también para ‘iniciar’ en el ‘vicio a una menor de edad con la cual mantenía relaciones amorosas’. (Castro, 2015, p. 84)

Aunque desde el propio régimen se afirmaba que “las formas modernas del delito, como drogadicción no tienen peso criminológico”, como señala el ex fiscal de Corte, Miguel Langón, en un informe de 1978 para Naciones Unidas de la Fiscalía uruguaya (Duffau, 2012), se había creado una Brigada de Narcóticos, derivada de Dirección de Inteligencia, espacio privilegiado tanto para el desarrollo de operaciones encubiertas como las que sufrieran Tato López y Luis Alberto Salas. Estas formas de operación policial encubierta se habían vuelto tan corrientes en el país, que hasta los funcionarios judiciales las entendían convenientes para tratar con la “minoridad infractora” y los jóvenes “sub culturales”:

En 1983, el Dr. Roberto Parga Lista, Juez Letrado de Menores de Tercer Turno, reclamaba ‘medidas especiales y novedosas de prevención y de orientación sobre los grupos más vulnerables’. Según el magistrado, la Policía debía infiltrarse en el medio sub cultural de la gente joven, de las barriadas, villas, cantegriles, etc., para inducir a los extraviados que se encuentran en situación de peligro, a que aprovechen las ventajas que les ofrece la comunidad’. Esto también se podía hacer a través de la creación de centros recreativos ‘controlados por personal de educación vigilada o de policía tutelar de menores’. (Rico y Duffau, 2012, p. 74)

Hasta finales de los años ochenta, el modelo de trabajo estatal frente al Otro es tutelar, vigilante y tiene como base las torturas y el encierro hacia los “desviados”. Malos tratos en las comisarías, asilos y hospital psiquiátrico y cárceles; informantes en toda la sociedad uruguaya.

4 La nueva policía, la cárcel y el biocontrol

En los últimos tiempos ha habido un énfasis en cambiar ese modelo que hunde sus raíces en la dictadura cívico militar (Vila, 2012) y disponer de otro más aggiornado, es decir, tecnológico y biotecnológico. Que la vigilancia tecnológica y la investigación criminalística permita una mayor eficacia policial y respeto a los derechos humanos. En estos tiempos, las posibilidades tecnológicas permitirían dejar atrás buena parte de la brutalidad policial, pero esto no parece ocurrir así, a partir de lo visto en las cárceles y lo que marcan los propios números oficiales: más de 30 presos muertos en el año pasado. Las cárceles del país son el lugar más vigilado a la vez que el más peligroso. En el año 2016 hubo 37 muertos en las cárceles, de los cuales 25 fueron en situaciones violentas (15 en homicidios, 8 en suicidios y dos en situaciones violentas aún no aclaradas) en un entorno de 10000 reclusos (“Cifra record de homicidios”, 2016).

En mi propia experiencia etnográfica pude apreciar peleas a cuchillos e, incluso, sentir el olor de la sangre. Recién hecha la limpieza, en un pequeño patio de la cárcel de Maldonado, un guardia me dijo: “¿siente este olor? es el olor de la sangre, no sé si sobrevivirá ese muchacho, perdió mucha sangre” (Entrada de diario de campo, 16 de febrero de 2016).

La descripción de la entrada a la cárcel de “máxima seguridad” del país tal vez resulte elocuente:

4.1 El Edificio

Nos dirigimos al Edificio, el antiguo carcelaje para presos políticos. Da una sensación ominosa recorrer el corredor, casi un basural maloliente rodeado de alambres de púas y concertina. Per me si va nel eterno dolore; Lasciate ogni speranza voi che entrate, dantesco el escenario, coronado por gritos que salen del infierno que el Leviatán reserva a sus peores ciudadanos. Los gritos son entre aterradores y cómicos, insultos ingeniosos mezclados con groserías y golpes grotescos contra las puertas.

Primero se escucha un griterío y unos ruidos indiferenciados y a medida que avanzamos entre el mal olor y la basura los gritos van tomando cuerpo y los insultos y las amenazas se van haciendo comprensibles.

Ya dentro del Edificio el horror toma cuerpo, entre rejas por todas partes siempre hay algún preso trabajando en la limpieza de los pisos. Los gritos ahora son atronadores y se vuelven nuevamente indiferenciados. Panoptical, el edificio permite ver, desde dentro, los distintos pisos que pueblan cientos de personas. Ni sé en qué piso estoy, hasta que un hombre veterano y amable con acento portuñol, me dice que estamos en una suerte de “bagayo mejorado14: estamos en un bagayo pero con gente que estuvo en lugares peores y no quiere seguir pagando más causas y quiere salir de acá”. El policía viejo se queja de la falta de personal y de que cumple varias funciones a la vez. Lo vemos de arriba para abajo, junto con otro uruguayo fronterizo, hablando en portuñol, “tráele a fulano a estos muchachos y luego a mengano”. El policía joven asiente y parte a buscar a los internos. Vamos a una suerte de salón escolar en el cual hubo una clase de Idioma Español en la que habían analizado frases de adultos que hablan de pájaros y libertad.

Los relatos siguientes, producto de aproximaciones etnográficas en la cárcel de máxima seguridad del país, permiten apreciar ciertas continuidades de la faz oculta del Estado uruguayo.

4.2 Leonel

Vamos a una sala que dice “Abogados”. Los policías me traen a un muchacho que se quiere quedar de pie. El muchacho tiene una notoria faja blanca con una suerte de bolsa en el medio, se trata de lo visible de su colostomía. Veo a Leonel como objetivado, con su voz un tanto distorsionada por la mampara y su cinturón que parece de campeón mundial de boxeo, a lo cual contribuyen las cicatrices de veterano peleador: “a los 38 años sos un viejo en la cárcel”.

Leonel vivió en la calle desde los ocho años. Originario de un barrio pobre, vivió en el Centro de Montevideo desde niño, rebuscándose de distintas formas, entre refugios para “niños de la calle”, pequeños delitos y asociaciones con otros niños de la calle y distintos consumos de sustancias: desde pegamento hasta pastillas diversas, pasando por alcohol y pasta base; también es el primer “pincheta” que entrevisto, se inyectó cocaína desde muy joven y reafirmó sus palabras con la muestra de sus antiguas cicatrices en ambos brazos: “cuando la merca no me pegaba más me la entré a pasar por los cables”. (Entrada de diario de campo, 28 de octubre de 2015)

Está preso por un delito de Copamiento, pero cometió muchos delitos en su vida. Leonel me habla también sobre la violencia en la cárcel y me muestra los intestinos que tiene para fuera. La hebilla del cinturón de boxeo se revela como una bolsa que aloja los excrementos del preso, cosa que lo obliga a higienizarse mañana a mañana con mucho cuidado. Tampoco puede hacer ejercicio, ni volver a pelear, tanto que cuando tiene algún conflicto tiene “crédito de violencia” para cuando esté mejor; es en ese momento recién que podrá volver a pelear a cuchillo. Su herida en el abdomen fue producto de una puñalada con un corte carcelario, hace dos años ya.

Leonel quisiera dejar de consumir cualquier droga y señala el peligro que implica usar drogas en el contexto de encierro, por el riesgo de no poder pagar y sufrir las consecuencias. Recién ahora, luego de meses de colostomía, tiene la perspectiva de operarse para volver tener una vida fisiológicamente normal. También le pregunté si la persona que lo hirió le pidió disculpas a lo cual respondió que nunca más lo vio y que no sabe qué sucederá cuando se crucen. Ahí recuerdo las palabras de otro preso veterano: no hay piedad. Más aun tomando en cuenta lo que me contaron de la muerte de la semana pasada en el Penal: mataron a un preso en el patio qué le pidió por su vida a sus matadores estando de rodillas ya herido.

4.3 Héctor

Es un muchacho de 20 años. Llega esposado, las esposas contrastan con su ostentoso reloj y sus ropas costosas. A diferencia de Leonel no tiene cicatrices notorias y su cuerpo está muy cuidado, como de deportista. De hecho fuma muy poco, cosa rara en la cárcel y dice que quiere dejar, ya que le gusta mucho jugar al fútbol. Es hincha de un cuadro del barrio en el cual ha vivido desde siempre y le gusta mucho el deporte más popular del país. Estuvo 15 meses preso de adolescente en la Colonia Berro. Rapiñó un supermercado y fue preso, cuando le pregunté por qué hizo una rapiña a los 15 años me dijo secamente: “siempre me compré mis cosas.” En esa época vivía con su madre y hermanos. Tiene un hermano preso también. Sus usos de drogas se restringen a un uso ocasional de marihuana, pero no le gustan ni el alcohol ni la pasta base y nunca cometió un delito con su conciencia alterada. Señala que le molestan los consumidores de pasta base porque “no pagan lo que deben, lo cual genera violencia” (Entradas de diario de campo, 28 de octubre de 2015). De un modo previsible, Héctor asume la visión de los que violentan a los malos pagadores. Está preso por complicidad en un secuestro.

Héctor apenas terminó la educación primaria al igual que Leonel.

4.4 Pablo

Me siento en el pupitre y dejo el asiento magisterial a Pablo, un muchacho de 38 años, con la cara golpeada, pero sin cicatrices de cortes. Está embagayado nomás. Está en esa cárcel por un delito de tentativa de rapiña, apuntó con el dedo en un pequeño comercio, pero lo corrieron, lo molieron a golpes y lo metieron preso. Lo cierto es que Pablo no quería estar más viviendo en medio de un consumo intenso de alcohol y pasta base. “El alcohol es mi puerta de entrada a todas las otras cosas” nos dice y lo reafirma contando los dos delitos en los cuales “perdió”: el primero a los 19, cuando estando borracho se dio manija y la emprendió contra el boliche de su antiguo patrón medio “verdugo”. A diferencia de Leonel, nos muestra su abdomen y sus brazos sanos y nos dice que quiere seguir así y por eso está en ese bagayo, del cual no sale: lleva meses sin salir al patio. Espacio de esparcimiento, sí, pero fundamentalmente de violencia y “ajustes de cuentas”. Dice que en la cárcel hay brazos gordos que tienen sus “perros” y que los “perros” lo amenazaron, por eso pidió celda de protección (Entrada de diario de campo, 28 de octubre de 2015).

4.5 La tragedia de los gauchos15

Cuando termina la entrevista aparece Luisina bastante conmovida: se están peleando a puñaladas en el patio. Me allego al ventanal que está a unos 50 metros de los hechos en donde está el amable policía veterano, quien me relata el acontecer: “ese de gorrito rojo es guapo en serio, lo quieren sacar del patio, pero se mantiene firme en el patio” (Entrada de diario de campo, 28 de octubre de 2015). Bancó con guapeza singular la agresión de cuatro presos armados con cortes e incluso hirió a uno de sus oponentes. El muchacho flaquito está ahí con su corte en la mano aguardando la nueva agresión, pero no corre a pedir ayuda a la guardia. Cual héroe borgiano, asegura sus “mentas” futuras arriesgando su vida en ese patio gris. La nueva agresión no tarda en llegar, pero el muchacho sigue a pie firme, aguantando en ese patio la impiadosa agresión. Queda otra conjetura, diría Borges: el muchacho sabe que no hay piedad en aquellos que van a cobrar deudas en los cuerpos castigados de los deudores, ni cuidado de parte de los policías que deberían protegerlo. Ante la muerte de rodillas, tal vez sea mejor morir peleando con honor, en el medio del patio. Seguramente el valor sea más eficaz que la súplica para seguir aferrado a la vida. Condenados por el castigo del Estado, estos “taitas” mueren, de pie o de rodillas, mientras algunos de los ciudadanos festejan que haya “uno menos” (“Murió un recluso”, 2015), incluso enarbolando una consigna de la dictadura argentina, “derechos humanos, para los humanos derechos” (“Más muertes violentas”, 2016).

5 Alterofobia, sentido común y ciencia

En un contexto alterofóbico, junto a discursos que añoran dictaduras, ciertos enfoques científicos parecen procurar una nueva eugenesia, conformando un escenario tan interesante como aterrador.

A la pornografía de la violencia (Bourgois, 2003/2010) podría aunarse una neurobiología de la incapacidad que reestablezca legitimidad a la tutela, necesariamente violenta, hacia los sujetos ya castigados por la brutalidad policial, las concepciones de género dominantes y las condiciones de miseria en la cual han vivido. Al continuo de la violencia se podría aunar una suerte de retorno del tutelarismo reprimido, uno que se encuentra ínsito en el “hábitus asistencial autoritario” (Romero, 2006) de buena parte del campo médico uruguayo.

Aún hoy hay psiquiatras que se reivindican discípulos de la citada Dra. Bachini, que formó parte del dispositivo represivo que encerró a Tato López, entre otros tantos jóvenes, en un evento organizado por la Academia Nacional de Medicina (Da Silva, 2013, p. 40, el resaltado es mío):

Fíjense que interesante, en el Hospital Vilardebó durante cinco años, entre el 69 y el 74, ingresaron 114 pacientes por consumo de drogas. Es, yo creo la consulta de hoy en un día, en uno solo de los distintos centros. Del 75 al 80 se generó pánico en las autoridades del Ministerio de Salud Pública porque se multiplicó por cinco. Imagínense que cualquier enfermedad, que cualquier trastorno se multiplique por cinco. Hubo 584 casos en cinco años. Cien casos por año. Uno cada tres días. Ahora vemos uno cada 30 minutos. Me acuerdo que este trabajo lo hicimos con la Doctora Ofelia Bachini, mi maestra, tengo que reconocerlo públicamente, la doctora me decía se te escapó de la hoja. La parte de arriba de la columna de marihuana no se ve porque se me escapó prácticamente de la hoja. O sea que aumentó la marihuana, aumentó el consumo, y aumentó el ingreso al Hospital Vilardebó. Y ¿quiénes ingresaban? Pacientes que tenían trastornos por consumo de marihuana. Es decir cuadros sicóticos, delirantes, depresivos.

La presentación de este doctor llega a un impresionismo ridículamente falaz cuando plantea que el “adicto”: “cuando empieza a fumar marihuana o tomar cocaína no se puede detener hasta que no termina con la bolsita” (p. 36) ¿Será el habitus asistencial autoritario el que permite olvidar el razonamiento más simple cuando compara las internaciones en el Vilardebó durante la dictadura, que eran en base a órdenes judiciales expedidas en función a un dispositivo represivo, con las distintas formas de atención para usos problemáticos de drogas que ocurren hoy día. No sólo asusta que un psiquiatra reivindique su genealogía con una “maestra” que era parte fundamental de un dispositivo que encarcelaba y torturaba a jóvenes usuarios de drogas, sino también que la Academia Nacional de Medicina publique en el año 2013 sus atentados contra el más elemental razonamiento16.

Este psiquiatra omite decir que en el aumento de las internaciones influía directamente la metodología de vigilancia y torturas de esa policía de la dictadura y que el registro, tal vez delirante, de “cuadros sicóticos, delirantes y depresivos” era parte de ese dispositivo. Hoy día no son habituales tales cuadros médicos en usuarios de cannabis y los usuarios son muchísimos más que antes, siendo los trastornos y las consultas, en general, por el uso de otras sustancias.

6 ¿Hacia una neurobiopolítica?

En el principal centro de atención a usuarios de drogas de Uruguay se celebró una conferencia de la que participaron Marcelo Viñar y Luis Barbeito, en ella, el Dr. Barbeito17 mostró daños que producen las drogas, especialmente cuando son usadas desde la adolescencia.

Los argumentos civilizatorios frente a la brutalidad alterofóbica que provinieron del propio Barbeito para demostrar que no tenía asidero criminalizar a los adolescentes18 ahora parecen descalificar como sujetos a los usuarios de drogas más vulnerables: qué se ofrece para ellos desde esta perspectiva, no mucho, puesto que, además, es en la niñez y hasta la adolescencia que se desarrollaría la salud cerebral de cada sujeto. Según las neurociencias, el daño y la vulnerabilidad de estos sujetos es aterrorizante. Aunque debo decir que he tenido diálogos muy inteligentes con usuarios de pasta base de cocaína que hace una década la consumen casi a diario, estos cerebros deberían estar terriblemente dañados, ¿qué debemos hacer como sociedad? En su presentación, el Dr. Barbeito reivindica a Pasteur, al concepto de higiene y a la posibilidad de una higiene del cerebro.

En otras presentaciones neurobiológicas, las imágenes de ratas que van compulsivamente a la cocaína se vinculan a imágenes cerebrales humanas con naturalidad, mostrándose cómo los cerebros de los “dependientes químicos” cambian de color al compás de afectaciones que se refrendarían en test de inteligencia. Estos enfoques suelen terminar en un mensaje esperanzador: podemos prevenir todo esto si no se usan drogas y también podemos utilizar estas “evidencias” para defender políticas de protección a la infancia, como hace encomiablemente el Dr. Barbeito.

Sin embargo, a juzgar por (i) las sensibilidades alterofóbicas de muchos ciudadanos, (ii) las miradas tutelares que provienen del modelo médico hegemónico19 (Menéndez, 1988) y (iii) los ambiciones biopolíticas que podrían infundir las construcciones neurocientíficas alejadas de un trato comprensivo con los sujetos de carne y hueso, podrían ser posibles otras derivas bastante ominosas, basadas en la eficacia, ya que, por ejemplo, una “tecnología del yo” (Foucault, 1990) como es el psicoanálisis, según Hagner:

Ha resultado demasiado elitista y complicado, demasiado tedioso, impracticable y difícil de manejar. Sus resultados no son lo bastante elementales y sí demasiado complejos para resultar operacionales en una determinación general de perfiles de personalidad. Las imágenes del cerebro son mucho más apropiadas para este propósito. Muestran aspectos mucho menos complejos de la personalidad y son por tanto más fácilmente adaptables a propósitos biopolíticos. Las imágenes del cerebro podrían servir para inscribir normas, consultar, controlar, hacer sugerencias, proporcionar pautas para la autoevaluación y planes de acción. Así como un electrocardiograma advierte si un paciente que ha sufrido un ataque al corazón está recuperado para el ajetreo del acto sexual, las imágenes del cerebro determinarían si alguien está más dotado para la música o para las matemáticas. Por supuesto, una sola imagen no es suficiente para tal propósito. En el transcurso de un determinado período de tiempo, imágenes adicionales podrían dar cuenta de los progresos y ser grabadas en chips de datos personales, listos para ser consultados en cualquier momento y lugar. (Hagner, 2010, p. 445)

Esto aún no sería posible, pero tal vez lo sea muy pronto; lo que sí proclaman algunos neurocientíficos como el doctor Barbeito es una suerte de nuevo higienismo20. Frente a algunas conclusiones del prevencionismo neurocientífico me asalta el recuerdo de una entrevista realizada en una comisaría de Montevideo. El viejo policía, formado durante la dictadura, me decía:

Ahora estoy feliz con mi nuevo trabajo como policía comunitario, ahora trabajo para mejorar la vida de estas personas que tienen sus casas nuevas; pero esto no es por sus padres, que ya están perdidos, es por los niños que todavía podrán salir adelante (Entrada de diario de campo, 4 de noviembre de 2009).

La confluencia de perspectivas entre una sociológica proveniente del sentido común más conservador junto a un neohigienismo neurocientífico, ratificando que hay sujetos definitivamente deteriorados en sus funciones mentales, tanto cognitivas como morales, podrá desafiar a la democracia y los derechos humanos por venir, relegitimando la antigua pregunta sobre la completitud de la humanidad de los Otros.

Cuando Haedo se tomó unos mates con el Che Guevara, un grupo de personas hizo un acto de desagravio al mate. El hecho de que el presidente del Consejo de Gobierno uruguayo compartiera unos mates con un representante emblemático del internacionalismo revolucionario ofendió a quienes se sentían sus enemigos. Luego de ese encuentro cordial, Ernesto Guevara, la noche del 17 de agosto de 1961 en Montevideo, habló de paz y de defender la posibilidad de expresión de las diferencias que se vivía en el Uruguay de aquel entonces, pero una violencia política tramada en las sombras opacó aquella jornada.

La pequeña polis progresista del Plata tiene hoy otros desafíos, pero la descalificación de sus ciudadanos más pobres y vulnerables y la violencia estatal hacia ellos, continúa ejerciéndose en las formas rutinarias y burocráticas de la violencia institucional. De vez en cuando, se hace pública la muerte de alguno de estos sujetos descalificados y la violencia discursiva no tarda en llegar. Por otra parte, la descalificación de las madres más vulnerables y de los usuarios de drogas más pobres podría llegar a tener como correlato discursos científicos que la refrenden. Tal vez sea necesario recordar la enseñanza de Marcel Mauss (2009): negar el don es declarar la guerra. Basado en este precepto me resulta razonable afirmar que negar al Otro en tanto interlocutor válido es declararle la guerra y así aportar a la destrucción del espacio público democrático.

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