Primeras mujeres aviadoras: una construcción cultural entre la exclusión y la ambigüedad

First aviator women: a cultural construction between exclusion and ambiguity

  • Beatriz Moncó Rebollo
El tema principal del artículo es presentar a las primeras mujeres aviadoras como ejemplo de la interpretación y valoración de la dicotomía tradición/modernidad en los modelos culturales de género. El texto tiene varias aportaciones específicas. En primer lugar, pone en escena mujeres que en su momento significaron una novedosa forma de visibilización y creatividad femenina, una manera original de irrupción en el espacio público que obligaba a reconsiderar ideologías pretéritas y a generar distintos modos de valorarlas y significarlas. En segundo término, el texto aporta otra vía para constatar la relación de las mujeres con la ciencia y la tecnología, demostrando que ésta tiene raíces profundas y formas variadas y heterogéneas. Finalmente, este caso pone de relieve la instrumentalización que se realiza sobre las mujeres, sus saberes y actividades desde el poder patriarcal mediante su transmisión a través de caminos específicos de comunicación y autoridad.
    Palabras clave:
  • Aviación
  • Modelos culturales
  • Cuerpo femenino
  • Discursos de género
The main topic of the article is to present the first pilot women as an example of the dichotomy between tradition and modernity in cultural gender roles. This text has several specific contributions. First, it shows women that meant a new shape of femenin visibility and creativity. An original way of entering into the public space that forced to reconsider previous ideologies and to generate different ways to value and signify them. Second, the text also contributes with another route to show the relationship between women, and science and technology. It proves that this relationship has deeper roots and more varied shapes than it is usually considered. Lastly, this case highlights the instrumentalization that is carried out on women, their knowledge and activities from the patriarchal power through their transmission through specific paths of communication and authority.
    Keywords:
  • Aviation
  • Cultural pattern
  • Female body
  • Gender discourse

1 Introducción

En mayo del año 2011 se cumplió el primer centenario del llamado Raid Madrid-París, una carrera aérea organizada por el periódico Le Petit Parisien que incluyó el nombre de España —de su capital y de Getafe— en la historia de la aviación civil. Su origen fue el aeródromo de Issy-les Molineaux, partió el 21 de mayo y finalizó con el triunfo de Jules Vedrines en Getafe, en la Dehesa de Santa Quiteria, el día 25, después de recorrer 1197 km. con vuelo real de 12 horas y 47 minutos y una velocidad media de 93,63 km/h (de la Peña, 1998, p. 27). Mis lecturas sobre esta gesta me hicieron reflexionar sobre los primeros momentos de la aviación y la participación femenina en este ámbito tecnológico y profesional; un espacio de difícil acceso para las mujeres que posteriormente se convertiría en una conquista casi invisibilizada o tratada y significada con diferentes parámetros al caso masculino.

En España los triunfos de los aviadores se conocían desde hacía tiempo y eran muchos los que seguían sus viajes y exhibiciones convirtiéndoles en verdaderos héroes, dados sus espectaculares logros y las características técnicas de los aparatos de vuelo. En marzo de 1910, por ejemplo, el aviador francés Julian Mamet voló por vez primera sobre Madrid en un Bleriot XI. El espectáculo, organizado por el Real Aeroclub, fue seguido en el Campo de Ciudad Lineal por unas 15.000 personas. Al año siguiente, fue famoso el accidente que tuvo en el hipódromo madrileño el aviador Mouravais, en el que fallecieron un gran número de seguidores (Montoliú, 1994).

Paralelamente, y a pesar de que la aviación como tal tenía por entonces una corta historia, ya habían participado en su desarrollo algunas mujeres que quedaron pronto olvidadas. De hecho, su presencia no tenía una relevancia similar a la de sus compañeros varones; unas veces por la invisibilidad pública que les era propia en esas fechas, otras, porque su representación, y con ello sus hazañas, no tenían número o calado que se considerase suficiente y, finalmente, porque tanto ellas como sus acciones se valoraban de modo diferente y daban lugar a discursos singulares que, lejos de igualarlas con sus compañeros varones, ahondaban aún más en la exclusión social que tenían todas ellas en aquellos momentos, reforzando así modelos culturales que hablaban de complementariedad entre los sexos o de diferencias insalvables e incuestionables productos de la biología femenina.

El objetivo de este trabajo es demostrar cómo el discurso sobre las primeras aviadoras es un discurso-trampa. Un discurso que si bien, por una parte, parece alentar y aplaudir presencias y conductas femeninas singulares, acercamientos de la mujer a la técnica y la ciencia moderna, por otro, no deja de recordar, más o menos explícitamente, el proceso heterodesignativo, la normativa de género y su relación con espacios, conductas, imágenes y representaciones colectivas sobre lo que se espera de la mujer. De este modo, en un efecto palimpsesto, en algunos de los nuevos discursos de la épo

ca —que nos sirve de contexto para significar este alejamiento de la mujer y las nuevas tecnologías— se reflejan valores y modelos culturales que no se han borrado suficientemente, que parecen ya pasados y que son presentes; en definitiva, que recuerdan las permanencias culturales incluso a través de los cambios.

2 Las mujeres y la técnica aerostática

Entendiendo el aire como un fluido y basándose en el principio de Arquímedes, los hermanos Joseph y Jacques Montgolfier fabricaron, mediante lino y papel, lo que puede considerarse el primer globo aerostático de la historia, haciendo su vuelo inicial el 4 de junio de 1783.

Ese mismo año, llevando animales como pasajeros, se realizó una demostración similar en Versalles ante Luis XVI y María Antonieta. Poco después, en el mes de octubre, viajarían en globo aerostático las primeras personas: Jean François Pilâtre de Roziers y el Marqués d’ Arlande. A partir de entonces, las exhibiciones de vuelos en globo formaron parte de la modernidad tecnológica y científica, teniendo además un punto de espectáculo muy del gusto de las clases más acomodadas e incluso de la aristocracia, que posteriormente se iría popularizando. En España han quedado muestras gráficas de tales actos gracias, por ejemplo, a los dos lienzos de Antonio Carnicer que hoy pueden contemplarse en el Museo del Prado y en el Museo de Bellas Artes de Bilbao1.

Muy pronto algunas mujeres se unieron a estas demostraciones. Su primera relación con los globos aerostáticos la encontramos, también en Francia, de la mano de Madame Thible, quien acompañó a Fleurant en un globo Montgolfier el 4 de junio de 1784 en la localidad de Lyon. Sin embargo, hasta veinte años después las mujeres no volarían solas, siendo quizás la más conocida de estas pioneras Madeleine Sophie Blanchard, quien llegaría por su singularidad a ser nombrada por Luis XVIII “Aeronauta Oficial de la Restauración”.

No obstante, en cierta medida, estas actividades y quienes las realizaban estaban más cerca de los parámetros del deporte, pues en este tiempo nadie se planteaba que tal técnica en manos de mujeres tuviera otros objetivos o derroteros que los puramente deportivos, estéticos y exhibicionistas; aspectos que, como decíamos, derivarían hacia el espectáculo y los ámbitos feriales y circenses. En este contexto fueron varias las mujeres que se dedicaron a realizar vuelos acrobáticos en los que su técnica, indiscutible por otra parte, se mezclaba con valores asociados a su sexo y a su físico a fin de atraer a un público expectante y algo singular que reclamaba espectáculos arriesgados y peculiares de estas voladoras. Un claro ejemplo, que además sirve de anclaje para nuestro objetivo, lo encontramos en Elisa Garnerín, llamada “la venus aerostática” (Yusta, 2006), que realizó varias exhibiciones en España, sobresaliendo especialmente su intento de salto en el Parque del Retiro el 26 de abril de 1810.

No es raro, pues, que desde su origen hallemos dos discursos que, sin ser contradictorios en sí mismos, reflejen valores socioculturales diferentes sobre los vuelos y pilotajes de hombres y mujeres. En los primeros se sancionaba el arrojo y el valor, la técnica y el conocimiento. En ellas, sin embargo, la valentía se transformó en escapismo a la norma, en caprichosa decisión personal, en cabezonería incluso, mientras que su sexo y la imagen que se construyó socioculturalmente incidía una y otra vez en los imperativos de género, entre ellos la belleza, la seducción y todos aquellos rasgos que rodeaban estos atributos: gracia, estilo, elegancia, etcétera. De hecho, un texto muy conocido2 refleja esta dualidad que comentamos (Marck, 2009). Su autor escribe “sin renunciar a su feminidad, conquistaron el cielo” y más adelante: “Bastantes mujeres, entre las que se encontraban auténticas bellezas, realizaron su contribución a la aventura aérea”. Realmente cabe preguntarse no sólo sobre el modelo de feminidad que se está manejando, sino por el criterio que permite la posibilidad de perder este atributo, signifique lo que signifique, al pilotar un avión. En la misma línea podríamos interrogarnos sobre la existencia de alguna razón que fundamentase que la belleza femenina es incompatible con el vuelo y el pilotaje o, yendo más allá, cuáles serían los argumentos lógicos que estipulasen que sólo las mujeres feas pudiesen dedicarse a estas tareas técnicas. Los estereotipos genéricos, como veremos, permanecen a través del tiempo demostrando, además, cómo el orden social funciona como una criba mediante la cual se distribuyen las esferas y competencias, los roles y objetivos además de las posiciones de cada sujeto.

Sin embargo, esto no quiere decir que en este momento concreto no existiesen ciertas aperturas que permitían a las mujeres conductas que tiempo atrás eran impensables. Los inicios del siglo XX forman un momento histórico que va a marcar profundamente las identidades, espacios, derechos y obligaciones de las mujeres. Es un siglo, además, pionero en logros femeninos, tanto individuales como colectivos. Recordemos, por ejemplo, que ya con anterioridad se están gestando diversos movimientos sociales que reclaman derechos de ciudadanía para las mujeres, bastante mermados en algunos lugares a pesar de la existencia de Códigos Civiles que formalmente les otorgan algunos. Paradójicamente, sin embargo, también es un tiempo que se define “por la larga y lenta legitimación de los principios de división sexual del mundo social, al perpetuar o reinventar sutiles formas de segregación en el sistema de formación y en el mundo del trabajo” (Lagrave, 1992/1993, p. 465).

Es decir, el hecho de que algunas mujeres destacaran en ámbitos considerados comúnmente como masculinos no debe llevarnos a creer en la igualdad efectiva entre hombres y mujeres o en el acceso universal a los mismos derechos, lo que Marta González y Eulalia Pérez Sedeño (2002) denominan con cierta ironía “efecto Curie”, ya que la segregación puede venir tanto de la base educativa como del aplauso de los “casos raros” e igualmente disfrazarse mediante la creación de impedimentos genéricos y lenguajes excluyentes. No es insignificante, en este sentido, que buena parte de las mujeres aviadoras tuvieran que ampararse en un padre, un marido, un amante o un mentor. En realidad, a pesar de ser protagonistas de hechos relevantes, aparecían en sociedad tras la figura de un hombre que las avalaba en estos ámbitos masculinos y les daba prestancia, seriedad, imagen y dinero. Realmente la sombra del patriarcado es alargada.

Resumamos, pues, indicando que lo positivo o negativo de estos momentos históricos y de estas peculiares mujeres depende de nuestra perspectiva relacional: para el colectivo femenino es una época de logros y ascensos, pero sólo si olvidamos lo que ocurría en el mundo de los hombres.

3 Mujeres aviadoras: tensiones y trastocaciones de los modelos femeninos

En el mundo de la aviación el siglo XX marcó el inicio de una historia imparable. El 17 de diciembre de 1903 los hermanos Wright abrieron un panorama desconocido hasta entonces al conseguir el vuelo del “Flyer”, en la colina Kill Devil de Kitti Hawk, en Carolina del Norte. Ese primer vuelo de tan sólo doce segundos y un recorrido de treinta y siete metros supondría, sin embargo, un antes y un después en el mundo de la aviación al realizarse con un aparato a motor. Años después, el 8 de marzo de 1910, Élise Deroche, conocida como Raymonde de Laroche o la baronesa aviadora, conseguiría su título de piloto de aeroplano del Aeroclub de Francia, el trigésimo sexto que se concedía, pero el primero que se otorgaba a una mujer. Una mujer modélica para ejemplificar las cuestiones que comentamos anteriormente: de ella se alababa su belleza y porte, sus bonitas piernas e incluso su relación con la moda, un aspecto que como tendremos ocasión de ver se repetirá con otras aviadoras. También tras ella encontramos la figura de un hombre famoso, Charles Voisin, en ese momento constructor de aviones, que aparte de tener un romance con la baronesa le concede su apoyo para iniciar vuelos en solitario, incluso antes de obtener el título de piloto. Desde el primer vuelo, realizado el 22 de octubre de 1909, Élise Deroche se convirtió en un icono paradójico: para la época era un modelo perfecto de feminidad que sin embargo pilotaba aviones.

También desde un principio sus proezas desatarán opiniones contradictorias; mientras que era objeto de admiración para algunos, para otros, incluso científicos, era un espécimen raro que desdecía su docta opinión sobre el género femenino. Las mujeres, aseguraban, no estaban hechas para el vuelo dado que sus órganos no podrían soportar el viaje aéreo. De nuevo la naturaleza, como tantas veces anteriormente, se hacía excusa del mandato cultural y del alejamiento de las mujeres de todo aquello que recordase la tecnología. De nuevo, también, la norma aspiraba a legitimarse mediante una metáfora de naturalización que pretendía dejar de lado cualquier duda crítica. Sin embargo, la agencia misma de los sujetos ante la obligación cultural se hizo presente y delimitó otras opiniones: “no hace tanta falta apelar a la fuerza física como a la coordinación mental” adujo la aviadora (Marck, 2009/2009, p. 26), lo que nos sirve para abundar en lo que anteriormente referíamos: no es necesario que el orden social prohíba taxativamente un comportamiento, es suficiente con que legitime y ampare valores, ideologías, opiniones y conductas que lo rechacen. De ahí que la visión naturalista que tanto daño ha hecho y hace a las mujeres fuese un puntal importante3; primero, para impedirles el acceso al mundo de la aviación, después, para encajonarlas en determinadas subáreas del mismo.

Otra base para el rechazo social a estas mujeres, y no de menor importancia que la anterior, fue la cuestión de la vestimenta. Un hecho que puede parecer frívolo y banal, pero que a nuestro parecer influyó decisivamente en esa relación de las aviadoras con la moda que antes comentábamos. Si como dice Erving Goffman (1959/1981) en la interacción del yo con los otros e incluso en la identificación del sí mismo, es importante la impresión que se provoca y la respuesta del que observa, no es raro que históricamente las mujeres hayan encontrado en el modo de vestir un camino de seducción pero también un modo de subversión, de protesta, de tensión a la norma e incluso de ruptura, de reconstrucción y resignificación genérica y sexual (Butler, 1990/2007), tal y como demuestran diferentes movimientos constructores de una nueva imagen4, e incluso de un nuevo paradigma sociocultural (las gibson girls, las flappers y las bohemias podrían servir de ejemplos) o determinadas conductas individuales que sin embargo construyen patrón sociohistórico.

Aun sin poder detenernos en este aspecto, sí deseo indicar que no es cuestión baladí recordar que en la época, y con anterioridad a movimientos tendentes a aligerar las vestimentas del cuerpo femenino, una mujer “como es debido” llevaba más de dieciséis kilos de ropa durante los meses de invierno, de los cuales, poco más de la mitad, colgaban de su cintura (Ehrenreich y English, 1973/1990, p. 127). Si a ello le añadimos que el famoso corsé podía presionar sobre los órganos internos de una mujer unos diez kilos de media, e incluso llegar hasta los cuarenta en casos extremos, impidiéndole tanto el movimiento como una respiración correcta, no es raro que las primeras aviadoras tuviesen un grandísimo interés en buscar modos y maneras que les permitiera resolver tales cuestiones que, evidentemente, los pilotos tenían resueltas. Así pues, aún podemos ver en las fototecas de museos y en las hemerotecas a muchas de estas pioneras con las largas faldas atadas con cuerdas a media pierna y a los tobillos intentando manejar sus aeroplanos, un modo ciertamente más discreto que romper con los moldes utilizando prendas masculinas5, adaptando su ropa a la de los varones6, o simplemente obviando prendas que significaban feminidad y que crearon en su momento escándalo y expectación. Tal es el caso de Hélène Dutrieu, una de las mejores aviadoras del momento7, que hacía sus exhibiciones sin llevar corsé, lo que al parecer le daba un “enorme interés añadido”, según un periódico de la época (Yusta, 2006, p. 139).

Las aviadoras muestran así cuerpos indóciles que se presentaban ante los otros mediante una autodefinición subvertida. A través de esta transformación icónica habitaban, aun momentáneamente, el margen de la norma cultural, del espacio adjudicado, del rol asignado y de la conducta de género obligada. Su morada era el intersticio, la hibridación cultural, la ambivalencia y la paradoja. No es raro, por tanto, como tendremos ocasión de ver, que se las considerase una manifestación extraña, vistosa, incluso noticiable, pero que, al tiempo, el discurso invirtiera su poder significante en volverlas a su lugar, al orden impuesto, al modelo genérico, al deber ser femenino. Dejadas en libertad de ser y hacer estas mujeres eran peligrosas y contaminantes, pues alertaban de la posibilidad de deconstruir lo impuesto y permitían pensar a las demás en otras posibilidades de existencia y presencia. Podríamos decir, apoyándonos en Mary Douglas (1966/1977), que, correlativamente al hecho de que los modelos dicotómicos generen sensación de orden y equilibrio, cualquier manifestación de ajuste social (pureza simbólica) viene dada por la plena conformación al modelo y la representación cultural. Y si eso es así, estas mujeres liminares, entre modelos, portadoras de varios significados contradictorios, se convirtieron en claros peligros para el orden genérico; orden gestado, mantenido y legitimado por normas y representaciones provenientes del poder patriarcal.

4 Discursos de prensa, aviadoras, técnología y condición femenina

Mediante las informaciones gráficas y periodísticas, la conducta y fama de estas mujeres saltaron fronteras y llegaron a nuestro país porque, como decimos, eran noticiables: rompían moldes8 y dibujaban un perfil femenino muy diferente del tradicional; esquiaban, nadaban, conducían motos y automóviles, sentían curiosidad por el mundo de la ciencia y eran fervientes creyentes en el progreso y la tecnología. Es decir, interpelaban los modelos genéricos mediante el deporte, el uso de máquinas, su deseo de saber y aprender, su mentalidad y su cuerpo. Eran mujeres que se exhibían sin hombres, que se movían por el ámbito público y que se aventuran al exterior de sus casas y entornos familiares. Y esto último, además, de una manera peculiar: formaban parte de un modo muy específico de viajar, enseñando su vehículo, dominando su avión, conociendo su técnica y su motor, probándose a sí mismas y a los demás lo mucho que valían; demostrando, en realidad, que disponían de su vida y de su tiempo y evidenciando de un modo claro la invalidez de la dicotomía doméstico/ público y con ello la posibilidad de otros tipos de ruptura. Unas rupturas, por otra parte, que vinieron a formar parte de una cierta modernidad que iba asentándose poco a poco en las urbes europeas del momento y generaba otros modos de ser mujer y otras maneras de construir modelos y normas para el conjunto femenino.

Por otra parte, ya hemos comentado que casi desde su surgimiento las exhibiciones de vuelos tenían una especial acogida no sólo en las grandes capitales, como Madrid y Barcelona, sino también en otras localidades en las que de inmediato se anunciaban los vuelos acrobáticos o se extendían las noticias de una determinada hazaña mediante carteles publicitarios y crónicas periodísticas. Es decir, la prensa escrita sirvió tanto de vehículo de socialización en los modelos habituales de comportamiento como de constatación de otras posibilidades de vida y conducta como era el caso de las aviadoras mencionadas.

Hoy día, en nuestro mundo globalizado e interconectado, podemos olvidar lo que supuso en la cotidianidad de las personas la aparición de las telecomunicaciones y los medios de comunicación. El tiempo y el espacio se modificaron y acercaron a los sujetos sociales, las redes entre ellos se hicieron más fluidas, y poco a poco las tecnologías de comunicación de masas transformaron sus objetivos informativos en verdaderos generadores y gestores de opinión y representaciones colectivas. La prensa escrita en concreto se convirtió en la época que nos ocupa en un vehículo idóneo para transmitir normas, valores, e iconos genéricos a través de otras noticias que podían parecer muy alejadas de estas cuestiones. Como decía al principio de este texto, la facilidad con la que una noticia de prensa puede dar lugar a mensajes diferentes, a lecturas ambiguas y a análisis multifacéticos convierte lo escrito en una estratigrafía en la que necesitamos levantar cada capa para intentar ver la realidad e interpretarla. El texto periodístico, decíamos, es un palimpsesto en el que podemos ver reflejada la tradición con visos de modernidad, el constreñimiento a las mujeres con la apariencia de liberalidad, la norma femenina disfrazada de antinorma, y todo ello representado en una noticia singular y concreta.

No obstante, si consideramos el texto periodístico no sólo como un medio de comunicación sino como un lenguaje en sí, apreciaremos que la interpretación del discurso depende también del contexto histórico, social y político, además del personal, en el que se mueve el sujeto receptor. De ahí que consideremos importante conocer, cuanto menos, la situación y condición de quienes mejor podían verse reflejadas en la vida de estas aviadoras o representadas, aunque fuese en sentido inverso, en la imagen femenina que los periodistas transmitían al público. En este sentido conviene conocer, aunque sea a vuela pluma, las situaciones específicas de las mujeres que, como veremos en el apartado siguiente, eran las receptoras privilegiadas de muchos de estos discursos periodísticos.

En varios aspectos, el siglo XX marcó en nuestro país, como en otros muchos, un momento de transformaciones sociales en el que también las mujeres se vieron avocadas al cambio, tanto individual como colectivamente, iniciándose una toma de conciencia de muchos grupos femeninos que subvirtiendo el orden establecido intentaban visibilizarse como ciudadanas plenas. Un fenómeno, además, que había dado comienzo en la última década del XIX en el que “un núcleo de maestras, periodistas, escritoras, propagandistas y activistas formaron un linaje femenino iniciador de otras tradiciones” (Ramos, 2011), lo que desde luego no indicaba que la consecución de derechos y libertades entre hombres y mujeres fuera un proceso igualitario y paralelo. Algo de lo que eran plenamente conscientes algunas pensadoras como Emilia Pardo Bazán (citada en Gómez-Ferrer, 1999, p. 89) quien escribe al respecto:

La distancia entre los dos sexos es hoy mayor que era en la España antigua, porque el hombre ha ganado derechos y franquicias que la mujer no comparte [...] Cada nueva conquista del hombre en el terreno de las libertades políticas, ahonda el abismo moral que lo separa de la mujer, y hace el papel de ésta más pasivo y enigmático. Libertad de enseñanza, libertad de cultos, derecho de reunión, sufragio, parlamentarismo, sirven para que media sociedad (la masculina) gane fuerzas y actividades a expensas de la otra media femenina.

En realidad, podría decirse que en España existían supervivencias de modos tradicionales9 insertas en procesos de cambio que acontecieron a principios de siglo y especialmente después de la Gran Guerra, por ejemplo, respecto a la incorporación de la mujer al mundo del trabajo remunerado y a la vida política municipal y nacional (Folguera, 1995) e incluso en algunos roles y situaciones dentro del hogar y el ámbito familiar.

Las mujeres españolas, al menos en las ciudades, iban poco a poco ganando un espacio para ser y estar10 (Capel 1982; 1986; Gómez-Ferrer, 2004) al tiempo que el país buscaba con ahínco el camino de la modernidad que se disfrutaba ya en parte de Europa y Norteamérica y que demostraban claramente las aviadoras que venimos mencionando. En definitiva, y a pesar de la permanencia de valores tradicionales, nuevos aires corrían por las urbes españolas cambiando algunas estructuras de lo cotidiano, transformando la vida política y las representaciones colectivas y haciendo que, cada vez más, fuese difícil hablar de un modelo único de mujer, pues también aquí, en España, surgieron mujeres deportistas que destacaron en natación (por ejemplo, Concha Méndez), en tiro (Sandra Domecq), en tenis (Lilí Álvarez) e incluso en el mundo de la aviación con nombres como el de María de la Salud Bernaldo de Quirós Bustillo, Margot Soriano Ansaldo, Irene Aguilera o Mari Pepa Colomer. Así, podríamos apuntar que la sociedad española parecía preparada para hacer efectivas las transformaciones culturales que llevaban aparejados los cambios históricos y sociales.

Sin embargo, ni las ciudades eran el reflejo de todo el país, ni estas mujeres modernas podían por sí solas transformar mentalidades. En realidad, como vengo apuntando, en el primer cuarto del siglo XX comenzaron a cambiar los discursos, pero pervivieron algunas representaciones genéricas. Es decir, se renegociaron algunos ideales de género manteniendo que no era que la mujer no pudiera (viajar, estudiar, crear, inventar, etc.) sino que no debía si se quería conservar la paz y el equilibrio entre los sexos y en la sociedad. Tal disyunción, normativa y válida sólo en el caso de las mujeres, conllevaba que se mantuviera un discurso paternalista y algo condescendiente con las “modernas” pero que, al tiempo, permitiera clarificar que, aunque las relaciones de género estaban en proceso de transformación, las mujeres seguían manteniendo una posición de inferioridad y subordinación respecto a los hombres y que su libertad, su autoría y autonomía era más una concesión que un derecho. Este discurso ambiguo, creador como decimos de singulares representaciones de género, trasmitido y reforzado una y otra vez por la prensa escrita, atravesaba la vida social y política del país dando así lugar a nuevos disfraces del paternalismo más tradicional, a nuevas voces que sancionaban el cruce de cualquier límite impuesto por el poder patriarcal que pareciese ampliar la libertad de pensamiento y acción de las mujeres, un logro en sus esferas de autonomía o una simple impugnación a la normatividad genérica. Un ejemplo concreto, y a mi parecer muy específico de lo que planteamos, se encuentra en un artículo ("Mujeres concejales" del 30 de octubre de 1924) del Diario de Alicante en el que se mezclan modernidad y tradición, público y privado, roles y mandatos para las mujeres sin discernimiento alguno (citado en Cases, 2010, p. 147-148).

Poco a poco la mujer va conquistando plazas y cargos antes exclusivamente reservados a los hombres. La causa de esto no ha sido un exacto conocimiento de sus aptitudes de las que ella misma no se había percatado antes, sino de la necesidad cada día más imperiosa de hacer frente a las luchas de la vida [...] El feminismo triunfa; únicamente se ha de precaver el riesgo de no poner a las mujeres en ciertos atolladeros que las lleven al fracaso, al ridículo, o que las masculinice demasiado [...] Nos parece que su delicadeza, las funciones augustas que dentro del hogar está llamada a cumplir y su misma belleza y refinamiento sentimental, parece divorciarse algo, y aún mucho, de ciertos cargos y profesiones [...] Veremos cómo cumplen las nuevas concejales su cometido; [...] Si las innatas disposiciones que la mujer posee para el régimen y la administración del hogar logra trasladarlas al Municipio, desde luego podemos felicitarnos de su elección.

Naturalización, creación de dudas, recordatorio de funciones, roles sexuales hiperbolizados, todo valía para hacer presente la imagen y lugar tradicional de las mujeres a pesar de las nuevas exigencias de la modernidad. Modernidad, por otra parte, junto a la que pervive la transversalidad de un discurso maternalista que permea la figura de estas mujeres "raras", su status, e incluso sus derechos de ciudadanía, y recuerda, una y otra vez, el poder de los mandatos de género. Así, por ejemplo, Sara Isaura escribe en el Diario de Alicante: "Sin hogar no hay familia, ni patria, ni felicidad"; no siendo pues raro ver cómo los medios de comunicación apoyan y refuerzan determinados modelos de género y que como aviso a navegantes el diario El Tercio recuerde a sus lectores y lectoras quien es la mujer ideal (Cases, 2010, p. 152):

Una madre feliz en su hogar, junto a la cuna de su hijo, meciéndolo suavemente y contemplando su dulce sueño. Qué le importa el ruido, el esplendor bullicioso de la sociedad, si sus hijos le encantan con sus sonrisas, con sus juegos infantiles y su dulce algarabía, si su mayor delicia es acariciarlos, vestirlos o peinar los negros o dorados rizos de su sedosa cabellera.

Por otra parte, en la sociedad española confluían diferentes procesos de cambio: transformaciones estructurales y cualitativas, nuevos pactos sexuales, preocupación por la decadencia y la pérdida del tren de la modernidad y un pensamiento optimista hacia el futuro y el progreso que generaba miradas creativas y novedosas; quizás por esto último el surgimiento de una cultura de consumo y ocio, del deporte, de la tecnología diversa, de la velocidad y el riesgo, tuviera excelente acogida como manifestación clara de una modernidad que ya parecía imparable. Una modernidad, por otra parte, de la que también se hace eco la prensa como portavoz de una cultura de masas que socializa y normaliza nuevas pautas de comportamiento.

Precisamente ese informar, ese "decir" de un periodista, ese lenguaje con el que se expresa, se configura y se legitima la imagen colectiva sobre algo o alguien, se transforma en fuente etnográfica y sirve para plantear que ya que somos seres de significado y hacemos cosas con palabras (Austin, 1982), entre ellas dotar de ambigüedad los discursos para reforzar los modelos culturales, estos discursos validan que "son precisamente las exclusiones las que dan sentido a la inclusión, a la norma, y a la vez movilizan posibilidades de subversión y resistencia" (Reverter, 2007, p. 231). Así pues, gracias al modo en que se construye y se expresa discursivamente esta construcción cultural, la imagen de estas aviadoras queda singularizada11 dentro del conjunto “pilotos” presentándolas, por una parte, como mujeres modernas, especiales, rompedoras, pero, por otra, merced a un proceso de resignificación muy adecuado a la representación colectiva y valorativa que ya hemos visto en la época, se las disminuye, minusvalora y encorseta a fin de incluirlas en la imagen colectiva del “deber ser” femenino, tal y como puede apreciarse en el caso que sigue.

5 Entre la exclusión y la ambigüedad: el caso de Ruth Elder

Como vengo diciendo, Francia y Estados Unidos fueron los países que dieron nacimiento a la mayor parte de aviadoras de la época que nos ocupa. Muchas de estas mujeres, además, no sólo se contentaron con realizar vuelos en sus lugares de origen, sino que su afán de aventura y su dominio de la técnica las llevó a otros lugares y al reto de conseguir nuevos hitos importantes en sus carreras aéreas.

Este fue el caso de Ruth Elder, nacida el 8 de septiembre de 1902 en Anniston (Alabama). Aunque en un principio su vida parecía dirigida al cine y propia del mundo del celuloide12 el vuelo se convirtió en una verdadera pasión. Elder formó parte de un grupo de aviadoras que ha pasado a la historia por competir en el “Powder Puff Derby”13 y por sus singulares hazañas: Amelia Earhart, Ruth Nicols, Blanche Noyes, Florence Loww “Pancho”, Bobbi Trout, Jessie Miller, Patty Willis, Marvel Crosson son ejemplos de extraordinarias aviadoras que jalonaron sus carreras de éxito. Con algunas de ellas fundaría el “Ninety-Nines”, una asociación de aviadoras que aún permanece activa. Murió el 9 de octubre de 1977 en San Francisco, ciudad que acogió sus cenizas arrojadas desde el Golden Gate.

Ruth Elder amaba volar. Y le gustaban también la mecánica y los motores; ella misma reparaba sus aviones y se dejó fotografiar muchas veces con las manos pringadas de aceite y en mono de faena. El 11 de octubre 1927, cinco meses después de la hazaña de Lindberg14, Elder trató de cruzar el Atlántico a bordo de un Detroiter Stinson bautizado como “American Girl”. A unas 300 millas de las Azores finalizó el viaje por una fuga de aceite que no causó mayores desgracias porque la aviadora y George Haldermann, que la acompañaba, fueron rescatados por el petrolero holandés Barendrecht. El intentar esta hazaña15 y llegar hasta Portugal fue lo que le permitió visitar España y protagonizar unas crónicas periodísticas que sirvieron para conceder a su autor, Manuel Chaves Nogales, el Premio Mariano de Cavia del año 1927. Parte de ellas, precisamente, servirán como fuente de nuestro planteamiento16.

Elder y Haldermann llegaron a las dos y media de la tarde del 27 de octubre de 1927, en un Junkers de la línea aérea de Madrid-Lisboa al aeródromo getafense de la Dehesa de Santa Quiteria. Elder lo pilotaba y fue escoltada antes del aterrizaje por aeroplanos de las bases de Cuatro Vientos y de Getafe y recibida por varias autoridades civiles y militares, el embajador norteamericano y su familia, miembros de la embajada, de la compañía aérea y periodistas; un total de un centenar de personas, lo que sin duda da cuenta de la expectación generada por su llegada.

Manuel Chaves, además de buen periodista y escritor, era un gran conocedor de su tiempo y contexto cultural; de hecho, con cada descripción rediseñaba perfectamente el modelo femenino más tradicional de la época al tiempo que ponía de relieve los ejes más importantes sobre los que giraban las representaciones colectivas de las mujeres, sus roles y espacios. Él era una voz cultural perfectamente consonante con el ethos de buena parte de la sociedad española del momento. Además, con su prosa ligera y entendible, abría perfectamente la relación dialéctica entre el emisor y el receptor de un mensaje común y compartido social y culturalmente.

Sin embargo, desde nuestra perspectiva, describe a Elder con un discurso ambiguo que oscila entre lo tradicional y lo moderno, entre la resistencia a la norma y su aceptación, entre el recuerdo del modelo sociocultural y su puesta en cuestión. Chaves apunta que Elder es una “intrépida mujer que, desdeñando los formidables peligros que representa la travesía del Atlántico [...] se lanzó, en compañía del capitán Haldermann, a la arriesgada empresa” (1927, p.15) a la vez que pone de relieve características de su apariencia física, que recuerdan cómo al fin y al cabo se habla de un cuerpo de mujer, un cuerpo objetualizado y expuesto a cualquier tipo de opinión:

El aspecto de Ruth Elder no es, ciertamente, el de una heroína. Su rostro expresa timidez más que desparpajo y desenvoltura, aunque no ha demostrado cortedad alguna, ciertamente. Conversó animadamente con todos, y da muestra de una gran vivacidad. Es muy linda, de color moreno muy saludable, de cabello castaño, facciones regulares y la boca animada por una graciosa sonrisa infantil. Es de una estatura media, muy proporcionada y de tipo elegante. (1927, pp. 15-16)

Parece obvio señalar que, como decíamos anteriormente, estas descripciones no son habituales para los aviadores, limitándose los comentarios de los periodistas a sus aviones y características técnicas de su fuselaje y sus motores, datos de una carrera determinada o bien descripciones de la hazaña correspondiente. Esta diferenciación del discurso indica que el cuerpo de las mujeres y el proceso de objetualización que conlleva la mirada externa tienen mayor peso que el rol desempeñado o la identidad social del sujeto. Elder no es aquí una persona que pone en riesgo su vida en un trabajo peligroso, no es una aviadora experta en vuelo, no es una excelente y entendida mecánica de motores, sino una mujer “muy linda” y “saludable” a quien se le dota de una “graciosa sonrisa infantil”. De un plumazo, no sólo ella sino lo que representa cae en el ámbito de lo privado, lo interno y la confianza inocente de la infancia.

Además, el texto se vuelve crónica social y ahonda en el aspecto exterior de esta mujer. Ya no es el cuerpo en sí, sino la forma de presentarlo (recordemos a Goffman) lo que se hace esencial:

Vestía a su llegada un jersey de punto color marrón, gorra blanca de visera, como la de los marinos, muy encasquetada, bajo la que se asomaban los rizados bucles; camisa varonil con cuello blanco y corbata masculina, a grandes rayas; pantalones bombachos, de lana, de color gris muy claro; medias escocesas, de lana, y zapatos de tacón bajo con adornos de diversos colores y piel de serpiente. (1927, p. 16)

Y por esto del detalle, el periodista se apresura a relatar, en el siguiente apartado de la crónica, que "la gorra blanca que ostentaba ayer Ruth Elder [...] perteneció al capitán de uno de los buques en que hizo la travesía hasta Lisboa y se la regaló. [Ella] conserva la gorra como mascota u objeto de buena suerte". Un hecho realmente curioso si se compara con las fotos oficiales de la inscripción del Raid que mencioné al principio, en las que, de veinte pilotos, sólo cinco no llevan sombrero o gorra y no arrancan comentario alguno, pareciendo evidente que en este caso, cuando entre varones anda el juego, importa más su avión y su hazaña que su indumentaria.

El periodista incide en los mismos aspectos que podemos encontrar en cualquier crónica de sociedad, como si se necesitara recordar las pautas y normas por las que las mujeres eran designadas a fin de reforzar y re-legitimar el modelo femenino más tradicional y al uso. Escribe el periodista:

Esta muchachita americana es la única belleza de fama mundial que no defrauda a quienes la ven de cerca. Siempre que se tenga, claro es, un sentido moderno de la belleza femenina [...] Lo mejor suyo es la frescura juvenil, la gracia adolescente, el sabor ácido de fruta verde aún. Maravilla en ella, más que nada, su fragilidad, su inconsistencia. Ruth Elder [...] no es casi nada. Cincuenta y tres kilos de peso, unos ojos azules, una melenita rebelde, una línea muy suave en la mejilla, una silueta estilizada [...]. Es sencillamente la espuma de una civilización. La american girl por excelencia. (1928, p. 2)

Parece clara la intención: Elder no representaba un modelo femenino de conducta muy deseable por ser, como el texto recuerda, una mujer moderna. La división sexual del trabajo que antes comentábamos estaba trastocada, de ahí que hubiera que dirigir la representación cultural hacia lo que debía ser una mujer: bella, graciosa, inconsistente (fuese eso lo que fuese), suave y poquita cosa, es decir, femenina. Chaves, como buen hermeneuta cultural, conocía bien las representaciones colectivas que este tipo de mujeres anti-norma podían crear en el público, interesándole feminizar de nuevo la imagen de la aviadora escribiendo: “Cuando se la conoce sólo por su hazaña hay que imaginarla como una mujer fuerte, del tipo tradicionalmente heroico; ancha, un poco viril”, apresurándose a indicar que "Ruth Elder es el arquetipo de la belleza nueva. Otra cosa, ya" (1928, p. 2). Pero lo que podía representar Elder, una mujer liberada, moderna, externa, técnica, con movilidad, rompedora de roles e imágenes tradicionales podía ser peligroso en una sociedad que no acababa de romper con los modelos tradicionales de feminidad. Por ello, ante este modelo, ante la novedad de una mujer que conquistaba un ámbito socialmente masculino, había que poner las cosas en su sitio, disminuir y singularizar su conducta e incluso a ella utilizando diminutivos o dando informaciones que recordaban más los ámbitos privados y hogareños que los públicos.

Las instituciones de poder, la misma preceptiva de género, permitían tensar normas y modelos, pero no su quiebra, y Chaves era consciente de ello. De ahí, que en su crónica de algunos datos verdaderamente sorprendentes. Escribe: “Ruth se mareaba con el pesado olor de la gasolina cuando navegaba perdida sobre la gran fauce del Atlántico, y esta sencilla molestia de damita era superior a su heroísmo” (1928, p 2). Realmente las frases y significados discursivos no tienen desperdicio cuando tenemos en cuenta que “la damita” era capaz de arreglar los motores de los aviones que pilotaba, no tenía problema alguno en mancharse de grasa o de combustible o se lanzaba a un viaje por el Atlántico.

Por otra parte, la faceta más técnica de Elder no podía negarse ni invisibilizarse porque era sobradamente conocida. Como ya hemos visto no sólo entendía de vuelos sino de motores, no sólo pilotaba aviones, sino que los entresijos mecánicos no tenían secretos para ella y personalmente engrasaba, ajustaba, revisaba y ponía a punto los de sus aviones. Lo hacía con sus manos y obviamente se las manchaba, golpeaba, hería y ensuciaba. Es decir, metafóricamente Elder cambiaba unas manos hechas para la seducción, la caricia, o la suavidad y ternura de la madre (recordemos el texto reproducido más arriba) por otras masculinizadas y tecnificadas. No es raro, pues, que ante esta polaridad Manuel Chaves escriba: “Un vivo dolor: Ruth no tiene manos. Es decir, las tiene feas, que es como si no las tuviese” (1928, p. 2), explicando a continuación que son “manos trabajadas, negras de petróleo y aceite” (1928, p. 2). Poco después incide rematando la imagen: “Los brazos y las manos de la Elder son feos: brazos y manos deformados de muchachito aprendiz de chófer. Como si no los tuviese. Así nuestra Venus de Roosevelt Field, como la de Milo, no tiene brazos” (1928, p. 2). Esto es, construyendo una metonimia cultural se significa que, o la mujer es como se desea y designa el modelo o es mejor amputarle parte de su cuerpo o, más sencillo, invisibilizar su existencia y su conocimiento y experiencia. Sus manos son varoniles, pues se cortan y además se rebaja el mérito de su saber haciendo que de piloto y experta en motores pase a ser, simplemente, "un aprendiz de chófer".

De este modo Elder ha sido disminuida, su saber silenciado, su técnica olvidada, finalmente su imagen queda rara, fuera de norma, recordando otros ámbitos masculinos prohibidos para las mujeres. De ahí que el periodista deba recomponer el icono en base a la norma; y Chaves lo hace a la perfección cuando escribe:

Cuando se la ve vistiendo el traje masculino, erguido el busto con bizarría juvenil, ardientes de fiebre las mejillas bajo la capa de carmín, que es como se presenta ante las multitudes que la aclaman aun se la cree capaz de alguna gran acción. Pero anoche estaba en su gabinete de la Legación americana en Lisboa, arrebujada en suaves prendas femeninas, rendida por las emociones del recibimiento y tomada por la gripe. Y parecía tan frágil, era una cosilla tan deleznable, que no podía creerse que aquello fuese el exponente de belleza de una edad. Y, sin embargo, ¡qué pena que a esa nadería, se la hubiese tragado el Atlántico! (1928, p. 2)

Realmente hay que esforzarse para saber de qué se está hablando. El uso de los diminutivos, de los adjetivos y nominativos empequeñecedores e incluso despectivos, el énfasis en atributos propios de un modelo femenino que Elder estaba poniendo en jaque con su conducta, no hacían sino enfatizar el preceptivo imaginario colectivo de feminidad o femenino. Era la tensión entre la fuerza de la imagen y el significado conductual. Algo, por otra parte, que los textos reflejaban una y otra vez: la gorra con la que se fotografiaba, las flores que recibía, el carmín con el que se retocaba y hasta el hecho de que no llevase a mano vestidos femeninos17 y tuviesen que prestarle uno para una ceremonia forma parte central del reportaje.

El mensaje parece clarificador. Estas mujeres que iniciaban un nuevo modelo femenino, susceptibles de ser representadas y valoradas bajo otros criterios más paritarios y acordes con sus novedosos roles y conductas, constituían un peligro para el orden normativo de género. Al ser creadoras de otros modelos, posibles focos, por tanto, de contestación y subversión, debían ser re-sometidas al orden que diseñaba genéricamente la sociedad y la cultura. Ruth Elder en concreto, las mujeres aviadoras y en general aquellas que subvertían lo impuesto con su expresividad corporal, sus logros técnicos, conducta moderna y pensamiento libre se transformaban mediante estos discursos en manifestaciones vistosas, en casos curiosos, en exponentes de rareza y extrañamiento, que se exaltaban como noticia y se juzgaban como mujeres.

Sin embargo, lo paradójico es que, al tiempo, mediante el poder del sujeto discursivo que hace de hermeneuta de las preceptivas genéricas y es depositario de la palabra, se vieron obligadas a volver al lugar heterodesignado como ejemplos de lo femenino, de lo aceptable y el deber ser. El periodista, en realidad, abría y cerraba por sí mismo el significado de la transgresión e incluso del sujeto en sí. Mediante su discurso lo presentaba, lo construía, lo iconizaba, lo normalizaba y permitía e impulsaba con su lenguaje que lo hicieran quienes leían la crónica. Al tiempo, parece claro el intento de cierre de la transgresión mediante la homogeneización y estereotipación de la identidad femenina, al fin y al cabo, una de las formas mediante las cuales la jerarquía patriarcal y los modelos de género se mantienen a lo largo de la historia. El texto analizado da cuenta de que el cuerpo y la apariencia femenina, su conducta e identidad se transforman en un terreno de confrontación sociocultural; en una arena política donde el discurso legitima y potencia mecanismos de control de género.

El discurso, las representaciones que conlleva, los iconos, los datos sobre las aviadoras y sus aviones son creadores de significados distintivos y, al tiempo, alertas de que también en este ámbito podríamos hablar de estas mujeres como "élites discriminadas" (García de León, 1994). Ellas fueron, como indica Marck, “las chicas voladoras”, "los pilotos con enaguas" o "las mariquitas". No hay espacio en el imaginario colectivo para pensar en Vedrines, Divetain, Bobba, Weyman, Frey, Garros o tantos otros como chicos que vuelan. Los textos que he consultado sobre aviadores no hablan de sus trajes, sus cuerpos, su aspecto físico o su apostura. No es eso lo que importa en ellos, sino los valores que les legitiman como héroes, excelentes pilotos y hombres ganadores. Finalmente pertenecen al grupo autodesignado y se han autoadjudicado la posición y propiedades del sujeto. Ellos, además, representaban un ideal de masculinidad acorde con la normativa de género de la época. Correlativamente, y a fin de mantener este estatus masculino, no se podía otorgar mérito y prestigio a quienes se consideraban unas parvenues en un ámbito en el que ni siquiera todos los hombres destacaban. Tal y como explica Celia Amorós (2011, p. X) “en las féminas no se puede reconocer conjuntamente el mérito y la gracia. Todo se atribuye a la gracia para no tener que otorgar las condecoraciones del mérito”. De ahí, pues, que se incidiese en aspectos sin competencia, en los que no existía comparación con los varones, en aquellos que sólo las mujeres podían significar y significarse.

La ambigüedad no era así producto de las normas y las designaciones sino de las mujeres. Ellas, las primeras aviadoras, eran seres raros y paradójicos que, siendo mujeres conquistaron el cielo y que sólo se podían manejar, culturalmente hablando, cortándoles las alas, poniendo de relieve lo que les acercaba al ideal femenino.

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